Книга - Un Sueño de Mortales

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Un Sueño de Mortales
Morgan Rice


El Anillo del Hechicero #15
EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros aguerridos e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico. -Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre La Senda de los Héroes) (Una) entretenida fantsía épica. -Kirkus Reviews (sobre La Senda de los Héroes) Los inicios de algo extrordinario están aquí. -San Franciso Book Review (sobre La Senda de los Héroes) UN SUEÑO DE MORTALES es el Libro#15 de la serie éxito en ventas EL ANILLO DEL HECHICERO, que empieza con UNA SENDA DE HÉROES (libro#1) – ¡una descarga gratuita! En UN SUEÑO DE MORTALES, Thorgrin y sus hermanos luchan por liberarse de las garras de los piratas y continuar su búsqueda de Guwayne en el mar. Se encuentran con amigos y peligros inesperados, magia y armas, dragones y hombre y esto cambiará el curso de su destino. ¿Encontrarán finalmente a Guwayne?Darius y sus amigos sobreviven a la masacre de su pueblo- pero solo para descubrir que son prisioneros, lanzados a la Arena del Imperio. son encadenados juntos, se enfrentan a oponentes inimaginables, su única esperanza para sobrevivir es mantenerse y luchar juntos, como hermanos. Gwendolyn despierta de sus sueño y descubre que ella y los demás han sobrevivido a su caminata a través del Gran Desierto- y, aún más sorprendente, que han llegado a una tierra más allá de su imaginación más salvaje. Cuando los llevan hasta una nueva corte real, los secretos que gwendolyn descubre sobre sus antepasados y su propio pueblo cambiarán su destino para siempre. Erec y Alistair, todavía prisioneros en el mar, luchan por liberarse de las garras de la flota del Imperio en una osada y atrevida escapada nocturna. Cuando las posibilidades parecen peores, reciben una sorpresa inesperada que podría simplemente darles una segunda oportunidad para la victoria- y otra oportunidad de continuar su ataque al corazón del Imperio. Godfrey y su grupo, encarcelados una vez más, listos para ser ejeutados, tienen una última oportunidad para intentar escapar. Después de ser traicionados, quieren algo más que escapar esta vez- quieren venganza. Volusia está rodeada por todos lados y lucha por tomar la capital del Imperio- y tendrá que reunir una magia más poderosa de lo que jamás ha conocido si quiere demostrar que es una Diosa y convertirse en Gobernante Suprema del Imperio. Una vez más, el destino del Imperio está colgando en la balanza. Con su sofisticada construcción del mundo y caracterización, UN SUEÑO DE MORTALES es un relato épico de amigos y amantes, de rivales y pretendientes, de caballeros y dragones, de intrigas y maquinaciones políticas, de crecimiento, de corazones rotos, de engaño, ambición y traición. Es un relato de honor y valentía, de sino y destino, de hechicería. Es una fantasía que nos trae un mundo que nunca olvidaremos y que agradará a todas las edades y géneros. Una animada fantasía …Es solo el comienzo de lo que promete se runa serie épica para adultos jóvenes. -Midwest Book Review (sobre La Senda de los Héroes) Una lectura rápida y fácil… tendrás que leer lo que pasa a continuación y no querrás dejarlo. -FantasyOnline. net (sobre La Senda de los Héroes) Llena de acción… La escritura de Rice es de buena calidad y el argumento intrigante. -Publishers Weekly (sobre La Senda de los Héroes)





Morgan Rice

Un Sueño de Mortales Libro #15 De El Anillo del Hehicero




Acerca de Morgan Rice

Morgan Rice tiene el #1 en éxito de ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de once libros (y contando); de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspenso post-apocalíptica compuesta de dos libros (y contando); y de la nueva serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.

A Morgan le encanta escucharte, así que, por favor, visita www.morganrice.books (http://www.morganrice.books/) para unirte a la lista de correo, recibir un libro gratuito, recibir regalos, descargar la app gratuita, conocer las últimas noticias, conectarte con Facebook o Twitter ¡y seguirla de cerca!



Algunas opiniones acerca de Morgan Rice

”EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico”.

–Books and Movie Reviews, Roberto Mattos



“Una entretenida fantasía épica”.

–Kirkus Reviews



“Los inicios de algo extraordinario están ahí”.

–San Francisco Book Review



“Lleno de acción… La obra de Rice es sólida y el argumento es intrigante”.

–Publishers Weekly



“Una animada fantasía…Es sólo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para adultos jóvenes”.

–-Midwest Book Review



Libros de Morgan Rice




DE CORONAS Y GLORIA


ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1)




REYES Y HECHICEROS


EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)


EL DESPERTAR DEL VALIENTE (Libro #2)


El PESO DEL HONOR (Libro #3)


UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)


UN REINO DE SOMBRAS (Libro #5)


LA NOCHE DEL VALIENTE (Libro #6)




EL ANILLO DEL BRUJO


LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)


UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)


UN DESTINO DE DRAGONES (Libro #3)


UN GRITO DE HONOR (Libro #4)


UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)


UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)


UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)


UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)


UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)


UN MAR DE ESCUDOS (Libro #10)


UN REINO DE ACERO (Libro #11)


UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)


UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)


UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)


UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)


UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)


EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)




LA TRILOGÍA DE LA SUPERVIVENCIA


ARENA UNO: TRATANTES DE ESCLAVOS (Libro # 1)


ARENA DOS (Libro # 2)




LOS DIARIOS DEL VAMPIRO


TRANSFORMACIÓN (Libro # 1)


AMORES (Libro # 2)


TRAICIONADA (Libro # 3)


DESTINADA (Libro # 4)


DESEADA (Libro # 5)


COMPROMETIDA (Libro # 6)


JURADA (Libro # 7)


ENCONTRADA (Libro # 8)


RESUCITADA (Libro # 9)


ANSIADA (Libro # 10)


CONDENADA (Libro # 11)


OBSESIONADA (Libro # 12)












¡Escuche la saga de EL ANILLO DEL HECHICERO en formato de audio libro!


Derechos Reservados © 2014 por Morgan Rice



Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora.

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Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia.

Imagen de la cubierta Derechos reservados Isoga, utilizada bajo licencia de Shutterstock.com.










CAPÍTULO UNO


Gwendolyn abrió lentamente los ojos, que tenían arena incrustada, usando todas sus fuerzas para ello. Solo podía abrirlos un poco y, con los ojos entreabiertos, divisó un mundo borroso, lleno de sol. En algún lugar allá arriba, los deslumbrantes soles del desierto brillaban, creando un mundo blanco que la cegaba. Gwen no sabía si estaba muerta o viva- sospechaba que era lo último.

Cegada por la luz, Gwen estaba demasiado débil para girar la cabeza hacia la izquierda o hacia la derecha. ¿Esto es estar muerto?, se preguntaba.

De repente, una sombra le cubrió el rostro y ella parpadeó y vio una capucha negra encima de ella, ocultando el rostro, escondido en la oscuridad, de una pequeña criatura. Lo único que Gwen pudo ver fueron sus ojos amarillos, pequeños y brillantes, que la miraban fijamente como si fuera un objeto perdido en el desierto. Hacía un ruido chirriante y Gwen se dio cuenta de que hablaba un idioma que ella no entendía.

A continuación se oyeron unos pies que se arrastraban, seguidos de una nube de polvo, y aparecieron dos más de aquellas criaturas, con las caras cubiertas por capuchas negras y los ojos más brillantes que el sol. Parecía que se comunicaban entre ellas con un sonido chirriante. Gwen no sabía qué tipo de criaturas eran y se preguntaba otra vez si estaba viva o si todo aquello era un sueño. ¿Se trataba de otra de las alucinaciones que había sufrido por el calor del desierto?

Gwen sintió un golpecito en el hombro, volvió a abrir los ojos y vio a una de las criaturas tocándola y dándole golpecitos con un bastón, al parecer para comprobar si aún estaba viva. Gwen, molesta, deseaba levantar el brazo y apartarlo de un golpe, pero estaba demasiado débil incluso para esto. Sin embargo, agradeció la sensación; le hacía sentir que quizás, solo quizás, estaba viva después de todo.

Gwen sintió que, de golpe, unas garras largas y delgadas le rodeaban las muñecas y los brazos, la cogían y la levantaban en una especie de tela, una lona quizás. Sentía cómo la arrastraban por el suelo del desierto y se deslizaba de espaldas bajo el sol. No tenía ni idea de si la estaban arrastrando hacia su muerte, pero estaba demasiado débil para preocuparse. Al mirar hacia arriba veía el mundo pasar, el cielo parecía rebotar, los soles abrasadores y brillantes como nunca. En su vida se había sentido tan débil y deshidratada; le daba la sensación de que respiraba fuego.

Gwen de repente sintió un líquido frío que corría por sus labios y vio a una de las criaturas inclinada sobre ella, que vertía agua de un saco. Necesitó toda su energía para sacar la lengua. El agua fría caía por su garganta y le parecía estar tragando fuego. No había imaginado que su garganta pudiera llegar a estar tan seca.

Gwen bebió con ansia, aliviada de que por lo menos aquellas criaturas eran amables. Sin embargo, la criatura retiró el saco tras unos segundos y dejó de verter agua.

“Más”, intentó susurrar Gwen, pero las palabras no le salían, su voz era todavía demasiado áspera.

Mientras la continuaban arrastrando, Gwendolyn intentaba reunir la energía para liberarse, para levantar el brazo y agarrar aquel saco y beberse toda el agua que había dentro. Pero no tenía energía ni para levantar un brazo.

A Gwen la arrastraban y arrastraban, sus piernas y sus pies golpeaban los bultos y las piedras que habían por debajo y parecía continuar para siempre. Después de un rato ya no podía decir cuánto tiempo había pasado. Parecían días. El único sonido que oía era el del viento del desierto arrasando.

Gwen sintió más agua fría en sus labios y esta vez bebió más, hasta que la apartaron. Abrió un poco más los ojos y, al ver que la criatura la retiraba, entendió que se la estaba suministrando lentamente como para no darle demasiada de golpe. Esta vez, el agua que caía por su garganta no parecía tan molesta y sintió cómo la hidratación corría por sus venas. Sintió lo desesperadamente que la necesitaba.

“Por favor”, dijo Gwen, “más”.

En su lugar, la criatura vertió agua sobre su cara y sus ojos y sintió el agua refrescante corriendo por su piel caliente. Se llevó parte del polvo de sus párpados y los pudo abrir un poco más – por lo menos lo suficiente para ver lo que estaba sucediendo.

A su alrededor vio más de aquellas criaturas, docenas de ellas, arrastrando los pies por el suelo del desierto, con sus túnicas y sus capuchas negras, hablando entre ellos con extraños ruidos chirriantes. Echó un vistazo y vio que llevaban algunos cuerpos más y sintió un inmenso alivio al reconocer los cuerpos de Kendrick, Sandara, Aberthol, Brandt, Atme, Illepra, la bebé, Steffen, Arliss, algunos Plateados y Krohn – quizás una docena de ellos en total. Los arrastraban junto a ella y Gwen no podía decir si estaban vivos o muertos. Por la forma en que estaban tumbados, todos tan flácidos, solo podía imaginar que estaban muertos.

Su corazón le dio un vuelco y Gwen le pidió a Dios que no fuera así. Sin embargo, ella era pesimista. Después de todo, ¿quién podría haber sobrevivido allí? Todavía no estaba del todo segura de que ella hubiera sobrevivido.

Mientras la continuaban arrastrando, Gwen cerró los ojos y cuando los volvió a abrir se dio cuenta de que se había quedado dormida. No sabía cuánto tiempo más había pasado pero ahora ya era tarde, los dos soles estaban bajos en el cielo. Todavía la estaban arrastrando. Se preguntaba quiénes eran aquellas criaturas; imaginaba que eran algún tipo de nómadas del desierto, quizás alguna tribu que había conseguido sobrevivir allí. Se preguntaba cómo la habían encontrado, a dónde la llevaban. Por un lado, estaba muy contenta de que le hubieran salvado la vida; por el otro, ¿quién sabe si se la llevaban para matarla? ¿Cómo comida para la tribu?

Fuera como fuera, estaba demasiado débil y agotada para hacer algo al respecto.

Gwen abrió los ojos, no sabía cuánto tiempo más tarde, sobresaltada por un crujido. Al principio parecía un arbusto de espinas dando vueltas por el suelo del desierto. Pero mientras el sonido se volvía más fuerte, más incesante, supo que era otra cosa. Parecía una tormenta de arena. Una tormenta de arena intensa e incesante.

Cuando se aproximaron y los que la llevaban se giraron, Gwen echó un vistazo y eso le permitió tener una vista como nunca había tenido. Era una vista que le revolvía el estómago, especialmente al darse cueta que se estaban acercando a ella: allí, quizás a unos quince metros, había un muro de arena arrasador, que se elevaba hasta el cielo, tan alto que no se podía ver si tenía un final. El viento soplaba violentamente a través de él, como un tornado contenido y la arena se arremolinaba violentamente en el aire, era tan grueso que no se podía ver a través de él.

Se dirigían directamente hacia el muro de arena embravecido, el ruido era tan fuerte que resultaba ensordecedor y ella se preguntaba por qué. Parecía que se estaban acercando a una muerte instantánea.

“¡Girad!” intentó decir Gwen.

Pero su voz era ronca, demasiado débil para que alguien la oyera, especialmente por encima del viento. Dudaba que la escucharan, incluso aunque la hubieran oído.

Gwen empezaba a notar que la arena le arañaba la piel mientras se acercaban al agitado muro de arena y, de repente, dos criaturas se acercaron a ella y cubrieron todo su cuerpo con una sábana larga y pesada, y le taparon la cara. Se dio cuenta de que la estaban protegiendo.

Un instante después, Gwen se encontró dentro de un muro violento de arena removida.

Cuando se adentraron en él, el ruido era tan fuerte, que Gwen sentía que iba a ensordecer y se preguntaba si era posible sobrevivir a ello. Gwen se dio cuenta enseguida de que aquella tela sobre ella la estaba salvando; protegía su cara y su piel de ser hechas trizas por el embravecido muro de arena. Los nómadas continuaban andando, con las cabezas agachadas contra el muro de arena, como si lo hubieran hecho muchas veces antes. Continuaban tirando de ella a través de él y, mientras la arena parecía enfurecerse a su alrededor, Gwen se preguntaba si aquello tendría un final.

Entonces, finalmente, llegó el silencio. Un silencio dulce, dulce como nunca antes había disfrutado. Dos nómadas le retiraron la tela y Gwen vio que habían pasado el muro de arena, que habían salido al otro lado. Pero, ¿al otro lado de qué? se preguntaba.

Finalmente, dejaron de arrastrarla y, al hacerlo, todas las preguntas de Gwen fueron respondidas. La dejaron en el suelo con delicadeza y ella se quedó allí tumbada, inmóvil, mirando hacia el cielo. Parpadeó varias veces, inentando comprender la visión que había ante ella.

Lentamente, la visión que tenía ante ella se hizo nítida. Vio un muro hecho de piedra increíblemente alto, que se elevaba cientos de metros hacia las nubes. El muro se alargaba en todas direcciones, desapareciendo en el horizonte. Arriba del todo de estos altísimos peñascos, Gwen vio murallas, fortificaciones y, encima de ellas, miles de caballeros que llevaban armaduras que brillaban al sol.

Ella no podía entenderlo. ¿Cómo podían estar aquí? se preguntaba. ¿Caballeros, en medio del desierto? ¿Dónde la habían llevado?

Entonces, de repente, con un sobresalto lo supo. Su corazón palpitaba más rápido al darse cuenta de repente que lo habían encontrado, que habían llegado hasta aquí, atravesando todo el Gran Desierto.

Después de todo, existía.

El Segundo Anillo.




CAPÍTULO DOS


Angel sentía cómo se deplomaba en el aire mientras se tiraba de cabeza a las furiosas aguas del embravecido mar de allá abajo. Todavía veía el cuerpo de Thor sumergido bajo el agua, inconsciente, flácido, hundiéndose más con cada momento que pasaba. Sabía que él podía morir en unos instantes y, que si ella no hubiera saltado del barco cuando lo hizo, seguramente no tendría ninguna oportunidad de vivir.

Estaba decidida a salvarlo -incluso si ello significaba su vida, incluso si moría allá abajo con él. Realmente no podía comprenderlo, pero sentía una intensa conexión con Thor, incluso desde el momento que lo había visto por primera vez en la isla. Había sido el único que había conocido que no tenía miedo de su lepra, que le había dado un abrazo a pesar de ella, que la había mirado como una persona normal y que nunca la había evitado ni por un minuto. Sentía que estaba en gran deuda con él, sentía una intensa lealtad hacia él y sacrificaría su vida por él, costara lo que costara.

Angel sentía que las aguas congeladas le perforaban la piel mientras se sumergía. Sentía como si un millón de puñales le perforaran la piel. Estaba tan fría que se sobresaltó y aguantó la respiración al sumergirse más y más, abriendo los ojos en las turbias aguas en busca de Thorgrin. Apenas pudo divisarlo en la oscuridad, hundiéndose más y más, dio un gran puntapié, una y otra vez, alargó un brazo y, usando su impulso hacia abajo, le agarró la manga.

Pesaba más de lo que ella pensaba. Lo rodeó con ambos brazos, dio la vuelta y movió las piernas con furia, usando todas sus fuerzas para dejar de descender y ascender a cambio. Angel no era ni grande ni fuerte, pero al crecer había aprendido rápidamente que sus piernas tenían una fuerza que la parte superior de su cuerpo no tenía. Sus brazos eran débiles por la lepra pero sus piernas eran un don, más fuertes que las de un hombre y ahora las usaba, dando patadas con todas sus fuerzas, para nadar hacia arriba, hacia la superficie. Si alguna cosa había aprendido al crecer en una isla, era a nadar.

Angel se abría camino impulsándose con los pies a través de las profundas aguas turbias, más y más arriba, hacia la superficie, mirando hacia arriba y viendo al sol reflejarse a través de las olas de allí arriba.

¡Venga! pensaba. ¡Solo unos metros más!

Agotada, incapaz de aguantar la respiración por más tiempo, tuvo la voluntad de impulsarse más fuerte con los pies y, con una patada final, salió disparada a la superficie.

Angel salió buscando el aire y trayendo a Thor con ella, con los brazos alrededor de él y usando las piernas para mantener a ambos a flote, dando más y más puntapiés, manteniendo la cabeza de él por encima de la superficie. Todavía le parecía inconsciente y ahora le preocupaba si se había ahogado.

“¡Thorgrin!” gritaba. “¡Despierta!”

Angel lo agarró por detrás, pasando los brazos con fuerza alrededor de su estómago y apretó bruscamente hacia ella, una y otra vez, como había visto hacer a uno de sus amigos leprosos cuando otro amigo se estaba ahogando. Ahora lo hacía ella, apretando su diafragma, sus pequeños brazos temblaban mientras lo hacía.

“Por favor, Thorgrin”, gritaba. “Por favor vive! ¡Vive por mí!”

Angel de repente oyó una gratificante tos, seguida de una expulsión de agua y se sintió feliz al darse cuenta de que Thor había vuelto. Echó todo el agua del mar, con un dolor en los pulmones, tosiendo una y otra vez. A Angel la inundaba el alivio.

Incluso mejor, Thor parecía haber recuperado la conciencia. Todo el sufrimiento parecía finalmente haberlo sacudido de su profundo sueño. Ella esperaba que, quizás, fuera incluso lo suficientemente fuerte para derrotar a aquellos hombres y ayudar a ambos a escapar hacia algún lugar.

Angel apenas había terminado este pensamiento cuando sintió, de repente, que una cuerda pesada iba a parar a su cabeza, descendiendo desde el cielo y envolviendo por completo a ella y a Thorgrin.

Miró hacia arriba y vio a los despiadados por encima de ellos en el borde del barco, mirando fijamente hacia abajo, agarrando el otro extremo de la cuerda y tirando de ella, subiéndolos como si fueran peces.

Angel luchaba, tirando de la cuerda, y esperaba que Thor lo hiciera también. Pero mientras tosía, todavía yacía allí flácido y ella vio claramente que todavía no tenía la fuerza para defenderse.

Angel sentía que lentamente los elevaban hacia el aire, más y más arriba, el agua goteaba por la red, mientras los piratas tiraban de ellos, acercándolos más, de vuelta al barco.

“¡NO!” exclamó ella, luchando, intentando liberarse.

Un despiadado sacó un largo garfio de hierro, enganchó la red y tiró de ellos con un movimiento errático hacia cubierta.

Se balancearon en el aire, cortaron las sogas y Angel sintió como caía e iba a parar de golpe a cubierta, cayendo desde unos tres metros y rodando al hacerlo. A Angel le dolían las costillas por el impacto y luchaba con la cuerda, intentando liberarse.

Pero fue inútil. En unos instantes varios piratas saltaron encima de ellos, inmovilizándolos a ella y a Thorgrin y tirando de ellos. Angel sintió que varias manos ásperas la agarraban y sintió que le ataban las manos a la espalda con una cuerda tosca que la arrastraba tirándole de los pies, chorreando. No podía incluso ni moverse.

Angel echó un vistazo, preocupada por Thorgrin y vio que él también estaba atado, todavía desorientado, más dormido que despierto. Los arrastraron a ambos por la cubierta, demasiado rápido, Angel tropezaba mientras andaban.

“Esto te enseñará a no escapar de nosotros”, dijo un pirata bruscamente.

Angel miró hacia arriba y vio una puerta de madera que se abría en la parte inferior de cubierta y miró fijamente hacia la oscuridad de las bodegas que había bajo cubierta. A continuación vio cómo los piratas la lanzaban a ella y a Thorgrin.

Angel sintió cómo se tambaleaba mientras caía volando de cabeza hacia la oscuridad. Se dio un glope fuerte en la cabeza con el suelo de madera, cayendo de cara y después sintió que el peso del cuerpo de Thor iba a parar encima suyo y los dos daban vueltas en la oscuridad.

Desde arriba cerraron de golpe la puerta de madera de cubierta, tapando toda la luz y después la cerraron con una cadena pesada y ella estaba allí tumbada, respirando con dificultad en la oscuridad, preguntándose dónde la habían lanzado los piratas.

En el otro extremo de la bodega de repente entró la luz invadiendo el espacio y vio que los piratas habían abierto una escotilla de madera, cubierta por barras de hierro. Allá arriba aparecieron varias caras, que los miraban con desprecio, algunos de ellos escupían antes de irse. Antes de que cerraran de golpe también esta escotilla, Angel escuchó una voz en la oscuridad que la tranquilizó.

“Todo está bien. No estás sola”.

Angel miró fijamente, sorprendida y aliviada al oír una voz y se sintió sorprendida y feliz al darse la vuelta y ver a todos sus amigos sentados allí en la oscuridad, todos con las manos atadas detrás de su espalda. Allí estaban Reece y Selese, Elden e Indra, O’Connor y Matus, todos ellos prisioneros pero vivos. Ella había estado segura de que habían muerto en el mar y el alivio la invadió.

Y, aún así, también la llenaba una premonición: si todos aquellos guerreros habían sido tomados como prisioneros, ¿qué posibilidad tenía cualquiera de ellos de salir de allí con vida?




CAPÍTULO TRES


Erec estaba sentado en la cubierta de madera de su barco, con la espalda contra un asta, las manos atadas a la espalda y miraba con consternación la visión que tenía ante él. Los barcos que quedaban de su flota se extendían ante él en las tranquilas aguas del océano, todos prisioneros en la noche, asediados por la flota de mil barcos del Imperio. Todos estaban anclados allí mismo, iluminados bajo las dos lunas llenas, sus barcos ondeaban las banderas de su tierra y los barcos del Imperio ondeaban las banderas negras y doradas del Imperio. Era una visión desalentadora. Se había entregado para evitarles a sus hombres una muerte segura- y aún así estaban a la merced del Imperio, prisioneros comunes sin salida.

Erec veía cómo los soldados del Imperio ocupaban cada uno de sus barcos, igual que el suyo propio, una docena de soldados del Imperio hacían guardia en cada barco, mirando fija y lánguidamente al océano. En las cubiertas de sus barcos Erec veía a un centenar de hombres en cada una, todos en fila, con las muñecas atadas a su espalda. En cada barco, ellos superaban en número a los guardas del Imperio, pero estaba claro que los guardas del Imperio no estaban preocupados. Con todos los hombres atados, no necesitaban que otros hombres los vigilaran, mucho menos una docena. Los hombres de Erec se habían entregado y estaba claro que, con su flota asediada, no podían ir a ningún lugar.

Mientras Erec observaba la visión que tenía ante él, la culpa lo atormentaba. Nunca antes en su vida se había entregado y tener que hacerlo ahora le dolía sin límites. Tenía que recordarse a él mismo que ahora era un comandante, no un simple soldado de a pie y tenía una responsabilidad sobre todos sus hombres. Tan superiores en número como habían sido, no podía permitir que los mataran a todos. Estaba claro que los habían llevado hasta una trampa, gracias a Krov, y luchar en aquel momento hubiera sido en vano. Su padre le había enseñado que la primera ley para ser comandante era saber cuando luchar y cuando bajar las armas y escoger luchar otro día, de otra manera. Él le había dicho que eran la bravuconería y el orgullo los que llevaban a la mayoría de los hombres a sus muertes. Era un consejo sensato, pero un consejo difícil de seguir.

“Yo hubiera luchado”, dijo una voz a su lado, sonando como la voz de su conciencia.

Erec echó un vistazo y vio a su hermano, Strom, atado a un poste a su lado, que parecía tan imperturbable y seguro como nunca, a pesar de las circunstancias.

Erec frunció el ceño.

“Tú hubieras luchado y todos nuestros hombres estarían muertos”, respondió Erec.

Strom encogió los hombros.

“Seremos derrotados de todas formas, hermano mío”, respondió él. “El Imperio solo tiene crueldad. Por lo menos, a mi manera, hubiéramos sido derrotados con gloria. Ahora estos hombres nos matarán, pero no será de pie-será por la espalda, con las espadas en nuestros cuellos”.

“O peor”, dijo uno de los comandantes de Erec, atado a un poste al lado de Strom, “nos tomarán como esclavos y nunca volveremos a vivir como hombres libres. ¿Para esto te seguimos?”

“No sabéis nada de esto”, dijo Erec. “Nadie sabe qué hará el Imperio. Por lo menos estamos vivos. Por lo menos tenemos una oportunidad. El otro camino nos hubiera garantizado la muerte”.

Strom miró a Erec con decepción.

“Nuestro padre no hubiera tomado esta decisión”.

Erec enrojeció.

“Tú no sabes lo que hubiera hecho nuestro padre”.

“¿Ah, no?” contestó Strom. “Viví con él, crecí con él en las Islas toda mi vida, mientras tú jugueteabas con el Anillo. Apenas lo conocías. Y te digo que nuestro padre hubiera luchado”.

Erec negó con la cabeza.

“Estas son palabras fáciles para un soldado”, le respondió. “Si fueras comandante, tus palabras serían diferentes. Sé lo suficiente sobre nuestro padre para saber que hubiera salvado a sus hombres, a cualquier precio. No era imprudente y no era impulsivo. Era orgulloso, pero no tenía orgullo en exceso. Nuestro padre el soldado de a pie, en su juventud, igual que tú, hubiera luchado; pero nuestro padre el Rey hubiera vivido y hubiera vivido para luchar otro día. Hay cosas que entenderás, Strom, cuando crezcas y te conviertas en un hombre”.

Strom enrojeció.

“Yo soy más hombre que tú”.

Erec suspiró.

“No entiendes realmente qué significa la batalla”, dijo. “No hasta que pierdes. No hasta que ves a tus hombres morir delante de ti. Tú nunca has perdido. Tú has estado protegido en aquella Isla toda tu vida. Y esto ha formado tu arrogancia. Te quiero como a un hermano -pero no como a un comandante”.

Se quedaron en un tenso silencio, una especie de tregua, mientras Erec miraba la noche, miraba las interminables estrellas y estudiaba la situación. Verdaderamente amaba a su hermano, pero muy a menudo en la vida discutían por todo; no veían dos cosas del mismo modo. Erec se dio un tiempo para tranquilizarse, respiró profundamente y, a continuación, se dirigió finalmente a Strom.

“No pretendo que nos entreguemos”, añadió, más calmado. “Ni como prisioneros, ni como esclavos. Debes tener una visión más amplia: entregarse es a veces solo el primer paso hacia la batalla. No siempre te encuentras al enemigo con la espada desenfundada: a veces la mejor manera de combatirlo es con los brazos abiertos. Siempre puedes blandir la espada más tarde”.

Strom lo miró, perplejo.

“Y entonces, ¿cuándo tienes pensado sacarnos de aquí?” preguntó. “Hemos perdido nuestras armas. Estamos prisioneros, atados, incapaces de movernos. Estamos rodeados por una flota de mil barcos. No tenemos ninguna posibilidad”.

Erec negó con la cabeza.

“Tú no ves toda la imagen”, dijo él. “Ninguno de nuestros hombres está muerto. Todavía tenemos nuestros barcos. Puede que seamos prisioneros, pero veo pocos guardas en cada uno de nuestros barcos -lo que significa que los superamos enormemente en número. Lo único que hace falta es una chispa que encienda el fuego. Los podemos pillar por sorpresa -y podemos escapar”.

Strom negó con la cabeza.

“No podemos vencerles”, dijo. “Estamos atados, indefensos, así que los números no significan nada. Y aunque lo hiciéramos, nos destrozaría la flota que nos rodea”.

Erec se dio la vuelta, ignorando su hermano, su pesimismo no le interesaba. En su lugar, echó un vistazo a Alistair, que estaba sentada a unos metros de él, atada a un poste a su otro lado. Su corazón se le rompía al observarla; estaba allí, prisionera, todo gracias a él. Por él, no le importaba estar prisionero -este era el precio de la guerra. Pero por ella, se le rompía el corazón. Daría lo que fuera por no verla así.

Erec se sentía muy en deuda con ella; después de todo, había vuelto a salvarles la vida, allá en la Espina del Dragón, contra aquel monstruo marino. Sabía que todavía estaba exhausta por el esfuerzo, sabía que era incapaz de reunir ninguna energía. Sin embargo, Erec sabía que ella era su única esperanza.

“Alistair”, exclamó de nuevo, como había hecho durante toda la noche, cada pocos minutos. Se inclinó hacia delante y rozó el pie de ella con su pie, golpeándolo suavemente. Daría cualquier cosa por deshacer sus ataduras, por poder ir hacia ella, por abrazarla, por liberarla. Estar a su lado y no poder hacer nada le hacía sentir muy indefenso.

“Alistair”, exclamó. “Por favor. Soy Erec. Despierta. Te lo suplico. Te necesito -te necesitamos”.

Erec esperaba, como había hecho toda la noche, perdiendo la esperanza. No sabía si jamás volvería a él después de su último esfuerzo.

“Alistair”, suplicaba, una y otra vez. “Por favor. Despierta por mí”.

Erec esperaba, observándola, pero ella no se movía. Estaba muy quieta, inconsciente, más hermosa que nunca a la luz de la luna. Erec deseaba que volviera a la vida.

Erec desvió la mirada, bajó la cabeza y cerró los ojos. Quizás todo estaba perdido, después de todo. Simplemente, no había nada más que pudiera hacer llegado este punto.

“Estoy aquí”, dijo una voz suave, sonando en la noche.

Erec miró hacia arriba esperanzado y, al darse la vuelta, vio que Alistair lo miraba fijamente y su corazón latió más rápido, abrumado por el amor y la alegría. Parecía agotada, sus ojos apenas estaban abiertos, mientras lo miraba soñolienta.

“Alistair, amor mío”, dijo inmediatamente. “Te necesito. Solo esta última vez. No puedo hacerlo sin ti”.

Ella cerró los ojos durante un buen rato y después los abrió, solo un poco.

“¿Qué necesitas?” preguntó.

“Nuestras ataduras”, dijo. “Necesitamos que nos liberes. A todos”.

Alistair volvió a cerrar los ojos y transcurrió un buen rato, durante el cual Erec solo oía el viento acariciando el barco, las olas chocando suavemente contra el casco del barco. Un pesado silencio llenaba el aire y, a medida que pasaba más tiempo, Erec estaba seguro de que no los volvería a abrir.

Finalmente, Erec observó que volvía a abrir los ojos lentamente.

Con lo que parecía ser un esfuerzo monumental, Alistair abrió los ojos, levantó la barbilla y observó todos los barcos, estudiándolo todo. Él veía que sus ojos cambiaban de color, un azul claro brillante, que iluminaban la noche como dos antorchas.

De repente, la atadura de Alistair se rompió. Erec oyó su chasquido en la noche y vio como ella levantaba las dos manos ante ella. Una luz intensa salía brillando de ellas.

Un instante después, Erec sintió un calor detrás de su espalda, a lo largo de sus muñecas. Estaban completamente calientes, entonces, de repente, sus ataduras empezaron a soltarse. Tira a tira, Erec sentía que cada una de sus cuerdas se soltaba, hasta que finalmente pudo romperlas él mismo.

Erec levantó las muñecas y las examinó incrédulo. Era libre. Era verdaderamente libre.

Erec escuchó el crujido de cuerdas y, al echar un vistazo, vio que Strom se soltaba de sus ataduras. El chasquido continuaba por todo el barco y a lo largo de todos sus otros barcos y vio cómo se rompián las ataduras de sus otros hombres, vio cómo sus hombres se liberaban, uno a uno.

Todos miraron a Erec y él, haciendo un gesto con el dedo en los labios, les pidió que se quedaran en silencio. Erec vio que los guardas no se habían dado cuenta, todos estaban de espaldas a ellos, de pie ante la baranda, bromeando los unos con los otros y observando la noche. Evidentemente, ninguno de ellos estaba alerta.

Erec hizo una señal a Strom y a los demás para que lo siguieran y, en silencio, con Erec a la cabeza, todos se movieron lentamente hacia delante, en dirección a los guardas.

“¡Ahora!” ordenó Erec.

Echó a correr y todos ellos hicieron lo mismo, corriendo a toda velocidad a la una, hasta que llegaron a los guardas. Mientras se acercaban, algunos de los guardas, alertados por el crujido de la madera en cubierta, se giraron y empezaron a desenfundar sus espadas.

Pero Erec y los demás, todos ellos guerreros curtidos, todos desesperados por su única oportunidad de sobrevivir, se les adelantaron, moviéndose demasiado rápido en la noche. Strom se abalanzó sobre uno y le agarró la muñeca antes de que pudiera blandir la espada; Erec alcanzó el cinturón del hombre, sacó su puñal y le cortó el cuello mientras Strom le arrebataba la espada. A pesar de todas sus diferencias, los dos hermanos trabajaban con constancia juntos, como siempre habían hecho, luchando como uno.

Todos los hombres de Erec arrebataron las armas a los guardas, matándolos con sus propias espadas y puñales. Otros hombres simplemente derribaban a los soldados que se movían con demasiada lentitud, empujándolos por la baranda, mientras gritaban y mandándolos al mar.

Erec echó un vistazo a sus otros barcos y vio a sus hombres matando a los guardas a diestro y siniestro.

“¡Cortad las anclas!” ordenó Erec.

A lo largo y ancho de sus barcos sus hombres cortaban las cuerdas, guardándolas en su lugar, y pronto Erec notó la sensación conocida de su barco balanceándose bajo él. Finalmente, eran libres.

Los cuernos sonaron, se oyeron gritos y se encendieron antorchas a lo largo y ancho de los barcos mientras la más grande flota del Imperio finalmente se dio cuenta de lo que estaba pasando. Erec se dio la vuelta y observó el asedio de barcos que les obstruían el paso a mar abierto y supo que la batalla de su vida le estaba esperando.

Pero ya no le importaba. Sus hombres estaban vivos. Eran libres. Ahora tenían una oportunidad.

Y ahora, esta vez, los derrotarían luchando.




CAPÍTULO CUATRO


Darius sintió que la sangre le rociaba la cara y, al darse la vuelta, vio cómo una docena de sus hombres eran derribados por un soldado del Imperio montado en un inmenso caballo negro. El soldado blandía una espada más grande de lo que Darius jamás había visto y, en un corte limpio, les cortó la cabeza a doce de ellos.

Darius oyó gritos a su alrededor y giró en todas direcciones para ver a sus hombres derribados por todas partes. Era surrealista. Daban grandes golpes con sus espadas y sus hombres caían por docenas, después por centenas -después por miles.

Darius, de repente, se encontró en un pedestal y, tanto como la vista le alcanzaba, veía miles de cadáveres. Toda su gente, amontonados muertos en el interior de las paredes de Volusia. No quedaba nadie. Ni un solo hombre.

Darius soltó un gran grito de agonía, de desamparo, mientras sentía cómo los soldados del Imperio lo cogían por detrás y lo arrastraban, mientras él gritaba, hacia la oscuridad.

Darius se despertó de golpe, respirando con dificultad, revolcándose. Miró a su alrededor, intentando comprender qué estaba sucediendo, qué era real y qué era un sueño. Escuchó el traqueteo de cadenas y, cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, empezó a darse cuenta de dónde venía el ruido. Al mirar hacia abajo, vio que sus tobillos estaban encadenados con pesadas cadenas. Sentía daño y dolor por todo su cuerpo, el escozor de las heridas recientes y vio que su cuerpo estaba cubierto de heridas, y tenía sangre seca incrustada por todo el cuerpo. Cada movimiento dolía y sentía como si lo hubieran golpeado un millón de hombres. Tenía un ojo hinchado, prácticamente cerrado.

Poco a poco, Darius se dio la vuelta y echó un vistazo a su alrededor. Por un lado, se sentía aliviado de que todo hubiera sido un sueño -sin embargo, mientras lo asimilaba todo, recordaba lentamente y el dolor volvió. Había sido un sueño y, sin embargo, había habido mucha verdad en él. Recuerdos recurrentes de su batalla contra el Imperio dentro de las purertas de Volusia volvían a él. Recordaba la emboscada, cuando se cerraron las puertas, cuando los rodearon las tropas y cómo masacraron a todos sus hombres. La traición.

Luchaba por revivirlo todo y lo último que recordaba, después de matar a varios soldados del Imperio, era que recibió un golpe a un lado de su cara con la punta desafilada de un hacha.

Darius levantó el brazo y las cadenas traquetearon y palpó un enorme verdugón a un lado de su cabeza, que llegaba hasta el hinchazón de su ojo. Aquello no era un sueño. Aquello era real.

Mientras lo recordaba todo, a Darius le abrumaba la angustia, el remordimiento. Sus hombres, todas las personas a las que había querido, estaban muertos. Todo por su culpa.

Miraba frenéticamente a su alrededor en la débil luz, buscando alguna señal de alguno de sus hombres, alguna señal de supervivientes. Quizás muchos habían sobrevivido y, cómo él, habían sido tomados como prisioneros.

“¡Moveos!” se oyó una dura orden en la oscuridad.

Darius sintió que unas manos ásperas lo cogían por detrás de sus brazos y lo arrastraban hasta ponerlo de pie, después sintió cómo una bota le golpeaba en la columna.

Gimió de dolor mientras se tambaleaba hacia delante, con el traqueteo de cadenas, sintiendo cómo iba a parar volando a la espalda de un chico que había delante de él. El chico se giró hacia él y le dio un codazo a Darius en la cara, haciendo que tropezara hacia atrás.

“¡No me vuelvas a tocar!”, gruñó el chico.

El chico, que parecía desesperado, lo miró fijamente, estaba encadenado como él y Darius se dio cuenta de que estaba encadenado a una larga fila de chicos, en ambas direcciones, largos eslabones de hierro pesado que conectaban sus muñecas y sus tobillos, todos ellos se movían en manada  por un sombrío túnel de piedra. Los capataces del Imperio les daban patadas y codazos continuamente.

Darius examinaba las caras lo mejor que podía, pero no reconocía a nadie.

“¡Darius!” susurró una voz con insistencia. “¡No te vuelvas a desmayar! ¡Te matarán!”

El corazón de Darius dio un brinco ante el sonido de aquella voz familiar y, al darse la vuelta, vio a algunos hombres tras él en la fila, Desmond, Raj, Kaz y Luzi, sus viejos amigos, los cuatro encadenados, con la misma apariencia de haber sido golpeados con crueldad que él debía tener. Todos lo miraban aliviados, felices de ver que estaba vivo.

“Vuelve a hablar”, dijo un capataz furioso a Raj, “y te cortaré la lengua”.

Darius, aunque aliviado de ver a sus amigos, se preguntaba por los incontables otros que habían luchado y servido con él, que lo habían seguido hasta las calles de Volusia.

El capataz avanzó por la fila y, cuando estaba fuera de su vista, Darius se dio la vuelta y susurró.

“¿Qué pasó con los demás? ¿Sobrevivió alguien?”

Rogaba en silencio que sus centenares de hombres lo hubieran conseguido, que estuvieran esperando en algún lugar, quizás prisioneros.

“No”, la respuesta decisiva vino de detrás de ellos. “Nosotros somos los únicos. Todos los demás están muertos”.

Darius sintió como si le hubieran dado un puñetazo en la barriga. Sentía que había defraudado a todo el mundo y, a su pesar, sintió cómo una lágrima corría por su mejilla.

Tenía ganas de llorar. Una parte de él quería morir. Apenas podía concebirlo: todos aquellos guerreros de todas aquellas aldeas esclavas… Había sido el comienzo de lo que iba a ser la mayor revolución de todos los tiempos, que cambiaría la faz del Imperio para siempre.

Y todo había terminado bruscamente con una matanza masiva.

Ahora cualquier posibilidad de libertad que hubieran tenido estaba destruida.

Mientras Darius caminaba, con la agonía de las heridas y los moratones, de las cadenas de hierro que se clavabna en su piel, miraba a su alrededor y empezaba a preguntarse dónde estaba. se preguntaba quiénes eran aquellos otros prisioneros y hacia dónde los llevaban a todos. Mientras los observaba, se dio cuenta de que todos eran más o menos de su edad y todos parecían estar extraordinariamente en forma. Como si todos ellos fueran guerreros.

Giraron una curva en el oscuro túnel de piedra y, de repente, se encontraron con la luz del sol, que se colaba por las barras de hierro de la celda de más adelante, al final del túnel. A Darius lo empujaron bruscamente, le golpearon con un garrote en las costillas, se precipitó hacia delante con los demás hasta que se abrieron las barras y, con una última patada, salió a la luz del sol.

Darius tropezó junto a los demás y cayeron en grupo sobre el barro. Darius escupió barro de su boca y levantó las manos para protegerse de la fuerte luz del sol. Algunos fueron a parar encima de él rodando, todos ellos enredados con las cadenas.

“¡De pie!” gritó un capataz.

Iban caminando de chico en chico, golpeándolos con los garrotes, hasta que al final Darius consiguió ponerse de pie junto a los demás. Tropezaba mientras los otros chicos, que estaban encadenados a él, intentaban recuperar el equilibrio.

Estaban de pie de cara al centro de un patio de barro circular, quizás de unos quince metros de diámetro, rodeado de altos muros de piedra, con las barras de las celdas alrededor de sus aberturas. De cara a ellos, en el centro, con el ceño fruncido, estaba un capataz del Imperio, claramente su comandante. Tenía un aspecto amenazante, era más alto que los demás, con sus cuernos y su piel amarillos y sus brillantes ojos rojos, sin camiseta, con los músculos protuberantes. Llevaba armadura en las piernas, botas, piel con tachones alrededor de las muñecas. Llevaba el rango de un oficial del Imperio y andaba arriba y abajo, examinándolos a todos con desaprobación.

“Me llamo Morg”, dijo, con una voz oscura, que resonaba con autoridad. “Os dirigiréis a mí como señor. Soy vuestro nuevo carcelero. Ahora soy toda vuestra vida”.

Mientras caminaba de un lado a otro, su respiración parecía más bien un gruñido.

“Bienvenidos a vuestro nuevo hogar”, continuó. “Vuestro hogar provisional, de hecho. Pues antes de que la luna esté arriba, todos vosotros estaréis muertos. De hecho, yo tendré el gran placer de veros morir a todos”.

Sonrió.

“Pero mientras estéis aquí”, añadió, “viviréis. Viviréis para complacerme. Viviréis para complacer a los demás. Viviréis para complacer al Imperio. Ahora sois nuestros objetos de entretenimiento. Nuestros objetos para el espectáculo. Nuestro entretenimiento significa vuestra muerte. Y lo llevaréis a cabo bien”.

Hizo una sonrisa cruel y mientras continuaba paseando, los examinaba. En la distancia se oyó un gran grito proveniente de algún lugar y todo el suelo tembló a los pies de Darius. Sonaba como el grito de cien mil ciudadanos sedientos de sangre.

“¿Oís aquel grito?” preguntó. “Es el grito de la muerte. Una sed de muerte. Allí, tras aquellos muros, se encuentra el gran circo. En aquel circo, lucharéis con otros, lucharéis entre vosotros, hasta que no quede ninguno de vosotros”.

Suspiró.

“Habrá tres rondas de batalla”, añadió. “En la última ronda, si alguno de vosotros sobrevive, se os regalará la libertad, se os regalará la oportunidad de luchar en el mayor de los circos. Pero no tengáis muchas esperanzas: nadie ha sobrevivido jamás hasta ahora.

“No moriréis rápidamente”, añadió. “Estoy aquí para asegurarme de ello. Quiero que muráis lentamente. Quiero que seáis grandes objetos de entretenimiento. Aprenderéis a luchar, y aprenderéis bien, para alargar nuestro placer. Porque ya no sois hombres. No sois esclavos. Sois menos que esclavos: ahora sois gladiadores. Bienvenidos a vuestro nuevo, y último, papel. No durará mucho”.




CAPÍTULO CINCO


Volusia caminaba a través del desierto, con sus cientos de miles de hombres detrás de ellas, el ruido de sus botas al caminar llenaba el cielo. Era un sonido dulce para sus oídos, un sonido de progreso, de victoria. Al echar un vistazo mientras caminaba, le satisfacía ver los cadáveres en fila en el horizonte, por todas partes en las arenas duras y secas en la silueta de la capital del Imperio. Miles de ellos, esparcidos, completamente inmóviles, tumbados de espaldas y mirando hacia el cielo con agonía, como si hubieran sido arrasados por un maremoto.

Volusia sabía que no había sido un maremoto. Habían sido sus hechiceros, los Voks. Habían lanzado un maleficio muy poderoso y habían matado a todos aquellos que ellos pensaban que podían tenderle una emboscada y matarla.

Volusia sonreía con aires de superioridad mientras caminaba, viendo su obra, deleitándose por este día de victoria, por haber sido más lista, una vez más, que aquellos que querían matarla. Todos ellos eran líderes del Imperio, todos grandes hombres, todos hombres que nunca antes habían sido derrotados y lo único que se interponía entre ella y la capital. Ahora allí estaban, todos aquellos líderes del Imperio, todos los hombres que habían osado desafiar a Volusia, todos los hombres que habían pensado que eran más listos que ella -todos ellos muertos.

Volusia caminaba entre ellos, a veces esquivaba los cuerpos, a veces pasaba por encima de ellos y a veces, cuando le apetecía, los pisaba directamente. Le producía una gran satisfacción sentir la carne del enemigo bajo sus botas. Le hacía sentir de nuevo como una niña.

Volusia miró hacia arriba y vio la capital allí delante, su enorme cúpula de oro brillaba claramente en la distancia, vio los enormes muros que la rodeaban, de unos treinta metros de altura, se fijó en su entrada, enmarcada por elevadas puertas arqueadas de oro y sintió cómo la emoción de su destino se desplegaba ante ella. Ahora, nada se interponía entre ella y su sede de poder final. Ningún político, líder o comandante se podía cruzar en su camino reclamando gobernar el Imperio aparte de ella. La larga caminata, tomar una ciudad tras otra durante todas estas lunas, reunir a su ejército de ciudad en ciudad –finalmente, todo era para llegar a esto. Justo más allá de aquellos muros, justo más allá de aquellas puertas de oro brillantes, estaba su última conquista. Pronto, estaría dentro, asumiría el trono de poder y, cuando lo hiciera, no habría nadie ni nada que la detuviera. Tomaría el control de todos los ejércitos del Imperio, de todas sus provincias y todas sus regiones, los cuatro cuernos y las dos puntas y, finalmente, hasta la última criatura del Imperio la tendría que declarar a ella –una humana– su comandante suprema.

Incluso más, tendrían que llamarla Diosa.

Pensar en ello la hacía sonreír. Levantaría estatuas de ella misma en cada ciudad, delante de cada centro de poder; pondría su nombre a festividades, haría que la gente se saludara con su nombre y el Imperio pronto no conocería otro nombre que no fuera el suyo.

Volusia caminaba al frente de su ejército bajo los soles de la mañana, examinando aquellas puertas de oro y siendo consciente de que este sería uno de los más grandes momentos de su vida. Dirigiendo a sus hombres se sentía invencible – especialmente ahora que todos los traidores de dentro de sus rangos estaban muertos. Que estúpidos que habían sido, pensaba ella, al creer que era tan ingenua, al creer que caería en su trampa; solo porque era joven. Precisamente por su avanzada edad –hasta ahora había podido con ellos. Solo habían conseguido una muerte temprana por subestimar su sabiduría –una sabiduría incluso más grande que la suya.

Y aún así, mientras Volusia caminaba, mientras examinaba los cuerpos del Imperio en el desierto, empezó a sentir un creciente sentimiento de preocupación. Se dio cuenta de que no había tantos cuerpos como debía haber. Había quizás unos cuantos miles de cuerpos, pero no los centenares de miles que ella esperaba, no el cuerpo principal del ejército del Imperio. ¿Aquellos líderes no le habían traído a todos sus hombres? Y si no, ¿dónde podían estar?

Empezaba a hacerse preguntas: con sus líderes muertos, ¿todavía se defendería el Imperio?

Mientras Volusia se acercaba a las puertas de la capital, hizo una señal a Vokin para que diera un paso al frente y a su ejército para que se detuviera.

A una, todos se detuvieron tras ella y, finalmente, reinó la quietud en la mañana del desierto, nada a parte del sonido del viento pasando por allí, el polvo levantándose en el aire y un arbusto de espinas dando vueltas. Volusia examinó las enormes puertas cerradas, el oro tallado en floridos adornos, signos y símbolos, que narraban historias de las antiguas batallas de las tierras del Imperio. Aquellas puertas eran famosas a lo largo del Imperio, se decía que habían tardado cien años en tallarlas y que tenían más de tres metros de grosor. Era un signo de fuerza que representaba a todas las tierras del Imperio.

Volusia, apenas a unos quince metros de distancia, nunca antes había estado tan cerca de la entrada a la capital y estaba impresionada con ellas –y con lo que representaban. No solo era un símbolo de fuerza y estabilidad, también era una obra maestra, una antigua obra de arte. Ansiaba tocar aquellas puertas de oro, pasar sus manos por las imágenes talladas.

Pero sabía que ahora no era el momento. Las examinó y un presentimiento empezó a crecer en su interior. Algo iba mal. No estaban vigiladas. Y todo estaba demasiado tranquilo.

Volusia miró hacia arriba y, en lo alto de los muros, guarneciendo los parapetos, vio cómo miles de soldados del Imperio aparecían ante su vista lentamente, en fila, mirando hacia abajo, a punto de disparar arcos y lanzas.

En medio, mirando hacia abajo, había un general del Imperio.

“Sois estúpidos al acercaros tanto”, dijo gritando, su voz resonando. “Estáis al alcance de nuestros arcos y nuestras lanzas. Puedo mataros en un instante con tan solo mover un dedo”.

“Pero seré misericordioso”, añadió. “Decid a vuestros ejércitos que bajen las armas y os dejaré vivir”.

Volusia miró al general, no podía ver su cara contra la luz del sol, este comandante solitario que se había quedado solo para defender la capital, y miró a sus hombres, que estaban a lo largo de las murallas, todos con los ojos fijos en ella, y los arcos en la mano. Sabía que hablaba en serio.

“Os daré una oportunidad para que bajéis vuestras armas”, respondió, “antes de que mate a todos tus hombres y convierta esta capital en escombros”.

Él rió con disimulo y ella vio cómo él y todos sus hombres bajaban sus viseras, preparándose para la batalla.

Rápido como un rayo, Volusia de repente oyó el sonido de un millar de flechas y un millar de lanzas lanzadas y, al mirar hacia arriba, vio que el cielo ennegrecía, lleno de armas, que apuntaban todas hacia ella.

Volusia estaba allí, como clavada al suelo, sin miedo, sin tan solo encogerse. Sabía que ninguna de estas armas podía hacerle daño. Después de todo, era una diosa.

A su lado, el Vok levantó una de sus largas y verdes manos y, al hacerlo, una esfera verde salió de ella y flotó en el aire delante de ella, proyectando un escudo de luz verde a pocos metros por encima de la cabeza de Volusia. Un instante después, las flechas y las lanzas rebotaron sin causar ningún daño y fueron a parar al suelo, en un montón enorme, a su lado.

Volusia observó con satisfacción el montón, cada vez más grande, de lanzas y flechas y, al mirar de nuevo hacia arriba, vio las caras atónitas de todos los soldados del Imperio.

“¡Os daré una nueva oportunidad para bajar vuestras armas!” exclamó.

El comandante del Imperio tenía el semblante serio, estaba claramente frustrado y sopesando sus opciones, pero sin moverse. En su lugar, hizo señas a sus hombres y ella vio cómo preparaban otra descarga.

Volusia hizo una señal con la cabeza a Vokin y este hizo un gesto a sus hombres. Docenas de Voks dieron un paso adelante, se pusieron todos en fila y levantaron las manos, apuntando con ellas, por encima de sus cabezas. Un instante después, docenas de esferas verdes llenaban el cielo, en dirección a las murallas de la capital.

Volusia observaba con gran expectación, esperando a ver cómo las murallas se desmoronaban, esperando ver a todos los hombres aplastados a sus pies, esperando a que la capital fuera suya. Ya estaba ansiosa por sentarse en el trono.

Pero, para su sorpresa y consternación, Volusia observó cómo las esferas de luz verde rebotaban, inofensivas, en las murallas de la capital, para después desaparecer en brillantes destellos de luz. No podía comprenderlo: eran inefectivas.

Volusia miró a Vokin, el cual parecía también desconcertado.

Allá arriba, el comandante del Imperio, reía mientras miraba hacia abajo.

“Usted no es la única que posee brujería”, dijo. “Las paredes de esta capital no pueden derribarse con la magia, han superado el paso de miles de años, han mantenido a raya a los bárbaros, ejércitos enteros más grandes que el suyo. No existe magia que pueda derribarlas –solo las manos humanas”.

Él hizo una maliciosa y amplia sonrisa.

“Ya ve”, añadió, “ha cometido el mismo error que tantos otros que pretendieron conquistarla antes que usted. Ha confiado en la brujería para acercarse a esta capital y ahora pagará el precio”.

Los cuernos sonaban arriba y abajo de los parapetos y, cuando Volusia echó un vistazo, se sorprendió al ver un ejército de soldados que dibujaba el horizonte. La línea del horizonte estaba llena de cientos de miles de ellos, un gran ejército, más grande incluso que los hombres que tenía tras ella. Estaba claro que habían estado esperando la orden del comandante del Imperio más allá de las murallas, al otro lado de la capital, en el desierto. No había topado con una batalla más, esta sería una guerra en toda regla.

Sonó otro cuerno y, de repente, las enormes puertas de oro que tenía ante ella empezaron a abrirse. Se abrían más y más y, mientras lo hacían, se oyó un gran grito de guerra, mientras salían más miles de soldados del Imperio, dirigiéndose directamente a ellos.

A la vez, los centenares de miles de soldados que estaban en el horizonte se dirigían también hacia ellos, dividiendo sus fuerzas alrededor de la ciudad del Imperio y atacándolos por ambos lados.

Volusia, que se mantenía en su sitio, levantó un puño en alto y lo bajó después.

Tras ella, su ejército soltó un gran grito de guerra mientras corrían a toda prisa para encontrarse con los hombres del Imperio.

Volusia sabía que esta era la batalla que decidiría el destino de la capital –el mismo destino del Imperio. Sus hechiceros le habían fallado pero sus soldados no lo harían. Al fin y al cabo, ella podía ser más despiadada que cualquier hombre y, para ello, no necesitaba de la brujería.

Veía cómo los hombres se dirigían hacia ella y no se movió, deleitándose ante la oportunidad de matar o ser asesinada.




CAPÍTULO SEIS


Gwendolyn abrió los ojos al sentir una sacudida y un golpe en la cabeza y miró a su alrededor, desorientada. Vio que estaba tumbada de costado encima de una plataforma dura de madera y el mundo se movía a su alrededor. Entonces oyó un quejido y sintió algo húmedo en la mejilla. Echó un vistazo y vio a Krohn, acurrucado a su lado, lamiéndola, y su corazón dio un salto de alegría. Krohn tenía un aspecto enfermizo, famélico, agotado, sin embargo, estaba vivo. Esto era lo único que importaba. Él también había sobrevivido.

Gwen se lamió los labios y se dio cuenta de que no estaban tan secos como antes; se sentía aliviada incluso de podérselos lamer, ya que antes su lengua había estado muy hinchada, incluso para moverse. Sintió cómo un chorrito de agua entraba en su boca y, al mirar por el rabillo del ojo, vio a uno de aquellos nómadas del desierto de pie a su lado, sujetando un saco por encima de ella. Ella lo lamía ávidamente, una y otra vez, hasta que él lo retiró.

Cuando él retiró la mano, Gwen alargó el brazó y le cogió la muñeca y la llevó hacia Krohn. Al principio el nómada parecía atónito, pero después entendió lo que pasaba y vertió agua en la boca de Krohn. Gwen se sintió aliviada al observar a Krohn dando lengüetazos al agua, bebiendo mientras estaba tumbado a su lado, jadeando.

Gwen sintió otra sacudida, otro golpe al temblar la plataforma y echó un vistazo al mundo, girada de lado y, a parte del cielo y las nubes que pasaban, no vio nada ante ella. Sentía que su cuelpo se elevaba, más y más arriba, hacia el aire, con cada una de las sacudidas y no comprendía qué estaba sucediendo, dónde se encontraba. No tenía fuerzas para incorporarse, pero podía estirar el cuello lo suficiente para ver que estaba tumbada en una amplia plataforma de madera, que unas cuerdas situadas en cada punta de la misma levantaban. Alguien tiraba de las cuerdas, que chirriaban por el desgaste, desde arriba y, con cada tirón, la plataforma se elevaba un poco más. La levantaban a lo largo de unos interminables y empinados acantilados, los mismos acantilados que había reconocido antes de desmayarse. Los acantilados coronados por parapetos y caballeros relucientes.

Al recordarlo, Gwen se dio la vuelta y estiró el cuello y, al mirar hacia abajo, inmediatamente se sintió mareada. Estaban a más de cien metros del suelo del desierto y seguían subiendo.

Se giró y miró hacia arriba y, a unos treinta metros por encima de ellos, vio los parapetos, el sol dificultaba su visión y los caballeros, que miraban hacia abajo, estaban cada vez más cerca con cada tirón de las cuerdas.

Gwen se dio la vuelta de inmediato y examinó la plataforma y la inundó el alivio al ver que toda su gente estaban todavía con ella: Kendrick, Sandara, Steffen, Arliss, Aberthol, Illepra, la bebé Krea, Stara, Brandt, Atme y varios de los Plateados. Todos estaban tumbados en la plataforma, todos atendidos por los nómadas, que vertían agua en sus bocas y sobre sus caras. Gwen sentía una enorme gratitud hacia aquellas extrañas criaturas nómadas que les habían salvado la vida.

Gwen volvió a cerrar los ojos, recostó la cabeza sobre la dura madera, mientras Krohn se acurrucaba a su lado y sintió como si la cabeza le pesara cientos de miles de kilos. Todo estaba en un cómodo silencio, no se oía nada excepto el viento y el chirriar de las cuerdas. Había viajado hasta allí, durante mucho tiempo y se preguntaba cuándo acabaría todo. Pronto estarían en la cima y ella solo rezaba para que los caballeros, fueran quienes fueran, se mostraran tan hospitalarios como estos nómadas del desierto.

Con cada tirón, los soles se notaban más fuertes, más calientes, no había sombra bajo la que esconderse. Sentía como si se estuviera achicharrando, como si la estuvieran elevando hasta el mismo centro del sol.

Gwendolyn abrió los ojos al sentir una última sacudida y se dio cuenta de que se había quedado dormida. Sintió movimiento y vio que los nómadas la estaban llevando con cuidado y la colocaban a ella y a su gente encima de las lonas de tela y los pasaban de la plataforma a los parapetos.

Gwendolyn sintió cómo la dejaban suavemente sobre el suelo de piedra, miró hacia arriba y parpadeó varias veces al mirar al sol. Estaba demasiado agotada para estirar el cuello, sin estar segura de si estaba despierta o soñando.

Ante su vista aparecieron docenas de caballeros, que se acercaban a ella, vistiendo una coraza y una cota de malla brillantes e inmaculadas, que se amontonaban a su alrededor y la miraban con curiosidad. Gwen no entendía cómo unos caballeros podían estar allí en este gran desierto, en este vasto desierto en medio de la nada, cómo podían hacer guardia en la cresta de esta inmensa montaña, bajo estos soles. ¿Cómo sobrevivían allí? ¿Qué estaban guardando? ¿De dónde sacaron esta majestuosa armadura? ¿Todo aquello era un sueño?

Incluso el Anillo, con su antigua tradición de esplendor, contaba con pocas armaduras que pudieran igualar a las que llevaban estos hombres. Era la armadura más completa que había visto jamás, forjada con plata y platino y algún otro metal que no reconocía, grabada con complejas marcas y con armas a juego. Estaba claro que estos hombres eran soldados profesionales. Se acordaba de los días en que era una niña y acompañaba a sus padres al campo; él le mostraba los soldados y ella miraba hacia arriba y los veía en fila en todo su esplendor. Gwen se preguntaba cómo podía existir tal belleza, cómo podía incluso ser posible. Quizás ella había muerto y esta era su versión del cielo.

Pero entonces oyó que uno de ellos se adelantaba a los demás, se sacaba el casco y la miraba con sus brillantes ojos azules, llenos de sabiduría y compasión. Debía tener unos treinta años, tenía un aspecto llamativo, su cabeza era totalmente calva y tenía una clara barba rubia. Estaba claro que era el oficial a cargo.

El caballero dirigió su atención a los nómadas.

“¿Están vivos?” preguntó.

En respuesta, uno de los nómadas alargó su largo bastón y dio un suave golpecito a Gwendolyn, que cambió de postura cuando lo hizo. Deseaba más que nada incorporarse, hablar con ellos, descubrir dónde estaban, pero estaba demasiado agotada y su garganta demasiado seca para responder.

“Increíble”, dijo otro caballero dando un paso adelante, sus espuelas tintineaban y más y más caballeros se adelantaron y se amontonaron a su alrededor. Estaba claro que todos ellos eran objetos de curiosidad.

“No es posible”, dijo uno. ¿Cómo podrían haber sobrevivido al Gran Desierto?”

“No podrían”, dijo otro. “Deben ser habitantes del desierto. De algún modo habrán atravesado la Cresta, se habrán perdido y habrán decidido volver”.

Gwendolyn intentaba responder, decirles todo lo que había sucedido, pero estaba demasiado agotada para que le salieran las palabras.

Después de un corto silencio, el líder dio un paso adelante.

“No”, dijo con seguridad. “Mirad las marcas de su armadura”, dando un golpecito con el pie a Kendrick. “Esta no es nuestra armadura. Y tampoco es la armadura del Imperio”.

Todos los caballeros se reunieron alrededor, atónitos.

Entonces ¿de dónde vienen?” preguntó uno, claramente perplejo.

“¿Y cómo sabían dónde encontrarnos?” preguntó otro.

El líder se giró hacia los nómadas.

“¿Dónde los encontrasteis?” preguntó.

Los nómadas respondieron con un chirrido y Gwen vio como el líder abría los ojos como platos.

“¿Al otro lado del muro de arena?” les preguntó. “¿Estáis seguros?”

Los nómadas respondieron con un chirrido.

El comandante se dirigió a su pueblo.

“No creo que supieran que estábamos aquí. Creo que tuvieron suerte –los nómadas los encontraron y querían su precio y los trajeron aquí, al confundirlos con nosotros”.

Los caballeros se miraban los unos a los otros y estaba claro que nunca antes se habían encontrado con una situación así.

“No podemos acogerlos”, dijo uno de los caballeros. “Conocéis las normas. Los acogemos y dejamos una pista. Sin rastros. Jamás. Tenemos que devolverlos al Gran Desierto”.

Un largo silencio siguió, interrumpido tan solo por el fuerte viento y Gwen podía sentir que estaban discutiendo qué hacer con ellos. No le gustaba lo larga que era la pausa.

Gwen intentó incorporarse para protestar, para decirles que no podían enviarlos de nuevo allí, simplemente no podían. No después de todo lo que habían pasado.

“Si lo hiciéramos”, dijo el líder, “significaría su muerte. Y nuestro código de honor exige que ayudemos a los indefensos”.

“Y, sin embargo, si los acogemos”, respondió un caballero, “entonces podríamos morir todos. El Imperio seguirá su rastro. Descubrirán nuestro escondite. Pondríamos a toda nuestra gente en peligro. ¿No prefiere que mueran unos cuantos extraños que toda nuestra gente?”

Gwen veía al líder pensando, roto por la angustia, enfrentándose a una dura decisión. Ella entendía qué significaba enfrentarse a decisiones difíciles. Estaba demasiado débil como para rendirse ante otra cosa que no fuera ponerse a la merced de la bondad de otras personas.

“Puede que así sea”, dijo al final su líder, con resignación en la voz, “pero no abandonaré a inocentes para que mueran. Vienen con nosotros”.

Se dirigió a sus hombres.

“Bajadlos al otro lado”, ordenó, con voz firme y autoritaria. “Los llevaremos ante nuestro Rey y él mismo decidirá”.

Los hombres escucharon y empezaron a ponerse en marcha, a preparar la plataforma al otro lado para el descenso y uno de sus hombres miró fijamente al líder, indeciso.

“Está violando las leyes del Rey”, dijo el caballero. “No se admiten extranjeros en la Cresta. Jamás”.

El líder lo miró fijamente con firmeza.

“Jamás unos extranjeros habían llegado hasta nuestras puertas”, respondió.

“El Rey podría encarcelarlo por esto”, dijo el caballero.

El líder no dudó.

“Ese es un riesgo que estoy dispuesto a correr”.

“¿Por unos extraños? ¿Por unos nómadas del desierto sin valor? dijo el caballero sorprendido. “A saber quiénes son esta gente”.

“Toda vida es valiosa”, contestó el líder, “y mi honor bien vale mil vidas en prisión”.

El líder hizo una señal con la cabeza a sus hombres, que estaban todos esperando, y Gwen de repente sintió que un caballero la cogía en brazos, la armadura de metal contra su espalda. La cogió sin esfuerzo, como si fuera una pluma, y la llevó, igual que los caballeros llevaban a los demás. Gwen vio que caminaban a través de un ancho plano de piedra en lo alto de la cresta de la montaña, de quizás cerca de cien metros de ancho. Andaban y andaban y ella se sentía relajada en brazos de aquel caballero, más relajada de lo que se había sentido en mucho tiempo. No había nada que deseara más que decir gracias, pero estaba demasiado agotada incluso para abrir la boca.

Llegaron al otro lado de los parapetos y mientras los caballeros se preparaban para colocarlos en una nueva plataforma y bajarlos al otro lado de la cresta, Gwen echó un vistazo y vislumbró a dónde iban. Fue una visión que nunca jamás olvidaría, una visión que la dejó sin aliento. Vio que la cresta de la montaña, que se elevaba en el desiero como una esfinge, tenía la forma de un enorme círculo, tan amplio que desaparecía de la vista en medio de las nubes. Ella se dio cuenta de que era un muro protector y, al otro lado, allá abajo, Gwen vio un resplandeciente lago azul tan ancho como el océano, centelleante bajo los soles del desierto. La riqueza del azul, la visión de toda aquella agua, la dejó sin respiración.

Y más allá, en el horizonte, vio una amplia tierra, una tierra tan vasta que no podía ver dónde terminaba y, para su sorpresa, era un verde fértil, un verde fértil que irradiaba vida. Tanto como la vista le alcanzaba se extendían granjas y árboles frutales y viñedos y huertos en abundancia, una tierra rebosante de vida. Era la visión más idílica y hermosa que jamás había visto.

“Bienvenida, mi señora”, dijo el líder, “a la tierra más allá de la cresta”.




CAPÍTULO SIETE


Godfrey, acurrucado como una bola, se despertó por un quejido constante y persistente que interfería con sus sueños. Despertó lentamente, dudoso de si estaba realmente despierto o todavía atrapado en su interminable pesadilla. Parpadeó en la débil luz, intentando deshacerse del sueño. Había soñado que era un títere en una cuerda, colgando de los muros de Volusia, cogido por los Finianos, que tiraban de las cuerdas arriba y abajo, moviendo los brazos y las piernas de Godfrey mientras él colgaba de la entrada de la ciudad. Habían hecho mirar a Godfrey mientras, bajo él, miles de sus compatriotas eran asesinados ante sus ojos, mientras por las calles de Volusia corría la sangre roja. Cada vez que creía que había acabado, el Finiano volvía a tirar de las cuerdas, tirando de él arriba y abajo, una vez y otra y otra…

Al final, afortunadamente, Godfrey despertó por el quejido y se dio la vuelta, con la cabeza como rota, y vio que el ruido procedía de unos pocos metros, de Akorth y Fulton, los dos acurrucados en el suelo junto a él, quejándose, cubiertos de moratones y cardenales. Por allí cerca estaban Merek y Ario, tumbados inmóviles en el suelo de piedra también –que Godfrey enseguida reconoció como el suelo de la celda de una prisión. Todos parecían haber sido cruelmente golpeados pero, por lo menos todos ellos estaban allí y, por lo que Godfrey veía, todos respiraban.

Godfrey estaba aliviado y consternado a la vez. Estaba sorprendido de estar vivo después de la emboscada de la que había sido testigo, sorprendido de que los Finianos no lo hubieran matado allí miamo. Sin embargo, al mismo tiempo, se sentía vacío, angustiado por el remordimiento de saber que, por su culpa, Darius y los demás habían caído en la trampa dentro de las puertas de Volusia. Todo por culpa de su ingenuidad. ¿Cómo había podido ser tan estúpido de confiar en los Finianos?

Godfrey cerró los ojos y sacudió la cabeza, deseando que el recuerdo se marchara, que la noche hubiera ido de otra forma. Él había llevado a Darius y los demás hasta la ciudad inconscientemente, como los corderos al matadero. En su mente oía, una y otra vez, los gritos de aquellos hombres intentando luchar por sus vidas, intentando escapar, que resonaban en su cerebro y no lo dejaban tranquilo.

Godfrey se apretaba las orejas e intentaba hacer que se marchara y que los quejidos de Akorth y Fulton se ahogaran, pues los dos estaban obviamente doloridos por todas sus magulladuras y por haber dormido una noche en un duro suelo de piedra.

Godfrey se incorporó, la cabeza parecía que pesaba media tonelada y miró a su alrededor, una pequeña celda de prisión en la que solo estaban él y sus amigos, y unos cuantos más a los que no conocía y le consolaba un poco el hecho de que, dado lo lúgubre que parecía aquella celda, la muerte podía venir a por ellos más pronto que tarde. Esta prisión era claramente diferente a la última, daba más la sensación de ser una celda de espera para aquellos que están a punto de morir.

En algún sitio a lo lejos, Godfrey oyó los gritos de un prisionero que era arrastrado por un corredor y lo entendió: este sitio en realidad era una cárcel de espera para ejecuciones. Había oído hablar de otras ejecuciones en Volusia y sabía que, con la primera luz del día, él y los otros serían arrastrados hacia fuera y se convertirían en un diversión para el circo, para que los buenos de sus ciudadanos pudieran ver cómo los Razifs los desgarraban hasta la muerte, antes de que los juegos de gladiadores de verdad empezaran. Por esto los habían mantenido con vida tanto tiempo. Por lo menos ahora todo esto tenía sentido.

Godfrey gateó sobre sus manos y rodillas, estiró el brazo y dio un golpe a cada uno de sus amigos, intentando despertarlos. La cabeza le daba vueltas, le dolía cada rincón de su cuerpo, que estaba cubierto de chichones y moratones y le dolía hasta moverse. El último recuerdo que tenía era el de un soldado que lo había dejado inconsciente y entendió que lo debían haber apaleado ellos una vez estaba fuera de combate. Los Finianos, aquellos cobardes traidores, obviamente no eran capaces de matarlo ellos mismos.

Godfrey se agarró la frente, le sorprendía que pudiera dolerle tanto sin ni siquiera haber bebido. Consiguió ponerse de pie de manera insegura, las rodillas le temblaban, y observó la oscura celda. Solo había un único guarda al otro lado de las barras, de espaldas a él, apenas mirándolo. Y, sin embargo, estas celdas estaban hechas de sólidas cerraduras y gruesas barras de hierro y Godfrey sabía que no sería fácil escapar esta vez. Esta vez, estarían aquí hasta la muerte.

A su lado, poco a poco, Akorth, Fulton, Ario y Merek consiguieron ponerse de pie y todos también examinaron los alrededores. Veía el desconcierto y el miedo en sus ojos, seguidos del remordimiento, cuando empezaron a recordar.

“¿Murieron todos?” preguntó Ario, mirando a Godfrey.

Godfrey sintió un dolor en el estómago al asentir lentamente con la cabeza.

“Es culpa nuestra”, dijo Merek. “Los decepcionamos”.

“Sí, lo es”, respondió Godfrey, con la voz rota.

“Te dije que no te fiaras de los Finianos”, dijo Akorth.

“La cuestión no es de quién es la culpa”, dijo Ario, “sino qué vamos a hacer al respecto. ¿Vamos a dejar que todos nuestros hermanos y hermanas mueran en vano? ¿O vamos a vengarnos?”

Godfrey vio la seriedad en el rostro del joven Ario y le impresionó su determinación de acero, incluso estando en prisión y a punto de morir.

“¿Venganza?” preguntó Akorth. “¿Estás loco? Estamos encerrados bajo tierra, custodiados por barras de hierro y guardas del Imperio. Todos nuestros hombres están muertos. Estamos en medio de una ciudad hostil y de un ejército hostil. Todo nuestro oro ha desaparecido. Nuestros planes han fracasado. ¿Cómo vamos a vengarnos?”

“Siempre existe una manera”, dijo Ario, decidido. Se dirigió a Merek.

Todas las miradas se dirigieron a Merek y él frunció el ceño.

“Yo no soy experto en venganzas”, dijo Merek. “Yo mato hombres cuando me molestan. No espero”.

“Pero tú eres un experto ladrón”, dijo Ario. “Has pasado toda tu vida en la celda de una cárcel, según dices. ¿Seguro que no nos puedes sacar de esta?”

Merek se giró e inspeccionó la celda, las barras, las ventanas, las llaves, los guardas –todo– con ojos de experto. Lo estudió todo y los miró de nuevo con tristeza.

“Esta no es una celda de prisión común”, dijo. “Debe ser una celda finiana. Artesanía muy cara. No veo puntos flacos, ni salida, por mucho que desearía deciros lo contrario”.

Godfrey se sentía agobiado, intentaba no escuchar los gritos de otros prisioneros de al final del pasillo, caminó hacia la puerta de la celda, apoyó la frente contra el frío y pesado hierro y cerró los ojos.

“¡Traedlo hasta aquí!” resonó una voz al fondo del pasillo de piedra.

Godfrey abrió los ojos, giró la cabeza y, al mirar al fondo del pasillo, vio a varios guardas del Imperio arrastrando a un prisionero. El prisionero llevaba una banda roja sobre su hombro y por el pecho y colgaba sin fuerzas de sus brazos, sin ni siquiera intentar resistirse. De hecho, cuando se acercó más, Godfrey vio que tenían que arrastrarlo, pues estaba inconsciente. Obviamente algo le sucedía.

“¿Ya me traéis otra víctima de la plaga?” exclamó el guarda burlonamente. “¿Qué esperáis que haga con él?”

“¡No es nuestro problema!” respondieron los otros.

El guarda de turno puso cara de miedo mientras levantaba las manos.

“¿Yo no voy a tocarlo!” dijo. “Ponedlo por allí, en el hoyo, con las otras víctimas de la plaga”.

Los guardas lo miraron de manera inquisidora.

“Pero todavía no está muerto”, respondieron.

El guarda de turno frunció el ceño.

“¿Pensáis que me importa?”

Los guardas intercambiaron una mirada e hicieron lo que les habían dicho, lo arrastraron por el pasillo de la cárcel y lo echaron a un gran hoyo. Godfrey entonces vio que el hoyo estaba lleno de cuerpos, todos ellos cubiertos por la misma banda roja.

“¿Y qué pasa si intenta escapar?” preguntaron los guardas antes de irse.

El guarda al mando esbozó una cruel sonrisa.

“¿Sabéis lo que la plaga le hace a un hombre?” preguntó. “Estará muerto por la mañana”.

Los dos guardas se dieron la vuelta y se marcharon y Godfrey miró a la víctima de la plaga, tumbado allí solo en un hoyo sin vigilancia y, de repente, tuvo una idea. Era tan disparatada que podía incluso funcionar.

Godfrey se dirigió a Akorth y a Fulton.

“Dadme un puñetazo”, dijo.

Ellos intercambiaron, perplejos, una mirada.

“¡He dicho que me deis un puñetazo!” dijo Godfrey.

Ellos negaron con la cabeza.

“¿Estás loco?” preguntó Akorth.

“Yo no voy a darte un puñetazo”, interrumpió Fulton, “por mucho que te lo merezcas”.

“¡Os digo que me deis un puñetazo!” exigió Godfrey. “Fuerte. En la cara. ¡Rompedme la nariz! ¡AHORA!”

Pero Akorth y Fulton se dieron la vuelta.

“Has perdido la cabeza”, dijeron.

Godfrey se dirigió a Merek y a Ario, pero ellos también se echaron atrás.

“No sé de qué va esto”, dijo Merek, “pero no quiero ser parte de ello”.

De repente, uno de los otros prisioneros de la celda se dirigió de forma decidida hacia Godfrey.

“No pude evitar oíros”, dijo, mostrndo su boca desdentada al sonreír, echándole su aliento rancio. “Estaré más que feliz de darte un puñetazo, ¡solo para que cierres la boca! No tienes que preguntármelo dos veces”.

El prisionero se balanceó e impactó directamente con sus huesudos nudillos en la nariz de Godfrey y Godfrey sintió un agudo dolor que le atravesó el cráneo mientras chillaba y se agarraba la nariz. La sangre le chorreó por la cara y por la camisa. Los ojos le escocían por el dolor, nublándole la vista.

“Ahora necesito aquella banda”, dijo Godfrey, dirigiéndose a Merek. “¿Me la puedes conseguir?”

Merek, atónito, siguió vista a través del corredor, hasta el prisionero que yacía inconsciente en el hoyo.

“¿Por qué?” preguntó.

“Hazlo, sin más”, dijo Godfrey.

Merek frunció el ceño.

“Si le ato algo, quizás pueda alcanzarla”, dijo. “Algo largo y muy delgado”.

Merek levantó el brazo, palpó el cuello de su propia camisa y sacó un alambre de ella; al estirarlo, era lo suficientemente largo para su propósito.

Merek se inclinó hacia delante contra las barras de la prisión, con cuidado para no alertar al guarda y estiró el alambre, intentando enganchar la banda. Lo arrastró por el barro, pero cayó a pocos centímetros.

Lo intentó una y otra vez, pero Merek seguía atrapado a la altura del codo en las barras. No eran lo suficientemente delgado.

El guarda miró hacia allí y Merek rápidamente lo retiró antes de que pudiera verlo.

“Déjame probar”, dijo Ario, dando un paso adelante cuando el guarda dio la vuelta.

Ario agarró el largo alambre y pasó sus brazos a través de la celda y sus brazos, mucho más delgados, pasaron hasta la altura del hombro.

Estos quince centímetros de más era lo que necesitaba. Apenas alcanzó la punta de la banda roja con el ganchó, Ario empezó a tirar de él. Se detuvo cuando el guarda, que estaba girado en la otra dirección dando una cabezada, levantó la cabeza y echó un vistazo. Todos esperaron, sudando, rezando para que el guarda no mirara hacia ellos. Esperaron durante lo que pareció ser una eternidad, hasta que el guarda empezó a cabecear de nuevo.

Ario tiró de la banda más y más, deslizándola por el suelo de la cárcel, hasta que al final atravesó las barras y entró en la celda.

Godfrey estiró el brazo y se puso la banda y todos se alejaron de él por miedo.

“¿Qué narices estás haciendo?” preguntó Merek. “La banda está cubierta de plaga. Nos puedes infectar a todos”.

Los otro prisioneros de la celda también se escharon hacia atrás.

Godfrey se dirigió a Merek.

“Voy a empezar a toser y no voy a parar”, dijo, con la banda puesta mientras una idea se cocía en su mente. “Cuando venga el guarda, verá mi sangre y esta banda y le dirás que tengo la plaga, que se equivocaron y no me separaron”.

Godfrey no perdió el tiempo. Empezó a toser violentamente, restregándose la sangre de la cara por todas partes para que pareciera peor. Tosía más fuerte de lo que jamás lo había hecho hasta que, finalmente, oyó cómo se abría la puerta de la celda y entraba el guarda.

“Haced que se calle vuestro amigo”, dijo el guarda. “¿Entendéis?”

“No es un amigo”, respondió Merek. “Solo un hombre al que conocimos. Un hombre que tiene la plaga”.

El hombre, perplejo, miró hacia abajo y, al ver la banda roja, sus ojos se abrieron como platos.

“¿Cómo entró aquí?” preguntó el guarda. “Deberían de haberlo separado”.

Godfrey tosía más y más, todo su cuerpo se retorcía por el ataque de tos.

Prontó sintió que unas manos ásperas lo agarraban y lo arrastraban hasta fuera, empujándolo. Fue tropezando por el pasillo y, con un empujón final, lo tiró al hoyo con las víctimas de la plaga.

Godfrey estaba tumbado encima del cuerpo infectado, intentando no respirar muy profundamente, intentando girar la cabeza y no respirar la enfermedad de aquel hombre. Le rogaba a Dios que no la cogiera. La noche sería larga allí tumbado.

Pero ahora no lo vigilaban. Y cuando hubiera luz, se levantaría.

Y atacaría.




CAPÍTULO OCHO


Thorgrin sentía cómo se precipitaba al fondo del mar, la presión crecía en sus oídos mientras se hundía en el agua helada, sintiendo como si le clavaran un millón de puñales. Pero mientras se hundía más, sucedió la cosa más extraña: la luz no se volvía más oscura, sino más brillante. Mientras se sacudía, hundiéndose, arrastrado hacia abajo por el peso del mar, miró hacia abajo y se sorprendió al ver, en una nube de luz, a la última persona que esperaba ver aquí: su madre. Ella le sonrió, la luz era tan intensa que apenas podía ver su cara y ella extendió sus amorosos brazos hacia él mientras se hundía, dirigiéndose directamente a ella.

“Hijo mío”, dijo, su voz era totalmente clara a pesar del agua. “Estoy aquí contigo. Te quiero. Todavía no ha llegado tu hora. Sé fuerte. Has pasado una prueba, sin embargo van a venir muchas más. Enfréntate al mundo y no olvides nunca quién eres. Nunca lo olvides: tu poder no proviene de tus arma, sino de tu interior”.

Thorgrin abrió la boca para responder pero, al hacerlo, sintió cómo el agua lo envolvía, lo tragaba, lo ahogaba.

Thor despertó de golpe, miró a su alrededor, preguntándose dónde estaba. Sintió un áspero material en sus muñecas y se dio cuenta de que estaba atado, con las manos detrás de su espalda, a un palo de madera. Echó un vistazo a la lúgubre bodega, sintió el balanceo y enseguida supo que estaba en un barco. Lo sabía por la manera en que se movía su cuerpo, por las brechas de luz que entraban, por el olor decrépito de hombres atrapados bajo cubierta.

Thorgrin miró alrededor, poniéndose alerta de inmediato, sintiéndose débil e intentando recordar. Lo último que recordaba era aquella horrible tormenta, el naufragio, él y sus hombres cayendo del barco. Recordaba a Angel, recordaba agarrarse a ella con todas sus fuerzas y recordaba la espada en su cinturón, la Espada de los Muertos. ¿Cómo había sobrevivido?

Thor miraba a su alrededor, preguntaba cómo podía estar navegando en el mar, confundido, buscando desesperadamente a sus hermanos y a Angel. Se sintió aliviado al distinguir unas formas en la oscuridad y verlos a todos por allí cerca, atados con cuerdas a postes: Reece y Selese, Elden e Indra, Matus, O’Connor y, a pocos metros de ellos, Angel. Thor se sentía feliz al ver que todos ellos estaban vivos, aunque todos parecían estar agotados, machacados por la tormenta y por los piratas.

Thor oyó una risa escandalosa, discusiones, griterío proveniente de algún lugar por allá arriba y después lo que sonó como explosiones en sus oídos mientras los hombres se tiraban unos sobre otros en la hueca cubierta y recordó: los piratas. Aquellos mercenarios que intentaron hundirlo en el mar.

Reconocería aquel sonido en cualquier lugar, el sonido de individuos vulgares, aburridos en el mar, en busca de crueldad -se los había encontrado muchas veces antes. Se dio cuenta, al sacudirse su sueño, que ahora era su prisionero y luchó con las cuerdas, intentando liberarse.

Pero no pudo. Habían atado bien sus brazos, igual que sus tobillos. No iba a ir a ninguna parte.

Thorgrin cerró los ojos, intentando reunir el poder que llevaba dentro, el poder que él sabía que podía mover montañas si él lo elegía.

Pero no vino nada. Estaba demasiado agotado por la dura experiencia del naufragio, sus fuerzas todavía estaban demasiado bajas. Sabía por experiencia en el pasado que necesitaba tiempo para recuperarse. Tiempo que sabía que no tenía.

“¡Thorgrin!” dijo una voz aliviada, a través de la oscuridad. Era una voz que reconocía bien y, al echar un vistazo, vio a Reece, atado a pocos metros, mirándolo con alegría. “¡Vives!” añadió Reece.

“¡No sabíamos si lo lograrías!”

Thor se dio la vuelta y vio a O’Connor atado a su otro lado, igualmente contento.

“Rezaba por ti a cada minuto”, dijo una dulce y suave voz en la oscuridad.

Thor echó una ojeada y vio a Angel, con lágrimas de alegría en los ojos, y sintió lo mucho que se preocupaba por él.

“Le debes la vida, ¿sabes?” dijo Indra. “Cuando te lanzaron al agua, fue ella la que se tiró al agua y te trajo de vuelta. Si no hubiera sido por su valentía, ahora mismo no estarías aquí”.

Thor miró a Angel con un nuevo respeto y un nuevo sentimiento de gratitud y devoción.

“Pequeña, encontraré el modo de recompensarte”, le dijo.

“Ya lo has hecho”, dijo, y él pudo ver que realmente así lo creía.

“Recompénsala sacándonos a todos de aquí”, dijo Indra, luchando contra sus cuerdas, enojada.

“Aquellos piratas parásitos son lo más bajo que hay. Nos encontraron flotando en el mar y nos ataron mientras todavía estábamos inconscientes por la tormenta. Si se hubieran enfrentado a nosotros hombre a hombre, hubiera sido otra historia”.

“Son unos cobardes”, dijo Matus. “Como todos los piratas”.

“También nos quitaron nuestras armas”, añadió O’Connor.

El corazón de Thor dio un vuelco cuando, de repente, recordó sus armas, su armadura, la Espada de los Muertos.

“No te preocupes”, dijo Reece, al ver su cara. “Nuestras armas superaron la tormenta –la tuya incluida. Por lo menos, no está en el fondo del mar. Pero la tienen los piratas. ¿Ves allí, a través de los listones?”

Thor miró a través de los listones y vio, en la cubierta, todas sus armas, tendidas bajo el sol, los piratas reunidos a su alrededor. Vio el hacha de batalla de Elden y el arco dorado de O’Connor y la alabarda de Reece y el mayal de Matus y la lanza de Indra y el saco de arena de Selese – y su propia Espada de los Muertos. Vio a los piratas, con las manos en las caderas, mirando hacia abajo y examinándolas con regocijo.

“Nunca había visto una espada así”, dijo uno de ellos a otro.

Thor enrojeció de ira al ver cómo un pirata daba un golpe con el pie a la espada.

“Parece que fuera de un Rey”, dijo otro, dando un paso adelante.

“La encontré yo primero, es mía”, dijo el primero.

“Eso será por encima de mi cadáver”, dijo el otro.

Thor observaba cómo los hombres se abalanzaban el uno sobre el otro y después oyó un fuerte porrazo cuando ambos se desplomaron sobre cubierta, luchando, mientras los otros piratas formaban un círculo a su alrededor y los abucheaban. Iban rodando sobre el suelo de aquí para allá, dándose puñetazos y codazos, mientras los demás les animaban a hacerlo, entonces finalmente Thor vio que la sangre le salpicaba a través de los listones, vio cómo un pirata pisoteaba la cabeza del otro varias veces.

Los demás gritaban, deleitados con ello.

El pirata que ganó, un hombre sin camisa, con un torso nervudo y una larga cicatriz en el pecho, se levantó y, respirando profundamente, se dirigió hacia la Espada de los Muertos. Mientras Thor observaba, este alargó el brazo, la agarró y la levantó victorioso. Los demás gritaron.

Thor hervía la verlo. Esta escoria sujetando su espada, una espada digna de un Rey. Una espada por la que él había arriesgado su vida. Una espada que le habían dado a él, y a nadie más.

Entonces se oyó un grito repentino y Thor vio cómo la cara del pirata, de golpe, hacía un gesto de agonía. Gritó y lanzó la espada, parecía que estaba sujetando una serpiente y Thor vio cómo volaba por los aires e iba a parar a cubierta con un sonido metálico y un golpe seco.

“¡Me ha mordido!” exclamó el pirata a los demás. “¡Este bicho raro me ha mordido la mano! ¡Mirad!”

Extendió la mano para mostrar que le faltaba un dedo. Thor echó un vistazo a la espada, a través de los listones se veía la empuñadura y vio unos pequeños dientes afilados sobresaliendo de una de las caras que estaban allí grabadas y la sangre corriendo por ella.

Los otros piratas se giraron a mirarla.

“¡Es del demonio!” exclamó uno.

“¡Yo no la tocaré!” exclamó otro.

“Olvidaos de ella”, dijo uno, dándole la espalda. “Hay muchas más armas para escoger”.

“¿Y qué pasa con mi dedo?” grito el pirata con agonía.

Los otros piratas rieron, lo ignoraron y, a cambio, se concentraron en las otras armas, luchando todos ellos por el alijo.

Thor volvió a fijarse en su espada, ahora la veía allí, tan cerca de él, casi al alcance de la mano al otro lado de los listones. Una vez más intentó con todas sus fuerzas liberarse, pero la cuerda no cedía. Estaba bien atado.

“Si pudiéramos conseguir nuestras armas”, dijo Indra furiosa. “No puedo soportar ver sus grasientas manos encima de mi lanza”.

“Quizás yo pueda ayudar”, dijo Angel.

Thor y los demás la miraron incrédulos.

“A mí no me ataron como a vosotros”, explicó. “Mi lepra les asustó. Ataron mis manos, pero después lo dejaron. ¿Veis?”

Angel se puso de pie, mostrando que sus muñecas estaban atadas detrás de su espalda, pero sus pies estaban libres para caminar.

“De poco nos servirá”, dijo Indra. “Incluso así estás encerrada aquí abajo con todos nosotros”.

Angel negó con la cabeza.

“No lo entendéis”, dijo. “Soy más pequeña que todos vosotros. Mi cuerpo puede colarse entre estos listones”. Se dirigió a Thor. “Puedo llegar hasta tu espada”.

Él la miró, impresionado por su valor.

“Eres muy valiente”, dijo. “Te admiro por ello. Aún así, te pones en peligro. Si te cogen allá fuera, podrían matarte”.

“O peor”, añadió Selese.

Angel los miró de nuevo, orgullosa, insistente.

“Moriré de todas formas, Thorgrin”, respondió Angel. “Esto lo aprendí hace tiempo. Mi vida me lo enseñó. Mi enfermedad me lo enseñó. Morir no me importa; solo vivir es lo que importa. Y vivir libre, libre de las ataduras de los hombres”.

Thor la miró, inspirado, sorprendido de su sabiduría a una edad tan temprana. Ella ya sabía más sobre la vida que la mayoría de los grandes maestros que él había conocido.

Thor asintió con la cabeza solemnenmente. Podía ver el espíritu guerrero dentro de ella y no lo iba a refrenar.

“Ve entonces”, dijo. “Sé rápida y silenciosa. Si ves alguna señal de peligro, vuelve a nosotros. Tú eres más importante que aquella espada”.

Angel se alegró, estaba animada. Se dio la vuelta rápidamente y corrió a través de la bodega, andando torpemente con las manos detrás de su espalda, hasta llegar a los listones. Allí se arrodilló y miró hacia fuera, sudando, con los ojos abiertos como platos por el miedo.

Finalmente, viendo su oportunidad, Angel pasó la cabeza a través de un agujero que había en los listones, lo suficientemente ancho para que ella pasara. Se contoneó para poder pasar por él y se dio impulso hacia fuera con los pies.

Un instante después, desapareció de la celda y Thor vio que estaba de pie en cubierta.

Su corazón latía fuerte mientras rezaba por su seguridad, rezaba para que pudiera coger su espada y volver antes de que fuera demasiado tarde.

Angel, que estaba de pie, se puso de cuclillas y fue corriendo hacia la espada; la alcanzó con su pie descalzo, lo colocó en la empuñadura y lo deslizó.

La espada hizo un ruido fuerte al deslizarse por cubierta, hacia la bodega. Cuando estaba a tan solo unos centímetros de los listones, de repente, una voz cortó el aire.

“¡Pequeña asquerosa!” exclamó un pirata.

Thor vio que todos los piratas se giraban hacia ella y después echaban a correr tras ella.

Angel corrió, intentando volver, pero la cogieron antes de que pudiera conseguirlo. La agarraron y la alzaron en brazos y Thor vio cómo se dirigían hacia la barandilla, como si se prepararan para arrojarla al mar.

Angel consiguió levantar el talón con fuerza y, al impactar con él directo en medio de las piernas del pirata, se oyó un quejido. El pirata que la sujetaba gimió y la soltó y, sin dudarlo, Angel fue corriendo por la cubierta, llegó a la espada y le dio un puntapié.

Thor observó, emocionado, cómo la espada se colaba entre las grietas e iba a parar a la bodega, justo a sus pies, con un fuerte golpe.

Entonces se oyó un grito cuando uno de los piratas dio una bofetada a Angel. Los otros la alzaron y la llevaron de vuelta a la barandilla, preparados para tirarla al mar.

Thor, sudoroso, tenía más miedo por Angel que por él mismo, miró hacia su espada y sintió una intensa conexión con ella. Su conexión era muy fuerte. A Thor no le hacía falta usar sus poderes mágicos. Le hablaba, como si lo hiciera con un amigo, y sentía que le escuchaba.

“Ven a mí, amiga mía. Líberame de mis ataduras. Vamos a estar juntos de nuevo”.

La espada atendió su llamada. De repente, se levantó en el aire, flotando tras su espalda y cortó sus cuerdas.

Thor inmediatamente se dio la vuelta, agarró la empuñadura en el aire y bajó la espada, cortando las cuerdas de sus tobillos.

Entonces se puso de pie de un salto y cortó las cuerdas de todos los demás.

Thor se giró y se dirigió a los listones, levantó su bota y dio una patada a la puerta de madera. Hecha añicos, salió volando en pedazos mientras él salía disparado a la luz, libre, espada en mano y decidido a rescatar a Angel.

Thor corrió a toda velocidad por cubierta y fue directamente a los hombres que sostenían a Angel, que se retorcía en sus brazos, con miedo en los ojos mientras se acercaban a la barandilla.

“¡Soltadla”, exclamó Thor.

Thor corría hacia ella, derribando a los piratas que se acercaban a él por todos lados, rajándoles el pecho antes de que pudieran atacar – ninguno de ellos podía igualarse a él y a la Espada de los Muertos.

Se abrió camino en el grupo, de un golpe se sacó a los dos últimos del camino, después estiró el brazo y agarró por atrás la camisa del último pirata justo antes de que la tirara abajo. De un tirón lo trajo hacia él, tirando a Angel de vuelta por encima de la barandilla, le torció el brazo al pirata para que la soltara. Ella fue a parar segura a cubierta.

Entonces Thor agarró al hombre y lo lanzó por la borda. Cayó en picado en el mar helado, gritando.

Thor oyó pasos y, al darse la vuelta, vio docenas de piratas que se le echaban encima. Esta no era una barca pequeña sino un enorme barco profesional, tan grande como cualquier barco de guerra y albergaba, por lo menos, a cien piratas, todos ellos curtidos, acostumbrados a una vida de matar en el mar. Todos ellos atacaban, dando claramente la bienvenida a la lucha.

Los hermanos de la Legión de Thor empezaron a salir de la bodega, cada uno de ellos corriendo hacia delante para recuperar sus armas antes de que los piratas las pudieran alcanzar. Elden, de un saltó, evitó a un pirata que quería cortarle el cuello con un machete, entonces lo agarró y, de un cabezazo, le rompió la nariz al pirata. Le arrebató el machete de la mano y lo cortó por la mitad. A continuación, de un salto, fue a por su hacha de batalla.

Reese tomó su alabarda, O’Connor su arco, Indra su lanza, Matus su mayal y Selese su saco de arena, mientras Angel pasó rápidamente por delante de ellos y dio una patada en la espinilla a un pirata antes de que este lanzara un puñal a Thor. El pirata gritó y se agarró la pierna y el puñal salió volando por la borda.

Thor fue al ataque hacia delante y saltó hacia el grupo, dando una patada a un pirata en el pecho y rajando a otro, después dio la vuelta y rajó a otro en el brazo antes de que pudiera alcanzar a Reece con su machete. Otro atacó e hizo oscilar un garrote dirigido a su cabeza y Thor se agachó, mientras el garrote pasaba de largo zumbando. Se disponía a apuñalarlo, pero Reece dio un paso adelante y usó su alabarda para matarlo.

O’Connor soltó dos flechas que pasaron, como un zumbido, por delante de Thor y Thor se dio la vuelta y vio cómo dos piratas, que le atacaban por la espalda, caían muertos. Divisó un pirata que iba directo a Angel y Thor estaba a punto de alcanzarlo cuando O’Connor se adelantó y le clavó una flecha en la espalda.

Thor oyó pasos y, al girarse, vio a un pirata atacando a O’Connor por la espalda con un garrote. Thor embistió y, sintiendo cómo la Espada de los Muertos vibraba, partió el grueso garrote en dos y después apuñaló al pirata en el corazón antes de que pudiera alcanzarlo. Thor entonces dio la vuelta, pegó una patada a otro hombre en las costillas y, dirigido por la Espada de los Muertos, cortó la cabeza del hombre. Thor estaba maravillado. Era como si la espada tuviera un corazón latiente propio y deseara que Thor hiciera lo que ella quería que hiciera.

Mientras Thor daba cuchilladas con furia en todas direcciones, una docena de hombres se amontonó delante de él, que estaba cubierto de sangre hasta los codos cuando, de repente, un pirata saltó por detrás sobre su espalda. El mercenario alzó un puñal y lo dirigió hasta la parte de atrás del hombro de Thor y estaba demasiado cerca, y era demasiado tarde, para que Thor pudiera reaccionar.

Thor divisó, por el rabillo del ojo, un objeto que era lanzado en el aire hacia él y, de repente, notó que el hombre lo soltaba y caía sobre cubierta. Al darse la vuelta vio que Angel estaba allí y que acababa de tirar una piedra y entendió que había impactado a la perfección con la sien del hombre. El hombre se retorcía a los pies de Thor y Thor observó, sorprendido, cómo Angel daba un paso adelante, agarraba un anzuelo de cubierta y, levantándolo en alto, le atravesó el pecho al hombre. Era el mismo anzuelo que los piratas habían usado para atraparlos en su red en el mar. Thor se dio cuenta de que la justicia había cerrado el círculo.

Thor no tenía ni idea de que Angel tuviera aquello dentro de ella; vio la furia en sus ojos mientras estaba delante de él y se dio cuenta de que tenía el espíritu de un verdadero guerrero y era mucho más compleja de lo que él sabía.

Thor se giró y se lanzó a la lucha y él y sus hombres atacaron despiadadamente, todos ellos en bandada, como habían hecho en tantos lugares, eran una máquina de matar bien ajustada, vigilándose las espaldas los unos a los otros. Su lucha conjunta era perfecta, pues se conocían los ritmos los unos a los otros. Cuando Elden blandió su hacha de batalla, Indra arrojó su lanza, matando a todos aquellos que él no pudo alcanzar. Matus blandió su mayal, matando a dos piratas a la vez, mientras Reece usaba su larga alabarda para matar a tres piratas antes de que pudieran alcanzar a Selese. Y Selese, a su vez, esparció el polvo de su saco sobre sus heridas, sanando todas sus heridas sobre la marcha y manteniéndolos fuertes.

Lentamente, la corriente cambió, mientras iban derribando a un hombre tras otro. El montón de hombres era alto y pronto solo quedaron una docena de ellos.

Con los ojos abiertos como platos, los doce piratas que quedaban, viendo que no podían ganar, dejaron caer sus puñales, machetes y hachas y levantaron las manos, aterrados.

“¡No nos matéis!”exclamó uno, temblando. “¡No era nuestra intención! ¡Solo seguíamos la corriente a los demás!”

“Estoy seguro de que no era así”, dijo Elden.

“No os preocupéis”, dijo Thor, “no os vamos a matar”.

Thor enfundó su espada, dio un paso adelante, agarró al pirata, lo levantó por encima de su cabeza y arrojó por la borda hacia el mar.

“Los peces lo harán por nosotros”.

Los otros se le unieron, llevando a los pocos que quedaban por la borda con sus armas, hacia el mar, y Thor observó cómo el mar pronto se volvía rojo, los tiburones formaron un círculo y ahogaron los gritos de los piratas.

Thor se giró hacia los demás, que lo estaban mirando. En sus ojos podía ver que estaban pensando lo mismo que él: la victoria, la dulce victoria, era suya.




CAPÍTULO NUEVE


Erec se inclinó en la barandilla y miró con la luz de una antorcha hacia un mar lleno de cadáveres del Imperio. Una docena de soldados del Imperio flotaban allí, todos ellos muertos por Erec y sus hombres, todos arrojados por la borda y, mientras observaba, lentamente, uno tras otro se hundían.

Erec miraba su flota de barcos de arriba abajo y veía a sus hombres en ellos, todos libres ahora, gracias a que Alistair había roto sus ataduras. El Imperio había sido estúpido al dejar solo una docena de soldados para vigilar cada barco, creyéndose invencible. Les habían sobrepasado enormemente en número y, una vez las ataduras de los hombres de Erec se rompieron, había sido fácil matarlos y recuperar sus barcos. Habían subestimado a Alistair.

Tampoco tenían ninguna razón para temer una revolución porque habían rodeado por completo los barcos de Erec. De hecho, cuando Erec miró hacia arriba vio que el asedio del Imperio, con sus miles de barcos, estaba todavía intacto. No podía ir hacia ningún lado.

Sonaron más cuernos, más soldados del Imperio gritaban en la noche y Erec veía cómo las antorchas se encendían a lo largo y ancho de la flota. El Imperio, aquel dragón dormido, lentamente estaba organizándose. Pronto rodearían a los hombres de Erec como una pitón y los estrangularían hasta la muerte. Erec estaba seguro de que, esta vez, no tendrían piedad.

Erec pensó rápidamente. Inspeccionó los barcos del Imperio, buscando algún punto débil en el sitio, un lugar con menos barcos. Cuando se giró para mirar detrás suyo, divisó un lugar donde los barcos del Imperio estaban más separados, quizás casi unos veinte metros. Era el punto más débil del círculo – aunque, incluso así, el sitio apenas tenía puntos débiles. Era la mejor de las peores opciones. Tenían que intentarlo.

“¡A TODA VELA!” gritó Erec y, mientras él se ponía en acción, sus órdenes se gritaban y resonaban a lo largo y ancho de su flota.

Izaron las velas y empezaron a remar, Erec en proa, su barco al frente, su flota siguiéndolo de cerca por detrás. Miró hacia delante, dirigiendo su barco hacia el punto débil del sitio. Él solo esperaba que pudieran pasarlo lo suficientemente rápido, antes de que los barcos del Imperio se acercaran y reforzaran sus posiciones. Si tan solo pudieran atravesarlo, tendrían mar abierto ante ellos. Sabía que el Imperio los seguiría de cerca y que, muy probablemente sería una carrera que no podrían ganar.

Sin embargo, debía intentarlo. Cualquier plan, incluso un plan temerario, era mejor que ceder ante la derrota y la muerte.

“¿Podemos pasarlo?” dijo una voz.

Al darse la vuelta Erec vio a Strom acercándose a él, con la espada en la mano, todavía roja por la sangre al haber matado soldados del Imperio, observando la noche.

Erec se encogió de hombros.

“¿Tenemos alguna elección?” respondió.

Strom miraba fijamente al horizonte a su lado, impávido.

“¿Cuánto tiempo tenemos hasta que vean que nos estamos acercando?”

La respuesta llegó cuando una flecha pasó haciendo un zumbido en el aire, justo pasando por Erec y Strom, y encontró su blanco en uno de los hombres de Erec, que estaba justo a unos metros detrás de ellos. El hombre gritó y cayó de espaldas, agarrando la flecha que tenía en el pecho y tirando de ella con ambas manos, temblando en el suelo mientras moría.

Otra flecha atravesó el aire, después otra y otra. Ni él ni Strom se agacharon, los dos estaban de pie sin miedo, manteniéndose firmes.

Erec echó un vistazo y divisó formas en la oscuridad, vio que los soldados del Imperio estaban apuntando, poniéndose en fila, disparando hileras de flechas y sabía que esto iba a salir mal. Todavía les quedaban casi cien metros hasta llegar al sitio.

“¡Escudos!” exclamó Erec. “¡Juntaos! ¡Manteneos cerca! ¡Hombre a hombre!”

Los hombres de Erec obedecieron, tomaron posiciones, levantaron los escudos y Erec, satisfecho, hizo lo mismo, arrodillándose al lado de Strom y de los demás y sujetando su escudo por encima de su cabeza.

Erec sintió tres flechas que impactaron dando tres rápidos golpes secos, cuyas vibraciones hicieron temblar su brazo.





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EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros aguerridos e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico. -Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre La Senda de los Héroes) (Una) entretenida fantsía épica. -Kirkus Reviews (sobre La Senda de los Héroes) Los inicios de algo extrordinario están aquí. -San Franciso Book Review (sobre La Senda de los Héroes) UN SUEÑO DE MORTALES es el Libro#15 de la serie éxito en ventas EL ANILLO DEL HECHICERO, que empieza con UNA SENDA DE HÉROES (libro#1) – ¡una descarga gratuita! En UN SUEÑO DE MORTALES, Thorgrin y sus hermanos luchan por liberarse de las garras de los piratas y continuar su búsqueda de Guwayne en el mar. Se encuentran con amigos y peligros inesperados, magia y armas, dragones y hombre y esto cambiará el curso de su destino. ¿Encontrarán finalmente a Guwayne?Darius y sus amigos sobreviven a la masacre de su pueblo- pero solo para descubrir que son prisioneros, lanzados a la Arena del Imperio. son encadenados juntos, se enfrentan a oponentes inimaginables, su única esperanza para sobrevivir es mantenerse y luchar juntos, como hermanos. Gwendolyn despierta de sus sueño y descubre que ella y los demás han sobrevivido a su caminata a través del Gran Desierto- y, aún más sorprendente, que han llegado a una tierra más allá de su imaginación más salvaje. Cuando los llevan hasta una nueva corte real, los secretos que gwendolyn descubre sobre sus antepasados y su propio pueblo cambiarán su destino para siempre. Erec y Alistair, todavía prisioneros en el mar, luchan por liberarse de las garras de la flota del Imperio en una osada y atrevida escapada nocturna. Cuando las posibilidades parecen peores, reciben una sorpresa inesperada que podría simplemente darles una segunda oportunidad para la victoria- y otra oportunidad de continuar su ataque al corazón del Imperio. Godfrey y su grupo, encarcelados una vez más, listos para ser ejeutados, tienen una última oportunidad para intentar escapar. Después de ser traicionados, quieren algo más que escapar esta vez- quieren venganza. Volusia está rodeada por todos lados y lucha por tomar la capital del Imperio- y tendrá que reunir una magia más poderosa de lo que jamás ha conocido si quiere demostrar que es una Diosa y convertirse en Gobernante Suprema del Imperio. Una vez más, el destino del Imperio está colgando en la balanza. Con su sofisticada construcción del mundo y caracterización, UN SUEÑO DE MORTALES es un relato épico de amigos y amantes, de rivales y pretendientes, de caballeros y dragones, de intrigas y maquinaciones políticas, de crecimiento, de corazones rotos, de engaño, ambición y traición. Es un relato de honor y valentía, de sino y destino, de hechicería. Es una fantasía que nos trae un mundo que nunca olvidaremos y que agradará a todas las edades y géneros. Una animada fantasía …Es solo el comienzo de lo que promete se runa serie épica para adultos jóvenes. -Midwest Book Review (sobre La Senda de los Héroes) Una lectura rápida y fácil… tendrás que leer lo que pasa a continuación y no querrás dejarlo. -FantasyOnline. net (sobre La Senda de los Héroes) Llena de acción… La escritura de Rice es de buena calidad y el argumento intrigante. -Publishers Weekly (sobre La Senda de los Héroes)

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