Книга - Un Mandato De Reinas

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Un Mandato De Reinas
Morgan Rice


El Anillo del Hechicero #13
EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros aguerridos e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico. -Books and Movie Reviews, Roberto MattosEL DECRETO DE LAS REINAS es el Libro#13 de la serie de best-sellers EL ANILLO DEL HECHICERO, qu empieza con LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro#1) . En EL DECRETO DE LAS REINAS, Gwendolyn lleva lo que queda de su nación al exilio, navegando hacia las hostiles puertos del Imperio. Recibidos por el pueblo de Sandara, intentan recuperarse a escondidas, construir un nuevo hogar a la sombra de Volusia. Thor, decidido a rescatar a Guwayne, con sus hermanods de la Legión en su búsqueda a través del océano, a las enormes cuevas que anuncian la Tierra de los Espíritus, encontrándose con impensables monstruos y exóticos paisajes. En las Islas del Sur, Alistair se sacrifica por Erec, pero un giro inesperado podría salvarlos a los dos. Darius lo arriesga todo para salvar al amor de su vida, Loti, aunque tenga que enfrentarse al Imperio él solo. Pero descubrirá que su conflicto con el Imperio no ha hecho más que empezar. Y Volusia continúa su ascensión, después de asesinar a Rómulo, de consolidar su dominio sobre el Imperio y convertirse en la despiadada reina que tenía que ser. ¿Sobrevivirán Gwen y su pueblo? ¿Encontrarán a Guwayne? ¿Vivirán Alistair y Erec? ¿Rescatará Darius a Loti? ¿Sobrevivirán Thorgrin y sus hermanos?Con su sofisticada caracterización y construcción del mundo, EL DECRETO DE LAS REINAS es un relato épico de amigos y amantes, rivales y pretendientes, caballeros y dragones, de intrigas y maquinaciones políticas, de crecer, de corazones rotos, de engaño, ambición y traición. Es un relato de honor y valentía, de sino y destino, de brujería. Es una historia fantástica que nos lleva a un mundo que nunca olvidaremos y que gustará a personas de todas las edades y géneros. Llamó mi atención desde el principio y siguió.. Esta historia es una aventura sorprendente en la que todo pasa rápidamente, llena de acción desde el principio. No encontrarás ni un solo momento aburrido. Paranormal Romance Guild {acerca de Transformación}





Morgan Rice

Un Mandato De Reinas (Libro #13 De El Anillo Del Hechicero)




Acerca de Morgan Rice

Morgan Rice tiene el #1 en éxito de ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de once libros (y contando); de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspenso post-apocalíptica compuesta de dos libros (y contando); y de la nueva serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.

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Algunas opiniones acerca de Morgan Rice

«EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico».



    -Books and Movie Reviews, Roberto Mattos

«Una entretenida fantasía épica».



    -Kirkus Reviews

«Los inicion de algo extraordinario están ahí».



    -San Francisco Book Review

«Lleno de acción…La obra de Rice es sólida y el argumento es intrigante».



    -Publishers Weekly

«Una animada fantasía…Es sólo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para adultos jóvenes».



    --Midwest Book Review



Libros de Morgan Rice

REYES Y HECHICEROS

EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)

EL DESPERTAR DEL VALIENTE (Libro #2)

El PESO DEL HONOR (Libro #3)

UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)

UN REINO DE SOMBRAS (Libro #5)



EL ANILLO DEL HECHICERO

LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)

UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)

UN DESTINO DE DRAGONES (Libro #3)

UN GRITO DE HONOR (Libro #4)

UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)

UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)

UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)

UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)

UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)

UN MAR DE ESCUDOS (Libro #10)

UN REINO DE ACERO (Libro #11)

UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)

UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)

UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)

UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)

UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)

EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)



LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA

ARENA UNO: SLAVERSUNNERS (Libro #1)

ARENA DOS (Libro #2)



EL DIARIO DEL VAMPIRO

TRANSFORMACIÓN (Libro # 1)

AMORES (Libro # 2)

TRAICIONADA (Libro # 3)

DESTINADA (Libro # 4)

DESEADA (Libro # 5)

COMPROMETIDA (Libro # 6)

JURADA (Libro # 7)

ENCONTRADA (Libro # 8)

RESUCITADA (Libro # 9)

ANSIADA (Libro # 10)

CONDENADA (Libro # 11)












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Derechos Reservados © 2014 por Morgan Rice

Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora.

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Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia.

Imagen de la cubierta Derechos reservados Slava Gerj, Utilizada bajo licencia de Shutterstock.com.










CAPÍTULO UNO


La cabeza de Thorgrin iba dando golpes contra las piedras y el barro mientras mientras caía por la ladera de la montaña en caída libre, unos cien metros mientras la montaña se derrumbaba. Su mundo daba vueltas sobre sí mismo y él intentaba pararlo, pero no podía. Por el rabillo del ojo veía cómo caían sus hermanos también, dando vueltas sobre sí mismos, todos ellos, al igual que Thor, agarrándose desesperadamente a raíces, a piedras, a lo que fuera, intentando ralentizar la caída.

Thor se dio cuenta, con cada momento que pasaba, que se estaba alejando cada vez más de la cima del volcán, de Guwayne. Pensaba en aquellos salvajes allá arriba, preparándose para sacrificar a su bebé y la furia le quemaba por dentro. Arañaba el barro, gritando, desesperado por volver allá arriba.

Pero por mucho que lo intentara, poca cosa podía hacer. Thor apenas podía ver o respirar, mucho menos resguardarse de los golpes, pues una montaña de lodo se avalanzó sobre él. Parecía que el peso del universo entero estaba sobre sus hombros.

Todo estaba sucediendo muy rápido, demasiado rápido para que Thor pudiera  procesarlo y, al echar un vistazo hacia abajo, vio un campo de rocas puntiagudas. Sabía que tan pronto les golpearan, todos ellos morirían.

Thor cerró los ojos e intentó recordar su entrenamiento, las enseñanzas de Argon, las palabras de su madre, intentaba encontrar la calma dentro de la tormenta, llamar al poder del guerrero que había dentro de él. Mientras lo hacía, sentía cómo su vida pasaba rápidamente por delante de sus ojos. ¿Era esta, se preguntaba, su última prueba?

Por favor, Dios, rezaba Thor, si existes, sálvame. No permitas que muera de esta manera. Permíteme reunir mi poder. Permíteme salvar a mi hijo.

Mientras pensaba las palabras, Thor sentía que lo estaban probando, lo estaban obligando a recurrir a su fe, a reunir una fe más grande de la que nunca había tenido. Tal y como su madre le había advertido, ahora era un guerrero y se enfrentaba a una prueba de guerrero.

Cuando Thor cerró los ojos, el mundo empezó a ir más lento y, para su asombro, empezó a sentir una calma, una sensación de paz, dentro de la tormenta. Empezó a notar un calor que crecía dentro de él, corriendo por sus venas, hacia sus manos. Se empezó a sentir más grande que su cuerpo.

Thor se sentía fuera de su cuerpo, mirando hacia abajo, se veía a sí mismo cayendo por la ladera de la montaña. Se dio cuenta en ese momento que él no era su cuerpo. Era alguna cosa más grande.

De repente Thor volvió a su cuerpo y, tan pronto lo hizo, levantó las manos por encima de su cabeza y observó cómo una brillante luz blanca emanaba de ellas. Mandó a la luz que creara una burbuja alrededor de él y de sus hermanos y, al hacerlo, de repente la avalancha de barro se detuvo en seco, una pared de lodo rebotó en el escudo para no volver ya hacia ellos.

Ellos continuaban resbalando, pero ahora a una velocidad mucho más lenta, facilitando que pudieran ir parando gradualmente hasta llegar a un pequeño altiplano cerca de la base de la montaña. Thor miró hacia abajo y vio que se había detenido en un agua poco profunda y, allí de pie, vio que le llegaba por las rodillas.

Thor miró alrededor sorprendido. Miró hacia arriba a la montaña y vio la pared de lodo congelado, colgando en el aire, como si estuviera preparada para volver a caer hacia abajo en cualquier momento, todavía bloqueada por su burbuja de luz. Lo admiraba todo, sorprendido de haber hecho todo aquello.

“¿Ha muerto alguien?” gritó O’Connor.

Thor vio a Reece, O’Connor, Conven, Matus, Elden e Indra, todos ellos magullados y debilitados, poniéndose de pie, pero todos milagrosamente vivos y ninguno con heridas importantes. Se frotaban la cara, cubierta de lodo negro, parecía que todos ellos habían andado a gatas a través de una mina. Thor podía ver lo agradecidos que estaban de estar vivos y podía ver en sus ojos que creían que él había salvado sus vidas.

Al acordarse, Thor se giró e inmediatamente miró hacia la cima de la montaña con una sola cosa en su mente: su hijo.

“¿Cómo vamos a subir de nuevo…” empezó a decir Matus.

Pero antes de que pudiera finalizar sus palabras, Thor sintió repentinamente que algo se enroscaba alrededor de sus tobillos. Miró hacia abajo, perplejo, y vio una criatura gruesa, viscosa y musculosa enroscándose alrededor de sus tobillos y hacia sus espinillas, una y otra vez. Vio horrorizado que era una criatura larga, parecida a una anguila, con dos pequeñas cabezas, siseando con sus largas lenguas mientras lo miraba y lo envolvía con sus tentáculos. Su piel empezó a quemar las piernas de Thor.

Los reflejos de Thor reaccionaron, sacó su espada y daba cuchilladas, al igual que los demás, que también estaban siendo atacados a su alrededor. Thor procuraba dar cuchillazos con cuidado para no cortatse su propia pierna y, con un corte, la anguila se soltó y el horrible dolor desapareció. La anguila volvió deslizándose al agua, siseando.

O’Connor buscaba con sus manos su arco, les disparó y falló, mientras Elden temblaba al acercársele tres anguilas a la vez.

Thor se apresuró hacia adelante y le hizo un corte a la anguila que se dirigía a la pierna de O’Connor, mientras Indra dio un paso adelante y gritó a Elden: “¡No te muevas!”

Levantó su arco y disparó tres flechas rápidamente una detrás de otra, matando cada una de las anguilas con un disparo perfecto, tan solo rozando la piel de Elden.

Él la miró sobresaltado.

“¿Estás loca?” gritó. “¡Casi me dejas sin pierna!”

Indra le sonrió.

“Pero, no lo hice, ¿verdad?” respondió ella.

Thor oyó un chapoteo y miró a su alrededor al agua y vio docenas de anguilas más avanzando. Sabía que tenía que hacer algo para salir de allí rápidamente.

Thor se sentía agotado, exhausto por haber reunido su poder y sentía que le quedaba muy poco dentro; sabía que todavía no era lo suficientemente poderoso para reunir su poder continuamente. Aún así, sabía que tenía que recurrir a él una última vez, al precio que fuera. Si no lo hacía, sabía que nunca regresarían, morirían aquí, en esta charca de anguilas y su hijo no tendría ninguna oportunidad. Puede que le costara toda su fuerza, que lo dejara débil durante días, pero no le importaba. Pensaba en Guwayne, allá arriba, a la merced de aquellos salvajes y sabía que haría cualquier cosa.

Mientras otro grupo de anguilas empezaba a deslizarse hacia él, Thor cerró los ojos y levantó sus manos hacia el cielo.

“En el nombre del único Dios”, dijo Thor en voz alta, “os lo ordeno, cielos, abriros! Os ordeno que nos enviéis nubes para elevarnos!”

Thor pronunció las palabras con una voz profunda y oscura, ya sin miedo de abrazar al Druida que era y sintió cómo vibraban en su pecho, en el aire. Sintió un tremendo calor concentrándose en su pecho y, mientras pronunciaba las palabras, sentía la certeza de que acontecerían.

Se oyó un gran rugido y cuando Thor miró, vio que los cielos empezaban a cambiar, a transformarse en un lila oscuro, las nubes se arremolinaban y echaban espuma. Apareció un agujero redondo, una abertura en el cielo y, de repente, una luz escarlata salió disparada hacia abajo, seguida de una nube en forma de embudo, descendiendo hacia ellos.

En unos instantes, Thor y los demás se encontraron barridos por un tornado. Thor sentía la humedad de las suaves nubes arremolinándose a su alrededor, se sentía a sí mismo inmerso en la luz y, unos momentos más tarde, sintió que se alzaba, se levantaba hacia el aire, sintiéndose más ligero de lo que nunca se había sentido. Verdaderamente se sentía uno con el universo.

Thor sentía como subía más y más, a lo largo de la montaña hacia arriba, pasando por el lodo, pasand por su burbuja, directo hacia la cima de la montaña. En unos instantes, la nube los llevó hacia arriba del todo del volcán y los dejó con delicadeza. Después se disipó con la misma rapidez.

Thor estaba allí de pie con sus hermanos y todos lo miraban asombrados, como si fuera un dios.

Pero Thor no pensaba en ellos, se dio la vuelta y rápidamente inspeccionó el altiplano y solo tenía una cosa en mente: los tres salvajes que había delante suyo. Y la pequeña cunita que había en sus brazos, suspendida en el filo del volcán.

Thor soltó un grito de guerra mientras corría hacia adelante. El primer salvaje se giró para mirarlo, perplejo y, al hacerlo, Thor no vaciló, sino que corrió hacia delante y lo decapitó.

Los otros dos se giraron con una expresión de horror y, entonces, Thor apuñaló a uno en el corazón y después golpeó al otro con la empuñadura de su espada en la cara, tirándolo hacia atrás, gritando, por el borde del volcán.

Thor se dio la vuelta y rápidamente les arrebató la cuna antes de que pudieran tirarla. Miró hacia abajo, el corazón le latía con fuerza de agradecimiento por haberlo cogido a tiempo, preparado para coger a Guwayne y tenerlo en sus brazos.

Pero cuando Thor miró a la cuna, todo su mundo se derrumbó.

Estaba vacía.

El mundo se congeló para Thor mientras estaba allí, paralizado.

Miró hacia abajo al volcán y vio abajo, a lo lejos, las llamas subiendo hacia arriba. Y supo que su hijo estaba muerto.

“¡NO!” gritó Thor.

Thor cayó sobre sus rodillas, gritando a los cielos, soltando un tremendo grito que resonó en las montañas, el grito primal de un hombre que ha perdido todo por lo que vivía.

“¡GUWAYNE!”




CAPÍTULO DOS


Por encima de la solitaria isla en el centro del mar volaba un dragón solitario, un pequeño dragón, todavía no muy grande, su grito era estridente y penetrante, ya dejaba entrever el dragón que algún día sería. Volaba victoriosamente, sus pequeñas escamas vibraban, crecían a cada minuto, batía sus alas, sus garras sujetaban la cosa más preciosa que había tocado en su corta vida.

El dragón miró hacia abajo, sintiendo el calor entre sus garras y observó su preciada posesión. Oyó el llanto, notó el retorcimiento y  se sintió tranquilo al ver que el bebé aún estaba en sus garras, intacto.

Guwayne, había gritado el hombre.

El dragón todavía oía los gritos retumbando en las montañas mientras volaba alto. Estaba muy feliz por haber salvado al bebé a tiempo, antes de que aquellos hombres pudieran clavarle sus dagas. Les había arrancado a Guwayne de las manos sin perder ni un segundo. Había hecho bien el trabajo que se le había ordenado.

El dragón volaba más y más alto por encima de la solitaria isla, hacia las nubes, ya fuera de la vista de todos aquellos humanos de allá abajo. Pasó por encima de la isla, por encima de los volcanes y las sierras montañosas, a través de la neblina, más y más lejos.

Pronto estaba volando por encima del océano, dejando atrás la pequeña isla. Delante de él se encontraba una vasta extensión de mar y cielo, sin nada que rompiera la monotonía por varios millones de kilómetros.

El dragón sabía exactamente a donde se dirigía. Tenía un sitio al que llevar a este niño, este niño al que ya quería más de lo que podía decir.

Un sitio muy especial.




CAPÍTULO TRES


Volusia se encontraba frente al cuerpo de Rómulo, mirando su cadáver con satisfacción, su sangre, todavía caliente, rezumaba por sus pies, por los dedos decubiertos por sus sandalias. Se deleitaba con esta sensación. No podía recordar cuántos hombres, incluso a su temprana edad, había matado, cogidos por sorpresa. Siempre la subestimaban y mostrar lo brutal que podía ser era uno de los mayores placeres de la vida.

Y ahora, haber matado al mismísimo Gran Rómulo –con sus propias manos, no a manos de alguno de sus hombres- el Gran Rómulo, hombre de leyenda, el guerrero que mató a Andrónico y se quedó el trono. El Supremo Gobernador del Imperio.

Volusia sonreía con un inmenso placer. Aquí estaba, el gobernador supremo, reducido a un charco de sangre a sus pies desnudos. Y todo con sus propias manos.

Volusia se sentía envalentonada. Sentía un fuego ardiendo por sus venas, un fuego para destruirlo todo. Sentía que su destino se abalanzaba sobre ella. Sentía que había llegado su momento. Sabía, con la misma claridad que había sabido que asesinaría a su propia madre, que un día gobernaría el Imperio.

“¡Ha matado a nuestro amo!” dijo una voz temblorosa. “¡Ha matado al Gran Rómulo!”

Volusia miró hacia arriba y vio la cara del comandante de Rómulo que estaba allí, mirándola fijamente con una mezcla de sobresalto, miedo y respeto.

“Ha matado”, dijo abatido, “al Hombre Que No Se Puede Matar”.

Volusia lo miró, con una mirada dura y fría, y vio detrás de él a los cientos de hombres de Rómulo, todos vestidos con las más finas armaduras, puestos en fila en el barco, todos observando, esperando a ver qué sería lo próximo que ella haría. Todos preparados para atacar.

El comandante de Rómulo estaba en el puerto con una docena de sus hombres, todos a la espera de sus órdenes. Volusia sabía que detrás suyo había miles de sus propios hombres. El barco de Rómulo, imponente como era, estaba en desventaja numérica, sus hombres estaban rodeados aquí en este puerto. Estaban atrapados. Este era el territorio de Volusia y lo sabían. Sabían que cualquier ataque, cualquier escapada sería inútil.

“Este ataque no quedará sin respuesta”, continuó el comandante. “Rómulo tiene un millón de hombres leales a su mandato ahora mismo en el Anillo. Tiene un millón de hombres leales a su mandato en el sur, en la capital del Imperio. Cuando tengan noticias de lo que ha hecho, se mobilizarán y marcharán sobre usted. Puede que haya matado al Gran Rómulo, pero no ha matado a sus hombres. Y sus miles de hombres, aunque hoy nos ganan en número aquí, no pueden hacer frente a sus millones de hombres. Buscarán venganza. Y la venganza será suya”.

“¿Ah, sí?” dijo Volusia, acercándose un paso más a él, sintiendo el filo en su mano, visualizando cómo le cortaba la garganta y sintiendo ya el deseo de hacerlo.

El comandante miró al filo que tenía en su mano, el filo que había matado a Rómulo y tragó saliva, como si pudiera leerle el pensamiento. Ella podía ver miedo verdadero en sus ojos.

“Déjenos marchar”, le dijo. “Envíe a mis hombres de vuelta. No le han hecho ningún daño. Denos un barco lleno de oro y comprará nuestro silencio. Llevaré a nuestros hombres a la capital y les diremos que usted es inocente. Que Rómulo intentó atacarla. La dejarán tranquila, usted tendrá paz aquí en el norte y ellos encontrarán un nuevo Comandante Supremo del Imperio”.

Volusia hizo una amplia sonrisa, divertida.

“¿Pero no tenéis ya delante de vuestros ojos a la nueva Comandante Suprema?” preguntó.

El comandante la miró peplejo y finalmente soltó una risa burlona y corta.

“¿Usted? Dijo él. “No es más que una chica con unos cuantos miles de hombres. Porque haya matado a un hombre, ¿realmente cree que puede aniquilar a los millones de hombres de Rómulo? Sería una suerte poder escapar con vida después de lo que ha hecho hoy. Le estoy ofreciendo un regalo. Acabemos con esta estúpida conversación, acéptelo con gratitud y mándenos de vuelta, antes de que cambie de opinión”.

“¿Y qué sucede si no deseo enviarlos de vuelta?”

El comandante la miró a los ojos y tragó saliva.

“Puede matarnos aquí”, dijo él. “Eso lo decide usted. Pero si lo hace, lo único que conseguirá es su propia muerte y la de su pueblo. El ejército que vendrá los aniquilará”.

“Está hablando en serio, mi comandante”, le susurró una voz al oído.

Se dio la vuelta y vio a Soku, el comandante que tenía a su disposición, a su lado, un hombre de ojos verdes, mandíbula de guerrero y pelo rojo, corto y rizado.

“Mándelos hacia el sur”, dijo él. “Deles el oro. Ha matado a Rómulo. Ahora debe ofrecer una tregua. No nos queda otra elección”.

Volusia se giró hacia el hombre de Rómulo. Lo examinó, tomándose su tiempo, disfrutando del momento.

“Haré lo que me pides”, dijo ella, “y os enviaré a la capital”.

El comandante le sonrió satisfecho y se dispuso a marcharse cuando Volusia dio un paso adelante y añadió:

“Pero no para ocultar lo que he hecho”, dijo.

Él se detuvo y la miró confundido.

“Os mandaré a la capital para hacerles llegar un mensaje: que sepan que yo soy la nueva Comandante Suprema del Imperio. Que si todos ellos se arrodillan ante mí ahora, pueden salvar sus vidas”.

El comandante la miró horrorizado y , lentamente, asintió con la cabeza y sonrió.

“Está tan loca como se decía que lo estaba su madre”, dijo, a continuación se dio la vuelta y empezó a marchar hacia la larga rampa, hacia su barco. “Cargad el oro en los compartimentos inferiores”, gritó sin ni siquiera molestarse en girarse a mirarla.

Volusia se dirigió a su comandante encargado de los arcos, el cual estaba aguardando pacientemente sus órdenes, y le hizo un breve gesto con la cabeza.

El comandante inmediatamente se dio la vuelta y puso en acción a sus hombres y, a continuación, se oyó el sonido de diez mil flechas que se encendían, apuntaban y eran disparadas.

Llenaron el cielo, volviéndolo de color negro, dibujando un alto arco de llamas, mientras las flechas encendidas iban a parar al barco de Rómulo. Todo sucedió tan rápido que ninguno de sus hombres pudo reaccionar y pronto todo el barco estaba en llamas, los hombres gritaban, su comandante el que más, mientras luchaban sin un sitio a dónde correr, intentando sofocar las llamas.

Pero no sirvió de nada. Volusia hizo de nuevo una señal con la cabeza y una descarga tras otra de flechas surcaron el aire, cubriendo el barco ardiente. Los hombres chillaban al ser acribillados, algunos tropezaban en cubierta, otros caían por la borda. Fue una matanza, sin supervivientes.

Volusia estaba allí de pie y sonreía con malicia, observando satisfecha cómo el barco poco a poco se iba quemando de abajo hasta el mástil. Pronto, no quedaba nada más que los restos ennegrecidos y ardientes de un barco.

Todo quedó en silencio cuando los hombres de Volusia se detuvieron, formados en fila, todos mirándola, aguardando con paciencia sus órdenes.

Volusia dio unos pasos adelante, desenvainó su espada y cortó la gruesa cuerda que sujetaba el barco al puerto. Esta se cortó, liberando al barco de la orilla y Volusia levantó una de sus botas chapadas de oro, lo colocó en la proa y empujó.

Volusia observaba como el barco se empezaba a mover, cogiendo las corrientes, las corrientes que ella sabía que lo llevarían al sur, justo al corazón de la capital. Todos verían el barco quemado, verían los cadáveres de Rómulo, verían las flechas de Volusia y sabrían que provenían de ella. Sabrían que la guerra había empezado.

Volusia se dirigió a Soku, que estaba detrás de ella boquiabierto, y le sonrió.

“Así”, dijo ella, “es cómo yo ofrezco paz”.




CAPÍTULO CUATRO


Gwendolyn se arrodilló en la proa de cubierta, agarrada a la barandilla, sus nudillos estaban blancos mientras ella reunía la fuerza suficiente para inclinarse y ver el horizonte. Todo su cuerpo temblaba, debilitado por el hambre y, mientras observaba, se sentía aturdida, mareada. Se puso de pie, reuniendo cómo pudo la fuerza necesaria y miró maravillada la vista que había delante de ella.

Gwendolyn miró con dificultad a través de la neblina y se preguntaba si aquello era real o solo un espejismo.

Allí, en el horizonte, se extendía una interminable orilla, en la mitad había un concurrido centro con un imponente puerto, dos enormes pilares de oro brillante enmarcando la ciudad que tenían detrás, alzándose al cielo. Los pilares y la ciudad se teñían de un verde amarillento mientras el sol se movía. Las nubes se movían rápidamente aquí, observó Gwen. No sabía si esto se debía a que el cielo era diferente en esta parte del mundo o al ir y venir de su conciencia.

En el puerto de la ciudad se encontraban un millar de orgullosos barcos, todos con los mástiles más altos que jamás había visto, todos chapados de oro. Era la ciudad más próspera que jamás había visto, construida justo en la orilla y extendiéndose al más allá, el océano iba a romper en su vasta metrópolis. Hacía que la Corte del Rey pareciera un pueblecito. Gwen no sabía cuántos edificios podía haber en un sitio. Se preguntaba qué tipo de gente vivía allí. Debe ser una gran nación, pensó. La nación del Imperio.

Gwen sintió un repentino agujero en el estómago al darse cuenta que las corrientes los estaban estirando hacia allí; pronto serían engullidos hacia aquel vasto puerto, rodeados por todos aquellos barcos y tomados prisioneros, si no los mataban. Gwen pensaba en lo cruel que había sido Andrónico, lo cruel que había sido Rómulo y sabía que era la manera de actuar del Imperio; quizás hubiera sido mejor, pensó ella, haber muerto en el mar.

Gwen oyó el ruido de pisadas en cubierta, miró y vio a Sandara, débil por el hambre pero teniéndose de pie, orgullosa, en la barandilla y sujetando una gran reliquia de oro, en forma de los cuernos de un toro e inclinándola para que le diera el sol. Gwen observaba cómo la luz la alcanzaba, una y otra vez, y cómo se encendía proyectando una señal inusual hacia la lejana orilla. Sandara no la dirigía a la ciudad, sino bastante al norte, hacia lo que parecía ser un aíslado bosquecillo en la costa.

Cuando los ojos de Gwen, muy pesados, empezaban a cerrarse, su conciencia yendo y viniendo, y ella empezó a sentir que se desplomaba en cubierta, por su mente pasaban imágenes rápidamente. Ya no estaba segura de qué era real y qué era su conciencia afectada por el hambre. Gwen veía canoas, docenas de ellas, saliendo del dosel que formaba la densa jungla y dirigiéndose, por el ondulado mar, hacia su barco. Los vislumbró mientras se acercaban y se sorprendió al ver que no era la raza del Imperio, no eran los enormes guerreros con cuernos y la piel roja, sino una raza bastante diferente. Vio orgullosos hombres y mujeres musculosos, con la piel color chocolate y los ojos amarillos y brillantes, de rostro inteligente y compasivo, todos remando para recibirla. Gwen vio que Sandara los miraba y los reconocía y entendió que se trataba del pueblo de Sandara.

Gwen oyó un descomunal ruido vacío en el barco y vio ganchos agarrándose a cubierta, cuerdas que se arrojaban, bloqueando el barco. Sintió cómo el barco cambiaba de dirección, miró hacia abajo y vio que la flota de kayaks estaba remolcando su barco, guiándolo hacia las corrientes en dirección contraria a la ciudad del Imperio. Gwen poco a poco entendió que el pueblo de Sandara estaba viniendo a ayudarles. Para guiar su barco hacia otro puerto, lejos del puerto del Imperio.

Gwen sintió que su barco giraba bruscamente hacia el norte, hacia el denso dosel, hacia un pequeño puerto escondido. Cerró los ojos, aliviada.

Pronto Gwen abrió los ojos y se encontró a sí misma de pie, recostada en la barandilla, observando cómo su barco era remolcado. Abrumada por el cansancio, Gwendolyn notaba que se estaba inclinando demasiado, perdiendo el equilibrio y resbalando; sus ojos se abrieron totalmente por el pánico y se dio cuenta de que estaba a punto de caer por la borda. Gwen se agarró fuerte a la barandilla, pero era demasiado tarde, su impulso ya la estaba llevando al borde.

El corazón de Gwen palpitaba fuerte por el pánico; no podía creer que después de todo lo que había pasado iba a morir de ese modo, hundiéndose silenciosamente en el mar cuando ya estaban tan cerca de tierra.

Mientras sentía que caía, Gwen oyó un repentido gruñido y, de golpe, sintió que unos dientes mordían con fuerza su camisa por detrás y oyó un quejido mientras notaba que la estiraban hacia atrás por la camisa, retirándola del abismo y finalmente la devolvían a cubierta. Fue a parar a la cubierta de madera con un gran ruido, de espaldas, sana y salva.

Miró hacia arriba y vio que Krohn estaba allí con ella y su corazón se llenó de alegría. Krohn estaba vivo, vio llena de alegría. Parecía mucho más delgado que la última vez que lo había visto, demacrado, y se dio cuenta de que le había perdido la pista durante todo el caos. La última vez que lo había visto fue cuando ella había ido bajo cubierta en una tormenta especialmente mala. Ahora entendía que se debía haber escondido en algún sitio bajo cubierta, pasando hambre para que los demás pudieran comer. Así era Krohn. Siempre tan desinteresado. Y ahora que se estaban aproximando a tierra otra vez, reaparecía de nuevo.

Krohn gemía y le lamía la cara y Gwen lo abrazaba con las últimas fuerzas que le quedaban. Estaba tumbada en el suelo, Krohn a su lado, gimiendo, recostando la cabeza en su pecho, arrimándose a ella como si no hubiera otro sitio en el mundo.


*

Gwendolyn sintió un líquido, dulce y frío, goteando en sus labios, en su lengua, por sus mejillas y su cuello. Abrió la boca y bebió ansiosamente. Mientras lo hacía, la sensación la despertó de sus sueños.

Gwen abrió los ojos, bebiendo vorazmente, estaba rodeada de caras desconocidas mientras bebía y bebía hasta toser.

Alguien la levantó, ella se sentó, tosiendo de forma incontrolable y alguien le dio palmaditas en la espalda.

“Shhhh”, dijo una voz. “Beba poco a poco”.

Era una voz amable, la voz de un curandero. Gwen lo miró y vio a un hombre mayor con la cara arrugada, todo su rostro se llenaba de arrugas cuando sonreía.

Gwen vio docenas de caras desconocidas, la gente de Sandara, mirándola fijamente con calma, examinándola como si fuera una cosa extraña. Gwendolyn, vencida por la sed y el hambre, tendió la mano y, como una loca, agarró el saco de lo que fuera y vertió el líquido en su boca, bebiendo y bebiendo, mordiendo la punta como si no fuera a beber jamás.

“Poco a poco ahora”, dijo la voz del hombre. “O le sentará mal”.

Gwen echó un vistazo y vio a docenas de guerreros, el pueblo de Sandara, ocupando su barco. Vio a su propia gente, los supervivientes del Anillo, recostados, arrodillados o sentados, cada uno de ellos ayudados por alquien del pueblo de Sandara, proporcionando a cada uno un saco para beber. Todos estaban volviendo de su límite. Entre ellos vio a Illepra, sujetando a la bebé que Gwen había rescatado en las Islas Superiores y dándole de comer. Gwen se sintió aliviada al oír los lloros de la bebé; se la había pasado a Illepra cuando se sintió demasiado débil para sujetarla y verla viva hacía a Gwen pensar en Guwayne. Gwen estaba decidida a que esta bebé viviera.

Gwen se sentía más restablecida con cada momento que pasaba, se sentó y bebió más de aquel líquido, preguntándose qué había dentro, su corazón lleno de gratitud hacia aquella gente. Les habían salvado a todos la vida.

Al lado de Gwen se oyó un gemido, miró hacia abajo y vio a Krohn, todavía allí tumbado, con la cabeza en su regazo; se agachó y le dio de beber del saco y él lo lamió agradecido. Ella le acarició la cabeza cariñosamente; le debía la vida, otra vez. Y verlo le hacía pensar en Thor.

Gwen miró hacia arriba a toda la gente de Sandara, sin saber cómo darles las gracias.

“Nos habéis salvado”, dijo. “Os debemos nuestras vidas”.

Gwen se giró y vio a Sandara acercándose y arrodillándose a su lado y Sandara asintió con la cabeza.

“Mi pueblo no cree en deudas”, dijo ella. “Creen que es un honor salvar a alguien que está en peligro”.

La multitud abrió camino y Gwen vio acercarse a un hombre austero, que parecía ser su líder, de unos cincuenta años, con la mandíbula rígida y los labios finos. Él se puso de cuclillas delante de ella, llevaba un gran collar de color turquesa, hecho de conchas que destelleaban con la luz e hizo una reverencia con la cabeza, sus ojos amarillos llenos de compasión mientras la examinaba.

“Me llamo Bokbu”, dijo, con voz profunda y autoritaria. “Respondimos a la llamada de Sandara porque es una de las nuestras. Os hemos acogido arriesgando nuestras vidas. Si el Imperio nos viera aquí, ahora, con vosotros, nos mataría a todos”.

Bokbu se puso de pie, con las manos en la cadera y Gwen lentamente se puso de pie, ayudada por Sandara y su curandero y lo miró a la cara. Bokbu suspiró mientras miraba alrededor a toda la gente, al lamentable estado en el que estaba su barco.

“Ahora están mejor, ahora deben marchar”, dijo una voz.

Gwen se dio la vuelta y vio a un guerrero musculoso sosteniendo una lanza, descamisado, como los demás, acercándose al lado de Bokbu, mirándolo con frialdad.

“Envíe a esos extraños de vuelta al mar”, añadió. “¿Por qué derramaremos sangre por ellos?”

“Yo soy de tu sangre”, dijo Sandara, dando un paso hacia delante y mirando severamente al guerrero.

“Y por eso no debías haber traído nunca a esta gente aquí, poniéndonos a todos en peligro”, contestó él bruscamente.

“Tú traes la desgracia a nuestra nación”, dijo Sandara. “¿Has olvidado las leyes de la hospitalidad?”

“Haberlos traído tú aquí es la desgracia”, replicó él.

Bokbu alzó sus manos a ambos lados y ellos se callaron.

Bokbu estaba allí, sin expresión, y parecía estar pensando. Gwendolyn estaba de pie, observándolo todo y se dio cuenta de la precaria situación en la que estaban. Sabía que volver al mar, significaría la muerte instantánea; aunque no quería poner en peligro a aquella gente que la habían ayudado.

“No queríamos haceros ningún daño”, dijo Gwen, dirigiéndose a Bokbu. “No deseo poneros en peligro. Podemos embarcar ahora”.

Bokbu negó con la cabeza.

“No”, dijo. A continuación miró a Gwen, estudiándola con lo que parecía ser admiración. “¿Por qué trajiste a tu pueblo aquí?” preguntó.

Gwen suspiró.

“Huimos de un gran ejército”, dijo ella. “Destruyeron nuestra tierra. Vinimos aquí en busca de un nuevo hogar”.

“Habéis venido al sitio equivocado”, dijo el guerrero. “Este no será vuestro hogar”.

“¡Silencio!” le dijo Bokbu, dirigiéndole una mirada dura y, finalmente, el guerrero se quedó callado.

Bokbu se giró a mirar a Gwendolyn, clavándole la mirada.

“Es una mujer orgullosa y noble”, dijo. “Veo que es una líder. Ha guiado bien a su pueblo. Si los devuelvo al mar, seguro que morirán. Quizás no hoy, pero con toda seguridad en unos días”.

Gwendoly lo miró inflexible.

“En ese caso moriremos”, respondió. “No dejaré que su gente muera para que nosotros vivamos”.

Lo miró decidida, sin expresión, envalentonada por su nobleza y orgullo. Ella vio que Bokbu la estudiaba con un nuevo respeto. Un tenso silencio llenaba el aire.

“Veo que dentro de usted corre la sangre de un guerrero”, dijo. “Se quedarán con nosotros. Su pueblo se recuperará aquí hasta que estén fuertes y bien. Sin importar cuántas lunas tarden”.

“Pero mi jefe…” empezó el guerrero.

Bokbu se dio la vuelta y le lanzó una dura mirada.

“Mi decisión está tomada”.

“¡Y su barco!” protestó. “Si se queda aquí en nuestro puerto el Imperio lo verá. ¡Todos moriremos antes de que la luna mengüe!”

El jefe miró al mástil, y después al barco, entendiéndolo todo. Gwen miró alrededor estudiando el paisaje y vio que los habían remolcado hasta las profundidades de un puerto escondido, rodeado por un denso dosel. Se giró y vio detrás de ellos el mar abierto y supo que el hombre tenía razón.

El jefe la miró y asintió.

“¿Quiere salvar a su gente?” preguntó.

Gwen asintió con firmeza.

“Sí”.

Él asintió en respuesta.

“Los líderes debemos tomar decisiones difíciles”, dijo. “Ahora le toca a usted. Quieren quedaros con nosotros, pero su barco nos matará a todos. Invitamos a desembarcar a su pueblo, pero el barco no se puede quedar. Tendrán que quemarlo. Entonces los acogeremos”.

Gwendolyn estaba allí, de cara al jefe y su corazón se encogía con el pensamiento. Miró a su barco, el barco que los había llevado a través del mar, había salvado a su gente por medio mundo y su corazón se encogía. Su mente daba vueltas a sentimientos contradictorios. Este barco era su única salida.

Pero, una vez más, ¿la salida a dónde? ¿De vuelta al interminable mar de la muerte? Su gente apenas podían caminar; necesitaban recuperarse. Necesitaban refugio, puerto y albergue. Y si quemar este barco era el precio por la vida, que así fuera. Si decidieran dirigirse de vuelta al mar, entonces encontrarían otro barco, o construirían otro barco, harían lo que fuera conveniente. Por ahora, tenían que vivir. Esto era lo más importante.

Gwendolyn lo miró y asintió solemnemente.

“Que así sea”, dijo.

Bokbu asintió también con una mirada de gran respeto. Entonces se giró y gritó una orden y a su alrededor todos sus hombres se pusieron en acción. Se dispersaron por todo el barco, ayudando a todos los miembros del Anillo, poniéndolos de pie de uno en uno, guiándolos por la pasarela a la orilla arenosa de abajo. Gwen observaba a Godfrey, Kendrick, Brandt, Atme, Aberthol, Illepra, Sandara y todas las personas que más quería del mundo pasar por delante de ella.

Estuvo allí esperando hasta que la última persona abandonó el barco, hasta ser la última persona que allí quedaba, solo ella, Krohn a sus pies y a su lado, en silencio, el jefe.

Bokbu sostenía una antorcha en llamas, que le había pasado uno de sus hombres. Se disponía a tocar el barco con ella.

“No”, dijo Gwen, agarrándole la muñeca.

Él la miró sorprendido.

“Un líder debe destruir lo que es suyo”, dijo ella.

Gwen cogió la pesada antorcha ardiente con cautela de su mano, entonces se dio la vuelta, secándose una lágrima y apoyó la antorcha en la tela de la vela que estaba recogida en cubierta.

Gwen  permaneció allí obsevando cómo las llamas prendían, extendiéndose más y más rápido, a lo largo de todo el barco.

Tiró la antorcha, la temperatura subía muy rápido y se dio la vuelta, Krohn y Bokbu le siguieron y bajaron por la pasarela, en dirección a la playa, a su nuevo hogar, al último lugar que les quedaba en el mundo.

Mientras miraba alrededor a la extraña jungla, oyendo los extraños chillidos de pájaros y animales que no reconocía, Gwen solo se preguntaba:

¿Podían construir un nuevo hogar aquí?




CAPÍTULO CINCO


Alistair se arrodilló en la piedra, sus rodillas temblaban por el frío y observaba cómo la primera luz del primer sol del amanecer trepaba por encima de las Islas del Sur, iluminando las montañas y los valles con un suave brillo. Sus manos temblaban, enmanilladas a los cepos de madera mientras se arrodillaba, sobre sus manos y rodillas, reposando el cuello en el sitio donde tantos cuellos habían estado antes que el suyo. Al mirar hacia abajo vio las manchas de sangre encima de la madera, vio los cortes en el cedro donde los filos habían ido a parar antes. Pudo percibir la trágica energía de aquella madera cuando su cuello la tocó, los últimos momentos, las emociones finales, de todos los caídos que habían estado allí antes. Su corazón estaba profundamente triste.

Alistair miró hacia arriba con orgullo y observó su último sol, observaba el amanecer de un nuevo día, con el sentimiento surreal de que ya no viviría para volver a observarlo. Esta vez lo apreció más de lo que nunca lo había hecho. Mientras observaba en esta fresca mañana, con una suave brisa agitándose, las Islas del Sur se veían más hermosas que nunca, el sitio más hermoso que jamás había visto, árboles floreciendo en explosiones de naranjas y rojos y rosas y lilas mientras sus frutos colgaban en abundancia en este generoso lugar. Lilas pájaros mañaneros y abejas naranjas ya estaban zumbeando en el aire, la suave fragancia de las flores flotaba hacia ella. La neblina brillaba a la luz, dándole a todo un toque mágico. Nunca había sentido tal apego a un sitio; ella sabía que era una tierra en la que hubiera vivido por siempre feliz.

Alistair escuchó las pisadas de unas botas en la piedra y, al echar una mirada, vio que Bowyer se estaba acercando, deteniéndose a su lado, rayendo la piedra con sus descomunales botas. Sujetaba una enorme doble hacha en su mano, muy cerca a su lado, y la miró frunciendo el ceño.

Más allá de él, Alistair veía centenares de habitantes de las Islas del Sur, todos en fila, todos ellos leales a él, dispuestos en un enorme círculo alrededor de ella en la ancha plaza de piedra. Todos ellos estaban a casi veinte metros de ella, dejando un ancho espacio solo para ella y Bowyer. Nadie quería estar demasiado cerca cuando la sangre salpicara.

Bowyer sostenía el hacha con los dedos inquietos, claramente ansioso por terminar con el asunto. Podía ver en sus ojos lo desesperado que estaba por convertirse en Rey.

Alistair sentía satisfacción por lo menos en una cosa: por muy injusto que fuera, su sacrificio permitiría que Erec pudiera ivir. Esto significaba más para ella que su propia vida.

Bowyer hizo un paso hacia adelante, se inclinó cerca de ella y le susurró, tan bajo que nadie más pudo oír:

“Ten la seguridad de que el golpe que te matará será limpio”, dijo, con su aliento rancio en el cuello de ella. “Y el de Erec también”.

Alistair lo miró alarmada y confusa.

Él le sonrió, una pequeña sonrisa reservada solo para ella, nadie más la pudo ver.

“Así es”, susurró él. “Puede que no suceda hoy; puede que no suceda durante muchas lunas. Pero un día, cuando menos se lo espere, tu marido encontrará mi cuchillo en su espalda. Quiero que lo sepas, antes de que te mande al infierno”.

Bowyer dio dos pasos atrás, apretó fuerte sus manos en el mango del hacha e hizo crujir su cuello, preparándose para dar el golpe.

El corazón de Alistair palpitaba con fuerza mientras estaba allí arrodillada y se daba cuenta de la profunda maldad que había en este hombre. No solo era ambicioso, sino también un cobarde y un embustero.

“¡Liberadla!” suplicó de repente una voz, rompiendo la tranquilidad de la mañana.

Alistair se giró como pudo y vio el caos mientras dos figuras aparecieron de repente de entre la multitud, hacia el límite del claro, hasta que las rechonchas manos de los guardas de Bowyer las frenaron. Alistair se sintió sorprendida y agradecida al ver a la madre y hermana de Erec allí de pie, con miradas furiosas en sus rostros.

“¡Ella es inocente!” gritó la madre de Erec. “¡No puedes matarla!”

“¿Matarías a una mujer?” chilló Dauphine. “Es extranjera. Déjala ir. Envíala de vuelta a su tierra. No es necesario meterla en nuestros asuntos”.

Bowyer se dirigió a ellas y exclamó:

“Es una extranjera que pretendía ser nuestra Reina. Asesinar a nuestro antiguo Rey”.

“¡Eres un embustero!” gritó la madre de Erec. “¡No bebiste de la fuente de la verdad!”

Bowyer examinó las caras de la multitud.

“¿Hay alguien que ose desafiar mi afirmación?” exclamó, dándose la vuelta, mirando a todos, desafiante.

Alistair miró a su alrededor, esperanzada; pero uno a uno, todos los hombres, todos ellos valientes guerreros, la mayoría de la tribu de Bowyer, miraron hacia abajo, ninguno de ellos deseoso de retarlo en combate.

“Soy vuestro campeón” gritó con fuerza Bowyer. “Derroté a todos los contrincantes el día del torneo. No existe nadie que pueda vencerme. Nadie. Si existe, le desafío a dar un paso adelante”.

“¡Nadie, salvo Erec!” exclamó Dauphine.

Bowyer se giró y la miró frunciendo el ceño.

“¿Y dónde está él ahora? Está muriendo. Nosotros los habitantes de las Islas del Sur no tendremos a un lisiado como Rey. Yo soy vuestro Rey. Yo soy vuestro siguiente mejor campeón. Por las leyes de esta tierra. Como el padre de mi padre fue Rey antes que el padre de Erec”.

La madre de Erec y Dauphine seabalanzaron sobre él para pararle; pero sus hombres las agarraron y las echaron hacia atrás, reteniéndolas. Alistair vio al hermano de Erec, Strom, detrás de ellas, con las muñecas atadas detrás de la espalda; también luchaba, pero no podía liberarse.

“¡Pagarás por esto, Bowyer!” exclamó Strom.

Pero Bowyer no le hizo caso. En su lugar, se giró hacia Alistair y ella vio en sus ojos que estaba decidido a actuar. Su momento había llegado.

“El tiempo es peligroso cuando el engaño está de tu lado”, le dijo Alistair.

Él frunció el ceño, estaba claro que aquello le había dolido.

“Y éstas serán tus últimas palabras”, dijo él.

Bowyer de repente alzó el hacha, levantándola por encima de su cabeza.

Alistair cerró los ojos, sabiendo que, en tan solo un momento, se iría de este mundo.

Con los ojos cerrados, Alistair sentía que el tiempo se ralentizaba. Por delante de ella pasaban imágenes rápidas. Vio la primera vez que conoció a Erec, en el Anillo, en el castillo del Duque, cuando ella era una chica del servicio y se había enamorado de él a primera vista. Sentía su amor por él, un amor que aún sentía hoy en día, ardiendo dentro de ella. Veía a su hermano, Thorgrin, veía su rostro y, por alguna razón, no lo veía en el Anillo, en la Corte del Rey, sino en una tierra distante, en un océano distante, exiliado del Anillo. Por encima de todo, vio a su madre. La vio de pie en el filo de un acantilado, delante de su castillo, por encima de un océano, delante de una pasarela celestial. La vio extendiendo sus brazos y sonriéndole con dulzura.

“Hija mía”, dijo.

“Madre”, dijo Alistair, “Vendré a reunirme contigo”.

Pero, para su sorpresa, su madre negó lentamente con la cabeza.

“Ahora no es tu momento”, dijo ella. “Tu destino en esta tierra todavía no está completo. Todavía tienes un gran destino delante tuyo”.

“¿Pero cómo, Madre?” preguntó. “¿Cómo puedo sobrevivir?”

“Tú eres más grande que esta tierra”, respondió su madre. “Este filo, este metal de muerte, es de esta tierra. Tus grilletes son de esta tierra. Son limitaciones terrenales. Solo son limitaciones si tú crees en ellas, si permites que tengan autoridad sobre ti. Tú eres espíritu, luz y energía. Aquí reside tu verdadero poder. Tú estás por encima de todo esto. Te estás dejando retener por fuerzas físicas. Tu problema no es de fuerza, es de fe. Fe en ti misma. ¿Cómo de fuerte es tu fe?”

Mientras Alistair estaba allá arrodillada, temblando, con los ojos cerrados, la pregunta de su madre resonaba dentro de su cabeza.

¿Cómo de fuerte es tu fe?

Alistair se dejó ir, se olvidó de sus grilletes y se puso en manos de su fe. Empezó a desprenderse de su fe en las fuerzas físicas de este planeta y, en su lugar, cambió su fe al poder supremo, el único poder supremo sobre cualquier otra cosa en el mundo. Ella sabía que un poder había creado este mundo. Un poder había creado todo esto. Este era el poder al lado del que debía ponerse.

Mientras lo hacía, todo dentro de una fracción de segundo, Alistair sintió un repentino calor que recorría su cuerpo. Se sentía ardiendo, invencible, más grande que todo. Sentía cómo unas llamas emanaban de sus manos, sentía como un zumbido y un enjambre en su mente y sentía un gran calor que crecía en su frente, entre sus ojos. Se sentía más fuerte que todo, más fuerte que sus grilletes, más fuerte que todas las cosas materiales.

Alistair abrió los ojos y, cuando el tiempo volvió a acelerarse, miró hacia arriba y vio a Bowyer acercándose con el hacha y el ceño fruncido.

En un movimiento, Alistair se giró y levantó los brazos y, al hacerlo, esta vez sus grilletes se quebraron como si fueran ramitas. En el mismo movimiento, rápida como el rayo, se puso de pie, levantó una mano hacia Bowyer y mientras el hacha descendía sucedió la cosa más increíble: el hacha se disolvió. Se convirtió en cenizas y polvo y cayó en un montoncito a sus pies.

Bowyer se balanceó, con las manos vacías y tropezó, cayendo de rodillas.

Alistair dio vueltas y sus ojos se fijaron en una espada al otro lado del claro, en el cinturón de un soldado. Con su otra mano le ordenó que viniera hacia ella; al hacerlo, se levantó de su empuñadura y voló por los aires, justo hasta la mano que tenía extendida.

Con un único movimiento, Alistair la agarró, dio vueltas, la alzó hacia arriba y la dirigió hacia abajo, hacia el cuello de Bowyer, que estaba al descubierto.

La multitud se quedó perpleja, boquiabierta, al escuchar el sonido de metal cortando la carne y Bowyer, decapitado, se derrumbóen el suelo, sin vida.

Allí estaba, muerto, en el lugar exacto donde, solo unos momentos antes, había querido matar a Alistair.

Se oyó un grito de entre la multitud y Alistair dio un vistazo y vio cómo Dauphine se soltaba de las garras del soldado, agarraba la daga del cinturón del soldado y le cortaba el cuello. En el mismo movimiento, dio vueltas sobre sí misma y cortó las cuerdad de Strom. Inmediatamente Strom se hizo hacia atrás, agarró una espada de la cintura de un soldado, giró y, a cuchillazos, mató a tres de los hombres de Bowyer antes de que pudieran reaccionar.

Con Bowyer muerto, hubo un momento de duda, pues estaba claro que la multitud no sabía qué hacer a continuación. De entre la multitud surgieron gritos, ya que su muerte claramente envalentonaba a aquellos que se habían aliado con él a regañadientes. Estaban reconsiderando su alianza, especialmente cuando docenas de los hombres leales a Erec rompieron filas y se pusieron del lado de Strom, luchando con él, mano a mano, contra aquellos leales a Bowyer.

El ímpetu rápidamente cambió a favor de los hombres de Erec, mientras hombre a hombre, fila a fila, se formaban alianzas; los hombres de Bowyer, cogidos desprevenidos, se dieron la vuelta y huyeron a través de la explanada hacia la rocosa ladera de la montaña. Strom y sus hombres los perseguían de cerca.

Alistair seguía allí, espada en mano, y observaba cómo empezaba una gran batalla, a lo largo y ancho del campo, los gritos y los cuernos resonaban mientras toda la isla parecía manifestarse, desparramarse en una guerra por ambos lados. El sonido del estruendo de las armaduras, de los gritos de muerte de los hombres llenaban la mañana y Alistair sabía que había estallado una guerra civil.

Alistair mantenía la espada en alto, el sol brillaba encima de ella, y sabía que la gracia de Dios la había salvado. Se sintió renacer, más poderosa de lo que nunca se había sentido y sentía que su destino la llamaba. Estaba rebosante de optimismo. Sabía que matarían a los hombres de Bowyer. La justicia prevalecería. Erec se levantaría. Se casarían. Y pronto sería la Reina de las Islas del Sur.




CAPÍTULO SEIS


Darius corría por el sendero de barro que sale de su pueblo, siguiendo las pisadas hacia Volusia, con la decisión en su corazón de salvar a Loti y matar a los hombres que se la habían llevado. Corría con una espada en su mano-una espada de verdad, hecha con metal de verdad – era la primera vez que empuñaba metal de verdad en su vida. Sabía que solo esto bastaría para que lo mataran a él y a todo su pueblo. El acero era tabú – incluso su padre y el padre de su padre temieron poseerlo -y Darius sabía que había cruzado una línea en la que no había retorno.

Pero a Darius ya no le importaba. Ya había habido demasiada injusticia en su vida. Con Loti desaparecida, lo único que le preocupaba era recuperarla. Apenas había tenido la oportunidad de conocerla pero, paradójicamente, sentía que ella era toda su vida. Una cosa era que lo tomaran a él como esclavo; pero llevársela a ella era demasiado. No podía dejar que se fuera y considerarse a sí mismo un hombre. Era un chico, lo sabía, pero aún así se estaba convirtiendo en un hombre. Y eran estas decisiones, se dio cuenta, estas difíciles decisiones que nadie más quería tomar, las que convirtien a uno en un hombre.

Darius emprendió el camino solo, el sudor le nublaba la vista, respiraba con dificultad, un hombre dispuesto a encararse a un ejército, a una ciudad. No había ninguna alternativa. Necesitaba encontrar a Loti y traerla de vuelta, o morir en el intento. Sabía que si fracasaba – o aún si salía victorioso – esto traería la venganza a toda la aldea, a su familia, a todo su pueblo. Si se paraba a pensar en esto, puede que incluso hubiera dado la vuelta.

Pero lo movía algo más fuerte que su propia preservación o la preservación de su familia y su pueblo. Lo movía un deseo de justicia. De libertad. Un deseo de deshacerse de su opresor y ser libre, aunque solo fuera por un instante en su vida. Si no era por él, sería por Loti. Por su libertad.

A Darius le movía la pasión, no el pensamiento lógico. El amor de su vida estaba allí y él ya había sufrido muchas veces a manos del Imperio. Fueran cuáles fueran las consecuencias, ya no le preocupaba. Necesitaba enseñarles que había un hombre entre su gente, incluso aunque fuera solo un hombre, incluso solo un chico, que no sufriría su trato.

Darius corría y corría, dando vueltas por los caminos serpenteantes de aquellos campos conocidos y hacia las afueras del territorio de Volusia. Sabía que el mero hecho que lo encontraran allí, tan cerca de Volusia, le valdría la muerte. Siguió las pistas, doblando su velocidad, viendo que las huellas de los zertas estaban cerca las unas de las otras, y sabiendo que se estaban moviendo lentamente. Si iba suficientemente rápido, los alcanzaría.

Darius rodeó una colina, respirando con dificultad, y finalmente, en la distancia, divisó lo que estaba buscando: allí, quizás a menos de cien metros, estaba Loti, encadenada por el cuello con unos gruesos grilletes de hierro, de los que salía una larga cadena, de casi veinte metros, hasta el arnés en la espalda de un zerta. Encima del zerta cabalgaba el capataz del Imperio, el que se la había llevado, de espaldas a ella, y a su lado, caminando junto a ellos, dos soldados más del Imperio, llevando gruesas armaduras negras y doradas del Imperio, que brillaban al sol. Hacían casi dos veces el tamaño de Darius, guerreros formidables, hombres con las armas más finas, y un zerta a sus órdenes. Darius sabía que sería necesaria una multitud de esclavos para vencer a estos hombres.

Pero Darius no permitía que el miedo se interpusiera en su camino. Lo único que lo llevaba era la fuerza de su espíritu y su feroz decisión y sabía que debía encontrar la manera en que esto fuera suficiente.

Darius corría y corría, acercándose por detrás a la desprevenida caravana y pronto los alcanzó, corrió hacia Loti por detrás, levantó su espalda en alto, mientras ella lo miraba con una expresión de perplejidad, y cortó la cadena que la unía al zerta.

Loti chilló y saltó hacia atrás, sorprendida, mientras Darius cortaba sus cadenas, liberándola, el característico sonido del metal cortando el aire. Loti estaba allí, libre, con los grilletes todavía alrededor del cuello, la cadena colgaba en su pecho.

Darius se dio la vuelta y vio la misma mirada de sorpresa en el rostro del capataz del Imperio, mirando hacia abajo desde su asiento en el zerta. Los soldados que iban a pie a su lado se detuvieron también, todos ellos aturdidos al ver a Darius.

Darius estaba allí, con los brazos temblorosos, sosteniendo la espada de acero delante de él y decidido a no mostrar miedo mientras estuviera entre ellos y Loti.

“Ella no te pertenece”, exclamó Darius con voz temblorosa. “Es una mujer libre. ¡Todos nosotros somos libres!”

Los soldados miraron hacia el capataz.

“Chico”, dijo dirigiéndose a Darius, “has cometido el mayor error de tu vida”.

Hizo una señal con la cabeza a sus soldados y estos levantaron sus espadas y cargaron contra Darius.

Darius se mantenía en su sitio, sosteniendo la espada con manos temblorosas y, mientras lo hacía, sentía que sus antepasados lo miraban desde arriba. Sentía que todos los esclavos que habían sido asesinados lo miraban, dándole su apoyo. Y empezó a sentir un gran calor que crecía dentro de él.

Darius sentía que el poder que se ocultaba en lo profundo de su ser empezaba a agitarse, inquieto por ser llamado. Pero él no se permitiría llegar a ello. Él quería luchar hombre a hombre, derrotarlos como lo haría cualquier hombre, poner en práctica todo el entrenamiento con sus hermanos de armas. Quería ganar como un hombre, luchar como un hombre con armas de metal verdaderas y derrotarlos en igualdad de condiciones. Siempre había sido más rápido que todos los chicos más mayores, con sus largas espadas de madera y sus cuerpos musculosos, incluso chicos que hacían dos veces su tamaño.

Reunió sus fuerzas y se preparó mientras ellos se disponían a atacar.

“¡Loti!” exclamó, sin darse la vuelta, “¡CORRE! ¡Vuelve al pueblo!”

“¡NO!” contestó ella gritando.

Darius sabía que tenía que hacer algo; no podía quedarse allí y esperar a que lo cogieran. Sabía que debía sorprenderles, hacer algo que no esperaran.

Darius embistió de repente, escogió a uno de los dos soldados y corrió directo hacia él. Se encontraron en medio del claro de barro, Darius soltó un gran grito de guerra. El soldado dirigió su espada a la cabeza de Darius, pero Darius levantó su espada y bloqueó el golpe, sus espadas echaban chispas, era el primer impacto de metal sobre metal que Darius había sentido jamás. La hoja era más pesada de lo que él pensaba, el golpe del soldado más fuerte y él sintió una gran vibración, sintió como temblaba todo su brazo, pasando por su codo y hasta el hombro. Le cogió desprevenido.

El soldado giraba rápidamente, intentando golpear a Darius por un lado, y Darius giró y paró el golpe. Esto no era como entrenarse con sus hermanos; Darius sentía que se movía más lento de lo normal, la espada era muy pesada. Le estaba costando acostumbrarse. Parecía que el otro soldado se movía dos veces más rápido que él.

El soldado giró de nuevo y Darius entendió que no podía derrotarlo golpe a golpe; tenía que recurrir a sus otras habilidades.

Darius dio un paso a un lado, esquivando el golpe en lugar de afrontarlo y, a continuación, golpeó con el codo la garganta del soldado. Le dio de lleno. El hombre se quedó sin voz y se tambaleó hacia atrás, encorvado, agarrándose la garganta. Darius levantó la empuñadura de su espada y la dirigió hasta la espalda descubierta del soldado, haciendo que cayera de cara al barro.

Al mismo tiempo el otro soldado cargó contra él, y Darius se dio la vuelta, levantó la espada y bloqueó un poderoso golpe que iba dirigido a su cara. El soldado siguió atacando, sin embargo, haciendo que Darius cayera al suelo una y otra vez, con dureza.

Darius sintió cómo sus costillas crujieron cuando el soldado cayó encima suyo, yendo a parar ambos al duro barro dentro de una gran nube de polvo. El soldado soltó su espada y usó sus manos, intentando sacarle los ojos a Darius con los dedos.

Darius lo agarró por las muñecas, echándolas hacia atrás con las manos temblorosas, pero perdiendo la estabilidad. Sabía que debía hacer algo rápidamente.

Darius levantó una rodilla y dio la vuelta, consiguiendo hacer girar al hombre de costado. En el mismo movimiento, Darius alcanzó la larga daga que divisó en el cinturón del hombre y, aprovechando el movimiento, la levantó y la clavó en el pecho del hombre, mientras los dos caían al suelo.

El soldado gritó y Darius, que estaba encima suyo, vio cómo moría delante de sus ojos. Darius estaba allí, congelado, perplejo. Era la primera vez que mataba a un hombre. Era una experiencia surreal. Se sentía victorioso pero entristecido a la vez.

Darius oyó un grito detrás suyo, que lo alertó, y al girarse vio al otro soldado, al que había aturdido, de pie otra vez, corriendo hacia él. Levantó su espada y la balanceó hacia su cabeza.

Darius esperó, concentrado, y se agachó en el último segundo; el soldado pasó tambaleándose por delante de él.

Darius se agachó y cogió la daga del pecho del hombre muerto y dio vueltas sobre sí mismo, mientras el soldado volvía y atacaba de nuevo, Darius, de rodillas, se inclinó hacia delante y la lanzó.

Observó cómo la daga daba vueltas sobre sí misma, para ir a parar finalmente al corazón del soldado, perforando su armadura. El propio acero del Imperio, segundo para nadie, usado contra ellos. Quizás, pensó Darius, deberían haber fabricado armas menos afiladas.

El soldado se desplomó sobre sus rodillas, con los ojos salidos, y cayó de lado, muerto.

Darius oyó un gran grito detrás de él, y saltó sobre sus pies, se dio la vuelta y vio como el capataz se bajaba de su zerta. Frunció el ceño, desenfundó su espada y corrió hacia Darius con un gran grito.

“Ahora tendré que matarte yo mismo”, dijo. “¡Pero no solo te mataré a ti, te torturaré a ti, a tu familia y a todo tu pueblo lentamente!”

Él embistió contra Darius.

Este capataz del Imperio era obviamente un soldado más grande que los demás, más alto y más ancho, con una armadura más grande. Era un guerrero endurecido, el guerrero más grande con el que Darius había luchado jamás. Darius debía admitir que sentía miedo ante este formidable enemigo – pero se negaba a mostrarlo. Al contrario, estaba decidido a luchar con ese miedo, a rechazar el permitir sentirse intimidado. Era solo un hombre, se dijo Darius a sí mismo. Y todos los hombres pueden caer.

Todos los hombre pueden caer.

Darius levantó su espada mientras el capataz se dirigía hacia él, balanceando su gran espada, que brillaba con la luz, de un lado a otro con las dos manos. Darius se movía y bloqueaba los golpes; el hombre golpeaba de nuevo.

A izquierda y a derecha, a izquierda y a derecha, el soldado atacaba y Darius paraba los golpes, el gran sonido de metal sonaba en sus oídos, las chispas volaban por todas partes. El hombre lo obligaba a retroceder, más y más lejos, y Darius necesitaba todo su poder solo para parar los golpes. El hombre era fuerte y rápido y a Darius solo le preocupaba seguir con vida.

Darius fue demasiado lento al parar uno de los golpes y gritó de dolor cuando el capataz encontró una abertura y le rajó el bíceps. Era una herida poco profunda, pero dolorosa y Darius sintió la sangre, su primera herida en una batalla y se quedó aturdido.

Fue un error. El capataz se aprovechó de su duda y le dio una bofetada con su guante. Darius sintió un gran dolor en su mejilla y mandíbula cuando el metal tocó su cara y el golpe lo echó hacia atrás, haciéndolo tropezar unos metros, Darius hizo una nota mental de no parar a mirarse una herida nunca más en plena batalla.

Al notar el sabor de la sangre en sus labios, una furia le invadió. El capataz atacó de nuevo, corrió hacia él, era grande y fuerte, pero esta vez, con el dolor en sus mejillas y sangre en su lengua, Darius no dejó que esto le intimidara. Se habían dado los primeros golpes de la batalla y Darius se dio cuenta de que, por muy dolorosos que fueran, no eran tan malos. Todavía estaba de pie, respirando y vivo.

Y esto quería decir que todavía podía luchar. Podía resistir los golpes y todavía podía continuar. Resultar herido no era tan malo como había temido. Puede que fuera más pequeño, que tuviera menos experiencia, pero se dio cuenta que su habilidad era tan aguda como la de cualquier otro hombre – y podía ser igual de mortal.

Darius soltó un grito gutural y se avalanzó hacia delante, encarando la batalla esta vez en lugar de alejarse asustado de ella. Ya sin ningún miedo a ser herido, Darius levantó la espada con un grito y la dirigió a su oponente. El hombre la paró, pero Darius no se detuvo, moviéndola de un lado para otro una y otra vez, obligando a retroceder al capataz, a pesar de su mayor tamaño y fuerza.

Darius luchaba por su vida, por Loti, luchaba por toda su gente, sus hermanos de armas y, dando golpes a izquierda y derecha, más rápido de lo que jamás lo había hecho, sin permitir ya que el peso del acero lo ralentizara, finalmente encontró una abertura. El capataz gritó de dolor mientras Darius le rajaba el costado.

Se dio la vuelta y miró a Darius con el ceño fruncido, primero con sorpresa y después con venganza en sus ojos.

Gritó como un animal herido y cargó contra Darius. El capataz tiró su espada, corrió hacia delante y rodeó con sus brazos por completo a Darius. Levantó a Darius del suelo, aprétandolo tan fuerte que Darius dejó caer su espada. Todo pasó tan rápido y fue un movimiento tan inesperado, que Darius no pudo reaccionar a tiempo. Él había esperado que su enemigo usara la espada en la batalla, no sus puños.

Darius, colgando por encima del suelo, gimiendo, sentía como si cada hueso de su cuerpo se fuera a romper. Gritaba de dolor.

El capataz lo apretó más fuerte, tan fuerte que Darius tenía la seguridad de que iba a morir. Entonces se inclinó y dio un cabezazo a Darius, golpeando la nariz de Darius con su frente.

Darius sentía que la sangre le salía a borbotones, sintió un horrible dolor en la cara y los ojos, que le escocía, que lo encegaba. Fue un movimiento que no esperaba y, cuando el capataz se inclinó para darle otro cabezazo, Darius, indefenso, estaba seguro de que lo mataría.

El ruido de cadenas cortaba el aire y, de repente, los ojos del capataz se abrieron totalmente y soltó a Darius. Darius, respirando con dificultad, confundido, miró hacia arriba, preguntándose por qué lo había soltado. Entonces vio a Loti, detrás del capataz, rodeándole el cuello con los grilletes que le colgaban, una y otra vez, y apretándolo con todas sus fuerzas.

Darius se tambaleó hacia atrás, intentando recobrar la respiración y observó cómo el capataz se tambaleó hacia atrás unos metros , miró por encima de su hombro agarró a Loti por detrás, se inclinó y la hizo volar por encima de su cabeza. Loti cayó de espaldas al suelo, en el duro suelo, en el lodo, con un grito.

El capataz dio un paso hacia delante, levantó la pierna y apuntó con la bota a la cara de ella y Darius vio que estaba a punto de estamparla contra su cara. El capataz se encontraba a unos tres metros de él ahora, demasiado lejos para que Darius lo alcanzara a tiempo.

“¡NO!” gritó Darius.

Darius pensó con rapidez: se agachó, cogió su espada, dio un paso adelante y, en un movimiento rápido, la lanzó.

La espada voló por los aires, dando vueltas sobre sí misma, y Darius observó, paralizado, como la punta atravesaba la armadura del capataz, atravesándole directamente el corazón.

Sus ojos se volvieron a abrir de golpe y Darius observó cómo se tamabaleaba y caía, desplomándose sobre sus rodillas, y después de cara.

Loti rápidamente logró ponerse de pie y Darius corrió a su lado. Le pasó el brazo por el hombro, para reconfortarla, muy agradecido con ella, muy aliviado de que estuviera bien.

De repente, un silbido agudo cortó el aire; Darius se dio la vuelta y vio al capataz, tumbado en el suelo, levantar la mano hacia su boca y silbar de nuevo, por última vez, antes de morir.

Un horrible rugido quebró el silencio, mientras el suelo temblaba.

Darius echó un vistazo y lo llevó el terror al ver al zerta de repente dirigiéndose hacia ellos. Corría a toda velocidad hacia ellos enfurecido, con sus afilados cuernos hacia abajo. Darius y Loti intercambiaron una mirada, sabiendo que no tenían hacia donde correr. Darius sabía que, en unos instantes, los dos estarían muertos.

Darius miró a su alrededor, pensando con rapidez, y vio a su lado la empinada ladera de la montaña, repleta de rocas y piedras. Darius levantó el brazo, con la mano extendida y con el otro brazo rodeó a Loti, acercándola hacia él. Darius no quería recurrir a su poder, pero sabía que ahora no tenía elección, si quería vivir.

Darius sintió un tremendo calor corriendo dentro de él, un poder que apenas podía controlar y observó cómo una luz salía disparada de su mano abierta, hacia la empinada ladera. Entonces se oyó un retumbo, al principio gradual, después más y más grande, y Darius observó como las piedras empezaban a caer por la empinada ladera de la montaña, cada vez con más fuerza.

Una avalancha de piedras se precipitó contra el zerta, aplastándolo justo antes de que los alcanzara. Se formó una tremenda nube de polvo, un tremendo ruido y, finalmente, todo quedó en silencio.

Darius estaba allí, solo el silencio y el polvo se arremolinaban en el sol, apenas sin entender lo que acababa de hacer. Se dio la vuelta y vio que Loti lo estaba mirando, vio la mirada de horror en su cara, y supo que todo había cambiado. Había revelado el secreto. Y ahora no había marcha atrás.




CAPÍTULO SIETE


Thor estaba sentado erguido en el filo de su pequeña barca, con las piernas cruzadas, reposando las manos sobre sus muslos, de espaldas a los demás mientras miraba al frío y cruel mar. Sus ojos estaban rojos por haber llorado y no quería que los demás lo vieran así. Sus lágrimas se habían secado hacía rato, pero sus ojos estaban todavía sensibles mientras observaba el mar, perplejo, preguntándose sobre los misterios de la vida.

¿Cómo se le había concedido un hijo, solo para arrebatárselo? ¿Cómo podía alguien a quien quería tanto desparecer, serle arrebatado sin aviso y sin oportunidad de regresar?

Thor sentía que la vida era inexorablemente cruel. ¿Dónde estaba la justicia en todo esto? ¿Por qué no podía su hijo volver a él?

Thor daría cualquier cosa – cualquier cosa – caminaría por encima del fuego, sufriría un millón de muertes, para recuperar a Guwayne.

Thor cerró los ojos y movía la cabeza mientras intentaba borrar la imagen de aquel volcán ardiendo, la cuna vacía, las llamas. Intentaba suprimir la idea de su hijo sufriendo una muerte tan dolorosa. Su corazón ardía por la furia pero, por encima de todo, por el dolor. Y la pena de no haber alcanzado antes a su pequeño hijo.

Thor también sintió un profundo pinchazo en el estómago al intentar imaginar encontrarse con Gwendolyn, contarle las noticias. Con toda seguridad no volvería a mirarle jamás a los ojos. Y nunca volvería a ser la misma persona. Para Thorgrin era como si le hubieran arrebatado su vida entera. Él no sabía cómo reconstruirla, cómo recoger los pedazos. Se preguntaba cómo se puede encontrar otra razón para vivir.

Thor escuchó pasos y sintió el peso de un cuerpo a su lado mientras la barca se movía, chirriando. Al mirar se sorprendió al ver a Conven sentándose a su lado, mirándolo fijamente. Thor sintió que no había hablado con Conven en siglos, no desde la muerte de su gemelo. Verlo allí era bienvenido. Mientras Thor lo miraba, examinaba el dolor en su rostro, por primer vez, lo entendió. Lo entendió de verdad.

Conven no dijo ni una palabra. No hacía falta. Su presencia era suficiente. Se sentó a su lado solidarizándose con él, hermanos en el dolor.

Estuvieron sentados en silencio durante un largo rato, sin ningún ruido, solo el viento rompiendo violentamente, el sonido de las olas chocando suavemente contra la barca, su pequeña barca a la deriva en un mar interminable, en su misión por encontrar y rescatar a Guwayne, que les había sido arrebatado a todos ellos.

Al final Conven habló:

“No pasa un solo día que no piense en Conval”, dijo con voz sombría.

Estuvieron sentados de nuevo en silencio durante un largo rato. Thor quería responder, pero no podía, se había quedado sin habla.

Finalmente, Conven añadió: “Me da pena por ti y por Guwayne. Me hubiera gustado verle convertido en un gran guerrero, como su padre. Sé que lo hubiera sido. La vida puede ser trágica y cruel. Te puede dar para después quitártelo. Me gustaría poder decirte que me he recuperado de mi dolor, pero no lo he hecho”.

Thor lo miró, la brutal sinceridad de Conven de alguna manera le daba un sentimiento de paz.

“¿Qué te mantiene vivo?” preguntó Thor.

Conven miró al agua durante un buen rato y después suspiró.

“Pienso que es lo que Conval hubiera querido”, dijo. “Hubiera querido que yo siguiera adelante. Y por eso sigo adelante. Lo hago por él. No por mí. A veces vivimos una vida por los demás. A veces no nos preocupa lo suficiente vivirla por nosotros, por eso la vivimos por ellos. Pero estoy viendo que a veces esto es suficiente”.

Thor pensaba en Guwayne, ahora muerto, y se preguntaba qué hubiera querido su hijo. Por supuesto que hubiera querido que Thor viviera, cuidara a su madre, Gwendolyn. Thor esto lo sabía por lógica. Pero, en su corazón, era un concepto difícil de comprender.

Conven se aclaró la garganta.

“Vivimos por nuestros padres”, dijo. “Por nuestros hermanos. Por nuestras esposas, hijos e hijas. Vivimos por todos los demás. Y, a veces, cuando la vida te ha golpeado tan fuerte que no puedes seguir por ti mismo, esto debe ser suficiente”.

“No estoy de acuerdo”, dijo una voz.

Thor miró y vio a Matus acercándose a su otro lado, sentándose y uniéndose a ellos. Matus miró hacia el mar, serio y orgulloso.

“Yo creo que hay otra cosa por la que vivimos”, añadió.

“¿Y de qué se trata?” preguntó Conven.

“La fe”. Matus suspiró. “Mi pueblo, los habitantes de las Islas Superiores, rezan a los cuatro dioses de las orillas rocosas. Rezan a los dioses del agua, el viento, el cielo y las rocas. Aquellos dioses nunca han contestado a mis oraciones. Yo rezo al antiguo dios del Anillo”.

Thor lo miró sorprendido.

“Nunca he conocido a un hombre de las Islas Superiores que comparta la fe del Anillo”, dijo Conven.

Matus asintió.

“Yo soy diferente a mi gente”, dijo. “Siempre lo he sido. Quería entrar la orden monástica cuando era joven, pero mi padre no quería ni oír hablar de ello. Insistió en que tomara las armas, como mis hermanos”.

Suspiró.

“Creo que vivimos por nuestr fe, no por los demás”, añadió. “Esto es lo que nos empuja hacia adelante. Si nuestra fe es lo suficientemente fuerte, realmente lo suficientemente fuerte, entonces cualquier cosa puede suceder. Incluso un milagro”.

“¿Y esto me puede devolver a mi hijo?” preguntó Thor.

Matus lo miró asintiendo con la cabeza, resuelto, y Thor pudo ver la seguridad en sus ojos.

“Sí”, contestó Matus terminantemente. “Cualquier cosa”.

“Mientes”, dijo Conven indignado. “Le estás dando falsas esperanzas”.

“No es así”, replicó Matus.

“¿Estás diciendo que la fe me devolverá a mi hermano muerto?” instó Conven, enfadado.

Matus suspiró.

“Estoy diciendo que toda tragedia es un regalo”, dijo.

“¿Un regalo?” preguntó Thor, horrorizado. “¿Estás diciendo que la pérdida de mi hijo es un regalo?”

Matus asintió con seguridad.

“Has recibido un regalo, por muy trágico que suene. No puedes saber qué es. Puedo que no durante un largo tiempo. Pero un día lo verás”.

Thor se dio la vuelta y miró hacia el mar, confundido, inseguro. ¿Era esta una prueba? se preguntaba. ¿Era esta una de las pruebas de las que su madre le había hablado? ¿Podía solo la fe devolverle a su hijo? Quería creerlo. Realmente lo quería. Pero no sabía si su fe era lo suficientemente fuerte. Cuando su madre había hablado de pruebas, él estaba muy seguro de que podría superar cualquier cosa que se le pusiera en el camino; sin embargo, ahora, tal y como se sentía, no sabía si era lo suficientemente fuerte para continuar.

La barca se balanceaba con las olas y de repente la marea se giró y Thor sintió que su pequeña barca giraba e iba en la dirección opuesta. Reaccionó pronto y miró por encima de su hombro, preguntándose qué estaba ocurriendo. Reece, Elden, Indra y O’Connor todavía estaban remando y manejando las velas, con una mirada de confusión en sus rostros, mientras su pequeña vela se sacudía salvajemente con el viento.

“Las Mareas del Norte”, dijo Matus, de pie, con las manos en las caderas y mirando a lo lejos, estudiando las aguas. Negó con la cabeza. “Esto no es bueno”.

“¿Qué es esto?” preguntó Indra. “No podemos controlar la barca”.

“A veces atraviesan las Islas Superiores”, explicó Matus. “Nunca las he visto, pero he oído hablar de ellas, especialmente tan al norte. Son aguas revueltas. Una vez te atrapan, te llevan a donde quieren. No importa cuanto intentes remar o navegar”.

Thor miró hacia abajo y vio el agua corriendo al doble de velocidad por debajo de ellos. Miró a lo lejos y vio que se estaban dirigiendo a un nuevo y vacío horizonte, nubes lilas y blancas manchaban el cielo, a la vez hermosas y premonitorias.

“Pero ahora nos dirigimos hacia el este”, dijo Reece, “y debemos dirigirnos hacia el oeste. Toda nuestra gente está en el oeste. El Imperio está en el Oeste”.

Matus encogió los hombros.

“Nos dirigimos a donde nos llevan las olas”.

Thor miraba a lo lejos con asombro y frustración, dándose cuenta de que cada momento que pasaba los alejaba más de Gwendolyn, de su gente.

“¿Y dónde acaba esto?” preguntó O’Connor.

Matus se encogió de hombros.

“Yo solo conozco las Islas Superiores”, dijo él. “Nunca he estado tan al norte. No conozco nada de lo que hay más allá”.

“No termina”, dijo Reece en voz alta, misteriosamente, y todas las miradas se giraron hacia él.

Reece los miró, serio.

“Fui instruido en las mareas hace años, a una edad temprana. En el antiguo libro de los Reyes teníamos una colección de mapas, cubriendo cada porción del mundo. Las Mareas del Norte llevan al límite este del mundo”.

“¿El límite este?” dijo Elden, con preocupación en la voz. “Estaríamos en las antípodas de nuestra gente”.

Reece se encogió de hombros.

“Los libros eran antiguos y yo era joven. Lo único que realmente recuerdo es que las mareas eran un portal a la Tierra de los Espíritus”.

Thor miró a Reece, extrañado.

“Patrañas y cuentos de hadas”, dijo O’Connor. “No existe el portal a la Tierra de los Espíritus. Se selló hace siglos, antes de que nuestros padres pisaran la tierra”.

Reece se encogió de hombros y todos se quedaron callados mientras se giraron a mirar hacia el mar. Thor examinó las aguas que se movían con rapidez y se preguntaba: ¿Hacia qué lugar de la tierra se estaban dirigiendo?


*

Thor estaba sentado solo, en el filo del barco, contemplando las aguas como había estado haciendo durante horas, la fría espuma le daba en la cara. Insensible al mundo, apenas lo sentía. Thor quería moverse, alzar las velas, remar – lo que fuera-  pero ahora no podían hacer nada. Las mareas del Norte los estaban llevando por donde querían y lo único que podían hacer era estar sentados sin hacer nada y observar las corrientes, su barca surcando las largas olas y preguntarse dónde irían a parar. Ahora estaban en manos del destino.

Mientras Thor estaba allí sentado, examinando el horizonte, preguntándose dónde acabaría el mar, sintió cómo se dejaba llevar por la nada, insensible por el frío y el viento, perdido en la monotonía del profundo silencio que colgaba por encima de ellos. Las aves marinas que al principio se movían en círculos a su alrededor hacía tiempo que habían desaparecido y, mientras el silencio se hacía más profundo, y el cielo se oscurecía más y más, Thor sentía que estaba navegando en la nada, hacia los mismos confines de la tierra.

No fue hasta horas más tarde, cuando caía la última luz del día, que Thor se sentó y divisó algo en el horizonte. Al principio estaba seguro de que era una ilusión; pero a medida que las corrientes eran más fuertes, la forma se hizo más visible. Era real.

Thor se sentó erguido, por primera vez en horas, y después se puso de pie. Estaba allí, mientras la barca se balanceaba, con las manos en la cadera, mirando a lo lejos.

“¿Es real?” dijo una voz.

Thor miró y vio a Reece acercándose a su lado. Elden, Indra y el resto pronto se unieron a ellos, todos mirando a lo lejos perplejos.

“¿Una isla?” se preguntó O’Connor en voz alta.

“Parece una cueva”, dijo Matus.

Mientras se acercaban, Thor empezó a ver su contorno y  vio que, en efecto, era una cueva. Era una cueva enorme, un peñasco que se elevaba en el mar, emergiendo aquí, en medio de un mar cruel e interminable, alzándose a unos cien metros del mar, su abertura dibujaba un gran arco. Parecía una boca gigante, preparada para tragarse todo el mundo.

Y las corrientes estaban llevando su barca directamente hacia allí.

Thor lo observaba perplejo y sabía que solo podía tratarse de una cosa: la entrada a la Tierra de los Espíritus.




CAPÍTULO OCHO


Darius andaba despacio por el camino de barro, Loti a su lado, el aire lleno con la tensión de su silencio. Ninguno de los dos había dicho una palabra desde su encuentro con el capataz y sus hombres y la mente de Darius hervía con un millón de pensamientos mientras andaba a su lado, acompañándola de vuelta a su pueblo. Darius quería rodearla con su brazo, decirle lo agradecido que estaba de que estuviera viva, de que lo hubiera salvado como él la había salvado a ella, lo decidido que estaba a no dejar que se marchase de su lado nunca más. Quería ver sus ojos llenos de alegría y alivio, quería oírle decir cuánto significaba para ella que hubiera arriesgado la vida por ella o, al menos, que se alegraba de verlo.

Sin embargo, mientras andaban en un profundo e incómodo silencio, Loti no decía nada, ni siquiera lo miraba. No le había dicho ni una palabra desde que él había provocado la avalancha, ni siquiera lo había mirado a los ojos. El corazón de Darius latía con fuerza, preguntándose qué estaba pensando ella. Había presenciado cómo reunía su poder, había presenciado la avalancha. Después de la misma, le había lanzado una mirada de horror y no lo había vuelto a mirar desde entonces.

Quizás, pensaba Darius, desde su punto de vista había roto el sagrado tabú de su pueblo al recurrir a la magia, la cosa que su pueblo despreciaba más que a nada. Quizás ella le temía; o incluso peor, quizás ya no lo quería. Quizás pensaba que era una especie de monstruo.

Darius sentía que su corazón se rompía mientras andaban lentamente de vuelta al pueblo y se preguntaba qué sentido tenía todo aquello. Acababa de arriesgar su vida para salvar a una chica que ya no lo quería. Pagaría lo que fuera por leer sus pensamientos, lo que fuera. Pero ella ni le hablaba. ¿Estaba asustada?

Darius quería decirle algo, cualquier cosa para romper el silencio. Pero no sabía por donde empezar. Él había creído que la conocía, pero ahora no estaba tan seguro. Una parte de él se sentía indignado, demasiado orgulloso para hablar, dada su reacción y otra parte de él se sentía de alguna manera avergonzado. Sabía lo que su gente pensaba del uso de la magia. ¿Tan terrible era usar la magia? ¿Incluso si había salvado su vida? ¿Se lo contaría a los demás? Si la gente de la aldea lo descubría, seguro que lo exiliarían.

Ellos andaban y andaban y Darius al final no lo pudo resistir más; tenía que decir algo.

“Estoy seguro de que tu familia estará contenta de ver que vuelves sana y salva”, dijo Darius.

Loti, ante su decepción, no aprovechó la ocasión para mirarlo; sino que simplemente seguía inexpresiva mientras continuaban andando en silencio. Finalmente, después de un buen rato, movió la cabeza.

“Quizás”, dijo ella. “Pero pienso que estarán más preocupados que otra cosa. El pueblo entero lo estará”.

“¿Qué quieres decir?” preguntó Darius.

“Has matado a un capataz. Hemos matado a un capataz. El Imperio entero habrá salido a buscarnos. Destruirán nuestro pueblo. A nuestra gente. Hemos hecho algo terrible, egoísta.

“¿Algo horrible? ¡Te salvé la vida!” dijo Darius exasperado.

Ella se encogió de hombros.

“Mi vida no vale la vida de toda nuestra gente”.

Darius estaba furioso, sin saber qué decir mientras caminaban. Estaba empezando a ver que Loti era una chica complicada, difícil de entender. Había sido demasiado adoctrinada con el rígido pensamiento de sus padres, de su gente.

“O sea que entonces me odias”, dijo él. “Me odias por salvarte”.

Ella se negaba a mirarlo, continuaba caminando.

“Yo también te salvé”, replicó con orgullo. “¿No te acuerdas?”

Darius se ruborizó; no lograba comprenderla. Era demasiado orgullosa.

“No te odio”, añadió finalmente. “Pero vi cómo lo hiciste. Vi lo que hiciste”.

Darius sintió que temblaba por dentro, herido por sus palabras. Salieron como una acusación. No era justo, especialmente después de haber salvado su vida.

“¿Y eso es algo tan horrible?” preguntó él. ¿Fuera el que fuera el poder que utilicé?”

Loti no respondió.

“Soy quien soy”, dijo Darius. “Nací así. No lo pedí. Ni yo mismo lo entiendo del todo. No sé cuándo viene y cuándo se va. No sé si alguna vez podré usarlo de nuevo. No quería usarlo. Era como si…él me usara a mí”.

Loti continuaba mirando hacia abajo, sin responder, sin mirarlo a los ojos, y Darius sintió un profundo sentimiento de arrepentimiento. ¿Había cometido un error al rescatarla? ¿Debía avergonzarse de quien era?

“¿Preferirías estar muerta a que yo hubiera usado…lo que sea que usé?” preguntó Darius.

De nuevo Loti no respondió mientras andaban y el arrepentimiento de Darius se volvía más profundo.

“No hables de esto a nadie”, dijo ella. “No debemos hablar nunca de lo que ha sucedido hoy aquí. Los dos seremos marginados”.

Giraron la esquina y su pueblo apareció ante su vista. Caminaron por el camino principal y, mientras lo hacían, algunos aldeanos los reconocieron y soltaron un gran grito de alegría.

En unos instantes hubo una gran conmoción mientras los aldeanos se amontonaban para recibirlos, centenares de ellos, corriendo emocionados a abrazar a Loti y a Darius. Abriéndose paso entre la multitud estaba la madre de Loti, junto a su padre y dos de sus hermanos, hombres altos de anchos hombros, pelo corto y mandíbulas orgullosas. Todos ellos miraron a Darius, como tomándole las medidas. De pie a su lado estaba el tercer hermano de Loti, más pequeño que los otros y cojo de una pierna.

“Mi amor”, dijo la madre de Loti, corriendo a través de la multitud y la cogió entres sus brazos, abrazándola fuerte.

Darius se quedó atrás, sin saber qué hacer.

“¿Qué te pasó? pidió su madre. “Pensé que el Imperio se te había llevado. ¿Cómo te liberaste?”

Todos los aldeanos se quedaron serios, en silencio, mientras todos los ojos se dirigían a Darius. Él estaba allí, sin saber qué decir. Él sentía que ese debía ser un momento de gran alegría y celebración por lo que había hecho, un momento del que sentirse muy orgulloso, de ser recibido en casa como un héroe. Después de todo, solo él, de entre todos ellos, había tenido el valor de ir en busca de Loti.

En cambio, era un momento de confusión para él. Y quizás incluso de vergüenza. Loti le dirigió una mirada firme, como advirtiéndole que no revelara su secreto.

“No pasó nada, Madre”, dijo Loti. “El Imperio cambió de opinión. Me soltaron”.

“¿Te soltaron?” repitió ella con estupor.

Loti asintió con la cabeza.

“Me soltaron lejos de aquí. Me perdí en el bosque y Darius me encontró. Me trajo de vuelta”.

Los aldeanos, en silencio, miraban todos escépticos de Darius a Loti. Darius percibió que no les creían.

“¿Y qué es esta marca en tu cara?” le preguntó su padre, dando un paso hacia adelante, frotando con su dedo pulgar su mejilla y girando su cabeza para examinarla.

Darius miró y vio un gran roncha negra y azul.

Loti miró a su padre, insegura.

“Yo…tropecé”, dijo ella. “Con una raíz. Ya te dije que estoy bien”, insistió, desafiante.

Todos los ojos se giraron hacia Darius y Bokbu, jefe del pueblo, dio un paso hacia adelante.

“Darius, ¿es eso cierto?” le preguntó con voz sombría. “¿La devolviste de forma pacífica? ¿No te topaste con el Imperio?”

Darius estaba allí, el corazón le latía fuerte, centenares de ojos le miraban. Sabía que si les contaba su encuentro, si les contaba lo que había hecho, todos temerían que hubieran represalias. Y él no podía explicar cómo los mató sin hablar de su magia. Sería un marginado y Loti también, y él no quería sembrar el pánico en el corazón de todo el pueblo.

Darius no quería mentir. Pero no sabía qué otra cosa hacer.

Así que, Darius simplemente asintió a los mayores, sin hablar. Que interpreten lo que quieran, pensó.

Poco a poco, la gente, aliviada, se giró a mirar a Loti. Finalmente, uno de sus hermanos dio un paso adelante y la rodeó con su brazo.

“¡Está a salvo!” dijo en voz alta, rompiendo la tensión. “¡Eso es lo único que importa!”

Hubo un gran grito en el pueblo, la tensión se rompió y su familia y todos los demás abrazaron a Loti.

Darius estaba allí y observaba, recibiendo unas cuantas palmaditas poco entusiastas en la espalda, mientras Loti, soloa, se giró hacia su familia, que la acompañó hasta el pueblo. Él veía como se marchaba, esperando, con la ilusión de que se diera la vuelta para mirarlo, solo una vez.

Pero su corazón se secaba dentro de él mientras la veía desaparecer, envuelta por la multitud, sin girarse nunca.




CAPÍTULO NUEVE


Volusia estaba orgullosa en su carruaje de oro, montada en lo alto de su barco de oro que brillaba al sol, mientras lentamente avanzaba por los canales de Volusia, con los brazos abiertos, recibiendo la adulación de su pueblo. Miles de ellos salieron, se apresuraron hacia los límites de los canales, hicieron fila en las calles y callejuelas y gritaban su nombre desde todas las direcciones.

Mientras navegaba por los estrechos canales que se abrían camino a través de la ciudad, Volusia casi podía tocar a su gente, todos llamando su nombre, gritando y chillando con adulación mientras lanzaban tiras de pergamino rotas de todos los colores, que brillaban con la luz mientras caían encima de ella en forma de lluvia. Era la mayor señal de respeto que su pueblo le podía ofrecer. Era su manera de recibir a un héroe que volvía.

“¡Larga vida a Volusia! ¡Larga vida a Volusia!” cantaban, resonando de una callejuela a la otra mientras ella pasaba a través de las masas, los canales llevándola a través de su suntuosa ciudad, sus calles y edificios todos forrados de oro.

Volusia se echaba hacia atrás y lo admiraba todo, emocionada por haber derrotado a Rómulo, haber matado al Gobernante Supremo del Imperio y haber asesinado a su contingente de soldados. Su pueblo era uno con ella y se sentían envalentonados cuando ella se sentía envalentonada y ella nunca se había sentido más fuerte en su vida-no desde que había asesinado a su madre.

Volusia observaba su suntuosa ciudad, a los dos imponentes pilares que daban entrada a ella, de un dorado y verde brillantes al sol; se fijaba en el interminable conjunto de antiguos edificios construidos en tiempos de sus antepasados, de varios centenares de años, bien conservados. Las brillantes calles inmaculadas estaban abarrotadas por miles de personas, guardas en cada esquina, los canales cortados a través de ellas en exactos ángulos perfectos, conectándolo todo. Habían pequeños puentes en los cuales se podían ver caballos pisando fuerte, llevando carruajes de oro, gente luciendo sus más finas sedas y joyas. Se había declarado fiesta en toda la ciudad y todos habían salido a recibirla, todos gritando su nombre en este día sagrado. Ella era más que una líder para ellos, era una diosa.

Todavía era más favorable que este día coincidiera con una festividad, el Día de las Luces, el día en que hacían una reverncia a los siete dioses del sol. Volusia, como líder de la ciudad, siempre era la que daba inicio a las festividades y, mientras navegaba, las dos inmensas antorchas ardían detrás de ella, más brillantes que el día, a punto para iluminar la Gran Fuente.

Todo el mundo la seguía, corriendo por las calles, persiguiendo su barco; sabía que la acompañarían durante todo el camino, hasta que llegara al centro de los seis círculos de la ciudad, donde desembarcaría y encendería las fuentes que marcarían la fiesta del día y los sacrificios. Era un día glorioso para su ciudad y su gente, un día para alabar a los catorce dioses, los que se decía que rodeaban la ciudad, que guardaban las catorce entradas contra invasores no deseados. Su gente rezaba a todos ellos y hoy, como todos los días, debían darles las gracias.

Este año, a su pueblo le esperaba una sorpresa: Volusia había añadido un decimoquinto dios, era la primera vez en siglos, desde la creación de la ciudad, que se añadía un dios. Y ese dios era ella misma. Volusia había levantado una imponente estatua de oro de ella misma en el centro de los siete círculos y había declarado ese día el día de su nombre, de su fiesta. Cuando la descubrieran, todo su pueblo la vería por primera vez, verían que ella, Volusia, era más que su madre, más que una líder, más que una simple humana. Era una diosa, que merecía ser venerada cada día. Ellos le rezarían y harían reverencias junto con los demás dioses – lo harían o ella los mataría.

Volusia sonreía para sí misma mientras se acercaba más al centro de la ciudad. Apenas podía esperar a ver sus expresiones, a hacer que todos la adoraran como a los catorce dioses. Ellos todavía no lo sabían pero, un día, destruiría a los otros dioses, uno a uno, hasta que solo quedara ella.

Volusia, emocionada, miró por detrás de su hombro y vio una interminable colección de barcos que la seguían, todos llevando toros y cabras y carneros vivos, moviéndose y haciendo ruido al sol, todos preparados para el sacrificio del día para los dioses. Ella sacrificaría al más grande y al mejor delante de su estatua.

El barco de Volusia finalmente llegó al canal abierto que lleva a los siete círculos de oro, cada uno de ellos más ancho que el anterior, anchas plazas de oro separadas por anillos de agua. Su barco pasó lentamente a través de los círculos, cada vez más cerca del centro, pasando cada uno de los catorce dioses y su corazón latía por la emoción. Cada dios se elevaba por encima de ellos mientras pasaban, cada estatua de oro brillante, de unos ocho metros. En el centro de todo aquello, en la plaza que siempre se había mantenido vacía para sacrificios y para congregarse, ahora se levantaba un pedestal de oro acabado de construir, encima del cual había una estructura de unos quince metros cubierta con una ropa de seda blanca. Volusia sonrió: ella era la única de entre su gente que sabía lo que había bajo aquella tela.

Volusia desembarcó, sus sirvientes se apresuraron a ayudarla a bajar cuando llegaron a la plaza del centro. Observó cómo otro barco se acercaba, sacaban de allí al toro más grande que jamás había visto y una docena de hombres lo llevaban hasta ella. Cada uno sostenía una gruesa cuerda, llevando a la bestia con cuidado. Este toro era especial, adquirido en las Provincias Inferiores: casi cinco metros de alto, con la piel roja y brillante, era un modelo de fuerza. También estaba lleno de furia. Se resistía, pero los hombres lo mantenían en su sitio a la vez que lo llevaban delante de la estatua.

Volusia oyó como se desenfundaba una espada, se giró y vio a Aksan, su asesino personal, de pie a su lado, sujetando la espada ceremonial. Aksan era el hombre más leal que jamás había conocido, dispuesto a matar a cualquiera que ella le pidiera solamente con un gesto de su cabeza. También era sádico, razón por la que le gustaba y se había ganado su respeto muchas veces. Era una de las pocas personas a las que permitía acercarse a su lado.

Aksan la miró, con su cara hundida y llena de surcos, sus cuernos eran visibles detrás de su grueso pelo rizado.

Volusia cogió la larga y dorada espada ceremonial, con una hoja de casi dos metros de largo y sujetó su empuñadura fuerte con ambas manos. Se hizo un silencio profundo mientras ella le daba vueltas, la levantaba en alto y la dirigía hacia la nuca del toro con todas sus fuerzas.

La espada, afilada como estaba, delgada como un pergamino, lo rebanó y Volusia sonreía mientras oía el satisfactorio sonido de la espada perforando la carne, sintió cómo la cortaba de arriba aabajo y sintió la sangre caliente salpicándole en la cara. Salía a borbotones por todas partes, un enorme charco rezumaba a sus pies y el toro se tambaleó, sin cabeza, y cayó en la base de la estatua, todavía cubierta. La sangre se desparramó por encima de la seda y el oro, manchándolos, mientras la gente soltaba una gran ovación.

“¡Un gran presagio, mi señora!”, Askan se inclinó y dijo.

Las ceremonias habían empezado. A su alrededor sonaban las trompetas y centenares de animales eran traídos hacia allí, mientras sus oficiales empezaban a su alrededor, por todos lados. Este sería un largo día de matanza, de violación y de hartarse de comida y vino – y después volver a hacerlo durante otro día, y otro. Volusia se aseguraría de unirse a ellos, cogería algunos hombres y vino para ella y los degollaría como sacrificio para sus ídolos. Estaba deseando tener un largo día de sadismo y brutalidad.

Pero primero debía hacer una cosa.

La multitud se quedó en silencio mientras Volusia subía el pedestal de la base de su estatua, se daba la vuelta y miraba a su pueblo. Subiendo por el otro lado estaba Koolian, otro consejero de confianza, un oscuro hechicero que llevaba una capucha negra y una túnica, con ojos verdes brillantes y una cara llena de berrugas, la criatura que la había ayudado y servido como guía en el asesinato de su madre. Fue él, Koolian, quién le había aconsejado construir esta estatua para ella misma.

El pueblo la miraba, en absoluto silencio. Ella esperaba, saboreando el drama del momento.

“¡Gran pueblo de Volusia!” gritó fuerte. “¡Os presento la estatua de vuestro más grande y nuevo dios!”

Con un movimiento Volusia retiró la sábana de seda, dejando a la multitud boquiabierta.

“¡Vuestra nueva diosa, la decimoquinta diosa, Volusia!” Koolian gritó fuerte hacia el pueblo.

El pueblo soltó un profundo grito de asombro, mientras todos la miraban extrañados. Volusia miró a la brillante estatua de oro, dos veces más alta que las otras, un modelo perfecto de ella. Esperaba nerviosa a ver cómo reaccionaba su gente. Hacia siglos que nadie introducía un nuevo dios y apostaba por ver si su amor por ella era tan grande como ella necesitaba que fuera. No solo necesitaba que la amaran, necesitaba que la veneraran.

Para su gran satisfacción, todo su pueblo, de repente bajaron sus cabezas a la vez , haciendo una reverencia, adorando a su ídolo.

“Volusia”, cantaban sagradamente, una y otra vez. “Volusia. Volusia”.

Volusia estaba allí de pie, con los brazos extendidos, respirando profundamente, recibiéndolo todo. Era suficiente elogio para satisfacer a cualquier humano. Cualquier líder. Cualquier dios.

Pero todavía no era suficiente para ella.


*

Volusia caminaba por la ancha y arqueada entrada al aire libre de su castillo, pasando por columnas de mármol de treinta metros de altura, la entrada estaba repleta de jardines y guardas, soldados del Imperio, perfectamente erguidos, sujetando lanzas de oro, en fila, tan lejos como alcanzaba la vista. Ella caminaba lentamente, los tacones dorados de sus botas hacían ruido, iba acompañada por ambos lados, de Koolian, su hechicero, Aksan, su asesino, y Soku, el comandante de su ejército.

“Mi señora, si pudiera hablar un momento con usted”, dijo Soku. Había intentado hablar con ella durante todo el día y ella lo había ignorado, sin interesarle sus miedos, su fijación en la realidad. Ella tenía su propia realidad y hablaría con él cuando le fuera bien.

Volusia continuó andando hasta llegar a otra entrada que daba otro pasillo, este engalanado con largas tiras de abalorios de esmeralda. Inmediatamente, los soldados se apresuraron a retirarlas a un lado, abriéndole a ella el paso.

Al entrar, todos los cantos, el griterío y el jolgorio de las sagradas ceremonias del exterior iban dejando poco a poco de oírse. Había tenido un largo día de matanzas, bebida, violación y festejo y Volusia quería un rato para reponerse. Recargaría fuerzas, y después volvería para otra ronda.

Volusia entró a las solemnes cámaras, oscuras y pesadas, solo iluminadas por unas pocas antorchas. Lo que iluminaba la habitación más que nada era el único rayo de luz verde, que salía disparado hacia abajo desde el óculo que había arriba en el centro del techo a unos treinta metros de altura, directo a un objeto singular que estaba solo en el centro de la sala.

La lanza esmeralda.

Volusia se acercó a ella, admirada, mientras estaba allí, como había estado durante siglos, apuntando directamente a la luz. Con su empuñadura y su punta color esmeralda, brillaba a la luz, apuntando directo hacia los cielos, como desafiando a los dioses. Siempre había sido un objeto sagrado para su pueblo, un objeto que el pueblo pensaba que sostenía la ciudad entera. Estaba delante de ella admirada, observando como las partículas se arremolinaban a su alrededor en la luz verde.

“Mi señora”, dijo Soku suavemente, su voz retumbando en el silencio. “¿Puedo hablar?”

Volusia estuvo durante un buen rato de espaldas a él, examinando la lanza, admirando su artesanía, como había hecho cada día de su vida, hasta que finalmente se sintió preparada para escuchar las palabras de su consejero.

“Sí que puedes”, dijo ella.

“Mi señora”, dijo él, “ha matado al gobernador del Imperio. Seguramente, ha corrido la voz. Los ejércitos estarán marchando hacia Volusia ahora mismo. Ejércitos enormes, muy grandes para podernos defender contra ellos. Debemos prepararnos. ¿Cuál es su estratgia?”

“¿Estrategia?” preguntó Volusia, todavía sin mirarlo, enojada.

“¿Cómo negociará la paz? Presionó él. “¿Cómo se entregará?”

Se giró hacia él y le clavó los ojos fríamente.

“No habrá paz”, dijo ella. “Hasta que yo acepte su rendición y su promesa de lealtad hacia mí”.

Él la miró, con miedo en su rostro.

“Pero mi señora, nos ganan en número de cien a uno”, dijo él. “No es posible que nos defendamos contra ellos”.

Ella se volvió hacia la lanza y él se acercó, desesperado.

“My Emperadora”, insistió él. “Ha conseguido una extraordinaria victoria al usurpar el trono de su madre. Su pueblo no la quería a ella, pero a usted sí. La adoran. Nadie le hablará con sinceridad. Pero yo sí que lo haré. Usted se rodea de gente que le dice lo que quiere oír. Que le teme. Pero yo le diré la verdad, la realidad de la situación. El Imperio nos rodeará. Y nos aplastarán. No quedará nada de nosotros, de nuestra ciudad. Debe actuar. Debe negociar una tregua. Pagar el precio que pidan. Antes de que nos maten a todos”.

Volusia sonreía mientras examinaba la lanza.

“¿Sabes lo que decían de mi madre?” preguntó ella.

Soku estaba allí, mirándola sin comprender y negó con la cabeza.

“Decían que era la Elegida. Decían que nunca sería derrotada. Decían que nunca moriría. ¿Sabes por qué? Porque nadie había empuñado esta lanza en seis siglos. Y ella vino y la empuñó con una mano. Y la usó para matar a su padre y quedarse con su trono”.

Volusia se giró hacia él, sus ojos radiantes de historia y destino.

“Decían que la lanza solo sería empuñada una vez. Por la Elegida. Decían que mi madre viviría mil siglos, que el trono de Volusia sería suyo para siempre. ¿Y sabes qué pasó? Yo misma empuñé la lanza y la usé para matar a mi madre”.

Ella respiró profundamente.

“¿Qué le dice esto, Señor Comandante?”, dijo ella, “cuando todo el mundo en este universo se arrodille ante mí, cuando no exista ni una sola persona que no conozca, grite y chille mi nombre, entonces sabrás que yo soy la única líder verdadera, y que yo soy el único dios verdadero. Yo soy la Elegida. Porque yo me he elegido a mí misma”.




CAPÍTULO DIEZ


Gwendolyn caminaba por la aldea, acompañada de sus hermanos, Kendrick y Godfrey, y por Sandara, Aberthol, Brandt y Atme, con centenas de personas de su pueblo siguiéndola, mientras eran recibidos. Bokbu, el jefe del pueblo, los guiaba y Gwen andaba a su lado, llena de gratitud mientras visitaba el pueblo. Su gente los había acogido, les había proporcionado un refugio seguro y el jefe lo había hecho poniéndose a él mismo en peligro, contra la voluntad de algunos de lo suyos. Los había salvado a todos, los había rescatado de los muertos. Gwen no sabía qué hubieran hecho si no hubiera sido así. Probablemente estarían todos muertos en el mar.

Gwen también se sentía muy agradecida a Sandara, que había respondido por ellos ante su gente y quien había tenido la sensatez de llevarlos aquí. Gwen miró a su alrededor, observando la escena mientras los aldeanos se amontonaban a su alrededor, observándolos llegar como algo curioso, y se sentía como un animal expuesto. Gwen vio las pequeñas y originales cabañas de barro y vio un pueblo orgulloso, una nación de guerreros con ojos amables, observándolos. Estaba claro que nunca antes habían visto nada parecido a Gwen y su gente. Aunque curiosos, también eran prudentes. Gwen no podía culparles. Una vida como esclavos los había moldeado para ser cautos.

Gwen vio todas las hogueras que se estaban erigiendo por todas partes y se extrañó.

“¿Por qué todas estas hogueras?” preguntó.

“Llegáis en un día de buen augurio”, dijo Bokbu. “Es nuestra festividad de los muertos. Una noche santa para nosotros, sucede solo una vez durante el ciclo del sol. Quemamos hogueras en honor a los muertos y se dice que, durante esta noche, los dioses nos visitan y nos hablan de lo que está por venir”.

“También se dice que nuestro salvador vendrá en este día”, dijo inesperadamente una voz.

Gwen miró a su alrededor y vio a un hombre mayor, quizás de unos setenta años, alto, delgado con una apariencia sombría, caminando a su lado, llevando un largo bastón amarillo y vistiendo una túnica amarilla.

“Le presento a Kalo”, dijo Bokbu. “Nuestro oráculo”.

Gwen le saludó con la cabeza y él hizo lo mismo, sin expresión.

“Vuestro pueblo es hermoso”, comentó Gwendolyn. “Percibo el amor de familia aquí”.

El jefe sonrió.

“Es joven para ser reina, pero sabia, afable. Es cierto lo que dicen de usted más allá de los mares. Desearía que usted y su gente pudieran quedarse aquí mismo, en el pueblo, con nosotros; pero entenderá que debemos esconderlos de los ojos entrometidos del Imperio. Estarán cerca, no obstante; aquel será su hogar, allí”.

Gwendolyn siguió su mirada y a lo alto vio una montaña lejana, llena de agujeros.

“Las cuevas”, dijo él. “Allí estarán seguros. El Imperio no los buscará allí y podrán encender hogueras y preparar su comida y recuperarse hasta que estén bien”.

“¿Y después?” preguntó Kendrick, uniéndose a ellos.

Bokbu lo miró, pero antes de que pudiera responder se detuvo, pues delante suyo apareció un aldeano alto y musculoso sujetando una lanza, flanqueado por una docena de hombres musculosos. Era el mismo hombre del barco, el que había protestado por su llegada y no parecía contento.

“Pones en peligro a todo nuestro pueblo dejando que estén aquí los extraños”, dijo con voz oscura. “Debes devolverlos al lugar del que vienen. No nos corresponde acoger hasta la última raza que el mar arroja hasta aquí”.

Bokbu negó con la cabeza mientras lo miraba.

“Tus padres se avergüenzan de ti”, dijo. “Las leyes de nuestra hospitalidad se extienden a todos”.

“¿Y un esclavo debe cargar con el peso de conceder hospitalidad?” replicó. “¿Cuando no podemos encontrarla nosotros mismos?”

“El modo en que nos tratan a nosotros no tiene nada que ver con el modo en que nosotros tratamos a los demás”, replicó el jefe. “Y no daremos la espalda a aquellos que nos necesiten”.

El aldeano miró con burla a Gwendolyn, Kendrick, a los demás y otra vez al jefe.

“No los queremos aquí”, dijo, muy indignado. “Las cuevas no están lo suficientemente lejos y cada día que estén aquí, estamos un día más cerca de la muerte”.

“¿Y qué tiene de bueno esta vida a la que te aferras si no la pasas justamente?” preguntó el jefe.

El hombre lo miró fijamente durante un buen rato y, finalmente, se dio la vuelta y se marchó furioso, seguido de sus hombres.

Gwendolyn observaba como se iban, extrañada.

“No le haga caso”, dijo el jefe, mientras continuaba andando y Gwen y los demás hicieron lo mismo a su lado.

“No quiero ser una carga para ustedes”, dijo Gwendolyn. “Podemos marcharnos”.

El jefe negó con la cabeza.

“No se marcharán”, dijo. “No hasta que hayan descansado y estén preparados. Hay otros sitios donde pueden ir en el Imperio, si lo prefieren. Sitios que también están bien escondidos. Pero están lejos de aquí y es peligoso llegar a ellos y deben recuperarse y decidir y quedarse aquí con nosotros. Insisto. De hecho, solo por esta noche, deseo que se unan a nosotros, que participen en las festividades de nuestro pueblo. Ya está anocheciendo, el Imperio no los verá, y es un día importante para nosotros. Sería un honor para mí tenerlos como invitados”.

Gwendolyn percibió que estaba anocheciendo, vio como encendían las hogueras, los aldeanos vestían sus mejores galas, reuniéndose; escuchó el sonido de un tambor que empezaba a sonar fuerte, suave, al ritmo y después cantos. Vio niños corriendo alrededor, cogiendo regalos, que parecían caramelos. Vio hombres que pasaban cocos llenos con algún líquido y sentía el olor a carne de los grandes animales que se estaban asando en las hogueras.

A Gwen le gustaba la idea de que su gente tuviera la oportunidad de descansar, recuperarse y comer bien antes de ascender al aislamiento de las cuevas.

Se giró hacia el jefe.

“Me gustaría”, dijo. “Me gustaría mucho”.


*

Sandara caminaba al lado de Kendrick, embargada por la emoción de estar de nuevo en casa. Estaba feliz de estar en casa, de estar de nuevo con su gente en una tierra conocida; sin embargo también se sentía reprimida, se sentía otra vez como una esclava. Estar aquí le devolvía recuerdos de por qué se había ido, de por qué se había ofrecido voluntaria para estar al servicio del Imperio y cruzar los mares con ellos como curandera. Al menos esto la había sacado de este sitio.

Sandara se sentía muy aliviada por haber ayudado a salvar a la gente de Gwendolyn, por haberlos traído aquí antes de que murieran en el mar. Mientras caminaba al lado de Kendrick deseaba, más que nada, darle la mano, mostrar su hombre a su pueblo. Pero no podía. Demasiados ojos estaban fijados en ellos y ella sabía que el pueblo nunca toleraría una unión entre razas.

Kendrick, como si le leyera el pensamiento, deslizó una mano alrededor de su cintura y Sandara la apartó rápidamente. Kendrick la miró herido.

“Aquí no”, le respondió en voz baja, sintiéndose culpable.

Kendrick frunció el ceño, desconcertado.

“Hemos hablado de esto”, dijo ella. “Te dije que mi pueblo era rígido. Debo respetar sus leyes”.

“Entonces, ¿te avergüenzas de mí?” preguntó Kendrick.

Sandara negó con la cabeza.

“No, mi señor. Al contrario. No existe nadie de quien me sienta más orgullosa. Ni nadie a quien quiera más. Pero no puedo estar contigo. No aquí. No en este lugar. Debes entenderlo”.

La expresión de Kendrick se oscureció y ella se sintió fatal por ello.

“Pero es donde estamos”, dijo él. “No hay otro lugar para nosotros. Entonces, ¿no estaremos juntos?”

Ella habló, mientras su corazón se rompía por sus propias palabras: “Tú estarás en las cuevas de tu pueblo”, dijo ella. “Yo estaré aquí, en el pueblo. Con mi gente. Es lo que me toca. Te quiero, pero no podemos estar juntos. No en este lugar”.





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EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros aguerridos e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico. -Books and Movie Reviews, Roberto MattosEL DECRETO DE LAS REINAS es el Libro#13 de la serie de best-sellers EL ANILLO DEL HECHICERO, qu empieza con LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro#1) . En EL DECRETO DE LAS REINAS, Gwendolyn lleva lo que queda de su nación al exilio, navegando hacia las hostiles puertos del Imperio. Recibidos por el pueblo de Sandara, intentan recuperarse a escondidas, construir un nuevo hogar a la sombra de Volusia. Thor, decidido a rescatar a Guwayne, con sus hermanods de la Legión en su búsqueda a través del océano, a las enormes cuevas que anuncian la Tierra de los Espíritus, encontrándose con impensables monstruos y exóticos paisajes. En las Islas del Sur, Alistair se sacrifica por Erec, pero un giro inesperado podría salvarlos a los dos. Darius lo arriesga todo para salvar al amor de su vida, Loti, aunque tenga que enfrentarse al Imperio él solo. Pero descubrirá que su conflicto con el Imperio no ha hecho más que empezar. Y Volusia continúa su ascensión, después de asesinar a Rómulo, de consolidar su dominio sobre el Imperio y convertirse en la despiadada reina que tenía que ser. ¿Sobrevivirán Gwen y su pueblo? ¿Encontrarán a Guwayne? ¿Vivirán Alistair y Erec? ¿Rescatará Darius a Loti? ¿Sobrevivirán Thorgrin y sus hermanos?Con su sofisticada caracterización y construcción del mundo, EL DECRETO DE LAS REINAS es un relato épico de amigos y amantes, rivales y pretendientes, caballeros y dragones, de intrigas y maquinaciones políticas, de crecer, de corazones rotos, de engaño, ambición y traición. Es un relato de honor y valentía, de sino y destino, de brujería. Es una historia fantástica que nos lleva a un mundo que nunca olvidaremos y que gustará a personas de todas las edades y géneros. Llamó mi atención desde el principio y siguió.. Esta historia es una aventura sorprendente en la que todo pasa rápidamente, llena de acción desde el principio. No encontrarás ni un solo momento aburrido. Paranormal Romance Guild {acerca de Transformación}

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