Книга - El Don de la Batalla

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El Don de la Batalla
Morgan Rice


El Anillo del Hechicero #17
EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros aguerridos e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico. -Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre La Senda de los Héroes) EL DON DE LA BATALLA (Libro #17) es el final de la serie éxito en ventas EL ANILLO DEL HECHICERO, ¡que empieza con UNA SENDA DE HÉROES (Libro #1) ! En EL DON DE LA BATALLA (Libro #17) Thor se enfrenta con su mayor y último reto, al adentrarse más en la Tierra de Sangre en un intento por rescatar a Guwayne. Al encontrarse con enemigos más poderosos de lo que jamás hubiera pensado, Thor pronto se da cuenta de que se enfrenta a un ejército de tinieblas, para el que sus poderes no están preparados. Cuando descubre que un objeto sagrado puede otorgarle los poderes que necesita – un objeto que se ha mantenido en secreto durante mucho tiempo- debe embarcarse en una misión final para recuperarlo antes de que sea demasiado tarde, con el destino del Anillo en una balanza. Gwendolyn mantiene su promesa al Rey de la Cresta, entrando a la torre y enfrentándose al líder del culto para descubrir el secreto que esconde. La revelación la manda a Argon y, por último, al maestro de Argon, donde descubre el mayor de los secretos, uno que puede cambiar el destino de su pueblo. Cuando la Cresta es descubierta por el Imperio, empieza la invasión y, bajo el ataque del mayor ejército conocido por el hombre, recae en Gwendolyn el tener que defender y guiar a su pueblo a un éxodo final en masa. Los hermanos de la Legión de Thor, por su lado, se enfrentan a peligros inimaginables, mientras Angel está muriendo por la lepra. Darius lucha por su vida al lado de su padre en la capital del Imperio, hasta que un cambio inesperado lo empuja, sin nada que perder, a utilizar sus propios poderes. Erec y Alistair llegan a Volusia, luchando río arriba y continúan su búsqueda de Gwendolyn y los exiliados, mientras se enfrentan a batallas inesperadas. Y Godfrey se da cuenta de que, por último, debe tomar la decisión de ser el hombre que desea ser. Volusia, rodeada por todo el poder de los Caballeros de los Siete, debe ponerse a prueba como diosa y descubrir si ella sola tiene el poder de machacar a los hombres y gobernar el Imperio. Mientras Argon se enfrenta al final de sus días, se da cuenta de que ha llegado el momento de sacrificarse. Mientras el bien y el mal cuelgan en una balanza, una épica batalla final – la batalla más grande de todas- determinará el desenlace del Anillo para siempre. Con su sofisticada construcción del mundo y caracterización, EL DON DE LA BATALLA es un relato épico de amigos y amantes, de rivales y pretendientes, de caballeros y dragones, de intrigas y maquinaciones políticas, de crecimiento, de corazones rotos, de engaño, ambición y traición. Es un relato de honor y valentía, de sino y destino, de brujería. Es una fantasía que nos lleva a un mundo que nunca olvidaremos y que gustará a todas las edades y géneros. EL DON DE LA BATALLA es el libro más largo de la serie, ¡con 93. 000 palabras! Llena de acción… La escritura de Rice es de buena calidad y el argumento intrigante. -Publishers Weekly (sobre La Senda de los Héroes)







EL DON DE LA BATALLA



(LIBRO # 17 EN EL ANILLO DEL HECHICERO)



MORGAN RICE


Acerca de Morgan Rice



Morgan Rice tiene el #1 en éxito de ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de once libros (y subiendo); de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspense post-apocalíptica compuesta de dos libros (y subiendo); y de la nueva serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS, compuesta de seis libros. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.

A Morgan le encanta escucharte, así que, por favor, visita www.morganrice.books (http://www.morganrice.books/) para unirte a la lista de correo, recibir un libro gratuito, recibir regalos, descargar la app gratuita, conocer las últimas noticias, conectarte con Facebook o Twitter ¡y seguirla de cerca!


Algunas opiniones acerca de Morgan Rice



”EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico”.

-Books and Movie Reviews, Roberto Mattos



“Una entretenida fantasía épica”.

-Kirkus Reviews



“Los inicios de algo extraordinario están ahí”.

-San Francisco Book Review



“Lleno de acción... La obra de Rice es sólida y el argumento es intrigante”.

-Publishers Weekly



“Una animada fantasía...Es sólo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para adultos jóvenes”.

--Midwest Book Review


Libros de Morgan Rice



DE CORONAS Y GLORIA

ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1)



REYES Y HECHICEROS

EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)

EL DESPERTAR DEL VALIENTE (Libro #2)

El PESO DEL HONOR (Libro #3)

UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)

UN REINO DE SOMBRAS (Libro #5)

LA NOCHE DEL VALIENTE (Libro #6)



EL ANILLO DEL BRUJO

LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)

UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)

UN DESTINO DE DRAGONES (Libro #3)

UN GRITO DE HONOR (Libro #4)

UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)

UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)

UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)

UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)

UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)

UN MAR DE ESCUDOS (Libro #10)

UN REINO DE ACERO (Libro #11)

UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)

UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)

UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)

UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)

UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)

EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)



LA TRILOGÍA DE LA SUPERVIVENCIA

ARENA UNO: TRATANTES DE ESCLAVOS (Libro # 1)

ARENA DOS (Libro # 2)



LOS DIARIOS DEL VAMPIRO

TRANSFORMACIÓN (Libro # 1)

AMORES (Libro # 2)

TRAICIONADA (Libro # 3)

DESTINADA (Libro # 4)

DESEADA (Libro # 5)

COMPROMETIDA (Libro # 6)

JURADA (Libro # 7)

ENCONTRADA (Libro # 8)

RESUCITADA (Libro # 9)

ANSIADA (Libro # 10)

CONDENADA (Libro # 11)

OBSESIONADA (Libro # 12)













¡Escuche la saga de EL ANILLO DEL HECHICERO en formato de audio libro!


Derechos Reservados © 2014 por Morgan Rice



Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora.

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Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia.

Imagen de la cubierta Derechos reservados Photosani, utilizada bajo licencia de Shutterstock.com.








ÍNDICE



CAPÍTULO UNO (#uc916f685-df1b-5959-bdea-a5bd5ce50647)

CAPÍTULO DOS (#u596185cc-7fba-5367-b153-1a5257cc3bb9)

CAPÍTULO TRES (#u17b6bc31-7dcd-5259-833d-91423c30d6e3)

CAPÍTULO CUATRO (#u6365c7f1-bcf7-5e27-964c-9cb1f0fb5862)

CAPÍTULO CINCO (#u78cc03c1-f78e-5bb0-add4-0743fe697f4a)

CAPÍTULO SEIS (#ue541e83f-365c-55ce-9fc5-d0119a7f2952)

CAPÍTULO SIETE (#u7094166a-d2ef-5094-848e-436b859b67b8)

CAPÍTULO OCHO (#ub793a96c-c516-5767-9a8f-7023d6596e11)

CAPÍTULO NUEVE (#u9e78d57d-9f51-5228-8ac3-649cf5255838)

CAPÍTULO DIEZ (#ud0736a9c-4cdd-5be1-8c69-413806c8ce47)

CAPÍTULO ONCE (#ud4560499-d994-5afc-85a2-83d0e2af4c32)

CAPÍTULO DOCE (#u58332620-7441-5150-a5ff-d53b7c0732fd)

CAPÍTULO TRECE (#u1577f6eb-7339-53e3-9f7b-10585d87d0cf)

CAPÍTULO CATORCE (#u84e292df-f259-5bc3-b93a-5975a08ad62d)

CAPÍTULO QUINCE (#u4f5fef1f-f30d-5322-9fcd-f4a5a2819ecd)

CAPÍTULO DIECISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIUNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIDÓS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTITRÉS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y UNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y DOS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y TRES (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y CINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y SEIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y SIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y OCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CUARENTA (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CUARENTA Y UNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CUARENTA Y DOS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CUARENTA Y TRES (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS (#litres_trial_promo)


Para Jake Maynard.



Un verdadero guerrero.


“Viniste a mí con una espada, una lanza y una jabalina –

pero yo vine a ti con el Nombre del Señor, Maestro de las Legiones, Dios de los ejércitos”.



-David a Goliat

I Samuel, 17:45




CAPÍTULO UNO


Thorgrin, de pie en el barco que se balanceaba violentamente, miró delante suyo y lentamente, horrorizado, empezó a darse cuenta de lo que acababa de hacer. Bajó la mirada atónito hacia su propia mano, que todavía agarraba la Espada de los Muertos y, al alzar la mirada, vio a tan solo unos centímetros, la cara de su mejor amigo, Reece, que lo miraba fijamente, con los ojos abiertos como platos por el dolor y la traición. A Thor le temblaban violentamente las manos cuando se dio cuenta de que acababa de apuñalar a su mejor amigo en el pecho y estaba viendo cómo moría delante de sus ojos.

Thor no comprendía lo que había sucedido. Mientras el barco daba vueltas y giraba, las corrientes continuaban empujándolos a través de los Estrechos de la Locura hasta que, finalmente, salieron al exterior. Las corrientes se calmaron, el barco recuperó el equilibrio y las gruesas nubes empezaron a levantarse cuando, con un último estallido, salieron a las aguas calmadas y tranquilas.

Cuando lo hicieron, la niebla que había rodeado la mente de Thor se levantó y él empezó a sentir su antiguo yo, a ver el mundo con claridad una vez más. Miró a Reece, que estaba delante suyo, y se le rompió el corazón al darse cuenta de que no era el rostro de un adversario, sino el de su mejor amigo. Lentamente, se dio cuenta de lo que había hecho, se dio cuenta de que en las garras de algo superior a él, un espíritu de locura que no podía controlar, le había obligado a llevar a cabo aquel terrible acto.

“¡NO!” gritó Thorgrin, con la voz rota por la angustia.

Thor extrajo la Espada de los Muertos del pecho de su mejor amigo y, al hacerlo, Reece suspiró y se desmayó. Thor lanzó la espada lejos, sin ni siquiera mirarla y esta fue a parar a cubierta con un golpe seco y hueco, mientras Thor se desplomaba sobre sus rodillas y cogía a Reece, sujetándolo entre sus brazos, decidido a salvarlo.

“¡Reece!” exclamó destrozado por la culpa.

Thor estiró el brazo y apretó su mano contra la herida, para intentar detener la pérdida de sangre. Pero sentía que la sangre caliente corría entre sus dedos, sentía que la fuerza vital de Reece lo iba abandonando mientras lo sujetaba en sus brazos.

Elden, Matus, Indra y Angel se acercaron corriendo, liberados ellos también de las garras de su locura y se agolparon alrededor. Thor cerró los ojos y rezó con todas sus fuerzas para que su amigo volviera a él, para que se le concediera a él, Thor, una oportunidad para enmendar su error.

Thor escuchó unos pasos y, al alzar la vista, vio que Selese venía corriendo, con la piel más pálida de lo que jamás él la había visto y con los ojos brillando con una luz de otro mundo. Se dejó caer de rodillas delante de Reece, lo tomó en sus brazos y, al hacerlo, Thor lo soltó al ver el resplandor que la rodeaba y al recordar sus poderes como curandera.

Selese alzó la vista hacia Thor, sus ojos ardían con intensidad.

“Solo tú puedes salvarlo”, dijo encarecidamente. “¡Coloca tu mano sobre su herida ahora!” ordenó.

Thor alargó el brazo y puso una mano sobre el pecho de Reece y, al hacerlo, Selese colocó la suya sobre la de él. El sintió que el calor y la energía atravesaban la mano de ella, su propia mano hasta llegar a la herida de Reece.

Ella cerró los ojos y empezó a canturrear y Thor sintió que una ola de calor se levantaba en el cuerpo de su amigo. Thor rezó con todas sus fuerzas para que su amigo volviera a él, para que se le perdonara aquella locura que lo había llevado a hacer eso.

Para gran alivio de Thor, Reece empezó a abrir lentamente los ojos. Parpadeó y alzó la vista al cielo y, a continuación, se incorporó lentamente.

Thor observó estupefacto cómo Reece pestañeaba varias veces y bajaba la vista hacia su herida: estaba totalmente curada. Thor estaba sin palabras, abrumado, impresionado por los poderes de Selese.

“¡Hermano mío!” gritó.

Alargó el brazo y lo abrazó y Reece, desorientado, lo abrazó también lentamente mientras Thor lo ayudaba a ponerse de pie.

“¡Estás vivo!” exclamó Thor, sin apenas atreverse a creerlo y agarrándolo por el hombro. Thor pensó en todas las batallas en las que habían estado juntos, en todas las aventuras y no podría haber soportado la idea de perderlo.

“¿Y por qué no iba a estarlo?” Reece parpadeó confundido. Miró las caras de curiosidad de la Legión que había a su alrededor y parecía desconcertado. Los demás se adelantaron y, uno a uno, lo abrazaron.

Mientras los demás iban hacia allí, Thor miró a su alrededor y estudió la situación y de repente se dio cuenta, horrorizado, de que faltaba alguien: O’Connor.

Thor corrió hacia el barandal lateral y buscó en las aguas desesperadamente al recordar que O’Connor, en el punto más alto de su locura, había saltado del barco hacia las embravecidas corrientes.

“¡O’Connor!” exclamó.

Los otros fueron corriendo a su lado y también buscaron entre las aguas. Thor miraba fijamente hacia abajo y estiró el cuello para mirar hacia los Estrechos, a las embravecidas aguas rojas, llenas de sangre –y, al hacerlo, vio que O’Connor, agitando brazos y piernas, estaba siendo engullido justo hacia el borde de los Estrechos.

Thor no perdió el tiempo; reaccionó por instinto, saltó hasta ponerse encima del barandal y se tiró al agua de cabeza.

Sumergido y sorprendido por su temperatura, Thor notó lo espesa que era el agua, parecía que estaba nadando entre sangre. El agua estaba tan caliente que parecía que nadaba en barro.

Thor necesitó todas sus fuerzas para andar a través de las aguas viscosas de vuelta a la superficie. Fijó la mirada en O’Connor, que empezaba a hundirse y vio el pánico en sus ojos. Mientras O’Connor cruzaba el borde hacia mar abierto también vio que la locura empezaba a abandonarlo.

Sin embargo, mientras sacudía brazos y piernas, empezaba a hundirse y Thor sabía que si no lo alcanzaba pronto, pronto se hundiría hacia el fondo de los Estrechos y nunca más lo volverían a encontrar.

Thor dobló sus esfuerzos, nadaba con todas sus fuerzas, nadando a pesar del intenso dolor y el agotamiento que sentía en los hombros. Y aún así, O’Connor empezó a hundirse en el agua mientras él se acercaba.

Thor sintió una inyección de adrenalina mientras observaba cómo su amigo se hundía bajo la superficie y supo que era ahora o nunca. Salió como una ráfaga hacia delante, se zambulló bajo el agua y dio una gran patada. Nadó por debajo del agua, esforzándose por abrir los ojos y ver a través del espeso líquido; no pudo. Le escocían demasiado.

Thor cerró los ojos e hizo uso de su instinto. Evocó a una profunda parte de sí mismo que podía ver sin ver con los ojos.

Con otro golpe desesperado, Thor alargó el brazo, tocando a tientas el agua que había ante él y notó algo: una manga.

Agarró a O’Connor eufórico y sorprendido de lo que pesaba al hundirse.

Thor tiraba a la vez que daba la vuelta y se dirigía otra vez a la superficie con todas sus fuerzas. Estaba agónico, cada músculo de su cuerpo protestaba, mientras pataleaba y nadaba hacia la libertad. El agua era muy espesa, tenía mucha presión, parecía que sus pulmones le iban a estallar. A cada brazada de su mano, le parecía que estaba tirando del mundo.

Justo cuando pensaba que nunca lo conseguiría, que se hundiría con O’Connor en las profundidades y morirían en aquel horrible lugar, Thor salió a la superficie del agua de repente.

Respirando con dificultad, se giró y, al mirar a su alrededor, vio aliviado que habían aparecido al otro lado de los Estrechos de la Locura, en mar abierto. Vio que la cabeza de O’Connor aparecía de repente a su lado, vio que él también respiraba con dificultad y su sensación de alivio fue completa.

Thor observó cómo la locura abandonaba a su amigo y la cordura volvía lentamente a su mirada.

O’Connor parpadeó varias veces, tosió y echó agua y después miró a Thor de manera inquisidora.

“¿Qué estamos haciendo aquí?” preguntó confundido. “¿Dónde estamos?”

“¡Thorgrin!” llamó una voz.

Thor escuchó un chapoteo a su lado y, al darse la vuelta, vio que una pesada cuerda iba a parar al agua a su lado. Alzó la vista y vio allí a Angel, junto a los demás en el barandal del barco, que había vuelto hacia allí para recogerlos.

Thor la cogió y agarró a O’Connor con su otra mano y, al hacerlo, la cuerda se movió, Elden los alcanzó y, con su gran fuerza, tiró de ambos hasta el lateral del casco. Los otros miembros de la Legión se les unieron y tiraron, estirón a estirón, hasta que Thor sintió cómo subía hasta estar en el aire y, finalmente, por encima del barandal. Los dos fueron a parar a cubierta del barco con un fuerte batacazo.

Thor, agotado y sin respiración, todavía tosiendo agua de mar, se tumbó en cubierta al lado de O’Connor: O’Connor se giró y lo miró, igualmente agotado, y Thor vio la gratitud en su mirada. Vio cómo O’Connor le daba las gracias. No hacía falta decir ninguna palabra, Thor lo entendía. Tenían un código silencioso. Eran hermanos de la Legión. Sacrificarse el uno por el otro era lo que hacían. Era por lo que vivían.

De repente, O’Connor empezó a reír.

Al principio Thor se preocupó, preguntándose si la locura todavía estaba sobre él, pero después se dio cuenta de que O’Connor estaba bien. Acababa de volver a su antiguo yo. Reía por el alivio, reía por la alegría de estar vivo.

Thor también empezó a reír, dejando atrás el esfuerzo y los demás se le unieron. Estaban vivos, a pesar de todo, estaban vivos.

Los otros miembros de la Legión se acercaron hacia delante, agarraron a O’Connor y a Thor y tiraron de ellos hasta que se pusieron de pie. Todos estrecharon las manos, se abrazaron con alegría, sus barco, finalmente entraba navegando con suavidad por las aguas que tenía enfrente.

Thor echó un vistazo y vio aliviado que se estaban alejando más y más de los Estrechos y la cordura descendía sobre todos ellos. Lo habían conseguido; habían atravesado los Estrechos, a un alto precio, sin embargo. Thor no creía que pudieran sobrevivir a otro viaje a través de ellos.

“¡Allí!” exclamó Matus.

Thor se giró a la vez que los demás y siguió hacia donde señalaba con el dedo y se quedó estupefacto por la vista que tenían ante ellos. Vio una visión totalmente nueva que se extendía ante ellos en el horizonte, un nuevo paisaje en esta Tierra de Sangre. Era un paisaje lleno de penumbra, con oscuras nubes colgando bajas en el horizonte, el agua todavía llena de sangre y, aún así, la silueta de la orilla estaba más cerca, más visible. Era negra, desprovista de árboles o vida, parecía hecha de ceniza y barro.

Los latidos de Thor se aceleraron cuando, más allá en la distancia, divisó un castillo negro, hecho de lo que parecía ser tierra, ceniza y barro, levantándose de la tierra como formando uno con ella. Thor percibía la maldad que emanaba de ella.

Había un estrecho canal que llevaba hasta el castillo, sus vías navegables estaban repletas de antorchas, bloqueadas por un puente levadizo. Thor vio antorchas ardiendo en las ventanas del castillo y sintió una repentina sensación de certeza: con todo su corazón, sabía que Guwayne estaba dentro del castillo esperándole.

“¡A toda vela!” exclamó Thor, sintiendo de nuevo que lo tenía todo bajo control, sintiendo que tenía una nueva meta.

Sus hermanos se pusieron enseguida en acción, elevando las velas mientras estas cogían la fuerte brisa que se levantaba por detrás y los empujaba hacia delante. Por primera vez desde que entraron a esta Tierra de Sangre, Thor tuvo una sensación de optimismo, la sensación de que realmente podía encontrar a su hijo y podía rescatarlo de allí.

“Me alegro de que estés vivo”, dijo una voz.

Thor se giró, bajó la vista y vio a Angel mirando hacia arriba y sonriéndole, mientras tiraba de su camisa. Él sonrió, se arrodilló a su lado y la abrazó.

“Igualmente yo de que tú lo estés”, respondió.

“No entiendo lo que pasó”, dijo ella. “En un minuto era yo misma y al siguiente…era como si no me conociera”.

Thor sacudió lentamente con la cabeza, intentando olvidar.

“La locura es el peor enemigo de todos”, respondió él. “Nosotros mismos somos el enemigo que no podemos vencer”.

Ella frunció el ceño preocupada.

“¿Volverá a pasar?” preguntó ella. “¿Hay algo en este lugar que se le parezca?” preguntó con miedo en la voz mientras observaba el horizonte con atención.

Thor también lo observaba mientras se preguntaba lo mismo, cuando poco después, ante su horror, la respuesta vino corriendo hacia ellos.

Se escuchó un tremendo chapoteo, como el ruido de una ballena saliendo a la superficie y Thor se sorprendió al ver la criatura más horrorosa que jamás había visto apareciendo ante él. Parecía un calamar monstruoso, de unos quince metros de altura, rojo brillante, del color de la sangre y se cernió amenazador sobre el barco al salir disparado del agua, sus interminables tentáculos de unos nueve metros de longitud, docenas de ellos esparciéndose en todas direcciones. Sus ojos amarillos pequeños y brillantes los miraban con el ceño fruncido, llenos de ira, mientras su enorme boca, repleta de afilados colmillos amarillos, se abría haciendo un ruido repugnante. La criatura bloqueó toda luz que los lúgubres cielos dejaban pasar y lanzó un grito sobrenatural mientras descendía directo hacia ellos, con los tentáculos extendidos, lista para devorar el barco entero.

Thor la observaba con terror, atrapado en su sombra junto a los demás y supo que habían ido de una muerte segura a otra.




CAPÍTULO DOS


El comandante del Imperio azotaba a su zerta una y otra vez mientras galopaba a través del Gran Desierto, siguiendo el rastro, como había estado haciendo durante días a través del suelo del desierto. Tras él, sus hombres cabalgaban casi sin aire para respirar, al límite de desplomarse, ya que no les había dado ni un instante para descansar durante todo el tiempo que habían estado cabalgando –incluso a lo largo de la noche. Sabía cómo tener a los zertas a sus pies y también sabía cómo hacerlo con los hombres.

No tenía piedad con él mismo y, desde luego, no tenía ninguna con sus hombres. Quería que fueran insensibles al agotamiento y al calor y al frío, especialmente cuando estaban en una misión tan sagrada como aquella. Al fin y al cabo, si aquel rastro llevaba hasta donde él esperaba que lo hiciera -a la misma legendaria Cresta- aquello podría cambiar el destino de todo el Imperio.

El comandante hundió sus talones en el lomo del zerta hasta que este chilló, obligándolo a ir aún más rápido, hasta que casi tropezar con sí mismo. Miró hacia el sol con los ojos entreabiertos, escudriñando el rastro mientras avanzaban. Había seguido muchos rastros en su vida y había matado a mucha gente al final de los mismos, sin embargo, jamás había seguido un rastro tan fascinante como aquel. Sentía lo cerca que estaba del mayor descubrimiento en la historia del Imperio. Su nombre sería conmemorado, cantado durante generaciones.

Subieron una cresta en el desierto y empezó a escuchar un débil ruido que crecía, como si una tormenta se estuviera fraguando en el desierto; echó un vistazo al llegar a la cima, esperando ver una tormenta de arena viniendo hacia ellos y se sorprendió al divisar, en cambio, un muro de arena inmóvil a casi unos cien metros, levantándose directamente del suelo hacia el cielo, dando vueltas y arremolinándose, como un tornado quieto.

Se detuvo, con sus hombres a su lado, y observó curioso cómo parecía no moverse. No lo comprendía. Era un muro de arena embravecida, pero no se acercaba más. Se preguntaba qué había al otro lado. De algún modo, percibía que era la Cresta.

“Su rastro termina”, dijo uno de los soldados en tono burlón.

“No podemos atravesar ese muro”, dijo otro.

“No nos ha llevado a otra cosa que no sea más arena”, dijo otro.

El comandante negó lentamente con la cabeza, frunciendo el ceño con convencimiento.

“¿Y qué sucede si al otro lado de aquella esa arena existe una tierra?” replicó.

“¿Al otro lado?” preguntó un soldado. “Está loco. No es más que una nube de arena, un yermo interminable, como el resto del desierto”.

“Admita su fracaso”, dijo otro soldado. “Demos la vuelta ahora -o si no, volveremos sin usted”.

El comandante se giró y miró a sus soldados, atónito ante su insolencia y vio el menosprecio y la rebelión en sus ojos. Sabía que debía actuar con rapidez si tenía que reprimir aquello.

En un ataque de ira repentina, el comandante bajó el brazo, agarró un puñal de su cinturón y lo blandió hacia atrás en un movimiento rápido, clavándolo en la garganta del soldado. El soldado jadeó y cayó de su zerta hacia atrás hasta golpear el suelo y formó un charco de sangre fresca en el suelo del desierto. En unos instantes, un enjambre de insectos apareció de la nada, cubrió su cuerpo y se lo comieron.

Ahora los otros soldados miraban al comandante atemorizados.

“¿Hay alguien más que desee desafiar mis órdenes?” preguntó.

Los hombres miraban nerviosos fijamente, pero esta vez no dijeron nada.

“O bien os matará el desierto”, dijo, “o lo haré yo. Vosotros elegís”.

El comandante fue hacia delante, con la cabeza baja y soltó un grito de guerra mientras galopaba directo al muro de arena, sabiendo que podía valerle la muerte. Sabía que sus hombres le seguirían y, un instante después, escuchó el ruido de sus zertas y sonrió satisfecho. A veces era necesario mantenerlos a raya.

Chilló al entrar en el tornado de arena. Parecía que cientos de toneladas de arena lo asfixiaban, rozándole la piel en todas direcciones mientras se adentraba más y más en él. El ruido era muy fuerte, parecía que tenía mil avispones en los oídos y, sin embargo, él continuaba, dando patadas a su zerta, forzándolo aunque protestara a adentrarse más y más. Sentía que la arena le arañaba la cabeza, los ojos y la cara y sentía que podía desgarrarlo a trozos.

Sin embargo, continuaba cabalgando.

Justo cuando se estaba preguntando si sus hombres tenían razón, si aquel muro no llevaba a nada, si todos morirían en aquel lugar, de repente y para gran alivio del comandante, salió de la arena hacia la luz del día de nuevo, sin más arena que le arañara, ni más ruido en sus oídos, nada sino el cielo abierto y el aire -que nunca se había alegrado tanto de ver.

A su alrededor, también aparecieron sus hombres, todos ellos con arañazos y sangrando como él, junto a sus zertas, todos parecían más muertos que vivos, pero todos estaban vivos.

Y cuando alzó la vista y echó un vistazo delante suyo, el corazón del comandante latió más rápido de repente, al detenerse de golpe ante la sorprendente vista. No podía respirar mientras se empapaba de la vista y, de manera lenta pero segura, sintió que en su corazón crecía una sensación de victoria, de triunfo. Unos picos majestuosos se levantaban directos al cielo formando un círculo. Un lugar que solo podía ser una cosa:

La Cresta.

Allí estaba en el horizonte, disparándose hacia el cielo, imponente, grande, extendiéndose hasta perderla de vista a cada lado. Y allí, en la cima, se sorprendió al ver a miles de soldados vigilando con relucientes armaduras que brillaban a la luz del sol.

La había encontrado. Él, y solo él, la había encontrado.

Sus hombres se detuvieron a su lado bruscamente y vio que ellos también la miraban impresionados y asombrados, boquiabiertos, todos ellos con el mismo pensamiento: aquel momento era historia. Todos ellos serían héroes, conocidos por generaciones en la sabiduría tradicional del Imperio.

Con una amplia sonrisa, el comandante se giró y miró a sus hombres, que ahora lo miraban con deferencia; entonces tiró de su zerta y lo hizo girar, preparándolo para volver cabalgando a través del muro de arena y, directos sin parar, hasta alcanzar la base del Imperio e informar a los Caballeros de los Siete de lo que había descubierto personalmente. Sabía que en unos días toda la fuerza del Imperio descendería sobre este lugar, el peso de un millón de hombres decididos a destruir. Atravesarían este muro de arena, escalarían la Cresta y aplastarían a aquellos caballeros y se apoderarían del último territorio que quedaba libre en el Imperio.

“Hombres”, dijo, “nuestro momento ha llegado. Preparaos para que vuestros nombres queden grabados para la eternidad”.




CAPÍTULO TRES


Kendrick, Brandt, Atme, Koldo y Ludvig caminaban a través del Gran Desierto, mientras salían los soles en el desierto al amanecer, a pie como habían hecho toda la noche, decididos a rescatar al joven Kaden. Marchaban con los rostros serios, siguiendo un ritmo, silenciosos, cada uno de ellos con las manos sobre sus armas, mirando detenidamente hacia abajo y siguiendo el rastro de los Caminantes de Arena. Los centenares de huellas los adentraban más y más en aquel paisaje de desolación.

Kendrick empezaba a preguntarse si alguna vez terminaría. Se sorprendía al verse de nuevo en esa posición, de vuelta a aquel Desierto que había jurado que nunca volvería a pisar, especialmente a pie, sin caballos, sin provisiones y sin modo de regresar. Habían depositado su fe en los otros caballeros de la Cresta de que estos volverían a ellos con caballos ya que, si no era así, habían comprado un billete de ida a una misión sin regreso.

Pero Kendrick sabía que este era el significado del valor. Kaden, un joven y buen guerrero con un gran corazón, había hecho guardia de manera noble, se había aventurado con valor en el desierto para probarse a sí mismo mientras hacía guardia y lo habían secuestrado aquellas bestias salvajes. Koldo y Ludvig no podían dar la espalda a su hermano pequeño, por desalentadora que fuera la situación, y Kendrick, Brandt y Atme no les podían dar la espalda a todos ellos; su sentido del deber y el dolor les obligaba a actuar de otro modo. Estos nobles caballeros de la Cresta los habían acogido con hospitalidad y gracia cuando más lo habían necesitado y ahora era el momento de devolverles el favor, costara lo que costara. La muerte significaba poco para él, pero el honor lo significaba todo.

“Háblame de Kaden”, dijo Kendrick dirigiéndose a Koldo, con el deseo de romper la monotonía del silencio.

Koldo alzó la vista, sobresaltado tras el profundo silencio, y suspiró.

“Es uno de los mejores guerreros jóvenes que jamás conocerás”, dijo. “Su corazón siempre es mayor que su edad. Quería ser un hombre antes incluso de que fuera un chico, quería empuñar una espada antes incluso de poder sostenerla”.

Negó con la cabeza.

“No me sorprende que se aventurara tanto, sería el primero si hubiera que vigilar. No daba marcha atrás ante nada, especialmente si significaba cuidar de los demás”.

Ludvig se metió en la conversación.

“Si se hubieran llevado a cualquiera de nosotros”, dijo, “nuestro hermano pequeño sería el primero en ofrecerse voluntario. Es el más joven de nosotros y representa lo mejor que hay en nosotros”.

Kendrick intuía todo aquello por lo que había visto, mientras hablaba con Kaden. Había reconocido el espíritu guerrero que había en su interior, incluso para lo joven que era. Kendrick sabía, siempre lo había sabido, que la edad no tenía nada que ver con ser guerrero: el espíritu guerrero residía o no en alguien. El espíritu no mentía.

Continuaron caminando durante un buen rato, apoyándose en el silencio ininterrumpido mientras los soles seguían subiendo, hasta que finalmente Brandt se aclaró la garganta.

“¿Y qué pasa con esos Caminadores de Arena?” preguntó Brandt a Koldo.

Koldo se giró hacia él mientras caminaban.

“Un sanguinario grupo de nómadas”, respondió. “Más bestias que hombres. Se les conoce porque vigilan la periferia del Muro de Arena”.

“Carroñeros”, interrumpió Ludvig. “Se sabe que arrastran a sus víctimas hasta las profundidades del desierto”.

“¿Hacia dónde?” preguntó Atme.

Koldo y Ludvig intercambiaron una mirada ominosa.

“A donde sea que se reúnan, donde llevan a cabo un ritual y los cortan a pedazos”.

Kendrick se encogió al pensar en Kaden y en el destino que le aguardaba.

“Entonces no hay mucho tiempo que perder”, dijo Kendrick. “Corramos, ¿no?”

Todos se miraron entre ellos, conocedores de la inmensidad de aquel lugar y del largo camino que tenían por delante, especialmente con la temperatura, que iba en aumento, y con sus armaduras. Todos sabían lo peligroso que sería no llevar un buen ritmo en este cruel paisaje.

Pero no lo dudaron y empezaron a correr juntos. Corrieron hacia la nada, mientras el sudor corría por sus rostros, sabiendo que si no encontraban pronto a Kaden, aquel desierto los mataría a todos.



*



Kendrick respiraba con dificultad mientras corría, el segundo sol estaba alto por encima de sus cabezas, su luz era cegadora, su calor sofocante y, aún así, él y los demás continuaban corriendo, a todos ellos les faltaba el aire y sus armaduras hacían un ruido metálico mientras corrían. El sudor corría por la cara de Kendrick y los ojos le escocían tanto que apenas podía ver. Sus pulmones estaban a punto de explotar y Kendrick nunca había sabido lo mucho que se puede ansiar el oxígeno. Kendrick nunca había experimentado algo parecido a la temperatura de aquellos soles, tan intensa que parecía que le iba a quemar la piel hasta hacerla caer de su cuerpo.

Kendrick sabía que no llegarían mucho más lejos con este calor, a este paso; pronto todos morirían allí, se desplomarían, no serían más que comida para los insectos. De hecho, mientras corrían, Kendrick escuchó un lejano chillido y, al alzar la vista, vio que unos buitres que volaban en círculo iban descendiendo. Ellos siempre eran los más listos: sabían cuando una nueva muerte era inminente.

Cuando Kendrick observó las huellas de los Caminantes de Arena, que todavía se desvanecían en el horizonte, no podía comprender cómo habían cubierto tanto terreno tan rápidamente. Solo rezaba para que Kaden todavía estuviera vivo, para que todo aquello no fuera en vano. Pero, a su pesar, no podía evitar preguntarse si alguna vez lo alcanzarían. Era como seguir unas huellas en un océano que se desvanece.

Kendrick echó un vistazo a su alrededor y vio que los demás también iban perdiendo fuerzas, más que correr, se iban desplomando, apenas se mantenían de pie, pero todos estaban decididos, igual que él, a no detenerse. Kendirck sabía -todos lo sabían- que en el momento en que dejaran de moverse, todos estarían muertos.

Kendrick quería romper la monotonía del silencio, sin embargo, ahora estaba demasiado cansado para hablar con los demás y obligaba a sus piernas a ir hacia delante, sintiéndolas como si pesaran medio millón de kilos. No se atrevía a usar su energía ni para alzar la vista hacia el horizonte, sabiendo que no vería nada, sabiendo que, después de todo, estaba condenado a morir allí. En cambio, bajaba la vista hacia el suelo, observando el rastro, conservando cualquier valiosa energía que le quedara.

Kendrick escuchó un ruido y, al principio, estaba seguro de que se trataba de su imaginación; sin embargo, se repitió, un ruido lejano, como el zumbido de unas abejas, y esta vez se obligó a alzar la vista, sabiendo que era algo estúpido, que allí no podía haber nada, asustado de tener esperanzas.

Pero esta vez, la visión que tenía delante de él hizo que su corazón palpitara por los nervios. Allí, delante de ellos, quizás a casi unos cien metros, había una reunión de Caminantes de Arena.

Kendrick dio un golpe a los demás y todos alzaron la vista, recuperándose rápidamente de su ensimismamiento también y todos ellos lo vieron conmocionados. La batalla había llegado.

Kendrick bajó el brazo y agarró su arma y los demás hicieron lo mismo, y sintieron el conocido disparo de adrenalina.

Los Caminantes de Arena, docenas de ellos, se giraron y los divisaron y también se prepararon, encarándose a ellos. Chillaron y rompieron a correr.

Kendrick alzó su espada en alto y soltó un grito de guerra, preparado al fin para matar a sus enemigos -o morir en el intento.




CAPÍTULO CUATRO


Gwendolyn caminaba solemnemente a través de la capital de la Cresta, con Krohn a su lado, Steffen detrás de ella y su mente vacilando mientras reflexionaba acerca de las palabras de Argon. Por un lado, estaba jubilosa porque se había recuperado, había vuelto en sí, pero su fatídica profecía sonaba dentro de su cabeza como una maldición, como una campana tocando a su muerte. Por sus fatídicas y enigmáticas declaraciones parecía que no iba a estar junto a Thor para siempre.

Gwen se aguantaba las lágrimas mientras caminaba rápidamente, con decisión, dirigiéndose hacia la torre. Intentaba abstraerse de sus palabras, sin permitir que las profecías dirigieran su vida. Así había sido siempre ella y esto es lo que necesitaba para mantenerse fuerte. Puede que el futuro estuviera escrito y, sin embargo, sentía que podía cambiarse. Sentía que el destino era maleable. Solo hacía falta desearlo desesperadamente, tener la intención de sacrificar lo suficiente -costara lo que costara.

Esta era una de esas veces. Gwen se negaba por completo a permitir que Thorgrin y Guwayne se le escaparan y notó una creciente sensación de decisión. Desafiaría su destino, sin importar lo que costara, sacrificando todo lo que el universo le exigiera. Bajo ninguna circunstancia, iría por la vida sin volver a ver a Thor y a Guwayne.

Como si escuchara sus pensamientos, Krohn gimoteaba junto a su pierna, frotándose contra ella mientras esta marchaba a través de las calles. Sacudiéndose los pensamientos, Gwen alzó la vista y vio la amenazadora torre ante ella, roja, circular, alzándose justo en el centro de la capital y recordó: el culto. Había prometido al Rey que entraría en la torre e intentaría rescatar a su hijo y a su hija de las garras de ese culto, que se enfrentaría a su líder por los antiguos libros, por el secreto que estos escondían que podía salvar a la Cresta de la destrucción.

El corazón de Gwen palpitaba mientras se acercaba a la torre, anticipando la confrontación que tenía ante ella. Deseaba ayudar al Rey y a la Cresta, pero por encima de todo, quería ir en busca de Thor y de Guwayne, antes de que fuera demasiado tarde para ellos. Deseaba tener un dragón a su lado, como siempre hacía antes; deseaba que Ralibar volviera a ella y la llevara al otro lado del mundo, lejos de aquí, lejos de los problemas del Imperio y de vuelta allí, de nuevo con Thorgrin y Guwayne. Deseaba que todos volvieran al Anillo y vivieran la vida como una vez hicieron.

Pero sabía que aquellos eran sueños infantiles. El Anillo estaba destruido y la Cresta era lo único que le quedaba. Tenía que enfrentarse a su actual realidad y hacer lo que pudiera para salvar aquel lugar.

“Mi señora, ¿la acompaño al interior de la torre?”

Gwen se giró hacia la voz, despertando de su ensimismamiento, y se sintió aliviada al ver a su viejo amigo Steffen a su lado, con una mano sobre su espada, caminando a su lado en actitud protectora, deseoso como siempre por cuidar de ella. Sabía que era el consejero más fiel que tenía, si recordaba todo el tiempo que había estado con ella y sintió una ráfaga de gratitud.

Cuando Gwen se detuvo ante el puente levadizo, que había delante de ellos, y que llevaba a la torre, lo observó con recelo.

“No me fío de este lugar”, dijo él.

Ella le puso la mano sobre la muñeca para calmarlo.

“Eres un amigo verdadero y leal, Steffen”, respondió ella. “Valoro tu amistad y tu lealtad, pero este es un paso que debo dar sola. Debo descubrir lo que pueda y tenerte allí los pondría en guardia. Además”, añadió mientras Krohn gemía, “tendré a Krohn”.

Gwen bajó la vista, vio que Krohn la estaba mirando con expectación y ella hizo un gesto con la cabeza.

Steffen asintió.

“La esperaré aquí”, dijo, “y si hay algún problema allá dentro, vendré en su busca”.

“Si no encuentro lo que necesito dentro de aquella torre”, respondió ella, “creo que a todos nosotros nos espera un problema mucho más grande”.



*



Gwen caminaba lentamente por el puente levadizo, con Krohn a su lado, sus pasos resonaban en la madera, atravesando las suaves y pequeñas olas de las aguas que habían bajo ella. A lo largo de todo el puente había docenas de monjes en fila, de pie y perfectamente atentos, silenciosos, que vestían sotanas color escarlata, escondiendo las manos en su interior y con los ojos cerrados. Eran un grupo extraño de guardias, desarmados, increíblemente obedientes, montando guardia aquí por Gwen no se sabe ni por cuánto tiempo. Gwen se sorprendió de su intensa lealtad y devoción hacia su líder y se dio cuenta de que era lo que el Rey había dicho: todos ellos lo veneraban como a un dios. Se preguntaba en qué se estaba metiendo.

Mientras se acercaba, Gwen alzó la vista hacia las enormes puertas arqueadas que asomaban ante ella, hechas de roble antiguo, grabadas con símbolos que no comprendía y observó asombrada cómo varios monjes se adelantaban y tiraban de ellas hasta abrirlas. Chirriaron y dejaron al descubierto un interior lúgubre, iluminado solo por antorchas y se encontró con una fría corriente, que olía ligeramente a incienso. Krohn estaba tenso a su lado y gruñía y Gwen entró y escuchó cómo las puertas se cerraban de golpe tras ella.

El ruido resonó en el interior y a Gwen le llevó un instante ubicarse. Allí dentro estaba oscuro, las paredes solo estaban iluminadas por antorchas y por la luz del sol que se filtraba a través de los vitrales de arriba. El aire aquí parecía sagrado, silencioso y le daba la sensación de que había entrado en una iglesia.

Gwen alzó la vista y vio que la torre en espiral era aún más alta, con rampas graduales y circulares que llevaban a los pisos de arriba. No había ventanas y en las paredes resonaba el débil sonido de un cántico. Aquí el incienso era intenso en el aire y los monjes aparecían y desaparecían continuamente, entrando y saliendo de los aposentos como si estuvieran en trance. Algunos ondeaban incienso y otros canturreaban, mientras otros estaban en silencio, perdidos en la reflexión y Gwen se hacía más preguntas acerca de la naturaleza de aquel culto.

“¿Te envía mi padre?” dijo una voz, que resonó.

Gwen, sorprendida, dio la vuelta y vio a un hombre que estaba a pocos metros, que vestía una sotana larga y de color escarlata y que le sonreía de buena manera. Apenas podía creer lo mucho que se parecía a su padre, el Rey.

“Sabía que enviaría a alguien tarde o temprano”, dijo Kristof. “Sus esfuerzos por hacer que cumpla su voluntad no tienen fin. Por favor, venga,” la llamó, girándose de lado y haciendo una señal con la mano.

Gwen se puso a su lado y caminaron por un pasillo arqueado de piedra, que subía de forma gradual por la rampa en círculos hacia los pisos más altos de la torre. A Gwen la cogió desprevenida; ella imaginaba a un monje loco, un fanático religioso y se sorprendió al encontrar a alguien amable y bondadoso y que obviamente estaba cuerdo. Kristof no parecía la persona perdida y loca que su padre le había pintado.

“Tu padre pregunta por ti”, dijo ella finalmente, rompiendo el silencio después de que se cruzaran a un monje que bajaba la rampa en dirección contraria, sin levantar nunca la vista del suelo. “Quiere que te lleve a casa”.

Kristof negó con la cabeza.

“Este es el problema de mi padre”, dijo. “Él cree que ha encontrado el único hogar verdadero en el mundo. Pero yo he aprendido algo”, añadió, mirándola a la cara. “Existen muchos hogares verdaderos en el mundo”.

Él suspiró mientras continuaban caminando, Gwen quería darle su espacio, no quería presionarlo demasiado.

“Mi padre nunca aceptaría quién soy yo”, añadió finalmente. “Nunca aprenderá. Él continúa atascado en sus creencias limitantes y me las quiere imponer. Pero yo no soy él y nunca lo aceptará”.

“¿No echas de menos a tu familia?” preguntó Gwen, sorprendida de que entregara su vida a aquella torre.

“Sí”, respondió él sinceramente, sorprendiéndola. “Mucho. Mi familia significa todo para mí, pero mi llamada espiritual significa más. Mi hogar está aquí ahora”, dijo girando en un pasillo mientras Gwen lo seguía. “Ahora sirvo a Eldof. Él es mi sol. Si lo conocieras,” dijo, girándose y mirando fijamente a Gwen con una intensidad que la asustó, “también sería el tuyo”.

Gwen apartó la vista, pues no le gustaba la mirada de fanatismo que había en sus ojos.

“Yo no sirvo a nadie salvo a mí misma”, respondió ella.

Él le sonrió.

“Quizás este sea el origen de todas tus preocupaciones terrenales”, respondió él. “Nadie puede vivir en un mundo donde no sirva a otro. Ahora mismo estás sirviendo a otro”.

Gwen lo miró fijamente con recelo.

“¿Qué quieres decir?” preguntó.

“Aunque creas que te sirves a ti misma”, respondió, “estás engañada. La persona a la que estás sirviendo no eres tú, sino más bien la persona que tus padres moldearon. Es a tus padres a quien sirves y a todas sus viejas creencias, herencia de sus padres. ¿Cuándo serás lo suficientemente valiente para liberarte de sus creencias y servirte a ti misma?”

Gwen frunció el ceño, pues no creía en su filosofía.

“¿Y aceptar las creencias de quién en su lugar?” preguntó. “¿De Eldof?”

Él negó con la cabeza.

“Eldof es simplemente un conducto”, respondió él. “Te ayuda a liberarte de quien eres. Te ayuda a encontrar tu verdadero yo, todo lo que tenías que ser. A este es a quien debes servir. Este es el que nunca descubrirás hasta que tu falso yo se libere. Esto es lo que Eldof hace: nos libera a todos”.

Gwendolyn miró de nuevo a sus ojos brillantes y vio lo devoto que era y aquella devoción la asustó. Ya podía decir ahora mismo que no atendía a razones, que nunca dejaría aquel lugar.

Era escalofriante la red que este Eldof había tejido para atraer a todas aquellas personas y atraparlas aquí, una filosofía barata, con cierta lógica. Gwen no quería escuchar nada más; era una red que estaba decidida a evitar.

Gwen se giró y continuó caminando, sacudiéndose todo aquello con un escalofrío y continuó subiendo por la rampa, dando círculos a la torre, subiendo más y más de forma gradual, a donde fuera que los llevara. Kristof se puso a su lado.

“No he venido a discutir las cualidades de vuestro culto”, dijo Gwen. “No puedo convencerte de que regreses a tu padre. Prometí que te lo pediría y así lo he hecho. Si tú no valoras a tu familia, yo no puedo enseñarte a valorarla”.

Kristof la miró seriamente.

“¿Y tú crees que mi padre valora a la familia?” preguntó él.

“Mucho”, respondió ella. “Al menos por lo que yo veo”.

Kristof negó con la cabeza.

“Permíteme que te muestre algo”.

Kristof la tomó del hombro y la llevó por otro pasillo a la izquierda, después hacia arriba por un largo tramo de escaleras y se detuvo ante una gruesa puerta de roble. La miró significativamente, a continuación, la abrió, dejando al descubierto unas barras de hierro.

Gwen estaba allí, curiosa, nerviosa por ver lo que él quería mostrarle y dio un paso adelante para mirar a través de las barras. Se horrorizó al ver a una chica joven y hermosa sentada sola en una celda, mirando fijamente por la ventana, con su largo pelo cayéndole por la cara. Aunque sus ojos estaban abiertos como platos, no parecía darse cuenta de su presencia.

“Así es cómo mi padre se preocupa por la familia”, dijo Kristof.

Gwen lo miró con curiosidad.

“¿Su familia?” preguntó Gwen aturdida.

Kristof asintió.

“Kathryn. Su otra hija. La que esconde del mundo. Ha sido desterrada aquí, a esta celda. ¿Por qué? Porque está tocada. Porque no es perfecta, como él. Porque se avergüenza de ella”.

Gwen se quedó en silencio, sentía un agujero en el estómago al mirar con tristeza a la chica y querer ayudarla. Empezaba a preguntarse acerca del Rey y si había algo de verdad en las palabras de Kristof.

“Eldof valora la familia”, continuó Kristof. “Nunca abandonaría a uno de los suyos. Él valora nuestro verdadero yo. Aquí no se aparta a nadie por vergüenza. Esta es la maldición del orgullo. Y aquellos que están tocados están más cerca de su verdadero yo”.

Kristof suspiró.

“Cuando conozcas a Eldof”, dijo, “lo comprenderás. No existe nadie como él y nunca existirá”.

Gwen veía el fanatismo en sus ojos, veía lo perdido que estaba en este lugar, en este culto y sabía que estaba demasiado perdido para regresar jamás al Rey. Echó un vistazo y vio a la hija del Rey allí sentada y se sintió abrumada de tristeza por ella, por todo este lugar, por su familia destrozada. Su imagen de cuadro perfecto de la Cresta, de la perfecta familia real se estaba desmoronando. Este lugar, como cualquier otro, tenía su propio punto flaco oscuro. Aquí se estaba librando una silenciosa batalla y era una batalla de creencias.

Era una batalla que Gwen sabía que no podía ganar. Ni tenía tiempo para hacerlo. Gwen pensó en su propia familia abandonada y sintió la urgencia de rescatar a su marido y a su hijo. La cabeza le daba vueltas en aquel lugar, con el incienso sofocante en el aire y la ausencia de ventanas que la desorientaba, y deseaba conseguir lo que necesitaba y marcharse. Intentaba recordar por qué había venido aquí y entonces le vino: para salvar la Cresta, como le había prometido al Rey.

“Tu padre cree que esta torre guarda un secreto”, dijo Gwen, yendo al grano, “un secreto que podría salvar la Cresta, que podría salvar a vuestro pueblo”.

Kristof sonrió y cruzó los dedos.

“Mi padre y sus creencias”, respondió.

Gwen frunció el ceño.

“¿Estás diciendo que no es cierto?” preguntó. “¿Qué no existe ningún libro antiguo?”

Él hizo una pausa, apartó la mirada, después suspiró profundamente y se quedó callado durante un buen rato. Finalmente, continuó.

“Lo que se te tendría que revelar”, dijo, “está por encima de mí. Solo Eldof puede contestar a tus preguntas”.

Gwen sintió que una urgencia crecía en su interior.

“¿Puedes llevarme hasta él?”

Kristof sonrió, dio la vuelta y empezó a caminar pasillo abajo.

“Tan seguro”, dijo, caminando rápidamente, ya distante, “como una polilla a una llama”.




CAPÍTULO CINCO


Stara estaba en la frágil plataforma, intentando no mirar hacia abajo mientras la subían más y más hacia el cielo, observando cómo la vista se ensanchaba a cada tirón de la cuerda. La plataforma se elevaba más y más a lo largo del borde de la Cresta y Stara estaba allí, mientras el corazón le palpitaba, iba de incógnito, con la capucha bajada sobre su cara y el sudor chorreándole por la espalda mientras sentía cómo subía la temperatura del desierto. Aquí arriba era asfixiante y el día apenas había hecho más que empezar. Por todo a su alrededor estaban los siempre presentes ruidos de las cuerdas y las poleas, las ruedas chirriando, mientras los soldados tiraban y tiraban sin darse ninguno cuenta de quién era.

Pronto se detuvo y todo estaba tranquilo mientras ella estaba en el pico de la Cresta, con el único sonido del rugido del viento. La vista era impactante, la hacía sentir como si estuviera en la misma cima del mundo.

Aquello le traía recuerdos. Stara recordaba el momento cuando llegó a la Cresta, recién llegada del Gran Desierto, con Gwendolyn y Kendrick y todos los demás rezagados, la mayoría de ellos más muertos que vivos. Sabía que tenía suerte por haber sobrevivido y, al principio, ver la Cresta había sido un gran regalo, había sido la visión de la salvación.

Y, sin embargo, aquí estaba, preparada para marchar, para bajar la Cresta una vez más por su lado más apartado, para dirigirse de vuelta al Gran Desierto, de vuelta a lo que podría ser una muerte segura. A su lado, su caballo cabriolaba, sus herraduras chasqueaban la plataforma hueca. Ella alargó el brazo y le acarició la crin para tranquilizarlo. Este caballo sería su salvación, su billete para salir de este lugar; haría de su pasaje de vuelta a través del Gran Desierto un escenario muy diferente de lo que había sido.

“No recuerdo órdenes de nuestro comandante acerca de esta visita”, dijo la voz imponente de un soldado.

Stara se quedó muy quieta, pues sabía que estaban hablando de ella.

“En ese caso hablaré de ello con tu comandante y con mi primo, el Rey”, respondió Fithe, que estaba a su lado, con seguridad y sonando más convincente que nunca.

Stara sabía que estaba mintiendo y que se estaba arriesgando por ella y le estaba por siempre agradecida por ello. Fithe la había sorprendido siendo fiel a su palabra, haciendo todo lo que estaba en su poder, como había prometido, para ayudarla a marcharse de la Cresta, para ayudarla a tener una oportunidad de salir de allí y encontrar a Reece, el hombre que amaba.

Reece. A Stara le dolía el corazón al pensar en él. Dejaría este lugar, por muy seguro que fuera, atravesaría el Gran Desierto, atravesaría océanos, atravesaría el mundo, solo por tener una oportunidad de decirle lo mucho que lo quería.

Necesitaba tanto como odiaba poner a Fithe en peligro. Necesitaba arriesgarlo todo para encontrar a aquel a quien amaba. No podía quedarse en la seguridad de la Cresta, sin importar lo espléndida, rica y segura que fuera, hasta que se volviera a reunir con Reece.

Las puertas de hierro de la plataforma chirriaron al abrirse y Fithe la tomó del brazo para acompañarla, ya que ella llevaba la capucha baja, su disfraz estaba funcionando. Salieron de la plataforma de madera hacia un altiplano de piedra en la cima de la Cresta. Soplaba un viento fuerte, suficientemente fuerte como para hacerle perder casi el equilibrio y ella se agarró a la crin del caballo, su corazón palpitó cuando alzó la vista y vio la vasta extensión, la locura de lo que estaba a punto de hacer.

“Mantén la cabeza agachada y la capucha baja”, susurró Fithe con urgencia. “Si te ven, si ven que eres una chica, sabrán que no debes estar aquí. Te mandarán de vuelta. Espera hasta que lleguemos al extremo de la Cresta. Hay otra plataforma esperando que te bajará al otro lado. A ti y solo a ti”.

La respiración de Stara se aceleraba mientras cruzaban el ancho altiplano de piedra y pasaban caballeros que caminaban rápidamente, Stara mantenía la cabeza agachada, lejos de las ojos fisgones de los soldados.

Finalmente, se detuvieron y él susurró:

“Bien. Mira hacia arriba”.

Stara se sacó la capucha, tenía el pelo cubierto de sudor y, al hacerlo, se quedó deslumbrada por la visión: dos soles enormes y hermosos, todavía rojos, salían en la gloriosa mañana del desierto, el cielo estaba cubierto por un millón de sombras de rosas y morados. Parecía que fueran los albores del mundo.

Echó un vistazo y vio el Gran Desierto entero extenderse ante ella, parecía llegar hasta el fin del mundo. En la distancia estaba el rabioso Muro de Arena y, a su pesar, miró directamente hacia abajo. Se tambaleó por su miedo a las alturas e inmediatamente deseó no haberlo hecho.

Allá abajo, vio una inclinada caída, directa hacia la base de la Cresta. y, ante ella, vio una plataforma solitaria, vacía, esperándola.

Stara se dio la vuelta y alzó la vista hasta Fithe, que la miraba fija y significativamente.

“¿Estás segura?” preguntó dulcemente. Ella vio en su mirada que tenía miedo por ella.

Stara sintió que un rayo de temor la recorría, pero entonces pensó en Reece y asintió sin dudar.

Él también asintió cordialmente.

“Gracias”, dijo. “No sé cómo te lo podré devolver jamás”.

Él le sonrió.

“Encuentra al hombre que amas”, respondió. “Si no puedo ser yo, por lo menos que sea otra persona”.

Él le tomó la mano, la besó, hizo una reverencia, se dio la vuelta y se marchó. Stara observaba cómo se iba, su corazón estaba lleno de agradecimiento hacia él. Si no hubiera amado a Reece como lo hacía, quizás él sería un hombre al que querría.

Stara se dio la vuelta, se armó de valor, se cogió a la crin del caballo y dio el primer trascendental paso hacia la plataforma. Intentaba no mirar al Gran Desierto, al viaje que había ante ella que casi con toda seguridad significaría su muerte. Pero lo hizo.

Las cuerdas crujían, la plataforma se balanceaba y, mientras los soldados bajaban las cuerdas, centímetro a centímetro, empezó a descender, sola, hacia la nada.

Reece, pensó, puede que muera. Pero atravesaré el mundo por ti.




CAPÍTULO SEIS


Erec estaba en la proa del barco, Alistair y Strom estaban a su lado, y miraba detenidamente las llenas aguas del río del Imperio que había debajo de ellos. Observó cómo la embravecida corriente desviaba el barco hacia la izquierda, lejos del canal que los hubiera llevado a Volusia, a Gwendolyn y a los demás, y se sintió dividido. Quería rescatar a Gwendolyn, evidentemente; y, sin embargo, también debía cumplir su sagrada promesa a aquellos aldeanos liberados, de liberar su aldea vecina y aniquilar la guarnición del Imperio que había por allí cerca. Al fin y al cabo, si no lo hacía, los soldados del Imperio pronto matarían a los hombres liberados y todos los esfuerzos de Erec al respecto habrían sido en vano, dejando su aldea de nuevo en las manos del Imperio.

Erec alzó la vista y examinó el horizonte, muy consciente del hecho que, cada momento que pasaba, cada vendaval, cada golpe de remo los estaba alejando más de Gwendolyn, de su primera misión y, sin embargo, él sabía que a veces uno debía desviarse de la misión para hacer aquello que era más honorable y correcto. Entendió que la misión no siempre era lo que pensabas que sería. A veces estaba en constante cambio; a veces era un viaje secundario en el camino que acababa siendo la misión real.

Aún así, Erec decidió para sus adentros doblegar la guarnición del Imperio lo más rápido posible y desviarse río arriba hacia Volusia, para salvar a Gwendolyn antes de que fuera demasiado tarde.

“¡Señor!” exclamó una voz.

Erec alzó la vista y vio a uno de sus soldados arriba en el mástil señalando hacia el horizonte. Se dio la vuelta para verlo y, mientras su barco pasaba una curva en el río y las corrientes se levantaban, la sangre de Erec se aceleró al ver un fuerte del Imperio, abarrotado de soldados, posado en el borde del río. Era un edificio cuadrado y de color verde parduzco, construido con piedra, de planta baja, con capataces del Imperio formando fila a su alrededor, aunque ninguno miraba hacia el río. En cambio, todos observaban la aldea de esclavos que había allá abajo, llena de aldeanos, todos bajo el látigo y la vara de los capataces del Imperio. Los soldados azotaban a los aldeanos sin piedad, torturándolos en las calles con trabajos forzosos, mientras los soldados que había arriba miraban hacia abajo y se reían de la escena.

Erec enrojeció por la indignación, furioso por la injusticia de todo aquello. Se sintió justificado por haber desviado a sus hombres en esa dirección río arriba y decidido a enmendar las injusticias y a hacerles pagar. Puede que solo fuera una gota en el cubo de la farsa del Imperio y, aún así, Erec sabía que no se podía subestimar lo que significaba la libertad incluso para pocas personas.

Erec vio que las orillas estaban llenas de barcos del Imperio, vigilados con desinterés, ninguno de ellos esperaba un ataque. Era evidente que no: no había fuerzas hostiles en el Imperio, ninguna que el gran ejército del Imperio pudiera temer.

Ninguno, claro está, aparte del de Erec.

Erec sabía que aunque superaban en número a Erec y a sus hombres, ellos tenían la ventaja de la sorpresa. Si podían atacar lo suficientemente rápido, quizás podrían aniquilarlos a todos.

Erec se giró hacia sus hombres y vio que Strom estaba a su lado, esperando ansioso sus órdenes.

“Ponte al mando del barco que hay a mi lado”, ordenó Erec a su hermano pequeño y, tan pronto como hubo pronunciado sus palabras, su hermano se puso en acción. Atravesó corriendo la cubierta, saltó por el barandal y fue a parar al barco que navegaba a su lado, donde se dirigió rápidamente a proa y se puso al mando.

Erec se dirigió a sus soldados, que se reunieron a su alrededor, esperando sus órdenes.

“No quiero que adviertan nuestra presencia”, dijo. “Debemos acercarnos todo lo que podamos. Arqueros, ¡preparados!” exclamó. ¡Y todos vosotros, agarrad vuestras lanzas y arrodillaos!”

Todos los soldados tomaron posiciones, agachados a lo largo del barandal, filas y filas de hombres de Erec en línea, todos sujetando lanzas y arcos, todos bien disciplinados, aguardando con paciencia su orden. Las corrientes se levantaron, Erec vio que las fuerzas del Imperio se acercaban amenazadoras y sintió una conocida aceleración en sus venas: la batalla estaba en el aire.

Se acercaron más y más, ahora estaban a menos de cien metros y el corazón de Erec latía con fuerza, esperando que no los detectaran, notando la impaciencia de todos los hombres a su alrededor, esperando para atacar. Solo necesitaban estar al alcance y, cada movimiento del agua, cada palmo que avanzaban sabía que era de valiosa ayuda. Solo tenían una oportunidad con sus lanzas y sus flechas y no podían fallar.

Venga, pensó Erec. Solo un poco más cerca.

A Erec le dio un vuelco el corazón cuando un soldado del Imperio de repente se giró con desinterés y observó las aguas y, a continuación, entrecerró los ojos confundido. Estaba a punto de divisarlos y era demasiado pronto. Todavía no los tenían a tiro.

Alistair, que estaba a su lado, también lo vio. Antes de que Erec pudiera dar la orden de empezar la batalla pronto, ella se puso de repente de pie y, con una expresión serena y de confianza, levantó su mano derecha. Una bola amarilla apareció en ella, echó su brazo hacia atrás y la lanzó hacia delante.

Erec observó maravillado cómo la esfera de luz flotaba en el aire por encima de ellos y bajaba como un arcoíris sobre ellos. Enseguida apareció una neblina, que los ocultó, protegiéndolos de los ojos del Imperio.

Ahora el soldado del Imperio miraba la neblina, confundido, sin ver nada. Erec se giró y sonrió a Alistair sabiendo que, una vez más, estaría perdido sin ella.

La flota de Erec continuaba navegando, ahora perfectamente escondida, y Erec echó una mirada a Alistair en agradecimiento.

“Su mano es más fuerte que mi espada, mi señora”, dijo con una reverencia.

Ella le sonrió.

“Todavía debes ganar tu batalla”, respondió ella.

El viento los acercaba más, la neblina permanecía con ellos y Erec veía que todos sus hombres deseaban disparar sus flechas, arrojar sus lanzas. Lo comprendía; a él también le quemaba la lanza en la mano.

“Todavía no”, susurró a sus hombres.

Mientras se separaban de la neblina, Erec empezó a entrever soldados del Imperio. Estaban en las murallas, con sus brillantes y musculosas espaldas, levantando los látigos en alto y azotando a los aldeanos, el chasquido de sus látigos se oía incluso desde allí. Otros soldados estaban observando el río, claramente alertados por el hombre que vigilaba y todos miraban sospechosos hacia la neblina, como si sospecharan algo.

Erec estaba muy cerca ahora, sus barcos apenas a diez metros, sentía el latir de su corazón en los oídos. La neblina de Alistair empezaba a despejar y supo que había llegado el momento.

“¡Arqueros!” ordenó Erec. “¡Fuego!”

Docenas de sus arqueros, a lo largo y ancho de su flota, se levantaron, apuntaron y dispararon.

El cielo se llenó con el sonido de las flechas dejando la cuerda, surcando el aire y el cielo oscureció con la nube de flechas letales, que dibujaban un arco en el aire para ir a parar a la orilla del Imperio.

Un instante después, los gritos sonaron en el aire, mientras la nube de mortíferas flechas descendía sobre los soldados del Imperio que abarrotaban el fuerte. La batalla había empezado.

Sonaban cuernos por todas partes, alertando a la guarnición del Imperio, que se apresuró a defender.

“¡LANZAS!” gritó Erec.

Strom fue el primero en levantarse y arrojar su lanza, una hermosa lanza de plata, que atravesó silbando el aire mientras volaba a una velocidad tremenda hasta encontrar un lugar en el corazón del estupefacto comandante del Imperio.

Erec lanzó la suya tras él, uniéndose al arrojar su lanza de oro y aniquilar a un comandante del Imperio que estaba en la otra punta de la fortaleza. A lo largo y ancho de su flota se unieron sus filas de hombres, arrojando sus lanzas y asesinando a los sobresaltados soldados del Imperio que apenas tuvieron tiempo de agruparse.

Cayeron docenas de ellos y Erec supo que su primera descarga había sido un éxito; pero todavía quedaban centenares de soldados y, cuando el barco de Erec se detuvo, tocando bruscamente la orilla, supo que había llegado el momento de la batalla cuerpo a cuerpo.

“¡AL ATAQUE!” exclamó.

Erec desenfundó su espada, saltó al aire por el barandal, cayendo a casi cinco metros antes de ir a parar a la arenosa orilla del Imperio. A su alrededor sus hombres lo seguían, centenares de hombres fuertes, todos a la carga por la playa, esquivando las flechas y las lanzas del Imperio cuando salieron de la neblina a través de la arena abierta hacia el fuerte del Imperio. Los soldados del Imperio también se agruparon y fueron corriendo a su encuentro.

Erec se preparó mientras un enorme soldado del Imperio iba directo hacia él, chillando, levantando su hacha y balanceándola a los lados hacia la cabeza de Erec. Erec se agachó, lo apuñaló en la barriga y salió corriendo hacia delante. Erec, notándose su reflejos para la batalla, apuñaló a otro soldado en el corazón, esquivó un golpe de hacha de otro, después se dio la vuelta y le atravesó el pecho. Otro lo atacó por detrás y, sin girarse, le dio un golpe de codo en el riñón, haciéndolo caer de rodillas.

Erec corría a través de las filas de soldados, más rápido, más veloz y más fuerte que nadie en el campo, dirigiendo a sus hombres como si fueran uno, matando a los soldados del Imperio mientras se dirigían al fuerte. La lucha se intensificó, cuerpo a cuerpo, y aquellos soldados del Imperio, que casi les doblaban el tamaño, eran adversarios feroces. A Erec se le partía el corazón al ver que muchos de sus hombres caían a su alrededor.

Pero Erec, decidido, se movía como un rayo con Strom a su lado y era más actuaba con más astucia que ellos a diestro y siniestro. Corría por la playa como un demonio que hubiera escapado del infierno.

El asunto no tardó en terminarse. Todo estaba en silencio en la arena mientras la playa, ahora roja, estaba llena de cadáveres, la mayoría de ellos eran cuerpos de los soldados del Imperio. Sin embargo, demasiados de ellos eran los cuerpos de sus propios hombres.

Erec, lleno de rabia, se dirigió hacia el fuerte, que todavía estaba lleno de soldados. Tomó los escalones de piedra del lateral seguido por todos sus hombres y se encontró con un soldado que venía corriendo hacia él. Lo apuñaló en el corazón, justo antes de que este pudiera bajar un martillo de doble mango hacia su cabeza. Erec se apartó hacia un lado y el soldado, muerto, pasó por su lado cayendo por las escaleras. Apareció otro soldado, dando cuchilladas hacia Erec antes de que este pudiera reaccionar y Strom dio un paso hacia delante y, con un gran sonido metálico y una llovizna de chispas, paró el golpe antes de que alcanzara a su hermano y le dio un codazo al soldado con la empuñadura de su espada, tirándolo por el filo y haciendo que chillara hasta la muerte.

Erec continuaba al ataque, subiendo las escaleras de cuatro en cuatro hasta llegar a la parte superior del fuerte de piedra. Las docenas de soldados que quedaban en la parte superior ahora estaban aterrorizados al ver a todos sus hermanos muertos y, cuando vieron que Erec y sus hombres llegaron a la parte superior, dieron la vuelta y empezaron a huir. Bajaron corriendo por el otro extremo del fuerte, hacia las calles de la aldea y, al hacerlo, se encontraron con una sorpresa: los aldeanos ahora se habían envalentonado. Sus expresiones se habían transformado del terror a la rabia y se alzaron a la una. Se volvieron en contra de sus captores del Imperio, les arrancaron los látigos de las manos y empezaron a azotar a los soldados que huían mientras corrían en la otra dirección.

Los soldados del Imperio no se lo esperaban y, uno a uno, cayeron bajo los látigos de los esclavos. Los esclavos continuaron azotándolos mientras estaban tirados en el suelo, una y otra y otra vez hasta que, finalmente, dejaron de moverse. Se había hecho justicia.

Erec estaba en lo alto del fuerte, respirando con dificultad, con sus hombres a su lado y estudió la situación en silencio. La batalla había terminado. Allá abajo, a los aturdidos aldeanos les llevó un minuto asimilar lo que había sucedido, pero no tardaron mucho en hacerlo.

Uno a uno empezaron a vitorear y un gran grito de alegría se levantó en el cielo, más y más fuerte, mientras sus rostros se llenaban de pura alegría. Era un grito de libertad. Erec sabía que esto hacía que todo valiera la pena. Sabía que este era el significado del valor.




CAPÍTULO SIETE


Godfrey estaba sentado en el suelo de piedra del cuarto subterráneo del palacio de Silis, Akorth, Fulton, Ario y Merek estaban a su lado, Dray a sus pies y Silis y sus hombres delante de ellos. Todos estaban allí sentados tristes, con las cabezas bajas, cogiéndose las rodillas con las manos y sabiendo que estaban esperando la muerte. La habitación temblaba con el ruido sordo de la guerra que se libraba allá arriba, de la invasión de Volusia, el sonido de su ciudad siendo saqueada resonaba en sus oídos. Todos estaban allí sentados, esperando, mientras los Caballeros de los Siete hacían Volusia añicos por encima de sus cabezas.

Godfrey tomó otro trago de su zurrón de vino, el último zurrón de vino que quedaba en la ciudad, para intentar anestesiar el dolor, la certeza de su muerte inminente a manos del Imperio. Se miraba fijamente los pies mientras se preguntaba cómo había podido llegar a aquello. Hace unas lunas, estaba a salvo dentro del Anillo, bebiendo todo lo que quería, sin otra preocupación que no fuera qué taberna o qué prostíbulo debía visitar una noche cualquiera. Ahora aquí estaba, al otro lado del océano, en el Imperio, atrapado bajo tierra en una ciudad que se estaba quedando en ruinas, tras haber levantado una pared en su propia tumba.

Su cabeza daba zumbidos y él intentaba aclarar su mente, concentrarse. Percibía lo que sus amigos estaban pensando, podía sentir el desprecio en sus miradas fulminantes: nunca tendrían que haberlo escuchado; tendrían que haber escapado cuando tuvieron la ocasión. Si no hubieran vuelto a por Silis, podrían haber llegado al puerto, subido a un barco y ahora estarían lejos de Volusia.

Godfrey intentaba consolarse con el hecho de que, por lo menos, había devuelto un favor y había salvado la vida de aquella mujer. Si no hubiera llegado a tiempo para advertirle que bajara, seguramente ahora estaría allí arriba muerta. Esto debía de valer la pena, incluso aunque fuera impropio de él.

“¿Y ahora qué?” preguntó Akorth.

Godfrey se dio la vuelta y vio que le estaba lanzando una mirada acusadora, expresando la pregunta que quemaba en la mente de todos ellos.

Godfrey miró a su alrededor y examinó la pequeña y sombría habitación, con las antorchas parpadeando, casi apagadas. Lo único que tenían eran sus míseras provisiones y un zurrón de cerveza, que estaban en un rincón. Era un velatorio. Todavía escuchaba el ruido de la guerra allá arriba, incluso a través de aquellos gruesos muros, y se preguntaba cuánto tiempo durar aquella invasión. ¿Horas? ¿Días? ¿Cuánto tiempo les llevaría a los Caballeros de los Siete conquistar Volusia? ¿Se marcharían?

“No es a nosotros a quien quieren”, observó Godfrey. “Es el Imperio luchando contra el Imperio. Tienen una venganza contra Volusia. No tienen ningún problema con nosotros”.

Silis negó con la cabeza.

“Ocuparán este lugar”, dijo con pesimismo, cortando el silencio con su fuerte voz. “Los Caballeros de los Siete nunca se retiran.

Todos se quedaron en silencio.

“Entonces ¿durante cuánto tiempo podemos vivir aquí abajo?” preguntó Merek.

Silis negó con la cabeza mientras echaba un vistazo a sus provisiones.

“Una semana, quizás”, respondió.

Entonces se escuchó un tremendo retumbo proveniente de arriba y Godfrey se encogió al notar que el suelo temblaba bajo sus pies.

Silis se puso de pie de un salto, inquieta, andando de un lado al otro, examinando el techo mientras el polvo empezaba a colarse, cayendo como la lluvia sobre todos ellos. Sonaba como si de una avalancha de piedras sobre ellos se tratara y ella lo observaba como un dueño de la casa preocupado.

“Han violado mi castillo”, dijo, más para sí misma que para ellos.

Godfrey vio la mirada de dolor en su rostro y la reconoció como la mirada de alguien que pierde todo lo que tenía.

Se giró y miró a Godfrey agradecida.

“Si no fuera por ti, ahora estaría allí arriba. Salvaste nuestras vidas”.

Godfrey suspiró.

“¿Y para qué?” preguntó molesto. “¿De qué ha servido? ¿Para que todos muramos aquí abajo?”

Silis parecía abatida.

“Si nos quedamos aquí”, preguntó Merek, “¿moriremos todos?”

Silis se giró hacia él y asintió con tristeza.

“Sí”, contestó rotundamente. “No hoy ni mañana, pero en unos pocos días, sí. Ellos no pueden bajar aquí, pero nosotros no podemos subir. Muy pronto nuestras provisiones se acabarán”.

“¿Y entonces qué?” preguntó Ario, mirándola. “¿Tiene pensado morir aquí abajo? Porque yo, por mi parte, no”.

Silis andaba de un lado al otro, con el ceño fruncido, y Godfrey veía que estaba pensando largo y tendido.

Entonces, finalmente, se detuvo.

“Existe una posibilidad”, dijo. “Es peligrosa. Pero podría funcionar”.

Se dio la vuelta y los miró y Godfrey se aguantó la respiración lleno de esperanza y a la expectativa.

“En tiempos de mi padre, había un pasaje subterráneo bajo el castillo”. dijo ella. “Lleva al otro lado de los muros del castillo. Podemos encontrarlo, si es que todavía existe, y marchar de noche, bajo el refugio de la oscuridad. Podemos intentar llegar a la ciudad, al puerto. Podemos tomar uno de mis barcos, si todavía queda alguno, y marchar de este lugar.

Se hizo un silencio largo e incierto en la habitación.

“Peligroso”, dijo finalmente Merek con voz grave. “La ciudad estará a rebosar con el Imperio. ¿Cómo vamos a atravesarla sin que nos maten?”

Silis encogió los hombros.

“Es cierto”, respondió. “Si nos cogen, nos matarán. Pero si salimos cuando sea lo suficientemente oscuro y matamos a todo aquel que se interponga en nuestro camino, quizás lleguemos al puerto”.

“¿Y qué sucede si encontramos el pasaje y llegamos hasta el puerto y sus barcos no están allí?” preguntó Ario.

Ella lo miró.

“Ningún plan es seguro”, dijo. “Puede que muramos allá fuera y también puede ser que muramos aquí abajo”.

“La muerte nos llega a todos”, interrumpió Godfrey, con una nueva sensación de propósito, mientras se levantaba y miraba a los demás, sintiéndose resuelto mientras vencía sus miedos. “La cuestión es cómo deseamos morir: ¿aquí abajo, encogidos de miedo como ratas? ¿O allá arriba, optando a nuestra libertad?”

Lentamente, de uno en uno, todos los demás se levantaron. Le miraron y todos asintieron solemnemente.

En aquel momento, supo que se había formado un plan. Aquella noche escaparían.




CAPÍTULO OCHO


Loti y Loc caminaban uno al lado del otro bajo el abrasante sol del desierto, encadenados entre ellos, mientras los capataces del Imperio que había tras ellos los azotaban con el látigo. Caminaban por el páramo y, mientras tanto, Loti se preguntaba una vez más por qué su hermano los había ofrecido voluntariamente para aquel peligroso y agotador trabajo. ¿Se había vuelto loco?

“¿En qué estabas pensando?” le susurró ella. Los empujaban por detrás y Loc perdió el equilibrio y tropezó hacia delante y Loti lo cogió por su brazo bueno antes de que cayera.

“¿Por qué nos ofreciste como voluntarios?” añadió.

“Mira hacia delante”, dijo él, recuperando el equilibrio. “¿Qué ves?”

Loti miró hacia delante y no vio nada aparte del monótono desierto que se extendía ante ellos, lleno de esclavos, con el suelo duro por las piedras; más allá de todo esto, vio una pendiente que llevaba a una cresta, encima de la cual trabajaban una docena más de esclavos. Había capataces por todas partes, el ruido de los látigos era intenso en el aire.

“No veo nada”, respondió impaciente, “que no sea más de lo mismo: esclavos a los que los capataces hacen trabajar hasta morir”.

De repente, Loti sintió un dolor agudo en la espalda, como si le estuvieran arrancando la piel y soltó un grito mientras la azotaban en la espalda y el látigo le cortaba la piel.

Se giró y vio la cara ceñuda del capataz que había detrás de ella.

“¡Silencio!”, ordenó este.

Loti sintió ganas de gritar por el intenso dolor, pero se mordió la lengua y continuó caminando al lado de Loc, con las cadenas traqueteando bajo el sol. Juró matar a todos aquellos miembros del Imperio tan pronto como pudiera.

Continuaron la marcha en silencio, con el único ruido de sus botas haciendo crujir la piedra que había debajo. Finalmente, Loc se acercó un poco más a su lado.

“No es lo que ves”, susurró, “sino lo que no ves. Mira más de cerca. Allá arriba, en la cresta”.

Ella examinó el paisaje, pero no vio nada.

“Tan solo hay un capataz allá arriba. Uno. Para dos docenas de esclavos. Mira hacia atrás, hacia el valle, a ver cuántos hay”.

Loti echó una mirada furtiva por encima del hombro y, en el valle que se extendía allá abajo, vio docenas de capataces supervisando esclavos, que rompían las piedras y araban la tierra. Se giró y miró de nuevo la cresta y comprendió por primera vez lo que su hermano tenía en mente. No solo había un único capataz, sino que aún mejor, había un zerta a su lado. Un medio para escapar.

Estaba impresionada.

Él asintió a modo de entendimiento.

“La cima de la cresta es la base de trabajo más peligrosa”, susurró él. “La más calurosa, la menos deseada por el esclavo y por el capataz por igual. Pero esto, hermana mía, es una oportunidad”.

De repente a Loti le golpearon en la espalda y tropezó hacia delante junto a Loc. Los dos se enderezaron y continuaron hacia la cresta, a Loti le costaba respirar, intentaba recuperar la respiración bajo la temperatura, que iba en ascenso, mientras subían. Pero esta vez, al mirar hacia arriba, su corazón se llenó de optimismo y latía más rápido en su garganta: finalmente, tenían un plan.

Loti nunca había pensado que su hermano fuera valiente, que estuviera dispuesto a correr un riesgo así, a enfrentarse al Imperio. Pero ahora, mientras lo miraba, veía la desesperación en sus ojos, veía que por fin pensaba como ella. Lo veía bajo una nueva luz y lo admiraba enormemente por ello. Era exactamente el tipo de plan que se le hubiera ocurrido a ella.

“¿Y qué pasa con nuestras cadenas?” susurró ella, mientras se aseguraba de que los capataces no estuvieran mirando.

Loc hizo un gesto con la cabeza.

“Su silla de montar”, respondió Loc. “Mírala atentamente”.

Loti miró y vio una larga espada colgando de ella; se dio cuenta de que podían usarla para cortar las cadenas. Podían escapar de allí.

Con una sensación de optimismo por primera vez desde que la capturaron, Loti miró detenidamente a los otros esclavos que estaban en la cima del pico. Todos ellos eran hombres y mujeres rotos, encorvados, haciendo su trabajo de forma mecánica, ninguno de ellos tenía resistencia en su mirada; supo enseguida que ninguno de ellos sería de ayuda para su causa. Para ella estaba bien, no necesitaban su ayuda. Solo necesitaban una oportunidad y que todos aquellos otros esclavos sirvieran de distracción.

Loti sintió una última patada en los riñones, tropezó hacia delante y fue a parar de cara al suelo justo cuando llegaron a la cima de la cresta. Sintió que unas manos ásperas la arrastraban hasta ponerla de pie y, al girarse, vio que el capataz la empujaba bruscamente antes de darse la vuelta y emprender de nuevo el camino cresta abajo, dejándolos allí.

“¡Poneos en fila!” exclamó un nuevo capataz, el único que estaba en la cima de la cresta.

Loti sintió que sus manos callosas la agarraban por la nuca y la empujaban; sus cadenas repiquetearon mientras corría hacia delante, tropezando en el campo de trabajo de los esclavos. Le entregaron una azada larga con la punta de hierro y, a continuación, la empujaron por última vez, pues el capataz del Imperio esperaba que se pusiera a labrar la tierra como todos los demás.

Loti se giró, vio que Loc le hacía un gesto significativo con la cabeza y sintió que el fuego ardía en sus venas; sabía que era ahora o nunca.

Loti soltó un grito, levantó la azada, la blandió y la bajó con todas sus fuerzas. Se quedó aturdida al sentir el golpe seco, al verla clavada en la parte de atrás de la cabeza del capataz.

Loti la había blandido tan rápido, tan decididamente, que estaba claro que él no se lo esperaba para nada. No había tenido tiempo ni para reaccionar. Estaba claro que ninguno de los esclavos que había allí, rodeados por todos aquellos capataces y sin ningún lugar al que huir, no se atrevería nunca a hacer un movimiento así.

Loti sentía el zumbido de la azada en sus manos y brazos y observó conmocionada, y después satisfecha, cómo el guardia tropezaba hacia delante y caía. Con la espalda todavía ardiéndole por los azotes, parecía una vindicación.

Su hermano dio un paso adelante, levantó su propia azada en alto y cuando el capataz empezaba a retorcerse, la bajó justo a la parte de atrás de su cabeza.

Finalmente, el capataz se quedó quieto.

Con la respiración agitada, cubierta por el sudor, con el corazón latiéndole fuerte todavía, Loti dejó caer la azada incrédula, rociada con la sangre del hombre e intercambió una mirada con su hermano. Lo habían conseguido.

Loti sentía las miradas curiosas de los otros esclavos que habían a su alrededor y se dio la vuelta y vio que todos estaban observando boquiabiertos. Todos se apoyaron sobre sus azadas, dejaron de trabajar y les lanzaron una mirada aterrorizada de descrédito.

Loti sabía que no tenía tiempo que perder. Con Loti a su lado, encadenados juntos, corrió hacia el zerta, levantó la espada larga de su silla con ambas manos, la levantó en alto y se giró.

“¡Vigila!” exclamó para Loc.

Este se preparó mientras ella la bajaba con todas sus fuerzas y cortaba sus cadenas. Saltaron chispas y ella sintió la satisfactoria libertad al deshacerse de sus cadenas.

Se dio la vuelta para marcharse y escuchó un grito.

“¿¡Y qué pasa con nosotros!?” gritó una voz.

Loti se giró y vio que los otros esclavos venían corriendo, sosteniendo sus cadenas. Se dio la vuelta y vio al zerta esperando y supo que el tiempo era oro. Quería dirigirse al este tan pronto como pudiera, en dirección a Volusia, el último lugar al que sabía que Darius se dirigía. Quizás lo encontraría allí. Pero a la vez no podía soportar ver a sus hermanos y hermanas encadenados.

Loti corrió hacia delante, a través de la multitud de esclavos, cortando cadenas a diestro y siniestro hasta que todos ellos estuvieron libres. No sabía dónde irían ahora que lo eran, pero al menos la libertad era suya para hacer lo que desearan.

Loti se giró, se montó en el zerta y le tendió una mano a loc. Él le dio su mano buena y ella tiró de él y, a continuación, le dio un fuerte puntapié al zerta en las costillas.

Mientras partían, Loti estaba emocionada por su libertad y en la distancia ya podía escuchar los gritos de los capataces del Imperio, todos dirigiéndose hacia ella. Pero no podía esperar. Se dio la vuelta y dirigió al zerta cresta abajo, hacia la pendiente contraria, ella y su hermano fueron a parar al desierto, lejos de los capataces y al otro lado de la libertad.




CAPÍTULO NUEVE


Darius alzó la vista atónito, mirando fijamente a los ojos del hombre misterioso que estaba de rodillas ante él.

Su padre.

Mientras Darius miraba fijamente a los ojos del hombre, cualquier noción del tiempo y del espacio se disipó, toda su vida se congeló en aquel momento. De repente, todo tenía sentido: aquella sensación que Darius había tenido desde el momento en que lo vio. Aquella mirada conocida, aquel algo que había estado tirando en su conciencia, que lo había estado molestando desde que se conocieron.

Su padre.

La palabra no parecía ni real.

Allí estaba, de rodillas ante él, le acababa de salvar la vida a Darius, parando un golpe mortífero de un soldado del Imperio, uno que con toda seguridad hubiera matado a Darius. Había arriesgado su vida para atreverse a salir allí solo, a la arena, en el momento en que Darius estaba a punto de morir.

Lo había arriesgado todo por él. Su hijo. Pero ¿por qué?

“Padre”, dijo Darius impresionado, en lo que más bien era un suspiro.

Darius sintió una ráfaga de orgullo al entender que estaba emparentado con aquel hombre, aquel buen guerrero, el mejor guerrero que jamás había conocido. Aquello le hacía sentir que quizás él también podría ser un gran guerrero.

Su padre alargó el brazo y agarró la mano de Darius en un apretón firme y musculoso. Tiró de Darius hasta ponerlo de pie y, al hacerlo, Darius se sintió renovado. Sintió como si tuviera una razón para luchar, una razón para continuar.

Inmediatamente, Darius alargó el brazo para coger la espada que se había caído al suelo, después se giró, junto a su padre y juntos se enfrentaron a la multitud de soldados del Imperio que se acercaba. Con aquellas horribles criaturas ahora muertas, todas muertas por su padre, habían sonado los cuernos y el Imperio había mandado una nueva ola de soldados.

La multitud rugía y Darius echó un vistazo a las espantosas caras de los soldados del Imperio que se les echaban encima, empuñando largas lanzas. Darius se concentró y sintió que el mundo iba más lento mientras se preparaba para luchar por su vida.

Un soldado se dirigía hacia él y le tiró una lanza a la cara y Darius la esquivó justo antes de que impactara en su ojo; a continuación giró rápidamente y mientras el soldado se acercaba para derribarlo, Darius le golpeó en la sien con la empuñadura de su espada, tirándolo al suelo. Darius se agachó cuando otro soldado blandió una espada hacia su cabeza, después se lanzó hacia delante y lo apuñaló en la barriga.

Otro soldado le atacó por el lado, apuntando con su lanza a las costillas de Darius, moviéndose demasiado rápido para que Darius pudiera reaccionar; pero escuchó el ruido de madera golpeando metal y se giró agradecido al ver que su padre apareció y usó su garrote para parar la lanza antes de que golpeara a Darius. Entonces dio un paso adelante y golpeó al soldado entre los ojos, haciéndolo caer al suelo.

Su padre daba vueltas con su garrote y se enfrentaba a grupos de atacantes, el clic-clac de su garrote llenaba el aire mientras él lanzaba con fuerza una estocada tras otra de lanza. Su padre danzaba entre los soldados, como una gacela zigzagueando entre los hombres y empuñando su garrote como un bello objeto, dando vueltas y golpeando a los soldados con destreza, con golpes bien dados en la garganta, entre los ojos, en el diafragma, derribando hombres en todas direcciones. Era como el rayo.

Darius, inspirado, luchaba al lado de su padre como un poseso, haciendo salir la energía de él; daba cuchilladas, se agachaba y daba golpes, su espada hacía un sonido metálico contra las espadas de otros soldados, las chispas volaban mientras avanzaba sin miedo hacia el grupo de soldados. Eran más grandes que él, pero Darius tenía más espíritu y, a diferencia de ellos, estaba luchando por su vida y por su padre. Bloqueó más de un golpe que iba dirigido a su padre, salvándolo de una muerte inesperada. Darius derribaba soldados a diestro y siniestro.

El último soldado del Imperio fue corriendo hacia Darius, levantando una espada en alto con ambas manos por encima de su cabeza y, al hacerlo, Darius se lanzó hacia delante y lo apuñaló en el corazón. El hombre abrió los ojos como platos y lentamente se quedó paralizado y cayó al suelo muerto.

Darius estaba al lado de su padre, los dos espalda contra espalda, con la respiración agitada, valorando su trabajo. A su alrededor, los soldados del Imperio yacían muertos. Eran vencedores.

Darius sentía que allí, al lado de su padre, podía enfrentarse a cualquier cosa de este mundo; sentía que juntos eran una fuerza imparable. Y parecía irreal estar realmente luchando al lado de su padre. Su padre, que él siempre había soñado que era un gran guerrero. Al fin y al cabo, su padre no era una persona cualquiera.

Entonces se escuchó un coro de cuernos y la multitud vitoreó. Al principio Darius esperaba que estuvieran aclamando por su victoria, pero a continuación se abrieron unas enormes puertas de hierro al otro extremo de la arena y supo que lo peor estaba justo a punto de empezar.

Entonces se escuchó el sonido de una trompeta, más fuerte de lo que Darius jamás había escuchado, y le llevó un instante darse cuenta de que no era la trompeta de un hombre, sino la trompa de un elefante. Al mirar hacia la puerta, con el corazón latiendo fuerte ante la expectación, de repente aparecieron, para su sorpresa, dos elefantes completamente negros, con largos colmillos de un blanco reluciente, con los rostros retorcidos por la furia mientras se echaban hacia atrás barritando.

El ruido hacía temblar el mismo aire. Levantaban sus patas delanteras y las bajaban con un estruendo, golpeando el suelo con tanta fuerza que lo hacían temblar, haciendo perder el equilibrio a Darius y a su padre. Encima de ellos iban soldados del Imperio, empuñando lanzas y espadas, vestidos con armaduras de la cabeza a los pies.

Mientras Darius los inspeccionaba, alzando la vista para mirar a aquellas bestias, más grandes que cualquier cosa que se hubiera encontrado en la vida, supo que no había manera que él y su padre pudieran ganar. Se dio la vuelta y vio que su padre estaba allí, sin miedo, sin echarse atrás mientras miraba a la muerte fijamente a la cara de forma estoica. Esto le dio fuerza a Darius.

“No podemos ganar, Padre”, dijo Darius, manifestando lo evidente mientras los elefantes empezaban a ir al ataque.

“Ya hemos ganado, hijo mío”, dijo su padre. “Estando aquí y encarándonos a ellos, sin dar la vuelta y correr, los hemos derrotado. Nuestros cuerpos puede que mueran aquí hoy, pero nuestro recuerdo continúa vivo y ¡será un recuerdo de valor!”

Sin más palabras, su padre soltó un grito y se dispuso a atacar y Darius, inspirado, gritó y fue al ataque a su lado. Los dos corrieron hasta encontrarse con los elefantes, corriendo tan rápido como podían, sin ni siquiera dudar por encontrarse con la muerte de cara.

El momento del impacto no fue lo que Darius esperaba. Esquivó una lanza que el soldado que iba encima del elefante le lanzó directamente a él, después levantó su espada y le dio una cuchillada en el pie al elefante mientras este iba directo hacia él. Darius no sabía cómo golpear a un elefante o si el golpe tendría algún impacto.

No lo tuvo. El golpe de Darius apenas le arañó la piel. La enorme bestia, enfurecida, bajó su trompa y la balanceó hacia los lados, golpeando a Darius en las costillas.

Darius salió volando por los aires a unos nueve metros, sintiendo que le faltaba el aire y cayó de espaldas, dando vueltas por la arena. Dio más y más vueltas, intentando recuperar el aliento mientras escuchó el grito ahogado de la multitud.

Se dio la vuelta e intentó vislumbrar a su padre, preocupado por él, y por el rabillo del ojo vio que arrojaba su lanza hacia arriba, apuntando a los ojos de uno de los enormes elefantes y, a continuación, se apartaba rodando mientras el elefante iba a por él.

Fue un golpe perfecto. Se clavó firmemente en su ojo y, al hacerlo, el elefante gritó y barritó, sus rodillas cedieron cuando tropezó hacia el suelo y rodó, llevándose con él al otro elefante en una enorme nube de polvo.

Darius consiguió ponerse de pie, inspirado y decidido, y fijó la mirada en uno de los soldados del Imperio, que había caído y estaba rodando por el suelo. El soldado logró ponerse sobre sus rodillas, entonces se dio la vuelta y, todavía agarrando su lanza, apuntó hacia la espalda del padre de Darius. Su padre estaba allí, desprevenido, y Darius supo que estaría muerto en un instante.

Darius se puso en acción. Fue hacia el soldado, levantó su espada y, de un corte, le quitó la lanza de la mano, a continuación la blandió y lo decapitó.

La multitud vitoreó.

Pero Darius tuvo poco tiempo para gozar de su triunfo: escuchó un gran estruendo y, al darse la vuelta, vio que el otro elefante -junto con su jinete- había conseguido ponerse de pie y se le echaba encima. Sin tiempo para apartarse de su camino, Darius se tumbó sobre su espalda, cogió la lanza y la sostuvo recta hacia arriba, mientras el pie del elefante se acercaba. Esperó hasta el último momento, entonces se apartó rodando por el suelo de allí mientras el elefante se disponía a aplastarlo contra el suelo.

Darius sintió un fuerte viento cuando el pie del elefante pasó a toda velocidad por su lado, no tocándolo por centímetros y, a continuación, escuchó un grito y el ruido del impacto de la lanza en la carne. La lanza se levantó hacia arriba, atravesó su carne y salió por el otro lado.

El elefante corcoveaba y chillaba, corriendo en círculos y, mientras lo hacía, el soldado del Imperio que iba montado en él, perdió el equilibrio y cayó desde unos quince metros, gritando al llegar al suelo para encontrarse con su muerte, aplastado por la caída.

El elefante, todavía llevado por la furia, se balanceó hacia el otro lado y golpeó a Darius con su trompa haciendo que saliera volando una vez más y cayera en la otra dirección, Darius sentía como si todas sus costillas se estuvieran rompiendo.

Mientras Darius andaba sobre sus manos y sus rodillas, intentando recuperar la respiración, alzó la vista y vio a su padre luchando con valor contra varios soldados del Imperio que habían dejado salir por las puertas para ayudar a los demás. Giraba y acuchillaba y daba golpes con su garrote, derribando a varios de ellos en todas direcciones.

El primer elefante que había caído, con la lanza todavía en el ojo, consiguió ponerse de pie, alentado por un latigazo de otro soldado del Imperio que se subió de un salto sobre su lomo. Bajo su mando, el elefante se rebeló y después fue directo hacia el padre de Darius quien, desprevenido, continuaba luchando contra los soldados.

Darius observaba cómo sucedía mientras estaba allí sin poder hacer nada, su padre demasiado lejos de él y él incapaz de llegar allí a tiempo. El tiempo iba más despacio mientras él veía cómo el elefante se dirigía directamente hacia él.

“¡NO!” gritó Darius.

Darius observó horrorizado cómo el elefante iba corriendo a toda velocidad hacia delante, directo hacia su padre, que estaba desprevenido. Darius echó a correr por el campo de batalla, a toda prisa para llegar a tiempo y salvarlo. Pero sabía que aunque corriera, aquello era inútil. Era como observar cómo su mundo se hacía pedazos a cámara lenta.

El elefante bajó sus colmillos, corrió hacia delante y atravesó a su padre por la espalda.

Su padre gritó, mientras le salía la sangre por la boca y el elefante lo levantaba por los aires.

Darius sintió que su corazón se cerraba en un puño mientras veía a su padre, el guerrero más valiente que jamás había visto, por los aires, atravesado por el colmillo, luchando por liberarse a pesar de que estaba muriendo.

“¡PADRE!” chilló Darius.




CAPÍTULO DIEZ


Thorgin estaba en la proa del barco, agarrando con fuerza la empuñadura de su espada y mirando horrorizado al enorme monstruo marino que salía de las profundidades del mar. Era del mismo color que el mar de sangre que había allá abajo y, al alzarse más y más, proyectaba una sombra sobre la poca luz que había en aquella Tierra de Sangre. Abrió sus enormes mandíbulas, dejando al descubierto docenas de filas de afilados dientes y lanzaba sus tentáculos en todas direcciones, algunos de ellos más largos que el barco, como si una criatura llegara de las mismas profundidades del infierno para darles un abrazo.

Entonces se precipitó hacia el barco, dispuesto a tragárselos a todos.

Al lado de Thorgrin, Reece, Selese, O’Connor, Indra, Matus, Elden y Angel, todos ellos sujetando sus armas, se mantenían firmes y sin miedo delante de aquella bestia. Thor reforzó su decisión al notar que la Espada de los Muertos vibraba en su mano y supo que debía pasar a la acción. Tenía que proteger a Angel y a los demás y sabía que no podía esperar a que la bestia viniera hacia ellos.

Thorgrin saltó hacia delante para ir a su encuentro, se puso encima del barandal, levantó la espada por encima de su cabeza y, cuando uno de los tentáculos se acercó balanceándose por un lado hacia él, él blandió la espada y lo cortó. El enorme tentáculo, amputado, cayó al barco con un ruido hueco, haciéndolo temblar y después resbaló por cubierta hasta chocar con un estruendo contra el barandal.

Los otros tampoco dudaron. O’Connor soltó una avalancha de flechas hacia los ojos de la bestia, mientras Reece cortaba otro tentáculo que bajaba por la cintura de Selese. Indra arrojó su lanza, que le perforó el pecho, Matus blandió su mayal, que le amputó otro tentáculo, y Elden usó su hacha para cortarle dos de un golpe. A la una, la Legión cayó sobre aquella bestia, atacándola como una máquina precisa.

La bestia chilló furiosa, con varios tentáculos perdidos y perforada por flechas y lanzas, estaba claro que la habían cogido desprevenida con un ataque coordinado. Con su primer ataque detenido, gritó todavía más alto por la frustración, salió disparada hacia el aire y con la misma rapidez se sumergió bajo la superficie, creando nuevas olas y haciendo que el barco se balanceara a su paso.

Thor miraba fijamente en el repentino silencio, perplejo, y por un instante pensó que quizás se había retractado, que la habían derrotado, especialmente al ver el charco de sangre de la bestia en la superficie. Pero entonces tuvo el presentimiento de que todo se había quedado muy tranquilo demasiado pronto.

Y entonces, demasiado tarde, se dio cuenta de lo que la bestia estaba a punto de hacer.

“¡AGARRAOS!” exclamó Thor a los demás.

Thor apenas había pronunciado las palabras cuando sintió que el barco se levantaba del agua de manera insegura, más y más alto, hasta que estuvo en el aire, en los tentáculos de la bestia. Thor bajó la mirada y vio a la bestia allí abajo, con sus tentáculos rodeando el barco de proa a popa. Se preparó para la colisión que estaba por llegar.

La bestia arrojó el barco y este salió volando por los aires como un juguete, todos ellos intentaban sujetarse con todas sus fuerzas, hasta que finalmente fue a parar al mar, con un violento balanceo.

Thor y los demás se soltaron y fueron resbalando por cubierta por todas partes, dándose golpes contra la madera mientras el barco se sacudía y daba vueltas. Thor divisó a Angel resbalando por la cubierta, en dirección al barandal, a punto de caer por la borda y, alargando el brazo, cogió su pequeña mano, sujetándola con fuerza mientras ella lo miraba presa por el pánico.

Finalmente, el barco se enderezó. Thor se puso de pie con dificultad, igual que los demás, preparándose para el siguiente ataque y, tan pronto como lo hizo, vio que la bestia nadaba hacia ellos a toda velocidad, agitando sus tentáculos. Agarraba el barco por todos lados, sus tentáculos trepaban por los bordes, por encima de la cubierta y venían directos hacia ellos.

Thor escuchó un grito y, al echar un vistazo, vio a Selese, con un tentáculo enredado en su tobillo, resbalando por cubierta, mientras tiraba de ella por la borda. Reece giró rápidamente y cortó el tentáculo, pero con la misma rapidez otro tentáculo agarró a Reece por el brazo. Más y más tentáculos trepaban por el barco y, al sentirse uno en su propio muslo, miró a su alrededor y vio a todos sus hermanos de la Legión moviéndose incontrolablemente, cortando tentáculos. Por cada uno que cortaban, aparecían dos más.

Todo el barco estaba cubierto y Thor sabía que si no hacía algo pronto, serían succionados hacia abajo para siempre. Escuchó un chillido, arriba en el cielo y, al alzar la mirada, vio a una de las criaturas malignas que habían escapado del infierno, volando por encima, echándoles una mirada burlona mientras se iba volando.

Thor cerró los ojos, consciente de que aquella era una de sus pruebas, uno de los momentos trascendentales de su vida. Intentó bloquear el mundo, para concentrarse en su interior. En su entrenamiento. En Argon. En su madre. En sus poderes. Él era más fuerte que el universo, lo sabía. Había poderes en lo profundo de su ser, poderes que estaban por encima del mundo físico. Aquella criatura era de esta tierra, pero los poderes de Thor eran más grandes. Él podía reunir los poderes de la naturaleza, los mismos poderes que habían creado aquella bestia y enviarla de vuelta al infierno del que había venido.

Thor alargó el brazo y colocó la mano en el tentáculo de la bestia y, al hacerlo, lo chamuscó. La bestia lo retiró de su muslo de inmediato, como si le hubiera quemado.

Thor se puso de pie, se sentía un hombre nuevo. Se giró y vio que la bestia echaba la cabeza hacia atrás por el borde del barco, abriendo sus mandíbulas, preparada para tragárselos a todos. Vio a sus hermanos y hermanas de la Legión resbalando, a punto de ser arrastrados por la borda.

Thor soltó un gran grito de guerra y fue hacia la bestia. Se lanzó hacia ella antes de que pudiera alcanzar a los demás, privado de su espada y estirando sus manos ardientes en su lugar. Agarró a la bestia por la cara y le colocó las manos encima y, al hacerlo, sintió que le abrasaban la cara a la bestia.

Thor la sujetaba con fuerza mientras la bestia chillaba y se retorcía de dolor, intentando soltarse. Lentamente, un tentáculo tras otro, la bestia empezó a soltar el barco y, mientras lo hacía, Thor sentía que su poder crecía dentro de él. Agarró a la bestia con firmeza y levantó ambas manos, sintiendo el peso de la bestia al hacerlo, mientras la hacía subir más y más. Pronto flotó por encima de las manos de Thor, el poder de dentro de Thor la mantenía a flote.

Entonces, cuando la bestia estuvo a unos nueve metros de altura, Thor se dio la vuelta y proyectó sus manos hacia delante.

La bestia salió volando hacia delante, por encima del barco, chillando, dando vueltas sobre sí misma. Voló por los aires unos treinta metros, hasta que finalmente se quedó sin fuerzas. Cayó al mar con un fuerte salpicón, para hundirse bajo la superficie a continuación.

Muerta.

Thor se quedó allí en silencio, su cuerpo entero todavía estaba caliente, y lentamente, uno a uno, los otros se reagruparon, consiguiendo ponerse de pie y acercándose a su lado. Thor estaba allí, respirando con dificultad, aturdido, mirando hacia el mar de sangre. Más allá, en el horizonte, con los ojos fijos en el castillo negro, que asomaba por encima de aquella tierra, el lugar que él sabía que tenía a su hijo.

Había llegado el momento. Ahora no había nada que lo detuviera y, finalmente, era el momento de recuperar a su hijo.




CAPÍTULO ONCE


Volusia estaba delante de sus muchos consejeros en las calles de la capital del Imperio, mirando fijamente atónita al espejo que tenía en la mano. Examinaba su nuevo rostro desde cada ángulo -una mitad todavía era hermosa y la otra mitad estaba desfigurada, derretida- y sintió repugnancia. El hecho de que todavía perdurara aquella mitad de su belleza hacía que todo fuera, de algún modo, peor. Se dio cuenta de que hubiera sido más fácil si se le hubiera desfigurado toda la cara -entonces ella no recordaría nada de su anterior apariencia.

Volusia recordaba su deslumbrante buena imagen, la raíz de su poder, que la había llevado a través de todos los acontecimientos de su vida, que le había permitido manipular a hombres y mujeres por igual, hacer que los hombres se arrodillaran con una sola mirada. Ahora, todo aquello había desaparecido. Ahora, era otra chica de diecisiete años más y, peor aún, medio monstruo. No podía soportar ver su propia cara.

En un ataque de rabia y desesperación, Volusia tiró el espejo y observó cómo se hacía añicos en las prístinas calles de la capital. Todos sus consejeros estaban allí, en silencio, apartando la vista, pues todos sabían que era mejor no hablarle en aquel momento. También quedaba claro para ella, mientras examinaba sus caras, que ninguno de ellos quería mirarla, ver el horror que era ahora su cara.

Volusia miraba a su alrededor en busca de los Volks, deseosa por destrozarlos, pero ya se habían ido, habían desaparecido tan pronto hubieron echado aquella horrible maldición sobre ella. Le habían advertido que no uniera sus fuerzas a ellos y ahora veía que todas las advertencias eran ciertas. Había pagado un buen precio por ello. Un precio que nunca podría restaurarse.

Volusia quería soltar su rabia sobre alguien y su mirada se posó en Brinn, su nuevo comandante, un guerrero imponente que solo tenía unos pocos años más que ella, que la había estado cortejando durante lunas. Joven, alto, musculoso, tenía una increíble apariencia y la había deseado todo el tiempo desde que lo conocía. Sin embargo, ahora, para su ira, ni siquiera cruzaba la mirada con ella.

“Tú”, le siseó Volusia, apenas capaz de contenerse. “¿Ni siquiera vas a mirarme?”

Volusia se sonrojó cuando él alzó la vista pero no la miró a los ojos. Este era su destino ahora, sabía que para el resto de su vida la verían como un bicho raro.

“¿Ahora te doy asco?” preguntó, con la voz rota por la desesperación.

Bajó la cabeza, pero no respondió.

“Muy bien”, dijo finalmente tras un largo silencio, decidida a cobrar la venganza sobre alguien, “entonces te lo ordeno: mirarás fijamente el rostro que más odias. Me demostrarás que soy hermosa. Te acostarás conmigo”.

El comandante alzó la vista y la miró a los ojos por primera vez, con una expresión de miedo y horror.

“¿Diosa?” preguntó, con la voz rota, aterrorizado, sabiendo que se enfrentaría a la muerte si desafiaba su orden.

Volusia hizo una amplia sonrisa, estaba feliz por primera vez, al darse cuenta de que era la venganza perfecta: acostarse con el hombre que la encontraba más repugnante.

“Después de ti”, dijo mientras se apartaba y hacía un gesto señalando hacia el aposento.



*



Volusia estaba delante de la alta ventana arqueada descubierta del piso superior del palacio de la capital del Imperio y, mientras salían los soles a primera hora de la mañana y las cortinas se inflaban tocándole la cara, lloraba en silencio. sentía cómo sus lágrimas caían por el lado bueno de su cara pero no por el otro, el lado que estaba deshecho. Era insensible.

Un ligero ronquido interrumpió en el aire y Volusia miró por encima de su hombro y vio a Brin allí tumbado, todavía dormido, con su cara fruncida en una expresión de repugnancia, aún estando dormido. Sabía que él había odiado cada instante que había estado con ella y con aquello se había vengado un poco. Pero todavía no se sentía satisfecha. No podía soltarlo contra los Volks y ella todavía sentía la necesidad de venganza.

Era una débil venganza, apenas la que ella deseaba. Al fin y al cabo, los Volks habían desaparecido, mientras ella todavía estaba viva a la mañana siguiente, todavía encasquetada en ella misma, como tendría que estar el resto de su vida. Pegada a aquella imagen, aquel rostro desfigurado, que ni ella podía soportar.

Volusia se secó las lágrimas y miró hacia fuera, más allá del límite de la ciudad, más allá de los muros de la capital, en lo profundo del horizonte. Estaban allí acampados y sus ejércitos estaban aumentando. La estaban rodeando lentamente, reuniendo a millones de todos los rincones del Imperio, todos preparándose para invadir. Para aplastarla.

Recibía bien el enfrentamiento. Sabía que no necesitaba a los Volks. No necesitaba a ninguno de sus hombres. Podía matarlos ella sola. Al fin y al cabo, era una diosa. Hacía tiempo que había dejado el reino de los mortales y ahora era una leyenda, una leyenda que nadie, ni ningún ejército del mundo podía detener. Los recibiría ella sola y los mataría a todos, para siempre.

Entonces, por fin, no quedaría nadie que se enfrentara a ella. Entonces, sus poderes serían supremos.

Volusia escuchó un crujido tras ella y percibió movimiento por el rabillo del ojo. Vio que Brin se levantaba de la cama, apartaba las sábanas y empezaba a vestirse. Vio que se marchaba con cuidado de no ser visto, de no hacer ruido y ella se dio cuenta de que quería escaparse de la habitación antes de que lo viera, para no tener que volver a mirarla a la cara. Aquello ya era el colmo.

“Oh, Comandante”, le llamó con desinterés.

Vio cómo se quedaba paralizado de golpe por el miedo; se daba la vuelta y la miraba de mala gana y, cuando lo hizo, ella le sonrió, torturándolo con sus grotescos labios derretidos.

“Ven aquí, Comandante”, dijo. “Antes de que te vayas, quiero mostrarte algo”.

Él se giró lentamente y cruzó la habitación andando hasta llegar a ella y se quedó allí mirando hacia fuera, mirando a cualquier lugar menos a su cara.

“¿No tienes un dulce beso de despedida para tu Diosa?” preguntó.

Vio cómo se resistía siempre muy ligeramente y sintió de nuevo la ira ardiendo en su interior.

“Déjalo”, añadió con una expresión sombría. “Pero, por lo menos, hay algo que quiero mostrarte. Mira. ¿Ves allí, en el horizonte? Mira más de cerca. Dime lo que ves allá abajo”.

Él dio un paso adelante y ella le colocó la mano encima del hombro. Se inclinó hacia delante y observó la línea del horizonte con atención y, mientras lo hacía, ella vio que fruncía el ceño confundido.

“No veo nada, Diosa. Nada fuera de lo normal”.

Volusia hizo una amplia sonrisa, sintiendo que el viejo deseo de venganza crecía dentro de ella, sintiendo la vieja sed de venganza, de crueldad.

“Mira más de cerca, Comandante”, dijo.

Él se inclinó un poco más hacia delante y, con un movimiento rápido, ella lo agarró por detrás de su camisa y, con todas sus fuerzas, lo lanzó de cara por la ventana.

Brin chillaba mientras agitaba brazos y piernas y volaba por los aires, cayendo a unos treinta metros, hasta que finalmente fue a parar de cara a la calle allá abajo, muriendo al instante. El golpe seco resonó en las calles que, por lo demás, estaban tranquilas.

Volusia hizo una amplia sonrisa, examinó su cuerpo, sintiendo finalmente una sensación de venganza.

“Te ves a ti mismo”, respondió. “¿Quién es el menos grotesco de los dos ahora?”




CAPÍTULO DOCE


Gwendolyn caminaba por los sombríos pasillos de la torre de los Buscadores de la Luz, con Krohn a su lado, subiendo lentamente por la rampa circular que había a los lados del edificio. El camino estaba bordeado de antorchas y fieles al culto, de pie atentos en silencio, con las manos escondidas en sus sotanas y la curiosidad de Gwen crecía mientras continuaba subiendo un piso tras otro. El hijo del rey, Kristof, la había acompañado medio camino tras su encuentro, después había dado la vuelta y había bajado, dándole instrucciones de que tendría que completar el viaje sola para ver a Eldof, de que ella sola podía enfrentarse a él. Por la forma en que todos hablaban de él, parecía que se tratase de un dios.

Un suave canto llenaba el aire cargado de incienso, mientras Gwen subía la suave rampa y se preguntaba: ¿Qué secreto guardaba Eldof? ¿Le daría la información que necesitaba para salvar al Rey y a la Cresta? ¿Podría sacar a la familia del Rey de aquel lugar alguna vez?

Cuando Gwen giró una esquina, la torre se abrió de golpe y se quedó sin aliento ante lo que vio. Entró en una habitación elevada con un techo de unos treinta metros, con las paredes llenas de vitrales que iban del suelo hasta el techo. Una tenue luz lo inundaba todo, llena de escarlatas, violetas y rosas, dándole a la habitación una cualidad etérea. Y lo que hacía todo aquello más surrealista era ver a un hombre sentado solo en aquel enorme lugar, en el centro de la habitación, los rayos de luz bajaban sobre él como iluminándolo a él y solo a él.

Eldof.

El corazón de Gwen latía con fuerza al verlo allí sentado al fondo de la habitación, como un dios caído del cielo. Estaba allí sentado, con las manos plegadas dentro de su brillante manto dorado, con la cabeza completamente calva, en un enorme y magnífico trono grabado de mármol, con antorchas a ambos lados del mismo y en la rampa que llevaba hacia él, iluminando indirectamente la habitación. Aquella habitación, aquel trono, la rampa que llevaba hasta él, eran más impresionantes que acercarse a un Rey. Entendió enseguida por qué el Rey se sentía amenazado por su presencia, su culto, aquella torre. Todo estaba diseñado para intimidar e inspirar sumisión.

No le hizo ninguna señal, ni siquiera respondió a su presencia y Gwen, sin saber qué más hacer, empezó a subir la larga y dorada pasarela que llevaba hasta su trono. Mientras avanzaba vio que no estaba allí solo después de todo, pues ocultos en las sombras había hileras de fieles todos en fila, con los ojos cerrados, las manos metidas dentro de sus sotanas, puestos en fila en la rampa. Se preguntaba cuántos miles de seguidores tenía.

Finalmente se detuvo a pocos metros de su trono y alzó la vista.

Él bajó la vista para mirarla con unos ojos que parecían viejos, de un azul claro, brillantes y mientras le sonreía, sus ojos no tenían ninguna calidez. Eran hipnotizadores. Aquello le recordaba cuando estaba en presencia de Argon.

No sabía qué decir mientras la miraba fijamente; parecía que estaba mirando fijamente a su alma. Se quedó allí en silencio, esperando a que él estuviera listo y podía sentir que Krohn se ponía tenso a su lado, igualmente nervioso.

“Gwendolyn del Reino Oeste del Anillo, hija del Rey MacGil, la última esperanza para ser el salvador de su pueblo y del nuestro”, pronunció lentamente, como si estuviera leyendo algún texto antiguo, su voz era más profunda de lo que ella jamás había escuchado, se escuchaba como si resonara de la misma piedra. Sus ojos se clavaron en los de ella y su voz era hipnotizadora. Mirarlos fijamente le hacía perder toda noción del espacio, del tiempo y del lugar y Gwen ya sentía cómo la absorbía su culto de personalidad. Se sentía embelesada, como si no pudiera mirar a ningún otro lugar, aunque lo intentara. Inmediatamente sintió como si él fuera el centro del mundo y de golpe entendió cómo todas aquellas personas habían venido a adorarlo y a seguirlo.

Gwen lo miró fijamente, quedándose por un momento sin palabras, una cosa que raramente le había sucedido. Nunca se había sentido tan deslumbrada, ella, que había estado ante muchos Reyes y Reinas; ella, que era Reina; ella, la hija de un Rey. Aquel hombre tenía una cualidad, algo que no sabía cómo describir; por un instante, incluso olvidó por qué había venido.

Finalmente, aclaró su mente el tiempo suficiente para poder hablar.

“He venido”, empezó, “porque…”

Él se rió, interrumpiéndola, con un ruido corto y profundo.

“Ya sé por qué has venido”, dijo. “Lo sabía incluso antes de que tú lo hicieras. Sabía de tu llegada a este sitio -de hecho, lo supe incluso antes de que cruzaras el Gran Desierto. Supe de tu partida del Anillo, de tu viaje a las Islas Superiores y de tus viajes por el mar. Sé de tu marido, Thorgrin, y de tu hijo, Guwayne. Te he observado con gran interés, Gwendolyn. Te he observado durante siglos”.

Gwen sintió un escalofrío ante sus palabras, ante la familiaridad de aquella persona que no conocía. Sintió un hormigueo por los brazos, por la espalda, preguntándose cómo sabía todo aquello. Sintió que una vez estuviera en su órbita, no podría escapar si lo intentaba.

“¿Cómo sabe todo esto?” preguntó.

Él sonrió.

“Soy Eldof. Soy el principio y el final del conocimiento”.

Se puso de pie y ella se quedó estupefacta al ver que era dos veces más alto que cualquier hombre que hubiera conocido. Él se acercó un paso más, rampa abajo, y con sus ojos tan cautivadores, Gwen sentía que no podía moverse en su presencia. Era muy difícil concentrarse ante él, tener un pensamiento independiente por sí misma.

Gwen se obligó a despejar la mente, a concentrarse en el asunto que tenía a mano.

“Su Rey le necesita”, dijo ella. “La Cresta le necesita”.

Él rio.

“¿Mi Rey?” repitió con desprecio.

Gwen se obligó a insistir.

“Él cree que usted sabe cómo salvar la Cresta. Cree que le esconde un secreto, uno que podría salvar este lugar y a toda esta gente”.

“Lo escondo”, respondió rotundamente.

A Gwen la dejó de piedra su inmediata y sincera respuesta y apenas sabía qué decir. Esperaba que lo hubiera negado.

“¿Lo esconde?” preguntó estupefacta.

Él sonrió pero no dijo nada.

“Pero ¿por qué?” preguntó. “¿Por qué no comparte este secreto?”

“¿Y por qué debería hacerlo?” preguntó él.

“¿Por qué?” preguntó ella perpleja. “Evidentemente, para salvar este reino, para salvar a su pueblo”.

“¿Y por qué querría hacer esto?” insistió él.

Gwen entrecerró los ojos, confundida; no tenía ni idea de cómo responder. Finalmente, él suspiró.

“Tu problema”, dijo él, “Es que crees que todo el mundo debe salvarse. Pero aquí es donde te equivocas. Tú miras al tiempo bajo el prisma de unas simples décadas; yo lo veo en referencia a siglos. Tú ves a las personas indispensables; yo las veo como simples dientes de la gran rueda del destino y el tiempo”.

Se acercó un paso más, con los ojos ardiendo.

“Algunas personas, Gwendolyn, tienen que morir. Algunas personas necesitan morir”.

“¿Necesitan morir?” preguntó horrorizada.

“Algunos necesitan morir para liberar a otros”, dijo. Algunos deben caer para que otros se levanten. ¿Qué hace a una persona más importante que otra? ¿A un sitio más importante que otro?”

Reflexionaba sobre sus palabras, cada vez más confundida.

“Sin la destrucción, sin la devastación, no habría crecimiento. Sin las arenas vacías del desierto, no habría cimientos en los que construir las grandes ciudades. ¿Qué es más importante: la destrucción o el crecimiento que le seguirá? ¿No lo comprendes? ¿Qué es la destrucción sino unos cimientos?

Gwen, confundida, intentaba comprender, pero sus palabras solo acentuaban su confusión.

“Entonces va a quedarse esperando y va a permitir que la Cresta y su gente mueran?” preguntó. “¿Por qué? ¿En qué lo beneficiará?”

Él rio.

“¿Por qué tendría que hacerse todo siempre por un beneficio?” preguntó. “No los salvaré porque no tienen que salvarse”, dijo rotundamente. “Este lugar, la Cresta, no debe sobrevivir. Debe ser destruido. El Rey debe ser destruido. Todas estas personas deben ser destruidas. Y no me corresponde interponerme en el camino del destino. Se me ha concedido el don de ver el futuro, pero es un don del que no abusaré. No cambiaré lo que veo. ¿Quién soy yo para interponerme en el camino del destino?”

Gwendolyn no pudo evitar pensar en Thorgrin y en Guwayne.

Eldon hizo una amplia sonrisa.

“Ah, sí”, dijo, mirándola. “Tu marido, tu hijo”.

Gwen le devolvió la mirada, atónita, preguntándose cómo le había leído la mente.

“Deseas ayudarlos con todas tus fuerzas”, añadió y, a continuación, negó con la cabeza. “Pero a veces no puedes cambiar el destino”.

Ella enrojeció y se sacudió sus palabras, decidida.

“Yo cambiaré el destino”, dijo enérgicamente. “Cueste lo que cueste. Incluso aunque tenga que entregar mi propia alma”.

Eldof la miró atentamente durante un buen rato, examinándola.

“Sí”, dijo. “Lo harás, ¿cierto? Puedo ver esa fuerza en ti. El espíritu de un guerrero”.

Él la examinó y, por primera vez, vio un poco de seguridad en su expresión.

“No esperaba encontrar esto dentro de ti”, continuó, con voz humilde. “Hay unos pocos seleccionados, como tú, que tienen el poder de cambiar el destino -no en la Cresta. La muerte viene hacia aquí. Lo que ellos necesitan no es un salvamento, sino un éxodo. Necesitan un nuevo líder, que los guíe a través del Gran Desierto. Creo que ya sabes que tú eres este líder”.

Gwen sintió un escalofrío ante sus palabras. No se imaginaba a ella misma con la fuerza de volver a pasar todo aquello de nuevo.

“¿Cómo voy a dirigirlos?”, preguntó, agotada por el pensamiento. “¿Y dónde nos queda por ir? Estamos en medio de la nada”.

Él se giró, se quedó en silencio y, mientras empezaba a caminar, Gwen sintió un repentino deseo ardiente de saber más.

“Cuéntame”, dijo, saliendo disparada hacia él y agarrándolo por el brazo.

Él se dio la vuelta y miró su mano, como si una serpiente le estuviera tocando, hasta que al final ella la retiró. Varios de sus monjes salieron corriendo de las sombras y se detuvieron allí cerca, mirándola furiosos, hasta que finalmente Eldof les hizo una señal con la cabeza y se retiraron.

“Dime”, le dijo él a ella, “te responderé una vez. Solo una vez. ¿Qué es lo que deseas saber?”

Gwen respiró profundamente, desesperada.

“Guwayne”, dijo, sin aliento. “Mi hijo. ¿Cómo puedo recuperarlo? ¿Cómo cambio el destino?”

Él la miró durante un buen rato.

“La respuesta ha estado delante de ti todo este tiempo y, sin embargo, no la ves”.

Gwen se estrujaba el cerebro, desesperada por saber y, sin embargo, no comprendía de qué se trataba.

“Argon”, añadió él. “Hay un secreto que teme contarte. Ahí es donde yace tu respuesta”.

Gwen estaba estupefacta.

“¿Argon?” preguntó. “¿Argon lo sabe?”

Eldof negó con la cabeza.

“Él no. Pero sí su maestro”.

La mente de Gwen daba vueltas.

“¿Su maestro?” preguntó ella.

Gwen nunca había pensado que Argon tuviera un maestro.

Eldof asintió.

Pídele que te lleve hasta él”, dijo, con rotundidad en su voz. “Las respuestas que recibas te asustarán incluso a ti”.




CAPÍTULO TRECE


Mardig andaba de forma pomposa y con decisión por los pasillos del castillo, su corazón latía con fuerza mientras contemplaba en su imaginación lo que estaba a punto de hacer. Bajó el brazo y con una mano sudorosa agarró el puñal que estaba bien escondido en su cintura. Hacía la ruta que había hecho un millón de veces antes, de camino a ver a su padre.

Ahora la habitación del Rey no estaba lejos y Mardig serpenteaba los conocidos pasillos, pasando por todos los guardias que saludaban con una reverencia al ver al hijo del Rey. Mardig sabía que tenía poco que temer de ellos. Nadie tenía ni idea de lo que iba a hacer y nadie sabría lo que había sucedido hasta que mucho después de que el acto estuviera hecho y el reino fuera suyo.

Mardig sintió un remolino de emociones opuestas mientras se obligaba a sí mismo a poner un pie delante del otro, con las rodillas temblorosas, se obligaba a mantenerse resuelto mientras se preparaba para el hecho que había contemplado toda su vida. Su padre siempre había sido un tirano para él, siempre lo había visto con malos ojos, mientras aprobaba a sus otros hijos guerreros. Incluso aprobaba a su hija más que a él. Todo porque él, Mardig, había escogido no participar en esta cultura de la caballería; todo porque él prefería beber vino y perseguir mujeres -en lugar de matar hombres.

A ojos de su padre, esto lo convertía en un fracaso. Su padre nunca había visto con buenos ojos todo lo que Mardig hacía, sus ojos de desaprobación lo seguían por todos los rincones y Mardig siempre había soñado con echar cuentas un día. Y, al mismo tiempo, Mardig podía hacerse con el poder. Todo el mundo esperaba que el reino cayera sobre uno de sus hermanos, el mayor, Koldo, o, si no era él, entonces sobre el gemelo de Mardig, Ludvig. Pero Mardig tenía otros planes.

Cuando Mardig giró la esquina, los soldados que la vigilaban la puerta le saludaron con una reverencia y dieron la vuelta para abrírsela sin ni siquiera preguntar por qué.

Pero, de repente, uno de ellos se detuvo inesperadamente y se giró para mirarlo.

“Mi señor”, dijo, “el Rey no nos avisó sobre ninguna visita esta mañana”.

El corazón de Mardig empezó a latir con fuerza, pero él se obligó a parecer valiente y seguro; se giró y miró fijamente al soldado, con una mirada de privilegio, hasta que finalmente vio que el soldado parecía inseguro.

“¿Y yo soy una simple visita?” contestó Mardig con frialdad, haciendo todo lo que podía para que pareciera que no tenía miedo.

El guardia se retiró rápidamente y Mardig entró por la puerta abierta y los guardias la cerraron tras él.

Mardig entró con aire pomposo a la habitación y, al hacerlo, vio la mirada de sorpresa de su padre, que estaba al lado de la ventana, mirando hacia fuera y pensando en su reino. Lo miró confundido.

“Mardig”, dijo su padre, “¿a qué debo el privilegio? No te convoqué. Ni te has molestado en visitarme durante las últimas lunas -a no ser que quisieras algo”.

El corazón de Mardig golpeaba fuerte en su pecho.

“No he venido a pedirte nada, Padre”, respondió. “He venido a llevármelo”.

Su padre parecía confundido.

“¿A llevártelo?” preguntó.

“A llevarme lo que es mío”, respondió Mardig.

Mardig hizo unos cuantos pasos largos por la habitación, armándose de valor, mientras su padre lo miraba perplejo.

“¿Y qué es lo que es tuyo?” preguntó.

Mardig sentía que le sudaban las manos, el puñal en su mano y no sabía si sería capaz de hacer aquello.

“¿Por qué?, el Reino”, dijo.

Mardig sacó lentamente el puñal que tenía en su mano, deseando que su padre lo viera antes de apuñalarlo, deseando que su padre viera de primera mano lo mucho que lo odiaba. Quería ver la expresión de miedo, de conmoción y de rabia de su padre.

Pero cuando su padre miró hacia abajo, no fue el momento que Mardig había esperado. Él había esperado que su padre se resistiera, que contraatacara; pero, en cambio, lo miró con tristeza y compasión.

“Mi chico”, dijo. “Todavía eres mi hijo, a pesar de todo, y te quiero. Yo sé que en el fondo de tu corazón, tú no quieres hacer esto”.

Mardig entrecerró los ojos, confundido.

“Estoy enfermo, hijo mío”, continuó el Rey. “Muy pronto, estaré muerto. Cuando lo esté, mi Reino pasará a tus hermanos, no a ti. Aunque me mataras ahora, no ganarías nada con ello. Todavía serías el tercero en la línea. Así que baja tu arma y abrázame. Todavía te quiero, como haría cualquier padre”.

Mardig, en un repentino ataque de rabia, con las manos temblorosas, saltó hacia delante y clavó el puñal en lo profundo del corazón de su padre.

Su padre estaba allí, con los ojos sobresalidos por la incredulidad, mientras Mardig lo cogía con fuerza y lo miraba a los ojos.

“Tu enfermedad te ha hecho débil, Padre”, dijo. “Hace cinco años no podría haber hecho esto. Y un reino no merece un rey débil. Sé que morirás pronto, pero esto no es lo suficientemente pronto para mí”.

Su padre se desplomó finalmente en el suelo, inmóvil.

Muerto.

Mardig bajó la mirada, respirando con dificultad, todavía conmocionado por lo que acababa de hacer. Se secó la mano en su túnica, tiró el cuchillo y fue a parar al suelo con un sonido metálico.

Mardig miró a su padre con la cara enfurruñada.

“No te preocupes por mis hermanos, Padre”, añadió. “También tengo un plan para ellos”.

Mardig pasó por encima del cadáver de su padre, se acercó a la ventana y miró hacia abajo, hacia la capital. Su ciudad.

Ahora todo era suyo.




CAPÍTULO CATORCE


Kendrick levantó su espada y paró un golpe mientras un Caminante de Arena dirigía su afiladísima garra hacia su cara. Lo paró con un golpe metálico, salieron chispas volando, y Kendrick se quitó de en medio, mientras la criatura deslizaba sus garras por la espada y golpeaba con fuerza su cabeza.

Kendrick daba vueltas y daba tajos, pero la criatura era sorprendentemente rápido. Se echó hacia atrás, Kendrick falló por poco con su espada. Entonces se lanzó hacia delante, dio un salto alto y fue directo hacia Kendrick, pero esta vez, estaba preparado. Había subestimado su velocidad, pero no lo haría una segunda vez. Kendrick se puso en cuclillas y levantó la espada en alto y dejó que la bestia se quedara atravesada por sí sola, cayendo justo a través de la espada.

Kendrick se levantó para ponerse de rodillas y blandió su espada por lo bajo, cortando las piernas a dos Caminantes de Arena mientras se dirigían hacia él. Entonces se giró y empujó su espada hacia atrás, apuñalando a uno en la barriga justo antes de que cayera de espaldas.

Las bestias le caían de todas direcciones y Kendrick se encontró en medio de una acalorada batalla, con Brandt y Atme a un lado y Koldo y Ludvig al otro. Por instinto, los cinco se pusieron de espaldas el uno contra el otro, formando un círculo hermético, espalda contra espalda, dando cortes, dando golpes y patadas, manteniendo a las criaturas a raya a la vez que se cubrían la espalda el uno al otro.

Luchaban, luchaban y luchaban bajo los abrasadores soles, sin ningún lugar en el que retirarse en el vasto espacio abierto. A Kendrick le dolían los hombros y tenía sangre hasta los codos, estaba agotado por la larga caminata, por la interminable batalla. No les quedaban reservas, ni ningún sitio al que ir y todos ellos luchaban por sus vidas. Los furiosos chillidos de aquellas bestias llenaban el aire, mientras caían a derecha y a izquierda. Kendrick sabía que debían ir con cuidado; el camino de vuelta era largo y, si alguno de ellos resultaba herido, la situación sería extrema.

Mientras luchaba, en la distancia, Kendrick entrevió al chico, Kaden, y sintió alivio al ver que todavía estaba vivo. Luchaba, con las manos y los brazos atados a la espalda y retenido por varias criaturas. Verlo motivó a Kendrick, le recordó por qué había venido hasta aquí para empezar. Luchaba con furia, doblando sus esfuerzos, intentando desbrozar a cuchilladas a aquellas bestias y abrirse camino hacia el chico. No le gustaba la forma en que lo sujetaban y sabía que tenía que llegar hasta él antes de que aquellas criaturas hicieran algo temerario.

Kendrick gimió de dolor cuando, de repente, sintió un corte en el brazo. Se giró y vio a una criatura atacando de nuevo, yendo directo a su cara con sus afiladísimas garras. No pudo reaccionar a tiempo y se preparó para el golpe, esperando que le partiera la cara en dos cuando, de repente, Brandt se lanzó hacia delante y atravesó el pecho de la criatura con su espada, salvando a Kendrick en el último momento.

A la vez, Atme dio un paso adelante y rajó a la criatura justo antes de que pudiera hundir sus colmillos en la garganta de Brandt.

Entonces Kendrick giró y dio cuchilladas a dos criaturas antes de que se abalanzaran sobre Atme.

Iba de aquí para allá, girando y dando cuchilladas, luchando criatura contra criatura hasta la última. Las criaturas caían a sus pies, amontonándose en la arena y esta se volvió roja por la sangre.

Por el rabillo del ojo, Kendrick divisó a varias criaturas que agarraban a Kaden y empezaban a correr con él. El corazón de Kendrick latía con fuerza; sabía que era una situación extrema. Si las perdía de vista, desaparecerían en el desierto y no volverían a encontrar a Kaden.

Kendrick sabía que debía ponerse a correr. Se escapó de la lucha, dando codazos a varias criaturas para abrirse camino, y fue en busca del chico, dejando a los otros luchando contra las criaturas. Varias criaturas lo siguieron y Kendrick se giró, dándoles patadas y rajándolos para disuadirlas mientras avanzaba. Kendrick sentía que lo arañaban por todos lados, pero a pesar de ello, no se detuvo. Tenía que llegar hasta Kaden a tiempo.

Al divisar a Kaden, Kendrick supo que debía detenerlo; sabía que solo tenía una posibilidad.

Kendrick alargó la mano hasta su cintura, agarró un cuchillo y lo lanzó. Fue a parar al cuello de la criatura y la mató justo antes de que pudiera clavar sus garras en la garganta de Kaden. Kendrick salió disparado de la multitud, achicando la brecha, corriendo directo hasta Kaden y apuñalando a otra justo antes de que pudiera acabar con él.

Kendrick se puso en situación de defensa ante Kaden, que yacía atado en el suelo, mientras Kendrick acababa con sus captores. A medida que se le acercaban más criaturas, Kendrick paraba sus garras en todas direcciones. Estaba rodeado, dando cuchilladas en todas direcciones, pero decidido a salvar a Kaden. Vio que los demás estaban demasiado inmersos en la batalla para correr al lado de Kaden.

Kendrick levantó la espada en alto y cortó las cuerdas del chico, liberándolo.

“¡Toma mi espada!” le rogó Kendrick.

Kaden agarró la espada corta sobrante de la vaina de Kendrick, se dio la vuelta y se enfrentó al resto de criaturas, al lado de Kendrick. Aunque era joven, Kendrick vio que el chico era rápido, valiente y atrevido y Kendrick se sintió satisfecho de tenerlo a su lado, luchando contra las criaturas.

Luchaban bien juntos, derribando criaturas a diestro y siniestro. Pero, a pesar de luchar como lo hacían, había demasiadas de ellas y Kendrick y Kaden pronto estuvieron completamente rodeados.

Kendrick estaba perdiendo fuerza, sus hombros estaban agotados, cuando de repente vio que las criaturas empezaban a caer y escuchó un gran grito de batalla tras ellas. Kendrick estaba eufórico al ver a Koldo, Ludvig, Brandt y Atme abriéndose camino entre las filas, matando criaturas en todas direcciones. Alentado, Kendrick contraatacó, dando un último empujón con Kaden a su lado. Los seis, luchando juntos, eran imparables, derribaban a todas las criaturas.

Kendrick estaba allí en silencio, respirando con dificultad sobre la arena del desierto, estudiando la situación; apenas podía creer lo que acababan de hacer. A su alrededor se amontonaban los cadáveres de las bestias, tumbados en varias direcciones, la arena roja por la sangre. Él y los demás estaban cubiertos de heridas, desollados, pero todos vivos. Y Kaden, con una sonrisa de oreja a oreja, era libre.

Kaden alargó los brazos para abrazar a cada uno de ellos, uno a uno, empezando por Kendrick, mirándolo de manera significativa. Guardó su último abrazo para Koldo, su hermano mayor, y Koldo le devolvió el abrazo, mientras su negra piel parecía ondear en el cielo.

“No puedo creer que vinieras a por mí”, dijo Kaden.

“Eres mi hermano”, dijo Koldo. “¿En qué otro lugar iba a estar?”

Kendrick escuchó un ruido y, al echar un vistazo, vio a los seis caballos que aquellas criaturas habían secuestrado, todos atados juntos con una cuerda y él y los demás intercambiaron miradas cómplices.

A la una, todos fueron corriendo hacia allí y montaron sobre las bestias, apenas estaban sentados cuando les hundieron sus talones y espolearon a las bestias a ir hacia delante, de vuelta al Desierto, todos en dirección a la Cresta, finalmente de vuelta a casa.




CAPÍTULO QUINCE


Erec estaba en la popa de su barco, ocupando la parte trasera de su flota y mirando con ansiedad por encima de su hombro una vez más. Por un lado, se sentía aliviado porque habían conseguido aniquilar la aldea del Imperio y desviarse río arriba hacia Volusia, hacia Gwendolyn; por otro lado, había pagado un precio caro, no solo en hombres perdidos, sino en tiempo perdido -se había quedado sin la ventaja que le llevaba a lo que quedaba de la flota del Imperio. Al mirar hacia atrás vio que los seguían, demasiado cerca, serpenteando río arriba, a pocos cientos de metros, ondeando las banderas negras y doradas del Imperio. Había perdido la ventaja de un día que les llevaba y ahora ellos le seguían enfurecidos, como un avispón persiguiendo a su presa, con sus barcos superiores y mejor dirigidos, acercándose más con cada ráfaga de viento.

Erec se giró y examinó el horizonte. Por sus vigilantes sabía que Volusia estaba en algún lugar más allá de la curva, sin embargo, a la velocidad a la que el Imperio estaba achicando la brecha, se preguntaba si su pequeña flota la alcanzaría a tiempo. Empezaba a darse cuenta de que, si no llegaba a tiempo, tendrían que dar la vuelta y defender su posición y aquella era una posición, para la que estaban ampliamente superados en número, que no podrían ganar.

Erec escuchó un ruido que hizo que se le erizaran los pelos de la nuca y, al darse la vuelta y alzar la vista, vio algo que le dejó helado de miedo: habían soltado una avalancha de flechas del Imperio y ahora surcaban el aire, ennegreciendo el cielo, dirigiéndose en un arco alto hacia su flota. Erec se preparó y observó aliviado que la primera avalancha iba a parar al agua que estaba a su alrededor, a quizás menos de veinte metros de ellos, el ruido de las flechas al golpear el agua sonaba como pesadas gotas de lluvia.

“¡FLECHAS!” exclamó Erec, alertando a sus hombres para que se pusieran a cubierto.

La mayoría de ellos lo hicieron, sin que les sobrara mucho tiempo. Pronto siguió otra avalancha, estas disparadas por ballestas de mayor alcance y Erec observó horrorizado cómo una alcanzaba la cubierta de su barco y uno de sus soldados gritaba. Erec se dio la vuelta y vio cómo salía de su pierna, perforada por una flecha fortuita, la única con un alcance lo suficientemente lejano para llegar hasta él.

Erec sintió una ráfaga de indignación y de urgencia. El Imperio los tenía dentro de su alcance; muy pronto los adelantarían y con la flota de miles de barcos del imperio, simplemente no había forma de que los pudieran derrotar. Erec sabía que tenía que pensar con rapidez.





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EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros aguerridos e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico. -Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre La Senda de los Héroes) EL DON DE LA BATALLA (Libro #17) es el final de la serie éxito en ventas EL ANILLO DEL HECHICERO, ¡que empieza con UNA SENDA DE HÉROES (Libro #1) ! En EL DON DE LA BATALLA (Libro #17) Thor se enfrenta con su mayor y último reto, al adentrarse más en la Tierra de Sangre en un intento por rescatar a Guwayne. Al encontrarse con enemigos más poderosos de lo que jamás hubiera pensado, Thor pronto se da cuenta de que se enfrenta a un ejército de tinieblas, para el que sus poderes no están preparados. Cuando descubre que un objeto sagrado puede otorgarle los poderes que necesita – un objeto que se ha mantenido en secreto durante mucho tiempo- debe embarcarse en una misión final para recuperarlo antes de que sea demasiado tarde, con el destino del Anillo en una balanza. Gwendolyn mantiene su promesa al Rey de la Cresta, entrando a la torre y enfrentándose al líder del culto para descubrir el secreto que esconde. La revelación la manda a Argon y, por último, al maestro de Argon, donde descubre el mayor de los secretos, uno que puede cambiar el destino de su pueblo. Cuando la Cresta es descubierta por el Imperio, empieza la invasión y, bajo el ataque del mayor ejército conocido por el hombre, recae en Gwendolyn el tener que defender y guiar a su pueblo a un éxodo final en masa. Los hermanos de la Legión de Thor, por su lado, se enfrentan a peligros inimaginables, mientras Angel está muriendo por la lepra. Darius lucha por su vida al lado de su padre en la capital del Imperio, hasta que un cambio inesperado lo empuja, sin nada que perder, a utilizar sus propios poderes. Erec y Alistair llegan a Volusia, luchando río arriba y continúan su búsqueda de Gwendolyn y los exiliados, mientras se enfrentan a batallas inesperadas. Y Godfrey se da cuenta de que, por último, debe tomar la decisión de ser el hombre que desea ser. Volusia, rodeada por todo el poder de los Caballeros de los Siete, debe ponerse a prueba como diosa y descubrir si ella sola tiene el poder de machacar a los hombres y gobernar el Imperio. Mientras Argon se enfrenta al final de sus días, se da cuenta de que ha llegado el momento de sacrificarse. Mientras el bien y el mal cuelgan en una balanza, una épica batalla final – la batalla más grande de todas- determinará el desenlace del Anillo para siempre. Con su sofisticada construcción del mundo y caracterización, EL DON DE LA BATALLA es un relato épico de amigos y amantes, de rivales y pretendientes, de caballeros y dragones, de intrigas y maquinaciones políticas, de crecimiento, de corazones rotos, de engaño, ambición y traición. Es un relato de honor y valentía, de sino y destino, de brujería. Es una fantasía que nos lleva a un mundo que nunca olvidaremos y que gustará a todas las edades y géneros. EL DON DE LA BATALLA es el libro más largo de la serie, ¡con 93. 000 palabras! Llena de acción… La escritura de Rice es de buena calidad y el argumento intrigante. -Publishers Weekly (sobre La Senda de los Héroes)

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