Книга - Una Justa de Caballeros

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Una Justa de Caballeros
Morgan Rice


El Anillo del Hechicero #16
EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros aguerridos e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico. -Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre La Senda de los Héroes) (Una) entretenida fantsía épica. -Kirkus Reviews (sobre La Senda de los Héroes) Los inicios de algo extrordinario están aquí. -San Franciso Book Review (sobre La Senda de los Héroes) En UNA JUSTA DE CABALLEROS, Thorgrin y sus hermanos siguen la pista de Guwayne en el mar, siguiéndolo hasta la Isla de la Luz. Pero cuando llegan a la devastada isla y al moribundo Ragon, puede que sea demasiado tarde. A Darius lo llevan a la capital del Imperio, al circo más grande de todos. Lo entrena un misterioso hombre que está decidido a hacer de él un guerrero y a ayudarlo a sobrevivir a lo imposible. Pero el circo de la capital no es como nada que él haya visto y sus tremendos rivales pueden ser demasiado intensos para que incluso él los conquiste. Gwendolyn entra en el corazón de las dinámicas de familia de la corte real de la Cresta, cuando el Rey y la Reina le piden un favor. En una misión para sacar a la luz secretos que pueden cambiar el mismo futuro de la Cresta y salvar a Thorgrin y a Guwayne, Gwen se sorprende por lo que descubre cuando indaga más profundamente. Los vínculos entre Erec y Alistair se hacen más profundos cuando navegan río arriba, hacia el corazón del Imperio, decididos a encontrar Volusia y salvar a Gwendolyn – mientras Godfrey y su equipo siembran el caos dentro de Volusia, decididos a vengar a sus amigos. Y la misma Volusia aprende lo que significa gobernar el Imperio, cuando ve que su frágil capital está asediada por todos lados. Con su sofisticada construcción del mundo y caracterización, UNA JUSTA DE CABALLEROS es un relato épico de amigos y amantes, de rivales y pretendientes, de caballeros y dragones, de intrigas y maquinaciones políticas, de crecimiento, de corazones rotos, de engaño, ambición y traición. Es un relato de honor y valentía, de sino y destino, de hechicería. Es una fantasía que nos trae un mundo que nunca olvidaremos y que agradará a todas las edades y géneros. Una animada fantasía …Es solo el comienzo de lo que promete se runa serie épica para adultos jóvenes. -Midwest Book Review (sobre La Senda de los Héroes) Una lectura rápida y fácil… tendrás que leer lo que pasa a continuación y no querrás dejarlo. -FantasyOnline. net (sobre La Senda de los Héroes) Llena de acción… La escritura de Rice es de buena calidad y el argumento intrigante. -Publishers Weekly (sobre La Senda de los Héroes)





Morgan Rice

UNA JUSTA DE CABALLEROS (LIBRO #16 EN EL ANILLO DE EL HECHICERO)




Acerca de Morgan Rice

Morgan Rice tiene el #1 en éxito de ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de once libros (y subiendo); de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspense post-apocalíptica compuesta de dos libros (y subiendo); y de la nueva serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS, compuesta de seis libros. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.

A Morgan le encanta escucharte, así que, por favor, visita www.morganrice.books (http://www.morganrice.books/) para unirte a la lista de correo, recibir un libro gratuito, recibir regalos, descargar la app gratuita, conocer las últimas noticias, conectarte con Facebook o Twitter ¡y seguirla de cerca!



Algunas opiniones acerca de Morgan Rice

”EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico”.



    -Books and Movie Reviews, Roberto Mattos

“Una entretenida fantasía épica”.



    -Kirkus Reviews

“Los inicios de algo extraordinario están ahí”.



    -San Francisco Book Review

“Lleno de acción… La obra de Rice es sólida y el argumento es intrigante”.



    -Publishers Weekly

“Una animada fantasía…Es sólo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para adultos jóvenes”.



    --Midwest Book Review



Libros de Morgan Rice

DE CORONAS Y GLORIA

ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1)



REYES Y HECHICEROS

EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)

EL DESPERTAR DEL VALIENTE (Libro #2)

El PESO DEL HONOR (Libro #3)

UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)

UN REINO DE SOMBRAS (Libro #5)

LA NOCHE DEL VALIENTE (Libro #6)



EL ANILLO DEL BRUJO

LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)

UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)

UN DESTINO DE DRAGONES (Libro #3)

UN GRITO DE HONOR (Libro #4)

UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)

UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)

UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)

UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)

UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)

UN MAR DE ESCUDOS (Libro #10)

UN REINO DE ACERO (Libro #11)

UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)

UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)

UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)

UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)

UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)

EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)



LA TRILOGÍA DE LA SUPERVIVENCIA

ARENA UNO: TRATANTES DE ESCLAVOS (Libro # 1)

ARENA DOS (Libro # 2)



LOS DIARIOS DEL VAMPIRO

TRANSFORMACIÓN (Libro # 1)

AMORES (Libro # 2)

TRAICIONADA (Libro # 3)

DESTINADA (Libro # 4)

DESEADA (Libro # 5)

COMPROMETIDA (Libro # 6)

JURADA (Libro # 7)

ENCONTRADA (Libro # 8)

RESUCITADA (Libro # 9)

ANSIADA (Libro # 10)

CONDENADA (Libro # 11)

OBSESIONADA (Libro # 12)












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Derechos Reservados © 2014 por Morgan Rice

Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora.

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Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia.

Imagen de la cubierta Derechos reservados Razumovskaya Marina Nikolaevna, utilizada bajo licencia de Shutterstock.com.










CAPÍTULO UNO


Thorgrin estaba en la proa del elegante barco, agarrado a la barandilla, con el pelo hacia atrás por el viento mientras miraba fijamente al horizonte con un presentimiento cada vez más profundo. Su barco, que habían tomado de los piratas, navegaba tan rápido como el viento podía llevarlo, Elden, O’Connor, Matus, Reece, Indra y Selese manejaban las velas, Angel estaba a su lado y Thor, por más ganas que tuviera, sabía que no podía ir más rápido. Sin embargo, él deseaba que así fuera. Después de todo este tiempo, finalmente sabía con seguridad que Guwayne estaba allí delante, justo después del horizonte, en la Isla de la Luz. Y con la misma certeza, sentía que Guwayne estaba en peligro.

Thor no comprendía cómo podía ser así. Al fin y al cabo, cuando los había dejado, Guwayne estaba a salvo en la Isla de la Luz, bajo la protección de Ragon, un hechicero tan poderoso como su hermano. Argon era el hechicero más poderoso que Thorgrin había conocido jamás –incluso había protegido el Anillo entero- y Thor no sabía cómo Guwayne podía sufrir algún daño mientras estuviera bajo la protección de Ragon.

A no ser que hubiera algún poder por allí del que Thorgrin nunca hubiera oído hablar, el poder de un oscuro hechicero que podía igualar incluso al de Ragon. ¿Podría ser que existiera algún reino, alguna fuerza oscura, algún hechicero malvado del que él no supiera nada?

Pero, ¿por qué iban a por su hijo?

Thor pensaba en el día en que se había ido de la Isla de la Luz a toda prisa, bajo el hechizo de su sueño, tan resuelto a marchar de aquel sitio al romper el alba. Echando la vista hacia atrás, Thor se dio cuenta de que alguna fuerza oscura lo había engañado intentando atraerlo lejos de su hijo. Solo gracias a Lycoples, que todavía estaba volando en círculos por su barco, chillando, desapareciendo en el horizonte y volviendo de nuevo, había vuelto a la Isla y estaba finalmente en la dirección correcta. Thor se dio cuenta de que las señales habían estado delante suyo todo el tiempo. ¿Cómo las había ignorado? ¿Qué oscura fuerza lo había llevado por el mal camino, para empezar?

Thor recordaba el precio que había tenido que pagar: los demonios liberados del infierno, la maldición del señor oscuro según la cual cada uno significaría una maldición en su cabeza. Sabía que le esperaban más maldiciones, más pruebas y tenía la certeza de que esta era una de ellas. Se preguntaba qué otras pruebas le esperaban. ¿Recuperaría alguna vez a su hijo?

“No te preocupes”, dijo una dulce voz.

Thor se dio la vuelta y vio a Angel tirándole de la camisa.

“Todo irá bien”, añadió con una sonrisa.

Thor le sonrió y le puso una mano sobre la cabeza, apaciguado por su presencia, como siempre. Había llegado a querer a Angel tanto como lo haría con una hija, la hija que nunca tuvo. Le tranquilizaba su presencia.

“Y si no es así”, añadió con una sonrisa, ¡yo cuidaré de ellos!”

Levantó con orgullo el pequeño arco que O’Connor le había tallado y le enseñó a Thor cómo sabía echar hacia atrás la flecha. Thor sonreía divertido, mientras ella levantaba el arco hacia su pecho, colocaba temblorosa una pequeña flecha de madera en ella y empezaba a echar la cuerda hacia atrás. Soltó el arco y su pequeña flecha de madera salió volando, temblorosa, por encima de la borda y hacia el océano.

“¿¡Maté algún pez!?” preguntó emocionada mientras corría hacia la barandilla y echaba contenta un vistazo.

Thor estaba allí, mirando hacia las espumosas aguas del mar y no estaba seguro. Pero igualmente sonrió.

“Estoy segura de que lo hiciste”, dijo para reconfortarla. “Quizás incluso un tiburón”.

Thor escuchó un chillido a lo lejos y se puso de nuevo en guardia. Todo su cuerpo se paralizó mientras agarraba la empuñadura de su espada y miraba hacia el agua, examinando el horizonte.

Las gruesas nubes grises lentamente desaparecieron y, al hacerlo, dejaron al descubierto un horizonte que hizo que el corazón de Thor se desplomara: en la distancia, unas negras columnas de humo se levantaban hacia el cielo. Al despejarse más nubes, Thor vio que salían de una isla lejana -no una simple isla, sino una isla con empinados acantilados, que se alzaban hacia el cielo, con una amplia explanada en la cima. Una isla que no podía confundir con otra.

La Isla de la Luz.

Thor sintió un dolor en el pecho al ver el cielo negro lleno de malvadas criaturas, parecidas a las gárgolas gárgolas, rodeando lo que quedaba de la isla, como buitres, sus gritos llenando el aire. Había un ejército de ellos y, bajo ellos, la isla entera estaba en llamas. No quedaba ni un solo rincón intacto.

“¡MÁS RÁPIDO!” gritó Thor contra el viento, sabiendo que era inútil. No se había sentido más desamparado en su vida.

Pero no podía hacer nada más. Observaba las llamas, el humo, los monstruos que se marchaban, escuchaba a Lycoples chillando por allá arriba y supo que era demasiado tarde. Nada podía haber sobrevivido. Todo lo que quedaba en la isla –Ragon, Guwayne, absolutamente todo –seguramente, sin duda alguna, estaría muerto.

“¡NO!” gritó Thorgrin, maldiciendo a los cielos, la espuma del mar le golpeaba en la cara mientras lo llevaba, demasiado tarde, hacia la isla de la muerte.




CAPÍTULO DOS


Gwendolyn estaba sola, de vuelta al Anillo, en el castillo de su madre y, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que algo no estaba bien. El castillo estaba abandonado, vacío, habían quitado todas sus pertenencias; no tenía ventanas, se había perdido el hermoso vitral que una vez las había adornado, dejando tan solo los ranuras en la piedra, la luz del atardecer se colaba. El polvo se arremolinaba en el aire y parecía que aquel lugar no se había habitado en mil años.

Gwen echó un vistazo y vio la panorámica del Anillo, un lugar que una vez había conocido y amado con todo su corazón, ahora desolado, distorsionado, grotesco. Como si no quedara nada bueno vivo en el mundo.

“Hija mía”, dijo una voz.

Gwendolyn se giró y se sorprendió al ver a su madre allí de pie, mirando hacia atrás, con la cara demacrada y enfermiza, apenas era la madre que una vez quiso y recordaba. Era la madre que recordaba en su lecho de muerte, la madre que parecía que había envejecido demasiado en una vida.

Gwen sintió un nudo en la garganta y se dio cuenta, a pesar de todo lo que había sucedido entre ellas, de lo mucho que la echaba de menos. No sabía si era a ella a quien echaba de menos o simplemente ver a su familia, a alguien conocido, el Anillo. Daría lo que fuera por estar de nuevo en casa, por volver a lo conocido.

“Madre” respondió Gwen, apenas creyendo lo que veía ante ella.

Gwen alargó el brazo hacia ella y, al hacerlo, de repente se encontró en otro sitio, en una isla, al borde de un acantilado, que estaba chamuscada y había sido reducida a cenizas. El fuerte olor de humo y azufre colgaba en el aire, quemaba las fosas nasales. Miraba la isla y, cuando las olas de ceniza se disiparon en el aire, echó un vistazo y vio un moisés hecho de oro, calcinado, el único objeto en este paisaje de ascuas y ceniza.

El corazón de Gwen latía con fuerza mientras caminaba hacia delante, muy nerviosa por ver si su hijo estaba allí, si estaba bien. Una parte de ella estaba exultante por llegar allí y cogerlo, apretarlo contra su pecho y no dejarlo ir jamás. Pero otra parte temía que no estuviera allí –o peor, que pudiera estar muerto.

Gwen corrió hacia delante y se inclinó para mirar en el moisés y su corazón se partió al ver que estaba vacío.

“¡GUWAYNE!” exclamó angustiada.

Gwen escuchó un chillido, más arriba, parecido al suyo y, al alzar la vista, vio un ejército de criaturas negras, parecidas a las gárgolas, que marchaban volando. Su corazón se detuvo al ver, en las garras del último, un bebé colgando, que lloraba. Lo llevaban hacia un cielo de penumbra, elevado por un ejército de tinieblas.

“¡NO!” chilló Gwen.

Gwen se despertó gritando. Se incorporó en la cama, intentando adivinar dónde estaba. La tenue luz del amanecer se extendía por las ventanas y le llevó unos cuantos segundos darse cuenta de dónde estaba: la Cresta. El castillo del Rey.

Gwen sintió algo en la mano y, al mirar hacia abajo, vio a Krohn lamiéndole la mano y después reposando la cabeza en su regazo. Le acarició la cabeza mientras estaba sentada en la punta de la cama, respirando con dificultad, orientándose lentamente, con el peso de su sueño encima.

Guwayne, pensó. El sueño había parecido muy real. Ella sabía que era más que un sueño –había sido una revelación. Donde quiera que estuviera, Guwayne estaba en peligro. Alguna oscura fuerza lo estaba abduciendo. Podía sentirlo.

Gwendolyn se puso de pie, perturbada. Más que nunca, sintió la urgencia por encontrar a su hijo, por encontrar a su marido. Más que cualquier otra cosa, quería verlo y abrazarlo. Pero sabía que eso no iba a suceder.

Mientras se secaba las lágrimas, Gwen se puso la bata de seda por encima, atravesó corriendo la habitación, con los adoquines suaves y fríos a sus pies, y se detuvo ante la alta ventana arqueada. Tiró el cristal del vitral hacia ella y, al hacerlo, entró la tenue luz del amanecer, el primer sol que estaba saliendo, inundando el paisaje de escarlata. Era impresionante. Gwen miró hacia fuera, disfrutando de la vista de la Cresta, la inmaculada capital y el interminable paisaje de su alrededor, ondulantes colinas y abundantes viñedos, la mayor abundancia que jamás había visto en un sitio. Más allá, el azul centelleante del lago iluminaba la mañana y, más allá todavía, los picos de la Cresta, formando un perfecto círculo, rodeaban el lugar, que cubierto por la neblina. Parecía un lugar en el que no nada malo podía pasar.

Gwen pensaba en Thorgrin, en Guwayne, en algún lugar más allá de aquellos picos. ¿Dónde estaban? ¿Volvería a verlos alguna vez?

Gwen fue hacia la cisterna, se echó agua en la cara y se vistió rápidamente. Sabía que no encontraría a Thorgrin y a Guwayne sentada en aquella habitación y sentía más que nunca que necesitaba hacerlo. Si alguien podía ayudarla, era quizás el Rey. Él debía tener algún modo de hacerlo.

Gwen recordaba la conversación con él, mientras caminaban por los picos de la Cresta y obsevaron a Kendrick partir, recordaba los secretos que le había revelado. Que estaba muriendo. Que la Cresta estaba muriendo. Pero había más, más secretos que le iba a revelar, pero los interrumpieron. Sus consejeros se lo llevaron por un asunto urgente y, mientras se iba, le prometió que le contaría más y que le pediría un favor. ¿Qué favor era? se preguntaba ella. ¿Qué podía querer de ella?

El Rey le había pedido que se reuniera con él en la sala del trono al romper el alba y ahora Gwen se apresuraba a vestirse, pues sabía que ya llegaba tarde. Sus sueños la habían dejado mareada.

Mientras iba a toda prisa por la habitación, Gwendolyn sintió un retortijón de hambre, la hambruna del Gran Desierto todavía le pasaba factura, y echó un vistazo a la mesa de exquisiteces que le habían preparado –panes, fruta, quesos, postres dulces- y cogió rápidamente algunas cosas para irlas comiendo por el camino. Cogió más de las que necesitaba y, mientras caminaba, le daba la mitad de lo que tenía a Krohn que, gimiendo a su lado, se lo arrebataba de la mano deseoso de alcanzarlo. Ella estaba muy agradecida por esta comida, por la acogida, por el espléndido alojamiento –en algunos aspectos, se sentía como si estuviera de vuelta en la Corte del Rey, en el castillo en el que creció.

Los guardias se pusieron alerta cuando Gwen salió de la habitación, empujando la pesada puerta de madera de roble. Pasó dando largos pasos por delante de ellos, hacia los pasillos tenuemente alumbrados del castillo, las antorchas de la noche todavía quemaban.

Gwen llegó hasta el final del pasillo y subió unas escaleras de caracol de piedra, con Krohn a sus pies, hasta que llegó a los pisos superiores, donde sabía que estaba la habitación del trono del Rey, pues ya empezaba a familiarizarse con el castillo. Corrió hacia otra sala y estaba a punto de pasar por una apertura arqueada en la piedra cuando percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Se echó hacia atrás, sorprendida al ver a una persona entre las sombras.

“¿Gwendolyn?” dijo él con voz suave, demasiado refinado, saliendo de entre las sombras con una pequeña sonrisa petulante en la cara.

Gwendolyn parpadeó, atónita, y tardó un instante en recordar quién era. Le habían presentado a tantas personas en pocos días que todo se había vuelto un poco confuso.

Pero esta era una cara que no podía olvidar. Se dio cuenta de que era el hijo del Rey, el otro gemelo, el que tenía pelo y había hablado en contra de ella.

“Tú eres el hijo del Rey”, dijo, recordando en voz alta. “El tercero más mayor”.

Él sonrió, con una sonrisa pilla que a ella no le gustó, mientras daba un paso adelante.

“En realidad, el segundo más mayor”, le corrigió. “Somos gemelos, pero yo vine primero”.

Gwen lo observó mientras se acercaba un poco más y vio que estaba impecablemente vestido y afeitado, con el pelo peinado, olía a perfume y aceite y vestía la ropa más fina que ella había visto. Tenía aspecto de engreído y apestaba a arrogancia y prepotencia.

“Prefiero que no piensen en mí como un gemelo”, continuó. “Soy un hombre por mí solo. Me llamo Mardig. Es mi destino en la vida haber nacido un gemelo, no lo pude controlar. El destino, diría, de las coronas”, concluyó filosóficamente.

A Gwen no le gustaba estar en su presencia, todavía dolida por su trato la noche anterior y sentía que Krohn estaba tenso a su lado, con los pelos de la nuca erizados mientras se frotaba contra su pierna. Estaba impaciente por saber qué quería.

“¿Siempre merodea por las sombras de estos pasillos?” preguntó ella.

Mardig sonreía con aires de superioridad mientras se acercaba más, demasiado para ella.

“Al fin y al cabo, es mi castillo”, respondió, defendiendo su territorio. “Saben que deambulo por aquí”.

“¿Su castillo?” preguntó. “¿Y no es de su padre?”

Su expresión se volvió sombría.

“Todo a su tiempo”, respondió enigmáticamente y dio otro paso hacia delante.

Gwendolyn dio un paso hacia atrás involuntariamente, pues no le gustaba su presencia, mientras Krohn empezaba a gruñir.

Mardig miró a Krohn con desprecio.

“¿Sabía que los animales no pueden dormir en nuestro castillo?” respondió.

Gwen frunció el ceño enojada.

“Su padre no tuvo ningún recelo”.

“Mi padre no impone las normas”, respondió él. “Lo hago yo. Y la guardia del Rey está bajo mi mando”.

Ella frunció el ceño, frustrada.

“¿Por eso me ha parado aquí?” preguntó ella, enojada. “¿Para cumplir con el control sobre los animales?”

Él frunció el ceño en respuesta al darse cuenta de que, quizás, había topado con un igual. La miró fijamente, con los ojos clavados en ella, como si la estuviera analizando.

“No existe ni una sola mujer en la Cresta que no me desee”, dijo. “Y, sin embargo, no veo la pasión en sus ojos”.

Gwen lo miró boquiabierta, horrorizada, al darse cuenta finalmente de qué iba todo aquello.

“¿Pasión?” repitió, avergonzada. “¿Y por qué tendría que sentirla? Estoy casada y el amor de mi vida pronto regresará a mi lado”.

Mardig rió fuerte.

“¿Ah, sí?” preguntó. “Por lo que he oído, hace mucho tiempo que murió. O tanto tiempo que está perdido para usted, que nunca regresará”.

Gwendolyn lo miró enfurecida, mientras su enfado iba en aumento.

“Y aunque no regresara nunca”, dijo ella, “nunca estaría con otro. Y menos aún con usted”.

Su expresión se ensombreció.

Ella se dio la vuelta para irse, pero él le agarró el brazo. Krohn gruñó.

“Aquí yo no pido lo que quiero”, dijo. “Lo cojo. Está en un reino extranjero, a la merced de un anfitrión extranjero. Sería sabio por su parte complacer a sus captores. Al fin y al cabo, sin nuestra hospitalidad, estaría tirada en el desierto. Y existen un montón de circunstancias desafortunadas que pueden acontecer por accidente a una invitada, incluso con el mejor intencionado de los anfitriones”.

Ella lo miró con el ceño fruncido, había visto muchas amenazas reales en su vida como para asustarse de estas advertencias insignificantes.

“¿Captores?” dijo ella. ¿Es así como nos llama? Yo soy una mujer libre, por si no se había dado cuenta. Me podría ir de aquí ahora mismo si así lo decidiera”.

Él rió, haciendo un terrible ruido.

“¿Y hacia dónde iría? ¿De vuelta al Desierto?”

Él sonrió y negó con la cabeza.

“Puede que técnicamente sea libre de marchar”, añadió. “Pero permítame que le pregunte algo: cuando el mundo es un lugar hostil, ¿dónde la deja esto?”

Krohn gruñó con malicia y Gwen podía sentir que estaba a punto de saltar. Se sacudió la mano de Mardig de encima indignada y posó una mano en la cabeza de Krohn, reteniéndolo. Y entonces, cuando miró de nuevo a Mardig con una mirada asesina, tuvo una repentina percepción.

“Dígame una cosa, Mardig”, dijo con la voz dura y fría,. “¿Por qué no está usted allá fuera, luchando con sus hermanos en el desierto? ¿A qué se debe que es usted el único que se ha quedado atrás? ¿Es que el miedo le domina?”

Él sonrió, pero bajo su sonrisa ella notaba la cobardía.

“La caballerosidad es para los estúpidos”, respondió él. “Estúpidos cómodos, que preparan el camino a los demás para que consigamos lo que queremos. Cuélguele el nombre de “caballerosidad” y los podrá usar como marionetas. A mí no pueden utilizarme tan fácilmente”.

Él lo miró, enojada.

“Mi marido y nuestros Plateados se ríen de un hombre como usted”, dijo ella. “No duraría ni dos minutos en el Anillo”.

Gwen miraba de él a la entrada que estaba tapando.

“Tiene dos opciones”, dijo ella. “Puede apartarse de mi camino, o Krohn tomará el desayuno que con tanto entusiasmo desea. Creo que su tamaño es perfecto para él”.

Él echó un vistazo a Krohn y vio que le temblava el labio. Se apartó hacia un lado.

Pero ella todavía no se marchó. En cambio, dio un paso adelante y se acercó a él mirándolo con desprecio pues quería decirle lo que pensaba.

“Puede que esté al mando de su pequeño castillo”, gruñó de manera amenazante, “pero no olvide que habla con una Reina. Una Reina libre. Nunca responderé ante usted, nunca responderé ante nadie más mientras viva. Esto ya se ha acabado. Y esto me hace muy peligrosa –mucho más peligrosa que vos”.

El Príncipe la miró fijamente y, ante su sorpresa, sonrió.

“Usted me gusta, Reina Gwendolyn”, respondió él. “Mucho más de lo que pensaba”.

A Gwendolyn le latía fuerte el corazón mientras observaba cómo él se daba la vuelta y se iba, escurriéndose en la oscuridad, desapareciendo en el pasillo. Mientras sus pasos resonaban y se desvanecían, ella se preguntaba: ¿qué peligros acechaban en aquella corte?




CAPÍTULO TRES


Kendrick cabalgaba por el árido paisaje del desierto, con Brandt y Atme a su lado, acompañados por su media docena de Plateados, lo único que quedaba de su hermandad del Anillo, cabalgando juntos como en los viejos tiempos. Mientras cabalgaban, adentrándose cada vez más en el Gran Desierto, Kendrick se sentía agobiado por la nostalgia y la tristeza; esto le hacía recordar su apogeo en el Anillo, rodeado de Plateados, de hermanos de armas, cabalgando hacia la batalla junto a miles de hombres. Él había cabalgado con los mejores caballeros que el reino podía ofrecer, a cual mejor, y a todos los lugares a los que había llegado cabalgando, las trompetas sonaban y los aldeanos corrían a recibirle. Él y sus hombres eran bienvenidos en todas partes y siempre se quedaban despiertos hasta tarde contando de nuevo las historias de batallas, de valentía, de refriegas con monstruos que aparecían del cañón –o peor, de más allá de lo desolado.

Kendrick parpadeó, tenía polvo en los ojos y volvió a la realidad. Ahora estaba en una época diferente, en un lugar diferente. Echó un vistazo y vio a los ocho hombres de los Plateados y esperaba ver a miles más a su lado. Pero la realidad pronto se hizo evidente al darse cuenta de que aquellos ocho eran lo único que quedaba y entendió cuánto había cambiado. ¿Recuperarían alguna vez aquellos días de gloria?

La idea de Kendrick sobre qué hace a un guerrero había cambiado a lo largo de los años y, estos días, sentía que lo que hacía a un guerrero no era solo la habilidad y el honor, sino la constancia. La habilidad de continuar. La vida, de alguna manera, te cubría de muchos obstáculos, desgracias, tragedias, pérdidas y, sobre todo, de muchos cambios; él había perdido más amigos de los que podía contar y el rey por el que había vivido siempre ya no vivía. Su verdadera patria había desaparecido. Y aún así, él continuaba, incluso cuando no sabía para qué. Él sabía que lo estaba buscando. Y era esta habilidad para continuar, quizás por encima de todo, lo que hacía a un guerrero, lo que hacía que un hombre soportara la prueba del tiempo cuando muchos otros abandonaban. Esto es lo que separaba a los verdaderos guerreros de los fugaces.

“¡PARED DE ARENA AL FRENTE!” gritó una voz.

Era una voz extraña, una a la que Kendrick todavía se estaba acostumbrando, y al echar un vistazo vio a Koldo, el hijo mayor del Rey, destacando entre el grupo por su piel negra, dirigiendo al grupo de soldados de la Cresta. Durante el breve tiempo que hacía que lo conocía, Koldo ya se había ganado el respeto de Kendrick, al observar la manera en que dirigía a sus hombres y el modo en que estos lo admiraban. Era un caballero al lado del cual Kendrick se sentía orgulloso de cabalgar.

Koldo señaló hacia el horizonte y, al echar un vistazo, Kendrick vio lo que estaba señalando –de hecho, lo oyó antes de verlo. Era un silbido estridente, como un huracán y Kendrick recordó el tiempo que estuvo en el Desierto, cuando fue arrastrado a través de él medio inconsciente. Recordaba las furiosas arenas, agitándose como un tornado que nunca se iba, formando un sólido muro que se alzaba hasta el cielo. Parecía impenetrable, como una pared de verdad, y ayudaba a ocultar la Cresta del resto del Imperio.

Mientras el silbido crecía, Kendrick temía volver a entrar.

“¡PAÑUELOS!” ordenó una voz.

Kendrick vio que Ludvig, el mayor de los gemelos del Rey, estiraba una larga malla de tela blanca y se envolvía la cara con ella. Uno a uno los otros soldados siguieron su ejemplo e hicieron lo mismo.

A su lado apareció cabalgando el soldado que se había presentado a sí mismo como Naten, un hombre que a Kendrick no le había gustado desde el primer momento. Se mostró rebelde e irrespetuoss hacia el mando que le habían asignado a Kendrick.

Naten sonreía con aires de superioridad mientras se acercaba a Kendrick y sus hombres cabalgando.

“Crees que diriges esta misión”, dijo, “solo porque el Rey te la asignó. Pero todavía no sabes lo suficiente para protegera tus hombres del Muro de Arena”.

Kendrick le lanzó una mirada de furia al hombre, veía que en sus ojos había un odio hacia él que él no había provocado. Al principio, Kendrick pensó que quizás se había sentido amenazado por él, un extraño, pero ahora veía que simplemente era un hombre al que le encantaba odiar.

“¡Dale los pañuelos!” gritó Koldo a Naten impaciente.

Después de que pasara más tiempo y el muro se acercara todavía más, mientras la arena se enfurecía, Naten finalmente se acercó y lanzó el saco de pañuelos a Kendrick, golpeándole bruscamente en el pecho mientras cabalgaba.

“Repártelos entre tus hombres”, dijo, “o el muro os cortará en pedazos. Tú decides, a mí realmente no me importa”.

Naten se fue cabalgando, dando la vuelta para ir hacia sus hombres y Kendrick repartió rápidamente los pañuelos a sus hombres, acercándose cabalgando al lado de cada uno de ellos y entregándoselos. Entonces Kendrick se envolvió su propio pañuelo en la cabeza y en la cara, como hacían los soldados de la Cresta, dando más y más vueltas hasta que lo sentía seguro pero aún podía respirar. Apenas podía ver a través de él, ocultaba el mundo, que se veía borroso a la luz.

Kendrick se preparaba a medida que se iban acercando y el ruido de los remolinos de arena se volvía ensordecedor. Cuando ya habían avanzado casi cincuenta metros, el aire se llenó con el ruido de la arena golpeando las armaduras. Un instante después, la sintió.

Kendrick se metió en el Muro de Arena y fue como meterse dentro de un océano de arena removido. El ruido era tan fuerte que apenas podía escuchar el sonido de su propio corazón, pues la arena cubría cada centímetro de su cuerpo, luchando por entrar, por destrozarlo. Los remolinos de arena eran tan intensos que no podía ver a Brandt y Atme, que estaban tan solo a unos metros a su lado.

“¡SEGUID CABALGANDO!” gritó Kendrick a sus hombres, mientras se preguntaba si alguno de ellos podía oírlo, tranquilizándose a él mismo igual que a los demás. Los caballos relinchaban como locos, iban más lentos, actuaban de forma extraña y Kendrick bajó la vista y vio que les estaba entrando arena en los ojos. Le dio una patada más fuerte y rezó para que su caballo no se quedara allí parado.

Kendrick siguió avanzando más y más, pensando que aquello nunca acabaría y, entonces, por fin, gracias a Dios, salió. Salió al otro lado, junto a sus hombres, de vuelta al Gran Desierto, el cielo abierto y el vacío lo estaban esperando para recibirlo al otro lado. El Muro de Arena gradualmente se calmó mientras se alejaban cabalgando y, a medida que volvía la tranquilidad, Kendrick se dio cuenta de que los hombres de la Cresta lo miraban a él y a sus hombres sorprendidos.

“¿Pensabáis que no sobreviviríamos?” preguntó Kendrick a Naten mientras este lo miraba boquiabierto.

Naten se encogió de hombros.

“Me hubiera dado igual”, dijo, y se fue cabalgando con sus hombres.

Kendrick intercambió una mirada con Brandt y Atme, mientras todos ellos se preguntaban de nuevo por los hombres de la Cresta. Kendrick sentía que el camino hasta ganarse su confianza sería largo y duro. Al fin y al cabo, él y sus hombres eran extranjeros y habían sido los que habían creado ese rastro y les habían causado el problema.

“¡Hacia delante!” exclamó Koldo.

Kendrick alzó la vista y vio allí, en el desierto, el rastro que habían dejado él y los demás del Anillo. Vio todas sus pisadas, ahora endurecidas por la arena, dirigiéndose hacia el horizonte.

Koldo se detuvo donde acababan e hizo una pausa, igual que todos los demás, sus caballos respiraban con dificultad. Todos miraron hacia abajo, examinándolas.

“Esperaba que el desierto las hubiera borrado”, dijo Kendrick, sorprendido.

Naten lo miró con desprecio.

“Este desierto no borra nada. Nunca llueve y lo recuerda todo. Estas huellas vuestras los hubieran llevado hacia nosotros y eso hubiera llevado a la Cresta a la ruina”.

“Deja de atosigarle”, dijo Koldo a Naten de manera amenazante, con una severa voz autoritaria.

Todos se giraron al verlo allí cerca y Kendrick se sintió muy agradecido hacia él.

“¿Por qué debería hacerlo?” respondió Naten. “Esta gente crearon este problema. Ahora mismo podría estar de vuelta en la Cresta, sano y salvo”.

“Sigue así”, dijo Koldo, “y te mandaré a casa ahora mismo. Te echaremos de nuestra misión y le contaremos al Rey por qué trataste al comandante que él designó sin respeto”.

Naten, finalmente, bajó sus humos, bajó la vista y se fue cabalgando hacia el otro lado del grupo.

Koldo miró a Kendrick y le hizo una señal de respeto con la cabeza, de comandante a comandante.

“Le pido disculpas por la insubordinación de mis hombres”, dijo. “Como seguramente ya sabrá, un comandante no puede responder siempre por todos sus hombres”.

Kendrick le hizo una señal de respeto con la cabeza, admiraba a Koldo más que nunca.

“¿Es este el rastro de su pueblo?” preguntó Koldo mientras miraba hacia abajo.

Kendrick asintió con la cabeza.

“Eso parece”.

Koldo suspiró y se dio la vuelta para seguirlo.

“Lo seguiremos hasta que termine”, dijo. “Una vez lleguemos al final, retrocederemos y lo eliminaremos”.

Kendrick se quedó perplejo.

“Pero ¿no dejaremos nuestra propia marca al volver?”

Koldo hizo un gesto a Kendrick para que siguiera su mirada y este vio varios aparatos, que parecían rastrillos, sujetos a la parte posterior de los caballos de sus hombres.

“Escobas”, explicó Ludvig, acercándose al lado de Koldo. “Borrarán nuestro rastro mientras nosotros cabalgamos”.

Koldo sonrió.

“Esto es lo que nos ha mantenido invisibles a los enemigos durante siglos”.

Kendrick admiró los ingeniosos aparatos y se oyó el grito de los hombres mientras todos daban una patada a sus caballos, se daban la vuelta y seguían el rastro, galopando a través del desierto, de vuelta al Gran Desierto, hacia un horizonte de vacío. A su pesar, Kendrick echó la vista hacia atrás mientras se iban, dio una última mirada al Muro de Arena y, por alguna razón, le inundó la sensación de que nunca jamás volverían.




CAPÍTULO CUATRO


Erec estaba en la proa del barco, con Alistair y Strom a su lado, y observaba con preocupación que el río se estrechaba. Siguiéndolos de cerca estaba su pequeña flota, todo lo que quedaba de lo que había partido de las Islas del Sur, todos abriéndose camino como una serpiente por este río interminable, adentrándose más y más en el corazón del Imperio. En algunos puntos, este río era ancho como el océano, sus bancos se perdían de vista y las aguas eran claras; pero ahora Erec veía que se estrechaba en el horizonte, cerrándose en un cuello de botella de quizás menos de veinte metros de ancho y sus aguas se volvían turbias.

El soldado profesional que Erec llevaba dentro estaba en máxima alerta. No le gustaban los espacios confinados cuando llevaba a sus hombres y sabía que el río que se estrechaba haría a su flota más susceptible a una emboscada. Erec miró hacia atrás por encima de su hombro y no vio ni rastro de la enorme flota del Imperio de la que habían escapado en el mar; pero esto no significaba que no estuvieran por allí, en alguna parte. Sabía que no dejarían de buscarlo hasta que lo encontraran.

Con las manos en las caderas, Erec miró se dio la vuelta y entrecerró los ojos, estudiando las desoladas tierras que había a ambos lados, extendiéndose sin fin, una tierra de arena seca y piedras duras, sin árboles, sin señal de ninguna civilización. Erec examinó los bancos del río y agradeció que, por lo menos, no divisó ningún fuerte ni ningún batallón del Imperio situado a lo largo del río. Quería llevar a su flota río arriba hasta Volusia lo más rápido posible, encontrar a Gwendolyn y a los demás y liberarlos –y salir de allí. Los llevaría, atravesando el mar, de vuelta a las Islas del Sur, donde podría protegerlos. No quería distracciones durante el camino.

Sin ambargo, por otro lado, el ominoso silencio, el paisaje desolado, también le preocupaba: ¿se estaba escondiendo el Imperio por allí, esperando para una emboscada?

Erec sabía que todavía existía un peligro más grande que estar a la espera del ataque del enemigo y era morir de hambre. Era una preocupación mucho más urgente. Estaban atravesando lo que era esencialmente una tierra desértica y todas las provisiones que tenían allá abajo prácticamente se habían acabado. Mientras Erec estaba allí, podía oír cómo rugía su barriga, pues se habían racionado a una comida por día durante demasiados días. Sabía que si no aparacía un botín pronto en el paisaje, tendría un problema mucho más grande en sus manos. ¿Se acabaría alguna vez este río? se preguntaba. ¿Y si nunca encontraban Volusia?

Y peor: ¿Y si Gwendolyn y los demás ya no estaban allí? ¿O ya habían muerto?

“¡Otro!” exclamó Strom.

Al darse la vuelta, Erec vio a uno de sus hombres tirando con un sedal de un pez amarillo brillante que había en la punta, dejándolo caer sobre cubierta. El marinero lo pisó y Erec se agolpó con los demás y miró hacia abajo. Negó con la cabeza decepcionado: dos cabezas. Era otro de los peces venenosos que parecían vivir en abundancia en este río.

“Este río está maldito”, dijo el hombre mientras tiraba el sedal al suelo.

“¿Y si este río no nos lleva hasta Volusia?” preguntó Strom.

Erec podía ver la preocupación en el rostro de su hermano y la compartía.

“Nos llevará a algún lugar”, respondió Erec. “Y nos lleva hacia el norte. Si no es hasta Volusia, entonces cruzaremos tierra a pie y nos abriremos camino luchando”.

“¿Deberemos abandonar nuestros barcos entonces? ¿Cómo huiremos de este lugar? ¿Volveremos a las Islas del Sur?”

Erec negó lentamente con la cabeza y suspiró.

“Puede que no”, contestó sinceramente. “No existe cruzada por el honor que sea segura. ¿Y esto nos ha detenido a ti o a mí alguna vez?”

Strom se giró hacia él y le sonrió.

“Esto es por lo que vivimos”, respondió él.

Erec le sonrió, se dio la vuelta y vio que Alistair se acercaba a su lado, se agarraba a la barandilla y observaba el río, que se iba estrechando a medida que avanzaban. Sus ojos estaban vidriosos y tenía una mirada distante y Erec podía notar que estaba perdida en otro mundo. Había notado que alguna cosa había cambiado en ella también, no estaba seguro de qué era, como si estuviera guardando algún secreto. Se moría de ganas de preguntárselo, pero no quería fisgonear.

Se escuchó un coro de cuernos y Erec, sobresaltado, se giró para mirar atrás. El corazón le dio un vuelco al ver lo que se les echaba encima.

“¡ACERCÁNDOSE RÁPIDAMENTE!” gritó un marinero desde lo alto de un mástil, señalando deseperadamente. “¡LA FLOTA DEL IMPERIO!”

Erec corrió a través de la cubierta, de vuelta a la popa, acompañado por Strom, pasando por delante de todos sus hombres, todos ellos preparados para la batalla, agarrando sus espadas, preparando sus arcos, preparándose mentalmente.

Erec llegó a popa, se agarró a la barandilla, echó un vistazo y vio que era verdad: allí, en la curva del río, a tan solo unos pocos cientos de metros, había una fila de barcos del Imperio, navegando con sus velas negras y doradas.

“Deben habernos encontrado nuestro rastro”, dijo Strom, que estaba a su lado.

Erec negó con la cabeza.

“Nos estuvieron siguiendo todo el tiempo”, dijo él, al darse cuenta. “Solo estaban esperando para dejarse ver”.

“¿Esperando a qué?” preguntó Strom.

Erec se dio la vuelta y miró hacia atrás por encima de su hombro, río arriba.

“Aquello”, dijo.

Strom se dio la vuelta y examinó con atención el río, que se iba estrechando.

“Esperaban al punto más estrecho del río”, dijo Erec. “Esperaban a que tuviéramos que navegar en una sola fila y estuviéramos demasiado adentro para dar la vuelta. Nos tienen justamente donde querían”.

Erec miró de nuevo a la flota y, estando allí, se sentía increíblemente concentrado, como hacía a menudo cuando dirigía a sus hombres o se encontraba en momentos de crisis. Se le activó otro sentido y, como le pasaba a menudo en momentos como este, se le ocurrió una idea.

Erec se dirigió a su hermano.

“Encárgate de aquel barco que está a nuestro lado”, ordenó. “Empieza por la retaguardia de nuestra flota. Haz que todos los hombres salgan de ella y suban al barco que está al lado. ¿Me oyes? Vacía aquel barco. Cuando el barco esté vacío, tú serás el último en marchar”.

Strom miró hacia atrás, confundido.

“¿Cuándo el barco esté vacío?” repitió. “No lo entiendo”.

“Tengo pensado hacerlo naufragar”.

“¿Hacerlo naufragar?” preguntó Strom estupefacto.

Erec asintió con la cabeza.

“En el punto más estrecho, cuando las orillas del río se encuentran, girarás este barco hacia un lado y lo abandonarás. Esto creará una cuña, la barrera que necesitamos. Nadie podrá seguirnos. Y ahora ¡en marcha!” exclamó Erec.

Strom se puso en acción, siguiendo las órdenes de su hermano, respaldándolo, estuviera o no de acuerdo con ellas. Erec llevaba el barco junto con los demás y Strom pegó un salto de una barandilla a la otra. Cuando cayó en el otro barco, empezó a gritar órdenes y los hombres se pusieron en acción, todos ellos saltaron de uno en uno de su barco al de Erec.

Erec estaba preocupado al ver que sus barcos empezabana separarse.

“¡Encargaos de las cuerdas!” gritó Erec a sus hombres. “¡Usad los garfios, mantened los barcos unidos!”

Sus hombres siguieron su orden, corrieron hacia un lado del barco, levantaron los garfios y los lanzaron al aire, hasta que se engancharon al barco que estaba a su lado y tiraron con todas sus fuerzas para que los barcos no se separarab más. Esto aceleró el proceso y docenas de hombres saltaron de una barandilla a la otra, agarrando todos sus armas rápidamente mientras abandonaban el barco.

Strom supervisaba, gritaba órdenes, se aseguraba de que todos los hombres abandonaban el barco, reuniéndolos hasta que no quedó nadie a bordo.

Strom miró a Erec, mientras este lo observaba con aprobación.

“¿Y qué pasa con las provisiones del barco?” exclamó Strom por encima de todo aquel escándalo. “¿Y sus armas sobrantes?”

Erec negó con la cabeza.

“Déjalo”, le dijo gritando. “Empieza por la retaguardia y destruye el barco”.

Erec se dio la vuelta y se fue corriendo hacia la proa, dirigiendo su flota mientras todos lo seguían y navegaban hacia el cuello de botella.

“¡UNA ÚNICA FILA!”

Todos sus barcos le siguieron mientras el río iba estrechándose gradualmente. Erec navegaba con su flota y, mientras tanto, giró la vista hacia atrás y vio que la flota del Imperio se acercaba rápidamente, ahora estaba apenas a unos noventa metros. Vio cómo centenares de tropas del Imperio manejaban sus arcos y preparaban sus flechas, prendiéndoles fuego. Sabía que estaban casi a su alcance; había muy poco tiempo que perder.

“¡AHORA!” gritó Erec a Strom, justo cuando el barco de Strom, el último de la flota, se adentraba en el punto más estrecho.

Strom, que estaba observando y esperando, levantó su espada y cortó la mitad de las cuerdas que unían su barco al de Erec mientras, al mismo tiempo, saltaba al barco al lado de Erec. Las cortó justo cuando el barco abandonado navegaba hacia el cuello de botella e, inmediatamente, avanzaba a trompicones, sin timón.

“¡GIRADLO DE LADO!” ordenó Erec a sus hombres.

Todos sus hombres agarraron las cuerdas que quedaban a un lado del barco y tiraron tan fuerte como pudieron hasta que el barco, crujiendo en protesta, se giró lentamente de lado contra la corriente. Finalmente, la corriente lo llevó, se quedó firmemente atascado entre las rocas, apiñado entre las dos orillas del río, mientras su madera crujía y se empezaba a agrietar.

“¡TIRAD MÁS FUERTE!” exclamó Erec.

Tiraban y tiraban y Erec corrió para unirse a ellos, todos chillaban mientras tiraban con todas sus fuerzas. Lentamente, consiguieron girar el barco, manteniéndolo tenso mientras se adentraba más y más en las rocas.

Cuando el barco dejó de moverse, firmemente colocado, Erec se quedó finalmente satisfecho.

“¡CORTAD LAS CUERDAS!” exclamó, sabiendo que era ahora o nunca, sintiendo que su propio barco empezaba a tambalearse.

Los hombres de Erec cortaron las cuerdas que quedaban, liberando su barco en el momento justo.

El barco abandonado empezó a agrietarse, a desmoronarse, sus restos bloqueaban firmemente el río y, un instante después, el cielo ennegreció cuando un montón de flechas encendidas del Imperio descendieron sobre la flota de Erec.

La maniobra de Erec por alejar a sus hombres de ser heridos había sido en el momento preciso: las flechas habían ido a parar al barco abandonado, cayendo a menos de veinte metros de la flota de Erec y solo sirvieron para prender fuego al barco, creando un obstáculo más entre ellos y el Imperio. Ahora, el río sería infranqueable.

“¡A toda vela hacia delante!” gritó Erec.

Su flota navegaba con todas sus fuerzas, cogiendo el viento, distanciándose de su asedio y dirigiéndose más y más al norte, fuera del alcance de las flechas del Imperio. Vino otra descarga de flechas y estas fueron a parar al agua, salpicando y silbando alrededor del barco cuando impactaban con el agua.

Mientras continuaban navegando, Erec estaba en la proa y observaba, y vigilaba con satisfacción mientras miraba cómo la flota del Imperio se detenía ante el barco en llamas. Uno de los barcos del Imperio, sin miedo, intentó embestirlo, pero lo único que consiguió con sus esfuerzos fue prenderse fuego; centenares de soldados del Imperio gritaron, envueltos en llamas y saltaron por la borda y su barco en llamas creo un mar de restos todavía más profundo. Mientras lo miraba, Erec se imaginaba que el Imperio no podría atravesarlo durante varios días.

Erec sintió una mano que le agarraba fuerte el hombro y, al echar un vistazo, vio a Strom de pie a su lado sonriendo.

“Una de tus estrategias más acertadas”, dijo.

Erec le sonrió.

“Enhorabuena”, respondió.

Erec se giró y miró río arriba, las aguas se movían en todas direcciones y él todavía no estaba tranquilo. Habían ganado esta batalla, pero ¿quién sabía los obstáculos que les aguardaban?




CAPÍTULO CINCO


Volusia, que llevaba su ropaje dorado, estaba en lo alto de su tarima, mirando hacia abajo a los cien peldaños de oro que había levantado como una oda a ella misma, estiró los brazos y disfrutó del momento. Por lo que podía ver, las calles de la capital estaban llenas de gente, ciudadanos del Imperio, sus soldados, todos sus nuevos fieles, todos agachando la cabeza ante ella, hasta tocar con la cabeza en el suelo con la primera luz de la mañana. Todos cantaban a coro a la vez, un suave sonido constante, participando en el servicio de la mañana que ella había creado, tal y como sus ministros y comandantes les habían ordenado que hicieran: adoradla o encontraréis la muerte. Sabía que ahora la adoraban porque tenían que hacerlo, pero muy pronto, lo harían porque sería lo único que conocerían.

“Volusia, Volusia, Volusia”, cantaban. “Diosa del sol y diosa de las estrellas. Madre de los océanos y precursora del sol”.

Volusia observaba y admiraba su nueva ciudad. Por todas partes se habían levantado estatuas de oro de ella, tal y como ella había indicado a sus hombres que lo hicieran. Cada rincón de la capital tenía una estatua de ella, de oro brillante; a donde quiera que uno mirara, no quedaba más remedio que verla, que venerarla.

Por fin, estaba satisfecha. Por fin, era la Diosa que ella sabía que tenía que ser.

Los cantos llenaban el ambiente, al igual que el incienso, que quemaba en todos los altares por ella. Hombres, mujeres y niños llenaban las calles, hombro a hombro, todos inclinándose ante ella y ella sentía que lo merecía. El camino hasta llegar aquí había sido largo y duro, pero ella había marchado hasta la capital, había conseguido tomarla, destruir a los ejércitos del Imperio que se le habían puesto en contra. Ahora, por fin, la capital era suya.

El Imperio era suyo.

Por supuesto, sus consejeros pensaban diferente, pero a Volusia no le preocupaba mucho lo que pensaran. Ella sabía que era invencible, estaba en algún lugar entre el cielo y la tierra y ningún poder de este mundo podía destruirla. No solo no se encogía de miedo, sino que sabía que esto solo era el principio. Todavía quería más poder. Tenía pensado visitar cada cuerno y punta del Imperio y machacar a todos aquellos que se le opusieran, que no aceptaran su poder unilateral. Reuniría un ejército más y más grande, hasta que tuviera dominado cada rincón del Imperio.

Dispuesta a empezar el día, Volusia descendía lentamente e su tarima, tomando un escalón de oro después del otro. Estiraba el brazo y, cuando los ciudadanos corrían hacia delante, sus manos tocaban las de ellos, una multitud de fieles recibiéndola con los brazos abiertos, una diosa viva entre ellos. Algunos fieles, llorando, tocaban con la cara en el suelo mientras ella pasaba y montones más formaron un puente humano al fondo, deseosos de que caminara por encima de ellos. Lo hizo, pisando encima de la carne blanda de sus espaldas.

Por fin, tenía su rebaño. Y ahora era el momento de ir a la guerra.


*

Volusia estaba en lo alto de las murallas que rodean la ciudad, mirando desde allí el cielo desierto con una intensa sensación de que aquel era su destino. No veía otra cosa que no fueran cadáveres sin cabeza, todos los hombres que había matado, y un cielo de buitres que chillaban, que se abalanzaban sobre ellos para comer su carne. Fuera de aquellas murallas había una suave brisa y ella ya olía el hedor a carne podrida, que pesaba en el viento. Miraba la carnicería con una amplia sonrisa. Aquellos hombres habían osado resisitirse a ella y habían pagado el precio.

“¿No deberíamos enterrar a los muertos, Diosa?” dijo una voz.

Volusia echó un vistazo y vio al comandante de sus fuerzas armadas, Rory, un humano alto, de pecho amplio, con una barbilla esculpida y un aspecto imponente. Lo había escogido a él, lo había elevado por encima de otros generales porque era agradable a la vista y, aún más, porque era un comandante brillante y ganaría a cualquier precio –igual que ella.

“No”, respondió sin mirarlo. “Quiero que se pudran bajo el sol y que los animales se atiborren con su carne. Quiero que todos sepan lo que les pasa a los que se oponen a la Diosa Volusia”.

Él observó el panorama y retrocedió.

“Como desee, Diosa”, respondió.

Volusia examinó el horizonte y, mientras lo hacía, su hechicero, Koolian, que llevaba una capucha y una capa negras, con los ojos verde brillantes y la cara llena de verrugas, la persona que le había ayudado aconsejándola en el asesinato de su propia madre y uno de los pocos miembros de su círculo íntimo en los que todavía confiaba, dio un paso hasta su lado y lo examinó también.

“Sabe que están allá fuera”, le recordó. “Que vienen a por usted. Puedo sentir que están viniendo incluso ahora”.

Ella lo ignoró, mirando hacia delante.

“Yo también”, dijo finalmente.

“Los Caballeros de los Siete son muy poderosos, Diosa”, dijo Koolian. “Viajan con un ejército de hechiceros, un ejército contra el que incluso usted no puede luchar”.

“Y no se olvide de los hombres de Rómulo”, añadió Rory. “Según los informes están cerca de nuestras orillas incluso ahora, de vuelta del Imperio con su millón de hombres”.

Volusia miraba fijamente y un largo silencio colgó en el aire, solo roto por el aullido del viento.

Por fin, Rory dijo:

“Sabe que no podemos permanecer en este lugar. Quedarnos aquí significará la muerte para todos nosotros. ¿Qué ordena usted, Diosa? ¿Marcharemos de la capital? ¿Nos rendiremos?”

Volusia finalmente se dirigió a él y sonrió.

“Lo celebraremos”, dijo.

“¿Lo celebraremos?” dijo él, perplejo.

“Sí, lo celebraremos”, dijo ella. “Justo hasta el final. Reforzad las puertas de nuestra ciudad y abrid el gran estadio. Declaro cien días de fiestas y juegos. Puede que muramos”, dijo finalmente sonriendo, “pero lo haremos con una sonrisa”.




CAPÍTULO SEIS


Godfrey corría por las calles de Volusia, junto a Ario, Merek, Akorth y Fulton, a toda prisa para llegar a la puerta de la ciudad antes de que fuera demasiado tarde. Todavía estaba pletórico por su éxito al sabotear el estadio, conseguir envenenar al elefante, encontrar a Dray y soltarlo en el estadio, justo cuando Darius más lo necesitaba. Gracias a su ayuda y a la mujer finiana, Darius había ganado; él le había salvado la vida a su amigo, lo que aliviaba su culpa por haberle llevado hasta una emboscada en las calles de Volusia al menos un poco. Por supuesto, el papel de Godfrey quedaba a la sombra, donde él mejor estaba y Darius no podría haber salido victoriosos sin su propia valentía y experta lucha. Aún así, Godfrey había tenido una pequeña parte.

Pero ahora todo se estaba torciendo; tras los juegos, Godfrey esperaba poderse encontrar con Darius en la puerta del estadio mientras lo sacaban y liberarlo. No esperaba que Darius fuera acompañado hasta la puerta trasera y escoltado a través de la ciudad. Después de haber ganado, la multitud del Imperio por entero había estado cantando su nombre y los capataces del Imperio se habían visto amenazados por su inesperada popularidad. Habían creado un héroe y habían decidido escoltarlo fuera de la ciudad y hacia el circo de la capital lo antes posible, antes de que tuvieran la revolución en sus manos.

Ahora Godfrey corría con los demás, desesperado por pillarlo, por llegar hasta Darius antes de que saliera por las puertas de la ciudad y fuera demasiado tarde. El camino hacia la capital era largo, imhóspito, pasaba por el Desierto y estaba fuertemente guardado; una vez saliera de la ciudad, no habría manera de ayudarlo. Tenía que salvarlo o todos sus esfuerzos habrían sido en vano.

Godfrey corría por las calles, respirando con dificultad, y Merek y Ario ayudaban a Akorth y a Fulton, sus grandes barrigas dirigían el camino.

“¡No te detengas!” animó Merek a Fulton mientras le tiraba del brazo. Ario se limitaba a darle un codazo a Akorth en la espalda, haciéndolo chillar, empujándolo cuando iba más lento.

Godfrey sentía cómo el sudor caía por su nuca mientras corría y se maldecía a sí mismo, otra vez, por beber tantas pintas de cerveza. Pero pensaba en Darius y obligaba a sus doloridas piernas a seguir moviéndose, girando una calle tras otra hasta que, finalmente, salieron de una larga arcada de piedra hacia la plaza de la ciudad. Al hacerlo, allí en la distancia, quizás a menos de cien metros estaba la puerta de la ciudad, imponente, que se alzaba a unos quince metros. Cuando Godfrey echó un vistazo, el corazón le dio un vuelco al ver que sus barras se abrían por completo.

“¡NO!” exclamó involuntariamente.

A Godfrey lo inundó el pánico cuando observó el carruaje de Darius, tirado por caballos, escoltado por soldados del Imperio, cubierto de barras de hierro –como una jaula sobre ruedas- dirigiéndose hacia las puertas abiertas.

Godfrey corrió más rápido, más rápido de lo que él sabía que podía hacerlo, tropezando con él mismo.

“No vamos a conseguirlo”, dijo Merek, la voz de la razón, posando una mano sobre su brazo.

Pero Godfrey se la sacudió y corrió. Sabía que era una causa perdida –el carruaje estaba demasiado lejos, demasiado fuertemente escoltado, demasiado fortalecido- y, sin embargo, siguió corriendo hasta que no pudo correr más.

Se quedó allí, en medio del patio, la mano firme de Merek lo retenía y él se inclinó y se dejó caer, con las manos en las rodillas.

“¡No podemos dejar que se vaya!” gritó Godfrey.

Ario negó con la cabeza, mientras se acercaba a su lado.

“Ya se ha ido”, dijo. “Resérvate. Puede que luchemos otro día”.

“Lo traeremos de vuelta de algún otro modo”, añadió Merek.

“¿¡Cómo!?” imploró Godfrey desesperadamente.

Ninguno de ellos tenía una respuesta, mientras estaban todos allí y observaban las puertas de hierro que se cerraban detrás de Darius, como puertas que se cerrasen en el alma de Darius.

Podían ver el carruaje de Darius a través de las puertas, ya lejos, cabalgando en el desierto, poniendo distancia entre ellos y Volusia. La nube de polvo de su estela crecía más y más, ocultándolos pronto de su vista y Darius sentía que el corazón se le rompía cuando sintió que había decepcionado a la última persona que conocía y su única esperanza de redención.

El silencio se rompió por el ladrido frenético de un perro salvaje y Godfrey bajó la vista y vio a Dray saliendo de un callejón de la ciudad, ladrando y gruñendo como un loco, corriendo a través del patio tras su dueño. Él también estaba desesperado por salvar a Darius, y, al llegar a las grandes puertas de hierro, se abalanzó y se tiró sobre ellas desgarrándolas, sin éxito, con sus dientes.

Godfrey observó horrorizado cómo los soldados del Imperio que hacían guardia echaron el ojo a Dray y se hacían señales entre ellos. Uno desenfundó su espada y se acercó al perro, claramente preparándose para matarlo.

Godfrey no sabía lo que se había apoderado de él, pero algo dentro de él se rompió. Era demasiado para él, demasiada injusticia para soportarla. Si no podía salvar a Darius, por lo menos debía salvar a su querido perro.

Godfrey se escuchaba a sí mismo chillar, sentía cómo corría, como si estuviera fuera de sí mismo. Con una sensación surrealista, sintió cómo desenfundaba su corta espada y corría hacia delante, hacia el desprevenido guarda y, cuando el guarda se dio la vuelta, se encontró a sí mismo clavándole la espalda en el corazón del guarda.

El enorme soldado del Imperio miró hacia abajo a Godfrey incrédulo, con los ojos totalmente abiertos, mientras estaba allí, inmovilizado. Entonces cayó al suelo, muerto.

Godfrey escuchó un grito y vio a los otros dos guardas del Imperio echándosele encima. Levantaron sus amenazadoras armas y supo que no podía contra ellos. Moriría aquí, en esta puerta, pero por lo menos moriría con un noble esfuerzo.

Un gruñido rompió el aire y Godfrey vio, por el rabillo del ojo, que Dray se giraba y saltaba hacia delante, echándose encima del guarda que amenazaba a Godfrey. Le hundió los colmillos en el cuello y lo inmovilizó en el suelo, desgarrándolo hasta que el hombre dejó de moverse.

A la vez, Merek y Ario fueron corriendo hacia delante y usaron cada uno sus cortas espadas para apuñalar al otro guarda que estaba en la espalda de Godfrey, matándolo juntos antes de que pudiera acabar con Godfrey.

Todos se quedaron allí, en silencio, Godfrey miraba toda la carnicería, atónito ante lo que acababa de hacer, sorprendido de que tuviera tal valentía, mientras Dray se le acercaba rápidamente y le lamía el dorso de la mano.

“No pensaba que tuvieras esto dentro”, dijo Merek, admirado.

Godfrey estaba allí, aturdido.

“Ni yo mismo estoy seguro de lo que acabo de hacer”, dijo serio, todos los sucesos se confundían. No había tenido la intención de actuar –simplemente lo había hecho. ¿Y, aún así, esto lo convertía en valiente? se preguntaba.

Akorth y Fulton miraban aterrorizados en todas direcciones, buscando alguna señal de los soldados del Imperio.

“¡Tenemos que salir de aquí!” gritó Akorth. “¡Ahora!”

Godfrey sintió unas manos sobre él que le empujaban. Se giró y corrió con los demás, con Dray a su lado, mientras se alejaban de la puerta, corriendo de vuelta a Volusia y Dios sabe  a qué les tenía guardado el destino.




CAPÍTULO SIETE


Darius estaba apoyado contra las barras de hierro, con las muñecas encadenadas a los tobillos con una larga y pesada cadena, con el cuerpo cubierto de heridas y rasguños y sentía como si pesara media tonelada. Mientras avanzaba, en el carruaje que daba botes en el irregular camino, él miraba hacia fuera y observaba el cielo desierto entre las barras, sintiéndose desolado. Su carruaje atravesaba un paisaje interminable y desértico, no había más que desolación hasta donde la vista alcanzaba. Parecía que el mundo había acabado.

Su carruaje era sombrío, pero por las barras se colaban rayos de sol y él sentía que el agobiante calor del desierto se levantaba en oleadas, haciéndole sudar incluso a la sombra y aumentando su malestar.

Pero a Darius no le importaba. Todo su cuerpo, de la cabeza a los pies, le ardía y le dolía, estaba cubierto de bultos, le costaba mover las extremidades, estaba agotado por los días interminables de lucha en el circo. Era incapaz de dormir, cerraba los ojos e intentaba borrar los recuerdos pero, cada vez que lo hacía, veía a todos sus amigos muriendo a su lado, Desmond, Raj, Luzi y Kaz, todos de formas horribles. Todos muertos para que él pudiera sobrevivir.

Él era el ganador, había conseguido lo imposible y, aún así, esto significaba poco para él ahora. Sabía que la muerte estaba cerca; su recompensa, al fin y al cabo, era que lo transportaban a la capital del Imperio, para convertirse en un espectáculo en un circo más grande, con rivales todavía peores. La recompensa por todo esto, por todos sus actos de valentía, era la muerte.

Darius prefería morir ahora mismo que volver a pasar todo aquello. Pero no podía controlarlo; estaba aquí encadenado, indefenso. ¿Cuánto tiempo más iba a durar esta tortura? ¿Tendría que ser testigo de cómo todo lo que amaba en el mundo moría antes de morir él?

Darius cerró los ojos de nuevo, intentando desesperadamente eliminar los recuerdos y, al hacerlo, recordó algo de su temprana infancia. Estaba jugando delante de la cabaña de su abuelo, en el barro, empuñando una vara. Golpeaba sin cesar a un árbol hasta que su abuelo se lo arrebató.

“No juegues con palos”, le regañó su abuelo, “¿Quieres llamar la atención del Imperio?” ¿Quieres que piensen en ti como en un guerrero?”

Su abuelo rompió el palo con su rodilla y Darius se llenó de furia. Era más que un palo: era su vara todopoderosa, la única arma que tenía. Aquella vara lo significaba todo para él.

Sí, quiero que me conozcan como un guerrero. No quiero que me conozcan como otra cosa en la vida, pensó Darius.

Pero cuando su abuelo dio la vuelta y se fue hecho una furia, él estaba demasiado asustado para decirlo en voz alta.

Darius cogió el palo roto y sostuvo los trozos en sus manos, mientras las lágrimas le caían por las mejillas. Juró que un día lo vengaría todo –su vida, su aldea, su situación, el Imperio, cualquier cosa y todo lo que no podía controlar.

Los aplastaría a todos. Y no lo conocerían por otra cosa que no fuera por ser un guerrero.


*

Darius no sabía cuánto tiempo había pasado cuando despertó, pero inmediatamente se dio cuenta de que el sol brillante de la mañana había cambiado al tenue naranja de la tarde, de cara al atardecer. El aire tambén era mucho más fresco y sus heridas se habían endurecido, haciéndole más difícil el poderse mover, incluso poder cambiar de postura en este incómodo carruaje. Los caballos iban a toda prisa por las duras piedras del desierto, la interminable sensación del metal golpeando su cabeza le hacía sentir como si le estuvieran destrozando el cráneo. Se frotó los ojos, para sacarse la tierra incrustada en sus pestañas y se preguntaba cuánto quedaba para llegar a la capital. Sentía como si ya hubiera viajado hasta los confines de la tierra.

Parpadeó varias veces y miró hacia fuera esperando ver, como siempre, un horizonte vacío, un árido desierto. Pero, esta vez, al mirar hacia fuera, se sobresaltó al ver algo diferente. Se incorporó más por primera vez.

El carruaje empezó a ir más despacio, el estruendo de los caballos se redujo un poco, los caminos se volvieron más lisos y mientras estudiaba el nuevo paisaje, Darius vio algo que nunca olvidaría: allí, alzándose en el desierto como una civilización perdida, había el enorme muro de una ciudad, que parecía levantarse hasta el cielo y extenderse hasta que la vista alcanzaba. Estaba marcado por enormes puertas de oro brillantes, sus muros y parapetos estaban repletos de soldados del Imperio y Darius enseguida supo que habían llegado: la capital.

El sonido del camino cambió a un sonido hueco, de madera, y Darius bajó la vista y vio que el carruaje pasaba por un puente levadizo arqueado. Pasaron por delante de cientos de soldados más en fila a lo largo del puente, todos ellos muy atentos a su paso.

Un gran crujido llenó el aire y, al mirar hacia delante, Darius vio las puertas de oro, increíblemente altas, abrirse de par en par, como si lo fueran a abrazar. Vio un atisbo más allá de ellas, de la más magnífica ciudad que jamás había visto y supo, sin lugar a dudas, que este era un lugar del que no se podía escapar. Como para confirmar sus pensamientos, Darius oyó un estruendo en la distancia, que reconoció de inmediato: era el clamor del circo, de un nuevo circo, de hombres deseosos de sangre y de lo que, seguramente, sería su última parada. No tenía miedo; tan solo le pedía a Dios morir de pie, con la espada en mano, en un último acto de valentía.




CAPÍTULO OCHO


Thorgrin tiró por última vez de la cuerda de oro, con las manos temblorosas y con Angel a su espalda, nientras el sudor le caía por la cara y, finalmente, llegó hasta arriba del acantilado, mientras sus rodillas tocaban tierra y él recuperaba la respiración. Se giró para mirar hacia atrás y vio, cientos de metros hacia abajo, los empinados acantilados, las olas del mar rompiendo, su barco en la playa, que se veía muy pequeño, y se sorprendió de lo mucho que habían escalado. Oyó gemidos a su alrededor y, al darse la vuelta, vio a Reece y Selese, Elden e Indra, O’Connor y Matus llegando a la cima, todos ellos subiendo hasta la Isla de la Luz.

Thor estaba arrodillado, sus músculos agotados, y observó la Isla de la Luz que se extendía ante él y su corazón dio un vuelco al tener un nuevo presentimiento. Incluso antes de ver el horrible panorama, podía oler las cenizas ardientes, el pesado olor del humo en el aire. También podía sentir el calor, el fuego ardiente, el daño que dejaron quienes quiera que fueran aquellas criaturas que habían destrozado aquel lugar. La isla estaba negra, quemada, destrozada, todo lo que había tenido una vez de idílico, que había parecido invencible, ahora se había convertido en cenizas.

Thorgrin se puso de pie y no perdió el tiempo. Empezó a adentrarse en la isla, su corazón latía fuerte mientras buscaba a Guwayne por todas partes. Mientras asimilaba el estado de aquel lugar, odiaba pensar con qué se podía encontrar.

“¡GUWAYNE!” gritaba Thorgrin mientras saltaba por las colinas ardientes, levantando ambas manos hasta su boca.

Su voz resonaba contra las ondulantes colinas, como si le estuviera haciendo burla. Y, a continuación, solo se escuchaba el silencio.

Se escuchó un chillido solitario proveniente de algún lugar por allá arriba y, al alzar la vista, Thor vio a Lycoples, todavía volando en círculos. Lycoples volvió a chillar, descendió y se fue volando hacia el centro de la isla. Thor sintió de inmediato que le estaba guiando hasta su hijo.

Thor empezó a ir más deprisa, los otros a su lado, corriendo a través del páramo chamuscado, buscando por todas partes.

“¡GUWAYNE!” gritó de nuevo. “¡RAGON!”

Mientras Thor observaba la devastación del paisaje ennegrecido, sentía la certeza cada vez más grande de que nada podía haber sobrevivido aquí. Estas colinas ondulantes, una vez tan repletas de hierba y árboles, no eran más que un paisaje cicatrizado. Thor se preguntaba qué tipo de criaturas, aparte de los dragones, podían causar semejante destrucción y, lo más importante, quién las controlaba, quién las había enviado hasta aquí y por qué. ¿Por qué era tan importante su hijo para que alguien mandara un ejército a por él?

Thor miraba hacia el horizonte, esperando ver alguna señal de ellos, pero su corazón se hundió al no ver nada. En su lugar solo vio llamas ardientes que contaminaban las colinas.

Quería creer que Guwayne, de alguna manera, había sobrevivido a todo aquello. Pero no veía cómo. Si un hechicero tan poderoso como Ragon no pudo haber parado aquellas fuerzas que habían estado allí, ¿cómo iba a salvar él a su hijo?

Por primera vez desde que habían salido en esta misión, Thor empezaba a perder la esperanza.

Corrían y corrían, subían y bajaban las colinas y, al llegar a la cima de una colina particularmente alta, O’Connor, que iba al frente, señalo con entusiasmo.

“¡Allí!” exclamó.

O’Connor apuntó hacia el lado, hacia los restos de un antiguo árbol, ahora chamuscado, con las ramas retorcidas. Y cuando Thor miró más de cerca, divisó, bajo él un cuerpo que no se movía.

Thor sintió de inmediato que se trataba de Ragon. Y no vio ninguna señal de Guwayne.

Thor, lleno de temor, corrió hacia delante y cuando llegó hasta él, cayó sobre sus rodillas a su lado, buscando por todas partes a Guwayne. Esperaba encontrar a Guwayne escondido, quizás, entre los ropajes de Ragon, o en algún lugar a su lado, o cerca de él, quizás en la grieta de alguna roca.

Pero su corazón se hundió al ver que no estaba por ningún lado.

Thor le dio la vuelta lentamente a Ragon, que tenía la ropa chamuscada, mientras rezaba para que no lo hubieran matado y, mientras le daba la vuelta, sintió un atisbo de esperanza al ver que los ojos de Ragon se movían. Thor se inclinó y lo agarró por los hombros, que todavía quemaban al tocarlos y, al quitarle la capucha a Ragon, se horrorizó al ver su rostro carbonizado, desfigurado por las llamas.

Ragon empezó a respirar agitadamente y a toser y Thor vio que estaba luchando por la vida. Se sentía destrozado al verlo, aquel hermoso hombre que había sido tan amable con ellos, reducido a este estado por defender la isla, por defender a Guwayne. Thor no podía evitar sentirse responsable.

“Ragon”, dijo Thorgrin, con un nudo en la garganta. “Perdóname”.

“Soy yo el que suplica tu perdón”, dijo Ragon, con la voz rasposa, sin apenas poder articular palabra. Tosió durante un buen rato y, finalmente, continuó. “Guwayne…” empezó, después se fue apagando.

El corazón de Thor golpeaba fuerte en su pecho, no quería oír las siguientes palabras, pues temía lo peor. ¿Cómo iba a hacer frente a Gwendolyn de nuevo?

“Dime”, pidió Thor, agrrándole los hombros. “¿Vive el chico?”

Ragon jadeó durante un buen rato, intentando recuperar la respiración y Thor hizo una señal a O’Connor, que estiró el brazo y le pasó un saco de agua. Thor vertió el agua sobre los labios de Ragon y Ragon bebió y tosió al hacerlo.

Por fin, Ragon hizo el gesto de negar con la cabeza.

“Peor”, dijo, su voz apenas era más fuerte que un susurro. “La muerte hubiera sido una indulgencia para él”.

Ragon se quedó callado y Thor casi temblaba por la expectación, deseando que hablara.

“Se lo han llevado”, continuó finalmente Ragon. “Me lo arrebataron de los brazos. Todos ellos, todos vinieron aquí, a por él”.

El corazón de Thor dio un vuelco al pensar que aquellas malvadas criaturas se habían llevado a su querido hijo.

“¿Pero quién?” preguntó Thor. “¿Quién está detrás de esto? ¿Quién es más poderoso que tú para poder hacer esto? Pensaba que tu poder, como el de Argon, era impenetrable para todas las criaturas de este mundo”.

Ragon asintió.

“Para todas las criaturas de este mundo, sí”, dijo. “Pero estas criaturas no eran de este mundo. Eran criaturas no del infierno, sino de un lugar incluso más oscuro: la Tierra de Sangre”.

“¿La Tierra de la Sangre?” preguntó Thorgrin, desconcertado. “He ido a los infiernos y he vuelto”, añadió Thor. “¿Qué sitio puede ser más oscuro?”

Ragon negó con la cabeza.

“La Tierra de Sangre es más que un lugar. Es un estado. Un mal más oscuro y más poderoso de lo que puedas imaginar. Es el dominio del Señor de la Sangre y, con cada generación, se ha ido volviendo más oscuro y más poderoso. Existe una guerra entre Reinos. Una antigua lucha entre el mal y la luz. Cada uno de ellos lucha por el control. Y me temo que Guwayne es la clave: tiene alguna cosa que puede ganar, que puede tener el dominio del mundo. Para siempre. Esto es lo que Argon nunca os dijo. Lo que todavía no podía contaros. No estabáis preparados. Era para lo que os estaba preparando: la guerra más grande que jamás conoceréis”.

Thor lo miraba boquiabierto, intentando comprender.

“No lo comprendo”, dijo. “¿No se han llevado a Guwayne para matarlo?”

Él negó con la cabeza.

“Mucho peor. Se lo han llevado para ellos, para educarlo como el niño demonio que necesitan para completar la profecía y destruir todo lo bueno que hay en el universo”.

Thor vaciló, su corazón latía fuerte mientras intentaba comprenderlo todo.

“Entonces lo traeré de vuelta”, dijo Thor, una fría sensación de determinación corría por sus venas, especialmente al oír a Lycoples por allá arriba, chillando, ansiando, como él, la venganza.

Ragon estiró el brazo y agarró a Thor por la cintura, con una fuerza sorprendente para un hombre que está a punto de morir. Miraba a Thor a los ojos con una intensidad que lo asustaba.

“No puedes”, dijo con firmeza. “La Tiera de Sangre es demasiado poderosa para que pueda sobrevivir un humano. El precio por entrar allí es demasiado alto. Incluso con todos tus poderes, recuerda mis palabras: morirás con toda seguridad si vas allí. Todos vosotros lo haréis. No eres lo suficientemente poderoso todavía. Necesitas más entrenamiento. Necesitas fomentar tus poderes primero. Ir ahora sería una locura. No recuperarías a tu hijo y todos vosotros seríais destruidos”.

Pero el corazón de Thor estaba endurecido por la determinación.

“Me he enfrentado a la oscuridad más grande, a los poderes más grandes del mundo”, dijo Thorgrin. “Incluso a mi propio padre. Y el miedo nunca me ha echado atrás. Me enfrentaré a este señor oscuro, sean cuales sean sus poderes; entraré en la Tierra de Sangre, al precio que sea. Es mi hijo. Lo recuperaré o moriré en el intento”.

Ragon negaba con la cabeza mientras tosía.

“No estás preparado”, dijo, mientras su voz se iba apagando. “No estás preparado… Necesitas… poder… Necesitas… el… anillo”, dijo y, a continuación, le cogió un ataque de tos con sangre.

Thor lo miraba fijamente, desesperado por saber qué quería decir antes de morir.

“¿Qué anillo?” preguntó Thor. “¿Nuestra patria?”

Entonces vino un largo silencio, solo se escuchaba el jadeo de Ragon hasta que, finalmente, abrió los ojos, solo un poquito.

“El… anillo sagrado”.

Thor agarró a Ragon por los hombros, deseoso de que le respondiera, pero de repente sintió cómo el cuerpo de Ragon se ponía rígido en sus manos. Sus ojos se congelaron, siguió un suspiro de muerte y, un instante después, dejó de respirar y se quedó completamente inmóvil.

Muerto.

Thor sintió una agonía que corría dentro de él.

“¡NO!” Thor echó la cabeza hacia atrás y gritó a los cielos. Thor estaba destrozado y sollozaba mientras abrazaba a Ragon, aquel hombre generoso que había dado su vida por proteger a su hijo.

El dolor y la culpa lo abrumaban y, lenta e incesantemente, sintió que una nueva determinación crecía en su interior.

Thor miró a los cielos y supo lo que debía hacer.

“¡LYCOPLES!” chilló Thor, el grito angustiado de un padre lleno de desesperación, lleno de furia, con nada que perder.

Lycoples escuchó su grito: chilló, allá arriba en los cielos, uniendo su furia a la de Thor y fue descendiendo en círculos hasta ir a parar a pocos metros de él.

Sin dudarlo, Thor corrió hacia ella, saltó sobre su espalda y se agarró fuerte a su cuello. Se sentía con energía al estar de nuevo en la espalda del dragón.

“¡Espera!” exclamó O’Connor, corriendo hacia delante con los demás. “¿A dónde vais?”

Thor los miró fijamente a los ojos.

“A la Tierra de Sangre”, respondió, sintiéndose más seguro de lo que jamás en su vida había estado. “Rescataré a mi hijo. Cueste lo que cueste”.

“Te destruirán”, dijo Reece, dando un paso adelante preocupado, con voz seria.

“Entonces me destruirán con honor”, respondió Thor.

Thor miró detenidamente hacia arriba, al horizonte y vio el rastro de las gárgolas, desapareciendo en el cielo y supo que debía irse.

“Entonces no te irás solo”, gritó Reece. “Seguiremos tu rastro desde el barco y nos encontraremos contigo allí”.

Thorgrin asintió y apretó a Lycoples y, de repente, sintió aquella sensación conocida mientras los dos se elevaban en el aire.

“¡No, Thorgrin!” gritó una voz angustiada detrás de él.

Sabía que era la voz de Angel y se sintió culpable mientras se alejaba volando de ella.

Pero no podía mirar hacia atrás. Su hijo estaba más adelante y, con muerte o sin ella, lo encontraría y los mataría a todos.




CAPÍTULO NUEVE


Gwendolyn atravesó las altas puertas arqueadas, que le sujetaban varios empleados, para entrar a la habitación del trono del Rey, con Krohn a su lado, y se quedó impresionada por lo que vio ante ella. Allí, al fondo de la vacía habitación, el Rey estaba sentado en su trono, solo en este vasto lugar, las puertas resonaron al cerrarse tras ella. Se acercó, caminando por los suelos adoquinados, pasando por los rayos de luz que se colaban por las filas de vitrales, iluminando el lugar con imágenes de antiguos caballeros en escenas de batalla. Este lugar ere intimidatorio y sereno a la vez, inspirador y poseído por los fantasmas de antiguos reyes. Podía sentir su presencia en el espeso ambiente y, en muchos aspectos, le recordaba la Corte del Rey. Sintió una repentina tristeza en el pecho, ya que la habitación le hacía echar muchísimo de menos a su padre.

EL Rey MacGil estaba allí sentado, cansado, con la barbilla apoyada en el puño, claramente agobiado con pensamientos y, Gwendolyn sentía, con el peso de tener que gobernar. Le parecía un hombre solitario, atrapado en aquel lugar, como si el peso del reino estuviera sobre sus hombros. Comprendía aquella sensación demasiado bien.

“Ah, Gwendolyn”, dijo, iluminándose al verla.

Ella esperaba que él se quedara en el trono, pero inmediatamente se puso de pie y bajó corriendo los peldaños de marfil, con una cálida sonrisa en su rostro, humilde, sin la ostentación de otros reyes, deseoso de salir a recibirla. Su humildad fue un alivio de bienvenida para Gwendolyn, especialmente después del encuentro inesperado con su hijo, que la había dejado perturbada por lo ominoso que fue. Se preguntaba si contárselo al Rey; por ahora, por lo menos, se mordería la lengua y vería qué pasaba. No quería parecer desagradecida o empezar la reunión con mal pie.

“No he pensado en otra cosa desde nuestra conversación de ayer”, dijo, mientras se acercaba y la abrazaba amablemente. Krohn, a su lado, lloriqueó y dio un empujoncito a la mano del Rey y este bajó la mirada y sonrió. “¿Quién es?” preguntó amablemente.

“Krohn”, contestó ella, aliviada al ver que era de su agrado. “Mi leopardo o, para ser más precisa, el leopardo de mi marido. Aunque supongo que ahora es tan mío como suyo”.

Para su alivio, el Rey se arrodilló, cogió la cabeza de Krohn entre sus manos, le acarició las orejas y lo besó, sin miedo. Krohn le correspondió lamiéndole la cara.

“Un buen animal”, dijo. “Un cambio bienvenido para el linaje de perros que tenemos aquí”.

Gwen lo miró, sorprendida por su amabilidad mientras recordaba las palabras de Mardig.

“¿Entonces se permiten animales como Krohn aquí?” preguntó ella.

El Rey echó su cabeza hacia atrás y rió.

“Por supuesto”, respondió. “Y por qué no. ¿Alguien te dijo lo contrario?”

Gwen dudó si contarle su encontronazo y decidió morderse la lengua; no quería que la vieran como una soplona y necesitaba saber más sobre aquella gente, su familia, antes de sacar ninguna conclusión o precipitarse en medio de un drama familiar. Pensó que, por ahora, era mejor guardar silencio.

“¿Desea verme, mi Rey?” dijo en su lugar.

Inmediatamente, su rostro se volvió serio.

“Así es”, dijo. “Ayer interrumpieron nuestro discurso y aún queda mucho de lo que hablar”.

Él se giró e hizo un gesto con la mano, le hizo una señal para que lo siguiera y caminaban juntos y sus pasos resonaron mientras atravesaban la amplia habitación en silencio. Gwen alzó la vista y, al pasar, vio los estrechos techos, los escudos de armas mostrados a lo largo de las paredes, trofeos, armas, armaduras… Gwen admiraba el orden de este lugar, el orgullo que estos caballeros mostraban en la batalla. Esta sala le recordaba un lugar con el que se podría haber encontrado en el Anillo.

Atravesaron la habitación y, cuando llegaron al final de todo, atravesaron otro conjunto de dobles puertas, de un antiguo roble, de unos treinta centímetros de grosor y lisos por el uso y salieron a un gran balcón, adyacente a la sala del trono, de unos quince metros de ancho y con la misma profundidad, enmarcado por un balaustre de mármol.

Siguió al Rey hasta fuera, hasta el borde y, apoyando sus manos contra el mármol liso, miró hacia fuera. Bajo ella se extendía la inmaculada ciudad de la Cresta, en crecimiento descontrolado, todos sus tejados de pizarra angulares marcaban la silueta de la ciudad, todas sus antiguas casas de formas diferentes, construidas muy cerca las unas de las otras. Era claramente una ciudad hecha de retales que, durante centenares de años, había evolucionado para convertirse en acogedora, íntima, desgastada por el uso. Con sus picos y agujas, parecía una ciudad de cuento, especialmente con el fondo de las aguas azules más allá, brillando bajo el sol y, más allá incluso de esto, los elevados picos de la Cresta, se levantaban alrededor de la misma en un enorme círculo, como una gran barrera al mundo.

Tan arropada, tan protegida del mundo exterior, Gwen no podía imaginar que nada malo pudiera acontecer jamás en este lugar.

El Rey suspiró.

“Cuesta imaginar que este lugar esté muriendo”, dijo y ella se dio cuenta de que habían compartido los mismos pensamientos.

“Cuesta imaginar”, dijo, “que yo esté muriendo”.

Gwen lo miró y vio que en sus ojos azul claro había dolor, estaban llenos de tristeza. Sintió una gran preocupación.

“¿De qué dolencia, mi señor?” preguntó ella. “Seguramente, sea lo que sea, es algo que los curanderos pueden sanar.

Él negó con la cabeza lentamente.

“He visto a todos los curanderos”, respondió él. “A los mejores del reino, por supuesto. No tienen la cura. Es un cáncer que se está extendiendo por todo mi interior”.

Él suspiró y miró al horizonte y Gwen se sintió abrumada de tristeza por él. Se preguntaba a qué se debía que las buenas personas, a menudo, eran asaltadas por la tragedia y las malvadas, de alguna manera, conseguían prosperar.

“No siento lástima por mí”, añadió el Rey. “Acepto mi destino. Lo que me preocupa ahora no soy yo, sino mi legado. Mis hijos. Mi reino. Esto es lo único que me importa ahora. No puedo planear mi futuro pero, al menos, puedo planear el suyo”.

Se giró hacia ella.

“Y es por esto que te he convocado”.

A Gwen se le partía el corazón por él y sabía que haría lo que pudiera para ayudarlo.

“Por mucho que lo desee”, respondió ella, “no veo cómo le puedo ser de ayuda. Tiene un reino entero a su disposición. ¿Qué le puedo ofrecer yo que los otros no puedan?”

Él suspiró.

“Compartimos los mismos objetivos”, dijo él. “Tú deseas ver al Imperio derrotado, como yo. Deseas un futuro para tu familia, tu pueblo, un sitio seguro, lejos de las manos del Imperio, como yo. Por supuesto, aquí tenemos esta paz ahora, al cobijo de la Cresta. Pero esta no es una paz verdadera. La gente libre puede ir a todas partes, nosotros no podemos. Vivimos libres siempre y cuando nos escondamos. Hay una diferencia importante”.

Él suspiró.

“Es evidente que vivimos en un mundo imperfecto y esto puede ser lo mejor que nuestro mundo nos puede ofrecer. Pero yo no lo creo”.

Se quedó en silencio durante un buen rato y Gwen se preguntaba a dónde quería llegar con aquello.

“Vivimos nuestras vidas con miedo, como hizo mi padre antes que yo”, continuó al final, “miedo a que nos descubran, a que el Imperio nos encuentre aquí en la Cresta, a que lleguen aquí y nos traigan la guerra a la puerta de casa. Y los guerreros nunca deben vivir con miedo. Existe una delgada línea entre guardar tu castillo y tener miedo de salir a la vista de él. Un gran guerrero puede fortificar sus puertas y defender su castillo, pero un guerrero aún más grande las puede abrir de par en par y enfrentarse a quien quiera que llame sin miedo”.

Él la miró y pudo ver la determinación de un Rey en sus ojos, podía sentir que irradiaba fuerza y, en aquel instante, entendió por qué era Rey.

“Mejor morir enfrentándose al enemigo sin miedo, que esperarlo en la seguridad que venga hasta nuestras puertas”.

Gwen estaba desconcertada.

“Entonces”, dijo ella, “¿desea atacar al Imperio?”

Él la miró fijamente y ella todavía no podía comprender su expresión, qué estaba pasando por su mente.

“Así es”, respondió él. “Pero es una postura que está mal vista. También estuvo mal vista para los antecesores que hubo antes de mí, y es por eso por lo que no lo hicieron. Ya ves que la seguridad y la abundancia pueden ablandar a un pueblo, hacerlos reacios a dejar lo que tienen. Si yo empezara una guerra, tendría muchos buenos guerreros detrás de mí, pero también muchos ciudadanos reacios. Y quizás, incluso, una revolución”.

Gwen miró hacia el exterior y entrecerró los ojos para mirar a los picos de la Cresta, amenazantes en el lejano horizonte, con la mirada de una Reina, de la estratega profesional en la que se había convertido.

“Parece casi imposible que el Imperio les atacara”, respondió, “incluso aunque consiguiera encontraros. ¿Cómo podría escalar aquellos muros? ¿O atravesar el lago?”

Él se puso las manos en las caderas, miró hacia fuera y examinó el horizonte con ella.

“Está claro que tenemos ventaja”, respondió. “Por cada uno de los nuestros mataríamos a cien de los suyos. Pero el problema es que ellos tienen a millones que perder, nosotros tenemos a miles. Al final, ellos ganarán”.

“¿Sacrificarían a millones por un pequeño rincón del Imperio?” preguntó ella, sabiendo la respuesta antes incluso de hacer la pregunta. Al fin y al cabo, había sido testigo de primera mano de lo que habían dejado para atacar el Anillo.

“Son despiadados por conquistar”, dijo. “Sacrificarían cualquier cosa. Así es cómo funcionan. Nunca abandonarían. Por lo que yo sé”.

“Entonces, ¿cómo puedo ayudar yo, mi señor?” preguntó ella.

Él suspiró y se quedó en silencio durante un buen rato, mirando hacia el horizonte.

“Necesito que me ayudes a salvar la Cresta”, dijo finalmente, mirándola, con una intensa solemnidad en sus ojos.

“Pero, ¿cómo?” preguntó, confundida.

“Nuestras profecías hablan de la llegada de un forastero”, dijo. “Una mujer. De otro reino de más allá de los mares. Hablan de que salva la Cresta, de que guía a nuestro pueblo a través del desierto. Nunca supe qué significaba hasta el día de hoy. Creo que esa mujer eres tú”.

Gwen sintió un escalofrío ante sus palabras; todavía le dolía el corazón por el exilio de su pueblo, por la derrota del Anillo, le dolía por Thor y por Guwayne. No podía soportar la idea de cargar con otro liderazgo.

“La Cresta está muriendo”, continuó él, mientras ella estaba allí en silencio. “Cada día, nuestras orillas, nuestra fuente de agua, se van secando. Cuando se complete la vida de mis hijos, las aguas serán reemplazadas por sequía y nuestra fuente de alimentacion habrá desaparecido. Debo pensar en el futuro, ya que mis antepasados se negaron a hacerlo. Hacer algo ya no es una opción, es una necesidad”.

“Pero, ¿hacer qué?” preguntó ella.

Él suspiró, mirando fijamente al horizonte.

“Existe una manera de salvar la Cresta”, dijo. “Se rumorea que está escrita en los antiguos libros, los que custodian los Buscadores de la Luz”.

Ella lo miró fijamente, perpleja.

“¿Los Buscadores de la Luz?” preguntó.

“Mira, mi reino también está infectado por un cáncer”, explicó. “Por muy perfecto que todo parezca cuando caminas por las calles, todo aquí está lejos de ser perfecto. Una enredadera crece entre mi pueblo y es la enredadera de una creencia. Una religión. Un culto. Los Buscadores de la Luz. Gana adeptos cada día y se ha extendido a cada rincón de mi capital. Ha llegado incluso al corazón de mi propia familia. ¿Te imaginas? ¿La propia familia de un Rey?”

Ella intentaba procesarlo todo, pero no podía seguir su historia.

“Eldof. Él es su líder, un humano, igual que nosotros, que se cree un Dios. Predica su falsa religión a todos sus falsos profetas y ellos harán cualquier cosa que él diga. Muchos de los míos ahora es más probable que obedezcan sus órdenes que las mías”.

Él la miró fijamente, la preocupación estaba marcada en su rostro demasiado arrugado.

“Estoy en una posición peligrosa aquí”, añadió. “Todos lo estamos. Y no solo por lo que hay más allá de la Cresta”.

A Gwen le pasaban muchas preguntas por la mente, pero no quería husmear; al contrario, le dio tiempo para pensarlo todo bien y pedirle lo que quisiera.

“Se rumorea que los antiguos libros existen en lo profundo de su monasterio”, añadió finalmente, después de un largo silencio durante el cual se frotaba la barba, mirando fijamente al suelo como si estuviera perdido en la memoria. “Yo lo he registrado muchas veces, pero sin resultado. Evidentemente, puede que no existan, pero yo creo que sí. Y creo que contienen la respuesta”.

Se giró hacia ella.

“Necesito que entres al monasterio”, dijo. “Te hagas amiga de Eldof. Encuentres los libros. Encuentres el secreto que necesito para salvar a mi pueblo”.

Gwen luchaba por entender, la mente le daba vueltas con toda la información.

“O sea, ¿qué quiere que conozca a Eldof?” preguntó ella. “¿Al líder espiritual?”

“A él no”, respondió el Rey. “Sino a su sacerdote principal. Mi hijo. Kristof”.

Gwen lo miró fijamente, sorprendida.

“¿Su hijo?” preguntó.

El Rey asintió con la cabeza, con los ojos humedecidos.

“Me da vergüenza admitirlo”, respondió. “Mi hijo está perdido para mí. Pero quizás a ti, una forastera, te escuchará. Te lo suplico. Es el deseo de un padre. Y es por el bien de la Cresta.

Por muy abrumada que estuviera, sintiéndose como si la hubieran empujado en medio de un drama político y familiar, Gwen se sentía llena de una sensación de misión.

“Haré lo que sea para ayudarlo”, dijo sinceramente.





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EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros aguerridos e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico. -Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre La Senda de los Héroes) (Una) entretenida fantsía épica. -Kirkus Reviews (sobre La Senda de los Héroes) Los inicios de algo extrordinario están aquí. -San Franciso Book Review (sobre La Senda de los Héroes) En UNA JUSTA DE CABALLEROS, Thorgrin y sus hermanos siguen la pista de Guwayne en el mar, siguiéndolo hasta la Isla de la Luz. Pero cuando llegan a la devastada isla y al moribundo Ragon, puede que sea demasiado tarde. A Darius lo llevan a la capital del Imperio, al circo más grande de todos. Lo entrena un misterioso hombre que está decidido a hacer de él un guerrero y a ayudarlo a sobrevivir a lo imposible. Pero el circo de la capital no es como nada que él haya visto y sus tremendos rivales pueden ser demasiado intensos para que incluso él los conquiste. Gwendolyn entra en el corazón de las dinámicas de familia de la corte real de la Cresta, cuando el Rey y la Reina le piden un favor. En una misión para sacar a la luz secretos que pueden cambiar el mismo futuro de la Cresta y salvar a Thorgrin y a Guwayne, Gwen se sorprende por lo que descubre cuando indaga más profundamente. Los vínculos entre Erec y Alistair se hacen más profundos cuando navegan río arriba, hacia el corazón del Imperio, decididos a encontrar Volusia y salvar a Gwendolyn – mientras Godfrey y su equipo siembran el caos dentro de Volusia, decididos a vengar a sus amigos. Y la misma Volusia aprende lo que significa gobernar el Imperio, cuando ve que su frágil capital está asediada por todos lados. Con su sofisticada construcción del mundo y caracterización, UNA JUSTA DE CABALLEROS es un relato épico de amigos y amantes, de rivales y pretendientes, de caballeros y dragones, de intrigas y maquinaciones políticas, de crecimiento, de corazones rotos, de engaño, ambición y traición. Es un relato de honor y valentía, de sino y destino, de hechicería. Es una fantasía que nos trae un mundo que nunca olvidaremos y que agradará a todas las edades y géneros. Una animada fantasía …Es solo el comienzo de lo que promete se runa serie épica para adultos jóvenes. -Midwest Book Review (sobre La Senda de los Héroes) Una lectura rápida y fácil… tendrás que leer lo que pasa a continuación y no querrás dejarlo. -FantasyOnline. net (sobre La Senda de los Héroes) Llena de acción… La escritura de Rice es de buena calidad y el argumento intrigante. -Publishers Weekly (sobre La Senda de los Héroes)

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