Книга - Una Promesa de Hermanos

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Una Promesa de Hermanos
Morgan Rice


El Anillo del Hechicero #14
EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros aguerridos e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico. -Books and Movie Reviews, Roberto Mattos. En UNA PROMESA DE HERMANOS, Thorgrin y sus hermanos salen de la tierra de los muertos, más decicidos que nunca a encontrar a Guwayne, y se embarcan a través de un mar hostil, que los lleva a lugares más allá de sus sueños más salvajes. Mientras están cada vez más cerca de encontrar a Guwayne, también se encuentran con obstáculos como nunca antes, obstáculos que los pondrán a prueba hasta el límite, que requerirá de todo su entrenamiento y los obligará a ser uno, como hermanos. Darius se enfrenta al Imperio, acumulando sin miedo un ejército mientras libera un esclavo de la aldea tras otro. Enfrentado a ciudades fortificadas, contra un ejército mil veces más grande que él, reúne todos sus instintos y valentía, decidido a sobrevivir, decidido a ganar, a luchar por la libertad a cualquier precio, incluso pagando con la vida. Gwendolyn, sin ninguna otra elección, dirige a su pueblo hacia el Gran Desierto, adentrándose en las profundidades del Imperio como nunca nadie lo había hecho, en búsqueda del legendario Segundo Anillo-la última esperanza para la supervivencia de su pueblo y la última esperanza para Darius. Sin embargo, a lo largo del camino, se encontrará con monstruos horrorosos, peores paisajes y una insurrección de entre su propio pueblo que incluso ni ella podría ser capaz de detener. Erec y Alistair se embarcan hacia el Imperio para salvar a su pueblo y, a lo largo del camino, se detienen en islas escondidas, decididos a formar un ejército, aunque esto signifique tratar con mercenarios de dudosa reputación. Godfrey se encuentra de lleno en la ciudad de Volusia y de lleno en problemas ya que su plan va de mal en peor. Encarcelado, preparado para ser ejecutado, finalmente, incluso él puede no ver una salida. Volusia hace un pacto con el más oscuro de los hechiceros y, llevada incluso a más grandes alturas, continúa su ascenso, conquistando todo lo que se interpone en su camino. Más poderosa que nunca, llevará su guerra hacia los pasos de la Capital del Imperio-hasta enfrentarse al ejército entero del Imperio, un ejército que hace que incluso el suyo parezca pequeño, proporcionando el escenario para una batalla épica. ¿Encontrará Thorgrin a Guwayne? ¿Sobrevivirán Gwendolyn y su pueblo? ¿Escapará Godfrey? ¿Llegarán Ere y Alistar al Imperio? ¿Se convertirá Volusia en la próxima Emperadora? ¿Llevará Darius a su pueblo hacia la victoria?Con su sofisticada construcción del mundo y caracterización, UNA PROMESA DE HERMANOS es un relato épico de amigos y amantes, de rivales y pretendientes, de caballeros y dragones, de intrigas y maquinaciones políticas, de crecimiento, de corazones rotos, de engaño, ambición y traición. Es un relato de honor y valentía, de sino y destino, de hechicería. Es una fantasía que nos trae un mundo que nunca olvidaremos y que agradará a todas las edades y géneros. Una animada fantasía que entrelaza elementos de misterio e intriga en una trama…Para aquellos que buscan aventuras fantásticas sustanciosas, los protagonistas, recursos y acción nos proporcionan una enérgica serie de encuentros que se concentran bien en la evolución de Thor desde niño soñador a joven adulto enfrentado a posibilidades de supervivencia imposibles…Es solo el comienzo de lo que promete se runa serie épica para adultos jóvenes. -Midwest Book Review (D. Donovan, Crítico de eBook)





Morgan Rice

Una Promesa de Hermanos (Libro#14 De El Anillo del Hechicero)




Acerca de Morgan Rice

Morgan Rice tiene el #1 en éxito de ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de once libros (y contando); de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspenso post-apocalíptica compuesta de dos libros (y contando); y de la nueva serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.

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Algunas opiniones acerca de Morgan Rice

«EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico».

–Books and Movie Reviews, Roberto Mattos



«Una entretenida fantasía épica».

–Kirkus Reviews



«Los inicion de algo extraordinario están ahí».

–San Francisco Book Review



«Lleno de acción…La obra de Rice es sólida y el argumento es intrigante».

–Publishers Weekly



«Una animada fantasía…Es sólo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para adultos jóvenes».

–-Midwest Book Review



Libros de Morgan Rice




REYES Y HECHICEROS


EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)


EL DESPERTAR DEL VALIENTE (Libro #2)


El PESO DEL HONOR (Libro #3)


UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)


UN REINO DE SOMBRAS (Libro #5)




EL ANILLO DEL HECHICERO


LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)


UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)


UN DESTINO DE DRAGONES (Libro #3)


UN GRITO DE HONOR (Libro #4)


UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)


UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)


UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)


UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)


UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)


UN MAR DE ESCUDOS (Libro #10)


UN REINO DE ACERO (Libro #11)


UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)


UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)


UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)


UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)


UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)


EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)




LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA


ARENA UNO: SLAVERSUNNERS (Libro #1)


ARENA DOS (Libro #2)




EL DIARIO DEL VAMPIRO


TRANSFORMACIÓN (Libro # 1)


AMORES (Libro # 2)


TRAICIONADA (Libro # 3)


DESTINADA (Libro # 4)


DESEADA (Libro # 5)


COMPROMETIDA (Libro # 6)


JURADA (Libro # 7)


ENCONTRADA (Libro # 8)


RESUCITADA (Libro # 9)


ANSIADA (Libro # 10)


CONDENADA (Libro # 11)












¡Escuche la saga de EL ANILLO DEL HECHICERO en formato de audio libro!


Derechos Reservados © 2014 por Morgan Rice



Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora.

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Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia.

Imagen de la cubierta Derechos reservados RazzoomGame, Utilizada bajo licencia de Shutterstock.com.










CAPÍTULO UNO


Darius miró el puñal ensangrentado que tenía en la mano, al comandante del Imperio muerto a sus pies y se asombró de lo que acababa de hacer. Su mundo se ralentizó al mirar hacia arriba y ver las caras perplejas del ejército del Imperio desplegadas ante él, centenares de hombres en el horizonte, hombres de verdad, guerreros con armaduras de verdad y armas de verdad, veintenas de ellos montados en zertas. Hombres que nunca habían conocido la derrota.

Darius sabía que detrás de él estaban sus pocos centenares de miserables aldeanos, hombres y mujeres sin acero, sin armadura, enfrentándose solos a este ejército profesional. Le habían suplicado que se rindiera, que aceptara la mutilación; no querían una guerra que no podían ganar. No querían la muerte. Y Darius había querido complacerlos.

Pero en lo más profundo de su alma no podía. Sus manos habían actuado por sí solas, su espíritu se había rebelado por sí solo y no lo podría haber controlado si lo hubiera intentado. Era la parte más profunda de su ser, la parte que había estado oprimida durante toda su vida, la parte que ansía la libertad como un moribundo ansía beber agua.

Darius observó el mar de rostros, sintiéndose solo como nunca se había sentido y, sin embargo, sintiéndose más libre que nunca y su mundo dio vueltas. Se sentía fuera de sí mismo, mirando hacia él. Todo parecía surreal. Sabía que este era uno de aquellos momentos fundamentales en su vida. Sabía que este era un momento que lo cambiaría todo.

Aún así, Darius no se arrepentía de nada. Miró al comandante del Imperio muerto, el hombre que habría quitado la vida a Loti, que les habría quitado la vida a todos, que los hubiera mutilado a todos y tuvo una sensación de justicia. También se sentía envalentonado. Después de todo, un oficial del Imperio había caído. Y eso significaba que cualquier soldado del Imperio podía caer. Puede que fueran engalanados con las mejores armaduras, las mejores armas, pero sangraban como cualquier otro hombre. No eran invencibles.

Darius sintió una ráfaga de fuerza en su interior y se puso en acción antes de que los demás pudieran reacionar. A escasos metros estaba el pequeño séquito de oficiales del Imperio que habían acompañado a su comandante y estaban allí aturdidos, estaba claro que no habían esperado otra cosa que no fuera la rendición, que no habían esperado nunca que atacaran a su comandante.

Darius se aprovechó de su sorpresa. Se abalanzó hacia delante, desenfundó un puñal de su cintura, le cortó el cuello a uno, seguidamente dio una vuelta y, en el mismo movimiento, se lo clavó a otro.

Los dos lo miraron fijamente, con los ojos abiertos como platos, como incrédulos de que esto les pudiera pasar ellos, la sangre salía a borbotones de sus gargantas, mientras caían sobre sus rodillas, y a continuación se desplomaban, muertos.

Darius se preparó para lo peor, su atrevido movimiento lo había dejado vulnerable al ataque y uno de los oficiales se abalanzó hacia delante y apuntó con su espada de acero directo a su cabeza. En aquel momento Darius deseaba tener armadura, un escudo, una espada para parar el golpe, lo que fuera. Pero no era así. Había quedado vulnerable al ataque y, ahora, sabía que pagaría el precio. Al menos moriría como un hombre libre.

Un fuerte sonido metálico rompió en el aire y, al mirar, Darius vio a Raj a su lado, parando el golpe con su propia espada. Darius echó un vistazo y se dio cuenta de que Raj le había quitado la espada al soldado muerto, había corrido hacia adelante y había parado el golpe en el último momento.

Otro sonido metálico rasgó el aire y, al mirar hacia el otro lado, Darius vio que Desmond paraba otro golpe que iba dirigido a él. Raj y Desmond corrían hacia delante, atacando a sus oponentes, que no habían previsto la defensa. Se movían como posesos, el sonido de sus espadas echaba chispas al encontrarse con las de sus contrincantes, haciéndolos retroceder y, a continuación, cada uno de ellos asestó un golpe mortal antes de que los soldados del Imperio pudieran defenderse en absoluto.

Los dos soldados cayeron al suelo, muertos.

Darius sintió una ráfaga de gratitud hacia su hermanos, estaba encantado de tenerlos aquí, luchando a su lado. Ya no se enfrentaba solo al ejército.

Darius agarró la espada y el escudo del cuerpo del comandante muerto y entonces se unió a Desmond y a Raj mientras corrían hacia delante para atacar a los seis oficiales de su séquito que quedaban. Darius puso la espada en alto y disfrutó de su peso, era tan agradable empuñar una espada de verdad, un escudo de verdad. Se sentía invencible.

Darius se echó hacia delante y paró el golpe de una poderosa espada con su escudo a la vez que asestaba una puñalada con la espada entre los pliegues de la armadura de un soldado del Imperio, apuñalándolo en el hombro; el soldado hizo un gruñido y cayó sobre sus rodillas.

Se dio la vuelta y balanceó su escudo, parando un golpe por el lado, entonces giró y usó el escudo como arma, golpeando a otro atacante en la cara y haciéndolo caer. Entonces dio vueltas con su espada y se la clavó a otro atacante en el estómago, matándolo justo antes de que el soldado, con las manos levantadas por encima de su cabeza, pudiera asestarle un golpe en el cuello a Darius.

Raj y Desmond embistieron hacia delante, también, a su lado, yendo golpe a golpe con los otros soldados, el sonido metálico resonando fuerte en sus oídos. Darius pensaba en todos sus entrenamientos con espadas de madera y ahora, en la batalla, veía lo grandes guerreros que eran. Mientras se balanceaba se daba cuenta de lo mucho que lo habían curtido sus entrenamientos. Se preguntaba si podría haber ganado sin ellos. Y estaba dispuesto a ganar por él mismo, con sus dos manos y a no recurrir nunca, nunca al poder mágico que estaba escondido en algún sitio en lo profundo de su ser y que él no comprendía del todo- o no quería comprender.

Mientras Darius, Desmond y Raj abatían a lo que quedaba del séquito, mientras estaban allí solos en medio del campo de batalla, los otros centenares de soldados del Imperio en la distancia finalmente se reunieron. Se congregaron, soltaron un gran grito de guerra y embistieron hacia ellos.

Darius observaba desde allí, respirando con dificultad, con la espada ensangrentada en la mano y se dio cuenta de que no podía correr hacia ningún lugar. Cuando los perfectos escuadrones de soldados se pusieron en acción, entendió que la muerte se estaba dirigiendo hacia ellos. Se mantuvo firme, al igual que Desmond y Raj, se secó el sudor de la frente y se encaró a ellos. No se echaría atrás, por nadie.

Entonces hubo otro gran grito de guerra, esta vez proveniente de detrás, y Darius echó un vistazo hacia atrás y se sorprendió gratamente al ver a todos sus aldeanos atacando, reuniéndose. Divisó a varios de sus hermanos de armas corriendo hacia delante, recogiendo espadas y escudos de los soldados del Imperio caídos, apresurándose a unirse a sus filas. Darius estaba orgulloso de ver que los aldeanos cubrían el campo de batalla como una ola, recogiendo y armándose con acero y armas, y pronto varias docenas de ellos iban armados con armas de verdad. Aquellos que no tenían acero empuñaban improvisadas armas talladas en madera, docenas de los más jóvenes, los amigos de Darius, empuñaban lanzas cortas de madera que habían afilado en punta y llevaban pequeños arcos y flechas de madera a los lados, claramente deseosos de una batalla como esta.

Todos embestían juntos, a una, cada uno de ellos luchando por sus vidas mientras se unían a Darius para enfrentarse al ejército del Imperio.

Una enorme bandera ondeaba en la distancia, una trompeta sonó y el ejército del Imperio se mobilizó. El sonido metálico de las armaduras llenaba el aire mientras centenares de soldados del Imperio marchaban hacia delante a una, bien disciplinados, un muro de hombres, hombro a hombro, manteniendo las filas a la perfección mientras se dirigían hacia la multitud de aldeanos.

Darius dirigía a sus hombres en el ataque, todos ellos claramente sin miedo a su lado, y mientras se aproximaban a las filas del Imperio, Darius gritó:

“¡LANZAS!”

Su gente lanzó sus cortas lanzas al vuelo, pasando altas por encima de la cabeza de Darius, volando a través del aire y encontrando sus objetivos a lo largo del claro. Muchas de las lanzas de madera, no suficientemente afiladas, golpeaban las armaduras y rebotaban sin provocar ningún daño. Pero una cuantas encontraron pliegues en las armaduras y dejaron sus marcas y un puñado de soldados del Imperio gritaron, cayendo en la distancia.

“¡FLECHAS!” exclamó Darius, todavía atacando, con la espada en alto, cerrando el vacío.

Varios aldeanos se detuvieron, apuntaron y soltaron una descarga de flechas de madera afiladas, docenas de ellas dibujando arcos altos en el aire, a través del claro, para sorpresa del Imperio, que claramente no había previsto una lucha- y mucho menos que los aldeanos tuvieran armas. Muchas rebotaban sin provocar daños en las armaduras, pero una cantidad suficiente hicieron diana, impactando a los soldados en la garganta y en sus articulaciones, haciendo caer a unos cuantos más.

“¡PIEDRAS!” vociferó Darius.

Varias docenas de aldeanos dieron un paso al frente y, usando sus hondas, lanzaron piedras.

Una cortina de pequeñas piedras caía como granizo por los cielos y el sonido de piedras golpeando las armaduras llenaba el aire. Unos cuantos soldados, a quienes las piedras habían golpeado en la cara, cayeron al suelo, mientras muchos otros se detenían y levantaban sus escudos o sus manos para parar el asalto.

Esto ralentizó al Imperio y añadió un elemento de incertidumbre a sus filas, pero no los detuvo. Ellos avanzaban más y más, sin romper nunca las filas, incluso con flechas, lanzas y piedras atacándoles. Simplemente alzaron sus escudos, demasiado arrogantes como para agacharse, marchando con sus brillantes alabardas de acero directas al aire, sus largas espadas de acero balanceándose en sus cinturones, haciendo un sonido metálico en la luz de la mañana. Darius observaba cómo avanzaban y sabía que era un ejército profesional el que se dirigía hacia él. Sabía que era una ola de muerte.

Se oyó un repentino ruido sordo y Darius alzó la vista y vio tres enormes zertas desmarcándose de las primeras líneas y embistiendo hacia ellos, un oficial montaba en cada uno de ellos, empuñando largas alabardas. Los zertas embestían, con furia en sus rostros, levantando olas de polvo.

Darius se preparaba mientras uno de ellos se le acercaba, el soldado se mofaba de él al levantar su alabarda arrojándosela, de repente. A Darius la velocidad lo cogió desprevenido y, en el último momento, la esquivó, librándose por poco.

Pero el aldeano de detrás suyo, un chico al que conocía de siempre, no tuvo tanta suerte. Gritó de dolor cuando la alabarda le perforó el pecho, la sangre salía a borbotones de su boca mientras caía de espaldas, mirando fijamente al cielo.

Darius, llevado por la rabia, se dio la vuelta y se encaró al zerta. Esperó y esperó, sabiendo que si no calculaba el tiempo a la perfección, sería pisoteado hasta la muerte.

En el último segundo, Darius se apartó del camino rodando sobre sí mismo en el suelo y balanceó su espada, cortando las patas del zerta desde abajo.

El zerta chilló y cayó de cabeza al suelo, su jinete salió volando y fue a parar al grupo de aldeanos.

Un aldeano salió de entre la multitud y corrió hacia delante, sujetando una piedra grande por encima de su cabeza. Al darse la vuelta, Darius se sorprendió al ver que se trataba de Loti- la llevó en alto y, a continuación, la estampó contra el casco del soldado, matándolo.

Darius escuchó el ruido de un galope y se dio la vuelta para descubrir a otro zerta que se le echaba encima. El soldado, a horcajadas encima de él, levantó su lanza y apuntó hacia él. No había tiempo para reaccionar.

Un gruñido rasgó el aire y Darius se sorprendió al ver a Dray aparecer de repente, dando un salto alto en el aire hacia delante y morder el pie del soldado justo cuando arrojaba la lanza. El soldado se tambaleó hacia delante y la lanza fue directa hacia abajo, al barro. Se tambaleó y cayó del zerta de lado y, al golpear el suelo, varios aldeanos se abalanzaron sobre él.

Darius miró a Dray, que fue corriendo a su lado, agradecido a él para siempre.

Darius oyó otro grito de guerra y, al girarse, descubrió a otro oficial del Imperio cargando hacia él, levantando su espada y dirigiéndola hacia abajo, hacia él. Darius se dio la vuelta y lo esquivó, lanzando por los aires con un golpe de espada la otra espada antes de que pudiera alcanzarle el pecho. Entonces Darius giró y propinó una patada en los pies al soldado desde abajo. Este cayó al suelo y Darius le dio una patada en la mandíbula antes de que pudiera levantarse, dejándolo fuera de combate para siempre.

Darius observó cómo Loti pasaba corriendo por su lado lanzándose de cabeza al grosor de la lucha mientras arrancaba una espada de la cintura de un soldado muerto. Dray se lanzó hacia delante para protegerla y a Darius le preocupó verla en medio de la lucha y deseaba proporcionarle seguridad.

Loc, su hermano, se le adelantó. Corrió hacia delante y agarró a Loti por detrás, haciendo que soltara la lanza.

“¡Debemos marcharnos de aquí!” dijo. “¡Este no es lugar para ti!”

“¡Este es el único lugar para mí!” insistió ella.

Sin embargo, Loc, incluso con una sola mano buena, era sorprendentemente fuerte y consiguió arrastrarla, protestando y dando patadas, lejos del grosor de la batalla. Darius le estaba más agradecido de lo que podía decir.

Darius oyó el sonido del acero a su lado y, al darse la vuelta, vio a uno de sus hermanos de armas, Kaz, luchando contra un soldado del Imperio. Mientras Kaz una vez había sido un abusón y un dolor de muelas para Darius, ahora debía admitir que estaba feliz de tener a Kaz a su lado. Él veía cómo Kaz iba de un lado para el otro con el soldado, un guerrero formidable, golpe a golpe, hasta que al final el soldado, en un movimiento inesperado, venció a Kaz y tiró la espada de su mano.

Kaz estaba allí, indefenso, con el miedo en el rostro por primera vez desde que Darius podía recordar. El soldado del Imperio, con sangre en sus ojos, dio un paso adelante para acabar con él.

De repente, se oyó un ruido metálico y el soldado se congeló y cayó de cara al suelo. Muerto.

Los dos echaron un vistazo y Darius se quedó perplejo al ver allí a Luzi, la mitad del tamaño de Kaz, sujetando una honda en su mando, vacía por haber disparado recientemente. Luzi sonrió satisfecho a Kaz.

“¿Te arrepientes ahora de haber abusado de mí?” le dijo a Kaz.

Kaz lo miró fijamente, sin habla.

Darius estaba impresionado de que Luzi, después de la manera en que Kaz lo había atormentado durante todos sus días de entrenamiento, se había acercado a salvar su vida. Esto inspiraba a Darius a luchar con más fuerza.

Darius, viendo al zerta abandonado pisoteando salvajemente a sus filas, se apresuró hacia delante, corrió a su lado y lo montó.

El zerta daba salvajes sacudidas, pero Darius resistía, sujetándose fuerte, decidido. Finalmente, lo controló y consiguió darle la vuelta y dirigirlo hacia las filas del Imperio.

Su zerta galopaba tan rápido que apenas podía controlarlo, llevándolo lejos de todos sus hombres, directo a embestir sin ayuda alguna el grosor de las filas del Imperio. El corazón de Darius latía con mucha fuerza en su pecho mientras se acercaba al muro de soldados. Parecía impenetrable desde aquí. Y aún así, no había vuelta atrás.

Darius se obligó a que su valentía lo llevara. Cargó directo hacia ellos y, mientras lo hacía, daba golpes salvajemente con su espada.

Desde esta ventajosa posición alta, Darius daba golpes con su espada a un lado y a otro, llevándose a docenas de sorprendidos soldados del Imperio, que no habían previsto que los atacara un zerta. Se abría camino entre las filas a una velocidad cegadora, separando el mar de soldados, llevado por el fragor del momento cuando, de repente, sintió un horrible dolor en el costado. Sintió como si las costillas se le hubieran partido en dos.

Darius perdió el equilibrio y salió volando por los aires. Dio un fuerte golpe en el suelo, sintiendo un dolor punzante en el costado y se dio cuenta de que le habían golpeado con la bola de metal de un mayal. Estaba tumbado en el suelo, en el mar de soldados del Imperio, lejos de su gente.

Mientras estaba allí tumbado, su cabeza resonaba y el mundo se le volvió borroso, miró a la distancia y vio que estaban rodeando a su gente. Ellos luchaban con valentía, pero estaban en clara desventaja numérica, demasiado descompensados. Estaban haciendo una carnicería con sus hombres, sus gritos llenaban el aire.

La cabeza de Darius, demasiado pesada, cayó hacia el suelo y, allí tumbado, miró hacia arriba y vio a todos los soldados del Imperio acercándose a él. Estaba allí tumbado, agotado, y sabía que su vida pronto se acabaría.

Al menos, pensó, moriría con honor.

Al menos, finalmente, era libre.




CAPÍTULO DOS


Gwendolyn estaba en la cima de la colina, observando el amanecer en el cielo del desierto y su corazón palpitaba con expectación mientras se preparaba para atacar. Observando la confrontación del Imperio con los aldeanos desde lejos, había hecho marchar a sus hombres aquí, rodeando el campo de batalla desde lejos y posicionándolos detrás de las líneas del Imperio. El Imperio, demasiado concentrados en los aldeanos, en la batalla de allá abajo, no los habían visto venir. Y ahora, que los aldeanos empezaban a morir allá abajo, era el momento de hacérselo pagar.

Desde que Gwendolyn había decidido que sus hombres dieran media vuelta para ayudar a los aldeanos, había sentido una abrumadora sensación de destino. Ganaran o perdieran, sabía que hacerlo era lo correcto. Había visto cómo se desplegaba la confrontación desde arriba de la sierra, había visto cómo los ejércitos del Imperio se aproximaban con sus zertas y sus soldados profesionales y esto le refrescó sus sentimientos, recordándole la invasión del Anillo de Andrónico y, después, de Rómulo. Había observado a Darius, dando un paso al frente él solo, para enfrentarse a ellos y su corazón se había llenado de esperanza al presenciar cómo mataba a aquel comandante. Era algo que Thor habría hecho. Que ella misma habría hecho.

Gwen ahora estaba allí, Krohn gruñendo en voz baja a su lado, Kendrick, Steffen, Brandt, Atme, docenas de Plateados y centenares de sus hombres todos detrás de ella, todos llevando las armaduras de acero que tenían desde que dejaron el Anillo, todos con sus armas de acero, todos aguardando pacientemente sus órdenes. El suyo era un ejército profesional y no habían luchado desde que fueron exiliados de su tierra.

El momento había llegado.

“¡AHORA!” gritó Gwen.

Entonces se levantó un gran grito de batalla mientras todos sus hombres, dirigidos por Kendrick, corrían colina abajo, sus voces parecían las de miles de leones en la primera luz de la mañana.

Gwen observaba cómo sus hombres alcanzaban las líneas del Imperio y cómo los soldados del Imperio, preocupados por luchar contra los aldeanos, se daban la vuelta lentamente, desconcertados, claramente sin entender quién los podía estar atacando y por qué. Estaba claro que estos soldados del Imperio nunca antes habían sido cogidos desprevenidos y menos aún por un ejército profesional.

Kendrick no les dio tiempo a reagruparse, a digerir lo que estaba sucediendo. Se abalanzó hacia delante, apuñalando al primer hombre que encontró y Brandt, Atme, Steffen y las docenas de Plateados que estaban a su lado se unieron a él, gritando mientras clavaban sus armas en los soldados. Todos sus hombres tenían rencor acumulado, todos morían por luchar, anhelaban la venganza contra el Imperio y por haber estado encerrados ociosos demasiados días dentro de la cueva. Gwen sabía que habían anhelado soltar su ira hacia el Imperio desde que habían abandonado el Anillo y en esta batalla habían encontrado la salida perfecta. En los ojos de cada uno de ellos ardía un fuego, un fuego que sostenía las almas de todos los seres queridos que habían perdido en el Anillo y en las Islas Superiores. Era una necesidad de venganza que habían llevado a través del mar. Gwen entendía que, en muchos aspectos, la causa de los aldeanos, incluso al otro lado del mundo, también era su causa.

Los hombres gritaban mientras luchaban mano a mano, Kendrick y los demás usaban el ímpetu del momento para abrirse camino a cuchillazos hacia la lucha, llevándose filas de soldados del Imperio antes incluso de que pudieran replegarse. Gwen estaba muy orgullosa de observar a Kendrick parar dos golpes con su escudo, dar una vuelta sobre sí mismo y golpear a un soldado en la cara con él y después a otro en el pecho. Observó cómo Brandt daba una patada en las piernas a un soldado desde abajo, después lo apuñalaba por la espalda y le atravesaba el corazón, clavándole su espada con ambas manos. Vio cómo Steffen empuñaba su corta espada y cortaba una pierna a un soldado, entonces daba un paso al frente y golpeaba a otro soldado en la ingle y le daba un cabezazo, dejándolo fuera de combate. Atme balanceó su mayal y se llevó a dos soldados de un golpe.

“¡Darius!” gritó una voz.

Gwen divisó a Darius en el suelo, sobre su espalda y rodeado por el Imperio, que se acercaba. Su corazón dio un salto por la preocupación, pero observó con gran satisfacción cómo Kendrick se apresuraba hacia delante y alzaba su escudo, salvando a Darius de un golpe de hacha que iba directo a golpearle la cara.

Sandara dio un grito y Gwen pudo ver su alivio, pudo ver cuánto quería a su hermano.

Gwendolyn cogió un arco de uno de los soldados que hacían guardia a su lado. Colocó una flecha, la tiró hacia atrás y apuntó.

“¡ARQUEROS!” exclamó.

A su alrededor, docenas de arqueros apuntaron, echando hacia atrás sus arcos, aguardando sus órdenes.

“¡FUEGO!”

Gwen disparó su flecha hacia el cielo, por encima de sus hombres y, al hacerlo, su docena de arqueros dipararon también.

La descarga fue a parar al grueso de soldados del Imperio que quedaba y se oyeron gritos mientras una docena de soldados caían sobre sus rodillas.

“¡FUEGO!” exclamó de nuevo.

Entonces vino otra descarga; y después otra.

Kendrick y sus hombres se apresuraron hacia allí, matando a todos aquellos hombres que las flechas habían hecho caer de rodillas.

Los soldados del Imperio se vieron forzados a abandonar el ataque a los aldeanos y, en cambio, su ejército dio media vuelta y se enfrentó a los hombres de Kendrick.

Esto les dio una oportunidad a los aldeanos. Lanzaron un fuerte grito mientras cargaban hacia delante, apuñalando por la espalda a los soldados del Imperio, que ahora estaban siendo asesinados por ambos lados.

Los soldados del Imperio, presionados entre dos fuerzas hostiles, con sus números menguando rápidamente, empezaban finalmente a darse cuenta de que estaban siendo superados en táctica. Sus filas de cientos de hombres pronto menguaron a docenas y los que quedaban se dieron la vuelta e intentaron huir a pie, sus zertas habían sido asesinados o tomados como rehenes.

No llegaban muy lejos antes de ser cazados y asesinados.

Se alzó un gran grito de triunfo de los aldeanos y los hombres de Gwendolyn. Todos ellos se runieron, gritando de alegría, abrazándose los unos a los otros como hermanos y Gwendolyn bajó corriendo por la ladera para unirse a ellos, con Krohn a sus pies, metiéndose en aquel grosor, con hombres a su alrededor, el fuerte olor de sudor y miedo en el aire, la sangre fresca corriendo por el suelo del desierto. Aquí, en este día, a pesar de todo lo que había sucedido en el Anillo, Gwen sintió un momento de triunfo. Era una victoria gloriosa aquí en el desierto, los aldeanos y los exiliados del Anillo reunidos juntos, unidos para desafiar al enemigo.

Los aldeanos habían perdido muchos hombres buenos y Gwen había perdido algunos de los suyos. Pero, al menos, Gwen estaba aliviada de ver que Darius estaba vivo y, con ayuda, se levntaba torpemente.

Gwen sabía que el Imperio tenía millones de hombres más. Sabía que el día de la venganza llegaría.

Pero aquel día no era hoy. Hoy no había tomado la decisión más sabia, pero había tomado la más valiente. La correcta. Sentía que era una decisión que su padre hubiera tomado. Había escogido el camino más difícil. El camino de lo que era correcto. El camino de la justicia. El camino del valor. Y, a pesar de lo que pudiera venir, aquel día había vivido.

Realmente había vivido.




CAPÍTULO TRES


Volusia estaba en el balcón de piedra mirando hacia abajo, el patio de adoquines de Maltolis se desplegaba bajo ella y lejos, allá abajo, veía el cuerpo en postura desgarbada del Príncipe, allí tumbado, inmóvil, sus extremidades extendidas en una posición grotesca. Parecía tan lejos desde allá arriba, tan minúsculo, tan desprovisto de poder y Volusia se maravillaba de cómo, tan solo unos instantes antes, había sido uno de los gobernadores más poderosos del Imperio. Esto le recordó lo frágil que era la vida, la ilusión que representaba el poder y, por encima de todo, cómo ella, de infinito poder, poseía el poder de la vida y la muerte sobre cualquiera. Ahora nadie, ni tan solo un gran príncipe, podía detenerla.

Mientras ella estaba allí, mirando hacia fuera, se levantaron los gritos de los miles de hombres de él a lo largo y ancho de la ciudad, los conmocionados ciudadanos de Maltolis, quejándose, su sonido llenaba el patio y se levantaba como una plaga de langostas. Gemían, gritaban y golpeaban sus cabezas contra los muros de piedra; se echaban al suelo, como niños enojados y se arrancaban el pelo del cuero cabelludo. Al verlos, pensó Volusia, uno pensaría que Maltolis había sido un líder benevolente.

“¡NUESTRO PRÍNCIPE!” exclamó uno de ellos, un grito repetido por muchos otros mientras todos ellos corrían hacia delante, lanzándose sobre el cuerpo del Príncipe loco, sollozando y convulsionando mientras se agarraban a él.

“¡NUESTRO QUERIDO PADRE!”

Las campanas de repente tocaron por toda la ciudad, una larga sucesión de tañidos, resonando entre ellos. Volusia escuchó un alboroto y, al levantar la vista, observó a centenas de tropas de Maltolis marchando a toda prisa a través de las puertas de la ciudad, hacia el patio de la ciudad, en filas de dos, la compuerta de rejas se levantó para permitirles la entrada. Todos ellos se dirigían al castillo de Maltolis.

Volusia sabía que había provocado un acontecimiento que alteraría para siempre esta ciudad.

Entonces se oyó un repentino e insistente ruido retumbante en la gruesa puerta de roble de la habitación, que la hizo dar un salto. Era un golpe de puerta incesante, el sonido de docenas de soldados, ruido metálico de armadura, golpeando con un ariete la gruesa puerta de roble del aposento del Príncipe. Volusia, por supuesto, la había atrancado y la puerta, de treinta centímetros de grosor, se suponía que resistiría el asedio. Sin embargo, sus bisagras iban cediendo, mientras los gritos de los hombres venían del otro lado. Con cada portazo se doblaba más.

Tras, tras, tras.

La habitación de piedra tembló y el antiguo candelabro de techo de metal, que colgaba de arriba de una viga de madera, se balanceó incontrolablemente antes de estrellarse contra el suelo.

Volusia estaba allí de pie y lo observaba todo con calma, anticipándolo todo. Ella sabía, por supuesto, que vendrían a por ella. Querían venganza y no la dejarían escapar.

“¡Abra la puerta!” gritó uno de sus generales.

Ella reconoció la voz- el líder de las fuerzas de Maltolis, un hombre sin gracia que había conocido hacía poco, con una voz baja y áspera- un hombre inepto pero un soldado profesional y con doscientos mil hombres a su disposición.

Y aún así, Volusia estaba allí y miraba a la puerta con calma, sin inmutarse, observándola con paciencia, esperando a que la derribaran. Evidentemente se la podría haber abierto, pero no les daría esa satisfacción.

Fnalmente vino un tremendo estruendo y la puerta de madera cedió, reventando las bisagras y docenas de soldados, con el ruido de sus armaduras, entraron corriendo a la habitación. El comandante de Maltolis, que vestía su armadura ornamental y llevaba el cetro dorado que le daba derecho a llevar el mando del ejército de Maltolis, marcaba el camino.

Redujeron la velocidad hasta un paso rápido al verla allí de pie, sola, sin intención de correr. El comandante, con el ceño marcadamente fruncido en la cara, marchó directamente hacia ella y se detuvo bruscamente a muy pocos metros de ella.

La miró fijamente con odio y, detrás de él, se detuvieron todos sus hombres, bien disciplinados, y aguardaron sus órdenes.

Volusia seguía allí con calma, mirándolos con una ligera sonrisa y se dio cuenta de que su entereza debía haberlos descolocado, pues él parecía aturdido.

“¿Qué ha hecho, mujer?” pidió él, agarrando con fuerza su espada. “Ha venido com invitada a nuestra ciudad y ha matado a nuestro gobernador. El elegido. El que no se puede matar.”

Volusia les sonrió y respondió con calma:

“Se equivoca bastante, General”, dijo ella. “Yo soy la que no sepuede matar. Tal y como acabo de demostrar aquí hoy”.

Él negó con la cabeza, furioso.

“¿Cómo puede ser tan estúpida?” dijo él. “Está claro que debía saber que la mataríamos a usted y a sus hombres, que no existe ningún sitio al que correr, ninguna manera de escapar de este lugar. Aquí, sus pocos soldados están rodeados por centenares de miles de los nuestros. Está claro que debía saber que su acto de hoy aquí le supondría su sentencia de muerte, peor, su encarcelamiento y tortura. No tratamos con amabilidad a nuestros enemigos, por si no lo había notado”.

“De hecho, lo he notado, General, y lo admiro”, respondió ella. “Y aún así, no me pondrá la mano encima. Ninguno de sus hombres lo hará”.

Él negó con la cabeza, molesto.

“Está más loca de lo que pensaba”, dijo él. “Yo llevo el cetro dorado. Todos nuestros ejércitos harán lo que diga. Exactamente lo que yo diga”.

“¿Lo harán?” preguntó lentamente, con una sonrisa en la cara.

Poco a poco, Volusia se dio la vuelta y miró por la ventana al aire libre, hacia abajo al cuerpo del Príncipe, que ahora alzaban sobre sus hombros unos lunáticos y llevaban por toda la ciudad como un mártir.

De espaldas a él, se aclaró la garganta y continuó.

“No dudo, General”, dijo ella, “que sus fuerzas están bien entrenadas. O que seguirán a aquel que lleve el cetro. Su fama les precede. También sé que son inmensamente más grandes que las mías. Y que no existe manera de escapar de aquí. Pero, mire, no deseo escapar. No me hace falta”.

Él la miró, desconcertado, y Volusia se dio la vuelta y echó una mirada por la ventana, peinando el patio. En la distancia divisó a Koolian, su hehicero, de pie entre la multitud, ignorando a todos los demás y mirando hacia arriba, únicamente hacia ella, con sus brillantes ojos verdes y su cara llena de verrugas. Llevaba puesta su túnica negra, inconfundible entre la multitud, sus brazos cruzados reposadamente, con su cara pálida mirando hacia ella, parcialmente escondida tras la capucha, aguardando sus órdenes. Allí estaba él, el único que estaba tranquilo, paciente y disciplinado en esta caótica ciudad.

Volusia le hizo una casi imperceptible señal con la cabeza y vio que él inmediatamente le hacía otra.

Lentamente, Volusia se dio la vuelta y, con una sonrisa en la cara, miró al general.

“Puede entregarme el cetro ahora”, dijo ella, “o puedo matarlos a todos y cogerlo yo misma”.

Él la miró, estupefacto, entonces negó con la cabeza y, por primera vez, sonrió.

“Conozco personas ilusas”, dijo él. “Serví a una durante años. pero usted…usted está en una categoría propia. Muy bien. Si desea morir de este modo, que así sea”.

Dio un paso adelante y desenfundó la espada.

“Me va a gustar matarla”, añadió él. “Quise hacerlo desde el momento en que vi su cara. Toda aquella arrogancia, suficiente para poner malo a un hombre”.

Se acercó a ella y, mientras lo hacía, Volusia se giró y de repente vio a Koolian de pie a su lado en la habitación.

Koolian se dio la vuelta y lo miró fijamente, aturdido por su repentina aparición de la nada. Allí estaba, enmudecido, claramente sin haber previsto esto y claramente sin saber qué hacer con él.

Koolian se echó la capucha hacia atrás y lo miró con desprecio con su grotesco rostro, demasiado pálido, con sus ojos blancos, dando vueltas y lentamente levantó las manos.

Mientras lo hacía, de repente, el comandante y todos sus hombres cayeron sobre sus rodillas. Chillaron y levantaron las manos hacia sus oídos.

“¡Detenga esto!” exclamó él.

Poco a poco, la sangre manaba de sus orejas y, uno a uno, caían al suelo de piedra, inmóviles.

Muertos.

Volusia dio un paso adelante lentamente, con calma, se agachó y agarró el cetro dorado de la mano del comandante muerto.

Lo elevó en alto y lo examinó a la luz, admirando su peso, la manera cómo brillaba. Era algo siniestro.

Hizo una amplia sonrisa.

Pesaba incluso más de lo que ella había imaginado.


*

Volusia estaba justo pasado el foso, fuera de los muros de la ciudad de Maltolis, su hechicero, Koolian, su asesino, Aksan y el comandante de sus fuerzas volusianas, Soku, detrás de ella, y ella miraba hacia el vasto ejército maltolisiano reunido ante ella. Tan lejos como la vista le alcanzaba podía ver que las planicies desiertas estaban llenas de los hombres de Maltolis, doscientos mil de ellos, un ejército más grande de lo que jamás había visto. Incluso para ella, era impresionante.

Allí estaban pacientemente, sin un líder, todos mirándola a ella, Volusia, que estaba en una tarima elevada, de cara a ellos. La tensión se sentía espesa en el aire y Volusia podía sentir que todos ellos estaban esperando, reflexionando, decidiendo si la mataban o la servían.

Volusia los observaba con orgullo, sintiendo su destino delante de ella y lentamente alzó el cetro dorado por encima de su cabeza. Se giró lentamente, en todas direcciones, para que todos pudieran verla a ella, al cetro, brillando al sol.

“¡MI PUEBLO!” dijo en voz alta. “Yo soy la diosa Volusia. Vuestro príncipe está muerto. Yo soy la que lleva el cetro ahora; soy a quien seguiréis. Seguidme, y ganaréis la gloria, riquezas y todos los deseos de vuestros corazones. Quedaos aquí y os consumiréis y moriréis en este lugar, bajo la sombra de estos muros, bajo la sombra del cadáver de un líder que nunca os amó. Lo servisteis en la locura; a mí me serviréis en la gloria, en la conquista y, finalmente, tendréis al líder que merecéis”.

Volusia levantó el cetro más arriba, mirándolos, encontrando sus disciplinadas miradas, sintiendo su destino. Sentía que era invencible, que nada se interpondría en su camino, ni siquiera aquellos centenares de miles de hombres. Sabía que ellos, como todo el mundo, se inclinarían ante ella. Lo veía suceder en el ojo de su mente; después de todo, era una diosa. Vivía en un reino por encima de los hombres. ¿Qué elección les quedaba?

Tan seguro como lo visualizaba, se oyó un lento ruido de armadura y, uno a uno, todos los hombres delante de ella pusieron una rodilla en el suelo, uno tras otro. Un gran ruido de armaduras se extendió a lo largo del desierto, mientras todos se arrodillaban ante ella.

“¡VOLUSIA!” cantaban en voz baja, una y otra vez.

“¡VOLUSIA!”

“¡VOLUSIA!”




CAPÍTULO CUATRO


Godfrey sentía cómo el sudor caía por su nuca mientras se apiñaba dentro del grupo de esclavos, procurando no quedarse en el medio y no ser visto mientras se abrían camino por las calles de Volusia. Otro chasquido cortó el aire y Godfrey gritó de dolor cuando la punta de un látigo le golpeó por detrás. La esclava de detrás suyo gritó mucho más fuerte, pues el látigo iba principalmente dirigido a ella. Le golpeó firmemente en la espalda y ella gritó y se tambaleó hacia delante.

Godfrey se acercó y la cogió antes de que se desplomara, actuando por impulso, sabiendo que ponía su vida en peligro al hacerlo. Ella recobró el equilibrio y se giró hacia él, con el pánico y el miedo en su rostro y, al verlo, sus ojos se abrieron como platos por la sorpresa. Estaba claro que no esperaba verlo, un humano, de piel clara, caminando libremente a su lado, sin grilletes. Godfrey le hizo un gesto rápido con la cabeza y levantó un dedo hacia su boca, pidiéndole que estuviera en silencio. Afortunadamente, lo hizo.

Entonces se oyó otro chasquido de látigo y Godfrey miró y vio a unos capataces dirigiéndose al convoy, golpeando a los esclavos sin mucha atención, claramente con el deseo de que su presencia se notara. Al echar un vistazo hacia atrás vio, justo detrás de él, las caras de pánico de Akorth y Fulton, con los ojos moviéndose rápidamente y, a su lado, los rostros decididos de Merek y Ario. Godfrey se maravilló de que estos dos chicos mostraran más compostura y valentía que Akorth y Fulton, dos hombres hechos y derechos y, sin embargo, borrachos.

Ellos marchaban y marchaban y Godfrey sentía que se estaban aproximando a su destino, donde quiera que fuera. Por supuesto, no podía permitir que llegaran allí: tenía que dar un paso pronto. Había cumplido su objetivo, había conseguido entrar en Volusia, pero ahora debía liberarse de este grupo, antes de que los descubrieran a todos.

Godfrey miró a su alrededor y vio algo que agradeció: ahora los capataces estaban reuniéndose en su mayoría al frente de este convoy de esclavos. Tenía sentido, por supuesto. Dado que todos los esclavos estaban encadenados juntos, estaba claro que no podían correr hacia ningún lugar y a los capataces, evidentemente, no les hacía falta vigilar la parte de atrás. Aparte del capataz solitario que andaba arriba y debajo de las filas azotándolos, no había nadie que les impidiera escaparse por la parte de atrás del convoy. Podían escapar, deslizarse inadvertidamente y en silencio hacia las calles de Volusia.

Godfrey sabía que debían actuar rápidamente; y aún así su corazón palpitaba cada vez que consideraba dar el atrevido paso. Su cuerpo le decía que lo hiciera y, sin embargo, su cuerpo continuaba dudando, sin acabar de reunir el valor.

Godfrey todavía no podía creer que estuvieran aquí, que realmente habían conseguido atravesar estos muros. Parecía un sueño, pero un sueño que iba empeorando. El mareo del vino iba desapareciendo, y cuanto más lo hacía, más se daba cuenta de lo profundamente mala idea que todo esto era.

“Tenemos que salir de aquí”, Merek se inclinó hacia delante y suspiró con insistencia. “Tenemos que dar un paso”.

Godfrey negó con la cabeza y tragó saliva, el sudor le escocía en los ojos. Una parte de él sabía que tenía razón; sin embargo, otra parte de él le hacía esperar exactamente al momento adeuado.

“No”, respondió. “Todavía no”.

Godfrey miró a su alrededor y vio todo tipo de esclavos encadenados y arrastrados a través de las calles de Volusia, no solo aquellos con la piel más oscura. Parecía que el Imperio había conseguido esclavizar todo tipo de razas de todas las esquinas del Imperio, todo aquel y cualquiera que no fuera de la raza del Imperio, todos los que no compartieran su brillante piel amarilla, su extraordinaria altura, sus anchos hombros y los pequeños cuernos detrás de las orejas.

“¿A qué estamos esperando?” preguntó Ario.

“Si corremos hacia las calles abiertas”, dijo Godfrey, “podríamos llamar demasiado la atención. Nos podrían coger también. Debemos esperar”.

“¿Esperar a qué?” insistió Merek, con frustración en su voz.

Godfrey negó con la cabeza, interrumpiéndolo. Sentía como sis su plan estuviera derrumbándose.

“No lo sé”, dijo.

Giraron todavía en otra esquina y, al hacerlo, la ciudad de Volusia entera se abrió ante ellos. Godfrey contemploó la vista, sobrecogido.

Era la ciudad más increíble que jamás había visto. Godfrey, como hijo de un rey, había estado en grandes ciudades, y en ciudades lujosas, y en ciudades ricas y en ciudades amuralladas. Había estado en algunas de las ciudades más hermosas del mundo. Pocas ciudades podían rivalizar con la majestuosidad de una Savaria, una Silesia o, por encima de todas, la Corte del Rey. Él no se impresionaba fácilmente.

Pero nunca había visto algo así. Era una combinación de belleza, orden, poder y riqueza. Sobre todo riqueza. La primera cosa que sorprendió a Godfrey fueron todos los ídolos. Por todas partes, situadas por toda la ciudad, había estatuas, ídolos hechos dioses que Godfrey no reconocía. Uno parecía ser el dios del mar, otro el del cielo, otro el de las colinas…Por todas partes había grupos de personas inclinándose ante ellos. En la distancia, alzándose sobre la ciudad, había una enorme estatua de oro de Volusia, que se levantaba a unos treinta metros de altura. Multitudes de personas se inclinaban a sus pies.

La siguiente cosa que sorprendió a Godfrey fueron las calles, pavimentadas de oro, brillantes, inmaculadas, todo meticulosamente pulcro y limpio. Todos los edificios estaban hechos de una piedra perfectamente tallada, ni una sola piedra estaba fuera de lugar. Las calles de la ciudad se alargaban interminablemente, la ciudad parecía extenderse hacia el horizonte. Lo que lo dejó de piedra todavía más fueron los canales y las vías navegables, entrelazándose a través de las calles, a veces en arcos, a veces en círculos, llevando las mareas azul celeste del océano y actuando como conductos, el petróleo que hacía que esta ciudad fluyera. Estas vías navegables estaban a rebosar de embarcaciones ornamentadas en oro, abriéndose camino cuidadosamente arriba y abajo, entrecruzándose por las calles.

La ciudad estaba llena de luz, que se reflejaba en el puerto, dominada por el omnipresente sonido de las olas al romper, ya que la ciudad, que tenía forma de herradura, abrazaba la orilla del puerto y las olas iban a para justo contra su rompeolas. Entre la destellante luz del océano, los rayos de los dos soles por encima y el omnipresente oro, Volusia cegaba terriblemente la vista. Enmarcándolo todo, a la entrada del puerto, había dos pilares altísimos, que casi alcanzaban el cielo, baluartes de fuerza.

Godfrey se dio cuenta de que esta ciudad fue construida para intimidar, para emanar riqueza, y hacía bien su trabajo. Era una ciudad que rezumaba avances y civilización y, si Godfrey no hubiera conocido la crueldad de sus habitantes, hubiera sido una ciudad en la que le hubiera encantado vivir. Era muy diferente a cualquier cosa que pudiera ofrecer el Anillo. Las ciudades del Anillo fueron construidas para fortificar, proteger y defender. Eran humildes y discretas, como su gente. Estas ciudades del Imperio, por otro lado, eran abiertas, valientes y construidas para transmitir riqueza. Godfrey se dio cuenta de que tenía sentido: después de todo, las ciudades del Imperio no tenían a nadie de quien pudieran temer un ataque.

Godfrey escuchó un clamor más arriba y mientras giraban por un callejón y daban la vuelta a una esquina, de repente, un gran patio se abrió ante ellos, el puerto quedaba tras él. Era una amplia plaza de piedra, un importante cruce de caminos de la ciudad, una docena de calles salían de ella en una docena de direcciones. Todo esto se podía entrever a través de una arcada de piedra de unos casi veinte metros de altura. Godfrey sabía que una vez su séquito pasara a través de ella, todos ellos estarían al descubierto, desprotegidos, con todos los demás. No podrían escabullirse.

Todavía más desconcertante, Godfrey vio esclavos llegando a raudales desde todas direcciones, todos acompañados por capataces, esclavos de todas las esquinas del Imperio y de todo tipo de razas, todos encadenados, eran arrastrados hacia una plataforma alta en la base del océano. Los esclavos estaban encima de ella, mientras gente rica del Imperio los examinaban y pujaban por ellos. Todo parecía un salón de subastas.

Se oyó un grito de alegría y Godfrey vio cómo un noble del Imperio examinaba la mandíbula de un esclavo de piel blanca y pelo marrón enredado. El noble asintió satisfecho y un capataz se acercó y encadenó al esclavo, como si cerrara una transacción comercial. El capataz agarró al esclavo por la camisa desde atrás y lo lanzó desde la plataforma de cabeza al suelo. El hombre salió volando, golpeó fuertemente contra el suelo y la multitud gritó satisfecha, mientras varios soldados se acercaron y se lo llevaron arrastrando.

Otro séquito de esclavos apareció proveniente de otra esquina de la ciudad y Godfrey observó cómo empujaban a un esclavo hacia delante, el soldado más grande, unos treinta centímetros más alto que los demás, fuerte y sano. Un soldado del Imperió levantó su hacha y el esclavo respiró hondo.

Pero el capataz cortó las cadenas y el sonido del metal golpeando la piedra sonó por todo el patio.

El esclavo miró fijamente al capataz, confundido.

“¿Soy libre?” preguntó.

Pero varios soldados corrieron hacia delante, agarraron al esclavo por los brazos y lo arrastraron hasta la base de una gran estatua dorada en la base del puerto, otra estatua de Volusia, con el dedo señalando hacia el mar y las olas rompiendo a sus pies.

La multitud se acercó mientras los soldados retenían al hombre, con la cabeza hacia abajo, de cara al suelo, al pie de la estatua.

“¡NO!” gritó el hombre.

El soldado del Imperio dio un paso adelante y empuñó de nuevo el hacha y, esta vez, decapitó al hombre.

La multitud gritó deleitada y todos se pusieron de rodillas y se inclinaron hasta el suelo, venerando la estatua mientras la sangre corría por sus pies.

“¡Un sacrificio para nuestra gran diosa!” exclamó el soldado. “¡Le dedicamos el primero y más selecto de nuestros frutos!”

La multitud volvió a gritar de alegría.

“No sé tú”, dijo Merek al oído a Godfrey, insistente, “pero no voy a ser el sacrificio para un ídolo. Hoy no”.

Entonces hubo el chasquido de otro latigazo y Godfrey vio que la puerta de entrada se estaba acercando. Su corazón palpitaba mientras reflexionaba sobre sus palabras y sabía que Merek tenía razón. Sabía que debía hacer algo, y rápidamente.

Godfrey se dio la vuelta al notar un movimiento repentino. Por el rabillo del ojo vio cinco hombres que llevaban túnicas y capuchas de un rojo brillante, caminando rápidamente calle abajo en dirección opuesta. Se dio cuenta de que tenían la piel blanca, las manos y los rostros pálidos, vio que eran más pequeños que las descomunales bestias de la raza del Imperio e, inmediatamente, supo quién eran: los Finianos. Una de las grandes habilidades de Godfrey era que era capaz de grabar historias en la memoria aunque estuviera bebido y había escuchado concienzudamente durante la pasada luna cómo el pueblo de Sandara había narrado historias de Volusia muchas veces junto al fuego. Había escuchado sus descripciones de la ciudad, de su historia, de todas las razas que estaban esclavizadas y de la única raza libre: los Finianos. La única excepción de la regla. Se les había permitido vivir libres, generación tras generación, porque eran demasiado ricos para matarlos, tenían demasiados buenos contactos, la habilidad para hacerse indispensables y para negociar en el comercio del poder. Le habían contado que se les distinguía fácilmente por su piel demasiado pálida, por sus brillantes túnicas rojas y por su intenso pelo rojo.

Godfrey tuvo una idea. Era ahora o nunca.

“¡MOVEOS!” gritó a sus amigos.

Godfrey se dio la vuelta y se puso en acción, salió corriendo por la parte de atrás del séquito, ante las miradas perplejas de los esclavos encadenados. Los otros, observó con alivio, siguieron sus pasos.

Godfrey corrió, jadeando, con el bulto de los pesados sacos de oro en su cintura, al igual que los demás, tintineando mientras avanzaban. Más adelante divisó a los cinco Finianos girando en un estrecho callejón; corrió directo hacia ellos y solo rezaba para que pudieran girar la esquina sin ser vistos por los ojos del Imperio.

Godfrey, con el corazón retumbándole en los oídos, giró la esquina y vio a los Finianos delante de él y, sin pensarlo, saltó al aire y se abalanzó sobre el grupo por detrás.

Consiguió echar al suelo a tres de ellos, se hizo daño en las costillas al golpear la piedra y se revolcó con ellos. Miró hacia arriba y vio que Merek, siguiendo su iniciativa, derribó a otro, Akorth saltó y acorraló a uno de ellos y observó cómo Fulton saltaba sobre el último, el más pequeño del grupo. Godfrey se enojó al ver que Fulton fallaba, se quejaba y tropezaba hasta caer al suelo.

Godfrey dejó inconsciente a uno de ellos en el suelo y retenía a otro, pero observó con pánico al más pequeño todavía corriendo, libre, a punto de doblar la esquina. Echó un vistazo por el rabillo del ojo y vio que Ario caminaba hacia delante con calma, se agachaba a coger una piedra, la examinaba, se echaba hacia atrás y la lanzaba.

Un tiro perfecto, le dio al Finiano en la sien mientras estaba doblando la esquina y lo hizo caer inconsciente al suelo. Ario corrió hacia él, le quitó su túnica y empezó a ponérsela, entendiendo las intenciones de Godfrey.

Godfrey, que todavía estaba luchando con el otro Finiano, finalmente le dio un codazo en la cara y lo dejó inconsciente. Merek estranguló al suyo durante el tiempo suficiente hasta hacerle perder la consciencia y Godfrey echó un vistazo y vio a Merek rodando sobre el último Finiano y sujetando un puñal contra su cuello.

Godfrey estaba a punto de gritar a Merek que se detuviera cuando una voz irrumpió en el aire, adelantándosele:

“¡No!” ordenó la áspera voz.

Godfrey miró hacia arriba y vio a Ario de pie junto a Merek, mirándolo con el ceño fruncido.

“¡No lo mates!” ordenó Ario.

Merek lo miró enfurruñado.

“Los hombres muertos no hablan”, dijo Merek. “Si lo dejo ir, todos nosotros moriremos”.

“No me importa”, dijo Ario, “él no te ha hecho nada. No lo matarás”.

Merek, desfiante, se puso lentamente de pie y se encaró a Ario. Se fijó en su cara.

“Mides la mitad que yo”, repondió Ario con calma, “y yo tengo el puñal. No me tientes”.

“Puede que mida la mitad que tú”, respondió Ario con calma, “pero soy dos veces más rápido. Ven hacia mí y te arrebataré el puñal y te cortaré el cuello antes de que dejes de balancearte”.

Godfrey estaba sorprendido por el diálogo, sobre todo porque Ario era muy tranquilo. Era surreal. No parpadeaba ni movía un músculo y hablaba como si estuviera manteniendo la conversación más tranquila del mundo. Esto hacía sus palabras todavía más convincentes.

Merek también debió pensar lo mismo, pues no hizo ningún movimiento. Godfrey sabía que tenía que acabar con aquello, y rápidamente.

“El enemigo no está aquí”, dijo Godfrey, corriendo hacia delante y bajando la muñeca de Merek. “Está allá fuera. Si luchamos entre nosotros, no tenemos ninguna posiblidad”.

Afortunadamente, Merek dejó que le bajaran la muñeca y enfundó el puñal.

“Ahora daos prisa”, añadió Godfrey. “Todos vosotros. Quitadles la ropa y ponéosla. Ahora somos Finianos”.

Todos ellos desnudaron a los Finianos y se vistieron con sus brillantes túnicas y capuchas rojas.

“Esto es ridículo”, dijo Akorth.

Godfrey lo examinó y vio que su barriga era demasiado grande y él era demasiado alto; la túnica le iba corta, dejando sus tobillos al descubierto.

Merek rió con disimulo.

“Deberías haber tomado alguna pinta menos”, dijo.

“¡Yo no voy a llevar esto puesto!”, dijo Akorth.

“No es un espectáculo de moda”, dijo Godfrey. “¿Prefieres que te descubran?”

Akorth cedió a regañadientes.

Godfrey estaba mirando a los cinco, allí, llevando las túnicas rojas, en esta ciudad hostil, rodeados por el enemigo. Sabía que sus posibilidades eran remotas, en el mejor de los casos.

“¿Y ahora qué?” preguntó Akorth.

Godfrey se giró y miró hacia el final del callejón, que llevaba a la ciudad. Sabía que había llegado el momento.

“Vamos a ver qué se cuece en Volusia”.




CAPÍTULO CINCO


Thor se encontraba en la proa de su pequeña embarcación, Reece, Selese, Elden, Indra, Matus y O’Connor sentados detrás de él, ninguno de ellos remaba, los misteriosos viento y corriente hacían que cualquier esfuerzo fuera en vano. Thor se dio cuenta de que los llevarían hacia donde quisieran y que, por mucho que remaran o navegaran, nada cambiaría. Thor echó un vistazo por encima del hombro, observó los enormes acantilados negros que marcaban la entrada a la Tierra de los Muertos desvanecerse más y más en la distancia y se sintió aliviado. Era momento de mirar hacia delante, de encontrar a Guwayne, de comenzar un nuevo capítulo de su vida.

Thor echó un vistazo hacia atrás y vio a Selese sentada en la barca, al lado de Reece, cogiéndole la mano y debía admitir que la visión era desconcertante. Thor estaba emocionado de verla de nuevo en la tierra de los vivos y emocionado de ver a su mejor amigo tan feliz. Sin embargo, debía admitir que esto también le causaba una sensación inquietante. Aquí estaba Selese, una vez muerta y ahora devuelta a la vida. Sentía como si de alguna manera hubieran cambiado el orden natural de las cosas. Al observarla, percibió que tenía una naturaleza translúcida y etérea y, aunque estuviera allí en persona, no podía evitar verla como una muerta. Por mucho que le pesara, no podía evitar preguntarse si realmente había vuelto para siempre, cuánto tiempo estaría aquí antes de volver.

Sin emabrgo, Reece, por otro lado, evidentemente no lo veía así. Él estaba totalmente enamorado de ella, el amigo de Thor, jubiloso por primera vez desde que él podía recordar. Thor lo podía comprender: después de todo, ¿quién no querría la oportunidad de arreglar lo que está mal, de redimir los errores del pasado, de ver a alguien a quien uno estaba seguro que no volvería a ver jamás? Reece le apretó la mano, la miró fijamente a los ojos, le acarició la cara y la besó.

Thor percibió que los demás parecían perdidos, como si hubieran estado en las profundidades del infierno, en un sitio que no podía quitarse fácilmente de la cabeza. Las telarañas permanecían pesadas y Thor sentía también cómo se sacudía los recuerdos de la mente. Había un halo de tristeza, ya que todos ellos lamentaban la pérdida de Conven. Thor, en especial, reflexionaba una y otra vez sobre si podía haber hecho algo para detenerlo. Thor miró hacia el mar, estudiando el horizonte gris, el océano sin límites y se preguntaba cómo Conven podía haber tomado la decisión que había tomado. Entendía el profundo dolor por su hermano; sin embargo, Thor nunca hubiera tomado la misma decisión. Thor vio que tenía una sensación de dolor por la pérdida de Conven, cuya presencia siempre se había hecho sentir, que siempre parecía estar a su lado, incluso desde sus primeros días en la Legión. Thor recordó cuando lo visitó en prisión, cuando lo convenció de darle una segunda oportunidad a la vida, de todos sus intentos por animarlo, por levantarle el ánimo, por revivirlo.

Sin emabrgo, Thor se dio cuenta de que no importana lo que hubiera hecho, nunca podría traer de vuelta a Conven. La mejor parte de Conven estaba siempre con su hermano. Thor recordaba la cara de Conven cuando se había quedado atrás y los otros habían partido. No era una mirada de arrepentimiento; era una mirada de auténtica alegría. Thor sintió que él estaba feliz. Y sabía que no podía sentir mucho arrepentimiento. Conven había tomado su propia decisión y esto era más de lo que la mayoría de personas conseguían en este mundo. Y después de todo, Thor sabía que se volverían a encontrar. De hecho, quizás sería Conven el que estaría aguardando para recibirle cuando muriera. Thor sabía que la muerte les llegaría a todos. Quizás no hoy, ni mañana. Pero algún día.

Thor intentó sacudirse los sombríos pensamientos; miró a lo lejos y se obligó a sí mismo a concentrarse en el océano, rastreando las aguas en todas direcciones, buscando cualquier señal de Guwayne. Sabía que era bastante inútil buscarlo, en el mar abierto. Aún así, Thor se sentía mobilizado, lleno de un optimismo renovado. Al menos, ahora sabía que Guwayne estaba vivo y esto era lo único que necesitaba escuchar. Nada lo detendría de encontrarlo de nuevo.

“¿Dónde se supone que nos está llevando esta corriente?” preguntó O’Connor, acercándose al borde de la barca y rozando el agua con las yemas de sus dedos.

Thor se acercó y tocó las cálidas aguas también; iban muy deprisa, como si el océano no pudiera llevarlos hasta donde fuera que los estuviera llevando lo suficientemente rápido.

“Mientras sea lejos de aquí, no me importa”, dijo Elden, echando un vistazo, temeroso, por encima del hombro a los acantilados.

Thor escuchó un chillido en lo alto, miró hacia arriba y se emocionó al ver a su vieja amiga, Estopheles, volando en círculos allá arriba.  Descendía en amplios círculos alrededor de ellos y después ascendía de nuevo. Thor sentía que los estaba guiando, animándolos a seguirla.

“Estopheles, amiga mía”, suspiró Thor hacia el cielo. “Sé nuestros ojos. Guíanos hasta Guwayne”.

Estopheles volvió a chillar, como si le contestara, y desplegó completamente sus alas. Se dio la vuelta y voló hacia el horizonte, en la misma dirección en que los estaba llevando la corriente, y Thor tuvo la certeza de que se estaban acercando.

Thor se dio la vuelta y oyó un ligero sonido metálico a su lado, miró hacia abajo y vio la Espada de la Muerte colgando de su cintura y se sorprendió al verla allí. Esto hacía que su viaje a la tierra de los muertos pareciera más real que nunca. Thor acarició su empuñadura de mármol, una combinación de calaveras y huesos, y la agarró con fuerza, sintiendo su energía. Su hoja tenía pequeños diamantes negros incrustados y, al levantarla para mirarla detenidamente, vio que brillaban a la luz.

Al sujetarla, se sentía muy bien teniéndola en su mano. No se había sentido así con un arma desde que había empuñado la Espada del Destino. Este arma significaba para él más de lo que podía expresar; después de todo, había conseguido escapar de aquel mundo, al igual que aquel arma y sentía que ambos eran supervivientes de una horrible guerra. Habían pasado por ello juntos. Entrar a la Tierra de los Muertos y regresar había sido como andar a través de una telaraña gigante y salir de ella. Thor sabía que se había acabado y, sin embargo, de alguna manera todavía sentía que seguía pegado a él. Al menos tenía este arma para demostrarlo.

Thor reflexionaba sobre su salida, sobre el precio que había pagado, sobre los demonios que inconscientemente había soltado en el mundo. Sintió un dolor en el estómago, tenía la sensación que había soltado una oscura fuerza en el mundo, una que no se podía contener tan fácilmente. Sentía que había mandado algo, como un bumerán, que algún día, de algún modo, volvería a él. Quizás más pronto de lo que pensaba.

Thor agarró la empuñadura, preparado. Fuera lo que fuera, se enfrentaría a él en la batalla sin miedo, mataría cualquier cosa que se encontrara por el camino.

Pero lo que de verdad lo atemorizaba eran las cosas que no podía ver, la devastación invisible que los demonios podían infligir. Lo que más temía eran los espíritus desconocidos, los espíritus que luchaban con sigilo.

Thor oyó pasos, sintió que la pequeña barca se balanceaba, se giró y vio a Matus andando hasta su lado. Matus estaba allí de pie triste, mirando al horizonte con él. Era un día oscuro y triste y, al observarlo, era difícil decir si era por la mañana o por la tarde, el cielo entero era uniforme, como si esta parte del mundo entera estuviera de luto.

Thor pensó en lo rápido que Matus se había convertido en un buen amigo para él. Especialmente ahora, con Reece obsesionado con Selese, Thor sentía que había perdido en parte a un amigo y que había ganado otro. Thor recordaba cómo Matus lo había salvado más de una vez allá abajo y sentía ya una lealtad hacia él, como si siempre hubiera sido uno de sus propios hermanos.

“Esta embarcación”, dijo Matus en voz baja, “no se hizo para el mar abierto. Una buena tormenta y todos moriremos. Solo es un bote salvavidas del barco de Gwendolyn, que no está pensado para cruzar los mares. Debemos encontrar una barca más grande”.

“Y tierra”, dijo O’Connor metiéndose en la conversación, acercándose a Thor por el otro lado, “y provisiones”.

“Y un mapa”, interrumpió Elden.

“¿Dónde esta nuestro destino, en cualquier caso?” preguntó Indra. “¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar tu hijo?”

Thor examinó el horizonte, como había hecho miles de veces, y reflexionó sobre todas sus preguntas. Sabía que todos tenían razón y él había estado pensando en las mismas cosas. Un vasto océano se desplegaba ante ellos y ellos estaban en una pequeña embarcación, sin provisiones. Estaban vivos y él estaba agradecido por ello, pero su situación era precaria.

Thor negó con la cabeza. Mientras estaba allí de pie, inmerso en sus pensamientos, empezó a divisar algo en el horizonte. Mientras se acercaban más navegando, empezó a distinguirse con más claridad y él tuvo la certeza de que no eran solo sus ojos jugándole una mala pasada. Su corazón se aceleró por la emoción.

El sol se abrió caminó entre las nubes y un rayo de sol cayó como la lluvia en el horizonte e iluminó una pequeña isla. Era una pequeña masa de tierra, en medio del vasto océano, sin nada más por allí cerca.

Thor parpadeó, preguntándose si era real.

“¿Qué es esto?” Matus hizo la pregunta que estaba en mente de todos al verla todos, allí de pie mirándola fijamente.

Mientras se acercaban, Thor vio que una neblina, que brillaba a la luz, rodeaba la isla y percibió una energía mágica en aquel lugar. Miró hacia arriba y vio que era un lugar inhóspito, los acantilados se levantaban en el aire, a unos cien metros, una isla estrecha, inclinada, cruel, las olas rompían en los peñascos que la rodeaban, emergiendo del agua como bestias prehistóricas. Thor sentía, en cada ápice de su ser, que allí era donde debían ir.

“Es una subida muy empinada”, dijo O’Connor. “Eso si conseguimos subirla”.

“Y no sabemos qué hay en la cima”, añadió Elden. “Podría ser hostil. No tenemos ninguna de nuestras armas, a excepción de tu espada. No podemos permitirnos una batalla aquí”.

Pero Thor miró el sitio y se quedó maravillado, percibiendo que allí había algo fuerte. Miró hacia arriba y vio a Estopheles volando en círculos sobre ella y se sintió incluso más seguro de que este era el lugar.

“No debemos dejar ni una piedra por remover en nuestra búsqueda de Guwayne”, dijo Thor. “Ningún lugar es lo suficientemente remoto. Esta isla será nuestra primera parada”, dijo. Agarró con fuerza su espada:

“Sea hostil o no”.




CAPÍTULO SEIS


Alistair se encontraba en un extraño paisaje que no reconocía. Era una especie de desierto y, cuando miraba hacia abajo, el suelo del desierto pasaba de negro a rojo, secándose, resquebrajándose a sus pies. Alzó la vista y en la distancia divisó a Gwendolyn de pie delante de un ejército dispar y desharrapado, de unas pocas docenas de hombres, miembros de los Plateados que Alistair conoció en una ocasión, los rostros de todos ellos estaban ensangrentados, sus armaduras agrietadas. En los brazos de Gwendolyn había un bebé y Alistair sintió que era su sobrino, Guwayne.

“¡Gwendolyn!” exclamó Alistair, aliviada al verla. “¡Hermana mía!”

Pero mientras Alistair observaba, se oyó, de repente, un horrible sonido, el sonido del batir de un millón de alas, cada vez más fuerte, seguido de un gran graznido. El horizonte se ennegreció y el cielo apareció repleto de cuervos, volando hacia ella.

Alistair observó horrorizada cómo los cuervos llegaron en una enorme bandada, un muro negro, que bajó en picado y arrancó a Guwayne de los brazos de Gwendolyn. Chillando, lo elevaron hasta el cielo.

“¡NO!” chilló Gwendolyn, dirigiéndose hacia el cielo mientras le tiraban del pelo.

Alistair observaba, indefensa, que no podía hacer nada excepto ver cómo se llevaban al bebé, que estaba chillando. El suelo del desierto se agrietó y secó todavía más y empezó a partirse hasta que, uno a uno, todos los hombres de Gwen se desplomaron hacia su interior.

Solo quedó Gwendolyn, allí de pie, mirándola fijamente, con los ojos poseídos por una mirada que Alistair hubiera deseado no ver nunca.

Alistair parpadeó y se encontró a sí misma en un gran barco en medio de un océano, con las olas rompiendo a su alrededor. Miró a su alrededor y vio que era la única persona en el barco, miró hacia delante y vio otro barco delante de ella. Erec estaba en la proa, de cara a ella y lo acompañaban centenares de soldados de las Islas del Sur. Se desesperó al verlo en otro barco y navegando lejos de ella.

“¡Erec!” exclamó.

Él la miró fijamente, dirigiéndose hacia ella.

“¡Alistair!” gritó él en respuesta. “¡Vuelve conmigo!”

Alistair observó horrorizada cómo los barcos iban mucho más lejos, a la deriva y el barco de Erec era absorbido lejos de ella por las mareas. El barco de él empezó a dar vueltas lentamente sobre sí mismo en el agua y daba vueltas más y más rápido. Erec extendía el brazo hacia ella, Alistair, indefensa, no podía hacer nada sino observar cómo el barco era engullido por un remolino, más y más adentro, hasta que desapareció de la vista.

“¡EREC!” gritó Alistair.

Entonces otro lamento se unió al suyo y Alistair miró hacia abajo y vio que estaba sujetando a un bebé, el hijo de Erec. Era un niño y su lloro se elevaba hasta el cielo, ahogando el ruido del viento y de la lluvia y el griterío de los hombres.

Alistair despertó chillando. Se incorporó y miró a su alrededor, preguntándose dónde estaba, qué había pasado. Respiraba con dificultad, poco a poco se serenó, tardó unos instantes en darse cuenta de que solo era un sueño.

Se puso de pie y miró hacia abajo a las tarimas chirriantes de la cubierta y se dio cuenta de que todavía estaba en el barco. Todo le vino como una riada: su partida de las Islas del Sur, su misión para liberar a Gwendolyn.

“¿Mi señora?” dijo una voz suave.

Alistair echó un vistazo y vio a Erec de pie a su lado, mirándola preocupado. Ella se sintió aliviada al verlo.

“¿Otra pesadilla?” preguntó él.

Ella asintió, apartando la vista, cohibida.

“Los sueños son más reales en el mar”, dijo otra voz.

Alistair se dio la vuelta y vio al hermano de Erec, Strom, por allí cerca. Miró más lejos y vio a centenares de habitantes de las Islas del Sur a bordo del barco y le vino todo a la memoria. Recordó su partida, dejando atrás a una afligida Dauphine, que se quedaba a cargo de las Islas del Sur junto a su madre. Desde que recibieron aquel mensaje, todos ellos sintieron que no les quedaba otra elección que partir hacia el Imperio, en busca de Gwendolyn y todos los demás habitantes del Anillo, se sentían obligados a salvarlos. Sabían que sería una misión imposible, sin embargo a ninguno de ellos les importaba. Era su deber.

Alistair se frotaba los ojos e intentaba borrar las pesadillas de su mente. No sabía cuántos días habían pasado ya en este mar interminable y mientras lo observaba ahora, estudiando el horizonte, no podía ver mucho. Todo estaba oculto por la niebla.

“La niebla nos ha seguido desde las Islas del Sur”, dijo Erec, siguiendo su mirada.

“Esperemos que no sea un augurio”, añadió Strom.

Alistair se masajeó suavemente la barriga, para asegurarse de que estaba bien, de que su bebé estaba bien. Su sueño había sido muy real. Lo hizo rápido y discretamente, no quería que Erec lo supiera. Todavía no se lo había contado. Una parte de ella quería hacerlo, pero otra parte de ella quería esperar al momento perfecto, cuando fuera adecuado.

Tomó a Erec de la mano, aliviada al ver que estaba vivo.

“Estoy contenta de que estés bien”, dijo ella.

Él le sonrió, la acercó hacia él y la besó.

“¿Y por qué no debería estarlo?” preguntó él. “Tus sueños son solo fantasías de la noche. Por cada pesadilla, existe también un hombre que está a salvo. Yo estoy seguro aquí, contigo y con mi fiel hermano y mis hombres, tanto como jamás pueda esperar estarlo”.

“Al menos hasta que lleguemos al Imperio”, añadió Strom con una sonrisa. “Entonces estaremos todo lo a salvo que se puede estar con una pequeña flota contra diez mil barcos”.

Strom sonreía mientras hablaba, parecía que se deleitara en que llegara la lucha.

Erec se encogió de hombros, serio.

“Con los Dioses detrás de nuestra causa”, dijo, “no podemos perder. Sean cuales sean las probabilidades”.

Alistair se echó hacia atrás y frunció el ceño, intentando ver el sentido de todo aquello.

“Vi cómo tú y tu barco erais engullidos hacia el fondo del mar. Te vi a bordo de él”, dijo ella. Quería añadir algo más acerca del bebé, pero se contuvo.

“Los sueños no siempre son lo que aparentan ser”, dijo él. Aunque en lo profundo de sus ojos, ella vio un destello de preocupación.  Él sabía que ella veía cosas y respetaba sus visiones.

Alistair respiró profundamente, miró hacia abajo al agua y supo que él tenía razón. Todos ellos estaban aquí, vivos después de todo. Sin embargo, había parecido muy real.

Mientras estaba allí, Alistair volvió a sentir la tentación de acercar la mano hacia su barriga, de acariciarse la barriga, para tranquilizarse a ella misma y al niño que crecía en su interior. Sin embargo, con Erec y Strom allí, no quería que se decubriera.

Un cuerno bajo y suave sonó en el aire, sonando intermitentemente cada pocos segundos, alertando a los otros barcos de su flota de la presencia de la niebla.

“Aquel cuerno podría delatarnos”, le dijo Strom a Erec.

“¿Ante quién?” preguntó Erec.

“No sabemos qué nos acecha tras la niebla”, dijo Strom.

Erec negó con la cabeza.

“Quizás”, respondió. “Pero el mayor peligro por ahora no es el enemigo, sino nosotros mismos. Si chocamos entre nosotros, podemos hundir la flota entera. Debemos hacer sonar los cuernos hasta que la niebla se levante. Toda nuestra flota entera podemos comunicarnos de esta manera y, igual de importante, no alejarnos mucho los unos de los otros”. En la niebla, el cuerno de otro de los barcos de la flota de Erec resonó, confirmando su posición.

Alistair miraba hacia la niebla y reflexionaba. Sabía que les quedaba mucho por recorrer, que estaban en la otra parte del mundo respecto al Imperio y se preguntaba cómo llegarían alguna vez a tiempo hasta Gwendolyn y su hermano. Se preguntaba cuánto tiempo habían tardado los halcones con el mensaje y se preguntaban si todavía estaban vivos. Se preguntaba qué había sucedido con su querido Anillo. Qué manera tan horrible de morir para todos ellos, pensó, en una orilla extranjera, lejos de su tierra.

“El Imperio está al otro lado del mundo, mi señor”, le dijo Alistair a Erec. “Será un viaje largo. ¿Por qué estás despierto aquí en cubierta? ¿Por qué no vas abajo, a la bodega, y duermes? Hace días que no duermes”, dijo ella, viendo las bolsas oscuras bajo sus ojos.

El negó con la cabeza.

“Un comandante nunca duerme”, dijo él. “Y además, casi hemos llegado a nuestro destino”.

“¿Nuestro destino?” preguntó ella, perpleja.

Erec asintió y miró hacia la niebla.

Ella le siguió la mirada pero no vio nada.

“La Isla del Peñasco”, dijo él. “Nuestra primera parada”.

“¿Pero por qué?” preguntó ella. “¿Por qué paramos antes de llegar al Imperio?”

“Necesitamos una flota más grande”, se entrometió Strom, respondiendo por él. “No podemos enfrentarnos al Imperio con unas cuantas docenas de barcos”.

“¿Y encontraréis esta flota en la Isla del Peñasco?” preguntó Alistair.

Erec asintió.

“Podría ser”, dijo Erec. “Los hombres del Peñasco tienen barcos y hombres. Más de los que nosotros tenemos. Y han servido a mi padre en el pasado”.

“¿Pero por qué deberían ayudarte ahora?” preguntó ella desconcertada. “¿Quiénes son estos hombres?”

“Mercenarios”, interrumpió Strom. “Hombres duros forjados por una isla agreste en mares revueltos. La lucha por el mejor postor”.

“Piratas”, dijo Alistair con menosprecio, al entenderlo.

“No exactamente”, respondió Strom. “Los piratas luchan por el botín. Los hombres del Peñasco viven para matar”.

Alistair observó a Erec, y pudo ver en su cara que era cierto.

“¿Es noble luchar con piratas por una causa verdadera y justa? ¿Con mercenarios?”

“Es noble ganar una guerra”, respondió Erec, “y luchar por una causa justa como la nuestra. Los medios para librar una guerra así no son siempre tan nobles como nos gustaría”.

“No es noble morir”, añadió Strom. “Y el juicio sobre la nobleza lo deciden los vencedores, no los perdedores”.

Alistair frunció el ceño y Erec se dirigió a ella.

“No todo el mundo es tan noble como tú, mi señora”, dijo él. “O como yo. Así no es cómo funciona el mundo. Esta no es la manera cómo se ganan las guerras”.

“¿Y te puedes fiar de unos hombres así?” le preguntó ella finalmente.

Erec suspiró y se giró para mirar al horizonte, con las manos en las caderas, mirando fijamente como si se preguntara lo mismo.

“Nuestro padre confió en ellos”, dijo finalmente. “Y su padre antes que él. Nunca le fallaron”.

“¿Y significa esto que no os fallarán a vosotros ahora?” preguntó ella.

Erec examinó el horizonte y, al hacerlo, de repente la niebla se levantó y el sol se abrió camino. La panorámica cambió radicalmente, de repente ganaron visibilidad y, en la distancia, el corazón de Alistair dio un vuelco al ver tierra. Allá, en el horizonte, se elevaba una isla hecha de sólidos acantilados, levantándose directo hacia el cielo. Parecía que no hubiera lugar para la tierra, la playa, una entrada. Hasta que Alistair miró más arriba y vio un arco, una puerta tallada en la misma montaña, contra ella salpicaba el océano. Era una entrada grande e imponente, guardada por una compuerta de rejas de hierro, una pared de roca sólida con una puerta tallada en la mitad. No se parecía a nada que jamás hubiera visto.

Erec miró fijamente al horizonte, examinándolo, la luz del sol caía sobre la puerta como si iluminara la entrada a otro mundo.

“La confianza, mi señora”, contestó él finalmente, “nace de la necesidad, no del deseo. Y es algo muy frágil”.




CAPÍTULO SIETE


Darius se encontraba en el campo de batalla, empuñando una espada hecha de acero y miró a su alrededor, contemplando el panorama. Tenía una naturaleza surreal. Aunque lo estaba viendo con sus propios ojos, no podía creer lo que acababa de suceder. Habían derrotado al Imperio. Él, solo, con unos pocos centenares de aldeanos, sin armas reales -y con la ayuda de los pocos centenares de hombres de Gwendolyn- habían derrotado a este ejército profesional de cientos de soldados del Imperio. Ellos habían llevado las armaduras más finas, habían empuñado las armas más finas, habían tenido zertas a su disposición. Y él, Darius, apenas armado, había dirigido la batalla y los había derrotado a todos, la primera victoria contra el Imperio de la historia.

Aquí, en este lugar, donde había esperado morir para defender el honor de Loti, se había alzado victorioso.

Un conquistador.

Mientras Darius inspeccionaba el terreno vio, entremezclados con los cadáveres del Imperio, los cuerpos de montones de sus propios aldeanos, docenas de ellos muertos, y su alegría se alteró por el dolor. Flexionó sus músculos y sintió heridas recientes, cortes de espada en sus bíceps y muslos y sintió el escozor de los latigazos todavía en su espalda. Pensó en las represalias que vendrían y sabía que su victoria había llegado a un precio.

Pero, reflexionó una vez más, toda libertad lo hace.

Darius notó un movimiento y al darse la vuelta vio que sus amigos, Raj y Desmond, se estaban acercando, heridos pero vivos, pudo ver con alivio. Podía ver en sus ojos que lo miraban de forma diferente- que todo su pueblo ahora lo miraba diferente. Lo miraban con respeto – más que respeto, con asombro. Como una leyenda viva. Todos habían visto lo que había hecho, hacer frente al Imperio solo. Y derrotarlos a todos.

Ya no lo miraban como a un chico. Ahora lo miraban como a un líder. Un guerrero. Era una mirada que nunca había esperado ver en los ojos de estos chicos mayores, en los ojos de los aldeanos. Siempre lo habían subestimado, nadie había esperado nada de él.

Acercándose hacia él, junto a Raj y Desmond, había docenas de sus hermanos de armas, chicos con los que había entrenado y peleado día tras día, quizás unos cincuenta, a pesar de sus heridas, poniéndose de pie y reuniéndose junto a él. Todos lo miraban con asombro, allí de pie, sujetando su espada de acero, cubiertos de heridas. Y con esperanza.

Raj dio un paso hacia delante y lo abrazó y, uno a uno, sus hermanos de armas también lo abrazaron.

“Fue insensato”, dijo Raj con una sonrisa. “No pensaba que tuvieras esto dentro de ti”.

“Yo pensaba que te rendirías seguro”, dijo Desmond.

“Apenas puedo creer que estamos todos aquí”, dijo Luzi.

Miraron a su alrededor maravillados, analizando el panorama, como si los hubieran dejado caer a todos ellos en un planeta extranjero. Darius miró a todos los cuerpos muertos, a todas las finas armaduras y armas que brillaban al sol; oyó a los pájaros graznar y, al mirar hacia arriba, vio que los buitres ya estaban volando en círculos.

“Recoged sus armas”, Darius se oyó a sí mismo ordenar, tomando el cargo. Era una voz profunda, más profunda de lo que jamás la había usado, y llevaba un aire de autoridad que ni él mismo reconocía. “Y enterrad a nuestros muertos”.

Sus hombres escucharon, todos ello siguieron, yendo soldado a soldado, hurgando en ellos, cada uno de ellos escogiendo las mejores armas: algunos cogieron espadas, otros mazas, mayales, puñales, hachas, y martillos de guerra. Darius sostenía la espada en la mano, la que había cogido del comandante, y la admiró al sol. Admiraba su peso, su elaborada empuñadura y su hoja. Acero de verdad. Algo que él pensaba que no tendría la posibilidad de sostener en su vida. Darius tenía la intención de darle un buen uso, de usarlo para matar a tantos hombres del Imperio como pudiera.

“¡Darius!” dijo una voz que conocía bien.

Se dio la vuelta y vio a Loti abriéndose camino entre la multitud, con lágrimas en los ojos, corriendo hacia él pasando por delante de todos los hombres. Corrió hacia delante y lo abrazó, apretándolo fuerte, sus lágrimas calientes le caían por el cuello.

Él también la abrazó, cuando ella se agarró a él.

“Nunca olvidaré”, dijo ella, entre lágrimas, acercándose y susurrándole al oído. “Nunca olvidaré lo que has hecho en el día de hoy”.

Ella lo besó y él la besó a ella, mientras ella lloraba y reía a la vez. Se sentía muy aliviado por verla viva también, por abrazarla, por saber que esta pesadilla, al menos por ahora, quedaba atrás. Por saber que el Imperio no podía tocarla. Mientras la abrazaba, sabía que lo volvería a hacer un millón de veces más por ella.

“Hermano”, dijo una voz.

Darius se dio la vuelta y se estremeció al ver a su hermana, Sandara, dando un paso adelante, junto a Gwendolyn y el hombre que Sandara amaba, Kendrick. Darius se dio cuenta de que la sangre corría por el brazo de Kendrick, de los cortes recientes en su armadura y en su espada y sintió una ráfaga de agradecimiento. Sabía que si no hubiera sido por Gwendolyn, Kendrick y su pueblo, él y su pueblo, seguramente hubieran muerto hoy en el campo de batalla.

Loti se hizo atrás cuando Sandara se adelantó a abrazarlo, y él la abrazó a ella.

“Estoy en gran deuda con vosotros”, dijo Darius, mirándolos a todos. “Yo y todo mi pueblo. Volvisteis por nosotros cuando no teníais necesidad de hacerlo. Sois verdaderos guerreros”.

Kendrick dio un paso hacia delante y puso una mano en el hombro de Darius.

“Eres tú el verdadero guerrero, amigo mío. Hoy mostraste un gran valor en el campo de batalla. Dios ha recompensado tu valentía con esta victoria”.

Gwendolyn dio un paso adelante y Darius hizo una reverencia cuando lo hizo.

“La justicia ha triunfado hoy sobre la maldad y la brutalidad”, dijo ella. “Siento un placer personal, por muchas razones, al presenciar vuestra victoria y al dejarnos formar parte de ella. Sé que mi marido, Thorgrin, también lo haría”.

“Gracias, mi señora”, dijo él, emocionado. “He oído muchas grandes cosas sobre Thorgrin y espero conocerlo algún día”.

Gwendolyn asintió.

“¿Y cuáles son tus planes para tu pueblo ahora?” preguntó ella.

Darius pensó, se dio cuenta de que no tenía ni idea; no había pensado llegar tan lejos. Ni siquiera había pensado que sobreviviría.

Antes de que Darius pudiera responder, hubo una repentina conmoción y, de entre la multitud, apareció un rostro que él conocía bien: se aproximaba Zirk, uno de los entrenadores de Darius, ensangrentado por la batalla, sin camisa, mostrando sus sobresalientes músculos. Le seguían media docena de los ancianos de la aldea y un gran número de aldeanos, y no parecía muy contento.

Miraba a Darius con furia, con una actitud altiva.

“¿Y estás orgulloso de ti mismo?” le preguntó con desprecio. “Mira lo que has hecho. Mira cuántos de los nuestros han muerto aquí hoy. Todos ellos tuvieron muertes sin sentido, todos ellos hombres buenos, todos ellos muertos por tu culpa. Todo por tu orgullo, tu arrogancia, tu amor por esta chica”.

Darius enrojeció, su rabia estaba a punto de estallar. Zirk siempre había ido a por él, desde el primer día en que lo conoció. Por algún motivo, siempre había parecido que se sentía amenazado por Darius.

“No están muertos por mi culpa”, respondió Darius. “Tuvieron una oportunidad de vivir gracias a mí. De vivir de verdad. Murieron a las manos del Imperio, no a las mías”.

Zirk negó con la cabeza.

“Te equivocas”replicó él. “Si te hubieras rendido, como te dijimos que hicieras, hoy nos faltaría el pulgar a todos. En cambio, a algunos de nosotros nos faltan nuestras vidas. Su sangre está en tu cabeza”.

“¡Tú no sabes nada!” exclamó Loti, defendiéndolo. “¡A ti te daba demasiado miedo hacer lo que Darius hizo por vosotros!”

“¿Pensáis que esto va a acabar aquí?” continuó Zirk. “El Imperio tiene millones de hombres detrás de esto. Matasteis a unos pocos. ¿Y qué? Cuando lo descubran, volverán con cinco veces estos hombres. Y la próxima vez, cada uno de nosotros será masacrado, y torturados primero. Has firmado todas nuestras sentencias de muerte”.

“¡Te equivocas!” exclamó Raj. “Hos ha dado una nueva oportunidad de vida. Una oportunidad de honor. Una victoria que tú no merecías”.

Zirk miró a Raj, con mala cara.

“Estos fueron los actos de un chico estúpido e imprudente”, respondió él. “Un grupo de chicos que debería haber escuchado a sus mayores. ¡Nunca debería haber entrenado a ninguno de vosotros!”

“Te equivocas”, exclamó Loc, dando un paso adelante al lado de Loti. Estos fueron los valientes actos de un hombre. Un hombre que guió a los chicos para que fueran hombres. Un hombre como tú aparentas ser, pero no eres. La edad no hace al hombre. Lo hace el valor”.

Zirk enrojeció, lo miró mal y agarró fuerte la empuñadura de su espada.

“Habló el lisiado”, respondió Zirk, dando un paso amenazante hacia él.

Bokbu salió de entre la multitud y alzó una mano para detener a Zirk.

“¿No ves lo que el Imperio nos está haciendo?” dijo Bokbu. “Crean la división entre nosotros. Somos un pueblo. Unido bajo una causa. Ellos son el enemigo, no nosotros. Ahora más que nunca vemos que debemos unirnos”.

Zirk apoyó las manos sobre las caderas y miró con el ceño fruncido a Darius.

“Solo eres un chico estúpido con palabras bonitas”, dijo. “No puedes derrotar nunca al Imperio. Nunca. Y no estamos unidos. Nosotros desaprobamos tus actos de hoy, todos nosotros”, dijo, haciendo un gesto hacia la mitad de los mayores y a un grupo grande de aldeanos. “Unirnos a ti es unirnos a la muerte. Y tenemos la intención de sobrevivir”.

“¿Y cómo pretendes hacerlo?” preguntó Desmond enfadado, de pie al lado de Darius.

Zirk enrojeció y se quedó en silencio, y a Darius le quedó claro que no tenía plan, justo igual que los demás, que estaba hablando desde el miedo, la frustración y el desamparo.

Bokbu finalmente dio un paso adelante, entre ellos, rompiendo la tensión. Todas las miradas se volvieron hacia él.

“Los dos tenéis razón en algunas cosas y en otras no”, dijo. “Lo que importa ahora es el futuro. Darius, ¿cuál es tu plan?”

Darius notó cómo todas las miradas se dirigían a él en el espeso silencio. Reflexionó y, poco a poco, se formó un plan en su mente. Sabía que solo se podía tomar una ruta. Habían pasado demasiado para cualquier otra cosa.

“Llevaremos esta guerra hasta las puertas del Imperio”, exclamó con ánimo. “Antes de que puedan reorganizarse, se lo haremos pagar. Nos juntaremos con otras aldeas de esclavos, formaremos un ejército y haremos que aprendan qué significa sufrir. Puede que muramos, pero todos moriremos como hombres libres, luchando por nuestra causa”.

Se oyó un gran grito de alegría detrás de Darius, proveniente de la mayoría de aldeanos, y vio que la mayoría de ellos se agrupaban detrás suyo. Un pequeño grupo de ellos, reunidos detrás de Zirk, miraban hacia atrás, inseguros.

Zirk, claramente enfurecido y en desventaja numérica, enrojeció, soltó la empuñadura de su espada, se dio la vuelta y se marchó echando humo por las orejas, desapareciendo entre la multitud. Un pequeño grupo de aldeanos se marchó de la misma forma con él.

Bokbu dio un paso adelante y miró a Darius solemnemente, su rostro estaba arrugado por la preocupación, por la edad, con arrugas que habían visto demasiado. Miró fijamente a Darius, sus ojos estaban llenos de sabiduría. Y de miedo.

“Nuestro pueblo recurre a ti para que los guíes”, dijo en voz baja. “Esto es algo muy sagrado. No pierdas su confianza. Eres joven para dirigir un ejército. Pero el deber ha recaído en ti. Tú has empezado esta guerra. Ahora, tú debes acabarla”.


*

Gwendolyn dio un paso adelante mientras los aldeanos empezaban a disiparse, Kendrick y Sandara a su lado, Steffen, Brandt, Atme, Aberthol, Stara y docenas de sus hombres detrás de ella. Miraba a Darius con respeto y podía ver la gratitud en sus ojos por la decisión de venir hoy en su ayuda al campo de batalla. Después de su victoria, se sentía justificada; sabía que había tomado la decisión correcta, por muy difícil que hubiera sido. Hoy había perdido a docenas de sus hombres aquí y lamentaba su pérdida. Sin embargo, también sabía que si no hubiera dado la vuelta, Darius y todos los que estaban allí seguramente estarían muertos.

Ver a Darius allí, enfrentándose al Imperio con tanta valentía, le hacía pensar en Thorgrin y su corazón se le partía cuando pensaba en él. Estaba decidida a recompensar la valentía de Darius, costara lo que costara.

“Estamos aquí preparados para apoyar tu causa”, dijo Gwendolyn. Ella pidió la atención de Darius, Bokbu y todos los demás, mientras todos los aldeanos que quedaban se giraron hacia ella. “Nos acogisteis cuando lo necesitábamos, y ahora estamos aquí preparados para apoyaros cuando lo necesitéis. Unimos nuestras armas a las vuestras, nuestra causa a la vuestra. Después de todo, es una sola causa. Deseamos volver a nuestra tierra en libertad, vosotros deseáis liberar vuestra tierra. Compartimos el mismo opresor”.

Darius la miró, claramente conmovido, y Bokbu dio un paso hacia delante en medio del grupo y se quedó allí, de cara a ella en el espeso silencio, todo su pueblo lo estaba mirando.

“Hoy aquí podemos ver la gran decisión que tomamos al acogeros”, dijo con orgullo. “Nos habéis recompensado más allá de nuestros sueños y estamos enormemente premiados. Vuestra reputación, vosotros los del Anillo, como honorables y verdaderos guerreros, ha demostrado ser cierta. Y estamos en deuda con vosotros para siempre”.

Respiró profundamente.

“Necesitamos vuestra ayuda”, continuó. “Pero lo que necesitamos no son más hombres en el campo de batalla. Más de vuestros hombres no serán suficientes-no con la guerra que vendrá. Si realmente nos queréis ayudar con nuestra causa, lo que realmente necesitamos es que encontréis refuerzos. Si queremos tener alguna posibilidad, necesitaremos decenas de miles de hombres que vengan en nuestra ayuda”.

Gwen lo miró fijamente, con los ojos abiertos como platos.

“¿Y dónde vamos a encontrar decenas de miles de caballeros?”

Bokbu la miró con expresión seria.

“Si en algún lugar existiera una ciudad de hombres libres dentro del Imperio, una ciudad que se prestara a venir en nuestra ayuda, -y este es un gran si– entonces esta se encontraría dentro del Segundo Anillo”.

Gwen lo miró fijamente, perpleja.

“¿Qué nos estáis pidiendo?” preguntó.

Bokbu la miró fijamente, solemne.

“Si realmente deseáis ayudarnos”, dijo él, “os pido que os embarquéis en una misión imposible. Os pido que hagáis algo incluso más difícil y más peligroso que uniros a nosotros en el campo de batalla. Os pido que atraveséis el Gran Desierto; en busca del Segundo Anillo; y si llegáis allí con vida, si es que existe, convenzáis a sus ejércitos que se unan a nuestra causa. Esta es la única oportunidad que tenemos de ganar esta guerra”.

Él la miró fijamente, serio, el silencio era tan espeso que lo único que Gwen oía era el viento soplando a través del desierto.

“Nadie ha cruzado jamás el Gran Desierto”, continuó él. “Nadie jamás ha confirmado que el Segundo Anillo exista. Es una tarea imposible. Una marcha hacia el suicidio. Odio pedíroslo. Aún así, es lo que más necesitamos”.

Gwendolyn miró con atención a Bokbu, se dio cuenta de la seriedad de su rostro y reflexionó sobre sus palabras largo y tendido.

“Haremos todo lo que haga falta”, dijo ella, “aquello que sirva mejor a vuestra causa. Si los aliados se encuentran al otro lado del Gran Desierto, que así sea. Nos pondremos en marcha enseguida. Y volveremos con ejércitos a vuestra disposición”.

Bokbu, con lágrimas en los ojos, dio un paso adelante y abrazó a Gwendolyn.

“Usted es una verdadera reina”, dijo. “Su pueblo es afortunado por tenerla”.

Gwen se dirigió a su pueblo y vio que todos la miraban fijamente, con solemnidad, sin miedo. Sabía que la seguirían a cualquier lugar.

“Preparaos para marchar”, dijo ella. “Atravesaremos el Gran Desierto. Encontraremos el Segundo Anillo. O moriremos en el intento”.


*

Sandara estaba allí, se sentía dividida mientras onservaba a Kendrick y a su gente preparándose para embarcarse en su viaje hacia el Gran Desierto. Al otro lado estaban Darius y su pueblo, el pueblo con el que se había criado, el único pueblo que había conocido jamás, preparándose para alejarse, para reunir a sus aldeas para luchar contra el Imperio. Se sentía divididda por la mitad y no sabía por qué lado decantarse. No podía soportar ver cómo Kendrick desaparecía para siempre; sin embargo, tampoco podía soportar abandonar a su gente.

Kendrick, que estaba acabando de preparar su armadura y envainar su espada, alzó la vista y la miró a los ojos. Parecía saber qué estaba pensando- siempre lo sabía. Ella podía ver también el dolor en sus ojos, un recelo hacia ella; ella no lo culpaba- todo este tiempo en el Imperio había mantenido una distancia con él, había vivido en la aldea mientras él vivía en las cuevas. Había procurado honrar a sus mayores y no casarse con alguien de otra raza.

Y, sin embargo, se dio cuenta de que no había honrado al amor. ¿Qué era más importante? ¿Honrar a las leyes de la familia de uno o honrar al corazón de uno? Esto la había atormentado cada día.

Kendrick se dirigió hacia ella.

“¿Debo imaginar que te quedarás con tu pueblo? preguntó con recelo en su voz.

Ella lo miró, indecisa, angustiada y sin saber qué decir. Ni ella misma sabía la respuesta. Se sentía congelada en el espacio, el tiempo, sentía sus pies como arraigados al suelo del desierto.

De repente, Darius se acercó a su lado.

“Hermana mía”, le dijo.

Se dio la vuelta y asintió con la cabeza, agradecida por la distracción, mientras él le pasaba un brazo por el hombro y miraba a Kendrick.

“Kendrick”, le dijo.

Kendrick asintió con respeto.

“Sabes el amor que siento por ti”, continuó Darius. “Egoístamente, quiero que te quedes”.

Respiró profundamente.

“Y, aún así, te imploro que te vayas con Kendrick”.

Sandara lo miró sorprendida.

“¿Pero por qué?” preguntó.

“Veo el amor que le tienes y el que él tiene por ti. Un amor como este no viene dos veces. Debes seguir a tu corazón, a pesar de lo que piense nuestro pueblo, a pesar de nuestras leyes. Esto es lo más importante”.

Sandara miró a su hermano pequeño, emocionada; estaba impresionada por su sabiduría.

“Realmente has crecido desde que te dejé”, dijo ella.

“No te atrevas a abandonar a tu pueblo y no te atrevas a irte con él”, dijo una voz seria.

Sandara se giró y vio a Zirk, que había estado escuchando y que dio un paso adelante, acompañado por varios de los mayores.

“Tu lugar está aquí con nosotros. Si te vas con este hombre, no volverás a ser bien recibida”.

“¿Y eso a ti qué te importa?” preguntó Darius furioso, defendiéndola.

“Cuidado, Darius”, dijo Zirk. “Puede que dirijas este ejército por ahora, pero no nos dirigirás a nosotros. No intentes hablar por nuestro pueblo”.

“Hablo por mi hermana”, dijo Darius, “y hablaré por quien me apetezca”.

Sandara vio que Darius agarraba la empuñadura de su espada y miraba fijamente a Zirk y, rápidamente, se acercó y puso la mano en su muñeca para tranquilizarlo.

“La decisión debo tomarla yo”, le dijo ella a Zirk. “Y ya la he tomado”, dijo, sintiendo una ráfaga de indignación, que le hizo decidir repentinamente. No permitiría que aquella gente decidiera por ella. Había permitido que los mayores dictaran su vida desde que tenía uso de razón, y ahora había llegado el momento.

“Kendrick es mi amado”, dijo, dirigiéndose a Kendrick, que la miraba sorprendido. Mientras pronunciaba las palabras, sabía que eran ciertas y sintió una ráfaga de amor por él, sintió una ola de culpa por no haberlo abrazado antes delante de los demás. “Su pueblo es mi pueblo. Él es mío y yo soy suya. Y nada, ni nadie, ni tú, ni nadie, nos puede separar”.

Se giró hacia Darius.

“Adiós, hermano mío”, dijo ella. “Me voy con Kendrick”.

Darius hizo una amplia sonrisa, mientras Zirk los miraba con mala cara.

“Jamás vuelvas a mirarnos a la cara”, escupió y, a continuación, se dio la vuelta y se marchó, seguido por los mayores.

Sandara volvió hacia Kendrick e hizo lo que siempre había deseado hacer desde que llegaron aquí. Lo besó abiertamente, sin miedo, delante de todos, finalmente podía expresar su amor por él. Para gran alegría de ella, él también la besó, cogiéndola en sus brazos.

“Cuídate, hermano mío”, dijo Sandara.

“Tú también, hermana mía. Nos volveremos a encontrar”.

“En este mundo o en el próximo”, dijo ella.

Con esto, Sandara se dio la vuelta, cogió a Kendrick del brazo y, juntos, se unieron a su pueblo, en dirección hacia el Gran Desierto, hacia una muerte segura, pero ella estaba dispuesta a ir a cualquier parte del mundo, siempre que estuviera al lado de Kendrick.




CAPÍTULO OCHO


Godfrey, Akorth, Fulton, Merek y Ario, vestidos con las túnicas de los Finianos, caminaban por las brillantes calles de Volusia, todos en guardia, agrupados y muy tensos. El entusiasmo de Godfrey hacía rato que se había desvanecido y había hecho camino por calles desconocidas, con los sacos de oro a la cintura, maldiciéndose a sí mismo por haberse ofrecido voluntario para esta misión y rompiéndose la cabeza para ver qué harían a continuación. Daría cualquier cosa por una bebida ahora mismo.

Qué idea más terrible y horrorosa había tenido de venir aquí. ¿Por qué narices había tenido un momento tan estúpido de caballerosidad? ¿Y qué era la caballerosidad al fin y al cabo? Un momento de pasión, de altruismo, de locura. Esto solo hacía que se le secara la garganta, que el corazón le palpitara, que las manos le temblaran. Odiaba aquella sensación, odiaba cada segundo así. Deseaba haber cerrado la boca. La caballerosidad no era para él.

¿O sí?

Y a no estaba seguro de nada. Lo único que sabía ahora mismo es que quería sobrevivir, vivir, beber, estar en cualquier lugar menos aquí. Daría cualquier cosa por una cerveza ahora mismo. Vendería el acto más heroico por una pinta de cerveza.

“¿Y a quién vamos a untar exactamente?” preguntó Merek, acercándose a su lado, mientras caminaban juntos por las calles.

Godfrey se rompía la cabeza.

“Necesitamos a alguien de dentro de su ejército”, dijo él finalmente. “Un comandante. No demasiado alto. Alguien lo suficientemente alto. Alguien a quién le importe más el oro que matar”.

“¿Y dónde encontraremos una persona así?” preguntó Ario. “No podemos exactamente marchar hacia sus barracas”.

“Desde mi experiencia, solo existe un sitio fiable en el que encontrar a alguien de ética imperfecta”, dijo Akorth. “Las tabernas”.

“Ahora has hablado”, dijo Fulton. “Ahora, finalmente, alguien ha dicho algo sensato”.

“Suena como una idea horrible”, replicó Ario. “Suena a que simplemente te apetece un trago”.

“Bien, me apetece”, dijo Akorth. “¿Y qué hay de malo en ello?”

“¿Tú qué crees?” replicó Ario. “¿Qué vas a entrar en una taberna, vas a encontrar un comandante y sobornalo? ¿Es así de fácil?”

“Bueno, finalmente el niño tiene razón en algo”, dijo Merek metiéndose en la conversación. “Es una mala idea. Echarían un vistazo a nuestro oro, nos matarían y lo cogerían para ellos”.

“Por eso no vamos a llevar nuestro oro”, dijo Godfrey, decidido.”

“¿Cómo?” preguntó Merek, dirigiéndose hacia él. “¿Qué haremos con él entonces?”

“Esconderlo”, dijo Godfrey.

“¿Esconder todo este oro?” preguntó Ario. “¿Estás loco? Trajimos demasiado. Suficiente para comprar media ciudad”.

“Eso es precisamente por lo que lo vamos a esconder”, dijo Godfrey, animándose con la idea. “Encontramos a la persona adecuada, por el precio adecuado, en quién podamos confiar, y lo llevamos hasta él”.

Merek se encogió de hombros.

“Es una misión imposible. Va de mal en peor. Seguimos tus pasos, sabe Dios por qué. Nos estás llevando hacia nuestras tumbas”.

“Seguisteis mis pasos porque creéis en el honor, en el coraje”, dijo Godfrey. “Seguisteis mis pasos porque, desde el momento en que lo hicisteis, nos volvimos hermanos. Hermanos en el valor. Y los hermanos no se abandonan”.

Los otros se quedaron en silencio mientras caminaban y Godfrey se sorprendió de sí mismo. No entendía del todo este rasgo de sí mismo que aparecía cada dos por tres. ¿Era su padre el que hablaba? ¿O era él?

Doblaron la esquina y la ciudad se abrió ante ellos y Godfrey se maravilló una vez más ante su belleza. Todo brillaba, las calles estaban repletas de oro, entrelazadas con canales de agua del mar, luz por todas partes, reflejando el oro y encegándolo. Las calles estaban ajetreadas aquí también, y Godfrey admiraba las gruesas multitudes, sorprendido. Recibió más de un golpe en el hombro e iba con mucha cautela de mantener la cabeza agachada para que los soldados del Imperio no lo detectaran.

Los soldados, con todo tipo de armaduras, marchaban arriba y abajo en todas direcciones, entremezclados con nobles y ciudadanos del Imperio, hombres enormes con su identificable piel amarilla y cuernos pequeños, muchos con paradas, vendiendo mercancías por todas partes en las calles de Volusia. Godfrey divisó mujeres del Imperio, también, por primera vez, tan altas y con los hombros tan anchos como los hombres, parecían casi tan grandes como algunos hombres del Anillo. Sus cuernos eran más largos, más puntiagudos y su brillo era de un azul aguamarino. Parecían más salvajes que los hombres. A Godfrey no le gustaría encontrarse en una lucha con ellas.

“Quizás podríamos acostarnos con algunas mujeres mientras estamos aquí”, dijo Akorth con un eructo.

“Creo que estarían encantadas de cortarte el cuello”, dijo Fulton.

Akorth se encogió de hombros.

“Quizás harían las dos cosas”, dijo él. “Al menos moriría como un hombre feliz”.

Mientras las multitudes iban creciendo, abriéndose camino a través de más calles de la ciudad, Godfrey, sudoroso, temblando por la ansiedad, se obligaba a sí mismo a ser fuerte, a ser valiente, a pensar en todos los que se habían quedado en la aldea, en su hermana, que necesitaba su ayuda. Consideraba los números a los que se enfrentaban. Si podía sacar adelante la misión, quizás podría marcar la diferencia, quizás podría realmente ayudarlos. No era la manera de actuar , valiente y gloriosa, de sus hermanos guerreros; pero era la suya, la única manera que conocía.

Al doblar una esquina, Godfrey elevó la mirada hacia delante y vio exactamente lo que estaba buscando: allí, en la distancia, un grupo de hombres salieron como desparramándose de un edificio de piedra, luchando los unos con los otros, mientras se formaba una multitud a su alrededor, animando con gritos. Daban puñetazos y se tambaleaban de una manera que Godfrey reconoció de inmediato: borrachos. Los borrachos, reflexionó, tienen la misma apariencia en cualquier parte del mundo. Era una hermandad de estúpidos. Divisó una pequeña bandera negra que ondeaba encima del establecimiento y enseguida supo qué era.

“Ahí está”, dijo Godfrey, como si estuviera mirando una meca sagrada. “Esto es lo que queríamos”.

“La taberna más limpia que he visto jamás”, dijo Akorth.

Godfrey observó la elegante fachada y estaba dispuesto a darle la razón.

Merek se encogió de hombros.

“Todas las tabernas son iguales, una vez dentro. Serán tan borrachos y estúpidos aquí como lo serían en cualquier lugar”.

“Mi tipo de gente”, dijo Fulton, relamiéndose los labios como si ya estuviera saboreando la cerveza.

“¿Y cómo se supone que vamos a llegar hasta allí?” preguntó Ario.

Godfrey miró hacia abajo y entendió a lo que se refería: la calle terminaba en un canal. No había manera de llegar andando hasta allí.

Godfrey observó cómo una pequeña embarcación de oro se detenía a sus pies, con dos hombres del Imperio dentro y observó cómo salían de ella, ataban la barca a un poste con una cuerda y la dejaban allí mientras se adentraban en la ciudad, sin mirar nunca hacia atrás. Godfrey observó la armadura de uno de ellos y se imaginó que eran oficiales y no les hacía falta preocuparse por su barca. Obviamente, sabían que nadie sería jamás tan estúpido para atreverse a robarles su barca.

Godfrey y Merek inrecambiaron una mirada cómplice a la vez. Las grandes mentes, pensó Godfrey, piensan igual; o al menos las grandes mentes que habían tenido experiencia en mazmorras y callejones.

Merek dio un paso adelante, sacó su puñal y cortó la gruesa cuerda y, uno a uno, se apiñaron dentro de la pequeña embarcación de oro, que se balanceaba bruscamente mientras lo hacían. Godfrey se inclinó hacia delante y con su bota los empujó lejos del puerto.

Se deslizaron por los canales, balanceándose, y Merek agarró el largo remo y los dirigió, remando.

“Esto es una locura”, dijo Ario, echando una mirada a los oficiales. “Podrían volver”.

Godfrey miró hacia delante y asintió.

“Entonces será mejor que rememos más rápido”, dijo.




CAPÍTULO NUEVE


Volusia se encontraba en medio de un desierto interminable, su suelo verde agrietado y reseco, duro como la piedra a sus pies, y miraba fijamente hacia delante, encarándose al séquito de Dansk. Estaba allí con orgullo, una docena de sus consejeros más cercanos detrás de ella, y se encaró a dos docenas de sus hombres, típicos del Imperio, altos, de espalda ancha, con la piel amarilla y brillante, los ojos de un rojo reluciente y dos pequeños cuernos. La única diferencia destacable de esta gente de Dansk era que, con el tiempo, los cuernos les crecían hacia los lados en lugar de hacia arriba.

Volusia miró por encima de sus hombros y vio, situada en el horizonte, la ciudad desierta de Dansk, alta, absolutamente imponente, levántandose unos treinta metros hacia el cielo, sus muros verdes del color del desierto, hechos de piedra o bloques, no podía decir de qué. La ciudad tenía forma de círculo perfecto, con parapetos por encima del muro y, entre ellos, soldados colocados cada tres metros, de cara a cada puesto, vigilando, observando cada rincón del desierto. Parecía impenetrable.

Dansk se encontraba directamente al sur de Maltolis, a medio camino entre la ciudad del Príncipe Loco y la capital del sur, y era una fortaleza, un cruce esencial. Volusia había oído hablar de ella a su madre muchas veces, pero nunca la había visitado. Siempre había dicho que no se puede tomar el Imperio sin tomar Dansk.

Volusia miró a su líder, detrás suyo con su enviado, engreído, sonriéndole con aires de superioridad y con arrogancia. Se veía diferente a los demás, estaba claro que era su líder, con un aire de confianza, con más cicatrices en la cara y con dos largas trenzas que iban de la cabeza hasta la cintura.

Habían estado así en silencio, cada uno esperando a que hablara el otro, con el único sonido del viento fuerte del desierto.

Finalmente, él se debió cansar de esperar y habló:

“¿O sea que deseáis entrar en la ciudad?”, le preguntó. “¿Vos y sus hombres?”

Volusia lo miró fijamente, orgullosa, confiada y sin expresión.

“No deseo entrar”, dijo ella. “Deseo tomarla. He venido a ofrecerle las condiciones para entregaros”.

Él la miró fijamente perplejo durante unos instantes, como si intentara comprender sus palabras, entonces finalmente abrió los ojos como platos, sorprendido. Se echó hacia atrás y se rió a carcajadas y Volusia enrojeció.

“¡¿Nosotros?!” dijo él. “¿¡Entregarnos!?”

Reía a gritos, como si hubiera oído el chiste más gracioso del mundo. Volusia miró fijamente y con calma y se dio cuenta de que todos los soldados que estaban con él no reían- ni siquiera sonreían. La miraban fijamente a ella con la mirada seria.

“Solo eres una chica”, dijo al final, como divirtiéndose. “No sabes nada de la historia de Dansk, de nuestro desierto, de nuestra gente. Si supieras algo, sabrías que nunca nos hemos rendido. Ni una sola vez. Nunca en diez mil años. Ante nadie. Incluso ni ante los ejércitos de Atlow el Grande. Ni una sola vez Dansk ha sido conquistada”.

Su sonrisa se convirtió en un ceño fruncido.

“Y ahora llegas tú”, dijo él, “una joven estúpida, aparecida de la nada, con una docena de soldados y ¿nos pides que nos rindamos? ¿Por qué no podría matarte aquí mismo o llevarte a las mazmorras? Creo que eres tú la que debería negociar las condiciones para rendirse. Si te prohíbo la entrada, este desierto te matará. De igual manera que, si te acojo, yo mismo podría matarte”.

Volusia lo miró fijamente con calma, sin encogerse ni un momento.

“No te ofreceré mis condiciones dos veces”, dijo con calma. “Rendíos ahora y os perdonaré la vida a todos”.

Él la miró fijamente, atónito, como si por fin se diera cuenta de que hablaba en serio.

“Estás engañada, jovencita. has sufrido bajo el sol del desierto durante demasiado tiempo”.

Ella lo miró fijamente, los ojos se le oscurecían.

“Yo no soy una jovencita”, respondió. “Soy la gran Volusia de la gran ciudad de Volusia. Soy la Diosa Volusia. Y vosotros, y todos los seres de la tierra, sois mis subordinados”.

Él la miró fijamente, con la expresión cambiante, mirándola fijamente como si estuviera loca.

“Tú no eres Volusia”, dijo. “Volusia es mayor. Yo la he conocido. Fue una experiencia muy desagradable. Y aún así encuentro el parecido. Tú eres…su hija. Sí, ahora lo veo. ¿Por qué no ha venido tu madre a hablar con nosotros? ¿Por qué te envía a ti, a su hija?”

“Yo soy Volusia”, respondió. “Mi madre está muerta. Yo me aseguré de que así fuera”.

Él la miró fijamente, con la expresión cada vez más seria. Por primera vez, parecía inseguro.

“Puede que hayas conseguido asesinar a tu madre”, dijo él. “Pero eres una estúpida al amenazarnos. Nosotros no somos una mujer indefensa y tus hombres de Volusia están lejos de aquí. Fuiste estúpida al aventurarte tan lejos de tu fortaleza. ¿Crees que puedes tomar nuestra ciudad con una docena de soldados?” le preguntó, soltando y cogiendo la empuñadura de su espada como si estuviera pensando en matarla.

Ella lentamente sonrió.

“No puedo tomarla con una docena”, dijo ella. “Pero puedo tomarla con doscientos mil”.

Volusia levantó su puño en alto, agarrando el Cetro Dorado, levantándolo incluso más alto, sin sacarle los ojos de encima y, al hacerlo, observó el rostro del líder de la misión de Dansk mirando tras ella, cambiando a pánico y conmoción. No necesitaba darse la vuelta para saber qué estaba mirando: sus doscientos mil soldados Maltolisianos habían doblado la colina a su señal y se desplegana a lo largo del horizonte. Ahora el líder de Dansk sabía la amenaza a la que se enfrentaba su ciudad.

Todos en su misión parecían nerviosos, parecían aterrorizados y angustiados por volver corriendo a la seguridad de su ciudad.

“El ejército Maltolisiano”, dijo su líder, con la voz llena de miedo por primera vez. “¿Qué están haciendo aquí, contigo?”

Volusia le sonrió.

“Soy una diosa”, dijo ella. “¿Por qué no me iban a servir?”

Ahora la miraba con asombro y sorpresa.

“Y, aún así, no te atreverías a atacar Dansk”, dijo, con la voz temblorosa. “Estamos bajo la protección directa de la capital. El ejército del Imperio se cifra en millones. Si tomaras nuestra ciudad, se verían obligados a tomar represalias. Todos seríais masacrados a su debido tiempo. No podríais ganar. ¿Eres tan imprudente? ¿O tan estúpida?”

Ella seguía sonriendo, difrutando del desasosiego de él.

“Quizás un poco de cada cosa”, dijo ella. “O quizás solo estoy deseando probar mi nuevo ejército y refinar sus habilidades con vosotros. Tenéis la gran mala suerte de encontraros en el camino entre mis hombres y la capital. Y nada, nada, se interpone en mi camino”.

Él le echó una mirada asesina, su rostro se convirtió en desprecio. Sin embargo ahora, por primera vez, podía ver pánico real en su mirada.

“Vinimos a hablar de las condiciones y no las aceptamos. Nos prepararemos para la guerra, si eso es lo que deseáis. Solo recuerda: tú misma te lo has buscado”.

Él de repente dio una patada a su zerta con un grito y se dio la vuelta, con los demás, y se fueron galopando, sus séquito levantó una nube de polvo.

Volusia bajó con desinterés de su zerta y agarró una corta espada de oro, mientras su comandante, Soku, se la pasaba.

Levantó una mano al viento, sintió la brisa, entrecerró un ojo e hizo puntería.

Entonces se inclinó hacia delante y la lanzó.

Volusia observó cómo la lanza salía volando dibujando un arco en el aire, a unos quince metros de altura, y finalmente se oyó un gran grito y el satisfactorio ruido sordo de una lanza al impactar con la carne. Miró deleitada cómo se clavaba en la espada del líder. Este gritó, cayó del zerta y fue a parar al suelo del desierto, tambaleándose.

Su séquito se detuvo y miró hacia abajo, horrorizados. Estaban sentados en sus zertas, como si debatiendo si debían parar a recogerlo. Miraron hacia atrás y vieron a todos los hombres de Volusia en el horizonte, ahora en marcha y, obviamente, se lo pensaron mejor. Se dieron la vuelta y se fueron galopando, con dirección a las puertas de la ciudad, abandonando a su líder en el suelo del desierto.

Volusia cabalgó con su séquito hasta que alcanzó al líder moribundo y desmontó a su lado. En la distancia, escuchó hierro retumbando y vio que su séquito entraba a Dansk, una enorme puerta de hierro con rejas se cerraba de golpe tras ellos y las enormes dobles puertas de hierro de la ciudad se cerraban como si selladas tras ellos, creando una fortaleza de hierro.

Volusia miró hacia abajo, al líder moribundo, que se dio la vuelta apoyado en su espalda y miró hacia arriba, hacia ella, con angustia y asombro.

“No puedes herir a un hombre que viene a pactar condiciones”, dijo furioso. “¡Esto va contra todas las leyes del Imperio! ¡Nunca se ha hecho una cosa así!”

“No pretendía herirte”, dijo ella, arrodillándose a su lado, tocando el mango de la lanza. Le clavó la lanza en lo profundo de su corazón, sin soltarla hasta que finalmente dejó de retorcerse y dio su último suspiro.

Ella sonrió ampliamente.

“Pretendía matarte”.




CAPÍTULO DIEZ


Thor estaba en la proa de su pequeña embarcación, sus hermanos se encontraban detrás de él, su corazón latía fuerte a la expectativa mientras la corriente los llevaba directos a la pequeña isla que estaba delante de ellos. Thor miró hacia arriba, examinó sus acantilados maravillado; nunca había visto algo así. Las paredes eran perfectamente suaves, un granito blanco, sólido, brillando bajo los dos soles y se elevaban hacia arriba, a unos cien metros de altura. La isla tenía forma de círculo, su base estaba rodeada de peñascos y costaba pensar en medio del incesante romper de las olas. Parecía inexpugnable, parecía imposible que un ejército la pudiera escalar.

Thor se llevó una mano a los ojos y miró con dificultad por el sol. Los acantilados parecían detenerse en algún punto, terminar en una espalanada a casi cien metros de altura. Quién sea que viviera allá arriba, en la cima, viviría a salvo para siempre, pensó Thor. Suponiendo que alguien viviera allí en cualquier caso.

Arriba del todo, cerniéndose sobre la isla como una aureola, había un anillo de nubes, de un rosa y lila suaves, cubriéndola de los duros rayos del sol, como si este sitio estuviera coronado por el mismo Dios. Se movía una suave brisa, el aire era agradable y templado. Incluso desde allí, Thor podía sentir que ese lugar tenía algo especial. Parecía mágico. No se había sentido de aquella manera desde que había llegado a la tierra del castillo de su madre.

Todos los demás miraron hacia arriba también, con esxpresiones de asombro en sus rostros.

“¿Quién creéis que vive aquí?” O’Connor hizo en voz alta la pregunta que estaba en mente de todos.

“¿Quién…o qué?” preguntó Reece.

“Quizás nadie”, dijo Indra.

“Quizás deberíamos seguir navegando”, dijo O’Connor.

“¿Y saltarnos la invitación?” preguntó Matus. “Veo siete cuerdas, y nosotros somos siete”.

Thor examinó los acantilados y, al mirar más de cerca, vio siete cuerdas de oro colgando de la cima hasta las orillas, brillando con el sol. Se quedó maravillado.

“Quizás alguien nos está esperando”, dijo Elden.

“O tentando”, dijo Indra.

“¿Pero quién?” preguntó Reece.

Thor miró hacia la cima, todos aquellos mismos pensamientos corrían por su mente. Se preguntaba quién podía saber que estaban llegando. ¿Les estaban vigilando de alguna manera?

Todos estaban en la barca en silencio, balanceándose en el agua, mientras la corriente los acercaba incluso más.

“La pregunta real es”, preguntó Thor en voz alta, rompiendo finalmente el silencio, “¿serán amables o esto será una trampa?”

“¿Y esto cambia algo?” preguntó Matus, acercándose a su lado.

Thor negó con la cabeza.

“No”, dijo, agarrando con fuerza la empuñadura de su espada. “Los visitaremos de todas formas. Si son amables, los abrazaremos; si son enemigos, los mataremos”.

Las corrientes se levantaron y unas olas largas y onduladas llevaron su barca directo hacia la estrecha orilla de arena negra que rodeaba el lugar. Su barca fue arrastrada suavemente, se quedó atascada en ella y, al hacerlo, todos saltaron a la vez.

Thor agarró con fuerza la empuñadura de su espada, tenso, y miró a su alrededor en todas direcciones. No había movimiento en la playa, nada con excepción del romper de las olas.

Thor caminó hasta la base de los acantilados, puso una mano sobre ellos, sintió lo suaves que eran, sintió el calor y la energía que irradiaba de ellos. Examinó las cuerdas que se elevaban hacia arriba del acantilado, enfundó su espada y cogió una de ellas.

Tiró de ella. No cedía.

Uno a uno los demás se unieron a él, cada uno agarró una cuerda y tiró de ella.

“¿Aguantará?” O’Connor se preguntó en voz alta, mirando hacia arriba.

Todos miraron hacia arriba, obviamente preguntándose lo mismo.

“Solo hay una manera de descubrirlo”, dijo Thor.

Thor agarró la cuerda con ambas manos, saltó y empezó a ascender. A su alrededor todos los demás hicieron lo mismo, todos ellos escalaban los acantilados como cabras montesas.

Thor escalaba y escalaba, le dolían los músculos, quemaban bajo el sol. El sudor le caía por el cuello, le escocía en los ojos y todas sus extremidades temblaban.

Sin embargo, a la vez, había algo mágico en aquellas cuerdas, una energía que lo apoyaba –y a los demás- y lo hacía escalar más rápido de lo que jamás lo había hecho, como si las cuerdas lo estuvieran tirando hacia arriba.

Mucho más pronto de lo que hubiera imaginado que sería posible, Thor se encontró a sí mismo llegando a la cima; levantó el brazo y se sorprendió al ver que estaba agarrando hierba y tierra. Se echó hacia arriba, dio una vuelta sobre su costado, encima de la suave hierba, agotado, respirando con dificultad, con las extremidades doloridas. A su alrededor, vio que los demás también llegaban. Lo habían conseguido. Algo había querido que llegaran allí arriba. Thor no sabía si eso era motivo de consuelo o de preocupación.

Thor se apoyó sobre una rodilla y desenfundó su espada, poniéndose inmediatamente en guardia, sin saber qué les esperaba allá arriba. A su alrededor sus hermanos hicieron lo mismo, todos se pusieron de pie e, instintivamente, se colocaron en semicírculo, protegiéndose las espaldas los unos a los otros.

Mientras estaba allí, mirando alrededor, Thor se sorprendió por lo que vio. Había esperado ver a un enemigo enfrentándose a ellos, había esperado ver un sitio rocoso, desértico y desolado.

A cambio, no veía a nadie que los recibiera. Y, en lugar de rocas, veía el lugar más hermoso en el que sus ojos se habían posado: allí, desplegadas delante de él, había onduladas colinas verdes, exuberantes con flores, follaje y frutas, que brillaban con la luz de la mañana. La temperatura aquí era perfecta, acariciada por las suaves brisas del océano. Habían huertos de árboles frutales, abundantes viñedos, sitios de una abundancia y belleza tales que inmediatamente hizo que su tensión se desvaneciera. Enfundó su espada, mientras todos los demás también se relajaban, todos ellos contemplaban aquel lugar de perfección. Por primera vez desde que habían zarpado de la Tierra de los Muertos, Thor sentía que realmente podía relajarse y bajar la guardia. Aquel era un lugar que no tenía prisa por dejar.

Thor estaba desconcertado. ¿Cómo podía existir un lugar tan hermoso y templado en medio de un océano interminable y cruel? Thor miró a su alrededor y vio una suave neblina colgando encima de todo, miró hacia arriba y vio, allá arriba, el anillo de suaves nubes lilas que cubrían el lugar, protegiéndolo y, sin embargo, dejando que el sol se colara por aquí y por allí, y sabía en cada ápice de su cuerpo que este lugar era mágico. Era un lugar de tal belleza física, que incluso dejaba en ridículo la abundancia del Anillo.

Thor se sorprendió al escuchar lo que parecía un chillido distante; al principio pensó que simplemente su mente le estaba jugando malas pasadas. Pero después sintió un escalofrío al escucharlo de nuevo.

Levantó la mano hacia sus ojos y miró hacia arriba, estudiando los cielos. Podría haber jurado que sonaba como el grito de un dragón, sin embargo, sabía que aquello no era posible. Él sabía que el último de los dragones había muerto con Ralibar y Mycoples. Él mismo había sido testigo, aquel fatídico momento de sus muertes todavía colgaba sobre él como un puñal en su corazón. No pasaba un solo día que no pensara en su buena amiga Mycoples, que no deseara que volviera a su lado.

¿Era simplemente un pensamiento deseoso, escuchar aquel grito? ¿El eco de algún sueño olvidado?

El grito volvió de repente, rompiendo a través de los cielos, perforando el mismo tejido del aire y el corazón de Thor dio un salto, al sentirse cegado por la emoción y el asombro. ¿Podía ser?

Cuando Thor levantó la mano hacia los ojos y miró hacia los dos soles, allá arriba en los acantilados, creyó detectar el vago contorno de un pequeño dragón, volando en círculos en el aire. Se quedó congelado, pensando si sus ojos le estaban jugando una mala pasada.

“¿Aquello no es un dragón?” preguntó de repente Reece en voz alta.

“No es posible”, dijo O’Connor. “No quedan dragones vivos”.

Pero Thor no estaba muy seguro al ver cómo el contorno de la forma desaparecía entre las nubes. Thor miró de nuevo hacia abajo y estudió los alrededores. Se quedó asombrado.

“¿Qué es este lugar?” preguntó Thor en voz alta.

“Un lugar de sueños, un lugar de luz”, dijo una voz.

Thor, sorprendido por la desconocida voz, se dio la vuelta, al igual que los demás, y se sorprendió al ver, de pie delante de ellos, un hombre mayor, vestido con una túnica y una capucha amarillas, que llevaba un largo bastón translúcido, con diamantes incrustados y un amuleto negro en la punta. Brillaba con tanta intensidad que Thor apenas podía ver.

El hombre tenía una sonrisa relajada y caminaba hacia ellos de una maner afable y se echó la capucha hacia atrás, dejando al descubierto un cabello largo, ondulado y dorado y un rostro que no tenía edad. Thor no podía decir si tenía dieciocho o cien años. De su rostro emanaba una luz y Thor se quedó de piedra ante su intensidad. No había visto algo parecido desde que había visto a Argon.

“Haces bien”, dijo, mientras fijaba su mirada en Thorgrin y caminaba hacia él. Se quedó a escasos metros de él y sus translúcidos ojos verdes parecían quemarle en su interior. “En pensar en mi hermano”.





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EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros aguerridos e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico. -Books and Movie Reviews, Roberto Mattos. En UNA PROMESA DE HERMANOS, Thorgrin y sus hermanos salen de la tierra de los muertos, más decicidos que nunca a encontrar a Guwayne, y se embarcan a través de un mar hostil, que los lleva a lugares más allá de sus sueños más salvajes. Mientras están cada vez más cerca de encontrar a Guwayne, también se encuentran con obstáculos como nunca antes, obstáculos que los pondrán a prueba hasta el límite, que requerirá de todo su entrenamiento y los obligará a ser uno, como hermanos. Darius se enfrenta al Imperio, acumulando sin miedo un ejército mientras libera un esclavo de la aldea tras otro. Enfrentado a ciudades fortificadas, contra un ejército mil veces más grande que él, reúne todos sus instintos y valentía, decidido a sobrevivir, decidido a ganar, a luchar por la libertad a cualquier precio, incluso pagando con la vida. Gwendolyn, sin ninguna otra elección, dirige a su pueblo hacia el Gran Desierto, adentrándose en las profundidades del Imperio como nunca nadie lo había hecho, en búsqueda del legendario Segundo Anillo-la última esperanza para la supervivencia de su pueblo y la última esperanza para Darius. Sin embargo, a lo largo del camino, se encontrará con monstruos horrorosos, peores paisajes y una insurrección de entre su propio pueblo que incluso ni ella podría ser capaz de detener. Erec y Alistair se embarcan hacia el Imperio para salvar a su pueblo y, a lo largo del camino, se detienen en islas escondidas, decididos a formar un ejército, aunque esto signifique tratar con mercenarios de dudosa reputación. Godfrey se encuentra de lleno en la ciudad de Volusia y de lleno en problemas ya que su plan va de mal en peor. Encarcelado, preparado para ser ejecutado, finalmente, incluso él puede no ver una salida. Volusia hace un pacto con el más oscuro de los hechiceros y, llevada incluso a más grandes alturas, continúa su ascenso, conquistando todo lo que se interpone en su camino. Más poderosa que nunca, llevará su guerra hacia los pasos de la Capital del Imperio-hasta enfrentarse al ejército entero del Imperio, un ejército que hace que incluso el suyo parezca pequeño, proporcionando el escenario para una batalla épica. ¿Encontrará Thorgrin a Guwayne? ¿Sobrevivirán Gwendolyn y su pueblo? ¿Escapará Godfrey? ¿Llegarán Ere y Alistar al Imperio? ¿Se convertirá Volusia en la próxima Emperadora? ¿Llevará Darius a su pueblo hacia la victoria?Con su sofisticada construcción del mundo y caracterización, UNA PROMESA DE HERMANOS es un relato épico de amigos y amantes, de rivales y pretendientes, de caballeros y dragones, de intrigas y maquinaciones políticas, de crecimiento, de corazones rotos, de engaño, ambición y traición. Es un relato de honor y valentía, de sino y destino, de hechicería. Es una fantasía que nos trae un mundo que nunca olvidaremos y que agradará a todas las edades y géneros. Una animada fantasía que entrelaza elementos de misterio e intriga en una trama…Para aquellos que buscan aventuras fantásticas sustanciosas, los protagonistas, recursos y acción nos proporcionan una enérgica serie de encuentros que se concentran bien en la evolución de Thor desde niño soñador a joven adulto enfrentado a posibilidades de supervivencia imposibles…Es solo el comienzo de lo que promete se runa serie épica para adultos jóvenes. -Midwest Book Review (D. Donovan, Crítico de eBook)

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