Книга - Esclava, Guerrera, Reina

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Esclava, Guerrera, Reina
Morgan Rice


De Coronas y Gloria #1
Morgan Rice ha concebido lo que promete ser otra brillante serie, que nos sumerge en una fantasía de valor, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan ha conseguido de nuevo producir un fuerte conjunto de personajes que hará que los aclamemos a cada página…Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores a los que les gusta la fantasía bien escrita. Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre el Despertar de los dragones) De la autora #1 en ventas Morgan Rice llega una impactante serie nueva de fantasía. Ceres es una hermosa chica pobre de 17 años de la ciudad de Delos, en el Imperio, que vive una vida dura y cruel. Durante el día entrega las armas que su padre ha forjado a los campos de entrenamiento de palacio, y por la noche entrena en secreto con ellas, deseando ser una guerrera en una tierra donde las chicas tienen prohibido luchar. Pendiente de ser vendida como esclava, está desesperada. El Príncipe Thanos tiene 18 años y menosprecia todo lo que su familia real representa. Detesta la severa forma en que tratan a las masas, en especial la salvaje competición – las Matanzas- que tienen lugar en el corazón de la ciudad. Anhela liberarse de las restricciones de su educación, sin embargo, él, un buen guerrero, no ve el modo de escapar. ESCLAVA, GUERRERA, REINA cuenta una historia épica de amor, venganza, traición, ambición y destino. Llena de personajes inolvidables y acción vibrante, que nos transporta a un mundo que nunca olvidaremos y hace que nos enamoremos de nuevo del género fantástico. ¡Pronto se publicará el libro#2 en DE CORONAS Y GLORIA!





Morgan Rice

ESCLAVA, GUERRERA, REINA (DE CORONAS Y GLORIA-LIBRO 1)




Morgan Rice

Morgan Rice tiene el #1 en éxito en ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de doce libros; de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspenso post-apocalíptica compuesta de dos libros (y contando); de la serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS, compuesta de seis libros; y de la nueva serie de fantasía épica OF CROWNS AND GLORY. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas, y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.

A Morgan le encanta escucharte, así que por favor visita www.morganricebooks.com (http://www.morganricebooks.com/) para unirte a la lista de email, recibir un libro gratuito, recibir regalos, descargar el app gratuito, conocer las últimas noticias, conectarte con Facebook y Twitter, ¡y seguirla de cerca!



Algunas opiniones sobre Morgan Rice

“Si pensaba que no quedaba una razón para vivir tras el final de la serie EL ANILLO DEL HECHICERO, se equivocaba. En EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES Morgan Rice consigue lo que promete ser otra magnífica serie, que nos sumerge en una fantasía de trols y dragones, de valentía, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan de nuevo ha conseguido producir un conjunto de personajes que nos gustarán más a cada página… Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores que disfrutan de una novela de fantasía bien escrita”.



    --Books and Movie Reviews
    Roberto Mattos

“Una novela de fantasía llena de acción que seguro satisfará a los fans de las anteriores novelas de Morgan Rice, además de a los fans de obras como EL LEGADO de Christopher Paolini… Los fans de la Ficción para Jóvenes Adultos devorarán la obra más reciente de Rice y pedirán más”.



    --The Wanderer,A Literary Journal (sobre El despertar de los dragones)

“Una animada fantasía que entrelaza elementos de misterio e intriga en su trama. La senda de los héroes trata sobre la forja del valor y la realización de un propósito en la vida que lleva al crecimiento, a la madurez, a la excelencia… Para aquellos que buscan aventuras fantásticas sustanciosas, los protagonistas, las estrategias y la acción proporcionan un fuerte conjunto de encuentros que se centran en la evolución de Thor desde que era un niño soñador hasta convertirse en un joven adulto que se enfrenta a probabilidades de supervivencia imposibles… Solo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para jóvenes adultos”.



    --Midwest Book Review (D. Donovan, eBook Reviewer)

”EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico”.



    -Books and Movie Reviews, Roberto Mattos

“En este primer libro lleno de acción de la serie de fantasía épica El anillo del hechicero (que actualmente cuenta con 14 libros), Rice presenta a los lectores al joven de 14 años Thorgrin “Thor” McLeod, cuyo sueño es alistarse en la Legión de los Plateados, los caballeros de élite que sirven al rey… La escritura de Rice es de buena calidad y el argumento intrigante”.



    --Publishers Weekly



Libros de Morgan Rice

EL CAMINO DE ACERO

SOLO LOS DIGNOS (Libro #1)



DE CORONAS Y GLORIA

ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1)



REYES Y HECHICEROS

EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)

EL DESPERTAR DEL VALIENTE(Libro #2)

EL PESO DEL HONOR (Libro #3)

UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)

UN REINO DE SOMBRAS (Libro#5)

LA NOCHE DE LOS VALIENTES (Libro#6)



EL ANILLO DEL HECHICERO

LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)

UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)

UN DESTINO DE DRAGONES(Libro #3)

UN GRITO DE HONOR (Libro #4)

UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)

UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)

UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)

UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)

UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)

UN MAR DE ARMADURAS (Libro #10)

UN REINO DE ACERO (Libro #11)

UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)

UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)

UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)

UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)

UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)

EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)



LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA

ARENA UNO: TRATANTES DE ESCLAVOS (Libro #1)

ARENA DOS (Libro #2)

ARENA TRES (Libro #3)



VAMPIRA, CAÍDA

ANTES DEL AMANECER (Libro #1)



EL DIARIO DEL VAMPIRO

TRANSFORMACIÓN (Libro #1)

AMORES (Libro #2)

TRAICIONADA(Libro #3)

DESTINADA (Libro #4)

DESEADA (Libro #5)

COMPROMETIDA (Libro #6)

JURADA (Libro #7)

ENCONTRADA (Libro #8)

RESUCITADA (Libro #9)

ANSIADA (Libro #10)

CONDENADA (Libro #11)

OBSESIONADA (Libro #12)












¡Escucha la serie THE SORCERER’S RING en su formato de audiolibro!


Derechos Reservados © 2016 por Morgan Rice. Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora. Este libro electrónico está disponible solamente para su disfrute personal. Este libro electrónico no puede ser revendido ni regalado a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, tiene que adquirir un ejemplar adicional para cada uno. Si está leyendo este libro y no lo ha comprado, o no lo compró solamente para su uso, por favor devuélvalo y adquiera su propio ejemplar. Gracias por respetar el arduo trabajo de esta escritora.Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia. Imagen de la cubierta Derechos reservados Nerjon Photo, utilizada bajo licencia de Shutterstock.com.


“Acércate, querida guerrera, y te contaré una historia.
Una historia de batallas lejanas.
Una historia de hombres y valor.
Una historia de coronas y gloria”.

    --Las crónicas olvidadas de Lysa






CAPÍTULO UNO


Ceres corría por los callejones de Delos, el nerviosismo corría por sus venas, sabía que no podía llegar tarde. El sol apenas había salido y, aún así, el aire húmedo y lleno de polvo ya era sofocante en la antigua ciudad de piedra. La piernas le quemaban, los pulmones le dolían, sin embargo, ella se forzaba a correr más y más rápido todavía, saltando por encima de una de las incontables ratas que trepaban por la alcantarillas y la basura en las calles. Ya podía escuchar el murmullo lejano y su corazón palpitaba por la expectación. En algún lugar por allí delante, ella sabía que el Festival de las Matanzas estaba a punto de empezar.

Dejando que sus manos se arrastraran por los muros de piedra mientras ella giraba por un estrecho callejón, Ceres echaba la vista hacia atrás para asegurarse de que sus hermanos seguían su ritmo. Le aliviaba ver que Nesos estaba allí, siguiendo sus pasos y Sartes tan solo unos pocos metros por detrás. A sus diecinueve años, Nesos era tan solo dos ciclos del sol mayor que ella, mientras que Sartes, su hermano pequeño, cuatro ciclos de sol más joven, estaba en la frontera de la madurez. Los dos, con su pelo más bien largo color arena y sus ojos marrones, eran clavado entre ellos –y a sus padres- pero, en cambio, no se parecían en nada a ella. Sin embargo, aunque Ceres fuera una chica, nunca habían podido llevar su ritmo.

“¡Daos prisa!” exclamó Ceres por encima de su hombro.

Se oyó otro estruendo y, aunque Ceres no había estado nunca en el festival, se lo imaginaba con todo detalle: la ciudad entera, los tres millones de ciudadanos de Delos, amontónandose en el Stade en esta fiesta del solsticio de verano. Sería diferente a cualquier cosa que hubira visto antes y, si sus hermanos y ella no se daban prisa, no quedaría ni un solo asiento.

Mientras cogía velocidad, Ceres se secó una gota de sudor de la frente y la frotó contra su raída túnica color marfil, heredada de su madre. Nunca le habían regalado ropa nueva. Según su madre, quien tenía predilección por sus hermanos pero parecía reservarse un odio especial y una envidia hacia ella, no la merecía.

“¡Esperad!” gritó Sartes, con un filo de enfado en su voz rota.

Ceres sonrió.

“¿Te llevo, entonces?” le contestó gritando.

Ella sabía que odiaba que le tomara el pelo, pero su comentario sarcástico le motivaría a seguir. A Ceres no le importaba que se le pegara como una lapa; pensaba que era adorable cómo él, a sus trece años, haría cualquier cosa para ser considerado uno de ellos. Y aunque ella nunca lo admitiría abiertamente, a una enorme parte de ella le hacía falta que él la necesitara.

Sartes soltó un fuerte gruñido.

“¡Madre te matará cuando descubra que la volviste a desobedecer!” dijo gritando.

Tenía razón. De hecho, lo haría o, por lo menos, le daría unos buenos azotes.

La primera vez que su madre la pegó, a los cinco años, fue el momento exacto en que Ceres perdió la inocencia. Antes de aquello, el mundo había sido divertido, amable y bueno. Después de aquello, nada había vuelto a ser seguro jamás y lo único a lo que se podía aferrar era la esperanza de un futuro en el que pudiera alejarse de ella. Ahora era más mayor, estaba más cerca y incluso aquel sueño se estaba minando en su corazón.

Por suerte, Ceres sabía que sus hermanos nunca se lo chivarían. Eran tan fieles a ella como ella lo era a ellos.

“¡Entonces estaría bien que Madre no lo sepa!” respondió gritando.

“¡Sin embargo, Padre lo descubrirá!” dijo de repente Sartes.

Ella se rió por lo bajo. Padre ya lo sabía. Habían hecho un trato: si se quedaba hasta tarde para acabar de afilar las armas a tiempo para entregarlas a palacio, podría ir a ver las Matanzas. Y así lo hizo.

Ceres llegó al muro del final del carril y, sin detenerse, calzó sus dedos en dos grietas y empezó a trepar. Sus manos y sus pies se movían rápidamente y subió hacia arriba, a unos seis metros, hasta llegar arriba del todo.

Se puso de pie, respirando agitadamente, y el sol la recibió con sus rayos brillantes. Se protegió los ojos del sol con una mano.

Ella estaba sin aliento. Normalmente, en la Vieja Ciudad había unos cuantos ciudadanos desperdigados, un gato o un perro callejeros por aquí y por allí, sin embargo hoy estaba terriblemente animada. Había una multitud. Ceres no podía ni ver los adoquines debajo del mar de gente que empujaban hacia la Plaza de la Fuente.

En la distancia, el mar era de un azul brillante, mientras el altísimo Stade blanco se levantaba como una montaña en medio de las calles tortuosas y las casas de dos y tres pisos que se abarrotaban como en una lata de sardinas. En los alrededores de la plaza los vendedores habían puesto una fila de casetas, todos ansiosos por vender comida, joyas o ropa.

Una ráfaga de viento le sacudió la cara y el olor de los productos acabados de hacer se filtraba por su nariz. Daría cualquier cosa por satisfacer aquella sensación continua. Se envolvió la barriga con los brazos al sentir una punzada de hambre. Aquella mañana el desayuno habían sido unas cuantas cucharadas de una crema de avena pastosa, que de alguna manera solo había conseguido dejarla con más hambre que el que tenía antes de comerla. Dado que hoy era su décimoctavo cumpleaños, ella había esperado un poco de comida más en su cuenco o un abrazo o algo.

Pero nadie había dicho una palabra. Dudaba incluso de que se acordaran.

A plena luz, Ceres miró hacia abajo y divisó un carruaje de oro abriéndose camino entre la multitud como una burbuja entre la miel, lento y suave. Ella arrugó la nariz. Con la emoción no había pensado que la realeza estaría en el evento también. Ella los despreciaba a ellos, a su arrogancia, al hecho de que sus animales estaban mejor alimentados que la mayoría de personas de Delos. Sus hermanos tenían la esperanza de que un día triunfarían sobre el sistema de clases. Pero Ceres no compartía su optimismo: si tenía que existir algún tipo de igualdad en el Imperio, tenía que venir mediante la revolución.

“¿Lo ves?” dijo Nesos jadeando mientras trepaba para llegar a su lado.

El corazón de Ceres se aceleró al pensar en él. Rexo. Ella también se había preguntado si estaría aquí y había examinado la multitud, sin resultado alguno.

Ella negó con la cabeza.

“Allí”, señaló Nesos.

Siguió su dedo hasta la fuente, entrecerrando los ojos.

De repente, lo vio y no pudo reprimir su emoción. Siempre se sentía así cuando lo veía. Allí estaba, sentado en el borde de la fuente, tensando su arco. Incluso a la distancia, podía ver cómo los músculos de sus hombros y su pecho se movían bajo su túnica. Era apenas unos años mayor que ella, su pelo rubio destacaba entre las cabezas negras y marrones y su piel tostada brillaba al sol.

“¡Esperad!” gritó una voz.

Ceres miró muro abajo y vio a Sartes, que luchaba por trepar.

“¡Date prisa o te dejaremos atrás!” dijo Nesos para provocarle.

Evidentemente, ni en sueños dejarían a su hermano pequeño, aunque él debía aprender a seguir el ritmo. En Delos, un momento de flaqueza podía significar la muerte.

Nesos se pasó una mano por el pelo y recuperaba la respiración también mientras escudriñaba la multitud.

“¿Entonces, por quien apuestas tu dinero a que gane?” preguntó.

Ceres lo miró y rió.

“¿Qué dinero?”

Él sonrió.

“Si lo tuvieras”, respondió.

“Brennio”, respondió sin pausa.

Él levantó la ceja sorprendido.

“¿En serio?” preguntó. “¿Por qué?”

“No lo sé”. Se encogió de hombros. “Solo es por intuición”.

Pero sí que lo sabía. Lo sabía muy bien, mejor que sus hermanos, mejor que todos los chicos de la ciudad. Ceres tenía un secreto: no le había contado a nadie que en una ocasión, se había vestido de chico y había entrenado en palacio. Estaba prohibido por real decreto –se podía castigar con la muerte- que las chicas aprendieran los modos de los combatientes, sin embargo, a los chicos plebeyos se les permitía aprender a cambio de la misma cantidad de trabajo en los establos de palacio, un trabajo que ella hacía alegremente.

Había observado a Brennio y se había quedado impresionada por la forma en que luchaba. No era el más grande de los combatientes, sin embargo, calculaba sus movimientos con precisión.

“Imposible”, repondió Nesos. “Será Stefano”.

Ella negó con la cabeza.

“Stefano morirá en los primeros diez minutos”, dijo ella rotundamente.

Stefano era la elección evidente, el más grande de los combatientes y, probablemente, el más fuerte; sin embargo, no era tan calculador como Brennio o algunos de los otros guerreros que ella había observado.

Nesos soltó una risotada.

“Te daré mi espada buena si es así”.

Ella echó un vistazo a la espada que tenía atada a la cintura. Él no tenía ni idea de lo celosa que se había puesto cuando, tres años atrás,  Madre le regaló aquella obra maestra de arma para su cumpleaños. Su espada era una sobrante que su padre había echado en el montón para reciclar. Oh, la de cosas que ella podría hacer si tuviera un arma como la de Nesos.

“Sabes que te tomo la palabra”, dijo Ceres, sonriendo –aunque realmente nunca le quitaría su espada.

“No esperaba menos”, sonrió él con aires de superioridad.

Ella cruzó los brazos sobre su pecho cuando un oscuro pensamiento pasó por su mente.

“Madre no lo permitirá”, dijo.

“Pero Padre sí que lo haría”, dijo él. “Ya sabes que está muy orgulloso de ti”.

El comentario amable de Nesos la cogió desprevenida y, sin saber realmente cómo aceptarlo, bajó la mirada. Quería muchísimo a su padre y sabía que él la quería. Sin embargo, por alguna razón, la cara de su madre aparecía ante ella. Lo que siempre había deseado era que su madre la quisiera y la aceptara tanto como hacía con sus hermanos. Pero por mucho que lo intentara, Ceres sentía que nunca sería suficiente a ojos de ella.

Sartes resoplaba mientras subía el último escalón tras ellos. Ceres todavía le sacaba una cabeza y era tan flaco como un grillo, pero ella estaba convencida de que germinaría como un brote de bambú cualquier día de estos. Esto es lo que le había sucedido a Nesos. Ahora era un tiarrón musculoso, que rondaba los dos metros de altura.

“¿Y tú?” le dijo Ceres a Sartes. “¿Quién crees que ganará?”

“Estoy contigo. Brennio”.

Ella sonrió y le despeinó cariñosamente el pelo. Él siempre decía lo mismo que ella.

Se escuchó otro murmullo, la multitud se hizo más espesa y ella sintió que debían ir más deprisa.

“Vamos”, dijo, “no hay tiempo que perder”.

Sin esperar, Ceres bajó del muro y fue a parar al suelo corriendo. Sin perder de vista la fuente, atravesó corriendo la plaza, deseosa de encontrarse con Rexo.

Él se dio la vuelta y su ojos se abrieron completamente de placer mientras ella se acercaba. Fue corriendo hacia él y sintió que sus brazos le rodeaban la cintura, mientras él apretaba su desaliñada mejilla contra la suya.

“Ciri”, dijo con su voz baja y áspera.

Un escalofrío le recorrió la espalda cuando dio una vuelta entera para encontrarse con los ojos azul de cobalto de Rexo. Con cerca de dos metros de altura, le sacaba casi una cabeza, era rubio, su tosco pelo enmarcaba su rostro en forma de corazón. Olía a jabón y aire libre. Cielos, qué contenta estaba al verlo de nuevo. Aunque se valía por sí misma en casi cualquier situación, su presencia le aportaba tranquilidad.

Ceres se puso de puntillas y le rodeó su grueso cuello con ganas. Nunca lo había visto como algo más que un amigo hasta que le oyó hablar de la revolución y del ejército clandestino del que era miembro. “Lucharemos para liberarnos del yugo de la opresión”, le había dicho años atrás. Él había hablado con tanta pasión de la rebelión que, por un momento, ella había creído realmente que derrocar a la realeza era posible.

“¿Cómo fue la caza?” le preguntó con una sonrisa, pues sabía que había estado fuera unos días.

“Eché de menos tu sonrisa”. Con una caricia, le echó su pelo dorado tirando a rosáceo hacia atrás. “Y tus ojos color esmeralda”.

Ceres también lo había echado de menos, pero no se atrevía a decirlo. Le daba mucho miedo perder la amistad que tenían si alguna vez pasaba algo entre ellos.

“Rexo”, dijo Nesos al llegar, con Sartes detrás de él y le agarró del brazo.

“Nesos”, dijo él con su voz profunda y autoritaria. “No tenemos mucho tiempo si tenemos que entrar”, añadió, haciendo una señal a los demás.

Todos empezaron a correr, mezclándose con el gentío que se dirigía hacia el Stade. Los soldados del Imperio estaban por todas partes, exhortando a la multitud a avanzar, algunas veces con garrotes y látigos. Cuanto más se acercaban al camino que llevaba al Stade, más gruesa era la multitud.

De repente, Ceres escuchó un clamor proveniente de al lado de uno de los pabellones e instintivamente se giró hacia el ruido. Vio que se había abierto un generoso espacio alrededor de un niño, flanqueado por dos soldados del Imperio, y un comerciante. Unos cuantos mirones se marcharon, mientras otros estaban en círculo mirando boquiabiertos.

Ceres corrió hacia delante y vio que uno de los soldados le arrebataba una manzana de la mano al niño de un golpe mientras le agarraba de su pequeño brazo, sacudiéndolo violentamente.

“¡Ladrón!” gruñó el soldado.

“¡Piedad, por favor!” gritó el niño, mientras las lágrimas caían por sus sucias y demacradas mejillas. “¡Yo… tenía mucha hambre!”

Ceres sentía que en su corazón estallaba la compasión, ya que ella había sentido la misma hambre y sabía que los soldados serían, como mínimo, crueles.

“Soltad al chico”, dijo el fornido comerciante con calma haciendo un gesto con la mano, mientras su anillo de oro reflejaba la luz del sol. “Me puedo permitir darle una manzana. Tengo centenares de manzanas”. Soltó una risita, como para quitarle hierro a la situación.

Pero la multitud se reunió alrededor y se quedó en silencio mientras los soldados se dieron la vuelta para enfrentarse al comerciante, con su armadura brillante traqueteando. El corazón de Ceres se encogió por el comerciante, sabía que nunca nadie se arriesgaba a enfrentarse al Imperio.

El soldado se adelantó amenazador hacia el comerciante.

“¿Defiendes a un criminal?”

El comerciante miraba de uno a otro, ahora parecía inseguro. El soldado entonces se dio la vuelta y pegó al niño en la cara con un repugnante chasquido que hizo temblar a Ceres.

El chico cayó al suelo dando un fuerte golpe mientras la multitud soltaba un grito ahogado.

Señalando al comerciante, el soldado dijo, “Para probar tu lealtad al Imperio, sujetarás al chico mientras lo azotamos”.

Los ojos del comerciante se volvieron fríos, le sudaba la frente. Para sorpresa de Ceres, se mantuvo firme.

“No”, respondió.

El segundo soldado dio dos pasos amenazadores hacia el comerciante y su mano se movió hacia la empuñadura de su espada.

“Hazlo o perderás tu cabeza y quemaremos tu puesto”, dijo el soldado.

La cara redonda del comerciante perdió fuerza y Ceres vio que estaba derrotado.

Lentamente se acercó caminando al chico y lo agarró por los brazos, arrodillándose ante él.

“Por favor, perdóname”, dijo, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

El chico gimoteaba y empezó a gritar mientras intentaba soltarse.

Ceres vio que el chico estaba temblando. Quería seguir avanzando hasta el Stade, para evitar presenciar aquello pero, en cambio, sus pies se quedaron quietos en medio de la plaza, sus ojos pegados a aquella brutalidad.

El primer soldado arrancó la camisa al niño mientras el segundo soldado hacía girar un látigo por encima de su cabeza. La mayoría de mirones alentaban a los soldados, aunque unos cuantos susurraron algo y se marcharon con la cabeza baja.

Nadie defendió al ladrón.

Con una expresión voraz, casi exasperante, el soldado destrozaba la espalda del chico con el látigo, haciéndolo gritar de dolor mientras lo azotaba. La sangre supuraba por las heridas recientes. Una y otra vez, el soldado lo golpeó hasta que la cabeza del chico se cayó hacia atrás y dejó de gritar.

Ceres sintió el fuerte deseo de ir corriendo hacia delante y salvar al chico. Sin embargo, ella sabía que hacerlo significaría su muerte y la muerte de todos aquellos a quienes amaba. Dejó caer sus hombros, se sentía desesperada y derrotada. Por dentro, decidió que un día se vengaría.

Tiró de Sartes hacia ella y le tapó los ojos, con el deseo desesperado de protegerlo, de darle algunos años más de inocencia, aunque en aquella tierra no había inocencia que tener. Se obligó a sí misma a no actuar por impulso. Como hombre, era necesario que viera estas muestras de crueldad, no solo para adaptarse sino también para ser un fuerte aspirante a la rebelión algún día.

Los soldados arrancaron al chico de las manos del comerciante y arrojaron su cuerpo sin vida a la parte posterior de un carro de madera. El comerciante apretó las manos contra la cara y lloró.

En unos instantes, el carro ya estaba en marcha y el espacio abierto que se había formado previamente se volvió a llenar de gente que deambulaba por la plaza como si no hubiera pasado nada.

Ceres sentía una agobiante sensación de náuseas que la llenaba por dentro. Era injusto. En aquel mismo momento, podía identificar a media docena de ladronzuelos que habían perfeccionado tanto su arte que incluso ni los soldados del Imperio podían atraparlos. La vida de aquel pobre chico se había echado a perder por su falta de habilidad. Si los pillaban, los ladrones –fueran jóvenes o mayores- perdían sus extremidades o alguna cosa más, dependiendo del humor que tuvieran los jueces aquel día. Si tenían suerte, se les perdonaría la vida y se les condenaría a trabajar en las minas de oro de por vida. Ceres prefería morir que tener que aguantar ser encarcelada de aquella manera.

Continuaron caminando por la calle, con la moral por los suelos, hombro a hombro con los demás mientras la temperatura aumentaba de forma insoportable.

Un carruaje de oro se detuvo cerca de ellos, obligando a todo el mundo a apartarse de su camino, empujando a la gente hacia las casas que había a los lados. Mientras la empujaban bruscamente, Ceres alzó la vista y vio a tres chicas adolescentes vestidas con coloridos vestidos de seda, broches de oro y joyas preciosas que adornaban sus elaborados recogidos. Una de las adolescentes, riendo, tiró una moneda a la calle y un puñado de plebeyos se encorvaron sobre sus manos y rodillas, peleando por un trozo de metal que alimentaría a una familia durante un mes entero.

Ceres nunca se agachaba para recoger ninguna limosna. Prefería morir de hambre que aceptar donaciones de personas como aquellas.

Observó cómo un hombre joven conseguía coger la moneda y un hombre más mayor lo tiraba al suelo y le colocaba una mano firme contra el cuello. Con la otra mano, el hombre más mayor hizo caer la moneda de la mano del hombre joven.

Las adolescentes reían y los señalaron con el dedo antes de que su carruaje continuara serpenteando entre las masas.

A Ceres se le contraían las entrañas por la indignación.

“En un futuro próximo, la desigualdad desaparecerá para siempre”, dijo Rexo. “Yo me encargaré de ello”.

Cuando lo escuchaba hablar, Ceres sacaba pecho. Un día lucharía lado a lado con él y sus hermanos en la rebelión.

A medida que se acercaban al Stade las calles se ensanchaban y Ceres sintió que podía respirar hondo. Corría el aire. Sentía que se iba a romper por la emoción.

Atravesó una de las docenas de entradas arqueadas y alzó la vista.

Miles y miles de plebeyos pululaban dentro del magnífico Stade. La estructura oval se había derrumbado en la parte superior al norte y la mayoría de tendales rojos estaban rasgados y protegían poco del sol abrasador. Bestias salvajes rugían desde detrás de puertas de hierro y trampillas y ella vio a los combatientes preparados detrás de las puertas.

Ceres miraba boquiabierta, quedándose asombrada ante todo aquello.

Antes de que pudiera darse cuenta, Ceres miró hacia arriba y se dio cuenta de que se había quedado atrás respecto a Rexo y sus hermanos. Fue corriendo hacia delante para alcanzarlos pero, tan pronto como lo hizo, cuatro hombres corpulentos la habían rodeado. Ella sentía el olor a alcohol y pescado podrido y su olor corporal mientras se iban acercando, mirándola con la boca abierta, llena de dientes podridos y con sus horribles sonrisas.

“Tú vienes con nosotros, chica guapa”, dijo uno de ellos mientras todos se acercaban estratégicamente a ella.

El corazón de Ceres se aceleró. Ella miró al frente en busca de los demás, pero ya se habían perdido entre la multitud cada vez más espesa.

Ella se encaró a los hombres, intentando mostrar su cara más valiente.

“Soltadme o…”

Ellos se echaron a reír.

“¿O qué?” dijo uno con burla. “¿Una chiquilla como tú podrá con nosotros cuatro?”

“Podríamos llevarte de aquí dando patadas y gritando y ni un alma diría ni pío”, añadió otro.

Y era cierto. De reojo, Ceres veía que la gente pasaba por allí corriendo, fingiendo que no se daban cuenta de cómo la estaban amenazando aquellos hombres.

De repente, el rostro del líder se volvió serio y con un movimiento rápido, la agarró por los brazos y se la acercó. Sabía que podían llevársela de allí y que nadie la volvería a ver nunca, y aquel pensamiento la aterrorizaba más que cualquier otra cosa.

Intentando ignorar su corazón latiente, Ceres se dio la vuelta, soltándose de su fuerte agarre. Los otros hombres se reían a carcajadas, pero cuando ella golpeó la nariz del líder con la palma de la mano, echando su cabeza hacia atrás, se quedaron en silencio.

El líder se puso sus sucias manos sobre la nariz y gruñó.

Ella no se rindió. Sabiendo que tenía una oportunidad, le dio una patada en el estómago, recordando sus días de pelea y él se colapsó con el impacto.

Sin embargo, los otros tres estuvieron de inmediato encima de ella, agarrándola y tirando de ella con sus fuertes manos.

De repente, cedieron. Ceres echó un vistazo y vio con alivio que Rexo aparecía y daba un puñetazo a uno en la cara, dejándolo fuera de combate.

Entonces apareció Nesos, agarró a otro y le dio un rodillazo en la barriga, mandándolo al suelo y dejándolo tirado en la tierra roja.

El cuarto hombre fue a por Ceres pero, justo cuando estaba a punto de atacar, ella se agachó, dio la vuelta y le dio una patada por detrás y lo mandó volando de cabeza a una columna.

Se quedó de pie, respirando profundamente, asimilando todo aquello.

Rexo le puso una mano en el hombro a Ceres. “¿Estás bien?”

El corazón de Ceres todavía iba como loco, pero lentamente un sentimiento de orgullo substituyó al de miedo. Había hecho bien.

Ella asintió y Rexo le pasó un brazo por los hombros mientras seguían caminando, sus labios carnosos dibujaron una sonrisa.

“¿Qué?” preguntó Ceres.

“Cuando vi lo que estaba sucediendo, me entraron ganas de clavarles la espada a cada uno de ellos. Pero entonces vi cómo te defendías tú sola”. Negó con la cabeza mientras soltaba una risa. “No se lo esperaban”.

Ella notó cómo se le enrojecían las mejillas. Deseaba decir que no había pasado miedo, pero la verdad es que sí que pasó.

“Estaba nerviosa”, confesó.

“¿Ciri, nerviosa? Nunca”. Le besó la cabeza mientras continuaban hacia el Stade.

Encontraron unos cuantos sitios a nivel del suelo y se sentaron, Ceres estaba emocionada de que no fuera demasiado tarde mientras dejaba atrás todos los acontecimientos del día y se permitía dejarse llevar por los gritos de la multitud.

“¿Los ves?”

Ceres siguió el dedo de Rexo y, al alzar la vista, vio aproximadamente a una docena de adolescentes sentados en una caseta dando sorbos de vino en cálices de plata. Ella jamás había visto una ropa tan buena, tanta comida encima de una mesa, tantas joyas brillantes en toda su vida. Ninguno de ellos tenía las mejillas hundidas ni la barriga cóncava.

“¿Qué están haciendo?” preguntó al ver a uno de ellos recogiendo monedas en un cuenco de oro.

“Cada uno de ellos posee a un combatiente”, dijo Rexo, “y hacen sus apuestas sobre quién ganará”.

Ceres se mofó de ellos. Se dio cuenta de que para ellos tan solo era un juego. Evidentemente, a los adolescentes consentidos no les importaban los guerreros o el arte del combate. Solo querían ver si su combatiente ganaba. Sin embargo, para Ceres este acontecimiento iba sobre el honor, la valentía y la habilidad.

Se levantaron las banderas reales, resonaron las trompetas y, al abrirse de golpe las puertas de hierro, una en cada extremo del Stade, combatiente tras combatiente salieron de los agujeros negros, con su cuero y su armadura de hierro atrapando la luz del sol y emitiendo chispas de luz.

La multitud aclamaba cuando los brutos salieron al circo y Ceres se puso de pie como ellos aclamando. Los guerreros terminaron en un círculo mirando hacia fuera con sus hachas, espadas, lanzas, escudos, tridentes, látigos y otras armas alzadas al cielo.

“Ave, Rey Claudio”, exclamaron.

Volvieron a resonar las trompetas y la cuadriga de oro del Rey Claudio y la Reina Athena salió a toda prisa al circo desde una de las entradas. A continuación, les siguió una cuadriga con el Príncipe de la Corona, Avilio, y la Princesa Floriana y, tras ellos, un séquito entero de cuadrigas transportando miembros de la realeza inundó la arena. Cada cuadriga era tirada por dos caballos blancos como la nieve adornados con joyas preciosas y oro.

Cuando Ceres divisó al Príncipe Thanos entre ellos, se quedó paralizada por la cara enfurruñada de este chico de diecinueve años. Cuando, de vez en cuando, entregaba espadas de parte de su padre, lo había visto hablar con los combatientes en el palacio y siempre tenía aquella agria expresión de superioridad. A su físico no le faltaba nada de lo que tenía un guerrero –casi se le podía confundir con uno de ellos- los músculos sobresalían en sus brazos, su cintura era firme y musculosa y sus piernas duras como troncos. Sin embargo, a ella la enfurecía cómo aparentaba no tener respeto o pasión por su posición.

Cuando la realeza acabó su desfile y ocuparon sus lugares en el estrado, volvieron a sonar las trompetas para señalar que las Matanzas estaban a punto de empezar.

La multitud gritó cuando todos menos dos de los combatientes desaparecieron tras las puertas de hierro.

Ceres identificó que uno de ellos era Stefano, pero no pudo distinguir al otro bruto, que tan solo llevaba un casco con visera y un taparrabos sujeto con un cinturón de cuero. Quizás había viajado desde lejos para luchar. Su piel, bien lubricada, era del color de la tierra fértil y su pelo era tan negro como la noche más oscura. A través de las rajas de su casco, Ceres podía ver la mirada de decisión en sus ojos y supo en un instante que Stefano no viviría ni una hora más.

“No te preocupes”, dijo Ceres, mirando por encima a Nesos. “Dejaré que te quedes con tu espada”.

“Todavía no lo han derrotado”, respondió Nesos con una sonrisa de superioridad. “Stefano no sería el favorito de todo el mundo si no fuera superior”.

Cuando Stefano levantó su tridente y su escudo, la multitud se quedó en silencio.

“¡Stefano!” gritó uno de los jóvenes ricos desde la caseta con el puño levantado. “¡Fuerza y valentía!”

Stefano hizo una señal con la cabeza al joven mientras el público rugía con aprobación y, a contiunuación, fue hacia el extranjero con todas sus fuerzas. El extranjero se apartó del camino en un segundo, giró y dirigió su espada hacia Stefano, fallando tan solo por dos centímetros.

Ceres se encogió. Con estos reflejos, Stefano no duraría mucho tiempo.

Mientras intentaba  romper a golpes el escudo de Stefano, el extranjero gritaba mientras Stefano se retraía. Stefano, desesperado, arrojó la punta de su escudo contra la cara de su oponente, que al caer roció el aire con su sangre.

Ceres pensó que aquel era un movimiento muy bueno. Quizás Stefano había mejorado su técnica desde que ella lo había visto entrenando por última vez.

“¡Stefano! ¡Stefano! ¡Stefano!” cantaban los espectadores.

Stefano estaba a los pies del guerrero herido, pero justo cuando estaba a punto de apuñalarlo con el tridente, el extranjero levantó las piernas y le dio una patada a Stefano, haciendo que tropezara hacia atrás y cayera de espaldas. Ambos se pusieron de pie de un salto tan rápidos como dos gatos y se pusieron de nuevo el uno frente al otro.

Clavaron sus miradas y empezaron a andar en círculo, el peligro se palpaba en el aire, pensó Ceres.

El extranjero gruñó y levantó su espada en el aire mientras corría hacia Stefano. Stefano rápidamente giró hacia un lado y le pinchó en el muslo. A cambio, el extranjero blandió su espada y le hizo un corte en el brazo a Stefano.

Ambos guerreros gruñeron por el dolor, pero este parecía impulsar su furia en lugar de frenarlos. El extranjero se quitó rápidamente el casco y lo arrojó al suelo. Su negro mentón barbudo estaba ensangrentado, su ojo derecho estaba hinchado, pero su expresión hizo pensar a Ceres que había terminado el juego con Stefano y que iba a muerte. ¿Con qué rapidez iba a ser capaz de matarlo?

Stefano fue a por su oponente y Ceres soltó un grito ahogado cuando el tridente de Stefano chocó contra la espada de su oponente. Ojo contra ojo, los guerreros forcejeaban el uno con el otro, gruñendo, respirando con dificultad, empujándose, se les marcaban las venas de la frente y los músculos resaltaban bajo su piel sudada.

El extranjero se agachó y abandonó el punto muerto y, sin que Ceres lo esperara, giró como un tornado, blandiendo su espada al aire y decapitó a Stefano.

Después de respirar unas cuantas veces, el extranjero levantó su brazo al aire en señal de triunfo.

Por un instante, la multitud se quedó completamente en silencio. Incluso Ceres. Echó un vistazo al adolescente que era propietario de Stefano. Tenía la boca completamente abierta y las cejas juntas por la furia.

El joven tiró su copa de plata a la arena y se fue de su caseta hecho una furia. Ante la muerte todos somos iguales, pensó Ceres mientras reprimía una sonrisa.

“¡Augusto!” exclamó un hombre de entre la multitud. “¡Augusto! ¡Augusto!”

Uno tras otro, se unieron los espectadores, hasta que todo el estadio cantaba el nombre del ganador. El extranjero inclinó la cabeza ante el Rey Claudio y, a continuación, otros tres guerreros salieron corriendo por las puertas de hierro para substituirlo.

Una lucha siguió a otra a medida que avanzaba el día y Ceres observaba con atención. En realidad no podía decidir si odiaba las Matanzas o le encantaban. Por un lado, le encantaba observar la estrategia, la habilidad y la valentía de los contendientes; sin embargo, por otro, detestaba el hecho de que los guerreros no eran más que un empeño para los adinerados.

Cuando llegó la última lucha de la primera ronda, Brennio y otro guerrero luchaban al lado de donde estaban sentados Ceres, Rexo y sus hermanos. Se acercaban más y más, sus espadas chocaban, saltaban las chispas. Era emocionante.

Ceres observó cómo Sartes se inclinaba en la barandilla, con los ojos fijos en los combatientes.

“¡Échate para atrás!” le gritó.

Pero, de golpe y antes de que pudiera reaccionar, un omnigato salió de repente de una escotilla del otro lado de la arena. La enorme bestia se lamió sus colmillos y sus garras, que clavó en la tierra roja y se dirigió hacia los guerreros. Los combatientes todavía no habían visto al animal y el estadio se aguantó la respiración.

“Brennio está muerto”, dijo Nesos entre dientes.

“¡Sartes!” exclamó de nuevo Ceres. “Te dije que te echaras hacia atrás…”

No pudo acabar sus palabras. Justo entonces, la piedra que había bajo las manos de Sartes se soltó y, antes de que nadie pudiera reaccionar, se precipitó por la barandilla y cayó directo a la arena, dándose un batacazo.

“¡Sartes!” exclamó Ceres horrorizada mientras se ponía rápidamente de pie.

Ceres miró a Sartes, tres metros por abajo, que se incorporó y apoyó la espalda contra la pared. Le temblaba el labio inferior, pero no habían lágrimas. Ni palabras. Sujetándose el brazo, alzó la vista, su rostro se retorcía con la agonía.

Verlo allá abajo era más de lo que Ceres podía soportar. Sin pensarlo, desenfundó la espada de Nesos y saltó a la arena por la barandilla, yendo a parar justo delante de su hermano pequeño.

“¡Ceres!” exclamó Rexo.

Echó un vistazo hacia arriba y vio que los guardas se llevaban a Rexo y a Nesos antes de que pudieran seguirla.

Ceres estaba de pie en la arena, abrumada por una sensación irreal de estar allá abajo con los luchadores en la arena. Quería sacar de allí a Sartes, pero no había tiempo. Por eso, se puso delante de él, decidida a protegerlo mientras el omnigato le rugía. Se encorvó, sus malvados ojos amarillos se fijaron en Ceres y ella pudo sentir el peligro.

Levantó rápidamente la espada de Nesos con las dos manos y la apretó fuerte.

“¡Corre, chica!” exclamó Brennio.

Pero era demasiado tarde. Venía hacia ella, el omnigato estaba tan solo a unos cuantos metrros. Ella se acercó más a Sartes y, justo antes de que el animal atacara, Brennio apareció por un lado y le cortó la oreja a la bestia.

El omnigato se levantó sobre sus patas traseras y rugió, arrancando un trozo de pared detrás de Ceres mientras la sangre lila le manchaba su pelaje.

La multitud gritó.

El segundo combatiente se acercó pero, antes de que pudiera causarle algún daño a la bestia, el omnigato levantó su pata y le cortó el cuello con sus garras. Agarrándose el cuello con las manos, el guerrero se desplomó en el suelo, mientras la sangre se le colaba entre los dedos.

Deseosa de ver sangre, la multitud aclamaba.

Gruñendo, el omnigato golpeó tan fuerte a Ceres que fue volando por los aires, estrellándose contra el suelo. Con el impacto, la espada se le cayó de la mano y fue a parar a unos cuantos metros.

Ceres estaba allí tumbada, sus pulmones no le respondían. Moría por coger aire, la cabeza le daba vueltas, intentó gatear sobre sus manos y rodillas, pero rápidamente volvió a caerse.

Allí tumbada sin aliento con la cara contra la áspera tierra, vio que el omnigato se dirigía hacia Sartes. Al ver a su hermano en un estado tan indefenso, le ardían las entrañas. Se obligó a respirar y distinguió con total claridad lo que tenía que hacer para salvar a su hermano.

La energía la inundó, dándole fuerza al instante y se puso de pie, cogió la espada del suelo y corrió tan rápido hacia la bestia que ella estaba convencida de que estaba volando.

La bestia estaba tan solo a tres metros. Menos de tres. Menos de dos. Uno.

Ceres apretó los dientes y se lanzó sobre la espalda de la bestia, clavándole sus insistentes dedos en su puntiagudo pelaje, desesperada por desviar la atención de su hermano.

El omnigato se puso de pie y sacudió la parte superior de su cuerpo, moviendo su cuerpo de delante hacia atrás. Pero su sujeción fuerte como el hierro y su decisión eran más fuertes que los intentos del animal por tirarla al suelo.

Cuando la criatura volvió a ponerse sobre cuatro patas, Ceres aprovechó la ocasión. Levantó su espada en alto y se la clavó a la bestia en el cuello.

El animal chilló y se levantó sobre sus patas traseras, mientras la multitud gritaba.

Al acercar una pata a Ceres, el animal le clavó las garras en la espalda y Ceres gritó de dolor, las garras parecían puñales atravesándole la carne. El omnigato la agarró y la lanzó contra la pared y fue a parar a varios metros de Sartes.

“¡Ceres!” exclamó Sartes.

Le resonaban los oídos, Ceres luchaba por incorporarse, la parte posterior de su cabeza le punzaba, un líquido caliente corría por su nuca. No había tiempo para valorar la gravedad de la herida. El omnigato se dirigía de nuevo hacia ella.

A medida que la bestia se le echaba encima, Ceres se quedaba sin opciones. Sin ni siquiera pensarlo, instintivamente levantó una mano delante de ella. Pensaba que sería la última cosa que vería.

Justo cuando el omnigato se le abalanzaba, Ceres sintió como si una bola de fuego se le encendiera en el pecho y, de repente, sintió como una bola de fuego salía disparada de su mano.

En el aire, la bestia de repente se quedó flácido.

Impactó contra el suelo y fue resbalando hasta detenerse encima de sus piernas. Medio esperando que el animal volviera a la vida y acabara con ella, Ceres aguantó la respiración y lo observaba allí tumbada.

Pero la criatura no se movía.

Desconcertada, Ceres se miró la mano. Al no ver lo que había sucedido, la multitud probablemente pensó que el animal murió porque ella lo había apuñalado antes. Pero ella sabía la verdad. Alguna fuerza misteriosa había salido de su mano y había matado a la bestia en un instante. ¿De qué fuerza se trataba? Nunca antes le había sucedido una cosa así y no sabía muy bien qué hacer con ello.

¿Quién era ella para poseer aquel poder?

Asustada, dejó caer su mano al suelo.

Levantó sus dudosos ojos y vio que el estadio se había quedado en silencio.

Y no pudo evitar hacerse una pregunta. ¿Lo habían visto ellos también?




CAPÍTULO DOS


Durante un segundo que pareció durar para alargarse más y más, Ceres sintió que todos los ojos estaban puestos en ella mientras estaba allí sentada, insensible por el dolor y por la incredulidad. Más que las repercusiones que pudieran venir, ella temía el poder supernatural que merodeaba dentro de ella, que había matado al omnigato. Más que de toda la gente que le rodeaba, tenía miedo de ella misma, un yo que ya no conocía.

De repente, la multitud que se había quedado atónita en silencio, rugió. Le llevó un instante darse cuenta de que la estaban aclamando a ella.

“Entre los gritos se oyó una voz.

“¡Ceres!” exclamó Sartes, a su lado. “¿Estás herida?”

Se giró hacia su hermano, que también estaba todavía tumbado en el suelo del Stade y abrió la boca. Pero no le salió ni una sola palabra. Le costaba respirar y estaba mareada. ¿Había visto realmente lo que pasó? No sabía los demás pero a aquella distancia, sería un milagro que no lo hubiera hecho.

Ceres escuchó unas pisadas y, de repente, dos fuertes manos tiraron de ella hasta ponerla de pie.

“¡Vete ahora!” gruñó Brennio, empujándola hacia la puerta abierta que había a su izquierda.

Las heridas punzantes de la espalda le dolían, pero se obligó a sí misma a volver a la realidad y agarró a Sartes y tiró de él hasta ponerlo de pie. Juntos, se dirigieron a toda velocidad hacia la salida, intentando escapar de los vítores de la multitud.

Pronto llegaron al oscuro túnel sofocante y, al hacerlo, Ceres vio a docenas de combatientes allí dentro, esperando su turno para unos cuantos momentos de gloria en la arena. Algunos estaban sentados en bancos en profunda meditación, otros tensaban sus músculos, apretando sus brazos mientras caminaban de un lado a otro y otros estaban preparando sus armas para un inminente baño de sangre. Todos ellos, que acababan de presenciar la lucha, alzaron la vista y la miraron con ojos curiosos.

Ceres corría por los pasillos subterráneos llenos de antorchas que daban un cálido brillo a los ladrillos grises, pasando por todo tipo de armas apoyadas contra las paredes. Intentaba ignorar el dolor en su espalda, pero era difícil hacerlo cuando en cada paso el material áspero de su vestido le rozaba sus heridas abiertas. Las garras del omnigato le habían parecido puñales que se le clavaban, pero ahora que cada corte punzaba casi le parecía peor.

“Tu espalda está sangrando”, dijo Sartes, con un temblor en la voz.

“Estaré bien. Tenemos que encontrar a Nesos y a Rexo. ¿Cómo está tu brazo?”

“Me duele”.

Cuando llegaron a la salida, la puerta se abrió de golpe y aparecieron dos soldados del Imperio allí.

“¡Sartes!”

Antes de que pudiera reaccionar, un soldado agarró a su hermano y otro la cogió a ella. No sirvió de nada resistirse. El otro soldado se la colocó encima del hombro como si fuera un saco de grano y se la llevó. Al temer que la habían arrestado, le golpeó en la espalda, en vano.

Una vez estuvieron fuera del Stade, la arrojó al suelo y Sartes fue a parar a su lado.

Unos cuantos mirones formaron un semicírculo a su alrededor boquiabiertos, como si estuvieran hambrientos por que su sangre se derramara.

“Vuelve a entrar al Stade”, gruñó el soldado, “y te colgaremos”.

Ante su sorpresa, los soldados se giraron sin decir nada más y desaparecieron entre la multitud.

“¡Ceres!” exclamó una voz profunda por encima del bullicio de la multitud.

Ceres sintió alivio al alzar la vista y ver a Nesos y a Rexo dirigiéndose hacia ellos. Cuando Rexo la rodeó con sus brazos, ella suspiró. Él se echó hacia tras, con la mirada llena de preocupación.

“Estoy bien”, dijo.

Mientras el gentío iba saliendo del Stade, Ceres y los demás se mezclaron con ellos y corrieron de vuelta a las calles, sin ganas de encontrarse con nadie más. Mientras caminaban hacia la Plaza de la Fuente, Ceres revivía en su mente todo lo que había sucedido, que todavía daba vueltas. Notaba las miradas de reojo de sus hermanos y se preguntaba qué estarían pensando. ¿Habían presenciado sus poderes? Probablemente no. El omnigato estaba demasiado cerca. Sin embargo, a la vez también la miraban con una nueva sensación de respeto. Ella deseaba más que nada contarles lo que había pasado. Pero sabía que no podía. Ni ella misma estaba segura.

Había muchas cosas que no se habían dicho, pero ahora, en medio de esta espesa multitud, no era el momento de decirlo. Primero necesitaban ir a casa, a salvo.

Las calles estaban mucho menos abarrotadas cuanto más se alejaban del Stade. Mientras caminaba a su lado, Rexo le cogió una mano y entrelazó los dedos con ella.

“Estoy orgulloso de ti”, dijo. “Salvaste la vida a tu hermano. No estoy seguro de cuántas hermanas lo harían”.

Sonrió con los ojos llenos de compasión.

“Estas heridas parecen profundas”, comentó al mirarla de nuevo.

“Estoy bien”, murmuró ella.

Era mentira. No estaba nada segura de estar bien o incluso de si podría llegar a casa. Se sentía bastante mareada por la pérdida de sangre y no ayudaba que su estómago retumbara o que el sol le atormentara la espalda, haciendo que sudara balas.

Finalmente, llegaron a la Plaza de la Fuente. Tan pronto como pasaron por delante de las casetas, un vendedor les siguió para ofrecerles una cesta grande de comida a mitad de precio.

Sartes hizo una sonrisa de oreja a oreja –lo que ella pensó que era bastante extraño- y entonces mostró una moneda de cobre con el brazo que tenía sano.

“Creo que te debo algo de comida”, dijo él.

Ceres se quedó sin aliento ante la sorpresa. “¿De dónde lo sacaste?”

“Aquella chica rica del carruaje de oro tiró dos monedas, no una, pero todos estaban tan concentrados en la lucha entre los hombres que no se dieron cuenta”, respondió Sartes con la sonrisa todavía intacta.

Ceres se enfureció y se dispuso a confiscarle la moneda a Sartes y a lanzarla. Era dinero manchado de sangre, al fin y al cabo. No necesitaban nada de los ricos.

Cuando alargó el brazo para cogerla, de repente, una mujer mayor apareció y se interpuso en su camino.

“¡Tú, Ceres!” dijo señalando a Ceres, con la voz tan fuerte que Ceres sintió como si vibrara dentro de ella.

La complexión de la mujer era suave, aparentemente transparente, y sus labios perfectamente arqueados estaban teñidos de verde. Su largo y grueso pelo negro estaba adornado con musgo y bellotas y sus ojos marrones hacían juego con su largo vestido marrón. Era hermosa a la vista, pensó Ceres, tanto que ella se quedó fascinada por un instante.

Ceres parpadeó, atónita, segura de que jamás había visto a esta mujer antes.

“¿Cómo sabe mi nombre?”

Sus ojos se fijaron en los de la mujer mientras esta dio unos cuantos pasos hacia ella y Ceres se dio cuenta de que la mujer hacía un fuerte olor a mirra.

“Vena de las estrellas”, dijo con una voz inquietante.

Cuando la mujer levantó el brazo con un gesto elegante, Ceres vio que tenía una triqueta marcada en la parte interior de su muñeca. Una bruja. Basado en el olor de los dioses, quizás una vidente.

La mujer cogió el pelo rosáceo de Ceres en sus manos y lo olió.

“Tú no eres extraña a la espada”, dijo. “No eres extraña al trono. Tu destino es ciertamente muy grande. El cambio será poderoso”.

La mujer de repente se dio la vuelta y se fue corriendo, desapareciendo tras la caseta y Ceres se quedó allí, paralizada. Sentía que las palabras de la mujer penetraban en su alma. Sentía que habían sido más que un comentario; eran una profecía. Poderoso. Cambio. Trono. Destino. Estas eran palabras que nunca antes había asociado con ella misma.

¿Podrían ser ciertas? ¿O solo eran las palabras de una loca?

Ceres echó un vistazo y vio que Ceres sujetaba una cesta de fruta y que tenía la boca más que llena de pan. La tendió hacia ella. Vio la comida horneada, las frutas y las verduras y casi fue suficiente para hacerla decidir. Normalmente, lo habría devorado.

Sin embargo ahora, por alguna razón, había perdido el apetito.

Había un futuro ante ella.

Un destino.


*

Su camino de vuelta a casa les había llevado una hora más de lo normal y habían estado en silencio todo el camino, cada uno de ellos perdido en sus propios pensamientos. Ceres solo se preguntaba qué pensaban de ella las personas que más quería en el mundo. Apenas ella sabía qué pensar de sí mima.

Alzó la vista y vio su humilde hogar y se sorprendió de haber conseguido llegar, dado cómo le dolían la cabeza y la espalda.

Los demás se habían separado de ella hacía un rato para hacer un recado para su padre y Ceres cruzó sola el destartalado umbral, preparada, solo esperando no encontrarse a su madre.

Al entrar notó un baño de calor. Se dirigió hacia el pequeño botellín de alcohol de limpiar que su madre había guardado bajo su cama y le sacó el corcho, con cuidado de no usar mucho para que no se notara. Preparada para el escozor, se levantó la camisa y se lo echó por la espalda.

Ceres gritó de dolor, apretó el puño y se apoyó contra la pared, sintiendo mil picotazos por las garras del omnigato. Sentía como si la herida nunca se fuera a curar.

La puerta se abrió de golpe y Ceres se encogió. Se alivió al ver que tan solo era Sartes.

“Padre necesita verte, Ceres”, dijo.

Ceres vio que sus ojos estaban ligeramente rojos.

“¿Cómo está tu brazo?”, preguntó ella, imaginando que lloraba por el dolor de su brazo herido.

“No está roto. Tan solo es una torcedura”, Se acercó más y su cara se puso seria. “Gracias por salvarme hoy”.

Ella le ofreció una sonrisa. “¿Cómo iba a estar yo en otro lugar?” dijo.

Él sonrió.

“Ve a ver a Padre ahora”, dijo. “Yo quemaré tu vestido y el trapo”.

No sabía cómo iba a poder explicarle a su madre cómo el vestido había desaparecido de repente, pero estaba claro que aquel vestido heredado debía quemarse. Si su madre lo encontaraba en su estado actual –ensangrentado y lleno de agujeros- no se podría expresar con palabras lo duro que sería el castigo.

Ceres salió y caminó por el camino de hierba pisoteado que llevaba al cobertizo de detrás de la casa. Solo quedaba un árbol en su humilde terreno –los otros los habían cortado para tener leña y quemarla en la chimenea para calentar la casa durante las frías noches de invierno- y sus ramas caían sobre la casa como una energía protectora. Cada vez que Ceres lo veía, le recordaba a su abuela, que había muerto dos años atrás. Su abuela había plantado el árbol cuando ella era una niña. De alguna manera, era su templo. Y el de su padre también. Cuando la vida se hacía difícil de soportar, se tumbaban bajo las estrellas y abrían sus corazones a Nana como si todavía estuviera viva.

Ceres entró en el cobertizo y saludó a su padre con una sonrisa. Ante su sorpresa, vio que la mayoría de sus herramientas habían desaparecido de su mesa de trabajo y que no había espadas esperando a que las forjaran al lado de la chimenea. No recordaba haber visto el suelo tan limpio o las paredes y el techo con tan pocas herramientas.

Los ojos azules de su padre se iluminaron al verla, como siempre hacían cuando él la veía.

“Ceres”, dijo, levantándose.

Durante este pasado año, su pelo oscuro se había vuelto más gris, igual que su corta barba y las bolsas bajo sus amorosos ojos habían doblado su tamaño. En el pasado, había tenido una gran estatura y era casi tan musculoso como Nesos; sin embargo, recientemente, Ceres notaba que había perdido peso y que su postura anteriormente perfecta se estaba hundiendo.

Fue en busca de ella a la puerta y le colocó su mano en la parte baja de la espalda.

“Vamos a dar una vuelta”.

Tenía cierta tensión en el pecho. Cuando él quería hablar y caminar, significaba que estaba a punto de compartir algo trascendental.

Uno al lado de otro, se dirigieron a la parte posterior del cobertizo hacia el pequeño campo. Unas nubes oscuras amenazaban a poca distancia, enviando ráfagas de viento, de un viento temperamental. Ella esperaba que generaran la lluvia necesaria para recuperarse de aquella sequía que parecía no tener fin, pero como antes, probablemente solo contenían promesas vacías de llovizna.

La tierra crujía bajo sus pies mientras caminaban, el suelo estaba seco, las plantas amarillas, marrones y muertas. El trozo de tierra de detrás de su subdivisión era del Rey Claudio, sin embargo, no se había sembrado en años.

Llegaron arriba del todo de una colina y se detuvieron, observando el campo. Su padre permanecía en silencio, con las manos agarradas detrás de su espalda mientras miraba hacia el cielo. No era habitual en él y su temor se hizo más profundo.

Entonces habló, parecía escoger sus palabras con cuidado.

“A veces no tenemos el lujo de escoger nuestros caminos”, dijo él. “Debemos sacrificar todo lo que queremos por nuestros seres queridos. Incluso a nosotros mismos, si es necesario”.

Suspiró y, durante el largo silencio, interrumpido tan solo por el viento, el corazón de Ceres latía con fuerza, preguntándose dónde iba a llegar con todo aquello.

“Lo que daría por mantener vuestra infancia para siempre” añadió, mirando hacia el cielo con el rostro retorcido por el dolor antes de volverse a relajar.

“¿Qué sucede?” preguntó Ceres, colocándole una mano encima del brazo.

“Debo irme por un tiempo”, dijo él.

Ella sintió como si le faltara la respiración.

“¿Irte?”

Se giró y la miró a los ojos.

“Como ya sabes, el invierno y la primavera han sido especialmente duros este año. Los últimos dos años de sequía han sido difíciles. No hemos hecho suficiente dinero para afrontar el próximo invierno y, si no me voy, nuestra familia morirá de hambre. He recibido el encargo de otro rey para ser su herrero principal. Será un dinero bueno”.

“¿Me llevarás contigo, verdad?”, dijo Ceres, con un tono frenético en la voz.

Él negó con la cabeza muy serio.

“Debes quedarte aquí y ayudar a tu madre y a tus hermanos”.

El pensamiento la llenó de una ola de terror.

“No puedes dejarme aquí con Madre”, dijo ella. “No lo harías”.

“He hablado con ella y te cuidará. Será amable”.

Ceres dio un golpe fuerte con el pie en el suelo, levantando el polvo.

“¡No!”

Las lágrimas brotaron de sus ojos y cayeron por sus mejillas.

Él dio un pequeño paso hacia ella.

“Escúchame con mucha atención, Ceres. En palacio todavía necesitan que se les entreguen espadas de vez en cuando. Les he hablado bien de ti y, si haces las espadas como yo te he enseñado, podrías ganar algún dinero para ti”.

Ganar su propio dinero posiblemente le permitiría tener más libertad. Había descubierto que sus pequeñas y delicadas manos habían resultado ser muy diestras para grabar complejos diseños e inscripciones en las hojas y las empuñaduras. Las manos de su padre eran anchas, sus dedos eran gruesos y regordetes y pocos tenían el talento que ella poseía.

Aún así, ella negó con la cabeza.

“Yo no quiero ser herrera”.

“Lo llevas en la sangre, Ceres. Y tienes un don para ello”.

Ella negó con la cabeza, inflexible.

“Yo quiero empuñar las armas”, dijo, “no hacerlas”.

Tan pronto como las palabras salieron de su boca, se arrepintió de haberlas dicho.

Su padre frunció el ceño.

“¿Quieres ser un guerrero? ¿Un combatiente?”

Ella negó con la cabeza.

“Algún día puede que se les permita luchar a las mujeres”, dijo ella. “Tú sabes que yo he practicado”.

Arrugó las cejas por la preocupación.

“No”, ordenó con firmeza. “Este no es tu camino”.

El corazón se le encogió. Se sentía como si sus esperanzas y sus sueños de convertirse en guerrera se estuvieran desvaneciendo con sus palabras. Sabía que él no pretendía ser cruel –él nunca era cruel. Simplemente era la realidad. Y para que todos se mantuviera con vida, ella también sacrificaría su parte.

Ella miró a lo lejos cómo el impacto de un rayo iluminaba el cielo. Tres segundos más tarde, los truenos retumbaban en el cielo.

¿No se había dado cuenta de lo terrible que era su situación? Ella siempre había pensado que se recuperarían juntos como familia, pero esto lo cambiaba todo. Ahora ella no tendría a Padre para agarrarse a él y no habría una persona que actuara como escudo entre ella y Madre.

Una lágrima tras otra cayeron en la desolada tierra mientras ella permanecía inamovible allí donde estaba. ¿Debía abandonar sus sueños y seguir el consejo de su padre?

Él se sacó algo de detrás de la espalda y sus ojos se abrieron como platos al ver que tenía una espada en la mano. Él se acercó más y ella pudo ver los detalles del arma.

Era impresionante. La empuñadura era de oro puro, tenía una serpiente grabada. Su hoja era de doble filo y parecía ser del mejor acero. Aunque la obra era desconocida para Ceres, inmediatamente pudo decir que era de la mejor calidad. En la misma hoja había una inscripción.


Cuando el corazón y la espada se encuentren, se dará la victoria

Estaba boquiabierta y la miraba asombrada.

“¿La forjaste tú?” preguntó, sin separar la vista de la espada.

Él asintió.

“Según la manera de hacer de la gente del norte”, respondió. “He trabajado en ella durante tres años. De hecho, solo esta hoja podría alimentar a nuestra familia durante todo un año”.

Ella lo miró.

“Entonces, ¿por qué no la vendemos?”

Él nego con la cabeza firmemente.

“No se hizo con este propósito”.

Él se acercó más y, para su sorpresa, se la puso delante de ella.

“Se hizo para ti”.

Ceres levantó la mano hacia su boca y soltó un soplido.

“¿Para mí?” preguntó, atónita.

Él hizo una amplia sonrisa.

“¿Realmente pensaste que olvidaría tu decimoctavo cumpleaños?” respondió.

Sintió que las lágrimas le inundaban los ojos. Nunca había estado más emocionada.

Pero después pensó en lo que él había dicho antes, acerca de que no quería que luchara y ella se sintió confundida.

“Y aún así”, respondió ella, “dijiste que no podía entrenar”.

“No quiero que mueras”, explicó él. “Pero veo dónde está tu corazón. Y esto no lo puedo controlar”.

Le colocó la mano debajo de la barbilla y le levantó la cabeza hasta que sus miradas se cruzaron.

“Estoy orgulloso de ti por ello”.

Le entregó la espada y cuando ella sintió el frío metal en su mano, se volvió uno con ella. El peso era perfecto para ella y parecía que la empuñadura había sido moldeada para su mano.

Toda la esperanza que había muerto antes ahora volvía a despertar en su pecho.

“No se lo cuentes a tu madre”, le advirtió. “Escóndela donde ella no pueda encontrarla o la venderá”.

Ceres asintió.

“¿Cuánto tiempo estarás fuera?”

“Intentaré volver para visitaros antes de la primera nevada”.

“¡Pero aún quedan meses!” dijo, echándose hacia atrás.

“Es lo que debo hacer…”

“No. Vende la espada. ¡Quédate!”

Él le puso una mano en la mejilla.

“Vender la espada nos ayudaría esta temporada. Y quizás la siguiente. ¿Pero después qué?” Él negó con la cabeza. “No. Necesitamos una solución a largo plazo”.

¿A largo plazo? De repente, entendió que su nuevo trabajo no iba a ser solo por unos meses. Podría llevarle años.

Su desánimo aumentó.

Él se adelantó, como si lo percibiera, y la abrazó.

Ella sintió cómo empezaba a llorar en sus brazos.

“Te echaré de menos, Ceres”, dijo por encima de su hombro. “Eres diferente a todos los demás. Cada día miraré a los cielos y sabré que tú estás bajo las mismas estrellas. ¿Harás lo mismo?”

Al principio quiso gritarle y decirle: ¿Cómo te atreves a dejarme aquí sola?

Pero en su corazón sentía que no podía quedarse y no quería hacérselo más difícil de lo que ya era.

Una lágrima le cayó por la cara. Ella resopló y asintió con la cabeza.

“Cada noche estaré bajo nuestro árbol”, dijo ella.

La besó en la frente y la rodeó con sus tiernos brazos. Las heridas de su espalda parecían cuchillos, pero ella apretó los dientes y se quedó en silencio.

“Te quiero, Ceres”.

Ella quería responder y, sin embargo, no pudo decir nada, las palabras se le habían quedado atascadas en la garganta.

Él trajo a su caballo del establo y Ceres le ayudó a cargarlo de comida, herramientas y provisiones. Él la abrazó por última vez y ella pensó que el pecho le iba a estallar por la tristeza. Pero todavía no podía pronunciar una sola palabra.

Él montó en el caballo y asintió con la cabeza antes de hacerle una señal al animal para que se pusiera en marcha.

Ceres le decía adiós con la mano mientras el se iba cabalgando y observó con firme decisión hasta que desapareció detrás de una colina lejana. El único amor verdadero que había conocido provenía de aquel hombre. Y ahora se había ido.

La lluvia empezó a caer del cielo y le pinchaba en la cara.

“¡Padre!” gritó lo más fuerte que pudo. “¡Padre, te quiero!”

Cayó de rodillas y hundió su cara en sus manos, llorando.

Sabía que la vida no volvería a ser la misma.




CAPÍTULO TRES


Con los pies doloridos y los pulmones ardiendo subía la empinada colina como podía sin derramar ni una gota de ninguno de los cubos que llevaba a los lados. Normalmente ella pararía para hacer una pausa, pero su madre la había amenazado sin desayuno a no ser que llegara al amanecer –y no desayunar significaba no comer hasta la cena. De todas formas, no le importaba el dolor –este, por lo menos, hacía que no pensara en su padre y en el triste nuevo estado de las cosas desde que él se fue.

El sol estaba justo ahora en la cima de las Montañas Alva a lo lejos, pintando las desperdigadas nubes de arriba de un rosa dorado y el suave viento susurraba a través de la hierba alta y amarilla que había a ambos lados del camino. Ceres inhaló el aire fresco de la mañana y decidió ir más rápida. Su madre no encontraría aceptable la excusa de que su pozo habitual se había secado o que había una larga cola en el otro que estaba a casi medio kilómetro. De hecho, no se detuvo hasta llegar a la cima de la colina y, una vez hecho, se paró en seco, aturdida por la visión que tenía ante ella.

Allá, en la distancia, estaba su casa y delante de ella había un carro de bronce. Delante de él estaba su madre, conversando con un hombre con tanto sobrepeso que Ceres pensó que nunca había visto a nadie que tuviera la mitad de su tamaño. Llevaba una túnica de lino de color bermellón y un sombrero de seda rojo y su larga barba era espesa y gris. Ella se fijó más, intentando comprender. ¿Era un mercader?

Su madre llevaba su mejor vestido, un vestido verde de lino que llegaba hasta el suelo que había adquirido hacía años con el dinero que se suponía que iba a servir para comprar zapatos nuevos a Ceres. Nada de todo esto tenía sentido.

Con indecisión, Ceres empezó a bajar la colina. Mantenía los ojos fijos en ella y cuando vio que aquel hombre mayor le pasaba una pesada bolsa de piel a su madre y la cara demacrada de su madre se iluminaba, todavía tuvo más curiosidad. ¿Había acabado su mala suerte? ¿Podría volver a casa su padre? Los pensamientos le aliviaron un poco el peso que tenía en el pecho, aunque no iba a emocionarse hasta conocer los detalles.

Cuando se acercaba a su casa, su madre se giró y le sonrió cálidamente e, inmediatamente, Ceres sintió un nudo de preocupación en su estómago. La última vez que su madre le había sonreído así –con los dientes y los ojos brillantes- Ceres había recibido un azote.

“Querida hija”, dijo su madre con un tono excesivamente dulce, abriendo los brazos hacia ella con una sonrisa que hizo que a Ceres se le cortara la sangre.

“¿Esta es la chica?” dijo el hombre mayor con una sonrisa de deseo y abriendo como platos sus pequeños ojos brillantes al mirar a Ceres.

Ya de cerca, Ceres podía para ver cada arruga en la piel de aquel hombre obeso. Su ancha nariz plana parecía ocupar toda su cara y, cuando se quitó el sombrero, su sudorosa cabeza calva brillaba con el sol.

Su madre fue tan campante hacia Ceres, le quitó los cubos y los colocó en la hierba chamuscada. Solo este gesto le confirmaba a Ceres que algo iba realmente mal. Empezó a sentir cómo una sensación de pánico crecía en su pecho.

“Le presento a mi orgullo y mi alegría, mi única hija, Ceres”, dijo su madre, fingiendo secarse una lágrima del ojo cuando no había ninguna. “Ceres, este es Lord Blaku. Por favor, presenta tus respetos a tu nuevo amo”.

Un golpe de miedo se le clavó a Ceres en el pecho. Respiró profundamente.

Ceres miró a su madre que, con la espalda hacia Lord Blaku, le hizo la sonrisa más malvada que jamás había visto.

“¿Amo?” preguntó Ceres.

“Para salvar a tu familia de la ruina económica y de la vergüenza pública, el bondadoso Lord Blaku nos ofreció a tu padre y a mí un generoso trato: un saco de oro a cambio de ti”.

“¿Qué?” dijo Ceres con la voz entrecortada, sintiendo cómo si estuviera clavada en la tierra.

“Ahora, sé la chica buena que yo sé que eres y presenta tus respetos”, dijo su madre, disparando una mirada de advertencia a Ceres.

“No lo haré”, dijo Ceres, dando un paso hacia atrás mientras inflaba el pecho, sintiéndose estúpida por no haberse dado cuenta de inmediato de que aquel hombre era un mercader y que la transacción era por su vida.

“Padre nunca me vendería”, añadió entre sus dientes apretados, mientras su horror e indignación crecían.

Su madre frunció el ceño y la agarró por el brazo, clavando sus uñas en la piel de Ceres.

“Si te portas bien, este hombre puede tomarte por esposa y, para ti, esto sería muy buena suerte”, dijo ella entre dientes.

Lord Blaku se lamió sus labios cortados y sus ojos ojerosos miraban de arriba abajo el cuerpo de Ceres con deseo.¿Cómo podía hacerle esto su madre? Ella sabía que su madre no la quería tanto como a sus hermanos, ¿pero esto?

“Marita”, dijo él con voz nasal. “Me dijiste que tu hija era hermosa, pero olvidaste decirme la criatura completamente maravillosa que es. Me atrevo a decir que jamás he visto a una mujer con los labios tan suculentos como los suyos, unos ojos tan apasionados y un cuerpo tan firme y exquisito”.

La madre de Ceres se puso una mano en el pecho y suspiró y Ceres sintió que podría vomitar allí mismo. Apretó los puños y soltó su brazo del agarre de su madre.

“Quizás tendría que haberle pedido más, si tanto le complace”, dijo la madre de Ceres, bajando la mirada como abatida. “Al fin y al cabo, ella es nuestra única querida hija”.

“Estoy dispuesto a pagar bien por esta belleza. ¿Serán suficientes otras cinco piezas de oro?” preguntó.

“Muy generoso por su parte”, respondió su madre.

Lord Blaku fue hasta el carro para coger más oro.

“Padre nunca estaría de acuerdo con esto”, dijo Ceres con desprecio.

La madre de Ceres dio un paso amenazador hacia ella.

“Oh, pero si fue idea de tu padre”, dijo su madre bruscamente, con las cejas subidas hasta media frente. Entonces Ceres supo que estaba mintiendo, siempre que hacía aquello estaba mintiendo.

“¿Realmente crees que tu padre te quiere a ti más de lo que me quiere a mí?” preguntó su madre.

Ceres parpadeó, preguntándose que tenía que ver eso con todo aquello.

“Yo nunca podría querer a alguien que se cree mejor que yo”, añadió.

“¿Nunca me quisiste?” preguntó Ceres, mientras su furia iba convirtiéndose en deseperación.

Con el oro en mano, Lord Blaku andó como con aires patosos hasta la madre de Ceres y se lo entregó.

“Tu hija bien vale cada pieza”, dijo. “Será una buena esposa y me dará muchos hijos”.

Ceres se mordió los labios por dentro y negó una y otra vez con la cabeza.

“Lord Blaku vendrá a buscarte por la mañana, o sea que ve hacia dentro y prepara tus pertenencias”, dijo la madre de Ceres.

“¡No lo haré!” gritó Ceres.

“Este siempre ha sido tu problema, chica. Solo piensas en ti misma. Este oro”, dijo su madre, sacudiendo la bolsa delante de la cara de Ceres, “mantendrá a tus hermanos con vida. Mantendrá a nuestra familia intacta, nos permitirá quedarnos en nuestro hogar y hacer reparaciones. ¿No se te ocurrió pensar en ello?”

Por un segundo, Ceres pensó que quizás estaba siendo egoísta, pero entonces se dio cuenta de que su madre estaba jugando de nuevo con su mente, usando el amor que Ceres tenía por sus hermanos contra ella.

“No se preocupe”, dijo la madre de Ceres dirigiéndose a Lord Blaku. “Ceres obedecerá. Lo único que tiene que hacer es ser firme con ella y se vuelve tan dócil como un cordero”.

Nunca. Jamás sería la esposa de aquel hombre o propiedad de alguien. Y nunca permitiría que su hambre intercambiara su vida por cincuenta y cinco piezas de oro.

“Jamás me iré con este mercader”, dijo de repente Ceres, lanzándole una mirada de asco.

“¡Niña desagradecida!” exclamó la madre de Ceres. “Si no haces lo que te digo, te pegaré tan fuerte que jamás volverás a caminar. ¡Ahora ve hacia dentro!”

El pensamiento de ser golpeada por su madre le trajo horribles y viscerales recuerdos; la remontó a aquel terrible momento cuando ella tenía cinco años y su madre la pegó hasta que todo se le puso negro. Las heridas de aquella paliza y muchas otras sanaron, sin embargo, las heridas en el corazón de Ceres nunca habían dejado de sangrar. Y ahora que sabía con seguridad que su madre no la quería, y que nunca lo había hecho, su corazón se le partió para siempre.

Antes de que pudiera responder, la madre de Ceres dio un paso adelante y le pegó tan fuerte en la cara que le empezó a sonar el oído.

Al principio, Ceres se quedó perpleja ante el repentino ataque y casi se echó hacia atrás. Pero entonces algo despertó en su interior. No se iba a encoger de miedo como siempre hacía.

Ceres dio una bofetada a su madre en la mejilla, tan fuerte que cayó al suelo, jadeando horrorizada.

Con la cara roja, la madre de Ceres se puso de pie, agarró a Ceres por el hombro y el pelo y le pegó un rodillazo en el estómago a Ceres. Cuando Ceres se inclinó hacia delante por el dolor, su madre le golpeó en la cara con la rodilla, haciéndola caer al suelo.

El mercader estaba allí y observaba, con los ojos abiertos como platos, riéndose por lo bajo, estaba claro que disfrutaba con la pelea.

Todavía tosiendo y respirando con dificultad por el ataque, Ceres se puso de pie tambaleándose. Gritando, se abalanzó sobre su madre, tirándola al suelo.

“Esto se acaba hoy, era lo único que pensaba Ceres. Todos aquellos años en que no había sido querida, en los que la habían tratado con desprecio alimentaban su ira. Ceres golpeó a su madre en la cara una y otra vez con los puños cerrados mientras caían por sus mejillas lágrimas de rabia y por sus labios se escapaban gemidos incontrolables.

Finalmente, su madre se quedó flácida.

Los hombros de Ceres temblaban con cada grito, sus entrañas se retorcían en su interior. Alzó la vista, nublada por las lágrimas, y miró al mercader con un odio incluso más intenso.

“Tú serás buena”, dijo Lord Blaku con una sonrisa astuta, mientras recogía la bolsa de oro del suelo y se la ataba a su cinturón de piel.

Antes de que pudiera reaccionar, sus manos ya estaban sobre ella. Cogió a Ceres y la montó en el carro, echándola al fondo en un movimiento rápido, como si fuera un saco de patatas. Su enorme masa y su fuerza eran demasiado para poderse resisitir. Cogiendo su muñeca con una mano y una cadena con la otra, dijo, “No soy tan estúpido como para pensar que todavía ibas a estar aquí por la mañana”.

Echó un vistazo al que había sido su hogar durante dieciocho años y sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar en sus hermanos y en su padre. Pero tenía que hacer una eleción si quería salvarse, antes de que la cadena estuviera alrededor de su tobillo.

Por eso, con un movimiento rápido, reunió toda su fuerza y se soltó del mercader, levantó la pierna y le golpeó en la cara lo más fuerte que pudo. Él cayó hacia atrás, fuera del carro y fue a parar al suelo.

Ella saltó del carro y corrió tan rápido como pudo por el camino de tierra, lejos de la mujer a la que juró no volver a llamar madre jamás, lejos de todo lo que había conocido y amado.




CAPÍTULO CUATRO


Rodeado por la familia real, Thanos se esforzaba por mantener una expresión agradable en su rostro mientras agarraba la copa de oro de vino y, sin embargo, no podía. Odiaba estar allí. Odiaba a aquella gente, su familia. Y odiaba asistir a reuniones reales, especialmente las que seguían a las Matanzas. Sabía cómo vivía la gente, lo pobres que eran y sentía lo insensata e injusta que toda aquella fastuosidad y arrogancia era. Daría lo que fuera por estar lejos de allí.

Cuando estaba con sus primos Lucio, Aria y Vario, Thanos no hacía ni el más mínimo esfuerzo por seguir su insignificante conversación. En su lugar, observaba a los invitados imperiales deambulando por los jardines de palacio, llevando sus togas y estolas, con sus falsas sonrisas y desprendiendo una falsa elegancia. Unos cuantos de sus primos se estaban tirando comida entre ellos mientras corrían por el cuidadísimo césped y entre las mesas repletas de comida y vino. Otros estaban recreando sus escenas favoritas de las Matanzas, riendo y burlándose de aquellos que habían perdido sus vidas hoy.

Centenares de personas, pensó Thanos, y ninguno de ellos era honesto.

“El mes que viene compraré tres combatientes” dijo Lucio, el mayor, con un tono estrepitoso mientras se secaba las gotas de sudor de la frente dando palmaditas con un pañuelo de seda. “Stefano no valía ni la mitad de lo que pagué por él y, si no estuviera muerto ya, yo mismo le hubiera atravesado una espada por luchar como una chica en la primera ronda”.

Aria y Vario rieron, pero Thanos no creyó que el comentario fuera gracioso. Consideraran o no las Matanzas como un juego, deberían respetar a los valientes y a los muertos.

“¿Y no visteis a Brennio?”, preguntó Aria, con sus grandes ojos azules totalmente abiertos. “Pensé seriamente en comprarlo, pero me lanzó una mirada presuntuosa mientras observaba cómo ensayaba. ¿Podéis creerlo?” añadió, mientras miraba hacia arriba y resoplaba.

“Y apesta como una mofeta”, añadió Lucio.

Todos, excepto Thanos, rieron de nuevo.

“Ninguno de nosotros lo hubiera elegido”, dijo Vario. “Aunque duró más de lo que esperaba, sus maneras fueron horribles”.

Thanos no pudo callar ni un segundo más.

“Brennio tenía la mejor forma de todo el circo”, interrumpió él. “No habléis del arte del combate como si tuvierais alguna idea del mismo”.

Los primos se quedaron en silencio y Aria abrió los ojos como platos mientras miraba hacia el suelo. Vario sacó pecho y cruzó los brazos. Se acercó más a Thanos, como para retarlo y la tensión podía sentirse en el aire.

“Bueno, olvidad a aquellos combatientes vanidosos”, dijo Ario, interponiéndose entre los dos para apaciguar la situación. Les hizo una señal a los chicos para que se reunieran a su alrededor y entonces susurró: “He escuchado un rumor disparatado. Un pajarito me dijo que el rey quiere que alguien de origen real compita en las Matanzas”.

Todos ellos intercambiaron una incómoda mirada mientras se quedaban en silencio.

“Es posible”, dijo Lucio. “Sin embargo, no seré yo. No deseo arriesgar mi vida por un estúpido juego”.

Thanos sabía que él podía eliminar a la mayoría de combatientes, pero matar a otro humano no era algo que deseara hacer.

“Lo que sucede es que te da miedo morir”, dijo Aria.

“No es así”, replicó Lucio. “¡Retíralo!”

A Thanos se le agotó la paciencia y se marchó.

Thanos vio que su prima lejana, Estefanía, merodeaba por allí como si estuviera buscando a alguien, probablemente a él. Unas semanas atrás, la reina había dicho que su destino era estar con Estefanía, pero Thanos no lo sentía así. Estefanía era tan consentida como el resto de los primos y él preferiría renunciar a su nombre, su herencia e incluso a su espada para no tener que casarse con ella. Era ciertamente hermosa, con su pelo dorado, su piel blanca como la leche, sus labios rojos como la sangre, pero si tenía que escucharla hablar una vez más de lo injusta que era la vida, pensaba que se cortaría las orejas.

Se apresuró a ir hacia los alrededores del jardín hacia los rosales, evitando el contacto visual con cualquiera de los asistentes. Pero justo al girar la esquina, Estefanía apareció ante él, con sus ojos marrones iluminados.

“Buenas tardes, Thanos”, dijo con una relumbrante sonrisa que hubiera hecho ir tras ella babeando a la mayoría de chicos. A todos menos a Thanos.

“Buenas tardes para ti también”, dijo Thanos y la rodeó para continuar caminando.

Ella levantó su estola y fue tras él como un molesto mosquito.

“No crees que es muy injusto cómo…” empezó.

“Estoy ocupado”, dijo Thanos bruscamente en un tono más duro de lo que pretendía, haciéndola jadear. Entonces se giró hacia ella. “Disculpa… Es solo que estoy cansado de todas estas fiestas”.

“¿Quizás te gustaría dar un paseo conmigo por los jardines?”, dijo Estefanía, levantando su ceja derecha mientras se acercaba.

Esta era justo la última cosa que quería.

“Escucha”, dijo él, “ya sé que la reina y tu madre tienen en mente de alguna manera que estemos juntos, pero…”

“¡Thanos!” escuchó detrás de él.

Thanos se dio la vuelta y vio al mensajero del rey.

“Al rey le gustaría que se reuniera con él en la glorieta ahora mismo”, dijo. “Y usted también, mi señora”.

“¿Puedo preguntar por qué?” preguntó Thanos.

“Hay mucho de lo que hablar”, dijo el mensajero.

Al no haber tenido conversaciones con el rey con regularidad en el pasado, Thanos se preguntaba qué podía implicar aquello.

“Por supuesto”, dijo Thanos.

Para su gran consternación, una radiante Estefanía entrelazó su brazo con el suyo y juntos siguieron al mensajero hasta la glorieta.

Cuando Thanos divisó varios de los consejeros del rey e incluso al príncipe de la corona ya sentados en los bancos y en las sillas, le resultó raro haber sido invitado también. Apenas tenía nada de valor para ofrecer a su conversación, pues sus opiniones sobre cómo se gobernaba el imperio discrepaban en gran medida con todas las de los que allí estaban. Lo mejor que podía hacer, pensó para sí mismo, era mantener la boca cerrada.

“Qué buena pareja hacéis”, dijo la reina con una cálida sonrisa cuando entraron.

Thanos se mordió el labio y le ofreció a Estefanía el asiento que estaba a su lado.

Una vez todos estuvieron en su sitio, el rey se puso de pie y los allí reunidos se quedaron en silencio. Su tío llevaba una toga que le llegaba por las rodillas, peo mientras las demás eran blancas, rojas y azules, la suya era morada, un color reservado solo para el rey. Alrededor de su sien, que se estaba quedando calva, había una corona de oro y sus mejillas y ojos todavía estaban caídos aunque estuviera sonriendo.

“Las masas cada vez están más rebeldes”, dijo con voz seria y lenta. Lentamente examinó todas las caras con la autoridad de un rey. “Ya ha llegado el momento de recordarles quién es el rey y aprobar leyes más severas. A partir de este día, doblaré el diezmo sobre todas las propiedades y la comida”.

Entonces vino un murmullo de sorpresa, seguido de gestos de aprobación.

“Una elección excelente, su excelencia”, dijo uno de sus consejeros.

Thanos no podía creer lo que escuchaba. ¿Doblar los impuestos de la gente? Al haberse mezclado con los plebeyos, sabía que los impuestos que se les exigían ya estaban más allá de lo que la mayoría de plebeyos se podían permitir. Había visto madres llorar la pérdida de sus hijos que habían muerto de hambre. Justo el día antes, él le había ofrecido comida a una vagabunda de cuatro años a quien se le marcaban todos los huesos bajo la piel.

Thanos tuvo que apartar la mirada para no tener que decir lo que pensaba sobre aquella insensatez.

“Y finalmente”, dijo el rey, “de ahora en adelante, para compensar la revolución clandestina que se está fomentando, el primer hijo nacido en cada familia servirá en el ejército del rey”.

Uno tras otro, la pequeña multitud elogió al rey por su sabia decisión.

Sin embargo, finalmente Thanos sintió que el rey se dirigía a él.

“Thanos”, dijo el rey por fin. “Te has quedado en silencio. ¡Habla!”

En la glorieta reinaba el silencio, mientras todas las miradas estaban puestas en Thanos. Él se puso de pie. Sabía que tenía que decir lo que pensaba, por la niña esquelética, por las afligidas madres, por los silenciados cuyas vidas parecían no importar. Necesitaba representarlos porque, si no lo hacía él nadie lo haría.

“Unas normas más severas no destrozarán la rebelión”, dijo, con el corazón golpeándole el pecho. “Tan solo la incentivará. Infundir el miedo a los ciudadanos y negarles la libertad no hará sino obligarlos a levantarse contra nosotros y unirse a la rebelión”.

Unos cuantos rieron, mientras otros hablaban entre ellos. Estefanía le cogió la mano e intentó callarlo, pero él la retiró.

“Un gran rey usa el amor, igual que el miedo, para gobernar a sus subordinados”, dijo Thanos.

El rey le lanzó una mirada intranquila a la reina. Se puso de pie y fue hasta Tanos.

“Thanos, eres un joven valiente al decir lo que piensas”, dijo, colocándole una mano en el hombro. “Sin embargo, ¿tu hermano pequeño no fue asesinado a sangre fría por esa misma gente, aquellos que se gobiernan a ellos mismos, como tú dices?”

Thanos enfureció. ¿Cómo se atrevía su tío a sacar la muerte de su hermano tan a la ligera? Durante años, Thanos había sentido dolor cada nocheantes de dormir mientras lamentaba la muerte de su hermano.

“Aquellos que asesinaron a mi hermano no tenían suficiente comida para ellos mismos”, dijo Thanos. “Un hombre desesperado buscará medidas desesperadas”.

“¿Cuestionas la sabiduría del rey?” preguntó la reina.

Thanos no podía creer que nadie más hablara en contra de esto. ¿No veían lo injusto que era? ¿No se daban cuenta de que aquellas nuevas leyes lanzarían fuego a la rebelión?

“Ni por un momento engañará a la gente haciéndoles creer que no quiere otra cosa que no sea su sufrimiento y su propio beneficio”, dijo Thanos.

Se escuchó un grito ahogado de desaprobación entre el grupo.

“Tus palabras son duras, sobrino”, dijo el rey, mirándolo a los ojos. “Casi pensaría que pretendes unirte a la rebelión”.

“¿O quizás ya eres parte de ella?” dijo la reina, levantando las cejas.

“No lo soy”, gritó Thanos.

La temperatura del aire de la glorieta subió y Thanos se dio cuenta de que, si no iba con cuidado, podrían acusarlo de traición, un crimen que podía castigarse con la muerte sin juicio.

Estefanía se levantó y tomó la mano de Thanos entre las suyas, sin embargo, perturbado por su cadencia, él la retiró rápidamente.

La expresión de Estefanía se derrumbó y bajó la mirada.

“Quizás con el tiempo verás los defectos de tus creencias”, le dijo el rey a Thanos. “Por ahora, nuestro resolución es la que vale y será implementada de inmediato”.

“Bien hecho”, dijo la reina con una sonrisa repentina. “Ahora, vamos a tratar el segundo punto de nuestro orden del día. Thanos, como hombre joven de dieciocho años, nosotros -tus soberanos imperiales- te hemos escogido una esposa. Hemos decidido que tú y Estefanía os caséis”.

Thanos lanzó una mirada a Estefanía, cuyos ojos estaban vidriosos por las lágrimas y tenía una expresión de preocupación dibujada en el rostro. Él se sentía asustado. ¿Cómo podían exigirle aquello?

“No puedo casarme con ella”, suspiró Thanos, con un nudo en el estómago.

Se oyeron murmullos entre la multitud y la reina se puso de pie tan rápido que su silla cayó hacia atrás con un chasquido.

“¡Thanos!” exclamó, con las manos apretadas contra sus costados. “¿Cómo osas desafiar al rey? Te casarás con Estefanía quieras o no”.

Thanos miró a Estefanía con ojos tristes mientras a ella le caían lágrimas por las mejillas.

“¿Crees que eres demasiado bueno para mí?” preguntó ella, mientras le temblaba el labio inferior.

El dio un paso hacia delante para consolarla lo poco que pudiera pero, antes de alcanzarla, ella salió corriendo de la glorieta, tapándose la cara con las manos mientras lloraba.

El rey se puso de pie, claramente furioso.

“Recházala, hijo”, dijo de repente con la voz fría y dura, resonando en toda la glorieta, “y te esperan las mazmorras”.




CAPÍTULO CINCO


Ceres corrió a toda velocidad, zigzagueando por las calles de la ciudad, hasta que sintió que sus piernas ya no podían sujetarla, hasta que sus pulmones quemaban tanto que podían explotar y hasta que supo con absoluta certeza que el mercader nunca la encontraría.

Finalmente, se desplomó en el suelo de un callejón entre basura y ratas, rodeando sus piernas con sus brazos, mientras le caían las lágrimas por sus mejillas calientes. Con su padre lejos y su madre queriéndola vender, no tenía a nadie. Si se quedaba en la calle y dormía en los callejones, acabaría muriendo de hambre o congelada hasta la muerte cuando llegara el invierno. Quizás esto sería lo mejor.

Durante horas estuvo sentada y llorando, con los ojos hinchados y su mente hecha un lío por la deseperación. ¿Adónde iba a ir ahora? ¿Cómo conseguiría dinero para sobrevivir?

El día se hizo largo hasta que, finalmente, decidió volver a casa, colarse en el cobertizo, coger las pocas espadas que quedaban y venderlas en palacio. De todos modos, hoy la esperaban. De esta manera, tendría dinero para unos cuantos días al menos hasta que se le ocurriera un plan mejor.

También cogería la espada que su padre le había regalado y que ella había escondido debajo de las tablas del suelo del cobertizo. Pero esta no la vendería, no. Hasta que no se encontrara cara a cara con la muerte, no abandonaría el regalo de su padre.

Fue corriendo despacio hasta su casa, observando con atención mientras avanzaba, por si veía caras conocidas o el carruaje del mercader. Cuando llegó a la última colina, se escabulló detrás de la hilera de casas y hasta el campo, caminando de puntillas por la tierra reseca, sin dejar de buscar por si veía a su madre.

Un ataque de culpabilidad apareció cuando recordó cómo había golpeado a su madre. Nunca quiso hacerle daño, ni incluso después de lo cruel que su madre había sido. Incluso ni con el corazón roto y sin remedio.

Al llegar a la parte de atrás del cobertizo, echó un vistazo por una grieta de la pared. Al ver que estaba vacío, entró en la sombría chabola y recogió las espadas. Pero justo cuando iba a levantar la tabla donde había escondido la espada, oyó voces que provenían del exterior.

Cuando se levantó y echó un vistazo a través de un pequeño agujero de la pared, vio horrorizada cómo su madre y Sartes se dirigían hacia el cobertizo. Su madre tenía un ojo morado y un moratón en la mejilla y, ahora al ver a su madre viva y bien, el saber que ella se lo había causado casi hacía sonreír a Ceres. Toda su furia brotaba de nuevo cuando pensaba en cómo su madre quiso venderla.

“Si te cojo pasándole comida a escondidas a Ceres, te azotaré, ¿me entiendes?” dijo su madre bruscamente mientras ella y Sartes andaban dando largos pasos por delante del árbol de su abuela.

Al no responder, su madre pegó a Sartes en la cara.

“¿Lo entiendes, chico?” dijo ella.

“Sí”, dijo Sartes bajando la vista, con una lágrima en el ojo.

“Y si alguna vez la ves, tráela a casa para que pueda darle una paliza que nunca olvidará”.

Empezaron a caminar de nuevo hacia el cobertizo y el corazón de Ceres de repente golpeaba de forma incontrolada. Agarró las espadas y se fue corriendo hacia la puerta de atrás tan rápida y silenciosamente como pudo. Justo cuando salía, la puerta delantera se abrió de par en par y ella se inclinó contra la pared exteriror y escuchó, las heridas de las garras del omnigato le escocían en la espalda.

“¿Quién anda allí?” dijo su madre.

Ceres aguantó la respiración y cerró con fuerza los ojos.

“Sé que estás ahí”, dijo su madre y esperó. “Sartes, ve a comprobar la puerta trasera. Está entornada”.

Ceres apretó las espadas contra su pecho. Oyó los pasos de Sartes mientras caminaba hacia ella y entonces la puerta se abrió con un chirrido.

Los ojos de Sartes se abrieron como platos al verla y se quedó sin aliento.

“¿Hay alguien allí?” preguntó su madre.

“Errr… no”, dijo Sartes, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas al cruzarse con los de Ceres.

Ceres articuló un “gracias” y Sartes le hizo un gesto con la mano para que se fuera.

Ella asintió con la cabeza y, con un peso en el corazón, se dirigió hacia el campo mientras la puerta trasera del cobertizo se cerraba de golpe. Más tarde volvería a por su espada.


*

Ceres se detuvo ante las puertas de palacio sudando, hambrienta y agotada, con las espadas en sus manos. Los soldados del Imperio que estaban de guardia la reconocieron claramente como la chica que entregaba las espadas de su padre y la dejaron pasar sin interrogarla.

Ella atravesó corriendo el patio adoquinado y después giró hacia la cabaña de piedra del herrero detrás de una de las cuatro torres. Entró.

De pie en el yunque delante de la caldera chispeante, el herrero daba martillazos a una espada brillante, el delantal de piel lo protegía de las chispas voladoras. La expresión de preocupación que había en su cara hizo que Ceres se preguntara qué iba mal. Era un hombre jovial de mediana edad y lleno de energía, que raramente estaba preocupado.

Su cabeza calva y sudorosa la recibió antes de que él se diera cuenta de que había entrado.

“Buenos días”, dijo al verla, haciéndole una señal con la cabeza para que dejara las espadas en la mesa de trabajo.

Ella atravesó la calurosa habitación llena de humo dando zancadas y las dejó, el metal traqueteó contra la superficie de madera quemada y raída.

Él negó con la cabeza , claramente preocupado.

“¿Qué sucede?” preguntó ella.

Él alzó la vista, con la preocupación en los ojos.

“Con todos los días que hay para ponerse enfermo”, murmuró.

“¿Bartolomeo?” preguntó ella, al ver que el joven armero de los combatientes no estaba allí como de costumbre, preparando frenéticamente las últimas pocas armas antes del entrenamiento para la pelea.

El herrero dejó de dar martillazos y alzó la vista con una expresión de enojo, arrugando sus pobladas cejas.

Negó con la cabeza.

“Y en día de pelea, de todos los días que hay”, dijo él. “Y no un día de pelea cualquiera”. Introdujo la espada en el carbón encendido del horno y se secó su frente empapada con la manga de su túnica. “Hoy, la realeza peleará contra los combatientes. El rey ha elegido a dedo a doce miembros de la realeza. Tres podrán participar”.

Ella comprendió su preocupación. Era su responsabilidad suministrar las armas y, si no lo hacía, su trabajo peligraba. Centenares de herreros estarían encantados de ocupar su puesto.

“Al rey no le gustará que nos falte un armero”, dijo ella.

Él apoyó sus manos en sus gruesos muslos y negó con la cabeza. Justo entonces, entraron dos soldados del Imperio.

“Estamos aquí para recoger las armas”, dijo uno, arrugando el entrecejo al ver a Ceres.

Aunque no estaba prohibido, ella sabía que estaba mal visto que las chicas trabajaran con las armas –un campo de hombres. Pero ella se había acostumbrado a los comentarios malvados y a las miradas de odio cada vez que hacía entregas en palacio.

“Aquí encontraréis el resto de las armas que el rey pidió para hoy” dijo el herrero a los soldados del Imperio.

“¿Y el armero?” exigió el soldado del Imperio.

Justo cuando el herrero abrió la boca para hablar, Ceres tuvo una idea.

“Soy yo”, dijo ella, mientras la emoción crecía en su pecho. “Yo soy la suplente hasta que vuelva Bartolomeo”.

Los soldados del Imperio la miraron durante un instante, atónitos.

Ceres apretó fuerte los labios y dio un paso al frente.

“He trabajado con mi padre y con el palacio toda mi vida, haciendo espadas, escudos y todo tipo de armas”, dijo.

Ella no sabía de dónde sacaba el coraje, pero se mantuvo firme y miró a los soldados a los ojos.

“Ceres…” dijo el herrero, con una mirada de pena.

“Probadme”, dijo ella, reforzando su decisión, esperando a que probaran sus habilidades. “No hay nadie que pueda ocupar el lugar de Bartolomeo excepto yo. Y si hoy os faltara el armero, ¿no se enfadaría bastante el rey?”

No estaba segura, pero se imaginaba que los soldados del Imperio y el herrero harían casi cualquier cosa para tener contento al rey. Especialmente hoy.

Los soldados del Imperio miraron al herrero y el herrero los miró a ellos. El herrero pensó por un instante. Y después otro. Finalmente, asintió con la cabeza. Extendió una plétora de armas encima de la mesa y, a continuación, le hizo un gesto para que procediera.

“Enséñanoslo entonces, Ceres”, dijo el herrero, con brillo en los ojos. “Conociendo a tu padre, probablemente te enseñó todo lo que se suponía que no sabías”.

“Y más”, dijo Ceres, sonriendo por dentro.





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Morgan Rice ha concebido lo que promete ser otra brillante serie, que nos sumerge en una fantasía de valor, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan ha conseguido de nuevo producir un fuerte conjunto de personajes que hará que los aclamemos a cada página…Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores a los que les gusta la fantasía bien escrita. Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre el Despertar de los dragones) De la autora #1 en ventas Morgan Rice llega una impactante serie nueva de fantasía. Ceres es una hermosa chica pobre de 17 años de la ciudad de Delos, en el Imperio, que vive una vida dura y cruel. Durante el día entrega las armas que su padre ha forjado a los campos de entrenamiento de palacio, y por la noche entrena en secreto con ellas, deseando ser una guerrera en una tierra donde las chicas tienen prohibido luchar. Pendiente de ser vendida como esclava, está desesperada. El Príncipe Thanos tiene 18 años y menosprecia todo lo que su familia real representa. Detesta la severa forma en que tratan a las masas, en especial la salvaje competición – las Matanzas- que tienen lugar en el corazón de la ciudad. Anhela liberarse de las restricciones de su educación, sin embargo, él, un buen guerrero, no ve el modo de escapar. ESCLAVA, GUERRERA, REINA cuenta una historia épica de amor, venganza, traición, ambición y destino. Llena de personajes inolvidables y acción vibrante, que nos transporta a un mundo que nunca olvidaremos y hace que nos enamoremos de nuevo del género fantástico. ¡Pronto se publicará el libro#2 en DE CORONAS Y GLORIA!

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