Книга - Canalla, Prisionera, Princesa

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Canalla, Prisionera, Princesa
Morgan Rice


De Coronas y Gloria #2
Morgan Rice ha concebido lo que promete ser otra brillante serie, que nos sumerge en una fantasía de valor, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan ha conseguido de nuevo producir un fuerte conjunto de personajes que hará que los aclamemos a cada página… Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores a los que les gusta la fantasía bien escrita. Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre el Despertar de los dragones) CANALLA, PRISIONERA, PRINCESA es el libro #2 en la serie de fantasía épica DE CORONAS Y GLORIA de la autora #1 en ventas Morgan Rice, que empieza con ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1) Ceres es una hermosa chica pobre de Delos, una ciudad del Imperio, que se ve obligada por real decreto a luchar en el Stade, la cruel arena donde vienen guerreros de todos los rincones del mundo para matarse los unos a los otros. Se enfrenta a feroces contrincantes y sus probabilidades de sobrevivir son escasas. Su única oportunidad está en recurrir a sus poderes más recónditos y hacer la transición, de una vez por todas, de esclava a guerrera. El príncipe Thanos, de 18 años, despierta en la isla de Haylon y descubre que su propia gente lo han apuñalado por la espalda y lo han dejado por muerto en la playa empapada de sangre. Capturado por los rebeldes, debe abrirse camino a la vida de nuevo poco a poco, descubrir quién intentó asesinarle y tratar de vengarse. Ceres y Thanos, separados por un mundo, no han perdido el amor que se tienen el uno al otro; pero en la corte del Imperio abundan las mentiras, la traición y la hipocresía y, mientras los envidiosos miembros de la realeza tejen complejas mentiras, a cada uno de ellos, por una trágica confusión, les hacen creer que el otro está muerto. Las decisiones que tomen determinarán sus destinos. ¿Sobrevivirá Ceres al Stade y se convertirá en la guerrera que debe ser? ¿Se recuperará Thanos y descubrirá el secreto que le han ocultado? Obligados a separarse, ¿volverán a encontrarse los dos? CANALLA, PRISIONERA, PRINCESA cuenta una historia épica de amor trágico, venganza, ambición y destino. Llena de personajes inolvidables y una acción que hará palpitar a tu corazón, nos transporta a un mundo que nunca olvidaremos y hace que nos enamoremos de nuevo de la fantasía. Un libro de fantasía lleno de acción que seguro que satisfará a los admiradores de las anteriores novelas de Morgan Rice, junto con los admiradores de obras como El ciclo del legado de Christopher Paolini… Los admiradores de la Ficción para jóvenes adultos devorarán este último trabajo de Rice y pedirán más. The Wanderer, A Literary Journal (sobre El despertar de los dragones) ¡Pronto se publicará el libro#3 en DE CORONAS Y GLORIA!







CANALLA, PRISIONERA, PRINCESA



(DE CORONAS Y GLORIA-LIBRO 2)



MORGAN RICE


Morgan Rice



Morgan Rice tiene el #1 en éxito de ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de once libros; de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspense post-apocalíptica compuesta de dos libros (y subiendo); y de la nueva serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS, compuesta de seis libros; y de la nueva serie de fantasía épica DE CORONAS Y GLORIA. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.

A Morgan le encanta escucharte, así que, por favor, visita www.morganrice.books (http://www.morganrice.books/) para unirte a la lista de correo, recibir un libro gratuito, recibir regalos, descargar la app gratuita, conocer las últimas noticias, conectarte con Facebook o Twitter ¡y seguirla de cerca!


Algunas opiniones sobre Morgan Rice



“Si pensaba que no quedaba una razón para vivir tras el final de la serie EL ANILLO DEL HECHICERO, se equivocaba. En EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES Morgan Rice consigue lo que promete ser otra magnífica serie, que nos sumerge en una fantasía de trols y dragones, de valentía, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan de nuevo ha conseguido producir un conjunto de personajes que nos gustarán más a cada página… Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores que disfrutan de una novela de fantasía bien escrita”.

--Books and Movie Reviews

Roberto Mattos



“Una novela de fantasía llena de acción que seguro satisfará a los fans de las anteriores novelas de Morgan Rice, además de a los fans de obras como EL CICLO DEL LEGADO de Christopher Paolini… Los fans de la Ficción para Jóvenes Adultos devorarán la obra más reciente de Rice y pedirán más”.

--The Wanderer, A Literary Journal (sobre El despertar de los dragones)



“Una animada fantasía que entrelaza elementos de misterio e intriga en su trama. La senda de los héroes trata sobre la forja del valor y la realización de un propósito en la vida que lleva al crecimiento, a la madurez, a la excelencia… Para aquellos que buscan aventuras fantásticas sustanciosas, los protagonistas, las estrategias y la acción proporcionan un fuerte conjunto de encuentros que se centran en la evolución de Thor desde que era un niño soñador hasta convertirse en un joven adulto que se enfrenta a probabilidades de supervivencia imposibles… Solo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para jóvenes adultos”.

--Midwest Book Review (D. Donovan, eBook Reviewer)



”EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico”.

-Books and Movie Reviews, Roberto Mattos

“En este primer libro lleno de acción de la serie de fantasía épica El anillo del hechicero (que actualmente cuenta con 14 libros), Rice presenta a los lectores al joven de 14 años Thorgrin “Thor” McLeod, cuyo sueño es alistarse en la Legión de los Plateados, los caballeros de élite que sirven al rey… La escritura de Rice es de buena calidad y el argumento intrigante”.

--Publishers Weekly


Libros de Morgan Rice



EL CAMINO DE ACERO

SOLO LOS DIGNOS (Libro #1)



DE CORONAS Y GLORIA

ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1)

CANALLA, PRISIONERA, PRINCESA (Libro#2)



REYES Y HECHICEROS

EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)

EL DESPERTAR DEL VALIENTE (Libro #2)

EL PESO DEL HONOR (Libro #3)

UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)

UN REINO DE SOMBRAS (Libro#5)

LA NOCHE DE LOS VALIENTES (Libro#6)



EL ANILLO DEL HECHICERO

LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)

UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)

UN DESTINO DE DRAGONES (Libro #3)

UN GRITO DE HONOR (Libro #4)

UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)

UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)

UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)

UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)

UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)

UN MAR DE ARMADURAS (Libro #10)

UN REINO DE ACERO (Libro #11)

UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)

UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)

UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)

UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)

UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)

EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)



LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA

ARENA UNO: TRATANTES DE ESCLAVOS (Libro #1)

ARENA DOS (Libro #2)

ARENA TRES (Libro #3)



VAMPIRA, CAÍDA

ANTES DEL AMANECER (Libro #1)



EL DIARIO DEL VAMPIRO

TRANSFORMACIÓN (Libro #1)

AMORES (Libro #2)

TRAICIONADA(Libro #3)

DESTINADA (Libro #4)

DESEADA (Libro #5)

COMPROMETIDA (Libro #6)

JURADA (Libro #7)

ENCONTRADA (Libro #8)

RESUCITADA (Libro #9)

ANSIADA (Libro #10)

CONDENADA (Libro #11)

OBSESIONADA (Libro #12)















¡Escucha la serie EL ANILLO DEL HECHICERO en su versión audiolibro!


Derechos Reservados © 2016 por Morgan Rice. Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora. Este libro electrónico está disponible solamente para su disfrute personal. Este libro electrónico no puede ser revendido ni regalado a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, tiene que adquirir un ejemplar adicional para cada uno. Si está leyendo este libro y no lo ha comprado, o no lo compró solamente para su uso, por favor devuélvalo y adquiera su propio ejemplar. Gracias por respetar el arduo trabajo de esta escritora. Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia. Imagen de la cubierta Derechos reservados Kiselev Andrey Valerevich, utilizada bajo licencia de Shutterstock.com.


ÍNDICE



CAPÍTULO UNO (#u0e10a27c-fc42-506a-a8a3-5244b19c24d1)

CAPÍTULO DOS (#u9a3c03cf-8934-5d98-8eb5-82092fc65c7c)

CAPÍTULO TRES (#ue44637fb-77cc-5194-9cfe-70481f97b828)

CAPÍTULO CUATRO (#ue6a9deb7-e160-53c7-ae5a-770de1457500)

CAPÍTULO CINCO (#uaa7cb5dc-4f00-54a8-9e6b-34bf5f5f5918)

CAPÍTULO SEIS (#u698f287f-f8ce-585d-b504-027b97708259)

CAPÍTULO SIETE (#u0b607909-3f5b-5408-8fcf-3c1343cbbf22)

CAPÍTULO OCHO (#u0f3d4b28-8102-5fbb-b966-53283af4b5d4)

CAPÍTULO NUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIEZ (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO ONCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DOCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TRECE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CATORCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO QUINCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIUNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIDÓS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTITRÉS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y UNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y DOS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y TRES (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y CINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y SEIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y SIETE (#litres_trial_promo)




CAPÍTULO UNO


“¡Ceres! ¡Ceres! ¡Ceres!”

Ceres sentía el canto de la multitud con la misma claridad que el ruido seco del latido de su corazón. Levantó su espada en agradecimiento, agarrándola con fuerza al hacerlo para examinar la piel. No le importaba que quizás supieran su nombre desde hacía solo unos instantes. Le bastaba que lo conocieran y que resonara en su interior, de manera que podía sentirlo casi como una fuerza física.

Al otro lado del Stade, mirándola, su contrincante, un combatiente enorme, caminaba de un lado a otro por la arena. Ceres tragó saliva al verlo, mientras el miedo crecía en su interior por mucho que quisiera reprimirlo. Sabía que esta podría muy bien ser la última lucha de su vida.

El combatiente daba vueltas de un lado a otro como un león enjaulado, blandiendo su espada en el aire dibujando arcos que parecían estar diseñados para exhibir sus protuberantes músculos. Con su coraza y su casco con visera parecía que hubiera sido esculpido en piedra. A Ceres le costaba creer que fuera solo de carne y hueso.

Ceres cerró los ojos y se armó de valor.

Puedes hacerlo, se dijo a sí misma. Puede que no ganes, pero debes enfrentarte a él con valor. Si tienes que morir, muere con honor.

Un toque de trompeta sonó en los oídos de Ceres, que se oyó por encima incluso del aullido de la multitud. Llenó la arena y, de repente, su contrincante se lanzó al ataque.

Era más rápido de lo que ella pensaba que un hombre tan grande podría serlo, llegó hasta ella antes de que tuviera ocasión de reaccionar. Lo único que Ceres pudo hacer para esquivarlo fue levantar el polvo mientras se apartaba del camino del guerrero.

El combatiente blandió su espada con las dos manos y Ceres se agachó, sintiendo la ráfaga de aire al pasar. Parecía estar derribando algo a hachazos, como un carnicero empuñando su cuchillo y cuando ella giró y paró el golpe, el impacto del metal contra el metal resonó en sus brazos. No pensaba que fuera posible que un guerrero pudiera ser así de fuerte.

Se alejó dando círculos y su contrincante la siguió con una desalentadora inevitabilidad.

Ceres escuchaba cómo su nombre se mezclaba con los gritos y los abucheos de la multitud. Se obligaba a concentrarse; mantenía los ojos fijos en su contrincante e intentaba recordar sus entrenamientos, pensando en todas las cosas que podían pasar a continuación. Intentó dar cuchilladas y después hizo rodar su muñeca para bloquear con su espada.

Pero el combatiente apenas refunfuñó cuando la espada le cortó un trozo de antebrazo.

Sonrió como si le hubiera gustado.

“Pagarás por esto”, la alertó. Su acento era marcado, de alguno de los rincones lejanos del Imperio.

De nuevo estaba sobre ella, obligándola a bloquear y esquivar y ella sabía que no podía arriesgarse a un choque frontal, no con alguien así de fuerte.

Ceres sintió que el suelo cedía bajo su pie derecho, una sensación de vacío donde debería haber un apoyo sólido. Bajó la vista y vio que la arena se vertía en un hoyo que había allá abajo. Por un instante, su pie colgó en el vacío y ella movía su espada a ciegas mientras luchaba por mantener el equilibrio.

El bloqueo del combatiente fue casi despectivo. Por un instante, Ceres estuvo segura de que iba a morir porque no había manera de detener completamente el golpe de vuelta. Sintió la sacudida del golpe contra su espada. Sin embargo, eso hizo que redujera la velocidad al impactar contra su armadura. Su coraza presionó su carne con una fuerza violenta mientras que, al detenerse, ella sintió un dolor ardiente cuando la espada pasó rápidamente por su clavícula.

Tropezó hacia atrás y, al hacerlo, vio que se abrían más hoyos por el suelo de la arena, como bocas de bestias hambrientas. Y entonces, desesperada, tuvo una idea: quizás podría usarlos a su favor.

Ceres rodeaba los bordes de los hoyos, con la esperanza de retrasar el momento en el que él se acercara.

“¡Ceres!” llamó Paulo.

Se giró y su armero arrojó una lanza corta en su dirección. La vara dio un golpe seco en su resbaladiza mano, la madera tenía un tacto áspero. La lanza era más corta que las que se hubieran usado en una batalla real, pero aún así era lo suficientemente larga para abrirse camino con su punta en forma de hoja a través de los hoyos.

“Te cortaré a rodajas una a una”, prometió el combatiente, acercándose lentamente.

Ceres pensó que con un combatiente tan fuerte lo mejor sería agotarlo. ¿Cuánto tiempo podría aguantar luchando alguien tan enorme? Ceres sentía que sus músculos ya le ardían y que el sudor caía por su cara. ¿Se sentiría igual de mal el combatiente al que se enfrentaba?

Era imposible de saber con certeza, pero era lo que le daba más esperanza. Así que ella esquivaba y golpeaba, usando la longitud de la lanza lo mejor que podía. Consiguió escurrirse entre las defensas del gigante guerrero pero, sin embargo, su espada tan solo conseguía repiquetear en su armadura.

El combatiente levantó polvo hacia los ojos de Ceres, pero esta se giró a tiempo. Se dio la vuelta de nuevo e hizo movimientos circulares con la espada por lo bajo, hacia sus desprotegidas piernas. Él esquivó aquel barrido de un salto, pero ella consiguió hacerle otro corte en el antebrazo al retirar la espada.

Ceres golpeaba por arriba y por abajo ahora, apuntando hacia las extremidades de su oponente. Aquel hombre grande esquivaba y paraba los golpes, intentando encontrar el modo de hacer algo más que tanteos, pero Ceres continuaba moviéndose. Apuntó hacia su cara, con la esperanza de por lo menos desviar su atención.

El combatiente cogió la lanza. La agarró detrás de su cabeza, tirándola hacia delante mientras daba un paso al lado. Ceres tuvo que soltarla, porque no quería arriesgarse a que aquel hombretón tirara de ella hacia su espada. Su contrincante partió la lanza en su rodilla con la misma facilidad con la que hubiera roto una ramita.

La multitud rugió.

Ceres sintió un sudor frío en la espalda. Por un instante, visualizó a aquel gigante rompiendo su cuerpo con la misma facilidad. Tragó saliva al pensarlo y preparó de nuevo su espada.

Agarraba la empuñadura con ambas manos cuando vinieron los siguientes golpes, pues era el único modo de absorber algo del poder de los ataques del combatiente. Aún así, era increíblemente difícil. A cada golpe parecía que ella era una campana golpeada por un martillo. Con cada uno de ellos parecía que un movimiento sísmico corría por sus brazos.

Ceres ya se sentía cansada por el ataque. Cada respiración le costaba, como si respirara a la fuerza. No tenía sentido intentar contraatacar ahora o hacer otra cosa que no fuera retroceder y esperar.

Y entonces sucedió. Lentamente, Ceres sintió que el poder brotaba dentro de ella. Vino con un calor, como las primeras brasas de una quema de maleza. Se quedó en la boca de su estómago, a la espera, y Ceres fue a por él.

La energía la inundaba. El mundo iba a menor velocidad, a paso de tortuga, y ella sintió de repente que tenía todo el tiempo del mundo para parar el siguiente ataque.

También tenía toda la fuerza. Lo bloqueó con facilidad y, a continuación, blandió su espada e hizo un corte en el brazo del combatiente en una nebulosa de luz y velocidad.

“¡Ceres! ¡Ceres!” rugió la multitud.

Ella vio cómo la ira del combatiente crecía a medida que el cántico de la multitud continuaba. Ella podía entender el por qué. Se suponía que debían cantar el nombre de él, proclamar su victoria y disfrutar la muerte de ella.

Él gritó y embistió hacia delante. Ceres esperó mientras se atrevió, obligándose a quedarse quieta hasta que él casi la alcanzó.

Entonces se dejó caer. Sintió el susurro de su espada pasando por encima de su cabeza, seguido de la áspera arena cuando sus rodillas tocaron el suelo. Se lanzó hacia delante, balanceando su espada en un arco que golpeó las piernas del combatiente al pasar.

Él tropezó de cara al suelo y la espada se le cayó de la mano.

La multitud enloqueció.

Ella lo observaba desde arriba, mirando al horrible daño que su espada había hecho en sus piernas. Por un instante, se preguntó si podría conseguir ponerse de pie incluso así, pero él se desplomó hacia atrás, girándose sobre su espalda y levantando una mano como si suplicara piedad. Ceres retrocedió y miró hacia la realeza que decidiría si el hombre que tenía enfrente viviría o moriría. En cualquier caso, decidió ella, no mataría a un guerrero indefenso.

Se escuchó otro toque de trompeta.

A continuación se escuchó un rugido mientras se abrían las puertas de hierro en el lateral de la arena y el tono fue suficiente para que un escalofrío recorriera a Ceres. En aquel instante, sintió que no era más que una presa, algo que debía cazarse, algo que tenía que correr. Osó alzar la vista hacia el cercado de la realeza, sabiendo que aquello debía ser intencionado. La lucha había terminado. Ella había ganado. Sin embargo, aquello no era suficiente. Entendió que iban a matarla de un modo u otro. No dejarían que saliera del Stade con vida.

Una criatura, más grande que un humano y cubierta por un pelo enmarañado, entró con un pesado movimiento. Unos colmillos sobresalían de su cara, parecida a la de un oso, mientras unas protuberancias espinosas lo hacían a lo largo de la espalda de la criatura. En los pies tenía unas garras tan largas como puñales. Ceres no sabía qué era, pero no le hacía falta para saber que sería mortífera.

La criatura con aspecto de oso se puso sobre sus cuatro patas y corrió hacia delante, mientras Ceres preparaba su espada.

Primero llegó hasta el combatiente caído y Ceres hubiera apartado la vista si se hubiera atrevido. El hombre gritó cuando esta se abalanzó sobre él, pero no hubo modo de salir rodando de su camino. Aquellas garras gigantes se clavaron hacia abajo y Ceres escuchó el crujido de su coraza al ceder. La bestia rugía mientras atacaba salvajemente a su antiguo contrincante.

Cuando alzó la vista, sus dientes estaban cubiertos de sangre. Miró hacia Ceres, le enseñó los dientes y embistió.

Apenas le dio tiempo de apartarse a un lado, mientras daba cuchilladas a su paso. La criatura soltó un grito de dolor.

Sin embargo, el mismo impulso arrancó la espada de sus manos, con la sensación de que podría arrancarle el brazo si no la soltaba. Observó horrorizada cómo su espada iba dando vueltas por la arena hasta ir a parar a uno de los hoyos.

La bestia continuaba avanzando y Ceres, frenética, bajó la vista hacia el lugar donde los dos trozos de la lanza rota estaban sobre la arena. Se lanzó hacia ellos, agarró uno de los trozos y rodó en un solo movimiento.

Mientras ella se levantaba sobre una rodilla, la criatura ya estaba atacando. Se dijo a sí misma que no podía correr. Esta era su única oportunidad.

Iba disparada hacia ella, el peso y la velocidad de aquella cosa hicieron que Ceres se pusiera de pie. No había tiempo para pensar, no había tiempo para tener tiempo. Ella atacaba con el trozo roto de su lanza, dando golpes una y otra vez con él mientras se le acercaban las garras de la bestia con aspecto de oso.

Su fuerza era terrible, demasiada para igualarla. Ceres sintió que sus costillas podían estallar por su presión, la coraza que llevaba crujía bajo la fuerza de la criatura. Sentía sus garras como un rastrillo sobre su espalda y sus piernas, la agonía la abrasaba por dentro.

Su pellejo era demasiado grueso. Ceres le daba más y más golpes, pero sentía que la punta de su lanza apenas penetraba su carne mientras la criatura la atacaba y sus garras rasgaban todos los trozos de piel que estuvieran al descubierto.

Ceres cerró los ojos. Con todas sus fuerzas, fue en busca del poder que tenía dentro, sin saber incluso si funcionaría.

Se sintió sobrecargada con una bola de poder. Entonces lanzó toda su fuerza hacia la lanza, arrojándola sobre el espacio donde ella esperaba que estuviera el corazón de la criatura.

La bestia chilló a la vez que retrocedía para apartarse de ella.

La multitud bramó.

Ceres, con el escozor que le provocaba el dolor de sus rasguños, salió como pudo de debajo de ella y se puso frágilmente de pie. Bajó la mirada hacia la bestia, que tenía la lanza clavada en el corazón, a la vez que daba vueltas y gimoteaba, haciendo un ruido que parecía demasiado pequeño para algo tan grande.

Entonces se puso rígida y murió.

“¡Ceres! ¡Ceres! ¡Ceres!”

El Stade se llenó de ovaciones nuevamente. Allá donde Ceres mirara, había gente aclamando su nombre. La nobleza y pueblo llano por igual parecían estar unidos por el canto, perdidos en aquel momento de su victoria.

“¡Ceres! ¡Ceres! ¡Ceres!”

Se empapó de ello. Era imposible que la sensación de adulación no la atrapara. Todo su cuerpo parecía vibrar con el canto que la rodeaba y ella extendió los brazos como para recibirlo todo. Se dio la vuelta dibujando lentamente un círculo, observando los rostros de aquellos que un día antes no habían ni oído hablar de ella, pero que ahora la trataban como si fuera la única persona del mundo que importara.

Ceres estaba tan prendida por aquel momento que apenas ya sentía el dolor de las heridas que había sufrido. Ahora le dolía el hombro y lo tocó con una mano. Al retirarla estaba empapada, aunque su sangre todavía era de un rojo vivo a la luz del sol.

Ceres miró fijamente aquella mancha durante varios segundos. La multitud todavía cantaba su nombre, pero el latir de su corazón en sus oídos de repente parecía mucho más fuerte. Alzó la vista hacia la multitud y le llevó un instante darse cuenta de que lo estaba haciendo sobre sus rodillas. No recordaba haber caído sobre ellas.

Por el rabillo del ojo, Ceres vio que Paulo se acercaba a toda prisa, pero parecía muy lejano, como si no tuviera nada que ver con ella. La sangre goteaba desde sus dedos hasta la arena, oscureciendo allá donde tocaba. Nunca se había sentido tan desubicada, tan mareada.

Y la última cosa de la que fue consciente fue que ya estaba cayendo de cara, hacia el suelo de la arena y sentía que sería incapaz de volverse a mover.




CAPÍTULO DOS


Thanos abrió lentamente los ojos, confuso mientras sentía que las olas golpeaban sus tobillos y sus muñecas. Bajo él, la áspera arena blanca de las playas de Haylon. Un rocío salado llenaba su boca de vez en cuando, haciendo difícil el respirar.

Thanos miró hacia los lados a lo largo de la playa, incapaz de hacer algo más que aquello. Incluso eso era una lucha, mientras perdía y recuperaba de nuevo la conciencia. En la distancia, le pareció distinguir las llamas y los ruidos de la violencia. Los gritos llegaban hasta él, junto al ruido del acero contra el acero.

La isla, recordó. Haylon. Su ataque había comenzado.

¿Entonces por qué estaba él tumbado sobre la arena?

Al dolor que tenía en el hombro le llevó un instante responder a aquella pregunta. Hizo un gesto de dolor al recordarlo. Recordó el momento en el que le clavaron la espada, hiriéndole en la parte superior de la espalda por detrás. Recordó la conmoción al haberlo traicionado el Tifón.

El dolor quemaba en el interior de Thanos, extendiéndose como una flor desde la herida que tenía en la espalda. Le dolía cada vez que respiraba. Intentó levantar la cabeza, pero solo consiguió desmayarse.

Cuando volvió a despertar, estaba de nuevo de cara a la arena y solo supo que el tiempo había pasado porque la marea había subido un poco y el agua golpeaba ahora su cintura en lugar de sus tobillos. Finalmente consiguió subir la cabeza lo suficiente para ver que habían otros cuerpos en la playa. Los muertos parecían cubrir el mundo, se extendían por las blancas playas tan lejos como le alcanzaba la vista. Vio hombres con la armadura del Imperio, tumbados donde habían caído, mezclados con los defensores que habían muerto protegiendo su hogar.

El hedor a muerto llenaba la nariz de Thanos e hizo todo lo que pudo para no vomitar. Nadie había separado a los amigos de los enemigos todavía. Esos detalles podían esperar hasta que la batalla hubiera finalizado. Quizás el Imperio dejaría que la marea se encargara de ello; al mirar hacia atrás vio sangre en el agua y Thanos vio cómo unas aletas sobresalían en las olas. Todavía no eran tiburones grandes, eran carroñeros más que depredadores, ¿pero cómo de grandes debían de ser para devorarlo antes de que subiera la marea?

Thanos sintió una ola de pánico. Intentó arrastrarse hacia la playa, tirando con sus brazos como si estuviera intentando escalar por la arena. Gritaba de dolor mientras avanzaba hacia delante, quizás la mitad del largo de su cuerpo.

La oscuridad le nubló la vista de nuevo.

Cuando volvió en sí, Thanos estaba de lado, mirando hacia arriba a dos figuras que estaban sentadas de cuclillas sobre él, tan cerca que podía haberlos tocado si hubiera tenido la fuerza para hacerlo. No parecían soldados del Imperio, no parecían soldados en absoluto y Thanos había pasado el tiempo suficiente rodeado de guerreros para distinguirlos. Estos, un hombre joven y otro mayor, parecían más bien granjeros, hombres corrientes que probablemente habían huido de sus casas para evitar la violencia. Sin embargo, aquello no significaba que fueran menos peligrosos. Ambos llevaban cuchillos y Thanos se preguntaba si podrían ser tan carroñeros como los tiburones. Él sabía que siempre había quien robaba a los muertos tras las batallas.

“Este todavía respira”, dijo el primero de ellos.

“Ya lo veo. Córtale el cuello y acabemos con esto”.

Thanos se puso tenso, su cuerpo se preparaba para luchar aunque no había nada que pudiera hacer entonces.

“Míralo”, insistió el más joven. “Alguien lo apuñaló por la espalda”.

Thanos vio que el hombre mayor frunció un poco el ceño al verlo. Fue por detrás de Thanos, fuera de su línea de visión. Thanos consiguió reprimir un grito de nuevo cuando el hombre le tocó el lugar donde la sangre todavía brotaba de la herida. Era un príncipe del Imperio. No iba a mostrar flaqueza.

“Parece que tienes razón. Ayúdame a levantarlo hasta donde los tiburones no lo alcancen. Los demás querrán ver esto”.

Thanos vio que el joven asentía con la cabeza y juntos consiguieron levantarlo, con la armadura y todo. Esta vez, Thanos gritó, incapaz de detener el dolor mientras tiraban de él por la playa.

Lo abandonaron como madera a la deriva, pasado el punto donde la marea había dejado atrás las algas, abandonándolo sobre la arena seca. Se fueron corriendo a toda prisa, pero Thanos estaba demasiado atrapado en el dolor para verlos marchar.

Para él no existía un modo de saber el tiempo que pasaba. Todavía escuchaba la batalla de fondo, con los gritos de violencia y de furia, con sus gritos de guerra y el sonido de los cuernos. Sin embargo, una batalla podía durar unos minutos o unas horas. Podía terminar tras el primer ataque o continuar hasta que ninguno de los bandos tuviera la fuerza para hacer otra cosa que no fuera marcharse dando tumbos. Thanos no tenía modo de saber qué caso era.

Finalmente, se acercó un grupo de hombres. Estos sí que parecían soldados, con la perspicacia más dura que solo tiene un hombre una vez ha luchado por su vida. Era fácil ver cual de ellos era el líder. El hombre alto y de pelo oscuro que estaba delante no llevaba la elaborada armadura que un general del Imperio podía tener, pero todos los que allí estaban lo miraban mientras el grupo se acercaba, obviamente a la espera de órdenes.

El recién llegado tendría probablemente unos treinta años o más, llevaba una barba corta tan oscura como el resto de su pelo y tenía una sobria constitución que, sin embargo, le daba un aspecto fuerte. Llevaba una espada en cada cadera y Thanos imaginó que no era solo para lucirlas, a juzgar por el modo en que sus manos se colocaban junto a las empuñaduras de forma automática. A Thanos le pareció por su gesto que estaba calculando cada ángulo que tenía de la playa, vigilando ante la posibilidad de una emboscada, siempre pensando con antelación. Sus ojos se clavaron en Thanos y la sonrisa que le siguió escondía un extraño humor tras ella, como si su propietario hubiera visto algo en este mundo que nadie más había visto.

“¿Me habéis traído hasta aquí para ver esto?” dijo, mientras los dos que habían encontrado a Thanos dieron un paso hacia delante. “¿Un soldado del Imperio moribundo con una armadura demasiado brillante para lo que él merece?”

“Un noble, no obstante”, dijo el mayor. “Se puede ver por su armadura”.

“Y lo han apuñalado por la espalda”, señaló el más joven. “Parece ser que sus propios hombres”.

“¿O sea que no es ni lo suficientemente bueno para la escoria que está intentando tomar nuestra isla?” dijo el líder.

Thanos vio que el hombre se acercó más y se arrodilló a su lado. Quizás tenía intención de acabar lo que el Tifón había empezado. Ningún soldado de Haylon sentiría ningún amor por aquellos que estaban en su bando del conflicto.

“¿Qué hiciste para que tu propio bando intentara asesinarte?” dijo el recién llegado, en una voz lo suficientemente baja para que tan solo Thanos pudiera oírlo.

Thanos consiguió reunir la fuerza para negar con la cabeza. “No lo sé”. Las palabras salieron cortadas y rotas. Aunque no hubiera estado herido, hubiera estado tumbado en la arena durante un buen rato. “Pero yo no quería esto. Yo no quería luchar aquí”.

Esto supuso otra de aquellas extrañas sonrisas que a Thanos le parecía que se estaban riendo del mundo aunque no había nada de lo que reírse.

“Y sin embargo aquí estás”, dijo el recién llegado. “No querías formar parte de la invasión, pero estás en nuestras playas, en vez de estar seguro en tu casa. No querías ofrecernos violencia, pero el ejército del Imperio está quemando casas mientras hablamos. ¿Sabes lo que está sucediendo más allá de la playa?”

Thanos negó con la cabeza. Incluso esto le dolía.

“Estamos perdiendo”, continuó el hombre. “Oh, estamos luchando duro, pero eso no importa. No con estas perspectivas. La batalla todavía rabia, pero eso solo se debe a que la mitad de mi bando es demasiado tozuda para reconocer la verdad. No tenemos suficiente tiempo para estas distracciones”.

Thanos vio que el recién llegado desenfundaba una de sus espadas. Parecía extremadamente afilada. Tan afilada que probablemente ni la notaría aunque se la clavara en el corazón. Sin embargo, el hombre hizo gestos con ella.

“Tú y tú”, les dijo a los hombres, “traed a nuestro nuevo amigo. Quizás tiene algún valor para el otro bando”. Hizo una sonrisa maliciosa. “Y si no es así, yo mismo lo mataré”.

La última cosa que Thanos sintió fueron unas manos fuertes que lo agarraban por debajo de sus brazos, tirando de él, arrastrándolo, antes de que le venciera de nuevo la oscuridad.




CAPÍTULO TRES


Berin sentía el dolor de la nostalgia mientras caminaba por la ruta hacia su hogar en Delos, la única cosa que le hacía continuar, los pensamientos de su familia, de Ceres. El pensamiento de volver a su hija era suficiente para hacerlo continuar, aunque los días de caminata le habían parecido arduos, los caminos bajo sus pies duros con surcos y piedras. Sus huesos ya no iban a rejuvenecer y ya sentía que la rodilla le dolía por el viaje, añadiéndose a los dolores de una vida dando martillazos y calentando metal.

Sin embargo, todo valía la pena para ver su casa de nuevo. Para ver a su familia. Era lo único que había deseado todo el tiempo que Berin había estado fuera. Ahora podía imaginarlo. Marita estaría cocinando al fondo de su humilde casa de madera, el olor flotando pasada la puerta delantera. Sartes estaría jugando en algún lugar por allí detrás, probablemente mientras Nesos lo observaba, aunque su hijo mayor hiciera ver que no lo hacía.

Y también estaría Ceres. Él amaba a todos sus hijos, pero con Ceres siempre había existido aquella conexión especial. Ella había sido la que lo había ayudado con la forja, la que se parecía más a él y la que parecía que era más probable que siguiera sus pasos. Dejar a Marita y a los chicos había sido un doloroso deber, necesario si debía proveer a su familia. Dejar a Ceres había sido para él como abandonar una parte de sí mismo al marchar.

Ahora era el momento de recuperarla.

A Berin le hubiera gustado traer noticias mejores. Caminaba por el sendero de gravilla que le llevaba de vuelta a casa con el ceño fruncido; todavía no era invierno, pero pronto llegaría. Él había planeado marcharse y encontrar trabajo. Los señores siempre necesitaban herreros que les proporcionaran armas para sus guardias, sus guerras, sus Matanzas. Pero resultó que a él no le necesitaban. Tenían a sus propios hombres. Hombres más jóvenes, más fuertes. Incluso el rey que había parecido que quería su trabajo había resultado querer al Berin de hacía diez años.

El pensamiento le dolía, sin embargo sabía que debía haber imaginado que no necesitaban un hombre con más pelos grises que negros en la barba.

Hubiera sido más doloroso si aquello no hubiera supuesto que tenía que volver a casa. Su hogar era lo que importaba a Berin, incluso aunque fuera poco más que un cuadrado de paredes de madera sin pulir, cubierto por un tejado de pasto. Su casa eran las personas que allí le esperaban y pensar en ellos era suficiente para acelerar sus pasos.

Sin embargo, cuando llegó a la cima de una colina y la vio por primera vez, Berin supo que algo iba mal. El estómago le dio un vuelco. Berin sabía lo que significaba estar en casa. A pesar de toda la aridez de la tierra que lo rodeaba, su hogar era un lugar lleno de vida. Allí siempre había ruido, ya fuera de alegría o a causa de las discusiones. En esta época del año siempre habría habido también al menos unos cuantos cultivos creciendo en el terreno que lo rodeaba, con verduras y pequeños arbustos con frutos del bosque, cosas resistentes que siempre producían al menos algo para alimentarlos.

Esto no era lo que veía ante él.

Berin rompió a correr tan rápido como pudo tras la larga caminata, la sensación de que algo iba mal le carcomía por dentro, sentía como si uno de sus tornillos le sujetara el corazón.

Agarró la puerta y la abrió de par en par. Pensó que quizás todo estaría en orden. Quizás lo habían divisado y todos estaban asegurándose de que su llegada fuera una sorpresa.

Dentro estaba sombrío, las ventanas tenían una capa de mugre. Y allí, una presencia.

Marita estaba en la habitación principal, removiendo una olla que olía demasiado agria para Berin. Se giró hacia él cuando entró y, al hacerlo, supo que no se había equivocado. Algo iba mal. Algo iba muy mal.

“¿Marita?” empezó él.

“Marido”. Incluso la manera llana en que lo dijo le decía que nada estaba como debería estar. En cualquier otra ocasión en la que él había estado fuera, Marita se había lanzado a sus brazos al entrar por la puerta. Siempre parecía estar llena de vida. Ahora parecía…vacía.

“¿Qué está pasando aquí?” preguntó Berin.

“No sé a qué te refieres”. De nuevo, había menos emoción de la que debería haber habido, como si algo se hubiera roto en su esposa, sacándole toda la alegría de su interior.

“¿Por qué está todo tan…tan tranquilo por aquí?” exigió Berin. “¿Dónde están nuestros hijos?”

“No están aquí ahora mismo”, dijo Marita. Se dirigió de nuevo a la olla como si todo fuera perfectamente normal.

“Entonces ¿dónde están?” Berin no iba a dejarlo correr. Él podía pensar que los chicos podrían haber ido corriendo hacia el arroyo más cercano o que tenían recados por hacer, pero por lo menos uno de sus hijos lo habría visto llegar a casa y habría estado allí para recibirlo. “¿Dónde está Ceres?”

“Oh sí”, dijo Marita y Berin pudo escuchar la amargura entonces. “Evidentemente tenías que preguntar por ella. No cómo me van las cosas a mí. No por nuestros hijos. Por ella”.

Berin nunca antes había escuchado ese tono en su mujer. Oh, siempre había sabido que había algo duro en Marita, más preocupada por ella misma que por el resto del mundo, pero ahora sonaba como si su corazón fuera cenizas.

Marita pareció calmarse entonces y la rapidez con que lo hizo hizo sospechar a Berin.

“¿Quieres saber lo que hizo tu adorada hija?” dijo ella. “Se marchó”.

El recelo de Berin aumentó. Él negó con la cabeza. “No me lo creo”.

Marita continuó. “Se marchó. No dijo a donde iba, solo nos robó lo que pudo al marchar”.

“No tenemos dinero para robarnos”, dijo Berin. “Y Ceres nunca haría esto”.

“Evidentemente te pondrás de su lado”, dijo Marita. “Pero se llevó… cosas que había por aquí, posesiones. Cualquier cosa que pensara que podría vender en el pueblo de al lado, conociéndola. Nos abandonó”.

Si aquello era lo que pensaba Marita, entonces Berin estaba seguro de que nunca había conocido realmente a su hija. O a él, si pensaba que se creería una mentira tan evidente. La agarró de los hombros con sus manos y, aunque no poseía toda la fuerza que una vez tuvo, Berin todavía era lo suficientemente fuerte para que su esposa pareciera frágil en comparación.

“¡Dime la verdad, Marita!” ¿Qué ha pasado aquí?” Berin la sacudió, como si de este modo su antigua versión volviera a la vida de un golpe y ella pudiera volver de repente a ser la Marita con la que se había casado años atrás. Lo único que consiguió con ello fue empujarla hacia atrás.

“¡Tus chicos están muertos!” exclamó Marita. Las palabras llenaron el pequeño espacio que había en su hogar, saliendo como un gruñido. Su voz cayó. “Esto es lo que ha sucedido. Nuestros hijos están muertos”.

Las palabras golpearon a Berin como la coz de un caballo que no quiere que le pongan la herradura. “No”, dijo él. “Es otra mentira. Tiene que serlo”.

No podía pensar en otra cosa que Marita pudiera haber dicho y que le hubiera dolido igual. Debía estar diciendo aquello para herirle.

“¿Cuándo decidiste que me odiabas tanto?” preguntó Berin, pues esta era la única razón en la que podía pensar para que su mujer le arrojara algo tan vil a él, usando la idea de la muerte de sus hijos como arma.

Ahora Berin vio lágrimas en los ojos de Marita. No había habido ninguna cuando ella había estado hablando de su hija, que supuestamente había huido.

“Cuando decidiste abandonarnos”, le respondió bruscamente su esposa. “¡Cuando tuve que ver morir a Nesos!”

“¿Solo a Nesos?” dijo Berin.

“¿No es suficiente?” le respondió gritando Marita. “¿O no te importan tus hijos?”

“Hace un momento dijiste que Sartes también estaba muerto”, dijo Berin. “¡Deja de mentirme, Marita!”

“Sartes también está muerto”, insistió su mujer. “Los soldados vinieron y se lo llevaron. Lo sacaron a rastras para formar parte del ejército del Imperio y es solo un chico. ¿Cuánto tiempo crees que sobrevivirá siendo parte de esto? No, mis dos hijos han desaparecido, mientras Ceres…”

“¿Qué?” exigió Berin.

Marita negó con la cabeza. “Si hubieras estado aquí, esto no hubiera sucedido probablemente”.

“Tú estabas aquí”, escupió Berin, temblando de pies a cabeza. “En eso quedamos. ¿Crees que me quería ir? Se suponía que tú ibas a cuidarlos mientras yo encontraba dinero para que pudiéramos comer”.

La desesperanza se apoderó de Berin entonces y sintió que empezaba a llorar, como no había llorado desde que era un niño. Su hijo mayor estaba muerto. De entre todas las otras mentiras que había dicho Marita, esta parecía ser cierta. La pérdida dejaba un agujero que parecía imposible de llenar, incluso con el dolor y la rabia que crecían en su interior. Se obligó a sí mismo a concentrarse en los demás porque parecía el único modo de frenar que aquello lo abrumara.

“¿Los soldados se llevaron a Sartes?” preguntó. “¿Los soldados Imperiales?”

“¿Piensas que te estoy mintiendo sobre esto?” preguntó Marita.

“Ya no sé qué creer”, respondió Berin. “¿Ni siquiera intentaste detenerlos?”

“Me apuntaban con un cuchillo al cuello”, dijo Marita. “Tuve que hacerlo”.

“¿Qué tuviste que hacer?” preguntó Berin.

Marita negó con la cabeza. “Tuve que llamarlo para que saliera. Me hubieran matado”.

“¿O sea que se lo entregaste a cambio?”

“¿Qué piensas que podía hacer?” exigió Marita. “Tú no estabas aquí”.

Y Berin probablemente se sentiría culpable de ello mientras viviera. Marita tenía razón. Quizás si se hubiera quedado, esto no hubiera sucedido. Sin embargo, el sentirse culpable no sustituía al dolor o a la rabia. Tan solo se les añadía. Aquello borboteaba dentro de Berin, parecía algo vivo que luchaba por salir.

“¿Qué pasó con Ceres?” exigió él. Sacudió de nuevo a Marita. “¡Dime!” Quiero la verdad esta vez. ¿Qué hiciste?”

Sin embargo, Marita solo se echó hacia atrás de nuevo y, esta vez, se sentó sobre sus piernas en el suelo y se acurrucó sin ni siquiera alzar la vista para mirarlo. “Descúbrelo por ti mismo. Yo soy la que ha tenido que vivir con esto. Yo, no tú”.

Una parte de Berin deseaba seguir sacudiéndola hasta que le diera una respuesta. Esta parte quería sacarle la verdad a la fuerza, costara lo que costara. Pero él no era ese tipo de hombre y sabía que nunca podría serlo. Solo pensar en ello le repugnaba.

No se llevó nada de la casa cuando se marchó. No había nada allí que quisiera. Cuando miró hacia atrás a Marita, tan envuelta totalmente en su propia amargura por haber abandonado a su hijo, intentó esconder lo que les había pasado a sus hijos, costaba creer que hubiera sucedido.

Berin salió al exterior, sacando con un parpadeo las últimas lágrimas que le quedaban. Cuando el brillo del sol le golpeó se dio cuenta de que no tenía ni idea de lo que iba a hacer a continuación. ¿Qué podía hacer? No podía ayudar a su hijo mayor, ya no, mientras los otros podían estar en cualquier sitio.

“No importa”, se dijo Berin a sí mismo. Sentía que la determinación dentro de él se convertía en algo parecido al hierro con el que trabajaba. “Esto no me detendrá”.

Quizás alguien por allí cerca había visto hacia donde habían ido. Seguro que alguien sabría dónde estaba el ejército y Berin sabía como cualquiera que un hombre que fabricaba espadas podría encontrar siempre un modo de acercarse al ejército.

Y en cuanto a Ceres…algo habría. Tenía que estar en algún lugar. Porque la alternativa era impensable.

Berin echó un vistazo al campo que rodeaba su casa. Ceres estaba por allí en algún lugar. Igual que Sartes. Las siguientes palabras las dijo en voz alta, porque hacerlo parecía convertirlo en una promesa, para sí mismo, para el mundo, para sus hijos.

“Os encontraré a los dos”, juró. “Cueste lo que cueste”.




CAPÍTULO CUATRO


Sartes corría entre las tiendas del campamento del ejército, respirando con dificultad, agarrando el pergamino en su mano y secándose el sudor de los ojos, sabiendo que si no llegaba pronto a la tienda de su comandante, lo azotarían. Se agachaba y zigzagueaba lo mejor que podía, a sabiendas de que su tiempo se estaba agotando. Ya lo habían detenido demasiadas veces.

Sartes ya tenía marcas de quemadura en sus espinillas de las veces que se había equivocado, su escozor era uno más entre muchos ahora. Parpadeaba, desesperado, mientras echaba un vistazo al campamento del ejército, intentando adivinar la dirección correcta para correr entre el interminable entramado de tiendas. Había letreros y estandartes que señalaban el camino, pero él todavía estaba intentando aprenderse los dibujos.

Sartes notó que algo le cogía el pie y a continuación se tambaleó, el mundo pareció ponerse del revés cuando cayó. Por un instante pensó que había tropezado con una cuerda, pero cuando alzó la vista vio a unos soldados riéndose. El que estaba a la cabeza era un hombre más mayor, con barba canosa de varios días y cicatrices de muchas batallas.

Entonces el miedo se apoderó de Sartes, pero también una especie de resignación; así era la vida en el ejército para un recluta como él. No exigió saber por qué el hombre lo había hecho, porque decir algo era un camino seguro hacia una paliza. Por lo que podía ver, prácticamente todo lo era.

En lugar de eso, se puso de pie y se sacudió todo el barro que pudo de la túnica.

“¿Qué estás haciendo, chaval?” exigió el soldado que le había hecho la zancadilla.

“Un encargo para mi comandante, señor”, dijo Sartes, levantando un trozo de pergamino para que el hombre lo viera. Él esperaba que aquello fuera suficiente para mantenerlo seguro. A menudo no lo era, a pesar de las normas que decían que las órdenes tenían prioridad por encima de cualquier otra cosa.

Desde el momento en que llegó allí, Sartes había aprendido que el ejército Imperial tenía un montón de normas. Algunas eran oficiales: sal del campamento sin permiso, niégate a cumplir órdenes, traiciona al ejército y te matarán. Ve por el camino equivocado, haz algo sin permiso y recibirás una paliza. Pero también había otras normas. Normas menos oficiales que era igual de peligroso romper.

“¿De qué encargo se trata?” exigió el soldado. Los demás se iban reuniendo alrededor ahora. En el ejército siempre faltaban fuentes de entrenamiento, así que si había la perspectiva de divertirse un poco a costa de un recluta, la gente prestaba atención.

Sartes hizo lo posible para parecer arrepentido. “No lo sé, señor. Solo tengo órdenes de entregar este mensaje. Puede leerlo si quiere”.

Aquel era un riesgo calculado. La mayoría de los soldados corrientes no sabía leer. Tenía la esperanza de que el tono no le valiera un coscorrón en la oreja por insubordinación, pero intentaba no mostrar miedo. No mostrar miedo era una de las normas que no estaban escritas. El ejército tenía al menos tantas de aquellas normas como de las oficiales. Normas acerca de a quien debías conocer para conseguir comida mejor. Acerca de quien conocía a quien y con quien debías tener cuidado, sin importar el rango. Conocerlas parecía la única manera de sobrevivir.

“¡Bien, entonces será mejor que continúes con él!” gritó el soldado, dando una patada a Sartes para que continuara moviéndose. Los que estaban allí se rieron como si fuera el mayor chiste que jamás hubieran visto.

Una de las más grandes normas no escritas parecía ser que los nuevos reclutas eran un blanco. Desde que llegó, a Sartes le habían dado puñetazos, bofetadas, palizas y empujones. Le habían hecho correr hasta desmayarse, para correr más a continuación. Le habían cargado con tantas herramientas que sentía que apenas podía mantenerse de pie, le habían hecho cargar con ellas, cavar hoyos en el suelo sin razón aparente y trabajar. Había escuchado historias de hombres en las filas a los que les gustaba hacer cosas peores a los nuevos reclutas. Incluso si morían, ¿qué le importaba al ejército? Estaban allí para ser arrojados al enemigo. Todos esperaban que murieran.

Sartes había esperado morir desde el primer día. Al final del mismo, había tenido la sensación incluso de desearlo. Se había acurrucado dentro de la tienda extremadamente delgada que le habían asignado y temblaba, con la esperanza de que el suelo se lo tragara. Increíblemente, el día siguiente había sido peor. Otro recluta nuevo, cuyo nombre Sartes desconocía, había sido asesinado aquel día. Lo habían atrapado intentando escapar y les hicieron mirar a todos su ejecución, como si se tratara de algún tipo de lección. La única lección que Sartes había podido ver era lo cruel que el ejército era con cualquiera que mostrara que tenía miedo. Entonces fue cuando empezó a intentar esconder su miedo, sin mostrarlo aunque estuviera allí de fondo casi a cada instante que estaba despierto.

Hizo un rodeo entre las tiendas, cambiando brevemente las direcciones para dejarse caer por una de las tiendas que hacían de cantina donde, un día antes, uno de los cocineros había necesitado ayuda para escribir un mensaje para mandar a casa. El ejército apenas alimentaba a sus reclutas y Sartes sentía cómo su estómago rugía ante la expectativa de comida, pero no comió lo que llevaba con él mientras corría hacia la tienda de su comandante.

“¿Dónde has estado?” exigió el oficial. Su tono dejaba claro que haberse retrasado por culpa de otros soldados no contaría como excusa. Pero para entonces, Sartes ya lo sabía. En parte era la razón por la que Sartes había ido a la tienda que servía de cantina.

“Recogiendo esto de paso, señor”, dijo Sartes, sujetando la tarta de manzana que había oído que era la favorita del oficial. “Sabía que no tendría ocasión de conseguirla por sí mismo hoy”.

El semblante del oficial cambió al instante. “Muy considerado, recluta…”

“Sartes, señor”. Sartes no se atrevía a sonreír.

“Sartes. Podríamos usar a algunos soldados que sepan cómo pensar. Aunque para la próxima vez, recuerda que primero vienen las órdenes”.

“Sí, señor”, dijo Sartes. “¿Hay algo que necesite que haga, señor?”

El oficial le hizo un gesto con la mano para que se fuera. “Ahora mismo no, pero recordaré tu nombre. Despachado”.

Sartes salió del pabellón del comandante sintiéndose mucho mejor que cuando había entrado. No estaba seguro de que aquel pequeño acto fuera suficiente para salvarlo del retraso que le habían ocasionado los soldados. Sin embargo, por ahora parecía haber evitado el castigo y había conseguido alcanzar la posición en la que un oficial sabía quién era.

Parecía el filo de un cuchillo, pero el ejército entero lo parecía para Sartes entonces. Hasta el momento, había sobrevivido en el ejército con su astucia y yendo un paso por delante de la peor violencia que había allí. Había visto asesinar a chicos de su edad o darles tal paliza que era evidente que pronto morirían. Aún así, no estaba seguro de cuánto tiempo sería capaz de soportarlo. Para un recluta como él, este era el tipo de lugar donde la violencia y la muerte solo podían aplazarse tanto tiempo.

Sartes tragaba saliva al pensar en todas las cosas que podían ir mal. Un soldado podía excederse con una paliza. Un oficial podía ofenderse por una diminuta acción y ordenar un castigo pensado para disuadir a los demás por su crueldad. Podían mandarlo a la batalla en cualquier momento y había escuchado que los reclutas iban a la línea del frente para “hacer limpieza de los débiles”. Incluso el entrenamiento podía ser mortífero, cuando al ejército de poco le servían las armas desafiladas y a los reclutas les daban poca instrucción real.

El miedo que se escondía detrás de todos aquellos era que alguien descubriera que había intentado unirse a Rexo y a los rebeldes. No había manera de que lo hicieran, pero incluso la más mínima posibilidad era suficiente para sobrepasar a todas las demás. Sartes había visto el cuerpo de un soldado acusado de simpatizar con los rebeldes. Su propia unidad había recibido órdenes de cortarlo en pedazos para demostrar su lealtad. Sartes no quería terminar así. Tan solo pensar en ello era suficiente para que se le apretara el estómago mucho más que por el hambre.

“¡Oye, tú!” llamó una voz y Sartes se sobresaltó. Era imposible deshacerse de la sensación de que quizás alguien había adivinado lo que estaba pensando. Se obligó a sí mismo a, por lo menos, parecer estar tranquilo. Al echar un vistazo Sartes vio a un soldado con la elaborada armadura musculosa de un sargento, con unas marcas de viruela en sus mejillas tan profundas que eran casi como otro paisaje. “¿Tú eres el mensajero del capitán?”

“Acabo de venir de llevar un mensaje para él, señor”, dijo Sartes. No era del todo mentira.

“Entonces ya me sirves. Ve y entérate por donde andan las carretas con mis suministros de madera. Si alguien te causa algún problema, le dices que te envía Venn”.

Sartes le hizo un saludo a toda prisa. “Enseguida, señor”.

Salió corriendo con el encargo, pero al irse no se centró en la misión que tenía entre manos. Tomó un camino más largo, un camino más enrevesado. Un camino que le permitiría espiar las afueras del campamento, sus embudos, un camino que le permitiría fisgonear en busca de puntos débiles.

Porque, muerto o no, Sartes iba a encontrar el modo de escapar aquella noche.




CAPÍTULO CINCO


Lucio se abría camino a la fuerza entre la multitud de nobles que había en la sala del trono del castillo, echando humo por el camino. Echaba humo por el hecho de tener que abrirse camino a empujones, cuando todos los que estaban allí deberían apartarse a un lado y hacerle una reverencia, cediéndole el paso. Echaba humo por el hecho de que Thanos se estaba llevando toda la gloria, aplastando a los rebeldes de Haylon. Pero por encima de todo echaba humo por el modo en que habían ido las cosas en el Stade. La zorra de Ceres había echado a perder sus planes una vez más.

Más adelante, Lucio vio que el rey estaba en una profunda conversación con Cosmas, el viejo loco de la biblioteca. Lucio pensó que la última vez que había visto al sabio anciano fue de niño, cuando a todos les hicieron aprender datos ridículos sobre el mundo y su funcionamiento. Pero no, aparentemente, tras haber entregado aquella carta, que mostraba la verdadera traición de Ceres, Cosmas consiguió que el rey fuera todo oídos para él.

Lucio continuaba abriéndose camino hacia delante a la fuerza. A su alrededor, escuchaba los nobles de la corte en sus pequeñas conspiraciones. No muy lejos vio a su prima lejana Estefanía, riéndose del chiste que alguna otra noble con un aspecto perfecto había hecho. Ella echó un vistazo, aguantando la mirada a Lucio el tiempo suficiente para sonreírle. Lucio decidió que realmente era una cabeza hueca. Pero hermosa. Pensó que, quizás en el futuro, tendría la oportunidad de pasar más tiempo cerca de aquella chica noble. Él era como mínimo tan impresionante como Thanos, según cualquier valoración.

Sin embargo, por ahora, la rabia de Lucio por lo que había sucedido era demasiado grande incluso para que aquellos pensamientos lo distrajesen. Siguió sigilosamente hasta el pie de los tronos, justo hasta el borde de la tarima elevada.

“¡Todavía vive!” soltó mientras se acercaba al trono. No le importó que fuera lo suficientemente alto para que se oyera en toda la sala. Que lo escuchen, decidió. El hecho de que Cosmas estuviera todavía susurrando al rey y a la reina no cambiaba nada. Lucio se preguntaba qué interés podía tener lo que dijera un hombre que pasaba el tiempo entre pergaminos.

“¿Me oyeron?” dijo Lucio. “La chica está…”

“Viva todavía, sí”, dijo el rey, parándolo con la mano levantada para pedir silencio. “Estamos hablando de cuestiones más importantes. Thanos ha desaparecido en la batalla de Haylon”.

El gesto no era sino algo más que incrementaba la rabia de Lucio. Lo estaban tratando como a un sirviente al que se tiene que hacer callar, pensó. Aún así, esperó. No podía permitirse enfurecer al rey. Además, le llevó uno o dos segundos asimilar lo que acababa de escuchar.

¿Thanos había desaparecido? Lucio intentaba interpretar cómo le afectaba aquello. ¿Cambiaría esto su posición dentro de la corte? Volvió a echar un vistazo a Estefanía, meditabundo.

“Gracias, Cosmas”, dijo al fin la reina.

Lucio vio cómo el sabio descendía hasta la multitud de nobles que estaban observando. No fue hasta entonces que el rey y la reina le prestaron atención. Lucio intentaba mantenerse derecho. No permitiría que los demás vieran el resentimiento que ardía en su interior al menor insulto. Si alguien más lo hubiera tratado de aquella manera, él ya lo hubiera matado.

“Estamos al corriente de que Ceres sobrevivió a las últimas Matanzas”, dijo el Rey Claudio. Para Lucio, apenas parecía enojado por ello, y mucho menos ardiendo con la misma rabia que le inundaba a él al pensar en la campesina.

Pero, claro, pensó Lucio, el rey no ha sido derrotado por la chica. No una vez, sino dos, porque ella también lo había vencido con algún engaño cuando fue a su habitación para darle una lección. Lucio sentía que tenía toda la razón, todo el derecho, de tomarse su supervivencia como algo personal.

“Entonces ya estarán al corriente de que no se puede permitir que esto continúe”, dijo Lucio. No pudo mantener su tono tan elegante como debería ser. “Deben hacer algo con ella”.

“¿Debemos?” dijo la Reina Athena. “Cuidado, Lucio. Todavía somos tus gobernantes”.

“Con respeto, sus majestades”, dijo Estefanía y Lucio observó cómo se deslizaba hacia delante, con su ceñido vestido de seda. “Lucio tiene razón. Ceres no debe continuar con vida”.

Lucio vio que el rey estrechaba los ojos ligeramente.

“¿Y qué sugieres que hagamos?” exigió el Rey Claudio. ¿Qué la arrastremos hasta la arena y le cortemos la cabeza? Estefanía, tú eres la que sugirió que debía luchar. No puedes quejarte si no muere lo suficientemente rápido para tu gusto”.

Lucio comprendía esa parte, por lo menos. No había un pretexto para su muerte y la gente parecía exigir eso para aquellos que les gustaban. Más sorprendentemente aún, ellos parecían quererla. ¿Por qué? ¿Por qué sabía luchar un poco? Según Lucio, cualquier estúpido podía hacerlo. Muchos estúpidos lo hacían. Si la gente tenía algún juicio, darían su amor a quien lo merecía: a sus legítimos gobernantes.

“Comprendo que no puede ser simplemente ejecutada, su majestad”, dijo Estefanía, con una de aquellas sonrisas inocentes que Lucio había notado que hacía tan bien.

“Me alegra que lo comprendas”, dijo el rey claramente enojado. “¿También comprendes lo que sucedería si ahora resultara herida?” ¿Ahora que ha luchado? ¿Ahora que ha ganado?”

Evidentemente Lucio lo comprendía. No era ningún niño para el cual la política era un paisaje extraño.

Estefanía lo resumió. “Avivaría la revolución, su majestad. La gente de la ciudad podría rebelarse”.

“No existe un “podría” en esto”, dijo el Rey Claudio. “Tenemos el Stade por una razón. El pueblo tiene sed de sangre y les damos lo que están buscando. Esta necesidad de violencia puede girarse en nuestra contra con la misma facilidad”.

Lucio se rio de aquello. Costaba creer que un rey realmente pensara que el populacho de Delos sería capaz alguna vez de borrrarlos del mapa. Eran gentuza. Dales una lección, pensó. Mata a suficientes de ellos, muéstrales las consecuencias de sus actos con suficiente dureza y pronto los tendrás a raya.

“¿Hay algo que te haga gracia, Lucio?” le preguntó la reina y Lucio escuchó la afilada astucia en ello. Al rey y a la reina no les gustaba que se rieran de ellos. Sin embargo, gracias a Dios, tenía una respuesta.

“Es tan solo que la respuesta a todo esto parece evidente”, dijo Lucio. “No estoy pidiendo que Ceres sea ejecutada. Estoy diciendo que subestimamos sus habilidades como luchadora. La próxima vez, no debemos hacerlo”.

“¿Y darle la excusa para hacerse más popular si gana?” preguntó Estefanía. “La gente la quiere por su victoria”.

Lucio sonrió ante esto. “¿Has visto la manera en que reaccionaron los plebeyos en el Stade?” preguntó. Él entendía esta parte, aunque los demás no lo hicieran.

Vio cómo Estefanía resoplaba. “Procuro no mirar, primo”.

“Pero los habrás escuchado. Gritan los nombres de sus favoritos. Aúllan por la sangre. Y cuando sus favoritos caen, ¿entonces qué sucede?” Miró a su alrededor, en parte esperando a que alguien tuviera una respuesta para él. Ante su decepción, nadie la tenía. Quizás Estefanía no era lo suficientemente inteligente para verlo. A Lucio eso no le importaba.

“Llaman los nombres de los nuevos ganadores”, explicó Lucio. “Lo quieren tanto como querían a los anteriores. Oh, ahora exigen a esta chica, pero cuando cuando esté tumbada en la arena sangrando, aullarán por su muerte tan rápidamente como para cualquier otro. Solo tenemos que amontonar las posibilidades un poco más contra ella”.

El rey parecía estar meditando sobre ello. “¿Qué tienes en mente?”

“Si esto nos sale mal”, dijo la reina, “todavía la querrán más”.

Finalmente, Lucio sintió que su rabia era sustituida por algo más: satisfacción. Echó una mirada hacia las puertas de la sala del trono, donde uno de sus asistentes estaba de pie esperando. Un chasquido de sus dedos fue suficiente para que el hombre echara a correr, pero entonces, todos los sirvientes de Lucio aprendieron rápidamente que enfurecerlo era cualquier cosa menos sensato.

“Yo tengo un remedio para esto”, dijo Lucio, haciendo un gesto hacia la puerta.

El hombre encadenado que entró hacía fácilmente más de dos metros de altura, tenía la piel negra como el ébano y unos músculos que sobresalían por debajo de la corta falda plegada que llevaba. Su carne estaba cubierta de tatuajes; el mercader que le había vendido el combatiente le había contado a Lucio que cada uno de ellos representaba a un rival que había matado en un solo combate, tanto dentro del Imperio como en las tierras lejanas del sur donde lo habían encontrado.

Aún así, lo más intimidante de todo no era el tamaño del hombre o su fuerza. Era la mirada de sus ojos. Había algo en ellos que simplemente no parecía comprender cosas como la compasión o la misericordia, el dolor o el miedo. Podría haberles arrancado las extremidades una tras otra alegremente sin sentir nada en absoluto. En el torso del guerrero había cicatrices, donde los cuchillos le habían impactado. Lucio no podía imaginar que aquella expresión cambiara ni incluso entonces.

Lucio disfrutaba al ver las reacciones de los demás al ver al luchador, encadenado como una bestia salvaje y caminando decididamente entre ellos. Algunas mujeres hicieron pequeños ruidos de miedo, mientras los hombres daban un paso hacia atrás y parecían percibir instintivamente lo peligroso que era aquel hombre. El miedo parecía favorecer que hubiera un vacío ante él y Lucio disfrutaba del efecto que tenía aquel combatiente. Vio cómo Estefanía daba un paso hacia atrás a toda prisa para apartarse del camino y Lucio sonrió.

“Le llaman el Último Suspiro”, dijo Lucio. “Jamás ha perdido una pelea y nunca deja a un rival con vida. Decid hola”, dijo sonriendo maliciosamente, “al próximo -y último- rival de Ceres”.




CAPÍTULO SEIS


Cuando Ceres despertó todo estaba oscuro, solo la luz de la luna que se colaba a través de los postigos y una única vela parpadeando iluminaban la habitación. Ella luchaba por recuperar la conciencia, recordando. Recordaba las garras de la bestia desgarrándola y solo el recuerdo parecía bastar para reunir el dolor en ella. Este estalló en su espalda al darse media vuelta para ponerse de lado, lo suficientemente ardiente y repentino para hacerla gritar. El dolor la consumía todo el rato.

“Oh”, dijo una voz, “¿te duele?”

Una silueta apreció ante sus ojos. Al principio Ceres era incapaz de reconocer los detalles, pero poco a poco se pusieron en su sitio. Estefanía estaba sobre su cama, tan pálida como los rayos de luz de luna que la envolvían, formando una figura perfecta de la inocente noble, que estaba allí para visitar a los enfermos y heridos. Ceres no tenía ninguna duda de que era intencionado.

“No te preocupes”, dijo Estefanía. Para Ceres, las palabras todavía parecían venir de muy lejos, luchando por abrirse camino entre la niebla. “Los curanderos de aquí te dieron algo para ayudarte a dormir mientras te cosían. Parecían bastante impresionados porque seguías con vida y querían sacarte todo el dolor”.

Ceres vio que sostenía una pequeña botella. Era de un verde apagado en contraste con la palidez de la mano de Estefanía, tapada con un corcho y brillante por el borde. Ceres vio que la chica noble sonreía y aquella sonrisa parecía estar hecha de puntas afiladas.

“A mí no me impresiona que hayas logrado vivir”, dijo Estefanía. “Esta no era para nada la idea”.

Ceres intentó alcanzarla con la mano. En teoría, este debería ser el momento perfecto para escapar. Si hubiera tenido más fuerza, podría haber pasado por delante de Estefanía y haber ido hacia la puerta. Si hubiera encontrado el modo de combatir la nubosidad que parecía llenar su cabeza hasta el punto más álgido, podría haber agarrado a Estefanía y obligado a ayudarla a escapar.

Pero parecía que su cuerpo solo la obedecía de forma perezosa, reaccionando bastante tiempo después de lo que ella quería. Era lo único que Ceres pudo hacer para incorporarse envuelta con sus sábanas e incluso esto le trajo una ráfaga de agonía.

Vio que Estefanía pasaba un dedo por debajo de la botella que sostenía. “Oh, no te preocupes, Ceres. Existe una razón por la que te sientes tan indefensa. Los curanderos me pidieron que me asegurara de que te tomabas la dosis de tu medicina, y así lo hice. En parte, por lo menos. Lo suficiente para mantenerte dócil. No lo suficiente para quitarte el dolor, en realidad”.

“¿Qué he hecho para que me odies tanto?” preguntó Ceres, aunque ya conocía la respuesta. Ella había estado cerca de Thanos y él la había rechazado. “¿Tanto te importa realmente tener a Thanos como marido?”

“No se entienden tus palabras, Ceres”, dijo Estefanía, con otra de aquellas sonrisas en las que Ceres no veía ninguna amabilidad de fondo. “Y yo no te odio. El odio significaría, de algún modo, que tú mereces ser mi enemiga. Dime, ¿sabes algo sobre el veneno?”

Tan solo mencionarlo fue suficiente para que el corazón de Ceres se acelerara y la ansiedad creciera en su pecho.

“El veneno es un arma muy elegante”, dijo Estefanía, como si Ceres no estuviera ahí. “Mucho más que los cuchillos y las lanzas. ¿Piensas que eres tan fuerte porque juegas a las espadas con todos los combatientes de verdad? Sin embargo, podría haberte envenenado fácilmente mientras dormías. Podría haberle añadido algo a la bebida que te tomas antes de dormir. Sencillamente, podría haberte dado tanto que no levantaras jamás”.

“Se hubieran enterado”, consiguió decir Ceres.

Estefanía encogió los hombros. “¿Les hubiera importado? En cualquier caso, hubiera sido un accidente. Pobre Estefanía, intentaba ayudar, pero realmente no sabía lo que hacía, le dio a nuestra nueva combatiente demasiada medicina”.

En tono de burla, se tapó la boca con la mano como si se sorprendiera. Era la mímica perfecta del remordimiento y la sorpresa, incluso por la lágrima que brillaba en el rabillo de su ojo. Cuando volvió a hablar, a Ceres le sonó diferente. Su voz estaba llena de lamento y recelo. Incluso estaba un poco agarrada, como si estuviera reprimiendo la necesidad de llorar.

“Oh, no. ¿Qué he hecho? Yo no quería. Yo pensaba…¡Pensaba que lo había hecho exactamente como me dijeron!”

Entonces se rio y, en aquel instante, Ceres vio cómo era realmente. Pudo ver el papel que tan cuidadosamente interpretaba Estefanía todo el tiempo. ¿Cómo no se daba cuenta nadie? se preguntaba Ceres. ¿Cómo no veían lo que había detrás de aquellas hermosas sonrisas y la delicada risa?

“Todos piensas que soy estúpida, ¿sabes?” dijo Estefanía. Ahora estaba más erguida y a Ceres le pareció mucho más peligrosa que antes. “Me cuido mucho de asegurarme que piensen que soy estúpida. Oh, no estés tan preocupada, no voy a envenenarte”.

“¿Por qué no?” preguntó Ceres. Ella sabía que debía de haber una razón.

A la luz de la vela vio que el gesto de Estefanía se endurecía, el ceño fruncido arrugaba la piel de su frente, suave por otro lado.

“Porque esto sería demasiado fácil”, dijo Estefanía. “Después del modo en que Thanos y tú me humillasteis, quiero veros sufrir. Los dos os lo merecéis”.

“No hay nada más que puedas hacerme”, dijo Ceres, aunque en aquel momento no parecía que fuera así. Estefanía podía haber ido hacia su cama y la podía haber herido de cien maneras diferentes y Ceres sabía que hubiera estado indefensa para detener aquello. Ceres sabía que la noble no tenía ni idea de luchar, pero ahora mismo la podría vencer fácilmente.

“Por supuesto que lo hay”, dijo Estefanía. “En el mundo existen armas incluso mejores que el veneno. Las palabras adecuadas, por ejemplo. Vamos a ver. ¿Cuáles de ellas te dolerán más? Tu querido Rexo está muerto, por supuesto. Vamos a empezar con esto”.

Ceres intentó que la conmoción no se reflejara para nada en su rostro. Intentaba que el dolor no se elevara lo suficiente como para que la noble pudiera verlo. Pero por la mirada de satisfacción en la cara de Estefanía, supo que debía haber algún destello.

“Murió luchando por ti”, dijo Estefanía. “Pensé que querrías saber esta parte. Esto lo hace mucho más… romántico”.

“Mientes”, insistió Ceres, pero en algún lugar en su interior sabía que no era así. Solo diría una cosa así si fuera una verdad que Ceres pudiese comprobar, algo que dolería y continuaría doliendo cuando descubriera la realidad que había en ello.

“No me hace falta mentir. No cuando la verdad es mucho mejor”, dijo Estefanía. “Thanos también está muerto. Murió luchando en Haylon, allí mismo en la playa”.

Una nueva ola de dolor golpeó a Ceres, apoderándose de ella y amenazando con llevarse toda sensación de ella misma. Había discutido con Thanos antes de que este se fuera, sobre la muerte de su hermano y sobre lo que tenía intención de hacer, luchar contra la rebelión. Nunca pensó que estas podían ser las últimas palabras que le diría. Había dejado un mensaje a Cosmas específicamente para que no lo fueran.

“Hay otra cosa más”, dijo Estefanía. “¿Tu hermano pequeño? ¿Sartes? Se lo ha llevado el ejército. Me aseguré de que los que se lo llevaron no hicieran la vista gorda con él solo porque era el hermano de la armera de Thanos”.

Esta vez Ceres intentó abalanzarse sobre ella, la furia que la llenaba la impulsó a saltar sobre la chica noble. Sin embargo, con lo débil que estaba, no tenía ninguna posibilidad de éxito. Sintió que sus piernas se enredaban con las sábanas de la cama, haciéndola caer al suelo y, al alzar la vista, vio a Estefanía.

“¿Cuánto tiempo crees que durará tu hermano en el ejército?” preguntó Estefanía. Ceres vio que su gesto cambiaba a algo parecido a una pena en plan de burla. “Pobre chico. Son muy crueles con los reclutas. Al fin y al cabo, prácticamente todos ellos son unos traidores”.

“¿Por qué?” consiguió decir Ceres.

Estefanía extendió sus manos. “Me quitaste a Thanos y esto era todo lo que yo había planeado para mi futuro. Ahora, yo te lo voy a quitar todo”.

“Te mataré”, prometió Ceres.

Estefanía se rio. “No tendrás ocasión. Esto” –extendió su mano para tocarle la espalda y Ceres tuvo que morderse el labio para no gritar- “no es nada. Aquel pequeño combate en el Stade no fue nada. Los peores combates que puedas imaginar te estarán esperando, una y otra vez, hasta que mueras”.

“¿Piensas que la gente no se dará cuenta?” dijo Ceres. “¿Piensas que no adivinarán lo que estás haciendo? Me arrojaste allí porque pensaste que se sublevarían. ¿Qué harán si piensan que los estás engañando?”

Ella vio que Estefanía negaba con la cabeza.

“La gente ve lo que quiere ver. Contigo, parece ser que quieren ver a su princesa combatiente, la chica que sabe luchar tan bien como cualquier hombre. Se lo creerán y te querrán, hasta el punto en el que te conviertas en un hazmerreír allí en la arena. Observarán cómo te hacen pedazos, pero antes de esto aclamarán para que suceda”.

Ceres solo vio cómo Estefanía se dirigía hacia la puerta. La chica noble se detuvo, se giró hacia ella y, por un instante, pareció tan dulce e inocente como siempre.

“Oh, casi se me olvida. Intenté darte tu medicina, pero no pensé que podrías tirarla de un golpe de mi mano antes de que pudiera darte suficiente”.

Sacó el botellín que llevaba antes y Ceres vio cómo lo tiraba y este caía al suelo. Se hizo añicos, los trocitos se esparcieron por el suelo de la habitación de Ceres en astillas que harían que fuera doloroso y peligroso para ella intentar regresar a la cama. Ceres no dudaba que Estefanía había planeado que así fuera.

Vio cómo la chica noble agarraba la vela que iluminaba la habitación y, por poco tiempo, en el instante antes de que la apagara, la dulce sonrisa de Estefanía se desvaneció de nuevo para ser sustituida por algo cruel.

“Estaré allí para bailar en tu funeral, Ceres. Te lo prometo”.




CAPÍTULO SIETE


“Sigo diciendo que deberíamos destriparlo y arrojar su cuerpo para que los otros soldados del Imperio lo encuentren”.

“Eso es porque eres idiota, Nico. Aunque encontraran un cuerpo más entre el resto, ¿quién te dice que les importara? Y además tendríamos el inconveniente de llevarlo hasta algún lugar donde lo vieran. No. Debemos pedir un rescate”.

Thanos estaba sentado en la cueva donde los rebeldes se habían refugiado por un instante y escuchaba cómo discutían sobre su destino. Tenía las manos atadas delante de él, pero por lo menos se habían esforzado en poner un parche y vendar sus heridas, dejándolo frente a una pequeña hoguera para que no se congelara mientras decidían si lo mataban a sangre fría o no”.

Los rebeldes estaban sentados en otras hogueras, apiñados a su alrededor, discutiendo qué podían hacer para evitar que la isla cayera ante el Imperio. Hablaban en voz baja, para que Thanos no pudiera escuchar los detalles, pero él ya había pillado el quid de la cuestión: estaban perdiendo y perdiendo estrepitosamente. Estaban en las cuevas porque no tenían otro lugar al que ir.

Después de un rato, el que era evidentemente su líder vino y se sentó delante de Thanos, con las piernas cruzadas sobre la dura piedra del suelo de la cueva. Empujó un pedazo de pan que Thanos devoró con hambre. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado desde que comió por última vez.

“Me llamo Akila”, dijo el otro hombre. “Estoy al mando de esta rebelión”.

“Thanos”,

“¿Solo Thanos?”

Thanos notó la curiosidad y la impaciencia en su respuesta. Se preguntaba si el otro hombre había descubierto quien era. De cualquier modo, la verdad parecía ser la mejor opción en aquel momento.

“Príncipe Thanos”, confesó.

Akila permaneció sentado delante de él durante varios segundos y Thanos se preguntaba si era entonces cuando iba a morir. Había estado muy cerca cuando los rebeldes pensaron que era solo otro noble sin nombre. Ahora que ya sabían que pertenecía a la familia real, que era cercano al rey que tanto los oprimía, parecía imposible que hicieran otra cosa.

“Un príncipe”, dijo Akila. Miró a los demás, que estaban a su alrededor, y Thanos vio un destello de sonrisa. “Hey, chicos, tenemos a un príncipe aquí”.

“¡Entonces está claro que debemos pedir un rescate por él!” exclamó uno de los rebeldes. “¡Valdrá una fortuna!”

“Está claro que deberíamos matarlo”, dijo otro bruscamente. “¡Pensad en todo lo que nos han hecho los de su especie!”

“De acuerdo, ya es suficiente”, dijo Akila. “Concentraos en la batalla que tenemos por delante. Esta será una noche larga”.

Thanos escuchó un ligero suspiro de otro hombre mientras los hombres volvían a sus hogueras.

“¿No está yendo bien, entonces?” dijo Thanos. “Antes dijiste que vuestro bando estaba perdiendo”.

Akila le dirigió una mirada penetrante. “Yo debo saber cuando tengo que cerrar la boca. Quizás deberías saberlo tú también”.

“De todas formas, estáis pensando si me matáis”, resaltó Thanos. “Me imagino que no tengo mucho que perder”.

Thanos esperó. Este no era el tipo de hombre al que debía insistir para que le diera respuestas. Había algo duro en Akila. Thanos imaginaba que le hubiera gustado si lo hubiera conocido en otras circunstancias.

“De acuerdo”, dijo Akila. “Sí, estamos perdiendo. Tus Imperiales tienen más hombres que nosotros y no os importa el daño que podáis hacer. La ciudad está sitiada por tierra y por mar, así que nadie puede escapar. Lucharemos desde las colinas, pero cuando podáis reabasteceros por agua, no hay mucho que nosotros podamos hacer. Draco puede que sea un asesino, pero es inteligente”.

Thanos asintió con la cabeza. “Lo es”:

“Y evidentemente, tú probablemente estabas allí cuando lo planearon todo”, dijo Akila.

Ahora Thanos lo comprendía. “¿Era esta la esperanza que tenías? ¿Qué yo conociera todos sus planes?” Negó con la cabeza. “No estaba allí cuando los hicieron. Yo no quería estar aquí y solo vine porque me escoltaron hasta el barco bajo vigilancia. Quizás si hubiera estado allí, hubiera escuchado la parte en la que planearon apuñalarme por la espalda”.

Entonces pensó en Ceres, en el modo en que le habían obligado a dejarla atrás. Esto dolía más que todo lo demás junto. Si alguien en una situación de poder iba a intentar matarlo a él, ¿qué le harían a ella? se preguntaba.

“Tienes enemigos”, Akila estaba de acuerdo. Thanos vio cómo apretaba y relajaba una mano, como si la larga batalla por la ciudad hubiera empezado a provocarle calambres. “Incluso son mis mismos enemigos. Aunque no sé si esto te convierte en mi amigo”.

Thanos echó una atenta mirada al resto de la cueva. Al asombrosamente bajo número de soldados que allí quedaban. “Ahora mismo, parece que podrías arreglártelas con todos los amigos que tienes”.

“Aún así eres un noble. Todavía tienes tu posición a causa de la sangre del pueblo llano”, dijo Akila. Suspiró de nuevo. “Parece ser que si te mato, haré lo que Draco y sus capitanes quieren, pero como tú bien me has dicho, no saco nada contigo. Tengo una batalla que ganar y no tengo tiempo de tener prisioneros si estos no saben nada. Es decir, ¿qué se supone que tengo que hacer contigo, Príncipe Thanos?”

A Thanos le dio la impresión de que hablaba en serio. De que realmente quería una solución mejor. Thanos pensó rápidamente.

“Creo que tu mejor opción es soltarme”, dijo.

Akila rio ante esto. “Buen intento. Si esto es lo mejor que puedes parecer, quédate quieto. Intentaré que sea lo menos doloroso posible”.

Thanos vio que su mano iba hacia una de sus espadas.

“Lo digo en serio”, dijo Thanos. “No puedo ayudarte a ganar la batalla por la isla si estoy aquí”.

Veía la incredulidad de Akila y la certeza de que aquello tenía que ser una trampa. Thanos continuó rápidamente, sabiendo que la única esperanza de supervivencia en los siguientes pocos minutos yacía en convencer a este hombre de que él quería ayudar a la rebelión.

“Tú mismo dijiste que uno de los mayores problemas es que el Imperio tiene a su flota respaldando el ataque”, dijo Thanos. “Sé que dejaron provisiones en los barcos porque estaban deseosos de ir al ataque. Así que podemos tomar sus barcos”.

Akila se puso de pie. “¿Lo habéis oído, chicos? Este príncipe que tenemos aquí tiene un plan para arrebatar los barcos al Imperio”.

Thanos vio que los rebeldes empezaban a reunirse alrededor.

“¿De qué nos serviría?” preguntó Akila. “Tomamos sus barcos, pero ¿después qué?”

Thanos se explicó lo mejor que pudo. “Por lo menos, proporcionará una ruta de escape para algunas de las personas de la ciudad y para más de tus soldados También dejaremos sin provisiones a los soldados del Imperio, de modo que no podrán continuar por mucho tiempo. Y luego están las balistas”.

“¿Qué son?” exclamó uno de los rebeldes. Parecía que no llevaba mucho como soldado. Por lo que Thanos veía, muy pocos de los que había allí lo parecían.

“Lanzadoras de flechas”, explicó Thanos. “Armas diseñadas para hacer daño a otros barcos, pero que si se dirigen contra los soldados que estén cerca de la orilla…”

Akila parecía, por lo menos, estar considerando las posibilidades. “Esto sería algo”, admitió. “Y podemos prender fuego a los barcos que no usemos. Como poco, Draco haría retroceder a sus hombres para intentar recuperar sus barcos. Pero ¿cómo tomamos esos barcos para empezar, Príncipe Thanos? Sé que de donde tú vienes, si un príncipe pide algo, lo consigue, pero dudo que esto se aplique a la flota de Draco”.

Thanos se obligó a así mismo a sonreír con un nivel de seguridad que no sentía. “Eso es casi exactamente lo que haremos”.

De nuevo, Thanos tuvo la impresión de que Akila lo estaba comprendiendo más rápido que cualquiera de sus hombres. El líder rebelde sonrió.

“Estás loco”, dijo Akila. Thanos no sabía si aquello era un insulto o no.

“Hay suficientes muertos en la playa”, explicó Thanos, para que los demás lo entendieran. “Les quitamos las armaduras y nos dirigimos a los barcos. Conmigo allí, parecerá que somos una compañía de soldados que vuelve de la batalla en busca de provisiones”.

“¿Qué pensáis?” preguntó Akila.

Con la hoguera que parpadeaba dentro de la cueva, Thanos no podía distinguir a los hombres que hablaban. En vez de eso, sus preguntas parecían salir de la oscuridad, de manera que no podía saber quién estaba de acuerdo con él, quién dudaba de él y quién lo quería muerto. Aún así, esto no era peor que la política que había donde él venía. En muchos aspectos, era mejor, ya que por lo menos nadie le estaba sonriendo por delante mientras conspiraba para matarle.

“¿Qué pasa con los guardias de los barcos?” preguntó uno de los rebeldes.

“No habrá muchos”, dijo Thanos. “Y sabrán quién soy”.

“¿Qué pasa con toda la gente que morirá en la ciudad mientras nosotros hacemos esto?” exclamó otro.

“Ahora están muriendo”, insistió Thanos. “Como mínimo, de este modo tenéis una manera de defenderos. Hagámoslo bien y podremos salvar a cientos, sino a miles de ellos”.

Se hizo el silencio y la última pregunta salió como una flecha.

“¿Podemos fiarnos de él, Akila? No es solo uno de ellos, es un noble. Un príncipe”.

Thanos giró al contrario de la dirección en que venía la voz, para que todos pudieran ver su espalda. “Me apuñalaron por la espalda. Me abandonaron para que muriera. Tengo tantos motivos para odiarles como cualquier hombre que esté aquí”.

En aquel instante, no solo pensaba en el Tifón. Pensaba en todo lo que su familia le había hecho a la gente de Delos y en todo lo que le habían hecho a Ceres. Si no le hubieran obligado a ir a la Plaza de la Fuente, nunca hubiera estado allí cuando su hermano murió.

“Podemos quedarnos aquí sentados”, dijo Thanos, “o podemos actuar. Sí, será peligroso. Si descubren nuestro engaño, probablemente estamos muertos. Yo estoy dispuesto a arriesgarme. ¿Y vosotros?” Al no responder nadie, Thanos alzó la voz. “¿Y vosotros?”

Le vitorearon como respuesta. Akila se acercó a él y puso una mano encima del hombro de Thanos.

“De acuerdo, Príncipe, parece ser que haremos las cosas a tu manera. Saca esto adelante y tendrás un amigo de por vida”. Apretó la mano hasta que Thanos sintió que el dolor llegaba hasta su espalda.

“Pero traiciónanos, haz que maten a mis hombres y te juro que te perseguiré”.




CAPÍTULO OCHO


Había partes de Delos a las que Berin no iba normalmente. Eran partes que para él apestaban a sudor y a desesperación, pues la gente hacía todo lo necesario para buscarse la vida. Rechazó ofertas provenientes de las sombras, lanzando miradas duras a los que allí moraban para mantenerlos alejados.

Si descubrían el oro que llevaba encima, Berin sabía que le cortarían el cuello, abrirían el monedero que llevaba bajo la túnica y los gastarían todo en las tabernas del pueblo y en las casas de juego antes de que acabara el día. Eran lugares así los que él buscaba ahora, porque ¿dónde sino iba a encontrar soldados cuando no están trabajando? Como herrero, Berin conoció luchadores y conocía los lugares a los que iban.

Tenía oro porque había ido a ver a un mercader y se había llevado dos puñales que había forjado como muestras para aquellos que podían darle trabajo. Eran objetos hermosos, dignos del cinturón de cualquier noble, trabajados con filigranas de oro y con escenas de caza grabadas en las hojas. Eran los últimos objetos de valor que le quedaban en el mundo. Había hecho cola junto a otras doce personas delante de la mesa del mercader y no había conseguido ni la mitad de lo que él sabía que valían.

Para Berin, eso no tenía importancia. Lo único que importaba era encontrar a sus hijos y eso requería oro. Oro que podía usar para comprar cerveza para las personas adecuadas, oro que podía apretar contra las manos adecuadas.

Se abría camino a través de las tabernas de Delos y este era un proceso lento. No podía simplemente salir y hacer las preguntas que quería hacer. Debía ir con cuidado. Ayudaba el hecho que tenía algunos amigos en la ciudad y algunos más en el ejército del Imperio. A lo largo de los años, sus espadas habían salvado la vida a más de un hombre.

Encontró al hombre que buscaba medio borracho a media tarde, sentado en una taberna y oliendo tan mal que se había creado un espacio libre a su alrededor. Berin imaginó que tan solo el uniforme del Imperio era lo que evitaba que lo echaran a la calle. Bien, esto y el hecho que Jacare estaba tan gordo que hubieran hecho falta la mitad de clientes de la taberna para levantarlo.

Berin vio que el hombre alzaba la vista mientras él se acercaba. “¿Berin? ¡Mi viejo amigo! ¡Ven a beber conmigo! Aunque te tocará pagar a ti. Ahora mismo estoy un poco…”

“¿Gordo? ¿Bebido?” adivinó Berin. Sabía que al otro no le importaría. El soldado parecía esforzarse por ser el peor ejemplo del ejército Imperial. Incluso parecía enorgullecerse de manera perversa de ello.

“…mal económicamente”, acabó Jacare.

“Podría ayudarte con esto”, dijo Berin. Pidió bebidas, pero no tocó la suya. Debía mantener la cabeza despejada si tenía que encontrar a Ceres y a Sartes. A cambio, esperó mientras Jacare se terminaba la suya con un ruido que a Berin le pareció el de un burro en un abrevadero.

“¿Y qué trae a un hombre como tú ante mi humilde presencia?” preguntó Jacare después de un rato.

“Vengo en busca de noticias”, dijo Berin. “El tipo de noticias que un nombre en tu posición puede haber escuchado”.

“Ah, bien, noticias. Las noticias son un asunto que tiene sed. Y probablemente caro”.

“Estoy buscando a mi hijo y a mi hija”, explicó Berin. Con otra persona, esto podría haberle valido algo de compasión, pero sabía que con un hombre como aquel, esto no tendría mucho efecto.

“¿Tu hijo? Nesos, ¿verdad?”

Berin se inclinó sobre la mesa y puso su mano cerca de la muñeca de Jacare cuando este se disponía a tomarse otro trago. No le quedaba mucha de la fuerza que había conseguido forjando martillos, pero tenía la suficiente para hacer que el otro hombre hiciera un gesto de dolor. Bien, pensó Berin.

“Sartes”, dijo Berin. “Mi hijo mayor está muerto. El ejército se llevó a Sartes. Sé que tú oyes cosas. Quiero saber dónde está y quiero saber dónde está mi hija, Ceres”.

Jacare se recostó y Berin dejó que lo hiciera. No estaba seguro de si podría haberlo retenido durante mucho tiempo, de todos modos.

“Es el tipo de cosa que puede que haya escuchado”, confesó el soldado, “pero este tipo de cosas son difíciles. Yo tengo gastos”.

Berin sacó el pequeño monedero con el oro. Lo vertió sobre la mesa, lo suficientemente lejos para que el otro hombre no pudiera cogerlo fácilmente.

“¿Esto cubrirá tus “gastos”?” preguntó Berin, mientras miraba hacia la copa del otro hombre. Vio cómo el hombre contaba el oro, probablemente calculando si podía conseguir más.

“Tu hija es la fácil”, dijo Jacare. “Está en el castillo con los nobles. Anunciaron que iba a casarse con el Príncipe Thanos”.

Berin soltó un suspiro de alivio ante eso, aunque no estaba seguro de qué pensar. Thanos era uno de los pocos nobles con algo de decencia para él, ¿pero un matrimonio?

“Tu hijo es mas complicado. Déjame pensar. Escuché que algunos reclutadores de la Veintitrés estaban haciendo rondas por tu barrio, pero no hay garantías de que fueran ellos. Si lo son, están acampados un poco más al sur, intentando entrenar a los reclutas para que luchen contra los rebeldes”.

Al pensarlo la bilis subió hasta la boca de Berin. Podía imaginar cómo el ejército trataría a Sartes y lo que significaría aquel “entrenamiento”. Debía recuperar a su hijo. Pero Ceres estaba más cerca y lo cierto era que debía ver a su hija antes de ir en busca de Sartes. Se puso de pie.

“¿No vas a acabarte tu bebida?” preguntó Jacare.

Berin no respondió. Iba a ir al castillo.



***



Para Berin era más fácil entrar en el castillo de lo que lo hubiera sido para cualquier otro. Había pasado un tiempo, pero había sido él el que había venido aquí para hablar de los requisitos de las armas de los combatientes o para traer piezas especiales para los nobles. Fue muy sencillo fingir que había vuelto por trabajo y pasar por delante de los guardias de las puertas exteriores hasta llegar al espacio donde los luchadores se preparaban.

El siguiente paso era ir de allí hasta donde fuera que estuviera su hija. Había una puerta con rejas entre el espacio abovedado donde los guerreros practicaban y el resto del castillo. Berin tuvo que esperar a que esta se abriera desde el otro lado, pasar a toda prisa por delante del guardia que lo hizo e intentar fingir que tenía algo muy importante que hacer en algún otro lugar del castillo.

Así lo hizo, pero la mayoría de los que estaban en aquel lugar no lo iba a entender de ese modo.

“¡Eh, tú! ¿Dónde te crees que vas?”

Berin se quedó paralizado ante el duro tono de aquella frase. Antes de girarse sabía que habría un guardia allí y que no tenía una excusa que lo satisficiere. Por ahora, lo mejor que podía esperar era que lo echaran del castillo antes de que pudiera acercarse a ver a su hija. Lo peor supondría las mazmorras del castillo o quizás que lo arrastraran para ejecutarlo donde nadie supiera jamás.

Al girarse vio a dos guardias que evidentemente habían sido soldados del Imperio durante un tiempo. Tenían tantas canas en el pelo como Berin por aquel entonces, con el aspecto curtido de los hombres que habían pasado mucho tiempo luchando bajo el sol a lo largo de muchos años. Uno le sacaba una cabeza a Berin, pero estaba ligeramente encorvado sobre la lanza en la que estaba inclinado. Él otro tenía una barba que había lubricado y encerado hasta que tuvo un aspecto tan afilado como el arma que sostenía. El alivio inundó a Berin al verlos, pues los reconocía a ambos.

“¿Varo, Caxo?” dijo Berin. “Soy yo, Berin”.

Hubo tensión por un instante y Berin tenía la esperanza de que los dos lo recordaran. Entonces los guardias se echaron a reír.

“Pues sí que lo eres”, dijo Varo, levantándose de su lanza por un instante. “No te hemos visto durante…¿cuánto tiempo, Caxo?”

El otro se acariciaba la barba mientras pensaba. “Han pasado meses desde que estuvo aquí por última vez. En realidad no habíamos vuelto a hablar desde que me entregó aquellos brazales el verano pasado”.

“He estado fuera”, explicó Berin. No dijo dónde. Puede que no pagaran mucho a sus herreros, pero dudaba que reaccionaran bien al hecho de que buscara trabajo en otro lugar. Normalmente a los soldados no les gustaba la idea de que sus enemigos recibieran buenas espadas. “Han sido tiempos difíciles”.

“Han sido tiempos difíciles por todas partes”, coincidió Caxo. Berin vio que fruncía ligeramente el ceño. “Aún así esto no explica qué estás haciendo tú en el castillo principal”.

“No deberías estar aquí, herrero, y lo sabes”, coincidió Varo.

“¿A qué se debe?” preguntó Caxo. “¿Una reparación de urgencia para la espada favorita de algún chaval noble? Creo que nos habríamos enterado si Lucio hubiera roto una espada. Probablemente hubiera azotado a sus sirvientes en carne viva”.

Berin sabía que no podría escapar con una mentira así. A cambio, optó por intentar lo único que podía funcionar: la honestidad. “Estoy aquí para ver a mi hija”.

Escuchó cómo Varo aspiraba aire entre los dientes. “Uy, eso es complicado”.

Caxo asintió con la cabeza. “El otro día la vi luchando en el Stade. Es dura la pequeña. Mató a un oso cubierto de espinas y a un combatiente. Aunque fue una lucha dura”.

A Berin se le tensó el corazón en el pecho al oírlo. ¿Tenían a Ceres luchando en la arena? Aunque sabía que luchar allí había sido su sueño, aquello no parecía su realización. No, aquello era algo más.

“Tengo que verla”, insistió Berin.

Varo inclinó la cabeza hacia un lado. “Como te dije, es complicado. Nadie entra a verla ahora. Órdenes de la reina”.

“Pero yo soy su padre”, dijo Berin.

Caxo extendió sus manos. “No hay mucho que nosotros podamos hacer”.

Berin pensó con rapidez. “¿No hay mucho que podáis hacer? ¿Eso fue lo que te dije cuando necesitaste que arreglara la empuñadura de tu lanza a tiempo para que tu capitán no viera que la habías roto?”

“Dijimos que no hablaríamos de ello”, dijo el guardia, con una mirada de preocupación.

“¿Y qué me dices de ti, Varo?” continuó Berin, presionando con su argumento antes de que el otro pudiera echarlo. “¿Dije que era “complicado” cuando necesitaste una espada que de verdad se adaptara a tu mano, mejor que lo que te dieron en el ejército?”

“Bueno…”

Berin no se detuvo. Lo importante era hacer presión para superar sus objeciones. No, lo importante era ver a su hija.

“¿Cuántas veces mi trabajo os ha salvado la vida?” exigió. “Varo, tú me contaste la historia de aquel líder bandido tras el que iba tu unidad. ¿De quién era la espada que usaste para matarlo?”

“Tuya”, confesó Varo.

“Y Caxo, cuando querías todas aquellas filigranas en tus grebas para impresionar a aquella chica con la que te casaste, ¿a quién acudiste?”

“A ti”, dijo Caxo. Berin vio cómo reflexionaba.

“Y esto fue antes de los días en que os seguía por todas partes cuando ibais de campaña militar”, dijo Berin. “Y cuando…”

Caxo levantó una mano. “De acuerdo, de acuerdo. Vamos al grano. La habitación de tu hija está más alejada. Te mostraremos el camino. Pero si alguien pregunta, solo te estamos acompañando hasta fuera del edificio”.

Berin dudaba que alguien preguntara, pero eso no importaba ahora mismo. Solo importaba una cosa. Iba a ver a su hija. Siguió a los dos a lo largo de los pasillos del castillo, hasta llegar finalmente a una puerta con rejas que estaba cerrada desde fuera. Como tenía la llave puesta en el cerrojo, la giró.





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Morgan Rice ha concebido lo que promete ser otra brillante serie, que nos sumerge en una fantasía de valor, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan ha conseguido de nuevo producir un fuerte conjunto de personajes que hará que los aclamemos a cada página… Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores a los que les gusta la fantasía bien escrita. Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre el Despertar de los dragones) CANALLA, PRISIONERA, PRINCESA es el libro #2 en la serie de fantasía épica DE CORONAS Y GLORIA de la autora #1 en ventas Morgan Rice, que empieza con ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1) Ceres es una hermosa chica pobre de Delos, una ciudad del Imperio, que se ve obligada por real decreto a luchar en el Stade, la cruel arena donde vienen guerreros de todos los rincones del mundo para matarse los unos a los otros. Se enfrenta a feroces contrincantes y sus probabilidades de sobrevivir son escasas. Su única oportunidad está en recurrir a sus poderes más recónditos y hacer la transición, de una vez por todas, de esclava a guerrera. El príncipe Thanos, de 18 años, despierta en la isla de Haylon y descubre que su propia gente lo han apuñalado por la espalda y lo han dejado por muerto en la playa empapada de sangre. Capturado por los rebeldes, debe abrirse camino a la vida de nuevo poco a poco, descubrir quién intentó asesinarle y tratar de vengarse. Ceres y Thanos, separados por un mundo, no han perdido el amor que se tienen el uno al otro; pero en la corte del Imperio abundan las mentiras, la traición y la hipocresía y, mientras los envidiosos miembros de la realeza tejen complejas mentiras, a cada uno de ellos, por una trágica confusión, les hacen creer que el otro está muerto. Las decisiones que tomen determinarán sus destinos. ¿Sobrevivirá Ceres al Stade y se convertirá en la guerrera que debe ser? ¿Se recuperará Thanos y descubrirá el secreto que le han ocultado? Obligados a separarse, ¿volverán a encontrarse los dos? CANALLA, PRISIONERA, PRINCESA cuenta una historia épica de amor trágico, venganza, ambición y destino. Llena de personajes inolvidables y una acción que hará palpitar a tu corazón, nos transporta a un mundo que nunca olvidaremos y hace que nos enamoremos de nuevo de la fantasía. Un libro de fantasía lleno de acción que seguro que satisfará a los admiradores de las anteriores novelas de Morgan Rice, junto con los admiradores de obras como El ciclo del legado de Christopher Paolini… Los admiradores de la Ficción para jóvenes adultos devorarán este último trabajo de Rice y pedirán más. The Wanderer, A Literary Journal (sobre El despertar de los dragones) ¡Pronto se publicará el libro#3 en DE CORONAS Y GLORIA!

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