Книга - Un Beso Para Las Reinas

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Un Beso Para Las Reinas
Morgan Rice


Un Trono para Las Hermanas #6
La imaginación de Morgan Rice no tiene límites. En una serie que promete ser tan entretenida como las anteriores, UN TRONO PARA LAS HERMANAS nos presenta la historia de dos hermanas (Sofía y Catalina), huérfanas, que luchan por sobrevivir en el cruel y desafiante mundo de un orfanato. Un éxito inmediato. ¡Casi no puedo esperar a hacerme con el segundo y tercer libros! Books and Movie Reviews (Roberto Mattos) ¡La nueva serie de fantasía épica #1 en ventas de Morgan! En UN BESO PARA LAS REINAS (UN trono para las hermanas – Libro seis), a Sofía le llega el momento de madurar. Es el momento que dirija un ejército, que dirija una nación, que dé un paso adelante y sea la comandante de la batalla del reino más épica que el reino jamás vea. Su amor, Sebastián, continúa encarcelado y preparado para que lo ejecuten. ¿Se reunirán a tiempo?Catalina por fin se ha liberado del poder de la bruja, y es libre para convertirse en la guerrera que se supone que debe ser. Sus habilidades serán probadas en la batalla por su vida, mientras lucha al lado de su hermana. ¿Se salvarán la una a la otra las hermanas?La Reina, furiosa con Ruperto y Lady D’Angelica, lo exilia a él y a ella la condena a ejecución. Pero ellos puede que tengan sus propias intenciones ocultas. Y todo esto converge en una batalla épica que decidirá el futuro de la corona y el destino del reino… para siempre. UN BESO PARA LAS REINAS (Un trono para las hermanas – Libro seis) es el es el sexto libro de una nueva y sorprendente serie de fantasía llena de amor, desamor, tragedia, acción, aventura, magia, espadas, brujería, dragones, destino y un emocionante suspense. Un libro que no podrás dejar, lleno de personajes que te enamorarán y un mundo que nunca olvidarás. Pronto saldrá el libro#6 de la serie. poderoso principio para una serie mostrará una combinación de enérgicos protagonistas y desafiantes circunstancias para implicar plenamente no solo a los jóvenes adultos, sino también a admiradores de la fantasía para adultos que buscan historias épicas avivadas por poderosas amistades y rivales. Midwest Book Review (Diane Donovan)







UN BESO PARA LAS REINAS



(UN TRONO PARA LAS HERMANAS -- LIBRO 6)



MORGAN RICE


Morgan Rice



Morgan Rice tiene el #1 en éxito de ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de doce libros; de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspense post-apocalíptica compuesta de tres libros; de la serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS, compuesta de seis libros; y de la nueva serie de fantasía épica DE CORONAS Y GLORIA. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.



A Morgan le encanta escucharte, así que, por favor, visita www.morganrice.books (http://www.morganrice.books/) para unirte a la lista de correo, recibir un libro gratuito, recibir regalos, descargar la app gratuita, conocer las últimas noticias, conectarte con Facebook o Twitter ¡y seguirla de cerca!


Algunas opiniones sobre Morgan Rice



«Si pensaba que no quedaba una razón para vivir tras el final de la serie EL ANILLO DEL HECHICERO, se equivocaba. En EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES Morgan Rice consigue lo que promete ser otra magnífica serie, que nos sumerge en una fantasía de trols y dragones, de valentía, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan ha conseguido de nuevo producir un conjunto de personajes que nos gustarán más a cada página… Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores que disfrutan de una novela de fantasía bien escrita».

--Books and Movie Reviews

Roberto Mattos



«Una novela de fantasía llena de acción que seguro satisfará a los fans de las anteriores novelas de Morgan Rice, además de a los fans de obras como EL CICLO DEL LEGADO de Christopher Paolini… Los fans de la Ficción para Jóvenes Adultos devorarán la obra más reciente de Rice y pedirán más».

--The Wanderer, A Literary Journal (sobre El despertar de los dragones)



«Una animada fantasía que entrelaza elementos de misterio e intriga en su trama. La senda de los héroes trata sobre la forja del valor y la realización de un propósito en la vida que lleva al crecimiento, a la madurez, a la excelencia… Para aquellos que buscan aventuras fantásticas sustanciosas, los protagonistas, las estrategias y la acción proporcionan un fuerte conjunto de encuentros que se centran en la evolución de Thor desde que era un niño soñador hasta convertirse en un joven adulto que se enfrenta a probabilidades de supervivencia imposibles… Solo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para jóvenes adultos».

--Midwest Book Review (D. Donovan, eBook Reviewer)



«EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico».

-Books and Movie Reviews, Roberto Mattos

«En este primer libro lleno de acción de la serie de fantasía épica El anillo del hechicero (que actualmente cuenta con 14 libros), Rice presenta a los lectores al joven de 14 años Thorgrin “Thor” McLeod, cuyo sueño es alistarse en la Legión de los Plateados, los caballeros de élite que sirven al rey… La escritura de Rice es de buena calidad y el argumento intrigante».

--Publishers Weekly


Libros de Morgan Rice



LAS CRÓNICAS DE LA INVASIÓN

TRANSMISIÓN (Libro #1)

LLEGADA (Libro #2)



EL CAMINO DE ACERO

SOLO LOS DIGNOS (Libro #1)



UN TRONO PARA LAS HERMANAS

UN TRONO PARA LAS HERMANAS (Libro #1)

UNA CORTE PARA LOS LADRONES (Libro #2)

UNA CANCIÓN PARA LOS HUÉRFANOS (Libro #3)

UN CANTO FÚNEBRE PARA LOS PRÍNCIPES (Libro #4)

UNA JOYA PARA LA REALEZA (Libro #5)

UN BESO PARA LAS REINAS (Libro #6)

UNA CORONA PARA LAS ASESINAS (Libro #7)



DE CORONAS Y GLORIA

ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1)

CANALLA, PRISIONERA, PRINCESA (Libro #2)

ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #3)

REBELDE, POBRE, REY (Libro #4)

SOLDADO, HERMANO, HECHICERO (Libro #5)

HÉROE, TRAIDORA, HIJA (Libro #6)

GOBERNANTE, RIVAL, EXILIADO (Libro #7)

VENCEDOR, DERROTADO, HIJO (Libro #8)



REYES Y HECHICEROS

EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)

EL DESPERTAR DEL VALIENTE (Libro #2)

EL PESO DEL HONOR (Libro #3)

UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)

UN REINO DE SOMBRAS (Libro #5)

LA NOCHE DE LOS VALIENTES (Libro #6)



EL ANILLO DEL HECHICERO

LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)

UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)

UN DESTINO DE DRAGONES (Libro #3)

UN GRITO DE HONOR (Libro #4)

UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)

UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)

UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)

UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)

UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)

UN MAR DE ARMADURAS (Libro #10)

UN REINO DE ACERO (Libro #11)

UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)

UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)

UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)

UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)

UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)

EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)



LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA

ARENA UNO: TRATANTES DE ESCLAVOS (Libro #1)

ARENA DOS (Libro #2)

ARENA TRES (Libro #3)



VAMPIRA, CAÍDA

ANTES DEL AMANECER (Libro #1)



EL DIARIO DEL VAMPIRO

TRANSFORMACIÓN (Libro #1)

AMORES (Libro #2)

TRAICIONADA(Libro #3)

DESTINADA (Libro #4)

DESEADA (Libro #5)

COMPROMETIDA (Libro #6)

JURADA (Libro #7)

ENCONTRADA (Libro #8)

RESUCITADA (Libro #9)

ANSIADA (Libro #10)

CONDENADA (Libro #11)

OBSESIONADA (Libro #12)


¿Sabías que he escrito múltiples series? ¡Si no has leído todas mis series, haz clic en la imagen de abajo para descargar el principio de una serie!






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Derechos Reservados © 2018 por Morgan Rice. Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora. Este libro electrónico está disponible solamente para su disfrute personal. Este libro electrónico no puede ser revendido ni regalado a otras . Si desea compartir este libro con otra persona, tiene que adquirir un ejemplar adicional para cada uno. Si está leyendo este libro y no lo ha comprado, o no lo compró solamente para su uso, por favor devuélvalo y adquiera su propio ejemplar. Gracias por respetar el arduo trabajo de esta escritora. Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia.


ÍNDICE

CAPÍTULO UNO (#u52a1d2b6-8e6d-52dd-9760-bb80e7114507)

CAPÍTULO DOS (#uae9abcbc-1fe1-5c14-91fa-de27ad262427)

CAPÍTULO TRES (#u5a504004-41ef-5938-b019-1ae99b82b0f8)

CAPÍTULO CUATRO (#u7cd50318-82c4-5132-bd77-366380fda18d)

CAPÍTULO CINCO (#u6c498eb2-c4c5-537b-b05f-1fa5afca4325)

CAPÍTULO SEIS (#u5d24ff2d-ca91-5cac-9ca5-743ac836a756)

CAPÍTULO SIETE (#u75f55a0d-f427-58f8-962a-98f281cdcf61)

CAPÍTULO OCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO NUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIEZ (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO ONCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DOCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TRECE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CATORCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO QUINCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIUNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIDÓS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTITRÉS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA (#litres_trial_promo)




CAPÍTULO UNO


Sebastián atravesaba Ashton lentamente, cauteloso como un ciervo perseguido, intentando pensar en su siguiente movimiento. Era libre, pero lo cierto era que no se fiaba de ello. Todavía parecía una broma. Eso se debía a las circunstancias de su fuga.

Sebastián todavía no las entendía. Alguien había abierto la puerta de su celda y había matado a todos los guardias de la casa señorial de Ruperto, pero no se había molestado en atribuirse el mérito; ni tan solo se había anunciado. Sebastián había esperado que el rescatador también estuviera allí para esta parte de la fuga. En cambio, avanzaba por las calles de Ashton solo.

Merodeaba por la Colina Enredada y las Vueltas, haciendo su camino lentamente hacia los muelles. Era cauteloso, y no solo por las razones habituales por las que alguien que andaba por Ashton debía ser cauteloso. En algún momento, Ruperto descubriría que había escapado y mandaría hombres en su búsqueda.

—Debo estar lejos antes de eso —se dijo a sí mismo Sebastián. Esa parte parecía evidente.

Si todavía tuviera el favor de su madre, sería otra cosa, pero después de haber salido corriendo en su boda, dudaba que ella estuviera de humor para ayudarlo. Además, lo cierto era que quería marcharse rápidamente de Ashton por otra razón: cuanto antes marchara, antes llegaría a Ishjemme y a Sofía.

—Llegaré hasta ella —se prometió. Llegaría hasta ella y estarían juntos. Eso era lo que ahora mismo importaba.

De camino a los muelles, encontró una taberna y colocó en un rincón, con la capucha de su capa subida mientras estaba alerta por los hombres que podrían estar trabajando para Ruperto. Al fin y al cabo, una vez lo habían atrapado escapando de la ciudad.

—¿Qué le traigo? —le preguntó una camarera.

Sebastián sacó una moneda del monedero que alguien le había dejado junto con la capa y un puñal de doble filo y la puso sobre la mesa.

—Comida —dijo— e información. ¿Hay algún barco que parta hacia Ishjemme?

La camarera cogió la moneda.

—De la comida me puedo encargar. De lo otro, siéntase libre de sentarse aquí y escuchar. Por aquí vienen capitanes bastante a menudo con los muelles.

Sebastián había pensado que esto acabaría así. Había tenido la esperanza de salir rápidamente de Ashton, pero no podía arriesgarse a ir de nuevo hasta los muelles buscando un barco. Así fue cómo Ruperto lo había atrapado la última vez. Tenía que tomarse su tiempo. Tenía que escuchar.

Hizo ambas cosas, se sentó allí e intentó pillar lo que podía de las conversaciones de la taberna mientras comía un plato de pan, queso y jamón curado. Los hombres del rincón estaban hablando de las guerras al otro lado del Puñal-Agua, que ya no parecían tan lejanas ahora que el Nuevo Ejército había intentado invadir. Un hombre y una mujer estaban hablando en susurros, pero a Sebastián le bastó verlos juntos para imaginar que se estaban haciendo promesas el uno al otro y planeando una vida juntos. Eso le hizo pensar en Sofía. Otros estaban hablando de las últimas obras de los actores, o de peleas que habían visto en los muelles. Sin embargo, en medio de todo esto, un susurró llamó la atención de Sebastián.



—La Viuda…

Sebastián se levantó y fue hasta el mozo de muelle que lo había dicho.

—¿Qué pasó? —preguntó—. ¿Qué decías de la Viuda?

Tenía la cabeza agachada, con la esperanza de que nadie se diera cuenta de quién era.

—¿Y a ti qué te importa? —preguntó el mozo de muelle.

Sebastián pensó rápidamente y adoptó la mismo voz áspera.

—Llevo todo el día oyendo este nombre. Al final pensé que averiguaría qué estaba pasando.

El mozo de muelle encogió los hombros.

—Bueno, de mí no sacarás mucho. Lo único que he oído es lo que ha oído todo el mundo: algo está pasando en palacio. Hay rumores sobre la Viuda y ahora todo el palacio está cerrado. Mi hermano tenía que hacer una entrega en esa dirección, y estuvo más de una hora parado en Arco Alto.

—Gracias —dijo Sebastián, mientras se apartaba del hombre y se dirigía hacia la puerta.

Por derecho, los indicios de problemas en palacio no deberían significar nada para él. Debería seguir con su plan original de encontrar un barco y llegar hasta Sofía tan rápido como pudiera. Fuera lo que fuera lo que le estaba pasando a su madre no era problema suyo.

Sebastián intentaba decirse todo esto a sí mismo. Aun así, sus pies giraron inexorablemente en dirección a palacio, llevándolo por las calles adoquinadas a través de la ciudad.

—Sofía estará esperando —se dijo a sí mismo, pero lo cierto era que ni tan solo sabía si Sofía había tenido algo que ver en su fuga. Si hubiera sido así, ¿no se hubieran anunciado los rescatadores? Puede que ella no supiera que estaba de camino y, en cualquier caso, ¿realmente podía marcharse Sebastián sin saber por lo menos qué estaba sucediendo?

Tomó una decisión. Iría a palacio, cogería provisiones y averiguaría lo qué estaba pasando. Si lo hacía discretamente, Sebastián imaginaba que podría estar fuera de allí incluso antes de que alguien se diera cuenta, y en una posición mucho mejor para conseguir el barco que necesitaba para llegar hasta Ishjemme y Sofía. Asintió para sí mismo, se puso a andar en dirección a palacio y se detuvo para llamar a un palanquín que pasaba por allí para contratarlo. Los portadores lo miraron con escepticismo, pero una vez les hubo lanzado un par de monedas, no expresaron ninguna duda.

—Está bastante cerca —dijo Sebastián, una vez hubieron llegado a una calle que no estaba lejos de los terrenos de palacio. No podía arriesgarse a intentar entrar por las puertas delanteras, por si los amigotes de Ruperto estaban allí. En su lugar, Sebastián se coló hasta una de las puertas del jardín. Allí había un guardia, que parecía sorprendentemente alerta teniendo en cuenta que estaba vigilando una puerta tan pequeña. Sebastián lo observó durante un tiempo y, a continuación, hizo señales a un niño de la calle que había por allí cerca para que se acercara y le mostró una moneda.

—¿Para qué es eso? —preguntó el chico, con un tono de sospecha. Sebastián no estaba seguro de querer saber lo que había pasado como para hacer que el niño sospechara tanto de los desconocidos.

—Quiero que vayas y causes problemas con ese guardia. Haz que te persiga pero que no te atrape. ¿Crees que puedes hacerlo?

El chico asintió con la cabeza.

—Hazlo bien y habrá otra moneda para ti —prometió Sebastián y, a continuación, se apartó en un portal a esperar.

No tuvo que esperar mucho. En menos de un minuto, allí estaba el niño, lanzando barro en dirección al guardia. Una vez le salpicó el casco y estalló por todo su uniforme en un gran rocío de tierra.

—¡Eh! —exclamó el guardia y fue corriendo hacia el niño de la calle.

Sebastián fue a toda prisa hacia el hueco que quedó y atravesó la puerta hasta los campos de palacio. Esperaba que el niño estuviera bien. Imaginaba que lo estaría, pues ningún niño de la calle vive mucho tiempo en Ashton si no sabe correr.

Sebastián se dirigió hacia los jardines y se puso a pensar en los paseos que había dado por ellos con Sofía. Pronto se reuniría con ella. Tal vez en Ishjemme habría jardines que hicieran la competencia a la belleza de las rosas trepadoras de aquí. En cualquier caso, tenía la intención de averiguarlo.

Los campos estaban más tranquilos de lo que normalmente estaban. Cualquier día normal, habría habido sirvientes ajetreados, plantando o recogiendo hierbas y verduras para las cocinas. Habría habido nobles dando vueltas formales por los campos, para hacer ejercicio, para tener la ocasión de hablar de política entre ellos sin que los oyeran, o como parte de los complejos dejos y los sutiles gestos que constituían el cortejo en el reino.

En cambio, los jardines estaban casi vacíos y Sebastián se coló por los jardines de la cocina, y entró a palacio por una puerta lateral. Los sirvientes que había allí lo miraron fijamente y Sebastián no se detuvo, pues no deseaba los líos que podían venir si alguien clamaba su presencia. No quería que lo pillaran hablando con la corte entera; solo quería descubrir qué estaba sucediendo y marcharse otra vez, lo más tranquilamente posible.

Sebastián se abría camino por palacio, esquivando cada vez que pensaba que podría venir un guardia, en dirección a sus aposentos. Entró, cogió una espada de repuesto, se cambió de ropa, cogió una bolsa y la llenó con todas las provisiones que pudo. Salió de nuevo a palacio…

… y casi de inmediato se encontró cara a cara con una sirviente, que empezó a alejarse, con el miedo grabado en la cara, como si pensara que podía matarla.

—¡No te preocupes! —dijo Sebastián—. No te haré daño. Solo estoy aquí para…

—¡Está aquí! —exclamó la sirvienta—. ¡El Príncipe Sebastián está aquí!

Casi de inmediato, siguió el ruido de unos pies enfundados en botas. Sebastián dio la vuelta y corrió hacia el vestíbulo, yendo a toda prisa por los pasillos por los que había andado casi toda su vida. Fue hacia la izquierda, después hacia la derecha, para intentar perder a los hombres que ahora corrían tras él, gritándole que parara.

Más adelante había más hombres. Sebastián echó un vistazo alrededor y entró de golpe en una habitación que había por allí cerca, con la esperanza de que por lo menos hubiera una puerta adyacente o un lugar donde esconderse. No había ninguna de las dos cosas.

Los guardias se amontonaron en la habitación. Sebastián pensó en sus opciones, pensó en la paliza que había recibido a manos de los hombres de Ruperto y desenfundó su espada casi por instinto.

—Baje la espada, su alteza —ordenó el cabecilla de los guardias. Ahora había hombres a ambos lados de Sebastián y, ante su sorpresa, algunos apuntaban con sus mosquetes. ¿Qué clase de hombres se arriesgarían a enojar a su madre amenazando de muerte a uno de sus hijos de esa manera? Normalmente, solo se atrevían con una reprimenda. Eso era en parte la razón por la que Ruperto se había escapado de tantas cosas a lo largo de los años.

Pero Sebastián no era Ruperto y no era tan estúpido como para considerar luchar contra un grupo de hombres armados como ese. Bajó su espada, pero no la soltó.

—¿Qué significa esto? —exigió. Había una carta que podía jugar que no le convenía mucho, pero que podría ser su mejor opción para mantenerse a salvo—. Soy el heredero al trono de mi madre y vosotros me estáis amenazando. ¡Bajad vuestras armas de inmediato!

—¿Por eso lo hizo? —preguntó el cabecilla de los guardias, en un tono que contenía más odio del que Sebastián había oído en toda su vida—. ¿Quería ser su heredero?

—¿Es por eso que hice qué? —replicó Sebastián—. ¿Qué está pasando aquí? Cuando mi madre se entere de esto…

—No tiene sentido que se haga el inocente —dijo el capitán de los guardias—. sabemos que es usted quien mató a la Viuda.

—Mató… —Fue como si el mundo se detuviera en ese momento. Sebastián se quedó quieto con la boca abierta, su espada cayó de sus débiles dedos al suelo por el impacto. ¿Alguien había matado a la Viuda? ¿¡Su madre estaba muerta!?

El dolor fluyó en su interior, el puro horror de lo que había sucedido lo llenaba. ¿Su madre había muerto? No podía ser. Ella siempre había estado allí, tan inamovible como una roca, y ahora… ya no estaba, había desaparecido en un instante.

Al instante, unos hombres entraron a toda prisa para atraparlo, unos brazos sujetaron los suyos desde ambos lados. Sebastián estaba demasiado bloqueado como para pelear. No podía creerlo. Él pensaba que su madre sobreviviría a todos en el reino. Pensaba que era tan fuerte y tan astuta que nada podría acabar con ella. Ahora alguien la había asesinado.

No, alguien no. Solo había una persona que pudiera ser.

—Lo hizo Ruperto —dijo Sebastián—. Ruperto es quien…

—No diga más mentiras —dijo el cabecilla de los guardias—. ¿Debo creer que es una coincidencia que lo hayamos encontrado corriendo armado por palacio tan seguido de la muerte de su madre? Príncipe Sebastián de la Casa de Flamberg, le arresto por el asesinato de su madre. Llevadlo a una de las torres, chicos. Supongo que querrán juzgarlo por esto antes de ejecutarlo como el traidor que es.




CAPÍTULO DOS


Angelica estaba delicadamente sentada en el salón de la casa señorial de Ruperto, arreglada con la misma perfección que las flores que había encima de la chimenea, escuchando cómo el príncipe primogénito del reino entraba en pánico mientras intentaba no mostrar nada de su menosprecio.

—¡La maté! —gritaba, abriendo sus brazos en cruz mientras andaba de un lado a otro—. La maté de verdad.

—Grita un poco más, mi príncipe —dijo Angelica, incapaz de evitar que se colara al menos un poco del desprecio que sentía—. Creo que algunos de los del edificio de al lado pueden no haberte oído.

—¡No te rías de mí! —dijo Ruperto, señalándola con el dedo—. Tú… tú me incitaste a esto.

Un débil chorrito de miedo creció en el interior de Angelica al oírlo. No deseaba para nada ser el blanco de la ira de Ruperto.

—Aun así, el que está manchado con la sangre de la Viuda eres tú —dijo Angelica, con un ligero toque de indignación. No por el asesinato; la vieja bruja lo tenía merecido. Era sencillamente repulsión por la falta de elegancia en todo aquello y por la estupidez de su futuro marido.

La expresión de Ruperto mostró ira, pero bajó la vista como si viera por primera vez la sangre que había en su camisa y que la manchaba de un carmesí que hacía juego con su capa. Su expresión volvió a algo parecido al desconsuelo al hacerlo. ¡Qué raro! , pensó Angelica, ¿Era posible que hubieran encontrado a una persona a la que Ruperto realmente se arrepintiera de hacer daño?

—Me matarán por ello —dijo Ruperto—. Maté a mi madre. Caminé por palacio manchado con su sangre. Me vieron.

Probablemente lo vio medio Ashton, dado la manera en la que seguramente había ido por las calles con ella. Lo único que lo salvaba era que durante esa parte del camino iba envuelto con una capa. En cuanto a lo demás… bueno, Angelica se encargaría de ello.

—Quítate la camisa —ordenó.

—¡Tú a mí no me das órdenes! —dijo Ruperto, atacándola verbalmente.

Angelica se mantuvo firme, pero suavizó un poco el tono, para intentar tranquilizar a Ruperto de la manera que evidentemente quería—. Quítate la camisa, Ruperto. Tienes que lavarte.

Lo hizo y también tiró su capa. Angelica le dio unos toques a las manchas de sangre que quedaban con un pañuelo y un cuenco de agua y borró lo que pudo de los restos de la violencia. Tocó una pequeña campana y una camarera entró con ropa limpia y se llevó la vieja.

—Ya está —dijo Angelica mientras Ruperto se vestía—, ¿no te sientes mejor?

Ante su sorpresa, Ruperto negó con la cabeza.

—Esto no se lleva lo que pasó. No se lleva lo que veo aquí, ¡aquí dentro! —Se dio un golpe en un lado de la cabeza con la mano abierta.

Angelica le cogió la mano y le besó la frente con la delicadeza de una madre a un hijo.

—No tienes que hacerte daño. Eres demasiado valioso para mí para eso.

Valioso era una palabra para ello. Necesario podría ser otra. Angelica necesitaba a Ruperto vivo y bien, al menos por ahora. Él era la llave para abrir todas las puertas del poder, y debía estar intacto para hacerlo. Antes, controlarlo había resultado muy fácil, pero todo esto era… inesperado.

—Pronto me perderás —dijo Ruperto—. Cuando descubran lo que hice…

—Ruperto, nunca había visto que una muerte te afectara de esta manera —dijo Angelica—. Has luchado en batallas. Has estado al mando de ejércitos que han matado a miles de .

También había luchado y matado en causes menos evidentemente necesarias. Había hecho daño a más de las que le tocaban durante toda su vida. Por lo que Angelica había oído, había hecho cosas que darían náuseas a la mayoría de , y que se habían escondido al mundo. ¿Por qué una muerte más iba a ser un problema?

—Era mi madre —dijo Ruperto, como si eso lo hiciera evidente—. No era cualquier campesina. Era mi madre y la reina.

—La madre que iba a robarte tu derecho natural —puntualizó Angelica—. La reina que iba a exiliarte.

—Aun así… —empezó Ruperto.

Angelica lo cogió por los hombros, con el deseo de poderle hacer entrar en razón—. No hay un aun así —dijo—. Te lo iba a quitar todo. Iba a destrozarte para dárselo todo a su hijo…

—¡Su hijo soy yo! —gritó Ruperto, apartando a Angelica de un empujón. Angelica sabía que ene ese instante debía tener miedo de él, pero lo cierto era que no lo tenía. Al menos, de momento, era ella la que tenía el control.

—Sí, lo eres —dijo Angelica—. Su hijo y su heredero, y ella intentó quitártelo todo. Intentó dárselo a alguien que te habría hecho daño. Prácticamente, fue en defensa propia.

Ruperto negó con la cabeza.

—No… no lo verán así. Cuando se enteren de lo que he hecho…

—¿Por qué iban a enterarse? —preguntó Angelica en un tono perfectamente lógico que fingía no comprender. Se dirigió a uno de los divanes que había allí, se sentó y cogió una copa de vino frío. Le hizo un gesto a Ruperto para que hiciera lo mismo, y este se bebió el suyo con una rapidez que daba a entender que apenas lo había saboreado.

—La gente me habrá visto —dijo Ruperto—. Adivinarán de dónde venía la sangre.

Angelica no pensaba que Ruperto fuera tan estúpido. Pensaba que era un imbécil, evidentemente, incluso un imbécil peligroso, pero no tanto.

—A la gente se la puede comprar, o amenazar, o matar —dijo—. Se la puede distraer con rumores, o incluso convencerla de que se equivocaba. Tengo a gente escuchando indicios de que la gente hable en tu contra, y cualquiera que lo haga será silenciado o quedará como un estúpido, de manera que será ignorado.

—Aun así… —empezó Ruperto.

—No empieces otra vez, mi amor —dijo Angelica—. Tú eres un hombre fuerte y seguro de ti mismo. ¿Por qué te cuestionas a ti mismo con esto?

—Porque esto puede ir mal de muchas maneras —dijo Ruperto—. No soy tonto. Ya sé lo que piensa de mí la gente. Si empiezan los rumores, se los creerán.

—En ese caso, procuraré que no empiecen —dijo Angelica—, o les encontraré un blanco más adecuado. —Alargó el brazo para cogerle una mano—. Cuando te acostabas con la hija de algún noble en el pasado y eras demasiado brusco con ella, ¿te preocupaba su ira?

Ruperto negó con la cabeza.

—Pero si yo nunca he…

—La mentira es tu primera herramienta en esto —dijo Angelica, con calma. Sabía exactamente lo que Ruperto había hecho en el pasado y a quién. Se había encargado de conocer hasta el más mínimo detalle, de manera que pudiera usarlo si debía hacerlo. Al principio, el plan había sido destruir al príncipe cuando se casara con Sebastián, pero ahora podía ser igual de útil.

—No sé por qué sacas esto ahora —dijo Ruperto—. No es relevante. Es…

—La distracción es la segunda —dijo Angelica—. Encontraremos cosas mejores en las que la gente se concentre.

Vio que Ruperto se ponía rojo por la rabia.

—Yo seré tu rey —dijo él bruscamente.

—Y esta es tu tercera herramienta —susurró Angelica, acercándose para besarlo—. Estás a salvo. ¿Lo comprendes, mi amor? O lo estarás. El truco está ahora en asegurar tu posición.

Vio que Ruperto se relajaba visiblemente a medida que la idea iba calando. A pesar de lo muy profundamente que le había afectado haber matado a su madre, sabía cómo escapar de cualquier cosa que hiciera. Al fin y al cabo, llevaba mucho tiempo haciéndolo. O tal vez era la expectativa de poder lo que lo calmaba, el pensar en lo que vendría a continuación.

—Ya he hablado con todos mis aliados —dijo Ruperto.

—Y ahora es el momento de que actúen —respondió Angelica—. Hagámoslos parte de esto desde el principio. La muerte de la Viuda ya es un rumor en la ciudad, y muy pronto se anunciará de manera formal. Ahora las cosas deben avanzar rápidamente. —Lo ayudó a levantarse—. Todo tipo de cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó Ruperto. Angelica lo atribuyó a conmoción.

—Nuestra boda, Ruperto —dijo—. Debe tener lugar antes de que la gente tenga ocasión de discutir. Debemos presentarles un frente estable, una dinastía real establecida a la que seguir.

Ruperto se movió sorprendentemente rápido cuando la cogió por el cuello, de nuevo con una rabia que crecía con una rapidez peligrosa.

—No me digas lo que yo debo hacer —dijo—. Mi madre intentó hacerlo.

—Yo no soy tu madre —respondió Angelica, intentando no hacer un gesto de dolor ante la fuerza del agarre—. Pero sí que me gustaría ser tu esposa antes de que se acaba el día. Pensaba que habíamos hablado de eso, Ruperto. Pensaba que era lo que tú querías.

Ruperto la soltó.

—No lo sé. Yo no… yo no había planeado nada de esto.

—¿Ah, no? —preguntó Angelica—. Planeaste tomar el trono. Sin duda sabías los sacrificios que supondría. Aunque me gustaría pensar que casarte conmigo no es una adversidad tan grande.

Volvió hacia él.

—Si quieres, no es demasiado tarde para cancelar las cosas. Dime que me vaya y vaciaré Ashton de las haciendas de mi familia. Si eliges esperar, esperaremos. Evidentemente, en ese caso no tendrías la fuerza de mi familia, o sus aliados. Y no habría nadie que te ayudara a contener todos esos… rumores difíciles.

—¿Me estás amenazando? —exigió Ruperto. Angelica sabía que ese era un juego peligroso. Aun así, iba a jugarlo, pues el verdadero juego al que ella jugaba era mucho más peligroso.

—Simplemente estoy señalando las ventajas que ganas si sigues adelante con esto, mi amor —dijo Angelica—. Cásate conmigo, y puedo hacer que todo esto sea mucho más fácil para ti. es mejor hacerlo hoy que dentro de un mes. Si puedo actuar como tu esposa, ya tengo una razón para protegerte del mundo.

Ruperto se quedó quieto durante unos segundos y, por un instante, Angelica pensó que podría haber calculado mal todo esto. Que, al fin y al cabo, él podría marcharse. Entonces asintió una única y concisa vez.

—Muy bien —dijo él—. Si es importante para ti, lo haremos hoy. Ahora, voy a tomar un poco de aire y empezaré a contactar con nuestros aliados.

Dio la vuelta y salió. Angelica sospechaba que era más probable que fuera en busca de vino que de sus aliados, pero eso no importaba. Probablemente, incluso les beneficiaba. Pronto, ella los tendría haciendo lo que debían, mandando mensajes de parte de su marido.

Llamó a una sirvienta con la campana.

—Asegúrate de que la ropa que llevaba el Príncipe Ruperto cuando entró se quema —le dijo a la chica que entró—. Después busca a una sacerdotisa de la Diosa Enmascarada, e invita a los miembros del consejo íntimo de la Viuda para que se reúnan en palacio. Ah, y manda a alguien a mi modista. Ya debe haber un vestido de boda esperándome.

—¿Mi señora? —dijo la chica.

—¿No estoy hablando con suficiente claridad? —preguntó Angelica—… Mi modista. Venga.

La chica se fue. Era extraño lo estúpida que podía ser la gente a veces. Era evidente que la sirvienta había dado por sentado que Angelica no había hecho ninguna preparación para su propia boda. En cambio, ella había empezado a mandar mensajes para las preparaciones casi tan pronto como tuvo la idea de hacer que Ruperto se casara con ella. Era importante que esta boda lo pareciera lo más posible dada la poca antelación.

Era una pena que no hubiera la oportunidad de tener una ceremonia más grande más tarde, pero había un impedimento más grande para ello: para entonces Ruperto estaría muerto.

El día de hoy había demostrado que eso era necesario de forma más clara de lo que Angelica podía creer. Ella pensaba que Ruperto era un hombre que tenía tanto control sobre sí mismo como ella, pero continuaba tan variable como el viento. No, el plan que ella había establecido era el camino a seguir. Se casaría con Ruperto esa misma noche, lo mataría por la mañana y sería coronada reina antes de que el cuerpo de él estuviera en el suelo.

Ashton tendría la reina que necesitaba. Angelica gobernaría, y el reino sería mejor por ello. Todo iba a salir bien. Podía sentirlo.




CAPÍTULO TRES


Sofía solo podía esperar mientras la flota avanzaba hacia Ashton. Mientras su flota avanzaba. Incluso aquí y ahora, después de todo lo que había sucedido, era difícil recordar que todo esto era suyo. Todas las vidas que había en los barcos que la rodeaban, cada señor que mandaba a sus hombres, cada terreno del que venían, era responsabilidad suya.

—Hay mucho de lo que hacerse responsable —susurró Sofía a Sienne, el gato del bosque ronroneaba mientras se frotaba contra las piernas de Sofía, enroscándose a su alrededor con su impaciencia.

Cuando se marcharon de Ishjemme, ya había toda una flota de barcos, pero desde entonces más y más embarcaciones se les habían unido, procedentes de las costas de Ishjemme o de las pequeñas islas que hay a lo largo del camino, incluso salidos del reino de la Viuda pues los que le eran leales venían para unirse al ataque.

Ahora había muchos soldados con ella allí. Tal vez los soldados suficientes como para ganar esta guerra. Los soldados suficientes como para borrar del mapa Ashton, si así lo elegía ella.

—«Todo irá bien» —le mandó Lucas, evidentemente notando su intranquilidad.

—«Morirá gente» —le mandó de vuelta Sofía.

—«Pero están aquí porque así lo eligieron» —respondió Lucas. Se acercó para ponerle una mano sobre el hombro—. «Hónralos no desperdiciando sus vidas, pero no restes importancia a lo que ofrecen conteniéndote».

—Creo que es una de esas cosas que es más fácil decir que hacer —dijo Sofía en voz alta. Automáticamente, alargó el brazo hacia abajo para tocarle las orejas a Sienne.

—Posiblemente —confesó Lucas. Parecía preparado para la guerra de una manera en la que Sofía no lo parecía, con una espada en un costado y unas pistolas preparadas en el cinturón. Sofía imaginaba que, allí de pie, ella se veía increíblemente redonda con el peso de su hijo aún por nacer, desarmada y sin protección.

—«Pero sí preparada» —le mandó Lucas. Hizo un gesto hacia la parte de atrás del barco—. Nuestros comandantes están a la espera.

Más que nada, eso significaba sus primos y su tío. Ellos sostenían esto tanto como Sofía, pero también había otros hombres: jefes de clanes y señores menores, hombres duros que todavía hacían reverencias cuando Sofía se acercaba, su hermano y el gato del bosque a su lado.

—¿Estamos preparados? —preguntó, mirando hacia su tío e intentando parecer la reina que todos ellos necesitaban que fuera.

—Todavía hay que tomar algunas decisiones —dijo Lars Skyddar—. Sabemos lo que intentamos conseguir, pero ahora debemos decidir los detalles.

—¿Qué es lo que hay que decidir? —preguntó su primo Ulf, en su habitual tono brusco—. Juntamos a los hombres, machacamos los muros con cañonazos y después vamos a la carga.

—Esto explica muchas cosas del modo en el que cazas —dijo Frig, la hermana de Ulf, con una sonrisa de lobo—. Deberíamos rodear la ciudad como una horca, asediándola.

—Debemos estar preparados para un asedio —dijo Hans, cauteloso como siempre.

Parecía que cada uno tenía su propia idea acerca de cómo debía ir, y una parte de Sofía deseaba poder mantenerse alejada de esto, dejar todo esto a mentes más sabias, con más conocimiento sobre la guerra. Pero sabía que no podía, y que los primos no dejarían de discutir si les dejaba. Eso significaba que la única manera de hacerlo era elegir.

—¿Cuándo llegaremos a la ciudad? —preguntó, intentando pensar.

—Probablemente al anochecer —dijo su tío.

—Entonces es demasiado tarde para un simple ataque —dijo, pensando en el tiempo que había pasado por la noche en la ciudad—. Conozco las calles de Ashton. Creedme, si intentamos cargar a través de ellas en la oscuridad, no acabará bien.

—Un asedio, entonces —dijo Hans, que parecía satisfecho ante la expectativa, o quizás solo porque su plan era el elegido.

Sofía negó con la cabeza.

—Un asedio hace daño a la gente equivocada y no ayuda a los adecuados. Las viejas murallas de la ciudad solo protegen la parte central de la ciudad, y no te quepa la menor duda de que la Viuda dejaría morir de hambre a los más pobres para comer ella. Mientras tanto, cada momento que esperemos, Sebastián está en peligro.

—Entonces ¿qué? —preguntó su tío—. ¿Tienes un plan, Sofía?

—Echaremos el ancla delante de Ashton cuando lleguemos allí —dijo ella—. Les mandaremos mensajes para que se rindan.

—No lo harán —dijo Hans—. Aunque les ofrezcamos cuartos.

Sofía negó con la cabeza. Eso ya lo sabía.

—La Viuda no creerá que alguien tenga más piedad que ella. Pero la ilusión de que les estemos dando tiempo para rendirse nos hará ganar tiempo para que la mitad de nuestros hombres vayan hacia el lado de tierra de la ciudad. Tomarán los alrededores discretamente. La gente de allí no le tiene ningún cariño a la Viuda.

—¿Y al invasor sí? —preguntó Lucas.

Esa era una buena pregunta, pero es que su hermano tenía facilidad para hacer buenas preguntas.

—Eso espero —dijo Sofía—. Espero que recuerden quiénes somos y cómo eran las cosas antes de la Viuda. —Miró a Hans—. Tú estarás al mando de las fuerzas allí. Necesito a alguien que mantenga la disciplina con los soldados y que no asesine a la gente común.

—Me encargaré de ello —le aseguró Hans, y Sofía supo que lo haría.

Sofía se dirigió a Ulf y a Frig.

—Vosotros dos llevaréis una pequeña fuerza cerca de las puertas del río. Si los hombres que mandé consiguen entrar, se abrirán. Vuestro trabajo será ayudarlos a resistir hasta que el resto podamos atacar. La flota principal desembarcará y avanzaremos bajo la protección de los cañones de los barcos.

Parecía un buen plan. Por lo menos, ella esperaba que lo fuera. La alternativa era que acababa de condenar a muerte a los hombres que comandaba.

—«Es un buen plan» —le mandó Lucas.

—«Solo espero que funcione» —respondió Sofía.

Entonces se les unió una tercera voz, procedente del mar.

—«Lo hará. Me aseguraré de que así sea».

Sofía se giró y vio un pequeño grupo de barcos que se acercaba. Tenían un aspecto lamentable, parecido a lo que los mercenarios o bandidos podrían haber escogido. Pero era la voz de su hermana la que salía de ellos.

—«¿Catalina? ¿Estás aquí?

—«Estoy aquí» —respondió Catalina—. «Y me traje la compañía libre más poco respetable que hay. Lord Cranston dice que será un honor para él servir».

Ese pensamiento animó a Sofía casi tanto como la presencia de su hermana allí. No solo era por los hombres de más para la lucha, aunque ahora mismo Sofía tomaría todo lo que pudiera. Era el hecho de que su hermana había vuelto con la compañía de guerra de la que tanto le gustaba formar parte, y…

—«¿Está Will allí» —preguntó Sofía.

—«Sí» —respondió Catalina. Sofía podía notar su felicidad—. «Pronto nos veremos, hermana mía. Guárdame algunos enemigos».

—«Estoy segura de que habrá los habrá en abundancia».

—Catalina se está acercando —le dijo Sofía a Lucas.

—Lo sé —dijo su hermano—. Sentí sus pensamientos. Pensaba que tendríamos que esperar a volver para encontrarnos por fin con ella.

—Y encontrar a nuestros padres después de esto —dijo Sofía. Sabía que no debería estar pensando tan adelante todavía. Debía concentrase en la batalla que estaba por llegar, pero era casi imposible que sus pensamientos se mantuvieran allí. Estaba demasiado ocupada pensando en todo lo que podría derivar de eso. Recuperaría a Sebastián. Liberaría al pueblo de la Viuda del peso demoledor de su mandato. Encontrarían a sus padres.

—Catalina estará tan ansiosa como nosotros lo estamos por encontrar a nuestros padres —dijo Sofía—. Más aún. No estoy segura ni de que tenga recuerdos de ellos que la hagan seguir adelante.

—Pronto tendremos más que eso —dijo Lucas.

—Eso espero —respondió Sofía. Pero no podía evitar preocuparse—. ¿Lo tienes?

Lucas asintió, evidentemente sabía a qué se refería. Sacó el disco plano hecho de bandas de metal entrelazadas y, al tocarlo, unas líneas brillantes y enredadas resplandecieron. Cuando Sofía también puso la mano sobre el metal, las partes del artilugio giraron hasta colocarse, dejando al descubierto el contorno de masas de tierra, desde el reino de la Viuda hasta formas remotas que podrían ser las Colonias Lejanas y las Tierras de la Seda. Estaba tentadoramente cercano a decirles lo que necesitaban saber; pero no había nada que les dijera dónde podrían estar ahora sus padres. Sofía imaginaba que eso llegaría cuando Catalina se les uniera. Así lo esperaba.

—Guarda el artilugio en un lugar seguro —dijo Sofía—. Si lo perdemos…

Lucas asintió.

—Hasta ahora lo he protegido. Estoy más preocupado por manteneros a ti y a Catalina a salvo.

Sofía no había pensado en ello. Los tres estaban a punto de dirigirse al centro de una batalla. Si uno de ellos caía en esa batalla, puede que nunca encontraran a sus padres. Sería un doble golpe, perder la promesa de su padre y madre mientras se lamenta la muerte de un hermano o hermana.

—Tú también debes estar a salvo —dijo Sofía—. Y no lo digo solo porque quiero encontrar a nuestros padres.

—Lo sé —dijo Lucas—. Y haré todo lo que pueda. El Oficial Ko me hizo entrenar muy bien.

—Y Catalina aprendió muchas cosas de la bruja que intentó reclamarla —dijo Sofía.

—Si sola es la mitad de letal de lo que fue cuando me maltrató en el castillo, estará bien—dijo Lucas—. La cuestión eres tú, Sofía. Sé que tienes a Sienne, pero ¿estarás a salvo en medio de la batalla?

—No estaré en medio —prometió Sofía. Puso una mano protectora sobre su barriga—. Pero haré todo lo que tenga que hacer para asegurarme de que mi hijo tiene un padre.

—Lo tendrá —dijo Lucas, y algo en la seguridad con la que lo decía hizo que Sofía le mirara. Ella sabía que ella había vislumbrado cosas en sus sueños. Se preguntaba si Lucas también lo había hecho.

—¿Viste algo? —preguntó Sofía.

Lucas negó con la cabeza.

—Tengo algo de talento para ello, pero creo que tú tienes más. Lo que veo más que nada para mañana es sangre.

Eso era bastante fácil de ver incluso sin la magia que les traía sueños a ambos. Sofía echó de nuevo un vistazo y ahora había una costa en el horizonte, y una ciudad como una manchita situada en ella.

—Ashton —dijo Sofía. Le parecía que hacía una eternidad que no la veía.

La ciudad se extendía como una mancha en el paisaje, sus edificios viejos, su extensión se prolongaba más allá de sus muros. Parte de su flota ya estaba partiendo, Hans avanzaba para desembarcar a lo largo de la costa y tomar los alrededores.

El resto se acercaban más, ondeando banderas como señal para coordinar sus movimientos. Echaron el ancla bien fuera del alcance de los cañones y bajaron pequeñas barcas, llenos de mensajeros y de la petición de rendición. Sofía sabía que Ulf y Frig estarían preparando sus propias barquitas para acercarse a hurtadillas a la ciudad antes de que empezara la batalla, preparados para que se les abrieran las puertas del río.

Sofía veía los barcos que esperaban allí, dispuestos para la guerra en respuesta a los mensajes que les hubieran llegado. No bastaban para detener a una flota del tamaño de la suya, no pegados a la orilla de esa manera. A medida que se iban acercando, Sofía oyó cómo sonaban las trompetas, vio las hogueras que se encendían como señales.

Miró detrás de todo esto hacia el palacio y el distrito noble. Sebastián estaba allí en algún lugar, retenido en una celda, a la espera de que ella lo rescatara.

—Todavía podríamos atacar, tal y como quiere el Primo Ulf —dijo Lucas.

Sofía miró al cielo. El sol ya se estaba escondiendo, mandando lenguas rojas por el horizonte. Tuvo que forzarse a negar con la cabeza. Era una de las cosas más difíciles que jamás había hecho.

—No podemos arriesgarnos con un ataque nocturno —dijo—. Debemos ceñirnos al plan.

—Entonces atacamos al amanecer —dijo Lucas.

Sofía asintió. Al amanecer, todo estaría resuelto. Verían si ella recuperaba el reino de su familia, junto con el hombre que amaba, o si todos ellos estaban condenados a muerte.

—Atacamos al amanecer —dijo.




CAPÍTULO CUATRO


La brisa marina corría por la cara de Catalina, que se sentía verdaderamente libre por primera vez desde que podía recordar. Ver cómo Ashton se acercaba en la distancia le traía recuerdos de la vida que había tenido allí mientras fue una de los Abandonados, pero esos recuerdos ya no la poseían, y la rabia que traían parecía más un leve dolor que algo reciente.

Sintió que Lord Cranston se acercaba antes de que llegara a ella. Hasta ahí sus poderes habían vuelto. Esto sí que era suyo, no era nada que Siobhan o su fuente le hubieran dado.

—Atacaremos al amanecer, mi señor —dijo, girándose.

Lord Cranston sonrió al oírlo.

—La hora de costumbre para esto, aunque no hace falta que me llames eso ahora, Catalina. Somos nosotros los que hemos jurado servirle, su alteza.

Su alteza. Catalina sospechaba que nunca se acostumbraría a que le llamaran eso. Especialmente no por un hombre que había sido uno de los primeros en hacerle un lugar en el mundo en el que encajaba.

—Y, en serio, no hace falta que me llame eso —replicó Catalina.

Sorprendentemente, Lord Cranston consiguió hacer una elegante reverencia cortesana.

—Es quien eres ahora, pero de acuerdo, Catalina. ¿Haremos como que estamos de nuevo en el campamento y yo te estoy enseñando táctica?

—Sospecho que todavía tengo mucho que aprender —dijo Catalina. Dudaba que hubiera aprendido ni la mitad de lo que Lord Cranston podía enseñar durante el tiempo que formó parte de su compañía.

—Oh, sin duda, —dijo Lord Cranston— ahí va una lección. Dime, en la historia de Ashton, ¿cómo ha sido tomada?

Catalina pensó. Era algo que no había visto todavía en sus clases.

—No lo sé —confesó.

—Lo ha sido por traición —dijo Lord Cranston, contando las opciones con los dedos—. Lo ha sido ganando el resto del reino, de modo que no tiene sentido resistirse. En un pasado remoto se ha hecho con magia.

—¿Y por la fuerza? —preguntó Catalina.

Lord Cranston negó con la cabeza.

—Aunque, evidentemente, los cañones pueden cambiarlo.

—Mi hermana tiene un plan —dijo Catalina.

—Y parece bien hecho —dijo Lord Cranston—, pero ¿qué sucede con los planes en las batallas?

Eso, al menos, Catalina lo sabía.

—Se van al traste. —Encogió los hombros—. Entonces hacemos bien en tener las mejores compañías libres trabajando para nosotros para llenar los agujeros.

—Y hacemos bien en tener a la chica que puede reunir neblinas y moverse más rápido de lo que cualquier hombre puede ir —respondió Lord Cranston.

Catalina debió dudar uno o dos instantes de más en responder.

—¿Qué sucede? —preguntó Lord Cranston.

—Rompí con la bruja que me daba ese poder —dijo—. Yo… no sé lo que queda. Todavía tengo una habilidad para leer mentes, pero la velocidad, la fuerza, se han ido. Supongo que esa clase de magia también.

Todavía conocía la teoría, todavía tenía esa sensación en su interior, pero daba la sensación que los caminos hacia ella estaban totalmente quemados por la pérdida de conexión con la fuente de Siobhan. Al parecer, todas las cosas tenían su precio y este estaba dispuesta a pagarlo.

Al menos, si esto no les costaba a todos la vida.

Lord Cranston asintió con la cabeza.

—Entiendo. ¿Todavía sabes usar una espada?

—No estoy… segura —confesó Catalina. Eso había sido algo que había aprendido a cargo de Siobhan, al fin y al cabo, pero los recuerdos de su entrenamiento todavía estaban allí, todavía recientes. Se había ganado lo que sabía mediante días de “morir” a manos de los espíritus, una y otra vez.

—Entonces, sinceramente, pienso que deberíamos averiguarlo antes de una batalla, ¿no crees? —sugirió Lord Cranston. Dio un paso atrás e hizo la reverencia formal de un duelista, mirando detenidamente a Catalina, y desenfundó su espada con un silbido de metal.

—¿Con espadas de verdad? —dijo Catalina—. ¿Y si no tengo el control? ¿Y si…?

—La vida está llena de y sis —dijo Lord Cranston—. La batalla aún más. No te pondré a prueba con una espada de entrenamiento para después ver que tu habilidad se desmorona cuando existe un peligro real.

Aún así, esta parecía una manera peligrosa de probar sus habilidades. No quería hacer daño a Lord Cranston por accidente.

—Desenfunda tu espada, Catalina —dijo.

Lo hizo a regañadientes, encajando cuidadosamente el sable en su mano. Había restos de las runas grabadas en la espada donde Siobhan las había trabajado, pero ahora estaban apagadas, apenas estaban allí a no ser que les diera la luz. Catalina se puso en guardia.

Lord Cranston dio una estocada enseguida, con toda la destreza y violencia de un hombre más joven. Catalina lo esquivó a tiempo por poco.

—Te lo dije —dijo—. No tengo ni la fuerza ni la velocidad que tenía.

—Entonces debes encontrar una manera de compensarlo —dijo Lord Cranston, e inmediatamente lanzó otra estocada hacia su cabeza—. La guerra no es justa. A la guerra no le importa si eres débil. Lo único que le importa es si ganas.

Catalina se retiró, cortando un ángulo para evitar que la obligara a retroceder contra la borda del barco. Ella esquivaba una y otra vez, intentando protegerse del ataque.

—¿Por qué te estás reprimiendo? —exigió Lord Cranston—. Todavía puedes ver todas las intenciones de ataque, ¿verdad? Todavía conoces todos los movimientos que pueden hacerse con una espada, ¿no es así? Si hago la finta de Rensburg, tú sabes que la respuesta es…

Hizo una compleja finta doble. Automáticamente, Catalina avanzó para encontrarse con la espada de él a medio camino.

—¿Ves como los conoces? —espetó Lord Cranston—. ¡Ahora lucha, joder!

Atacó con tanta fiereza que Catalina no tuvo otra opción que contraatacar con toda su destreza. Observaba sus pensamientos tanto como podía, para ver los titileos de los siguientes movimientos y los patrones de ataque. Su cuerpo no tenía la velocidad de antes, pero todavía sabía qué hacer, colocando la espada donde hacía falta, golpeando y bloqueando, retirándose y haciendo presión.

Catalina tomó la espada de Lord Cranston y sintió la más leve de las debilidades en la presión cuando él la entregó. Dio vueltas dentro de aquel lío, ejerciendo más presión, y la espada de él cayó sobre la cubierta del barco repiqueteando. Ella levantó su espada hacia el cuello de él… y consiguió detenerla a un pelo de su piel.

Él le sonrió.

—Bien, Catalina. Excelente. ¿Lo ves? No necesitas los trucos de ninguna bruja. Eres tú la que ha aprendido esto y eres tú la que hará pedazos al enemigo.

Entonces él estrechó la mano a Catalina, muñeca a muñeca, y Catalina se sorprendió al oír aplausos de la parte de abajo del barco. Al girarse vio a otros miembros de la compañía allí, mirando como si Lord Cranston y ella fueran actores que estaban allí para entretenerlos. Will estaba con ellos y parecía tan aliviado como feliz. Catalina bajó corriendo las escaleras desde la cubierta de mando en su dirección y lo besó cuando llegó a él.

Evidentemente, a eso le siguió otro tipo de vítores y Catalina se apartó sonrojada.

—Ya está bien, perros perezosos —gritó Lord Cranston mirando hacia abajo—. ¡Si tenéis tiempo para miradas lujuriosas, tenéis tiempo para trabajar!

Los hombres que los rodeaban se quejaron y continuaron con sus preparaciones para la batalla. Aun así, el momento había pasado y Catalina no quería arriesgarse a besar de nuevo a Will por si alguno todavía estaba mirando.

—Estaba muy preocupado por ti —dijo Will, haciendo una señal con la cabeza hacia donde estaba Lord Cranston—. Cuando estabais luchando, parecía que realmente quería matarte.

—Era lo que yo necesitaba —dijo Catalina encogiendo los hombros. No estaba segura de poder explicárselo a Will. Él se había unido a la compañía de Lord Cranston, pero siempre parecía que una parte de él quería volver, para trabajar en la forja de su padre. SE había unido para tener una oportunidad de ver el mundo, una oportunidad de ir a algún otro lugar.

Para Catalina era diferente. Ella necesitaba meterse en los lugares donde las cosas no parecían seguras, o era ella la que no estaba segura de sentirse viva. Tenía la sensación de que no podía lidiar con los extremos del mundo a no ser que saliera a hacerlo. Lord Cranston lo había comprendido y la había metido en el lugar donde realmente había podido probarlo por sí misma.

—Aun así —dijo Will—, pensaba que habría sangre sobre cubierta antes de que acabara.

—Pero no la hubo —dijo Catalina. Lo abrazó, sencillamente porque quería hacerlo. Deseaba que en el barco hubiera la suficiente intimidad para más que eso—. Eso es lo importante.

—Y estuviste increíble allá arriba —confesó Will—. Tal vez no deberíamos molestarnos en atacar mañana, sencillamente te mandamos a ti para que luches con todos uno por uno.

Catalina sonrió al pensarlo.

—Creo que podría ser un poco cansado después de unos cuantos. Además, ¿querrías perderte la acción?

Vio que Will apartaba la vista.

—¿Qué sucede? —preguntó, resistiendo el deseo de leerle los pensamientos para descubrirlo.

—¿Sinceramente? Tengo miedo —dijo—. No importa las batallas en las que luchemos, nunca parece volverse más fácil. Tengo miedo por mí, por mis amigos, por si mis padres puedan verse atrapados en todo esto… y tengo miedo por ti.

—Creo que acabamos de averiguar que no tienes por qué preocuparte por mí —dijo Catalina.

—Ya sé que eres mejor que nadie con una espada —le dio la razón Will—, pero aun así me preocupo. ¿Y si hay una espada que no ves? ¿Y si hay un disparo de mosquete fortuito? La guerra es caos.

Lo era, pero esa era la parte que a Catalina le gustaba. Había algo en estar en el centro de una batalla que tenía sentido de un modo que el resto del mundo a veces no lo tenía. Pero no lo dijo.

—Todo irá bien —dijo, en cambio—. Yo estaré bien. Tú estarás trabajando en la artillería, no en el corazón de ningún ataque. Sofía nunca permitiría que su gente saqueara o atacara a la gente común, así que tus padres estarán a salvo. Todo irá bien.

—Pero… cuídate —dijo Will—. Hay muchas cosas que quiero tener tiempo para decirte, y para hacer contigo, y…

—Tendremos tiempo para todas —prometió Catalina—. Ahora deberías irte. Sabes que Lord Cranston se enoja si te distraigo de tus obligaciones durante mucho tiempo.

Will asintió y parecía que podría besarla de nuevo, pero no lo hizo. Otra cosa que debería esperar hasta después de la batalla. Catalina observaba cómo se iba, extendiendo lo que quedaba de su talento para pillar los pensamientos y los sentimientos de los soldados que allí había.

Podía sentir sus miedos y preocupaciones. Cada uno de los hombres que estaban allí sabía que el mundo estallaría en violencia llegado el amanecer y la mayoría se preguntaba si superarían este caos sanos y salvos. Algunos pensaban en los amigos, otros en las familias. Algunos revisaban una posibilidad tras otra, como si pensar en el peligro que se acercaba evitaría que pasara.

Catalina estaba deseando que llegara. En la batalla, el mundo tenía algo de sentido.

—Mañana mataré a las que hicieron daño a mi familia —prometió—. Me abriré camino entre ellos a golpes de espada y tomaré el trono para Sofía.

Al día siguiente, entrarían en Ashton y recuperarían todo lo que se suponía que era suyo.




CAPÍTULO CINCO


Desde los escalones del templo de la Diosa Enmascarada, de pie preparado en su cima mientras esperaba a que empezara el funeral de su madre, Ruperto observaba la puesta de sol. Se extendía en tonalidades de rojo, tintes que le recordaban demasiado la sangre que había derramado. Esto no debería molestarle. Él era más fuerte que eso, era mucho mejor que eso. Aun así, cada vez que se miraba las manos le venían recuerdos del modo en el que la sangre de su madre las había manchado, cada momento de silencio le traía de vuelta el recuerdo de sus jadeos mientras la apuñalaba.

—¡Tú! —dijo Ruperto, señalando a uno de los presagiadores y sacerdotes menores que se amontonaban alrededor de la entrada—. ¿Qué augura esta puesta de sol?

—Sangre, su alteza. Una puesta de sol así significa sangre.

Ruperto dio medio paso adelante, con la intención de golpear al hombre por su descaro, pero Angelica estaba allí para cogerlo, le acarició la piel con la mano en una promesa que él deseaba que hubiera más tiempo para cumplir.

—Ignóralo —dijo—. No sabe nada. De hecho, nadie sabe nada, a no ser que tú se lo digas.

—Dijo sangre —se quejó Ruperto. La sangre de su madre. Ese dolor titilaba en su interior. Había perdido a su madre, esa pena casi le sorprendía. Él esperaba no sentir nada que no fuera alivio por su muerte, o tal vez alegría de que el trono por fin fuera suyo. En cambio… Ruperto se sentía roto por dentro, vacío y culpable de una manera que nunca antes había sentido.

—Naturalmente que dijo sangre —respondió Angelica—. Mañana va a haber una batalla. Cualquier imbécil podría ver sangre en una puesta de sol con los barcos enemigos amarrados mar adentro.

—Muchos lo han hecho —dijo Ruperto. Señaló hacia otro hombre, un presagiador que parecía estar usando un complejo aparato parecido a un reloj para garabatear cálculos sobre un trozo de pergamino—. ¡Tú, dime cómo irá la batalla mañana!

El hombre alzó la vista, con una mirada aterrorizada.

—Las señales no son buenas para el reino, su majestad. Los engranajes…

Esta vez, Ruperto sí que lo golpeó y tiró al hombre al suelo de una patada. Si Angelica no hubiera estado allí para apartarlo, él podría haber continuado dándole patadas hasta que no quedara más que un montón de huesos rotos.

—Considera cómo se vería el hacer esto en un funeral —dijo Angelica.

Eso, por lo menos, bastó para que Ruperto se contuviera.

—No entiendo por qué los sacerdotes permiten que gente de esta calaña estén en los escalones de su templo. Pensaba que lo que hacían era matar brujas.

—Quizá sea una señal de que no tienen ningún talento —sugirió Angelica—, y de que no deberías escucharlos.

—Quizá —dijo Ruperto, pero había habido otros. Al parecer, todo el mundo tenía una opinión acerca de la batalla que se acercaba. Había habido suficientes presagiadores en palacio, tanto reales como simplemente nobles a los que les gustaba adivinar con las puestas de sol o el vuelo de los pájaros.

Pero ahora mismo, este funeral, el funeral de su madre, era lo único que importaba.

Al parecer, había quien no lo entendía.

—¡Su alteza, su alteza!

Ruperto se giró rápidamente hacia el hombre que venía corriendo. Llevaba el uniforme de un soldado e hizo una gran reverencia.

—La forma correcta de dirigirse a un rey es su majestad —dijo Ruperto.

—Su majestad, discúlpeme —dijo el hombre. Se levantó de su reverencia—. ¡Pero tengo un mensaje urgente!

—¿De qué se trata? —exigió Ruperto—. ¿No ves que voy a asistir al funeral de mi madre?

—Discúlpeme, su… majestad —dijo el hombre, evidentemente reprimiéndose a tiempo—. Pero nuestros generales solicitan su presencia.

Claro que lo hacían. Unos estúpidos que no habían visto la ruta para derrotar al Nuevo Ejército ahora querían ganarse su favor demostrándole que tenían muchas ideas para lidiar con la ameneza de que había llegado hasta ellos.

—Vendré, o no, después del funeral —dijo Ruperto.

—Dijeron que recalcara la importancia de la amenaza —dijo el hombre, como si esas palabras de alguna manera hicieran que Ruperto se pusiera en acción. O, de alguna manera, obedeciera.

—Yo decidiré su importancia —dijo Ruperto. Por el momento, nada parecía importante en comparación con el funeral que estaba a punto de tener lugar. Por él, ya podía arder Ashton; él iba a enterrar a su madre.

—Sí, su majestad, pero…

Ruperto detuvo al hombre con una mirada.

—Los generales quieren hacer como que todo debe suceder ahora —dijo—. Que sin mí no existe ningún plan. Que me necesitan para defender la ciudad. Yo tengo una respuesta para ellos: hagan sus trabajos.

—¿Su majestad? —dijo el mensajero, en un tono que a Ruperto le hacía querer darle un puñetazo.

—hagan sus trabajos, soldado —dijo—. Estos hombres aseguran ser nuestros mejores generales, ¿pero no pueden organizar la defensa de una ciudad? Diles que iré hasta ellos cuando esté preparado para hacerlo. Mientras tanto, que se encarguen ellos. Ahora márchate, antes de que pierda los nervios.

El hombre dudó por un momento y, a continuación, hizo otra reverencia.

—Sí, su majestad.

Salió a toda prisa. Ruperto observó cómo se marchaba y, a continuación, se dirigió de nuevo a Angelica.

—Estás muy callada —dijo. Su expresión era perfectamente neutral—. ¿Tampoco estás de acuerdo con que entierre a mi madre?

Angelica le puso una mano sobre el brazo.

—Creo que si tienes que hacerlo, debes hacerlo, pero tampoco podemos desatender los peligros.

—¿Qué peligros? —exigió Ruperto—. Tenemos generales, ¿verdad?

—Generales de una docena de fuerzas diferentes agrupados para formar un ejército —puntualizó Angelica—. Ni tan solo dos de ellos se pondrán de acuerdo sobre quién es el responsable sin que nadie esté allí para preparar una estrategia general. Nuestra flota está demasiado cerca de la ciudad, nuestras murallas son reliquias en lugar de defensas y nuestro enemigo es peligroso.

—Cuidado —le advirtió Ruperto. Su pena lo rodeaba como un puño, y el único modo que Ruperto conocía para rsaccionar a él era con rabia.

Angelica se adelantó para besarlo.

—Yo tengo cuidado, mi amor, es decir, mi rey. Nos tomaremos el tiempo para hacerlo, pero pronto, tendrás que darles instrucciones, y así tendrás un reino que gobernar.

—Por mí puede arder —dijo Ruperto por instinto—. Por mí puede arder todo.

—Puede que ahora digas esto —dijo Angelica—, pero pronto, lo desearás. Y entonces, bueno, existe el peligro de que no te permitan tenerlo.

—¿Qué me permitan tener mi corona? —dijo Ruperto—. ¡Yo soy el rey!

—Tú eres el heredero —dijo Angelica—, y te hemos construido apoyo en la Asamblea de los Nobles, pero ese apoyo podría debilitarse si no vas con cuidado. Los generales a los que estás ignorando se preguntarán si debería gobernar uno de ellos. Los nobles se harán preguntas acerca de un rey que pone su propio dolor antes que la seguridad de ellos.

—¿Y tú, Angelica? —preguntó Ruperto—. ¿Qué piensas tú? ¿Eres leal?

Se llevó los dedos a la empuñadura de un cuchillo casi de forma automática, sintiendo su presencia reconfortante. Angelica los tapó.

—Pienso que he escogido mi lugar en esto —dijo— y es a tu lado. He mandado a alguien para que se encargue de parte de la amenaza de la flota. Si una muerte puede frenarnos a nosotros, puede frenarlos a ellos con la misma facilidad. Más tarde, podemos hacer todo lo que se tenga que hacer juntos.

—Juntos —dijo Ruperto, cogiéndole la mano a Angelica.

—¿Estás preparado? —le preguntó Angelica.

Ruperto asintió, a pesar de que ahora mismo el dolor que había en su interior era demasiado grande como para ni tan solo estar reprimido. Nunca estaría preparado para el momento de dejar marchar a su madre.

Entraron juntos al templo. Lo habían preparado para un funeral de estado con una prisa que parecía casi improcedente, unas ricas cortinas con tonalidades oscuras llenaban el espacio de dentro, cortado por todas partes por la cimera real. Los bancos estaban llenos de plañideras, todos los nobles de Ashton y de kilómetros a la redonda habían acudido, junto con comerciantes y soldados, el clero y demás. Ruperto se había asegurado de ello.

—Todos están aquí —dijo, mirando alrededor.

—Todos los que vinieron —respondió Angelica.

—Los que no lo hicieron son traidores —espetó Ruperto en respuesta—. Haré que los maten.

—Por supuesto —dijo Angelica—. Pero después de la invasión.

Era extraño que hubiera encontrado a alguien tan dispuesto a estar de acuerdo con todas las cosas que había que hacer. A su manera, hermosa e inteligente, era tan despiadada como lo era él. También estaba allí para esto, a su lado, y conseguía que incluso el negro del funeral pareciera precioso, estaba allí para apoyar a Ruperto mientras hacia su camino a través del templo, hacia el lugar donde se encontraba el ataúd de su madre, con la corona colocada encima, a la espera del sepelio.

Un coro empezó a cantar un réquiem mientras se dirigían hacia allí y la suma sacerdotisa rezaba a la diosa con un tono monótono. Nada de esto era original. No había habido tiempo para eso. Aun así, cuando todo esto hubiera acabado Ruperto contrataría a un compositor. Levantaría estatuas en honor a su madre. Haría…

—Hemos llegado, Ruperto —dijo Angelica, guiándolo hasta su asiento en la fila de delante. Allí había espacio de sobra, a pesar de que el edificio estaba abarrotado. Quizá los guardas que estaban allí para hacer que se cumpliera tenían algo que ver con eso.

—Nos hemos reunido para dar testimonio del deceso de una gran personalidad entre nosotros —dijo la sacerdotisa en un tono monótono mientras Ruperto ocupaba su lugar—. La Reina Viuda María de la Casa Flamberg se ha ido detrás de la máscara de la muerte, a los brazos de la diosa. Lamentamos su deceso.

Ruperto lo lamentaba, la pena crecía en su interior mientras la sacerdotisa hablaba sobre la gran gobernante que había sido su madre, lo importante que había sido su papel en la unidad del reino. La vieja sacerdotisa dio un largo sermón acerca de las virtudes que se encuentran en los textos sagrados de las que su madre había sido un ejemplo y, a continuación, algunos hombres y algunas mujeres subieron a hablar sobre su grandeza, su amabilidad, su humildad.

—Parece que estén hablando de otra persona —le susurró Ruperto a Angelica.

—Es lo que se espera que digan en un funeral —respondió ella.

Ruperto negó con la cabeza.

—No, esto no es así. No es así para nada.

Se levantó y se dirigió a la parte delantera del templo, sin importarle que todavía había un señor ocupado dando vueltas a aquella vez que se había encontrado con la Reina Viuda en un elogio fúnebre. El hombre retrocedió al acercarse Ruperto y se quedó callado.

—Estáis diciendo tonterías —dijo Ruperto, la voz le salía con facilidad—. ¡Estáis hablando de mi madre e ignoráis cómo era realmente! ¿Decís que era buena, amable y generosa? ¡No era ninguna de estas cosas! Era severa. Era despiadada. Podía ser cruel. —Hizo un movimiento circular con la mano—. ¿Hay alguien aquí a quien no hiciera daño? A mí me hizo daño a menudo. Me trataba como si apenas fuera digno de ser su hijo.

Podía oír los susurros entre los que estaban allí. Ya podían susurrar. Ahora él era su rey. Lo que ellos pensaran no importaba.

—Pero fue fuerte, sin embargo —dijo Ruperto—. Es gracias a ella que tenéis un país. Gracias a ella los traidores de esta tierra han sido expulsados y su magia reprimida.

Le vino un pensamiento.

—Yo seré igual de fuerte. Haré lo que haga falta.

Andando a largos pasos, se dirigió al ataúd y levantó la corona. Pensó en lo que Angelica había dicho acerca de la Asamblea de los Nobles y de que Ruperto no necesitaba en absoluto su permiso. La cogió y se la colocó en la frente, ignorando los susurros de los que estaban allí.

—Enterraremos a mi madre como la persona que fue —dijo Ruperto—, ¡no según vuestras mentiras! ¡Os lo ordeno como vuestro rey!

Entonces Angelica se levantó, fue corriendo hacia él y le tomó la mano.

—Ruperto, ¿estás bien?

—Estoy bien —replicó. Le vino otro impulso y miró a la multitud—. Todos conocéis a Milady d’Angelica —dijo Ruperto—. Bien, tenemos que anunciaros algo. Esta noche la tomaré como mi esposa. Todos vosotros estáis obligados a asistir. Quien no lo haga será colgado por ello.

Esta vez no hubo susurros. Tal vez ya no podían sorprenderse. Tal vez ya habían pasado por todo esto. Ruperto fue hasta el ataúd.

—Bueno, Madre —dijo—. Tengo tu corona. Voy a casarme y, mañana, voy a salvar tu reino. Te basta con esto, ¿verdad?

Una parte de Ruperto esperaba alguna respuesta, alguna señal. No hubo nada. Nada excepto el silencio de la multitud que observaba, y de la profunda culpa que todavía se arrastraba en su interior.




CAPÍTULO SEIS


Desde el balcón de una casa de Carrick, el Maestro de los Cuervos observaba cómo se reunían sus ejércitos, vigilando a través de los ojos de sus criaturas. Sonreía para sí mismo mientras lo hacía y una sensación de satisfacción se apoderaba de él.

—Las piezas están en su lugar —dijo, mientras sus cuervos le mostrabas cómo se iban reuniendo los barcos y los soldados se apresuraban a construir barricadas—. Ahora vamos a ver cómo caen.

El atardecer sangriento coincidía con su estado de ánimo de hoy, como hacían los gritos procedentes del patio de debajo de su balcón. Las ejecuciones del día proseguían sin cesar: dos hombres atrapados intentando desertar, un ladrón potencial, una mujer que había apuñalado a su marido. Estaban atados a unos postes mientras los ejecutores se hacían con unas espadas y cuerda para estrangular.

Los cuervos se les echaron encima. Probablemente había quien pensaba que él disfrutaba la violencia de momentos como estos. Lo cierto era que a él solo le importaba el poder que esas muertes traían a través de sus animalitos, fuera como fuera.

El Maestro de los Cuervos echó un vistazo a los comandantes que esperaban sus instrucciones, para ver si alguno se encogía de miedo o apartaba la mirada de las escenas de allá abajo. La mayoría no lo hicieron, porque habían aprendido lo que se esperaba de ellos. Pero un oficial más joven tragó saliva mientras miraba. Seguramente tendría que vigilarlo.

Durante uno o dos instantes, el Maestro de los Cuervos dirigió de nuevo su atención a las criaturas que daban vueltas por encima de Ashton. Mientras giraban y daban vueltas, le mostraban la envergadura de la flota que avanzaba, la fuerza que se dividía y que buscaba desembarcar más arriba en la costa. Un grajo que había sobre una muralla de la ciudad le mostró un grupo de hombres de Ishjemme vestidos con ropa de comerciantes que abrían un cofre de armas escondido al lado del río. Un cuervo que estaba cerca del cementerio de la ciudad oyó que unos hombres hablaban de retirarse cuando llegara el ataque, dejando que los nobles se las arreglaran solos.

Esta parecía una combinación que podría dejar a sus animalitos hambrientos. Él no podía tener eso.

—Tenemos un trabajo con el que cumplir —dijo a los hombres que esperaban mientras dirigía de nuevo su atención hacia sí mismo—. Seguidme.

Marcaba el camino a través de la casa, dando por sentado que los otros le seguirían. Los sirvientes se apartaban a toda prisa, pues no deseaban encontrarse en el camino de tantos hombres poderosos mientras bajaban. El Maestro de los Cuervos podía sentir su resentimiento y su miedo, pero no importaba. Solo era la consecuencia inevitable de gobernar.

En el patio, los gritos se habían disipado en el silencio que solo la muerte puede traer. Incluso las criaturas vivas más silenciosas tenían el suave ruido de la respiración, el agitado golpeteo de un corazón. Ahora, solo el graznido de los cuervos rompía el silencio mientras los cuerpos colgaban flácidos contra sus postes.

—Debe mantenerse el orden —dijo el Maestro de los Cuervos, mirando hacia el oficial que había mostrado un destello de desagrado—. Somos una máquina de muchas partes, y cada una debe ejercer su papel. Ahora que han traspasado todos sus límites, el papel de estos tres es alimentar a los pájaros carroñeros.

Ahora volaban hacia abajo en grandes cantidades y se posaban encima de los todavía recientes cadáveres mientras empezaban a darse el festín. El Maestro de los Cuervos ya podía sentir que el poder empezaba a fluir de las muertes a su bandada, junto con los centenares que se extendían por el imperio del Nuevo Ejército en cualquier momento. Incluso había algunos de sus pájaros alimentándose en el reino de la Viuda.

—Ha llegado el momento de que esto vaya a nuestro favor —dijo, haciendo uso de ese poder y trazando los resquicios de consecuencia dentro de su mente. Cada uno representaba una posibilidad, una opción. El Maestro de los Cuervos no tenía ninguna manera de saber cuál sucedería; él no era la mujer de la fuente u otro de los verdaderos videntes. Sin embargo, podía ver lo suficiente para saber dónde ejercer influencia. Dónde apretar para conseguir los efectos que deseaba.

Contactó con los pájaros que aleteaban alrededor de Ashton. Su mente buscaba los lugares donde unas palabras bien situadas podrían hacer el máximo, y córvidos de todas clases bajaron del cielo para graznarlas.

Un cuervo se posó cerca del comandante que estaba a cargo de la vigilancia de la ciudad de Ashton y lo miró fijamente con sus ojos negros.

—Norteños en el río —graznó cuando el Maestro de los Cuervos pronunció—. Norteños en el río, vestidos de comerciantes.

No esperó a ver la conmoción del hombre mientras intentaba buscar el sentido a lo que estaba sucediendo. En su lugar, el Maestro de los Cuervos cambió su atención hacia un grajo que había en el cementerio e hizo que se posara encima de una lápida cerca de los conspiradores en potencia que planeaban huir.

—Sed valientes —graznó su pájaro—. Os vigilan.

Para compensarlo, mandó otro pájaro a un hombre que estaba al lado de una de las murallas principales e hizo que graznara un augurio de muerte. Sembraba valor y cobardía, decía verdades y contaba mentiras, entrelazándolas en un hechizo de cosas conocidas y medio conocidas.

No todos los pájaros salían victoriosos. Mandó a un mirlo volando en dirección a la ventana del Príncipe Ruperto y se encontró con que tenía unas rejas. Mandó a un cuerpo volando hacia los barcos que esperaban en el puerto, volando en círculo cada vez más bajo por encima del buque insignia de Ishjemme, y un hombre que miraba hacia arriba llamó su atención. El Maestro de los Cuervos conocía a ese hombre. Era el que le había clavado una espada en Ishjemme. Ahora miraba fijamente al pájaro y se llevó la mano al cinturón, del que sacó pistola tan rápido que casi no parecía humana…

—¡Maldita sea! —gruñó el Maestro de los Cuervos mientras apartaba de golpe su atención del pájaro justo a tiempo.

Se olvidó de la flota. En su lugar, concentró su atención en la ciudad, donde encontró pequeñas cosas que podrían dar valor a los hombres o quitárselo, que podrían avivar su rabia o volverlos descuidados. Hizo que una urraca le robara el anillo de casado a una mujer mientras estaba lavaba unos vasos y que lo tirara a los pies del soldado con el que estaba casada. Sin ninguna duda el hombre pasaría la batalla preguntándose por qué no estaba en su dedo, y si él debería estar en casa. Hizo que un cuervo levantara una vela encendida y la tirara a un grupo de edificios abandonados por donde las llamas treparían.

—Dejémoslos que elijan si quieren salvar sus casas de los invasores o del fuego —dijo.

Unos cien pájaros más salieron con otros encargos, cada uno de ellos llevándose un destello de poder, pero cada uno de ellos era una inversión en el caos que derivaría de ello. Algunos hablaban con los soldados, otros con los hombres y mujeres que él había enviado para este momento, que estaban allí para contar historias de los horrores de Ishjemme a aquellos que escuchaban, o insinuar una rebelión violenta contra el linaje de la Viuda, o ambas cosas.

El Maestro de los Cuervos tomó una batalla que debería haber sido una victoria fácil para los invasores y la transformó en algo más complejo, peligroso y mortífero.

Para cuando volvió a sí mismo, estaba sonriendo por lo que había conseguido. Los hombres pensaban en las grandes obras de la magia y pensaban en símbolos y libros antiguos, pero él había conseguido algo mucho más grande, con mucho menos. Echó un vistazo a sus oficiales, que observaban todavía con miradas obedientes a los cuervos que mordisqueaban a los muertos.

—Mañana el enemigo tendrá su batalla por Ashton —dijo—. Será violenta, con muchos muertos en todos los bandos.

No podía evitar sentir un punto de satisfacción en ello. Al fin y al cabo, él era la principal razón de que murieran tantos.

—¿Cuándo atacamos, mi señor? —preguntó uno de los comandantes de su flota—. ¿Tiene órdenes para nosotros?

—¿Estás ansioso por atacar? —preguntó el Maestro de los Cuervos.

—Lo estoy, mi señor —dijo el hombre. Se golpeó la mano con el puño—. Quiero aplastarlos por la humillación que causaron la última vez que estuvieron por aquí.

—Yo también —dijo un general—. Quiero que sepan que el Nuevo Ejército es más fuerte.

Le siguió un coro de asentimiento, cada hombre parecía esforzarse más que el último por demostrar lo comprometido que estaba en reparar los fracasos del ataque al reino de la Viuda. Tal vez se trataba de eso. Quizá cada uno de ellos deseaba demostrar que podían ser mejores. Quizá pensaban que se jugaban el pellejo si fracasaban de nuevo.

No se equivocaban del todo. Aun así, el Maestro de los Cuervos levantó una mano para pedir calma—. Tened paciencia. Volved a vuestros hombres y a vuestros barcos. Aseguraos que todo está listo para un ataque. Os diré el momento para ello.

Se marcharon en grupo, cada uno de ellos apresurándose para prepararse. El Maestro de los Cuervos los dejó ir. Por ahora, su atención estaba en el rojo sangriento del atardecer y lo que este presagiaba. No tenía ninguna duda de que por la mañana habría sangre en abundancia. Gracias a los esfuerzos de sus criaturas, habría una matanza a un nivel que haría que el río de Ashton se volviera rojo. Sus criaturas se darían un festín.

—Y cuando hayan terminado —dijo—, añadiremos a nuestro imperio lo que quede.




CAPÍTULO SIETE


La asesina conocida como Rose esperó a que estuviera completamente oscuro antes de remar hacia los barcos que esperaban en el puerto, sus remos estaban envueltos por tela en los escálamos. Ayudaba que la luna estaba brillante/tenía mucha luz y que ella siempre había visto bien en la oscuridad cuando era necesario. Esto significaba que no podía arriesgarse ni tan solo con un la linterna de un ladrón. Aun así, el miedo corría en su interior a cada brazada y solo lo inmovilizaba con esfuerzo.

—Irá bien —dijo—. Lo has hecho cientos de veces antes.

Quizás cientos no. Incluso los mejores de todos los tiempos en su profesión habían matado jamás a tantos. Ella no era el cuchillo de un carnicero, al que mandaban a matar a tantos como pudiera en una guerra. Ella era el cuchillo de un jardinero, cortando de raíz solo lo que era necesario.

—La mitad de los soldados que hay allí habrán matado más que yo —susurró, como si eso lo justificara.

Siempre había miedo cuando lo hacía. Miedo a ser descubierta. Miedo de que algo saliera mal. Miedo de que pudiera adquirir la clase de conciencia que evitara que hiciera lo que mejor se le daba.

—Por ahora no —susurró Rose.

Poco a poco, guió su barca a través de las barcas que estaban esperando. Nos e sorprendió al oír una voz gritando en la noche.

—¡Eh! ¿Quién anda ahí? ¿Qué estás haciendo?

Rose vio un soldado inclinado sobre la proa de un barco que había por ahí cerca, con un arco en las manos. Quizás un estúpido hubiera intentado remar hacia un lugar seguro, y hubiera recibido una flecha en la espalda por causar problemas. En su lugar, se paró a pensar por un momento. Los acentos eran algo en lo que había pasado tiempo trabajando, así que ahora Rose seleccionó uno adecuado, no el mismo de Ishjemme, sino el de una de las islas entre allí y la costa del reino, que marcaba más las erres. Ese era mejor. Los soldados de Ishjemme se conocían entre ellos. No podían esperar conocer a todos los aliados.

—Prepararme para una batalla, imbécil. Y tú, ¿qué estás haciendo? ¿Intentando despertar a todo Ashton?

—Está bien, ¡podrías haber sido cualquiera! —exclamó el soldado—. Por lo que yo sé, podría haber sido una barca llena de enemigos.

—¿De verdad te parezco un barco lleno de enemigos? —replicó Rose—. Ahora, ¿puedo continuar entregando los informes que se supone que debo entregar? Hace horas que busco una ciudad con esa excusa. Ni tan solo puedo encontrar el buque insignia.

Vio que el hombre señalaba con el dedo.

—Por allí —dijo.

—Gracias.

A Rose se le daba bien fingir ser quien no era. Algunos pensaban que los asesinos debían de ser que se abrían camino luchando en un ejército. o que disparaban una flecha desde más lejos de lo que un hombre podía ver. A ella le gustaban estas historias. Significaba que no buscaban a la persona inofensiva que estaba a su lado y que acababa de ponerles algo en el vino.

—Pero esta vez no hay ocasión de hacerlo —se dijo a sí misma.

No estaba segura de que Milady d’Angelica hubiera entendido lo que ella pedía cuando la mandó a hacer esto. Sinceramente, dudaba que a la noble le importara. Pero existía una gran diferencia entre envenenar a un rival en Ashton y colarse en un barco en medio de una flota de batalla.

Especialmente en una donde se rumoreaba que los que mandaban tenían magia.

Esa era la parte que la aterrorizaba de todo esto. ¿Cómo se suponía que iba a colarse en un barco donde la gente podía leer los pensamientos asesinos que había en su interior? ¿Dónde podían percibir que se acercaba y probablemente mandar espectros chillando tras su alma? Eso significaba que su estrategia habitual de disfrazarse y mentir se descartaba, para empezar.

—Debería remar hasta llegar a tierra firme —murmuró Rose. ¿Qué clase de idiota se mete en medio de una batalla como esta por propia elección? Sin embargo, continuó en dirección al buque insignia por tres razones.

Una era que le pagaban bien por ello. Demasiado bien para no tenerlo en cuenta. Otra era que, a pesar de sus habilidades con un cuchillo y un dardo envenenado, sospechaba que Milady d’Angelica sería una enemiga peligrosa. La tercera… bueno, la tercera era sencilla:

Se le daba bien.

Rose detuvo la pequeña barca muy cerca del buque insignia, allí donde tan solo era una sombra más en la oscuridad. Se sacó los colores de Ishjemme, dejó al descubierto la ropa negra que llevaba debajo y se metió en las aguas de la bahía.

El frío hacía que saliera vapor de su cuerpo, mientras ella intentaba no pensar en toda la porquería que se vertía desde las alcantarillas de Ashton a su río y después al mar. Ignoró la idea de las otras cosas que también podría haber en el agua, los tiburones y otros depredadores que se estarían reuniendo para ir en busca de comida tras la batalla. Tal vez su presencia fuera algo bueno, para esconder su intención asesina con la suya propia ante cualquier mente curiosa.

Rose avanzó con lentitud con suaves brazadas, agachando la cabeza cada vez que pensaba que alguien podría estar mirando en su dirección, ignorando el gusto repugnante del agua del mar. Parecía que no llegaba nunca al buque insignia, su movimiento dejaba ir un ligero oleaje que la sacudía a medida que se acercaba a él.

Por fin, tocó la madera del casco con los dedos y buscó los asideros tal y como otra persona podría haber trepado por la pared de una roca. Rose se movía lentamente, decidida a no hacer ningún ruido, incluso intentando clamar sus pensamientos para que no delataran ante los que tenían magia.

Levantó lo suficiente la cabeza como para ver a un centinela moviéndose por la cubierta. Ella se agachó, escuchando el ritmo de sus paso y dejó que pasara. Continuó sin moverse. En su lugar, esperó a que pasara dos veces más, hasta aprenderse el patrón. Alguien que fuera más estúpido podría haber subido corriendo a cubierta la primera vez, y lo hubieran pillado por ello. Rose había aprendido cuándo había que ser paciente.

La tercera vez que el centinela pasó por delante, se coló tras él y se sacó un trozo de alambre de garrote de la manga. El hombre era más alto que ella, pero Rose estaba acostumbrada a eso. En un instante le puso el alambre alrededor del cuello, tiró de él con fuerza y le puso la rodilla contra su espalda para derribarlo. No tuvo tiempo de gritar mientras el alambre hacía un corte profundo, tan solo se le escapó un breve jadeo.

Rose tiró el cuerpo del guardia al agua, intentándolo hacer lo más silenciosamente posible. Era una pena tener que matar a alguien que no era su blanco, pero la vigilancia del hombre dejaba muy pocos espacios, muy pocos huecos en los que podría colarse cuando llegara el momento de escapar. Guardó su garrote. No lo usaría a continuación.

—Ahora sigilosamente —se susurró a sí misma mientras se dirigía a toda prisa bajo cubierta.

Puede que no tuviera la magia que decían que tenían los de aquí para averiguar los pensamientos de los demás, pero tenía ojos para identificar las sombras de cuerdas enroscadas y armas amontonadas en la oscuridad por allí cerca, oídos para buscar la respiración de los hombres que dormían, diferenciando cuidadosamente entre los que estaban profundamente dormidos y los que podrían despertarse si se acercaba demasiado. Caminaba sobre las puntas de los dedos, manteniéndose a las sombras mientras pasaba por delante de los sitios donde estaban tumbados los soldados rasos, en dirección al lugar donde estaría su objetivo.

Rose abría las puertas en silencio en la oscuridad y miraba a los tipos que estaban allí durmiendo, en busca del que había sido mandada a buscar. Encontró su blanco en una habitación marcada con los colores de Ishjemme: la habitación de un líder, la habitación de un gobernante. Abrió la puerta de golpe silenciosamente.

Delante de ella, se encendió una vela, dejando al descubierto a Lars Skyddar, sentado en una silla de mar, con una espada encima del regazo.

—Has venido a por mí —dijo.

Rose pensó en sus posibilidades. ¿Podía correr? ¿Podía escapar de este barco antes de que este hombre trajera a toda una tripulación para enfrentarse a ella?

—¿Cómo supo que iba a venir? —preguntó ella—. No hice ningún ruido.

—Hace mucho tiempo, me dijeron que me enfrentaría a la muerte la noche antes de nuestra mayor batalla, y que debía enfrentarme solo. He sabido que este momento iba a llegar desde que llegaron mis sobrinas.





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La imaginación de Morgan Rice no tiene límites. En una serie que promete ser tan entretenida como las anteriores, UN TRONO PARA LAS HERMANAS nos presenta la historia de dos hermanas (Sofía y Catalina), huérfanas, que luchan por sobrevivir en el cruel y desafiante mundo de un orfanato. Un éxito inmediato. ¡Casi no puedo esperar a hacerme con el segundo y tercer libros! Books and Movie Reviews (Roberto Mattos) ¡La nueva serie de fantasía épica #1 en ventas de Morgan! En UN BESO PARA LAS REINAS (UN trono para las hermanas – Libro seis), a Sofía le llega el momento de madurar. Es el momento que dirija un ejército, que dirija una nación, que dé un paso adelante y sea la comandante de la batalla del reino más épica que el reino jamás vea. Su amor, Sebastián, continúa encarcelado y preparado para que lo ejecuten. ¿Se reunirán a tiempo?Catalina por fin se ha liberado del poder de la bruja, y es libre para convertirse en la guerrera que se supone que debe ser. Sus habilidades serán probadas en la batalla por su vida, mientras lucha al lado de su hermana. ¿Se salvarán la una a la otra las hermanas?La Reina, furiosa con Ruperto y Lady D’Angelica, lo exilia a él y a ella la condena a ejecución. Pero ellos puede que tengan sus propias intenciones ocultas. Y todo esto converge en una batalla épica que decidirá el futuro de la corona y el destino del reino… para siempre. UN BESO PARA LAS REINAS (Un trono para las hermanas – Libro seis) es el es el sexto libro de una nueva y sorprendente serie de fantasía llena de amor, desamor, tragedia, acción, aventura, magia, espadas, brujería, dragones, destino y un emocionante suspense. Un libro que no podrás dejar, lleno de personajes que te enamorarán y un mundo que nunca olvidarás. Pronto saldrá el libro#6 de la serie. [UN TRONO PARA LAS HERMANAS es un] poderoso principio para una serie [que] mostrará una combinación de enérgicos protagonistas y desafiantes circunstancias para implicar plenamente no solo a los jóvenes adultos, sino también a admiradores de la fantasía para adultos que buscan historias épicas avivadas por poderosas amistades y rivales. Midwest Book Review (Diane Donovan)

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