Книга - Un Trono para Las Hermanas

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Un Trono para Las Hermanas
Morgan Rice


Un Trono para Las Hermanas #1
Morgan Rice ha concebido lo que promete ser otra brillante serie, que nos sumerge en una fantasía de valor, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan ha conseguido de nuevo producir un fuerte conjunto de personajes que hará que los aclamemos a cada página… Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores a los que les gusta la fantasía bien escrita. Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre el Despertar de los dragones) De la escritora #1 en ventas Morgan Rice llega una nueva e inolvidable serie de fantasía. En UN TRONO PARA LAS HERMANAS (Libro uno), Sofía, de 17 años y su hermana pequeña Catalina, de 15, están desesperadas por marchar de su horrible orfanato. A pesar de ser huérfanas, no deseadas y no queridas, sueñan con hacerse adultas en otro lugar, o con encontrar una vida mejor, aunque ello signifique vivir en las calles de la despiadada ciudad de Ashton. Sofía y Catalina también son las mejores amigas y se tienen la una a la otra. Aun así, quieren diferentes cosas de la vida. Sofía, romántica y más elegante, sueña con entrar en la corte y encontrar a un noble del que enamorarse. Catalina, una luchadora, sueña con dominar la espada, luchar contra dragones y convertirse en guerrera. Sin embargo, las dos están unidas por su poder secreto y sobrenatural de leer la mente de los demás, su única gracia salvadora en un mundo que parece empeñado en destruirlas. Cuando se lanzan cada una a su manera a una misión y aventura, luchan por sobrevivir. Enfrentadas con decisiones que ninguna puede imaginar, sus elecciones pueden empujarlas hasta el poder más alto o hundirlas en lo más profundo. Pronto se publicará el Libro # 2 UNA CORTE PARA LOS LADRONES. Un libro de fantasía lleno de acción que seguro que satisfará a los admiradores de las anteriores novelas de Morgan Rice, junto con los admiradores de obras como El ciclo del legado de Christopher Paolini… Los admiradores de la Ficción para jóvenes adultos devorarán este último trabajo de Rice y pedirán más. The Wanderer, A Literary Journal (sobre El despertar de los dragones)







UN TRONO PARA LAS HERMANAS



(LIBRO 1)



MORGAN RICE


Morgan Rice



Morgan Rice tiene el #1 en éxito de ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de doce libros; de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspense post-apocalíptica compuesta de tres libros; de la serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS, compuesta de seis libros; y de la nueva serie de fantasía épica DE CORONAS Y GLORIA. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.

A Morgan le encanta escucharte, así que, por favor, visita www.morganrice.books (http://www.morganrice.books/) para unirte a la lista de correo, recibir un libro gratuito, recibir regalos, descargar la app gratuita, conocer las últimas noticias, conectarte con Facebook o Twitter ¡y seguirla de cerca!


Algunas opiniones sobre Morgan Rice



«Si pensaba que no quedaba una razón para vivir tras el final de la serie EL ANILLO DEL HECHICERO, se equivocaba. En EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES Morgan Rice consigue lo que promete ser otra magnífica serie, que nos sumerge en una fantasía de trols y dragones, de valentía, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan ha conseguido de nuevo producir un conjunto de personajes que nos gustarán más a cada página… Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores que disfrutan de una novela de fantasía bien escrita».

--Books and Movie Reviews

Roberto Mattos



«Una novela de fantasía llena de acción que seguro satisfará a los fans de las anteriores novelas de Morgan Rice, además de a los fans de obras como EL CICLO DEL LEGADO de Christopher Paolini… Los fans de la Ficción para Jóvenes Adultos devorarán la obra más reciente de Rice y pedirán más».

--The Wanderer, A Literary Journal (sobre El despertar de los dragones)



«Una animada fantasía que entrelaza elementos de misterio e intriga en su trama. La senda de los héroes trata sobre la forja del valor y la realización de un propósito en la vida que lleva al crecimiento, a la madurez, a la excelencia… Para aquellos que buscan aventuras fantásticas sustanciosas, los protagonistas, las estrategias y la acción proporcionan un fuerte conjunto de encuentros que se centran en la evolución de Thor desde que era un niño soñador hasta convertirse en un joven adulto que se enfrenta a probabilidades de supervivencia imposibles… Solo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para jóvenes adultos».

--Midwest Book Review (D. Donovan, eBook Reviewer)



«EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico».

-Books and Movie Reviews, Roberto Mattos

«En este primer libro lleno de acción de la serie de fantasía épica El anillo del hechicero (que actualmente cuenta con 14 libros), Rice presenta a los lectores al joven de 14 años Thorgrin “Thor” McLeod, cuyo sueño es alistarse en la Legión de los Plateados, los caballeros de élite que sirven al rey… La escritura de Rice es de buena calidad y el argumento intrigante».

--Publishers Weekly


Libros de Morgan Rice



EL CAMINO DE ACERO

SOLO LOS DIGNOS (Libro #1)



UN TRONO PARA LAS HERMANAS

UN TRONO PARA LAS HERMANAS (Libro #1)

UNA CORTE PARA LOS LADRONES (Libro #2)

UNA CANCIÓN PARA LOS HUÉRFANOS (Libro #3)



DE CORONAS Y GLORIA

ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #1)

CANALLA, PRISIONERA, PRINCESA (Libro #2)

ESCLAVA, GUERRERA, REINA (Libro #3)

REBELDE, POBRE, REY (Libro #4)

SOLDADO, HERMANO, HECHICERO (Libro #5)

HÉROE, TRAIDORA, HIJA (Libro #6)

GOBERNANTE, RIVAL, EXILIADO (Libro #7)

VENCEDOR, DERROTADO, HIJO (Libro #8)



REYES Y HECHICEROS

EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)

EL DESPERTAR DEL VALIENTE(Libro #2)

EL PESO DEL HONOR (Libro #3)

UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)

UN REINO DE SOMBRAS (Libro #5)

LA NOCHE DE LOS VALIENTES (Libro #6)



EL ANILLO DEL HECHICERO

LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)

UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)

UN DESTINO DE DRAGONES(Libro #3)

UN GRITO DE HONOR (Libro #4)

UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)

UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)

UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)

UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)

UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)

UN MAR DE ARMADURAS (Libro #10)

UN REINO DE ACERO (Libro #11)

UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)

UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)

UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)

UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)

UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)

EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)



LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA

ARENA UNO: TRATANTES DE ESCLAVOS (Libro #1)

ARENA DOS (Libro #2)

ARENA TRES (Libro #3)



VAMPIRA, CAÍDA

ANTES DEL AMANECER (Libro #1)



EL DIARIO DEL VAMPIRO

TRANSFORMACIÓN (Libro #1)

AMORES (Libro #2)

TRAICIONADA(Libro #3)

DESTINADA (Libro #4)

DESEADA (Libro #5)

COMPROMETIDA (Libro #6)

JURADA (Libro #7)

ENCONTRADA (Libro #8)

RESUCITADA (Libro #9)

ANSIADA (Libro #10)

CONDENADA (Libro #11)

OBSESIONADA (Libro #12)


¿Sabías que he escrito múltiples series? ¡Si no has leído todas mis series, haz clic en la imagen de abajo para descargar el principio de una serie!






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Derechos Reservados © 2017 por Morgan Rice. Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora. Este libro electrónico está disponible solamente para su disfrute personal. Este libro electrónico no puede ser revendido ni regalado a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, tiene que adquirir un ejemplar adicional para cada uno. Si está leyendo este libro y no lo ha comprado, o no lo compró solamente para su uso, por favor devuélvalo y adquiera su propio ejemplar. Gracias por respetar el arduo trabajo de esta escritora. Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia.


ÍNDICE



CAPÍTULO UNO (#ub2ed628e-0feb-5adb-b0b7-040eb680ed63)

CAPÍTULO DOS (#u50b9d5d1-8f4a-5587-9c3c-5ff0eeeabd5d)

CAPÍTULO TRES (#u50528cd3-e7a1-5238-a5e1-21b6a181566b)

CAPÍTULO CUATRO (#u138f4fba-39ab-5b2c-8682-cdaaed132661)

CAPÍTULO CINCO (#u6522daec-0267-58e6-8d4e-fe72a350151e)

CAPÍTULO SEIS (#u362ec290-6de6-531c-9722-03c4a1ddc84b)

CAPÍTULO SIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO OCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO NUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIEZ (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO ONCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DOCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TRECE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CATORCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO QUINCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIUNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIDÓS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTITRÉS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISIETE (#litres_trial_promo)




CAPÍTULO UNO


De todas las cosas que se podían odiar en la Casa de los Abandonados, la muela era la que más temía Sofía. Gemía mientras empujaba una palanca conectados a un poste gigante que desaparecía en el suelo mientras, a su alrededor, las otras huérfanas empujaban las suyas. Al empujarla, sentía dolor y sudaba, su pelo rojo se enredaba por el esfuerzo, su áspero vestido gris se manchaba aún más de sudor. Ahora su vestido era más corto de lo que ella quería, se subía a cada paso largo para mostrar el tatuaje en forma de máscara de su pantorrilla, señalándola como lo que era: una huérfana, una cosa poseída.

Las cosas eran incluso peor para las otras chicas que había allí. A los diecisiete años, por lo menos Sofía era una de las más mayores y más grandes. La única persona más mayor en la sala era la Hermana O’Venn. La monja de la Diosa Enmascarada vestía el hábito negro azabache de la orden, junto con una máscara de encaje a través de la que podía ver hasta el más mínimo detalle de error, tal y como todas las huérfanas no tardaban en descubrir. La hermana sostenía la correa de cuero que usaba para repartir el castigo, doblada entre sus manos mientras hablaba sin cesar al fondo, pronunciando las palabras del Libro de las Máscaras, homilías sobre la necesidad de perfeccionar a las almas abandonadas como ellas.

—En este lugar aprendéis a ser útiles —entonó—. En este lugar aprendéis a ser valiosas, ya que no lo fuisteis para las mujeres de mala vida que os trajeron al mundo. La Diosa Enmascarada nos dice que debemos dar forma a nuestro lugar en el mundo a través de nuestros esfuerzos, y hoy vuestros esfuerzos giran los molinos que muelen el maíz y… ¡atiende, Sofía!

Sofía se encogió de dolor al notar el impacto del cinturón al dar un chasquido. Apretó los dientes. ¿Cuántas veces la habían golpeado las hermanas en su vida? ¿Por hacer lo incorrecto o por no hacer lo correcto con la suficiente rapidez? ¿Por ser lo suficientemente hermosa como para que eso constituyera un pecado en y por sí mismo? ¿Por tener el pelo rojo de una persona problemática?

Ay, si conocieran su talento. Se estremecía al pensarlo. Pues en ese momento, la hubieran golpeado hasta la muerte.

—¿Me estás ignorando, niña estúpida? —exigió la monja. Golpeó una y otra vez—. ¡Arrodillaos de cara a la pared, todas!

Esa era la peor parte: no importaba para nada que lo hicieras todo bien. Las monjas golpeaban a todas las chicas por los errores de una.

—Se os tiene que recordar —dijo bruscamente la Hermana O’Venn, mientras Sofía oía chillar a una chica—lo que sois. Dónde estáis. —Otra chica gimoteó cuando la correa de cuero le golpeó la carne—. Sois las hijas que nadie quiso. Sois propiedad de la Diosa Enmascarada, quien os dio un hogar por su gracia.

Daba vueltas por la sala y Sofía sabía que ella sería la última. La idea era hacerla sentir culpable del dolor de las demás y darles tiempo a ellas por causarles esto, antes de recibir su castigo.

El castigo que estaba esperando arrodillada.

Cuando podía simplemente marcharse.

Ese pensamiento le venía de forma tan espontánea a Sofía que debía comprobar que no se lo enviaba de algún modo su hermana pequeña, o que no lo cogía de alguna de las otras. Ese era el problema con un talento como el suyo: venía cuando quería, no cuando lo llamaban. Pero parecía que el pensamiento realmente era suyo… y aun más, era cierto.

Era mejor arriesgarse a morir que quedarse aquí un día más.

Por supuesto, si se atrevía a marcharse, el castigo sería peor. Siempre encontraban un modo de hacerlo peor. Sofía había viso chicas morir de hambre durante días por haber robado o haberse resistido, haber sido obligadas a permanecer de rodillas, haberlas golpeado cuando intentaban dormir.

Pero a ella ya no le preocupaba. Algo en su interior había cruzado la línea. El miedo no podía afectarla, porque de todas formas era abrumado por el miedo de lo que sucedería pronto.

Al fin y al cabo, hoy cumplía diecisiete años.

Ahora era lo suficientemente mayor para devolver sus años de “cuidado” a manos de las hermanas –para ser contratada y vendida como el ganado. Sofía sabía lo que les pasaba a las huérfanas que alcanzaban la mayoría de edad. Comparado con eso, no había paliza que importara.

De hecho, había estado dándole vueltas en su mente durante semanas. Temiendo este día, su cumpleaños.

Y ahora había llegado.

Para su propia sorpresa, Sofía actuó. Se levantó sin sobresaltos y miró alrededor. La atención de la monja estaba en otra chica, a la que azotaba violentamente, así que solo le costó un momento escabullirse hasta la puerta en silencio. Probablemente las otras chicas ni se habían dado cuenta, o si lo hicieron, estaban demasiado asustadas para decir algo.

Sofía salió a uno de los pasillos blancos lisos del orfanato, moviéndose sin hacer ruido, para alejarse de la sala de trabajo. Por allí había otras monjas, pero siempre y cuando se moviera con decisión, sería suficiente para evitar que la detuvieran.

¿Qué acababa de hacer?

Sofía continuó andando aturdida por la Casa de los Abandonados, sin apenas poder creer que realmente lo estaba haciendo. Había razones por las que no se molestaban en cerrar con llave las puertas delanteras. La ciudad que había al otro lado de las puertas era un lugar duro –y todavía más duro para aquellos que habían empezado la vida como huérfanos. Ashton tenía los ladrones y matones que cualquier ciudad –pero también albergaba a los cazadores que capturaban a los contratados como esclavos que escapaban y personas libres que la escupirían simplemente por lo que era.

Y después estaba su hermana. Catalina solo tenía quince años. Sofía no quería arrastrarla a algo peor. Catalina era fuerte, más fuerte incluso que ella, pero seguía siendo la hermana pequeña de Sofía.

Sofía deambuló hasta los claustros y el patio donde se mezclaban con los chicos del orfanato de al lado, para intentar averiguar dónde estaría su hermana. No podía irse sin ella.

Ya estaba casi allí cuando oyó chillar a una chica.

Sofía se dirigió hacia el ruido, medio sospechando que su hermana se hubiera metido en otra pelea. Pero cuando llegó al patio, no encontró a su hermana en medio de la riña de una multitud, sino a otra chica. Esta era incluso más joven, quizás de unos trece años, y la estaban empujando y abofeteando tres chicos que casi eran lo suficientemente mayores para que los vendieran como aprendices o para el ejército.

—¡Parad ya! —chilló Sofía, sorprendiéndose a sí misma tanto como pareció sorprender a los chicos que había allí. Normalmente la regla era pasar de largo de cualquier cosa que sucediera en el orfanato. Te quedabas quieta y recordabas tu sitio. Sin embargo, ahora ella dio un paso al frente.

—Dejadla en paz.

Los chicos se detuvieron, pero solo para mirarla fijamente.

El más mayor de ellos fijó la mirada en ella con una sonrisa maliciosa.

—Bueno, bueno, chicos —dijo—, parece ser que tenemos a otra que no está donde debería estar.

Tenía rasgos contundentes y el tipo de mirada muerta que solo viene de años en la Casa de los Abandonados.

Dio un paso al frente y, antes de que Sofía pudiera reaccionar, la agarró por el brazo. Ella se dispuso a abofetearlo, pero él era demasiado rápido, y la empujó contra el suelo. Era en momentos como estos que Sofía deseaba tener las habilidades para la lucha de su hermana, la habilidad para reunir una brutalidad inmediata de la que Sofía, a pesar de su astucia, era incapaz.

«De todos modos te van a vender como una puta… también podría aprovechar mi turno».

Sofía se sobresaltó al escuchar sus pensamientos. Daban una sensación casi repulsiva y supo que eran de él. El pánico brotó en ella.

Empezó a pelear, pero él le sujetaba los brazos con facilidad.

Solo había una cosa que podía hacer. Perdió su concentración, apelando a su talento con la esperanza de que esta vez funcionara para ella.

«¡Catalina —envió—, el patio! ¡Ayúdame!»



*



—Con más elegancia, Catalina! —exclamó la monja—. ¡Con mucha más elegancia!

Catalina no tenía mucho tiempo para la elegancia, pero aún así hizo el esfuerzo de verter agua en la copa que sujetaba la hermana. La Hermana Yvaina la contemplaba sentenciosamente desde debajo de su máscara.

—No, todavía no lo tienes. Y sé que no eres torpe, niña. Te he visto haciendo piruetas en el patio.

Pero no la había castigado por ello, lo que daba a entender que la Hermana Yvaina no era de las peores. Catalina lo intentó de nuevo, con la mano temblorosa.

Se suponía que ella y las otras chicas debían aprender a servir las mesas nobles con elegancia, pero lo cierto era que Catalina no estaba hecha para eso. Era demasiado baja y demasiado musculosa para el tipo de feminidad elegante que las monjas tenían en mente. Existía una razón por la que ella llevaba el pelo corto, cortado como a hachazos. En el mundo ideal, donde ella era libre para escoger, anhelaba ser la aprendiz de un forjador o, quizás, de uno de los grupos de actores que trabajaban en la ciudad –o tal vez incluso la oportunidad de unirse al ejército como hacían los chicos. Esta elegante manera de servir era el tipo de lección de la que su hermana, con su sueño de aristocracia, hubiera disfrutado –pero ella no.

Como si el pensamiento la hubiera llamado, de repente Catalina gritó al oír la voz de su hermana en su mente. Sin embargo, dudó; su talento no siempre era tan fiable.

Pero entonces vino de nuevo y entonces también lo acompañaba el sentimiento que había detrás de él.

«¡Catalina, el patio! ¡Ayúdame!»

Catalina podía notar el miedo.

Se alejó bruscamente de la monja, de manera involuntaria y, al hacerlo, derramó la jarra de agua por el suelo de piedra.

—Lo siento —dijo—. Tengo que irme.

La Hermana Yvaina todavía estaba mirando fijamente al agua.

—¡Catalina, limpia eso enseguida!

Pero Catalina ya estaba corriendo. Probablemente después le darían una paliza por ello, pero ya le habían dado una paliza antes. No significaba nada. Ayudar a la única persona en el mundo que le importaba sí.

Corría por el orfanato. Conocía el camino, pues había aprendido cada uno de los giros y vueltas de aquel lugar durante años desde que la abandonaron aquí aquella noche horrible. Tarde de noche, también escapaba de los incesantes ronquidos y del hedor del dormitorio cuando podía, para disfrutar del lugar en la oscuridad cuando era la única que estaba despierta, cuando el único ruido era el tañido de las campanas de la ciudad, y descubría cada recoveco de sus paredes. Tenía la sensación de que un día lo necesitaría.

Y ahora lo necesitaba.

Catalina escuchaba el sonido de su hermana, peleando y pidiendo ayuda. Por instinto, se agachó para entrar en una habitación, agarró un atizador de la chimenea y continuó. Lo que haría con él no lo sabía.

Irrumpió en el patio y el corazón se le cayó al suelo al ver que dos chicos sujetaban a su hermana mientras otro hurgaba torpemente en su vestido.

Catalina sabía exactamente lo que tenía que hacer.

Una furia primaria la abrumó, una rabia que no podía controlar aunque lo quisiera, y Catalina fue a toda prisa hacia delante con un rugido, balanceando el atizador hacia la cabeza del primer chico. Cuando Catalina golpeó, él se giró, así que el golpe no fue tan bueno como ella quería, pero fue suficiente para tumbarlo mientras se cogía con fuerza el lugar donde le había golpeado.

Atacó a otro, alcanzándole la rodilla mientras se ponía de pie y haciéndolo caer. Golpeó al tercero en la barriga, hasta que desfalleció.

Continuó golpeando, pues no quería dar tiempo a los chicos para que se recuperaran. Había estado en muchas peleas durante sus años en el orfanato y sabía que no podía fiarse ni del tamaño ni de la fuerza. La rabia era lo único que la podía ayudar a superarlo. Y, afortunadamente, eso le sobraba.

Golpeó y golpeó hasta que los chicos se retiraron. Puede que los hubieran preparado para unirse al ejército, pero los Hermanos Enmascarados de su bando no les enseñaban a luchar. Eso hubiera hecho que fueran muy difíciles de controlar. Catalina golpeó a uno de los chicos en la cara y, a continuación, se giró para golpear a otro en el hombro con un chasquido de hierro sobre hueso.

—Levántate —le dijo a su hermana, tendiéndole la mano—. ¡Levántate ya!

Su hermana se levantó aturdida, tomando la mano de Catalina como si, por una vez, fuera ella la hermana pequeña.

Catalina salió corriendo y su hermana corrió con ella. Sofía parecía volver en sí mientras corrían, algo de su antigua seguridad parecía volver mientras corrían por los pasillos del orfanato.

Catalina escuchaba gritos tras ellas, de los chicos o de las monjas o de ambos. No le preocupaba. Sabía que no había otra salida para escapar.

—No podemos volver —dijo Sofía—. Tenemos que dejar el orfanato.

Catalina asintió. Algo así no les supondría solo una paliza como castigo. Pero entonces Catalina recordó.

—Entonces, vayámonos —respondió Catalina corriendo—. Pero primero tengo que…

—No —dijo Sofía—. No hay tiempo. Déjalo todo. Lo que debemos hacer es irnos.

Catalina negó con la cabeza. Había algunas cosas que no se podían dejar atrás.

Así que, fue corriendo en dirección al dormitorio, sin soltar el brazo de Sofía para que esta la siguiera.

El dormitorio era un lugar deprimente, con unas camas que eran poco más que unos listones de madera que sobresalían de la pared como estanterías. Catalina no era tan estúpida como para poner nada importante en el pequeño baúl que estaba a los pies de su cama, donde cualquiera podía robarlo. En su lugar, se dirigió hacia una grieta que había entre dos tablas del suelo, agitándolas con los dedos hasta que una se levantó.

—Catalina —Sofía resopló y jadeó, mientras cogía aire—, no hay tiempo.

Catalina negó con la cabeza.

—No lo dejaré aquí.

Sofía tenía que saber lo que había venido a buscar; el único recuerdo que tenía de aquella noche, de su antigua vida.

Finalmente, el dedo de Catalina se agarró al metal y levantó el medallón limpiándolo para que brillara en la tenue luz.

Cuando era niña, estaba segura de que era oro de verdad; una fortuna esperando a ser gastada Cuando se hizo más mayor, había entendido que era una aleación más barata, pero para entonces, ya tenía mucho más valor que el oro para ella de todos modos. La miniatura de dentro, de una mujer que sonreía mientras un hombre tenía la mano encima de su hombro, era lo más cercano que tenía a un recuerdo de sus padres.

Catalina normalmente no lo llevaba puesto por miedo a que una de las otras niñas, o las monjas, se lo quitaran. Ahora, se lo metió dentro del vestido.

—Vámonos —dijo.

Corrieron hacia la puerta del orfanato, que supuestamente siempre estaba abierta porque la Diosa Enmascarada se había encontrado las puertas cerradas cuando visitó el mundo y había condenado a los que estaban dentro. Catalina y Sofía corrieron por los giros y vueltas de los pasillos, hasta salir al vestíbulo, mirando alrededor por si las perseguían.

Catalina los escuchaba, pero ahora mismo solo había la hermana que normalmente estaba al lado de la puerta: una mujer voluminosa que se movió para bloquearles el camino incluso mientras las dos se acercaban. Catalina se puso colorada al recordar inmediatamente todos los años de palizas que había recibido de sus manos.

—Aquí estáis —dijo en un tono severo—. Vosotras dos habéis sido muy desobedientes y…

Catalina no se detuvo; le golpeó en el estómago con el atizador, lo suficientemente fuerte como para que se doblara de dolor. Ahora mismo, deseaba que fuera una de las elegantes espadas que llevaban los cortesanos, o quizás un hacha. Tal y como estaban las cosas, tuvo que conformarse con aturdir a la mujer el tiempo suficiente para que ella y Sofía pasaran corriendo por delante de ella.

Pero entonces, justo cuando Catalina estaba atravesando las puertas, se detuvo.

—¡Catalina! —chilló Sofía, con pánico en la voz—. ¡Vámonos! ¡¿Qué estás haciendo?!

Pero Catalina no pudo controlarlo. Incluso con los gritos de aquellos que las perseguían de forma implacable. Incluso sabiendo que ponía en peligro la libertad de las dos.

Dio dos pasos hacia delante, levantó el atizador en alto y golpeó a la monja una y otra vez en la espalda.

La monja gruñía y gritaba a cada golpe y cada ruido era música para el oído de Catalina.

—¡Catalina! —suplicó Sofía, al borde de las lágrimas.

Catalina miró fijamente a la monja durante un buen rato, demasiado rato, pues necesitaba grabar esa imagen de venganza, de justicia, en su mente. Sabía que la sustentaría durante las horribles palizas que podrían venir a continuación.

Entonces dio la vuelta y escapó con su hermana de la Casa de los Abandonados, como dos fugitivas de un barco que se está hundiendo. El hedor, el ruido y el bullicio de la ciudad golpearon a Catalina, pero esta vez no redujo la velocidad.

Cogió la mano de su hermana y corrieron.

Y corrieron.

Y corrieron.

Y, a pesar de todo, respiró profundamente y sonrió ampliamente.

Aunque fuera por poco tiempo, habían encontrado la libertad.




CAPÍTULO DOS


Sofía nunca había tenido tanto tiempo, pero a la vez, nunca se había sentido tan viva, o tan libre. Mientras corría por la ciudad con su hermana, escuchó que Catalina gritaba de alegría por la emoción y esto la aliviaba igual que la aterrorizaba. Esto lo hacía demasiado real. Su vida nunca volvería a ser la misma.

—Silencio —insistió Sofía—. Los atraerás hacia nosotras.

—Van a venir de todas formas —respondió su hermana—. También podríamos divertirnos.

Como para dejarlo más claro, esquivó un caballo, cogió una manzana de una carreta y y corrió por los adoquines de Ashton.

La ciudad estaba animada con el mercado que venía cada Sexto Día y Sofía miró a su alrededor, sobresaltada por todo lo que veía, oía y olía. De no ser por el mercado, no tendría ni idea de qué día era. En la casa de los Abandonados, estas cosas no importaban, solo los interminables ciclos de oración y trabajo, castigo y aprendizaje por repetición.

«Corre más deprisa» —le envió su hermana.

El ruido de silbidos y gritos de algún lugar por allá atrás la incitó a coger más velocidad. Sofía siguió por un callejón y después siguió con dificultad a Catalina mientras esta subía por un muro. Su hermana, a pesar de su impetuosidad, era demasiado rápida, como un músculo fuerte y sólido esperando a saltar.

Sofía apenas conseguía trepar mientras se oían más silbidos y, cuando ya estaba casi arriba del todo, la fuerte mano de Catalina la estaba esperando, como siempre. Se dio cuenta de que, incluso en esto, eran muy diferentes: la mano de Catalina era áspera, dura y musculosa, mientras que los dedos de Sofía eran largos, finos y delicados.

«Dos lados de la misma moneda», solía decir su madre.

—Han reunido a los vigilantes —exclamó Catalina incrédula, como si de algún modo eso no fuera jugar limpio.

—¿Qué esperabas? —respondió Sofía—. Estamos escapando antes de que puedan vendernos.

Catalina siguió por unos escalones estrechos de adoquines y, a continuación, hacia un espacio abierto donde se agolpaba la gente. Sofía se obligó a ir más despacio mientras se acercaban al mercado de la ciudad, sujetando a Catalina por el antebrazo para que no corriera.

«Nos camuflaremos más si no corremos» —envió Sofía, sin el suficiente aliento para respirar.

Catalina no parecía convencida, pero aún así fue al ritmo de Sofía.

Caminaban lentamente, rozando al pasar a la gente que se apartaba, reticentes evidentemente a arriesgarse a tener contacto con cualquiera que fuera de tan baja cuna como ellas. Tal vez pensaban que las habían mandado a las dos a algún recado.

Sofía se esforzaba por dar la impresión de que estaba simplemente dando un vistazo mientras utilizaban a la multitud como camuflaje. Miraba alrededor, hacia la torre del reloj que había encima del templo de la Diosa Enmascarada, a los diferentes puestos, a las tiendas con fachada de cristal que había detrás de ellos. En una esquina de la plaza había un grupo de actores, que representaban uno de los cuentos tradicionales vestidos con un elaborado vestuario mientras uno de los censores observaba desde el borde de la multitud que los rodeaba. Había un reclutador del ejército de pie sobre una caja, intentando alistar tropas para la nueva guerra que iba a adueñarse de esta ciudad, una batalla inminente al otro lado del Canal Puñal-Agua.

Sofía vio que su hermana observaba al reclutador y tiró de ella.

«No» —envió Sofía—. «Eso no es para ti».

Catalina estaba a punto de responder cuando, de repente, empezaron de nuevo los gritos detrás de ellas.

Las dos salieron disparadas.

Sofía sabía que ahora nadie las ayudaría. Esto era Ashton, lo que significaba que ella y Catalina eran las que estaban donde no tocaba. Nadie intentaría ayudar a dos fugitivas.

De hecho, cuando alzó la vista, Sofía vio que alguien se dirigía hacia ellas, para cerrarles el paso. Nadie permitiría que dos huérfanas escaparan de lo que debían, de lo que eran.

Unas manos las agarraron y ahora tenían que pelear por escapar. Sofía dio una bofetada a una mano que tenía sobre el hombro, mientras Catalina golpeaba agresivamente con su atizador robado.

Se abrió un agujero delante de ellas y Sofía vio que su hermana corría hacia una serie de andamios de madera abandonados que había al lado de un muro de piedra, donde los albañiles debían haber estado intentando enderezar una fachada.

«¿Otra vez a escalar?» —envió Sofía.

«No nos seguirán» —replicó su hermana.

Lo que probablemente era cierto, aunque solo fuera porque el hatajo de gente común que las perseguía no arriesgaría de ese modo sus vidas. Sin embargo, a Sofía le daba temor. Pero ahora mismo, no se le ocurrían ideas mejores.

Sus manos temblorosas se agarraron a los listones de madera del andamio y empezó a subir.

En cuestión de segundos, le empezaron a doler los brazos, pero para entonces o continuaba o caía y, incluso de no haber habido adoquines allá abajo, Sofía no quería caer con casi una multitud persiguiéndola.

Catalina ya estaba esperando arriba del todo, todavía sonriendo como si todo eso fuera un juego. Allí estaba su mano de nuevo y tiró de Sofía para que subiera; y de nuevo empezaron a correr –esta vez sobre los tejados.

Catalina siguió por un agujero que llevaba a otro tejado, saltando sobre el techo de paja como si no le preocupara el peligro de atravesarlo. Sofía la siguió, reprimiendo la necesidad de chillar cuando casi resbaló y brincando después con su hermana hacia una sección baja, donde una docena de chimeneas escupían humo de un horno que había debajo.

Catalina intentó correr de nuevo pero Sofía, al darse cuenta de la oportunidad, la agarró y tiró de ella hasta el tejado de paja, escondiéndose entre los montones.

«Espera» —envió.

Ante su asombro, Catalina no protestó. Miró alrededor mientras estaban agachadas en la parte plana del tejado, sin hacer caso del calor que subía de los fuegos de abajo y vio lo escondidas que estaban. El humo nublaba casi todo lo que estaba a su alrededor, metiéndolas dentro de una niebla que las escondía. Allá arriba parecía una segunda ciudad, con cuerdas para la ropa, banderas y banderines que las cubrían todo lo que podían desear. Si se quedaban quietas, era imposible que alguien las pudiera localizar aquí. Nadie sería tan estúpido tampoco como para arriesgarse a pisar la paja.

Sofía miró alrededor. A su manera, había paz allá arriba. Había lugares en los que las casas estaban tan cerca que los vecinos se tocaban si alargaban los brazos y, más lejos, Sofía vio que vaciaban un orinal en la calle. Nunca había tenido la ocasión de ver la ciudad desde este ángulo, las torres del clero y los fabricantes de licores, los guardianes del reloj y los hombres sabios que sobresalían del resto, el palacio situado dentro de su propio anillo de muros como si fuera un carbúnculo brillante sobre la piel de todo lo demás.

Se encorvó allí con su hermana, rodeando a Catalina con los brazos y esperaron a que los ruidos de la persecución pasaran de largo allá abajo.

Quizás, solo quizás, encontrarían una salida.




CAPÍTULO TRES


La mañana se fundió en la tarde antes de que Sofía y Catalina se atrevieran a salir de su escondite. Tal y como Sofía había pensado, nadie había osado trepar hasta los tejados en su busca y, aunque los ruidos de la persecución se habían acercado, nunca lo habían hecho lo suficiente.

Ahora, parecía que se habían desvanecido completamente.

Catalina se asomó y miró hacia abajo, a la ciudad. El bullicio de la mañana había desaparecido, sustituido por un ritmo y una multitud más relajados.

—Tenemos que bajar de aquí —susurró Sofía a su hermana.

Catalina asintió.

—Me muero de hambre.

Sofía lo comprendía. Hacía rato que se habían terminado la manzana robada y el hambre también empezaba a roer en su estómago.

Bajaron hasta la calle y Sofía seguía mirando alrededor mientras lo hacían. Aunque los ruidos de la gente que las perseguía habían desaparecido, una parte de ella estaba convencida de que alguien se les echaría encima en el momento en el que tocaran el suelo.

Caminaban lenta y cuidadosamente por las calles, intentando ocultarse todo lo que podían. Pero era imposible evitar a la gente en Ashton, simplemente porque había demasiada. Las monjas no se habían molestado en enseñarles el aspecto del mundo, pero Sofía había oído hablar de que había ciudades más grandes más allá de los Estados Mercantes.

Ahora mismo, costaba creerlo. Había gente allá donde mirara, aunque la mayoría de la población de la ciudad ahora mismo debía estar dentro, trabajando duro. Había niños jugando en la calle, mujeres que iban y venían de los mercados y de las tiendas, obreros que llevaban herramientas y escaleras. Había tabernas y teatros, tiendas que vendían café de las tierras recientemente descubiertas más allá del Océano Espejo, bares en los que a la gente parecía interesarle casi tanto hablar como comer. Apenas podía creer que veía gente riendo, felices, tan despreocupados, pasando el tiempo ociosos y disfrutando. Apenas podía creer que un mundo así pudiera incluso existir. Era un contraste impactante con el silencio y la obediencia obligatoria del orfanato.

«Hay mucho» —envió Sofía a su hermana, observando los puestos de comida que había por todas partes, sintiendo cómo crecía su dolor de estómago a cada olor que pasaban.

Catalina dio una mirada a su alrededor. Escogió uno de los bares y avanzó hacia él con cuidado, mientras la gente que había fuera se reían de un aspirante a filósofo que intentaba argumentar cuánto del mundo era realmente posible conocer.

—Te sería más fácil si estuvieras borracho —interrumpió uno de ellos.

Otro se giró hacia Sofía y Catalina mientras estas se acercaban. Se podía palpar la hostilidad.

—Aquí no queremos a los de vuestra clase —se burló—. ¡Fuera!

Esta pura rabia era más de lo que Sofía había esperado. Aún así, volvió arrastrando los pies hasta la calle, tirando de Catalina para que su hermana no hiciera nada de lo que se pudieran arrepentir. Puede que se le hubiera caído el atizador en algún lugar mientras escapaban de la multitud, pero sin duda su mirada decía que quería darle golpes a algo.

Entonces no les quedó elección: tendrían que robar su comida. Sofía había tenido esperanzas de que alguien pudiera mostrarles caridad. Pero ella sabía que el mundo no funcionaba así.

Ambas se dieron cuenta de que era el momento de usar sus talentos, asintiendo la una a la otra en silencio y a la vez. Se colocaron una a cada lado de un callejón y ambas observaban y esperaban mientras una panadera trabajaba. Sofía esperó hasta que la panadera pudo leer sus pensamientos y, entonces, le dijo lo que quería escuchar.

«Oh, no» —pensó la panadera—. ¿Cómo los pude olvidar dentro?»

Apenas la panadera hubo tenido este pensamiento Sofía y Catalina se pusieron enseguida en acción, corriendo a toda prisa en el segundo en que la mujer les dio la espalda para entrar a por los bollos. Se movieron con rapidez, cada una agarró una brazada de pasteles, los suficientes como para llenar sus barrigas hasta casi explotar.

Las dos se agacharon detrás de un callejón y comieron vorazmente. Pronto, Sofía sintió que tenía la barriga llena, una sensación extraña y agradable, y una que jamás había tenido. La Casa de los Abandonados no creía en alimentar a sus cargas más que un mínimo esencial.

Ahora se reía mientras Catalina intentaba meterse un pastel entero en la boca.

«¿Qué pasa?» requirió su hermana.

«Solo que me gusta verte feliz» respondió Sofía.

No estaba segura de cuánto duraría esa felicidad. Estaba alerta a cada paso por si pudiera haber cazadores tras ellas. El orfanato no querría esforzarse más de lo que valían sus contratos en recuperarlas, pero ¿quién sabía cuando se trataba de las ansias de venganza de las monjas? Como poco, debían mantenerse alejadas de los centinelas y no solo porque hubieran escapado.

Al fin y al cabo, en Ashton colgaban a los ladrones.

«Tenemos que dejar de parecer huérfanas que se han escapado o nunca podremos caminar por la ciudad sin que la gente se nos quede mirando e intenten atraparnos».

Sofía miró a su hermana, sorprendida por el pensamiento.

«¿Quieres robar ropa?» —respondió Sofía.

Catalina asintió.

Aquel pensamiento añadió un poco más de miedo, pero Sofía sabía que su hermana, siempre práctica, tenía razón.

Las dos se levantaron a la vez, guardándose los pasteles que sobraban en la cintura. Sofía estaba mirando alrededor en busca de ropa, cuando notó que Catalina le tocaba el brazo. Siguió su mirada y lo vio: un tendedero, encima de un tejado. Nadie lo vigilaba.

«Por supuesto que no» —se dio cuenta con alivio. A fin de cuentas, ¿quién vigilaría un tendedero?

Aún así, Sofía notaba cómo el corazón palpitaba mientras trepaban a otro tejado. Las dos se detuvieron, miraron alrededor y, a continuación, recogieron la cuerda del mismo modo que un pescador podría haber recogido una cuerda de pescar.

Sofía robó un vestido de lana verde, junto con unas enaguas color crema que probablemente era lo que podría llevar puesto la esposa de un granjero, pero aún así era extremadamente valioso para ella. Para su sorpresa, su hermana escogió una camiseta, unos calzones y una camisola, lo que le daba más aspecto de chico de pelo pincho que de la chica que era.

—Catalina —se quejó Sofía—. ¡No puedes corretear por ahí con ese aspecto!

Catalina encogió los hombros.

—Se supone que ninguna de las dos debe tener este aspecto. ¿Por qué no puedo ir cómoda?

En parte era cierto. Las leyes suntuarias acerca de lo que podía o no podía llevar cada grado de la sociedad eran claras, los abandonados y los contratados como esclavos. Allí estaban ellas, quebrantando otra ley, abandonando sus harapos, lo único que se les permitía llevar puesto y vistiendo por encima de sus posibilidades.

—De acuerdo —dijo Sofía—. No voy a discutir. Además, tal vez esto confundirá a cualquiera que esté buscando a dos chicas —dijo riendo.

—Yo no parezco un chico —dijo bruscamente Catalina con evidente indignación.

Sofía sonrió al escuchar eso. Rescataron sus pasteles, los metieron en sus nuevos bolsillos y, juntas, se fueron.

Era más difícil sonreír ante la siguiente parte; quedaban muchas cosas por hacer si realmente querían sobrevivir. Para empezar, tenían que encontrar refugio y, a continuación, calcular qué iban a hacer, dónde iban a ir.

«Una cosa a la vez» —se recordó a sí misma.

Salieron de nuevo hacia las calles y, esta vez, era Sofía la que marcaba el camino, intentando encontrar una ruta a través de la zona más pobre de la ciudad, que para su gusto todavía estaba demasiado cerca del orfanato.

Vio una serie de casas quemadas más adelante, que evidentemente no se habían recuperado de uno de los incendios que a veces se propagaban por la ciudad cuando el río estaba bajo. Sería un lugar peligroso en el que descansar.

Aún así, Sofía se dirigió hacia ellas.

Catalina le lanzó una mirada de asombro, escéptica.

Sofía encogió los hombros.

«Peligroso es mejor que nada en absoluto» —envió.

Se acercaron con cautela y, justo cuando Sofía sacó la cabeza por la esquina, se sobresaltó cuando dos tipos salieron de entre los escombros. Aparecieron tan sucios por el hollín de estar entre los restos carbonizados que, por un instante, Sofía pensó que habían estado en el incendio.

—¡Fuera! ¡Dejad en paz nuestro trozo!

Uno de ellos fue corriendo hacia Sofía y esta chilló al dar un paso atrás involuntariamente. Parecía que Catalina podía ponerse a pelear, pero entonces el otro tipo sacó un puñal que brillaba mucho más que cualquier cosa que hubiera allí.

—¡Esto nos pertenece! ¡Buscad vuestra propia ruina o os desangraré!

Entonces las hermanas se pusieron a correr, poniendo toda la distancia que pudieron entre ellas y la casa. A cada paso, Sofía estaba segura de que podía oír los pasos de matones armados con cuchillos, o de los vigilantes o de las monjas, por algún lugar detrás de ellas.

Anduvieron hasta que les dolieron las piernas y la tarde se hizo demasiado oscura. Por lo menos, les consolaba que a cada paso estaban un paso más lejos del orfanato.

Finalmente, se acercaron a una parte de la ciudad que era algo mejor. Por alguna razón, a Catalina se le iluminó la cara al verlo.

—¿Qué pasa? —preguntó Sofía.

—La biblioteca del centavo —respondió su hermana—. Nos podemos meter allí dentro. A veces me escapo, cuando las monjas nos mandan a hacer recados y el bibliotecario me deja entrar aunque no tenga el centavo para pagarle.

Sofía no tenía muchas esperanzas de encontrar ayuda allí, pero lo cierto era que ella no tenía ideas mejores. Dejó que Catalina la guiara y se dirigieron a un lugar concurrido, donde los prestamistas se mezclaban con los abogados e incluso había unos cuantos carruajes mezclados con caballos y transeúntes normales.

La biblioteca era uno de los edificios más grandes de allí. Sofía conocía la historia: uno de los nobles de la ciudad había decidido educar a los pobres y dejó parte de su fortuna para construir el tipo de biblioteca que la mayoría simplemente mantenía guardada bajo llave en sus casas de campo. Evidentemente, el hecho de cobrar un centavo todavía quería decir que los más pobres no podían visitarla. Sofía nunca había tenido un centavo. Las monjas no veían ninguna razón por la que dar dinero a las que estaban a su cargo.

Ella y Catalina se acercaron a la entrada y vio a un hombre de edad avanzada allí sentado, de aspecto tierno vestido con ropa un poco gastada que, evidentemente, era tanto el guardia como el bibliotecario. Para sorpresa de Sofía, sonrió mientras ellas se acercaban. Sofía nunca había visto a nadie feliz por ver a su hermana.

—La joven Catalina —dijo—. Hacía tiempo que no venías por aquí. Y has traído una amiga. Pasad, pasad. No me interpondré en el conocimiento. Puede que el hijo del Conde Varrish pusiera un centavo como impuesto al conocimiento, pero el viejo conde nunca creyó en ello.

Parecía sincero, pero Catalina ya estaba negando con la cabeza.

—Eso no es lo que necesitamos, Godofredo —dijo Catalina—. Mi hermana y yo… nos escapamos del orfanato.

Sofía notó la conmoción en el rostro del anciano.

—No —dijo—. No, podéis hacer una estupidez así.

—Ya está hecho —dijo Sofía.

—Entonces no podéis estar aquí —insistió Godofredo—. Si viene el guardia y os encuentra aquí conmigo, podría suponer que yo tengo algo que ver con esto.

Sofía se hubiera ido en aquel momento, pero parecía que Catalina todavía lo quería intentar.

—Por favor, Godofredo —dijo Catalina—. Yo necesito…

—Tenéis que regresar —dijo Godofredo—. Suplicar el perdón. Me da pena vuestra situación, pero esta es la situación que el destino os ha dado. Volved antes de que os atrape el guardia. No puedo ayudaros. Incluso me podrían dar una paliza por no avisar al guardia de que os había visto. Esa es toda la caridad que os puedo ofrecer.

Su voz era dura y, aún así, Sofía veía la caridad en sus ojos y que le dolía decir esas palabras. Casi como si estuviera luchando contra él mismo, como si estuviera simulando un espectáculo para hacer entender su posición.

Aun así, Catalina parecía destrozada. Sofía odiaba ver así a su hermana.

Sofía se la llevó de la biblioteca.

Mientras caminaban, Catalina, con la cabeza baja, por fin habló.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Lo cierto era que Sofía no tenía una respuesta.

Continuaron caminando, pero a estas alturas ya estaba agotada de tanto andar. También estaba empezando a llover, de aquel modo constante que insinuaba que no pararía pronto. En pocos lugares llovía como lo hacía en Ashton.

Sofía se dirigió hacia las calles inclinadas y adoquinadas que bajaban hasta el río y que atravesaban la ciudad. Sofía no estaba segura de lo que esperaba encontrar allí, entre las barcazas y las chalanas de fondo plano. Dudaba de si los trabajadores del muelle y las putas les podrían ser de alguna ayuda y esas parecían ser las cosas que esta parte de la ciudad albergaba. Pero, por lo menos, era un destino. Si no había nada más, podían encontrar un lugar en el que esconderse junto a su orilla, observar cómo los barcos navegaban tranquilamente y soñar con otros lugares.

Finalmente, Sofía divisó un volado poco profundo cerca de uno de los muchos puentes de la ciudad. Se acercó. El hedor le hizo tambalearse, al igual que a Catalina, y la infestación de ratas. Pero su cansancio hacía que incluso el trozo de refugio más cutre pareciera un palacio. Tenían que huir de la lluvia. Tenían que huir de ser vistas. Y, ahora mismo, ¿qué más había? Tenían que encontrar un lugar donde nadie más, ni tan solo los vagabundos, se atrevieran a ir. Y era este.

—¿Aquí? —preguntó Catalina con repulsión—. ¿No podríamos volver a la chimenea?

Sofía negó con la cabeza. Dudaba de si serían capaces de encontrarla otra vez e, incluso si pudiesen, sería donde cualquier cazador empezaría a buscar. Este era el mejor lugar que iban a encontrar antes de que empeorara la lluvia y antes de que anocheciera.

Se tranquilizó e intentó esconder sus lágrimas por el bien de su hermana.

Poco a poco, a regañadientes, Catalina se sentó a su lado, se agarró con los brazos las rodillas y se meció a sí misma, como para dejar fuera la crueldad y el salvajismo y la desesperanza del mundo.




CAPÍTULO CUATRO


En los sueños de Catalina, sus padres todavía estaban vivos y ella estaba feliz. Siempre que soñaba, parecía que estuvieran allí, aunque las caras no fueran tanto recuerdos como invenciones, con solo el medallón como guía. Catalina no era lo suficientemente mayor cuando todo cambió.

Estaba en una casa en algún lugar del campo, donde se disfrutaba de la vista de huertos de árboles frutales y campos desde las ventanas de vidrio emplomado. Catalina soñaba con el calor del sol sobre su piel, la suave brisa que movía en ondas las hojas allá fuera.

La siguiente parte nunca parecía tener sentido. No conocía lo suficiente los detalles, o no los recordaba bien. Intentaba forzar el sueño para que le diera la historia completa de lo que había sucedido, pero en cambio solo le daba fragmentos:

Una ventana abierta, con estrellas fuera. La mano de su hermana, la voz de Sofía en su cabeza, diciéndole que se escondiera. Buscando a sus padres a través del laberinto de la casa.

Escondiéndose por la casa a oscuras. Escuchando los ruidos de alguien que se movía por allí. Más allá había luz, aunque fuera era de noche. Sentía que estaba cerca, a punto de descubrir lo que finalmente les sucedió a sus padres aquella noche. La luz de la ventana empezó a brillar más, y más, y…

—Despierta —dijo Sofía, sacudiéndola—. Estás soñando, Catalina.

Catalina parpadeó hasta abrir los ojos con resentimiento. Los sueños siempre eran mucho mejor que el mundo en el que vivía.

Entrecerró los ojos por la luz. Increíblemente, había llegado la mañana. El primer día de su vida durmiendo una noche entera fuera del hedor y los gritos de las paredes del orfanato, la primera mañana de su vida que despertaba en otro, en cualquier otro, lugar. Incluso en un lugar frío y húmedo como este, estaba eufórica.

No solo notó la diferencia de la debilitada luz de la tarde; era el modo en que el río que tenían enfrente había cobrado vida con las barcazas y las barcas que se apresuraban por hacer toda la distancia que podían río arriba. Algunas se movían con pequeñas velas, otras con mástiles que las empujaban o caballos que las arrastraban desde el lado del río.

A su alrededor, Catalina oía que el resto de la ciudad despertaba. Las campanas del templo estaban tocando la hora, mientras entremedio, oía el parloteo de toda la ciudad en la que su gente se dirigía a trabajar o salía de viaje. Hoy era el Día Primero, un buen día para empezar cosas. Quizás eso también significaría buena suerte para ella y Sofía.

—Sigo teniendo el mismo sueño —dijo Catalina—. Continúo soñando con… con aquella noche.

Siempre parecían frenar en seco antes de llamarla más que eso. Era extraño que, cuando probablemente podían comunicarse más directamente que nadie más en la ciudad, ella y Sofía todavía dudaran al hablar de esta cosa.

El rostro de Sofía se ensombreció y Catalina inmediatamente se sintió culpable por ello.

—Yo a veces también sueño con esto —confesó Sofía con tristeza.

Catalina se giró hacia ella, con atención. Su hermana tenía que saberlo. Era mayor, debería haber visto más.

—Tú sí que sabes lo que sucedió, ¿verdad? —preguntó Catalina—. Tú sabes lo que sucedió con nuestros padres.

Era más una afirmación que una pregunta.

Catalina examinó la cara de su hermana en busca de respuestas y lo vio, tan solo un destello, algo que estaba escondiendo.

Sofía negó con la cabeza.

—Hay cosas en las que es mejor no pensar. Tenemos que concentrarnos en lo que suceda a continuación, no en el pasado.

No era exactamente una respuesta satisfactoria, pero era más de lo que Catalina esperaba. Sofía no hablaba de lo que sucedió la noche en que sus padres marcharon. Nunca quería hablar de ello, e incluso Catalina tenía que reconocer que tenía sentimientos de inquietud cada vez que pensaba en ello. Además, en la Casa de los Abandonados, no les gustaba que los huérfanos intentaran hablar del pasado. Decían que era ingrato y era simplemente una cosa más digna de castigo.

Catalina se sacó una rata del pie de una patada y se incorporó un poco más, mirando a su alrededor.

—No podemos quedarnos donde estamos —dijo.

Sofía asintió.

—Moriremos si nos quedamos aquí en las calles.

Ese era un pensamiento duro, pero probablemente también era cierto. Había muchas maneras de morir en las calles de esta ciudad. El frío y el hambre eran solo el principio de la lista. Con las bandas callejeras, la vigilancia, la enfermedad, y todos los otros peligros que había aquí, incluso el orfanato empezaba a parecer seguro.

Y no era que Catalina fuera a volver jamás. Antes lo quemaría por completo que volver a atravesar sus puertas. Tal vez algún día lo quemaría por completo de todos modos. Sonrió al pensar en ello.

Al sentir dolor por el hambre, Catalina sacó su último pastel y empezó a devorarlo. Entonces se acordó de su hermana. Arrancó la mitad y se la dio.

Sofía la miró con ilusión, pero con culpa.

—No pasa nada —mintió Catalina—. Tengo otro en mi vestido.

Sofía lo cogió a regañadientes. Catalina percibió que su hermana sabía que estaba mintiendo, pero tenía demasiada hambre para negarlo. Pero su conexión era tan cercana, que Catalina sentía el hambre de su hermana y Catalina nunca se permitiría ser feliz si no lo era su hermana.

Finalmente, las dos salieron lentamente de su escondite.

—Bueno, hermana mayor —preguntó Catalina—, ¿alguna idea?

Sofía suspiró con tristeza y negó con la cabeza.

—Bueno, estoy muerta de hambre —dijo Catalina—. Será mejor pensar con la barriga llena.

Sofía asintió para demostrar que estaba de acuerdo, y las dos se dirigieron hacia las calles principales.

Pronto encontraron un objetivo –otro panadero- y robaron el desayuno del mismo modo que habían robado su última comida. Mientras estaban escondidas en un callejón y se atiborraban, era tentador pensar que podrían vivir así el resto de sus vidas, usando el talento que compartían para coger lo que necesitaban cuando nadie las veía. Pero Catalina sabía que esto no podía funcionar así. Nada bueno duraba para siempre.

Catalina echó un vistazo al bullicio de la ciudad que había ante ella. Era abrumadora. Y parecía que sus calles no acababan nunca.

—Si no podemos quedarnos en la calle —dijo—, ¿qué hacemos? ¿A dónde vamos?

Sofía dudó por un momento, parecía estar tan insegura como lo estaba Catalina.

—No lo sé —confesó.

—Bueno, ¿y qué es lo que podemos hacer? —preguntó Catalina.

La lista no parecía ser tan larga como debería haber sido. Lo cierto era que los huérfanos, como eran ellas, no tenían opciones en sus vidas. Se preparaban para vidas en las que serían contratados como aprendices o sirvientas, soldados o algo peor. No existía una esperanza real de que alguna vez fueran libres, pues incluso aquellos que verdaderamente estuvieran buscando un aprendiz solo pagarían una miseria; ni tan solo lo suficiente para saldar su deuda.

Y la verdad es que Catalina tenía poca paciencia para coser y para cocinar, para la etiqueta y para la mercería.

—Podríamos encontrar algún comerciante e intentar aprender por nosotros mismas —sugirió Catalina.

Sofía negó con la cabeza.

—Incluso aunque encontráramos a uno dispuesto a hacerse cargo de nosotras, querrían saber de nuestras familias de antemano. Cuando no pudiéramos mostrar a un padre que nos avalara, sabrían lo que éramos.

Catalina tuvo que admitir que su hermana tenía razón.

—Bien, en ese caso, podríamos enrolarnos como tripulación en una barcaza y ver el resto del país.

Incluso mientras lo decía, sabía que probablemente era tan absurda como su primera idea. El capitán de una barcaza también haría preguntas y, probablemente, los perseguidores de huérfanos fugados vigilarían en las barcazas en busca de los que estuvieran intentando escapar. Definitivamente, no podían confiar en nadie más para que las ayudara, no después de lo que había sucedido en la biblioteca, con el único hombre de esta ciudad que ella había considerado un amigo.

Qué ingenua y estúpida había sido.

Sofía también parecía ver la magnitud de a lo que se enfrentaban. Apartó la vista con un gesto melancólico en la cara.

—Si pudieras hacer cualquier cosa —preguntó Sofía— si pudieras ir a cualquier sitio, ¿a dónde irías?

Catalina no había pensado en ello en esos términos.

—No lo sé —dijo—. Quiero decir, nunca pensé en más allá que pasar el día.

Sofía se quedó en silencio durante un buen rato. Catalina podía sentir que estaba pensando.

Finalmente, Sofía habló.

—Si intentamos hacer cualquier cosa normal, van a haber tantos obstáculos como si apuntamos a las cosas más grandes del mundo. Tal vez incluso más, pues la gente espera de nosotros que nos conformemos con menos. Así qué, ¿qué quieres, más que cualquier otra cosa?

Catalina pensó en ello.

—Quiero encontrar a nuestros padres —dijo Catalina, dándose cuenta de lo que había dicho mientras hablaba.

Sintió la ráfaga de dolor que recorrió a Sofía tras aquellas palabras.

—Nuestros padres están muertos —dijo Sofía. Parecía tan segura que Catalina deseaba preguntarle de nuevo qué había sucedido todos aquellos años atrás—. Lo siento, Catalina. No me refería a eso.

Catalina suspiró amargamente.

—Quiero que nadie vuelva a controlar lo que hago —dijo Catalina, escogiendo aquello que quería casi tanto como el regreso de sus padres—. Quiero ser libre, realmente libre.

—Yo también quiero eso —dijo Sofía—. Pero hay muy poca gente realmente libre en esta ciudad. En realidad, los únicos están…

Miró hacia el otro lado de la ciudad y, siguiéndole la mirada, Catalina vio que estaba mirando hacia el palacio, con su mármol reluciente y sus adornos dorados.

Catalina podía sentir lo que estaba pensando.

—No creo que ser una sirvienta en palacio te hiciera libre —dijo Catalina.

—No estaba pensando en ser una sirvienta —dijo bruscamente Sofía—. Y si… ¿y si simplemente pudiéramos entrar allí y ser uno de ellos? ¿Y si pudiéramos convencerlos de que lo éramos? ¿Y si pudiéramos casarnos con un hombre rico, tener contactos en la corte?

Catalina no rió, pero solo porque vio lo en serio que su hermana se tomaba aquella idea. Si pudiera tener cualquier cosa en el mundo, lo último que querría Catalina sería entrar en palacio y convertirse en una gran dama, para casarse con un hombre que le dijera lo que tenía que hacer.

—No quiero que mi libertad dependa de nadie más —dijo Catalina—. El mundo nos ha enseñado una cosa y solo una cosa: tenemos que depender de nosotras mismas. Solo de nosotras mismas. De ese modo, podemos controlar todo lo que nos suceda. Y no tenemos que confiar en nadie. Tenemos que aprender a cuidar de nosotras. A mantenernos. A vivir de la tierra. A aprender a cazar. A cultivar. Cualquier cosa en la que no tengamos que confiar en nadie más. Y tenemos que reunir grandes armas y convertirnos en grandes luchadoras, así si alguien viene a llevarse lo que es nuestro, podemos matarlo.

Y, de repente, Catalina se dio cuenta.

—Debemos marchar de esta ciudad —instó a su hermana—. Está llena de peligros para nosotras. Tenemos que vivir lejos de la ciudad, en el campo, donde vive poca gente y donde nadie podrá hacernos daño.

Cuanto más hablaba sobre ello, más se daba cuenta de que era lo correcto. Era su sueño. Ahora mismo, Catalina no quería otra cosa más que correr hacia las puertas de la ciudad, salir a los espacios que había detrás.

—Y cuando aprendamos a luchar —añadió Catalina—, cuando seamos más grandes y más fuertes y tengamos las mejores espadas, ballestas y puñales, volveremos aquí y mataremos a todos los que nos hicieron daño en el orfanato.

Sintió las manos de Sofía sobre su hombro.

—No puedes hablar así, Catalina. No puedes hablar de matar a gente como si no fuera nada.

—No es nada —soltó Catalina—. Es justo lo que merecen.

Sofía negó con la cabeza.

—Eso es primitivo —dijo Sofía—. Existen mejores maneras de sobrevivir. Y mejores maneras de vengarse. Además, yo no quiero simplemente sobrevivir, como un campesino en el bosque. ¿Cuál es el sentido de la vida entonces? Yo lo que quiero es vivir.

Catalina no estaba segura de ello, pero no dijo nada.

Continuaron caminando en silencio un poco más y Catalina imaginó que Sofía estaba tan atrapada en su sueño como lo estaba ella. Caminaban por calles llenas de personas que parecían saber lo que estaban haciendo con sus vidas, que parecían estar llenas de propósito y, para Catalina, era injusto que fuera tan sencillo para ellas. Aunque por otro lado, tal vez no lo era. Tal vez, tenían tan poca elección como ella y Sofía hubieran tenido si se hubiesen quedado en el orfanato.

Más adelante, la ciudad se extendía detrás de unas puertas que probablemente habían estado allí durante centenares de años. Ahora el espacio que había más allá estaba lleno de casas, oprimidas contra los muros de una forma que, probablemente, las hacía inútiles. Sin embargo, más allá había un amplio espacio abierto donde varios granjeros estaban llevando su ganado de camino al matadero, ovejas y gansos, patos e incluso unas cuantas vacas. También había carros con bienes, esperando a llegar a la ciudad.

Y más allá de eso, el horizonte estaba lleno de bosques. Bosques a los que Catalina ansiaba escapar.

Catalina vio el carruaje antes de que lo hiciera Sofía. Se abría camino a través de los carros que esperaban, sus ocupantes evidentemente daban por sentado que ellos tenían el derecho formal de ser los primeros en entrar a la ciudad. Tal vez era así. El carruaje estaba cubierto de oro y grabado, con un escudo familiar en el lateral que probablemente hubiera entendido si las monjas hubiesen pensado que valía la pena enseñar estas cosas. Las cortinas de seda estaban cerradas, pero Catalina vio que una se abría de una sacudida, dejando al descubierto a una mujer que miraba hacia fuera desde dentro bajo una elaborada máscara de cabeza de pájaro.

Catalina sentía que estaba llena de envidia y aversión. ¿Cómo podían vivir tan bien unos cuantos?

—Míralos —dijo Catalina—. Probablemente van camino de un baile o una mascarada. Seguramente, nunca en su vida han tenido que preocuparse por tener hambre.

—No, no lo han hecho —le dio la razón Sofía. Pero parecía pensativa, incluso llena de admiración.

Entonces Catalina se dio cuenta de lo que estaba pensando su hermana. Se dirigió a ella, horrorizada.

—No podemos seguirlos —dijo Catalina.

—¿Por qué no? —replicó su hermana—. ¿Por qué no intentar conseguir lo que queremos?

Catalina no tenía una respuesta para ella. No quería decirle a Sofía que no funcionaría. No podía funcionar. Que así no era como estaba montado el mundo. Tan solo con echarles una mirada, sabrían que eran huérfanas, sabrían que eran campesinas. ¿Cómo podían ni incluso tener esperanzas de integrarse en un mundo como ese?

Sofía era la hermana mayor; se suponía que ya sabía todo esto.

Además, en aquel instante, la mirada de Catalina se posó en algo que era igual de tentador para ella. Había unos hombres formando cerca del lateral de la plaza, que vestían los colores de una de las compañías mercenarias a las que les gustaba aventurarse en las guerras del otro lado del mar. Tenían armas, dispuestas en carretas, y caballos. Incluso unos cuantos estaban librando un torneo de esgrima improvisado con espadas de acero desafiladas.

Catalina observó las armas, y vio lo que necesitaba: montones de acero. Puñales, espadas, ballestas, trampas para cazar. Incluso con unas cuantas de estas cosas, podía aprender a cazar con trampas y a vivir de la tierra.

—No lo hagas —dijo Sofía, observando su mirada y poniéndole una mano sobre el brazo.

Catalina se la sacó de encima, aunque cuidadosamente.

—Ven conmigo —dijo Catalina, decidida.

Vio que su hermana negaba con la cabeza.

—Sabes que no puedo. Eso no es para mí. Yo no soy así. No es lo que quiero, Catalina.

E intentar mezclarse con un grupo de nobles no era lo que quería Catalina.

Podía sentir la seguridad de su hermana, podía sentir la suya propia, y tuvo una sensación repentina de a dónde llevaba esto. Al entenderlo, le escocieron los ojos. Rodeó con los brazos a su hermana, a la vez que su hermana la abrazaba.

—No quiero dejarte —dijo Catalina.

—Yo tampoco quiero dejarte —respondió Sofía— pero, tal vez, tenemos que intentar cada una nuestro propio camino, aunque sea por poco tiempo. Tú eres tan terca como yo, y cada una tenemos nuestro propio sueño. Yo estoy segura de que puedo conseguirlo y de que, después, puedo ayudarte.

Catalina sonrió.

—Y yo estoy convencida de que yo puedo conseguirlo y de que, después, puedo ayudarte.

Ahora Catalina vio que su hermana también tenía lágrimas en los ojos, pero más que eso, podía notar su tristeza a través de la conexión que compartían.

—Tienes razón —dijo Sofía—. Tú no encajarías en la corte y yo no me adaptaría a estar en la naturaleza, o aprendiendo a luchar. Así que, tal vez, debemos hacerlo por separado. Tal vez nuestras mejores oportunidades de supervivencia están en separarnos. Por lo menos, si atrapan a una de nosotras, la otra puede venir a rescatarla.

Catalina quería decirle a Sofía que se equivocaba, pero lo cierto era que todo lo que estaba diciendo tenía sentido.

—Después te encontraré —dijo Catalina—. Aprenderé a luchar y a vivir en el campo, y te encontraré. Ya lo verás, y te reunirás conmigo.

—Y yo te encontraré a ti cuando haya triunfado en la corte —replicó Sofía con una sonrisa—. Tú te reunirás conmigo en palacio, te casarás con un príncipe y gobernarás esta ciudad.

Las dos hicieron una gran sonrisa, mientras las lágrimas caían por sus mejillas.

«Pero nunca estarás sola» —añadió Sofía, mientras las palabras sonaban en la mente de Catalina—. «Yo siempre estaré tan cerca como el pensamiento».

Catalina ya no podía soportar más la tristeza y sabía que debía actuar antes de que cambiara de opinión.

Así que abrazó a su hermana por última vez, se soltó y fue corriendo en dirección a las armas.

Era el momento de arriesgarlo todo.




CAPÍTULO CINCO


Sofía notaba que la determinación ardía en su interior cuando puso rumbo hacia el otro lado de Ashton, en dirección a la zona amurallada donde yacía el palacio. Iba a toda prisa por las calles, esquivando caballos y, de vez en cuando, saltando a la parte de atrás de los carros cuando parecía que iban en la dirección correcta.

Incluso así, le llevó tiempo cruzar aquella expansión, moviéndose a través de las Vueltas, el Barrio Comerciante, la Colina Enredada y los otros distritos uno a uno. Eran tas extraños y estaban tan llenos de vida tras su tiempo en la Casa de los Abandonados, que Sofía deseaba tener más tiempo para explorarlos. Se quedó mirando un gran teatro circular desde fuera, deseando que hubiera el tiempo suficiente para entrar.

Pero no lo había, porque si esta noche se perdía el baile de máscaras, no estaba segura de cómo iba a encontrar el lugar que quería en la corte. También sabía que los bailes de máscaras no sucedían muy a menudo, y que le ofrecería la mejor oportunidad para colarse.

Mientras avanzaba, estaba preocupada por Catalina. El simple hecho de caminar en direcciones contrarias se hacía extraño, después de tanto tiempo. Pero lo cierto era que querían hacer cosas diferentes con sus vidas. Sofía la encontraría, cuando esto hubiera acabado. Cuando tuviera una vida establecida entre los nobles de Ashton, encontraría a Catalina y lo arreglaría todo.

Más adelante, estaban las puertas de la zona amurallada que guardaba el palacio. Como Sofía había imaginado, estaban abiertas de par en par para la noche y, tras ellas, se veían unos elegantes jardines dispuestos en pulcras hileras de setos y rosas. Había grandes extensiones de hierba, cortada más corta de lo que podría estar cualquier campo de granjero y que, en sí, parecía una señal de lujo cuando cualquiera de la ciudad que tuviera un trozo de tierra al lado de su casa tenía que usarlo para cultivar comida.

Había faroles colocados cada pocos pasos dentro de los jardines. Todavía no estaban encendidos, pero por la noche convertirían todo aquel lugar en una ola de luz brillante, permitiendo que la gente baile en los jardines con la misma facilidad que en una de las grandes salas de palacio.

Sofía veía que la gente se dirigía al interior, uno tras otro. Había un sirviente con un uniforme dorado de gala al lado de la puerta, junto a dos guardias vestidos del azul más brillante, con los mosquetones cargados al hombro para una demostración de desfile a pie de calle perfecta mientras los nobles y sus sirvientes les pasaban tranquilamente por delante.

Sofía fue a toda prisa hacia la puerta. Tenía la esperanza de poder perderse en medio de la multitud de los que entraban, pero para cuando llegó allí, estaba sola. Esto significaba que el sirviente que estaba allí pudo prestarle toda la atención. Era un hombre mayor con una peluca empolvada que se le rizaba en la nuca. Miró a Sofía con algo muy cercano al menosprecio.

—¿Y tú qué es lo que quieres? —preguntó, en un tono tan pícaro que podría haber sido el de un actor haciendo el papel de noble, más que el de su mero sirviente.

—Estoy aquí por el baile —dijo Sofía. Sabía que nunca podría pasar por noble, pero todavía había cosas que podía hacer—. Soy la sirvienta de…

—No te avergüences a ti misma —replicó el sirviente—. Sé perfectamente a quién debo dejar entrar y ninguno de ellos se molestaría en ir acompañado de una sirvienta como tú. No dejamos entrar a las prostitutas del muelle. No es una de esas fiestas.

—No sé de qué me habla —intentó Sofía, pero la cara enfurruñada que recibió le dijo que no estaba ni cerca de funcionar.

—Entonces permíteme que me explique —dijo el sirviente que estaba en la puerta. Parecía estar disfrutando—. Parece que tu vestido haya sido cortado del de una pescadera. Apestas como si acabaras de salir de una cloaca. En cuanto a tu voz, parece que no puedas ni escribir elocución y mucho menos utilizarla. Ahora, lárgate antes de que tenga que hacer que salgas corriendo y que te encierren durante la noche.

Sofía deseaba defenderse, pero la crueldad de sus palabras parecía haberle robado las de ella. Aún más, la habían dejado sin su sueño, con la misma facilidad que si el hombre hubiera alargado el brazo y lo hubiera arrancado del aire. Se dio la vuelta y se fue corriendo, y lo peor de todo fue la risa que la siguió por toda la calle.

Sofía se detuvo en un portal, profundamente humillada. No esperaba que esto fuera fácil, pero esperaba que alguien en la ciudad fuera amable. Había pensado que podría pasar por sirvienta aunque no pudiera pasar por noble.

Pero tal vez ese era su error. Si estaba intentando reinventarse, ¿no debería ir a por todas? Tal vez no era demasiado tarde. No podía pasar por el tipo de sirvienta que acompañaría a su señora a un baile, pero ¿por qué podría pasar? Podría ser lo que casi hubiera sido cuando se fue del orfanato. El tipo de sirvienta a quien darían el trabajo más bajo.

Eso podría funcionar.

La zona de alrededor de palacio era un lugar de mansiones nobles, pero también de todas las cosas que sus dueños podrían necesitar de la ciudad: modistas, joyeros, casas de baño y más cosas. Todas las cosas que Sofía no podía permitirse, pero todo eran cosas que podría conseguir de todas formas.

Empezó por una modista. Era la parte más grande y, quizás, una vez tuviera el vestido, el resto sería más fácil. Entró en la tienda que parecía estar más llena, respirando entrecortadamente como si estuviera a punto de desplomarse, confiando en que saliera bien.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó una mujer con el pelo color acero, que al alzar la vista, vio que tenía la boca llena de agujas.

—Perdóneme… —dijo Sofía—. Mi señora… me dará una paliza si su vestido tarda más… dijo que… viniera corriendo.

No podía pasar por una sirvienta que acompañaba a su señora, pero podía ser aquella sirviente contratada a quien mandan a hacer recados de última hora.

—¿Y cuál es el nombre de vuestra señora? —preguntó la modista.

«¿Realmente es este el tipo de sirvienta que Milady D’Angelica podría enviar? ¿Tal vez sea porque tienen la misma talla y desea saber si irá bien?»

El destello de talento de Sofía vino de forma voluntaria. Tuvo el suficiente juicio como para no dudar.

—Milady D’Angelica —dijo—. Discúlpeme, pero dijo que corría prisa. El baile…

—No empezará formalmente hasta dentro de una o dos horas, y dudo que tu señora quiera estar allí hasta el momento de hacer la entrada —respondió la modista. Su tono era un poco menos duro ahora, aunque Sofía sospechaba que era tan solo por quien estaba fingiendo servir. La mujer señaló con el dedo.

—Espera aquí.

Sofía esperó, aunque era lo que más le costaba hacer ahora mismo. Por lo menos, le permitió escuchar. El sirviente de palacio tenía razón: la gente hablaba de forma diferente lejos de las partes más pobres de la ciudad. Sus vocales eran más redondeadas, los finales de las palabras más refinados. Una de las mujeres que trabajaban allí parecía proceder de uno de los Estados Mercantes, marcando sus erres mientras charlaba con las demás.

No pasó mucho tiempo hasta que la primera modista apareció con un vestido, sujetándolo en alto para que Sofía lo inspeccionara. Era lo más bello que Sofía había visto jamás. Era de un color plata y azul brillantes, que parecían resplandecer al moverse. El cuerpo estaba trabajado con hilo de plata, e incluso las enaguas resplandecían en ondas, lo que parecía un desperdicio. ¿Quién las iba a ver?

—Milady D’Angelica y tú tenéis la misma talla, ¿verdad? —preguntó la modista.

—Sí, señora –respondió Sofía—. Por eso me envió.

—Entonces debería haberte enviado a ti desde un principio, en lugar de una lista de medidas.

—Me aseguraré de decírselo —dijo Sofía.

Eso hizo que la modista palideciera horrorizada, como si con tan solo pensarlo le pudiera dar un ataque al corazón.

—No será necesario. Ya casi está, solo tengo que modificar un par de cosas. ¿Estás realmente segura de que tienes su misma talla?

Sofía asintió.

—Al milímetro, señora. Me hace comer exactamente lo mismo que ella para que estemos igual.

Fue un detalle loco y ridículo que inventar, pero la modista pareció tragárselo. Tal vez era el tipo de extravagancia a la que ella creía que una mujer de la nobleza podría rebajarse. En cualquier caso, hizo los arreglos tan rápido que Sofía apenas podía creerlo, entregándole finalmente un paquete envuelto en papel estampado.

—¿La cuenta corre a cargo de Milady? —preguntó la modista. Había una nota de esperanza en ello, como si Sofía pudiera llevar el dinero encima, pero Sofía solo pudo asentir—. Por supuesto, por supuesto. Confío en que Milady D’Angelica estará encantada.

—Estoy segura de que así será —dijo Sofía. Fue prácticamente corriendo hacia la puerta.

En realidad, estaba segura de que la noble enfurecería, pero Sofía no tenía pensado estar por allí cuando eso sucediera.

Para empezar, debía ir a otros sitios y recoger otros “paquetes” de parte de su “señora”.

En una zapatería recogió unas botas de la mejor piel pálida, dispuestas con líneas grabadas que mostraban una escena de la vida de la Diosa Sin Nombre. En una perfumería adquirió un pequeño botellín que olía como si su creador, de algún modo, hubiera condensado la esencia de todo lo hermoso en una fragante combinación.

—¡Es mi mayor obra! —proclamó—. Espero que Lady Beaufort lo disfrute.

En cada parada, Sofía escogía el nombre de una nueva mujer noble de la que ser sirvienta. Era simplemente práctico: no podía asegurarse de que Milady D’Angelica hubiera estado en todas las tiendas de la ciudad. En algunas tiendas, escogía los nombres de los pensamientos de los propietarios. En otras, cuando su talento no venía, tenía que mantener la conversación dando vueltas hasta que hicieran sus suposiciones o, en un caso, hasta que pudo robar una mirada del revés a un cuaderno que había encima del mostrador de la tienda.

Cuanto más robaba, más fácil parecía ser. Cada pieza previa de su atuendo robado servía como una especie de credencial para la siguiente, pues evidentemente los otros comerciantes no hubieran entregado cosas a la persona equivocada. Para cuando llegó a la tienda donde vendían máscaras, el tendero estaba prácticamente apretando las mercancías contra sus manos antes de que atravesara las puertas. Era una media máscara de ébano grabado, escena tras escena de la Diosa Enmascarada buscando hospitalidad dispuesta con plumas por los bordes y puntitos de joyas alrededor de los ojos. Probablemente se diseñaron para hacer que pareciera que los ojos de quien la llevaba brillaran con luz reflejada.

Sofía sintió un pequeño destello de culpa al cogerla, añadiéndola al no despreciable montón de paquetes que llevaba en brazos. Estaba robando a mucha gente, llevándose cosas que habían estado trabajando para fabricar y por las que otros habían pagado. O pagarían, o no habían pagado del todo; Sofía todavía no lograba entender los modos en los que los nobles parecían comprar cosas sin pagarlas del todo.

Pero tan solo fue un breve destello de culpa, pues ellos tenían mucho comparado con los huérfanos de la Casa de los Abandonados. Solo las joyas de esta máscara hubieran cambiado sus vidas.

De momento, Sofía tenía que cambiarse, y no podía entrar a la fiesta sucia todavía de haber dormido junto al río. Deambuló por las casas de baños, a la espera de encontrar una que tuviera carruajes esperando a la puerta, y que anunciara baños separados para las señoras de alta alcurnia. No tenía monedas para pagar, pero se dirigió a las puertas de todos modos, ignorando la mirada que le lanzó el grande y musculoso dueño.

—Mi señora está dentro —dijo—. Me dijo que trajera todo para cuando ella hubiera acabado su baño, o habría problemas.

La miró de arriba abajo. De nuevo, los paquetes que Sofía llevaba en las manos parecían funcionar como pasaporte—. Entonces sería mejor que estuvieras dentro, ¿no? Los vestidores están a tu izquierda.

Sofía fue hacia ellos y dejó sus premios robados en una habitación en la que hacía calor por el vapor de los baños. Las mujeres iban y venían vestidas con las sábanas envueltas que les servían para secarse. Ninguna de ellas miró dos veces a Sofía.

Se desvistió, se envolvió con una sábana y se dirigió a los baños. Estaban dispuestos en el estilo que preferían al otro lado del mar, con múltiples piscinas calientes, templadas y frías, masajistas a los lados y sirvientes a la espera.

Sofía era totalmente consciente del tatuaje que tenía en el tobillo y que anunciaba lo que era, pero allí había sirvientas contratadas con sus señoras, que estaban allí para masajearlas con aceites perfumados o pasarles el peine por el pelo. Si alguien veía la marca, evidentemente darían por sentado que Sofía estaba allí por esa razón.

Aun así, no se tomó el tiempo que podría haberse tomado para regocijarse en los baños. Quería salir de allí antes de que alguien hiciera preguntas. Se remojó bajo el agua, fregándose con jabón e intentando sacarse de encima lo peor de la suciedad. Cuando salió del baño, se aseguró de que la sábana que la envolvía llegara hasta los tobillos.

De vuelta a los vestidores, construyó su nuevo ser paso a paso. Empezó con las medias de seda y las enaguas, después siguió con la corsetería y las faldas exteriores, los guantes y más cosas.

—¿Mi señora necesita ayuda con el pelo? —preguntó una mujer y, al fijarse, Sofía vio que una sirvienta la estaba mirando.

—Si es tan amable —dijo Sofía, intentando recordar cómo hablaban los nobles. Se le ocurrió que sería más fácil si nadie pensaba que era de por allí, así que añadió un toque del acento de los Estados Mercantes que había oído en la modista. Ante su sorpresa, salió con facilidad, su voz se adaptó con la misma rapidez que lo había hecho el resto de ella.

La chica le secó y le trenzó el pelo con un elaborado nudo que Sofía apenas podía seguir. Cuando hubo acabado, se colocó la máscara y se dirigió hacia fuera, abriéndose camino entre los carruajes hasta encontrar uno que no estaba cogido.

—¡Eh, tú! –exclamó, su recién descubierta voz que ahora mismo se le hacía rara a los oídos—. ¡Sí, tú! Llévame ahora mismo a palacio y no te detengas por el camino. Tengo prisa. Y no empieces a preguntar por la tarifa. Puedes enviar la cuenta a Lord Dunham y puede estar agradecido de que esto sea lo único que yo le cueste esta noche.

Ni tan solo sabía si existía un Lord Dunham, pero el nombre sonaba bien. Esperaba que el conductor del carruaje discutiera o, por lo menos, regateara con la tarifa. Pero, en cambio, simplemente bajó la cabeza.

—Sí, mi señora.

La vuelta en carruaje por la ciudad fue más cómoda de lo que Sofía podría haber imaginado. Más cómodo que saltar detrás de los carros y, desde luego, mucho más corto. En cuestión de minutos, vio que se acercaban a las puertas. Sofía sintió que se le tensaba el corazón, porque el mismo sirviente todavía estaba trabajando en ellas. ¿Lo conseguiría? ¿La reconocería?

El carruaje redujo la velocidad y Sofía se forzó a asomarse, con la esperanza de parecer lo que debía.

—¿Todavía está en su apogeo el baile? —preguntó con su nuevo acento—. ¿He llegado en el momento adecuado para impresionar? Yendo al grano, ¿qué aspecto tengo? Mis sirvientas me dicen que es adecuado para vuestra corte, pero a mí me parece que parezco una prostituta del muelle.

No pudo resistirse a aquella pequeña venganza. El sirviente que estaba en la puerta le hizo una gran reverencia.

—Mi señora no podría haber calculado mejor su llegada —le aseguró, con el tipo de falsa sinceridad que Sofía imaginaba que les gustaba a los nobles—. Y, por supuesto, se ve absolutamente bella. Por favor, siga todo recto.

Sofía cerró la cortina del carruaje cuando se puso en marcha, pero solo para esconder su estupefacción y alivio. Estaba funcionando. Estaba funcionando de verdad.

Solo esperaba que las cosas estuvieran funcionando también para Catalina.




CAPÍTULO SEIS


Catalina estaba disfrutando de la ciudad más de lo que hubiera pensado que era posible sola. Todavía le dolía la pérdida de su hermana y todavía deseaba salir a campo abierto, pero por ahora, Ashton era su patio del recreo.

Se abrió camino entre las calles de la ciudad y había algo en particular que le resultaba interesante de estar perdida entre la multitud. Nadie la miraba, no más de lo que miraban a los otros niños pobres o aprendices, los hijos pequeños o los aspirantes a guerreros de la ciudad. Con su vestuario de chico y su pelo en pinchos cortos, Catalina podría haber pasado por cualquiera de ellos.

Había mucho por ver en la ciudad, y no solo los caballos a los que Catalina lanzaba una mirada codiciosa cada vez que pasaba por delante de uno. Se detuvo enfrente de un vendedor que vendía armas de caza desde un carro, las ballestas ligeras y algún mosquete ocasional parecían increíblemente grandes. Si Catalina hubiera podido agarrar uno, lo hubiera hecho, pero el hombre vigilaba con cautela a todo el que se acercaba.

Sin embargo, no todo el mundo era tan cauto. Consiguió coger un pedazo de pan de un bar y un cuchillo que alguien había usado para sujetar un panfleto religioso. Su talento no era perfecto, pero conocer dónde estaban los pensamientos y la atención de la gente era una gran ventaja cuando se trataba de la ciudad.

Continuó, en busca de una oportunidad para conseguir más de lo que necesitaría para vivir en el campo. Era primavera, pero eso solo significaba lluvia en lugar de nieve la mayoría de los días. ¿Qué necesitaría? Catalina empezó a comprobar las cosas que tenía al alcance de la mano. Un saco, cordel para hacer trampas para animales, una ballesta si es que podía conseguir una, un impermeable para resguardarse de la lluvia, un caballo. Indudablemente un caballo, a pesar de todos los peligros que el hurto de caballos conllevaba.

No es que nada de eso fuera verdaderamente seguro. En algunas esquinas había horcas sujetando los huesos de animales que hacía tiempo que habían muerto, conservados para que la lección persistiera. Encima de una de las viejas puertas, destrozada en la última guerra, había tres calaveras sobre unos barrotes que presuntamente eran los del ministro traidor y sus cómplices. Catalina se preguntaba si alguien sabía algo más.

Echó un vistazo al palacio desde la distancia, pero solo porque esperaba que Sofía estuviera bien. Ese tipo de lugar era para gente como la reina viuda y sus hijos, los nobles y sus sirvientes, que intentaban dejar afuera los problemas del mundo real con sus fiestas y sus cacerías, no para la gente de verdad.

—Eh, chico, si tienes moneda para gastar, yo te haré pasar un buen rato —exclamó una mujer desde el portal de una casa cuyo uso era evidente aunque no tuviera letrero. De pie en la puerta había un hombre que podría haber luchado contra osos, mientras Catalina oía los ruidos de la gente que se lo estaban pasando demasiado bien aunque todavía no había oscurecido.

—No soy un chico —respondió bruscamente.

La mujer encogió los hombros.

—No tengo manías. O entra y gánate tu propio dinero. A los viejos sátiros les gustan las que tienen aspecto de chico.

Catalina se fue ofendida, sin tan solo dignarse a contestar. Esa no era la vida que había planeado para ella. Tampoco lo era robar para obtener todo lo que deseaba.

Existían otras oportunidades que parecían más interesantes. Allá donde miraba, parecía que había reclutadores para uno u otra de las compañías libres, anunciando altos pagos respecto a los otros, o que sus raciones eran mejores o la gloria que podían ganar en las guerras del otro lado del Puñal-Agua.

En efecto, Catalina fue deambulando hasta uno de ellos, un hombre de unos cincuenta años y de aspecto robusto, que llevaba un uniforme que parecía más propio de la idea de guerra que tenía un actor que el auténtico.

—¡Eh, oye, chico! ¿Estás buscando aventuras? ¿Proezas? ¿La posibilidad de encontrar la muerte a manos de las espadas de tus enemigos? ¡Bueno, pues has venido al lugar equivocado!

—¿Al lugar equivocado dices? —dijo Catalina, sin siquiera importarle que también hubiera pensado que era un chico.

—Nuestro general es Massimo Caval, el más cauto y por todos conocido de los luchadores. Nunca se enfrenta a alguien, a no ser que pueda ganar. Nunca desperdicia a sus hombres en enfrentamientos infructíferos. Nunca…

—O sea, ¿me estás diciendo que es un cobarde? —preguntó Catalina.

—Un cobarde es lo mejor que se puede ser en una guerra, hazme caso —dijo el reclutador—. Seis meses yendo por delante de las fuerzas enemigas mientras se cansan, con tan solo algún saqueo esporádico para animar las cosas. Piénsalo, la vida, el… espera, tú no eres un chico, ¿verdad?

—No, pero aun así, puedo luchar —insistió Catalina.

El reclutador negó con la cabeza.

—No para nosotros, no puedes. ¡Lárgate!

A pesar de su defensa de la cobardía, parecía que el reclutador podría darle un coscorrón en la cabeza a Catalina si se quedaba allí, así que siguió caminando.

Muchas cosas de la ciudad parecían no tener mucho sentido. La Casa de los Abandonados había sido un lugar cruel, pero por lo menos había tenido algo de orden. En la ciudad, la mitad del tiempo parecía que la gente hacía lo que quería, con poca participación por parte de los gobernantes de la ciudad. La ciudad en sí parecía verdaderamente no tener un plan. Catalina cruzó un puente que había sido levantado con puestos y plataformas e incluso casas pequeñas hasta que apenas había espacio suficiente para usarlo para su propósito. Se hallaba caminando por calles que bajaban en espiral sobre sí mismas, por callejones que de algún modo se convertían en los tejados de las casa que estaban a menor altura y que, después, daban paso a escaleras.

En cuanto a la gente que había en las calles, toda la ciudad parecía disparatada. Parecía que había alguien gritando en cada esquina, proclamando los aspectos de su propia filosofía, pidiendo atención para la actuación que estaban a punto de hacer o condenando la participación del reino en las guerras del otro lado del otro lado del mar.

Catalina se agachaba en los portales cuando veía las siluetas enmascaradas de sacerdotes y monjas ocupados con los inescrutables asuntos de la Diosa Enmascarada, pero después de la tercera o cuarta vez continuó caminando. Vio a una sacudiendo a una cadena de prisioneros y se preguntó a sí misma qué parte de la misericordia de la diosa representaba eso.

En la ciudad había caballos por todas partes. Tiraban de los carruajes, cargaban a los jinetes y algunos de los más grandes tiraban de carros llenos de cualquier cosa desde piedra hasta cerveza. Verlos era una cosa; robar uno estaba resultando ser otra muy diferente.

Al final, Catalina escogió un lugar fuera de la tienda de un mozo de cuadra, se acercó más y esperó su momento. Para robar algo tan grande como un caballo, necesitaba algo más que solo un momento de descuido, pero en principio no era diferente a robar un pastel. Podía sentir los pensamientos de los trabajadores del establo mientras estos deambulaban y daban vueltas. Uno estaba sacando a una yegua de buen aspecto, mientras pensaba en la dama a la que iba dirigida.





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Morgan Rice ha concebido lo que promete ser otra brillante serie, que nos sumerge en una fantasía de valor, honor, coraje, magia y fe en el destino. Morgan ha conseguido de nuevo producir un fuerte conjunto de personajes que hará que los aclamemos a cada página… Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores a los que les gusta la fantasía bien escrita. Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre el Despertar de los dragones) De la escritora #1 en ventas Morgan Rice llega una nueva e inolvidable serie de fantasía. En UN TRONO PARA LAS HERMANAS (Libro uno), Sofía, de 17 años y su hermana pequeña Catalina, de 15, están desesperadas por marchar de su horrible orfanato. A pesar de ser huérfanas, no deseadas y no queridas, sueñan con hacerse adultas en otro lugar, o con encontrar una vida mejor, aunque ello signifique vivir en las calles de la despiadada ciudad de Ashton. Sofía y Catalina también son las mejores amigas y se tienen la una a la otra. Aun así, quieren diferentes cosas de la vida. Sofía, romántica y más elegante, sueña con entrar en la corte y encontrar a un noble del que enamorarse. Catalina, una luchadora, sueña con dominar la espada, luchar contra dragones y convertirse en guerrera. Sin embargo, las dos están unidas por su poder secreto y sobrenatural de leer la mente de los demás, su única gracia salvadora en un mundo que parece empeñado en destruirlas. Cuando se lanzan cada una a su manera a una misión y aventura, luchan por sobrevivir. Enfrentadas con decisiones que ninguna puede imaginar, sus elecciones pueden empujarlas hasta el poder más alto o hundirlas en lo más profundo. Pronto se publicará el Libro # 2 UNA CORTE PARA LOS LADRONES. Un libro de fantasía lleno de acción que seguro que satisfará a los admiradores de las anteriores novelas de Morgan Rice, junto con los admiradores de obras como El ciclo del legado de Christopher Paolini… Los admiradores de la Ficción para jóvenes adultos devorarán este último trabajo de Rice y pedirán más. The Wanderer, A Literary Journal (sobre El despertar de los dragones)

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