Книга - Una Forja de Valor

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Una Forja de Valor
Morgan Rice


Reyes y Hechiceros #4
Una fantasía llena de acción que le encantará a los fans de las otras novelas de Morgan Rice, igual que a los fans de obras como The Inheritance Cycle de Christopher Paolini… Los fans de Ficción para Jóvenes Adultos devorarán este último trabajo de Rice y rogarán por más. The Wanderer, A Literary Journal (sobre El Despertar de los Dragones) ¡Las series Bestselling #1, con más de 400 calificaciones de cinco estrellas en Amazon! UNA FORJA DE VALOR es el libro #4 en la serie de fantasía épica bestselling de Morgan Rice REYES Y HECHICEROS (que inicia con EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES como descarga gratuita) ! En UNA FORJA DE VALOR, Kyra regresa lentamente de las garras de la muerte al ser curada por el amor y el poder misterioso de Kyle. Mientras él se sacrifica por ella, ella recupera sus fuerzas; aunque no sin un precio. Ella presiona a Alva para que le diga el secreto de su linaje y él finalmente le revela todo acerca de su madre. Con una oportunidad de encontrar la fuente de su poder, Kyra debe tomar una decisión crucial: completar su entrenamiento o viajar para salvar a su padre que se encuentra en el calabozo de la capital esperando su ejecución. Aidan, con Motley a su lado, también intenta rescatar a su padre que se encuentra en la peligrosa capital, mientras que en la otra esquina del reino, Merk, sorprendido por lo que descubre en la Torre de Ur, se prepara para una masiva invasión de troles. Con la torre rodeada, debe pelear con sus compañeros Observadores para defender la reliquia más preciada del reino. Dierdre se enfrenta a una completa invasión Pandesiana en su ciudad asediada de Ur. Con su preciosa ciudad destruida, ella tiene que elegir entre escapar o realizar un último acto heroico de defensa. Mientras tanto, Alec está en el mar con su enigmático nuevo amigo navegando hacia una tierra que no conoce, una incluso más misteriosa que su compañero. Aquí es donde finalmente conoce su destino; y descubre la última esperanza de Escalon. Con su fuerte atmósfera y complejos personajes, UNA FORJA DE VALOR es una dramática saga de caballeros y guerreros, de reyes y señores, de honor y valor, de magia, destino, monstruos y dragones. Es una historia de amor y corazones rotos, de decepción, ambición y traición. Es una excelente fantasía que nos invita a un mundo que vivirá en nosotros para siempre, uno que encantará a todas las edades y géneros. El libro #5 de REYES Y HECHICEROS se publicará pronto. Si pensaste que ya no había razón para vivir después de terminar de leer la serie El Anillo del Hechicero, te equivocaste. Morgan Rice nos presenta lo que promete ser otra brillante serie, sumergiéndonos en una fantasía de troles y dragones, de valor, honor, intrepidez, magia y fe en tu destino. Morgan ha logrado producir otro fuerte conjunto de personajes que nos hacen animarlos en cada página. … Recomendado para la biblioteca permanente de todos los lectores que aman la fantasía bien escrita. Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre El Despertar de los Dragones)





Morgan Rice

Una Forja de Valor (Reyes y Hechiceros—Libro 4)




Morgan Rice

Morgan Rice tiene el #1 en éxito en ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de once libros (y contando); de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspenso post-apocalíptica compuesta de dos libros (y contando); y de la nueva serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS, compuesta de cuatro libros (y contando). Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas, y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.

¡TRANSFORMACIÓN (Libro #1 en El Diario del Vampiro), ARENA UNO (Libro #1 de la Trilogía de Supervivencia), LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1 en el Anillo del Hechicero) y EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Reyes y Hechiceros—Libro #1)  están todos disponibles como descarga gratuita!

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Elogios Dirigidos a Morgan Rice

“Si pensaste que ya no había razón para vivir después de terminar de leer la serie El Anillo del Hechicero, te equivocaste. En EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES Morgan Rice nos presenta lo que promete ser otra brillante serie, sumergiéndonos en una fantasía de troles y dragones, de valor, honor, intrepidez, magia y fe en tu destino. Morgan ha logrado producir otro fuerte conjunto de personajes que nos hacen animarlos en cada página.… Recomendado para la biblioteca permanente de todos los lectores que aman la fantasía bien escrita.”



    --Books and Movie Reviews
    Roberto Mattos

“EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES funciona desde el principio…. Una fantasía superior…Inicia, como debe, con los problemas de una protagonista y se mueve de manera natural hacia un más amplio circulo de caballeros, dragones, magia y monstruos, y destino.… Todo lo que hace a una buena fantasía está aquí, desde soldados y batallas hasta confrontaciones con uno mismo….Un campeón recomendado para los que disfrutan de libros de fantasía épica llenos de poderosos y creíbles protagonistas jóvenes adultos.”



    --Midwest Book Review
    D. Donovan, Comentarista de eBooks

“Una fantasía llena de acción que satisfará a los fans de las novelas anteriores de Morgan Rice, junto con fans de trabajos tales como THE INHERITANCE CYCLE de Christopher Paolini…. Los fans de Ficción para Jóvenes Adultos devorarán este trabajo más reciente de Rice y pedirán aún más.”



    --The Wanderer,A Literary Journal (sobre El Despertar de los Dragones)

“Una fantasía con espíritu que une elementos de misterio e intriga en su historia. A Quest of Heroes se trata del desarrollo de la valentía y sobre tener un propósito en la vida que llega al crecimiento, madurez, y excelencia… Para los que buscan aventuras fantásticas sustanciosas, los protagonistas, dispositivos y acciones proporcionan un vigoroso conjunto de encuentros que se enfocan bien en la evolución de Thor de un niño soñador a un joven adulto enfrentándose a probabilidades imposibles de sobrevivir….Sólo el inicio de lo que promete ser una serie épica.”



    --Midwest Book Review (D. Donovan, eBook Reviewer)

“EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para un éxito instantáneo: tramas, contratramas, misterio, valientes caballeros, y relaciones crecientes llenas de corazones rotos, decepción y traiciones. Te mantendrá entretenido por horas, y satisfará a todas las edades. Recomendado para la biblioteca permanente de todos los lectores de fantasía.”



    --Books and Movie Reviews, Roberto Mattos

“En este primer libro lleno de acción en la serie de fantasía épica el Anillo del Hechicero (que ya cuenta con 14 libros), Rice les presenta a los lectores a un joven de 14 años llamado Thorgrin "Thor" McLeod, cuyo sueño es unirse a la Legión de Plata, los caballeros de élite que sirven al Rey…. La escritura de Rice es sólida y la premisa intrigante.”



    --Publishers Weekly



Libros de Morgan Rice

REYES Y HECHICEROS

EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)

EL DESPERTAR DEL VALIENTE (Libro #2)

El PESO DEL HONOR (Libro #3)

UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)



EL ANILLO DEL HECHICERO

LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)

UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)

UN DESTINO DE DRAGONES (Libro #3)

UN GRITO DE HONOR (Libro #4)

UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)

UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)

UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)

UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)

UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)

UN MAR DE ESCUDOS (Libro #10)

UN REINO DE ACERO (Libro #11)

UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)

UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)

UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)

UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)

UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)

EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)



LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA

ARENA UNO: SLAVERSUNNERS (Libro #1)

ARENA DOS (Libro #2)



EL DIARIO DEL VAMPIRO

TRANSFORMACIÓN (Libro # 1)

AMORES (Libro # 2)

TRAICIONADA (Libro # 3)

DESTINADA (Libro # 4)

DESEADA (Libro # 5)

COMPROMETIDA (Libro # 6)

JURADA (Libro # 7)

ENCONTRADA (Libro # 8)

RESUCITADA (Libro # 9)

ANSIADA (Libro # 10)

CONDENADA (Libro # 11)












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Derechos de autor © 2015 por Morgan Rice

Todos los derechos reservados. Excepto como permitido bajo el Acta de 1976 de EU de Derechos de Autor, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en ninguna forma o medio, o guardada en una base de datos o sistema de recuperación, sin el permiso previo del autor.

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Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, negocios, organizaciones, lugares, eventos, e incidentes son o producto de la imaginación del autor o usados de manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es completa coincidencia.

Jacket image Copyright St. Nick, usado bajo licencia de Shutterstock.com.



"El valor supera a los números."

    Flavius Vegetius Renatus
    (Siglo cuarto)






CAPÍTULO UNO


La puerta de la celda se cerró con fuerza y Duncan abrió los ojos lentamente deseando nunca haberlo hecho. Su cabeza le palpitaba, un ojo estaba cerrado completamente y trataba de sacudirse el pesado sueño. Sintió un dolor agudo en su otro ojo mientras se apoyaba en la fría roca. Piedra. Estaba tendido en una piedra húmeda y fría. Trató de sentarse, pero sintió un hierro que lo detenía de muñecas y tobillos e inmediatamente se dio cuenta: grilletes. Estaba en un calabozo.

Prisionero.

Duncan abrió sus ojos todavía más al escuchar el sonido de botas marchando que se acercaban y haciendo eco en la oscuridad. Trató de ponerse alerta. El lugar estaba oscuro y las paredes de piedra sólo se iluminaban por el tenue resplandor de antorchas lejanas y un pequeño resplandor de luz solar que entraba por una ventana a mucha altura. La pálida luz se filtraba escueta y solitaria como si viniera de un mundo a millas de distancia. Oyó un goteo distante de agua, botas marchando, y apenas si podía ver la forma de la celda. Era inmensa, con paredes de piedra arqueados, con muchas orillas oscuras que desaparecían en la negrura.

Por sus años en la capital, Duncan supo inmediatamente dónde estaba: el calabozo real. Era a donde enviaban a los peores criminales del reino y a los enemigos más poderosos para que terminaran sus días o esperaran su ejecución. Duncan mismo había mandado a muchos hombres aquí en los días de su servicio a petición del Rey. Sabía muy bien que este lugar era un sitio del que los prisioneros nunca salían.

Duncan trató de moverse pero los grilletes no lo dejaron, y sintió cómo estos le cortaban las muñecas y tobillos. Pero este era el menor de sus dolores; su cuerpo entero estaba punzante y adolorido, con tanto dolor que difícilmente podía detectar en dónde le dolía más. Sentía como si lo hubieran golpeado miles de veces mientras una estampida de caballos pasaba sobre él. Le dolía el respirar y sacudió la cabeza tratando de que se le pasara. Pero no tuvo existo.

Mientras cerraba los ojos lamiendo sus secos labios, Duncan lo recordó. La emboscada. ¿Había sido ayer? ¿O hace una semana? Ya no podía recordarlo. Había sido traicionado y rodeado con promesas de un falso acuerdo. Había confiado en Tarnis, y Tarnis también había sido asesinado frente a sus ojos.

Duncan recordó cómo sus hombres bajaban sus armas siguiendo su orden; recordó ser detenido; y lo peor de todo, recordó los asesinatos de sus hijos.

Sacudió la cabeza una y otra vez mientras gritaba lleno de angustia, tratando inútilmente de quitarse las imágenes de la cabeza. Se sentó con su cabeza en las manos y los codos en las rodillas, suspirando al pensarlo. ¿Cómo es que había sido tan estúpido? Kavos se lo había advertido pero él no lo había escuchado, había sido tontamente optimista al pensar que sería diferente esta vez y que podría confiar en los nobles. Y por esto había guiado a sus hombres a una trampa, hacia el nido de víboras.

Duncan se odiaba a sí mismo más de lo que podía reconocer. Su único pesar era que seguía vivo, que no había muerto junto con sus hijos y junto con los otros a los que había decepcionado.

Las pisadas se escucharon más cerca y Duncan miró a través de la oscuridad. Lentamente emergió la silueta de un hombre que bloqueaba la fuente de luz, acercándose hasta que estuvo a unos pies de distancia. Duncan se sorprendió al reconocer la forma del rostro del hombre. El hombre, claramente reconocible por su ropaje aristocrático, tenía la misma apariencia extravagante que cuando le había pedido a Duncan el reinado y cuando había traicionado a su padre. Enis. El hijo de Tarnis.

Enis se arrodilló frente a Duncan con una sonrisa burlona y de victoria en su rostro, con su larga cicatriz vertical en su oreja claramente visible mientras observaba con sus ojos vacíos. Duncan sintió un gran repudio y un deseo ardiente de venganza. Apretó los puños deseando lanzarse contra el muchacho, hacerlo pedazos con sus propias manos, a este muchacho que había sido responsable de la muerte de sus hijos y el encarcelamiento de sus hombres. Los grilletes eran lo único que quedaba en el mundo evitando que lo matara.

“La vergüenza de hierro,” dijo Enis sonriendo. “Aquí estoy arrodillado a unas pulgadas de ti y ni siquiera puedes tocarme.”

Duncan lo miró deseando poder hablar, pero estaba muy exhausto para formar palabras. Su garganta y sus labios estaban muy secos y necesitaba conservar energía. Se preguntaba cuántos días habían pasado desde que había tomado algo de agua y cuánto tiempo llevaba aquí abajo. De todos modos, esta sabandija no merecía escuchar sus palabras.

Enis había bajado por una razón; claramente deseaba algo. Duncan no tenía ilusiones falsas: sabía que, sin importar lo que tuviera que decir el muchacho, su ejecución estaba cerca. Al final de cuentas era lo que él deseaba. Ahora que sus hijos estaban muertos y sus hombres encarcelados, ya no quedaba nada más para él en este mundo, ninguna manera de escapar de la culpa.

“Tengo curiosidad,” dijo Enis con voz astuta. “¿Cómo se siente? ¿Cómo se siente haber traicionado a todos los que conoces y amas y que confiaban en ti?”

Duncan sintió que su furia se encendía. Incapaz de seguir guardando silencio, juntó fuerzas de alguna manera para empezar a hablar.

“No traicioné a nadie,” alcanzó a decir con una voz grave y áspera.

“¿No?” replicó Enis claramente disfrutándolo. “Ellos confiaron en ti. Tú los llevaste directo a una emboscada y a rendirse. Les quitaste lo último que tenían: su orgullo y honor.”

Duncan enfurecía con cada respiración.

“No,” respondió finalmente después de un largo y pesado silencio. “Tú eres el que hizo eso. Yo confié en tu padre y él confió en ti.”

“Confianza,” rio Enis. “Que concepto tan ingenuo. ¿Realmente arriesgarías la vida de hombres por confianza?”

Rio de nuevo mientras Duncan se encendía.

“Los líderes no confían,” continuó. “Los líderes dudan. Ese es su trabajo, ser escépticos por el bien de sus hombres. Los comandantes protegen a hombres en la batalla, pero los líderes deben proteger a hombres de la traición. Tú no eres un líder. Les fallaste a todos.”

Duncan respiró profundamente. Parte de él no podía evitar reconocer que Enis tenía razón, aunque odiaba admitirlo. Les había fallado a sus hombres y este era el peor sentimiento de su vida.

“¿Para esto has venido?” respondió Duncan finalmente. “¿Para festejar tu traición?”

El muchacho sonrió de manera espantosa y maligna.

“Ahora tú eres mi súbdito,” dijo él. “Yo soy tu nuevo Rey. Puedo ir a cualquier parte en cualquier momento que lo desee, por cualquier razón o por ninguna razón. Tal vez simplemente me guste mirarte tirado en el calabozo completamente roto.”

Duncan sintió un dolor al respirar y apenas si podía contener su ira. Deseaba lastimar a este hombre más que a cualquier otro que hubiera conocido.

“Dime,” dijo Duncan deseando lastimarlo. “¿Cómo se sintió asesinar a tu padre?”

La expresión de Enis se endureció.

“Ni la mitad de bien de lo que se sentirá el verte morir en la horca,” respondió.

“Entonces hazlo ahora,” dijo Duncan deseándolo.

Pero Enis sonrió y negó con la cabeza.

“No será tan fácil para ti,” respondió. “Primero te miraré sufrir. Quiero que primero veas lo que le pasará a tu amado país. Tus hijos están muertos. Tus comandantes están muertos. Anvin y Durge y todos tus hombres en la Puerta del Sur están muertos. Millones de Pandesianos han invadido tu nación.”

El corazón de Duncan se desplomó con las palabras del muchacho. Parte de él se preguntaba si esto sería un engaño, aunque había sentido que era verdad. Cada palabra lo hacía sentir hundirse más en la tierra.

“Todos tus hombres están encarcelados y Ur está siendo bombardeada por mar. Así que como vez, has fallado miserablemente. Escalon está peor que como estaba antes, y tú eres el único culpable.”

Duncan se estremeció furioso.

“¿Y cuánto pasará,” preguntó Duncan, “hasta que el gran opresor se voltee contra ti? ¿Realmente piensas que estarás exento y que escaparás de la furia de Pandesia? ¿Crees que te dejarán ser Rey y reinar como una vez lo hizo tu padre?”

Enis sonrió ampliamente de manera resoluta.

“Sé que lo harán,” dijo.

Se acercó más, tan cerca que Duncan pudo oler su mal aliento.

“Verás, hemos hecho un trato. Un trato muy especial para asegurar mi poder, un trato que ellos simplemente no pudieron rechazar.”

Duncan no se atrevió a preguntar lo que era, pero Enis sonrió y se acercó más.

“Tu hija,” susurró.

Los ojos de Duncan despertaron.

“¿Realmente pensaste que podrías ocultarme su paradero?” presionó Enis. “Mientras hablamos, los Pandesianos están cada vez más cerca de ella. Y ese regalo garantizará mi lugar en el poder.”

Los grilletes de Duncan se estremecieron con su ruido haciendo eco en todo el calabozo mientras trataba con todas su fuerzas de liberarse y atacar, lleno de una desesperación que no podía soportar.

“¿Para qué has venido?” preguntó Duncan decaído y con voz quebrada. “¿Qué quieres de mí?”

Enis sonrió. Guardó silencio por un largo rato hasta que finalmente suspiró.

“Creo que mi padre deseaba algo de ti,” dijo lentamente. “Él no te habría llamado ni hubiera accedido al trato a menos que fuera así. Él te ofreció una gran victoria con los Pandesianos; y a cambio él te pidió algo. ¿Qué? ¿Qué fue? ¿Qué secreto escondía?”

Duncan lo miró con resolución y sin que ya nada le importara.

“Tu padre sí deseaba algo,” dijo restregándoselo. “Algo honorable y sagrado. Algo que sólo me pudo confiar a mí. No a su propio hijo. Ahora sé por qué.”

Enis se burló enrojeciéndose.

“Si mis hombres murieron por algo,” continuó Duncan, “fue por este honor y confianza, una que yo nunca traicionaría. Debido a esto tú nunca lo sabrás.”

El semblante de Enis se oscureció y Duncan sintió placer al ver que lo había enfurecido.

“¿Seguirás guardando los secretos de mi padre muerto, el hombre que te traicionó a ti y a tus hombres?”

“Tú me traicionaste,” lo corrigió Duncan, “él no. Él era un hombre bueno que una vez cometió un error. Pero tú, por otro lado, no eres nada. Eres una simple sombra de tu padre.”

Enis frunció el ceño. Lentamente se puso de pie y se agachó escupiendo al lado de Duncan.

“Me dirás lo que él quería,” insistió. “Qué o a quién estaba tratando de ocultar. Si lo haces, tal vez sea misericordioso y te libere. Si no, no simplemente te llevaré yo mismo a la horca, también me aseguraré de que mueras de la forma más cruel posible. La elección es tuya y no hay marcha atrás. Piénsalo bien, Duncan.”

Enis se volteó para irse, pero Duncan lo llamó.

“Te daré mi respuesta ahora si lo deseas,” replicó Duncan.

Enis se dio la vuelta con una mirada de satisfacción en su rostro.

“Elijo la muerte,” respondió él y, por primera vez, logró sonreír. “Después de todo, la muerte no es nada comparada con el honor.”




CAPÍTULO DOS


Dierdre, limpiándose el sudor de la frente mientras trabajaba en la forja, se erguió al verse sorprendida por un ruido estruendoso. Era un sonido familiar, uno que la había puesto en alerta, uno que se elevó sobre los martillos golpeando los yunques. Todos los hombres y mujeres a su alrededor también se detuvieron, bajaron sus armas incompletas y miraron hacia afuera confundidos.

Se escuchó una vez más como si fuera un trueno traído por el viento, escuchándose como si la mismísima tierra se estuviera partiendo en dos.

Después una vez más.

Dierdre finalmente lo identificó: campanas de hierro. Sonaban y creaban terror en su corazón mientras golpeaban una y otra vez haciendo eco por la ciudad. Eran campanas de advertencia, de peligro; campanas de guerra.

Toda la gente de Ur se apresuró dejando sus actividades y deseosos de ver lo que sucedía. Dierdre era la primera entre ellos junto con sus chicas, acompañadas de Marco y todos sus amigos, y salieron juntos por en medio de las calles llenas de ciudadanos consternados, todos corriendo hacia los canales para tener una mejor vista. Dierdre miraba hacia todos lados esperando ver la ciudad llena de barcos y soldados anunciados por las campanas. Pero no encontró nada.

Confundida, se dirigió a las grandes torres de vigilancia colocadas a la orilla del Mar de los Lamentos deseando poder ver mejor.

“¡Dierdre!”

Se volteó y miró a su padre y a sus hombres corriendo hacia las torres también, todos deseando tener una vista despejada hacia el mar. Las cuatro torres sonaban frenéticamente, algo que nunca había pasado antes, como si la muerte misma se acercara a la ciudad.

Dierdre se puso al lado de su padre mientras corrían, bajando calles y subiendo una serie de escalones de piedra hasta que finalmente llegaron a la cima del muro de la ciudad en la orilla del mar. Se detuvo a su lado impactada por lo que estaba frente a ella.

Era como si su peor pesadilla se hiciera realidad, algo que había deseado nunca presenciar en toda su vida: el mar completo, hasta donde alcanzaba el horizonte, estaba totalmente negro. Los barcos negros de Pandesia, tan juntos que no dejaban ver el agua, parecían extenderse por el todo el mundo. Y lo peor era que juntos se avalanzaban con fuerza amenazante sobre la ciudad.

Dierdre se quedó congelada al ver la muerte que se avecinaba. No había manera de que pudieran defenderse de una flota de tal tamaño, ni con simples cadenas ni con sus espadas. Cuando los primeros barcos llegaran a los canales, tal vez podrían ponerlos en cuello de botella y retrasarlos. Tal vez lograrían matar a cientos o incluso miles de soldados; pero no a los millones que vio delante de ella.

Dierdre sintió su corazón partirse en dos al ver que su padre y sus hombres compartían el mismo silencio de pánico en sus rostros. Su padre puso un rostro valiente frente a sus hombres, pero ella lo conocía. Podía ver el fatalismo en sus ojos, el desvanecimiento de la luz en ellos. Era claro que todos miraban a sus futuras muertes, al final de su gran y antigua ciudad.

A su lado, Marco y sus amigos miraban aterrorizados pero al mismo tiempo con resolución y, como punto a favor, ninguno de ellos se echó a correr. Ella buscó entre el mar de rostros a Alec, pero se desconcertó al no encontrarlo en ninguna parte. Se preguntaba a dónde había ido. ¿Sería acaso que había huido?

Dierdre se quedó firme y apretó su espada con más fuerza. Sabía que la muerte vendría por ellos; pero nunca pensó que vendría tan pronto. Pero ella ya no correría de nadie más.

Su padre se giró hacia ella y la tomó de los hombros con urgencia.

“Debes abandonar la ciudad,” le ordernó.

Dierdre vio el amor paternal en sus ojos y esto la conmovió.

“Mis hombres te acompañarán,” añadió. “Ellos pueden llevarte lejos de aquí. ¡Vete ahora! Y no me olvides.”

Dierdre tuvo que limpiarse una lágrima al ver a su padre mirarla con tanto amor; pero negó con la cabeza y se quitó las manos de encima de ella.

“No, Padre,” dijo ella. “Esta es mi ciudad y yo moriré a tu—”

Pero antes de que pudiera terminar sus palabras, una aterradora explosión llenó el aire. Al principió se confundió pensando que era otra camapana, pero después se dio cuenta; disparos de cañones. Y no sólo un cañón, sino cientos de ellos.

La onda de choque hizo que Dierdre perdiera el equilibrio, cortando por en medio de la atmósfera con tal fuerza que sintió que sus oídos se partían en dos. Entonces se olló el silbido agudo de bolas de cañón, y al mirar hacia el mar, sintió una oleada de pánico al ver cientas de inmensas bolas de cañón como calderos de hierro en el cielo que se elevaban y dirigían directamente hacia su amada ciudad.

A esto le siguió un sonido peor que el anterior: el sonido de hierro aplastado la piedra. El mismísimo aire se estremeció con una explosión tras otra. Dierdre se estremeció y cayó mientras todo a su alrededor los grandes edificios de Ur, obras maestras de arquitectura, monumentos que habían durado miles de años, eran destruidos. Estos edificios de piedra de diez pies de grosor, iglesias, torres de vigilancia, fortificaciones, murallas; todos eran despedazados por las bolas de cañón. Se desplomaron frente a sus ojos.

Entonces hubo una avalancha de escombros mientras los edificios caían uno tras otro.

El verlo era enfermizo. Mientras Dierdre rodaba en el suelo, vio una torre de piedra de cien pies empezar a caer. No pudo hacer nada más que ver como cientos de personas bajo ella gritaban aterrorizadas mientras la torre de piedra caía sobre ellas.

A esto le siguió otra explosión.

Y una más.

Y otra más.

Todo a su alrededor edificios explotaban y caían, aplastando a miles de personas en olas de grandes esocombros y polvo. Rocas rodaban por la ciudad mientras los edificios chocaban uno contra otro, derrumbándose al desplomarse sobre el suelo. Y aún así las bolas de cañón seguían viniendo, atravesando un edificio tras otro y convirtiendo esta mágnifica ciudad en un montón de escombros.

Dierdre finalmente pudo ponerse de pie. Miró confundida hacia los lados y entre las nubes de polvo vio montones de cuerpos en las calles y charcos de sangre, como si la ciudad entera hubiera sido arrasada en un instante. Volteó hacia el mar y vio a mil barcos más esperando atacar, y entonces se dio cuenta que toda su planeación había sido en vano. Ur ya estaba destruida y los barcos ni siquiera habían llegado a la orilla. ¿Ahora de qué les servirían todas esas armas y cadenas con picos?

Dierdre escuchó gemidos y vio a uno de los valientes hombres de su padre, un hombre al que ella apreciaba, morir a unos cuantos pies de ella aplastado por una pila de escombros que habría caído sobre ella si ella no hubiera tropezado y caído. Quiso ir a ayudarlo cuando el aire de nuevo se estremeció con más cañonazos.

Y después más.

A esto le siguieron los silbidos y las explosiones y los edificios derrumbándose. Los escombros se apilaron más altos y más personas murieron, mientras ella caía una vez más con un muro de piedra colapsándose a su lado y casi aplastándola.

Entonces los disparos se detuvieron y Dierdre se puso de pie. Una pared de piedra ahora bloqueaba su vista al mar, pero ella sintió que los Pandesianos ya estaban cerca de la playa y que por esto habían cesado los disparos. Había grandes nubes de polvo en el aire y, en medio del silencio aterrador, no hubo nada más que los gemidos a su alrededor. Miró a Marco a su lado que gritaba con desesperación mientras trataba de liberar el cuerpo atrapado de uno de sus amigos. Dierdre vio hacia abajo y supo que el muchacho ya estaba muerto, aplastado por un muro que antes había sido de un templo.

Se volteó recordando a las chicas y se sintió devastada al ver que varias de ellas también habían muerto. Pero tres de ellas sobrevivieron, y ahora trataban sin lograrlo de salvar a las otras.

Entonces se escuchó el grito de los Pandesianos en la playa que se abalanzaban sobre Ur. Dierdre pensó en la oferta de su padre y sabía que sus hombres todavía podrían sacarla de ahí. Sabía que quedarse aquí significaría su muerte; pero eso era lo que deseaba. No correría.

A su lado su padre, con un corte en la frente, se levantó del escombro, sacó su espada, y guio a sus hombres valientemente en un ataque. Ella se sintió orgullosa al ver que iba a encontrarse con el enemigo. Ahora sería una pelea a pie, y cientos de hombres se juntaron detrás de él con tal valentía que ella se llenó de orgullo.

Ella los siguió sacando su espada y escalando las grandes rocas delante de ella, lista para pelear a su lado. Mientras llegaba a la cima, se detuvo impactada por lo que vio frente a ella: miles de soldados Pandesianos con su armadura amarillo y azul llenaban la playa y se lanzaban sobre las pilas de escombro. Estos hombres estaban bien entrenados, bien armados y descansados; a diferencia de los hombres de su padre que apenas eran unos cuantos cientos, con armas simples y todos ya heridos.

Sabía que sería una masacre.

Pero aun así su padre no se detuvo. Ella nunca había estado tan orgullosa de él como lo estaba en este momento. Ahí estaba él, orgulloso, con sus hombres a su lado y listo para entrar en batalla aunque esto seguramente significaría su muerte. Para ella, esta era la encarnación misma del valor.

Antes de bajar, él se dio la vuelta y miró a Dierdre con una mirada de amor. Había una mirada de despedida en sus ojos, como si supiera que esta era la última vez que la miraba. Dierdre estaba confundida; su espada estaba en su mano y ella estaba lista para atacar junto a él. ¿Por qué se despedía de ella ahora?

De repente sintió unas manos fuertes que la tomaban por detrás, sintió que la jalaban hacia atrás y se volteó para ver a dos de los comandantes de confianza de su padre. Un grupo de hombres también tomaron a las otras tres chicas y a Marco y sus amigos. Ella peleó y protestó, pero fue en vano.

“¡Déjenme ir!” gritaba.

Ellos ignoraban sus protestas mientras la arrastraban, claramente siguiendo las órdenes de su padre. Alcanzó a ver por última vez a su padre antes de bajar por el montón de escombros.

“¡Padre!” gritó.

Sintió que se partía en dos. Justo cuando sentía admiración por el padre que amaba otra vez, ella estaba siendo alejada de él. Deseaba desesperadamente estar con él. Pero él ya se había ido.

Dierdre sintió cómo la arrojaban en un pequeño bote mientras los hombres inmediatamente empezaban a remar por el canal alejándose del mar. El bote giró una y otra vez por los canales dirigiéndose hacia una abertura secreta en el muro. Delante de ellos se distinguió un pequeño arco de piedra, y Dierdre inmediatamente reconoció a dónde iban: el río subterráneo. Era una corriente salvaje del otro lado del muro y esta los llevaría muy lejos de la ciudad. Saldrían a muchas millas de distancia de aquí seguros en el campo.

Todas las chicas se voltearon a verla como preguntándose qué deberían hacer. Dierdre tomó una decisión inmediata. Ella pretendió aceptar el plan para que todas ellas continuaran. Quería que todos escaparan de este lugar.

Dierdre esperó hasta el último momento y, justo antes de que entraran, saltó del bote cayendo en las aguas del canal. Para su sorpresa, Marco la miró y saltó también. Esto dejó a los dos solos flotando en el canal.

“¡Dierdre!” gritaron los hombres de su padre.

Se voltearon para tratar de tomarla, pero fue muy tarde. Lo había hecho en el momento perfecto y ellos ya estaban en las fuertes corrientes que se llevaban el bote.

Dierdre y Marco se dieron la vuelta y nadaron rápidamente hacia un bote abandonado subiéndose a este. Se sentaron escurriendo agua y se miraron el uno al otro, ambos respirando agitadamente.

Dierdre miró hacia atrás hacia el centro de Ur en donde había sido separada de su padre. Se dirigiría a ese lugar, ahí y a ninguna otra parte, incluso si esto significaba su muerte.




CAPÍTULO TRES


Merk estaba en la entrada de la cámara secreta en el piso más alto de la Torre de Ur, con Pult, el traidor, yaciendo muerto a sus pies mientras miraba hacia la resplandeciente luz. Apenas si podía creer lo que miraba por la puerta entreabierta.

Estaba en la cámara sagrada del piso más protegido, la única habitación diseñada para guardar y proteger la Espada de Fuego. La puerta estaba tallada con la insignia de la espada y las paredes de piedra estaban talladas con la misma insignia también. Era este cuarto y sólo este cuarto al que el traidor quería llegar para robar la reliquia más sagrada del reino. Si Merk no lo hubiera atrapado y matado, no podía imaginarse en dónde estaría la espada ahora.

Mientras Merk observaba la habitación con sus lisas paredes de piedra en forma circular, empezó a ver que ahí, en el centro, estaba una plataforma dorada con una antorcha encendida debajo de ella y una base de acero en la parte superior, claramente diseñada para sostener la Espada. Pero mientras observaba, no podía entender lo que vio.

La base estaba vacía.

Parpadeó tratando de entender. ¿Ya había robado la Espada el ladrón? No, el hombre estaba muerto a sus pies. Esto sólo podía significar una cosa.

Esta torre, la sagrada Torre de Ur, era sólo un señuelo. Todo ello, la habitación y la torre, eran un señuelo. La Espada de Fuego no estaba aquí. Nunca había estado aquí.

Pero si no, ¿entonces dónde podría estar?

Merk se quedó de pie horrorizado y sin poder moverse. Pensó en todas las leyendas que conocía sobre la Espada de Fuego. Recordó escuchar acerca de las dos torres, la Torre de Ur en la esquina noroeste del reino, y la Torre de Kos en la sudeste, cada una en extremos opuestos del reino y haciendo contrapeso entre sí. Sabía que sólo una de ellas guardaba la Espada. Pero aun así Merk siempre había asumido que esta torre, la Torre de Ur, era la elegida. Todos en el reino así lo creían; todos hacían sus peregrinajes hacia esta torre y las leyendas siempre parecían señalar a Ur. Después de todo, Ur estaba en el continente y cerca de la capital, cerca de una gran y antigua ciudad; mientras Kos estaba la final del Dedo del Diablo, una ubicación remota sin ningún significado y cerca de nada.

Tenía que estar en Kos.

Merk se quedó impactado y lentamente se dio cuenta: él era el único en el reino que conocía la ubicación correcta de la Espada. Merk no sabía qué secretos o tesoros contenía la Torre de Ur, si es que contenía alguno, pero sabía con certeza que no guardaba la Espada de Fuego. Se sintió decepcionado. Había descubierto lo que se suponía no debía saber: que él y todos los demás soldados aquí estaban protegiendo en vano. Era información que los Observadores no debían conocer; pues esto por supuesto los desmoralizaría. Después de todo, ¿a quién le gustaría proteger una torre vacía?

Ahora que Merk conocía la verdad, sintió un ardiente deseo de huir de este lugar, de dirigirse a Kos para proteger la Espada. Después de todo, ¿por qué se quedaría aquí a cuidar paredes vacías?

Merk era un hombre simple que odiaba los acertijos más que cualquier otra cosa, y todo esto le dio un gran dolor de cabeza, haciendo que aparecieran más preguntas que respuestas. ¿Quién más conocería esto? Merk se preguntaba. ¿Los Observadores? Seguramente algunos de ellos debían saberlo. Si lo sabían, ¿cómo era posible que tuvieran la disciplina para proteger un señuelo todos los días? ¿Era todo esto parte de su trabajo, de su deber sagrado?

Ahora que lo sabía, ¿qué debería hacer? Ciertamente no les podría decir a los otros. Esto les quitaría el ánimo. Tal vez ni siquiera le creerían y pensarían que él había robado la Espada.

¿Y qué es lo que haría con el cuerpo muerto del traidor? Y si este traidor estaba tratando de robar la Espada, ¿había alguien más intentándolo? ¿Había actuado solo? ¿Y cuál era su motivo para tratar de robarla? ¿A dónde la llevaría?

Mientras estaba de pie tratando de descubrirlo todo, de repente se estremeció al escuchar el estruendoso sonido de campanas apenas encima de su cabeza, sonando como si estuvieran en esta misma habitación. Se escuchaban tan urgentes y apremiantes que no podía entender de dónde venían; hasta que se dio cuenta que la campana de la torre, en el techo, estaba apenas encima de él. La habitación se estremeció con el sonido y no pudo pensar claramente. Después de todo, su urgencia daba a entender que estas eran campanadas de guerra.

Una conmoción de repente apareció en todas partes de la torre. Merk pudo escuchar el alboroto distante como si todos estuvieran preparándose. Tenía que saber qué estaba pasando; podría volver a este dilema después.

Merk hizo el cuerpo a un lado, cerró la puerta completamente, y corrió fuera de la habitación. Corrió hacia el pasillo y vio a docenas de soldados apresurándose subiendo las escaleras, todos con espada en mano. Al principio se preguntó si venían por él, pero entonces volteó hacia arriba y vio a más soldados subiendo; entonces se dio cuenta de que iban al techo.

Merk se unió a ellos apurándose por las escaleras, saliendo por el techo en medio del ensordecedor sonido de las campanas. Se apresuró hacia la orilla de la torre y miró hacia afuera quedando impactado por lo que vio. Su corazón se desplomó al ver en la distancia el Mar de los Lamentos cubierto de negro, con un millón de barcos llegando a la ciudad de Ur en la distancia. Pero la flota parecía no dirigirse hacia la Torre de Ur, que estaba a un día de cabalgata al norte de la ciudad, así que no había peligro inmediato. Merk se preguntó por qué sonaban las campanas con tanta urgencia.

Entonces vio a los guerreros voltear hacia la dirección opuesta. Él también se dio la vuelta y lo vio: ahí, saliendo del bosque, estaba una banda de troles. A estos les seguían más troles.

Y después más.

Hubo un gran ajetreo seguido de un rugido y, de repente, cientos de troles salieron del bosque gritando y avanzando, con sus alabardas en alto y sangre en sus ojos. Su líder iba al frente, el trol conocido como Vesuvius, una bestia grotesca portando dos alabardas y con el rostro cubierto en sangre. Todos se agrupaban alrededor de la torre.

Merk inmediatamente se dio cuenta de que este no era un ataque de troles ordinario. Parecía como si la nación entera de Marda hubiera invadido. ¿Cómo es que habían pasado Las Flamas? se preguntaba. Claramente habían venido buscando la Espada con el deseo de bajar Las Flamas. Merk pensó en lo irónico que era, ya que la Espada no estaba aquí.

Merk entonces se dio cuenta de que la torre no resistiría tal ataque. Era el fin.

Merk se sintió aterrado pero se preparó para la que sería su última batalla al verse rodeado. Todo alrededor los guerreros tomaban sus espadas y miraban hacia abajo con pánico.

“¡HOMBRES!” gritó Vicor, el comandante de Merk. “¡A SUS POSICIONES!”

Los guerreros tomaron sus posiciones en las almenas y Merk inmediatamente se les unió apresurándose hacia la orilla, tomando arco y flechas al igual que los otros, apuntando y disparando.

Merk vio con gusto cómo una de sus flechas atravesaba a uno de los troles en el pecho; pero, para su sorpresa, la bestia continuó corriendo incluso con la flecha saliéndole por la espalda. Merk disparó otra vez encajando una flecha en el cuello de la bestia; pero aun así, para su sorpresa, esta continuó corriendo. Disparó una tercera vez golpeando al trol en la cabeza, y esta vez el trol cayó al suelo.

Merk se dio cuenta rápidamente de que estos troles no eran oponentes ordinarios y de que no sería tan fácil derrotarlos. Sus probabilidades se hicieron más escasas. Pero el siguió disparando una y otra vez derribando a tantos troles como pudo. Sus compañeros soldados disparaban también oscureciendo el sol con sus flechas, haciendo que los troles tropezaran y cayeran bloqueando el camino para los demás.

Pero muchos siguieron pasando. Pronto llegaron a las gruesas murallas de la torre, levantaron sus alabardas, y las golpearon contra las puertas doradas tratando de derribarlas. Merk pudo sentir las vibraciones en sus pies, y esto lo hizo estremecerse.

El sonido del metal llenaba el aire mientras la nación de troles golpeaba las puertas sin cesar. De alguna manera, Merk sintió alivio al ver que las puertas los detenían. Incluso con cientos de troles golpeándolas, las puertas, como por obra de magia, no se doblaron ni abollaron.

“¡ROCAS!” gritó Vicor.

Merk vio a los otros soldados apresurarse hacia unas rocas alineadas en la orilla, y él se les unió mientras todos levantaban una. Juntos, él y otros diez más lograron levantarla y empujarla por encima del muro. Merk se retorció y gimió por el esfuerzo, empujando con todas sus fuerzas hasta que todos la dejaron caer con un gran grito.

Merk se asomó junto con los otros y vieron la roca caer con un silbido.

Los troles debajo voltearon hacia arriba, pero fue demasiado tarde. Esta aplastó a un grupo de ellos dejando un gran cráter en la tierra junto a la torre. Merk ayudó a los otros soldados mientras arrojaban rocas por toda la orilla de la torre, matando a cientos de troles y haciendo que el suelo se estremeciera con las explosiones.

Pero estos siguieron viniendo como una corriente interminable de troles avanzando desde el bosque. Merk vio que se acabaron las rocas; las flechas se acabaron también y los troles no daban señales de disminuir su ataque.

Merk de repente sintió algo pasar por su oreja y se volteó para ver volar una lanza. Miró hacia abajo sorprendido y vio a los troles levantando lanzas y arrojándolas hacia las almenas. Se quedó impactado; no tenía idea de que tuvieran la fuerza para lanzar tan alto.

Vesuvius los guiaba levantando una lanza dorada y lanzando directamente hacia arriba, y Merk vio sorprendido cómo esta llegaba hasta la cima de la torre y errando gracias a que él se agachó. Escuchó un gemido y vio como los otros soldados no fueron tan afortunados. Varios de ellos estaban de espaldas atravesados por lanzas y con sangre saliendo de sus bocas.

Y más preocupante aún fue escuchar un ajetreo proveniente del bosque cuando de este de repente salió rodando un ariete de hierro encima de una carreta con ruedas de madera. La multitud de troles abrió camino mientras Vesuvius guiaba el ariete directo hacia las puertas.

“¡LANZAS!” gritó Vicor.

Merk corrió junto con los otros hacia el montón de lanzas sabiendo mientras tomaba una que esta sería su última línea de defensa. Había pensado que guardarían estas hasta que los troles entraran en la torre y que estas les servirían como última línea de defensa; pero al parecer el problema era apremiante. Tomó una, apuntó y la lanzó hacia abajo directo hacia Vesuvius.

Pero Vesuvius fue más rápido de lo que parecía y la esquivó en el último momento. La lanza de Merk golpeó a otro trol en el muslo haciendo que el avance del ariete disminuyera. Los otros soldados también hicieron caer sus lanzas matando a los soldados que empujaban el ariete y deteniendo su progreso.

Pero tan pronto como los troles caían, cien más aparecían desde el bosque para reemplazarlos. Pronto el ariete estaba rodando otra vez. Simplemente eran demasiados y todos eran prescindibles. Esta no era la manera en que peleaban los humanos. Esta era una nación de monstruos.

Merk retrocedió para tomar otra lanza pero se decepcionó al ver que no quedaba ninguna. Al mismo tiempo, el ariete llegó a las puertas de la torre y varios troles ponían tablones de madera sobre los cráteres para formar un puente.

“¡AVANCEN!” gritaba Vesuvius con una voz profunda y grave.

El grupo de troles avanzó y empujó el ariete hacia adelante. Un momento después este golpeó contra las puertas con tal fuerza que Merk sintió las vibraciones hasta allá arriba. El temblor corrió a través de sus tobillos haciendo que le lastimara los huesos.

Entonces se repitió una y otra vez haciendo que la torre se estremeciera, haciendo que él y los otros se tambalearan. Cayó de manos y rodillas encima de un cuerpo, un compañero Observador, sólo para darse cuenta de que ya estaba muerto.

Merk escuchó un silbido, sintió una oleada de viento y calor, y al ver hacia arriba no pudo comprender de qué se trataba: encimad de él pasaba una roca encendida. Había explosiones todo alrededor mientras las rocas llameantes caían encima de la torre. Merk se agachó y se asomó por la orilla viendo como docenas de catapultas eran disparadas desde abajo apuntando hacia el techo de la torre. A su alrededor los hombres estaban muriendo.

Otra roca encendida cayó cerca de Merk, matando a dos Observadores con los que Merk ya tenía cierta amistad, y mientras las llamas se extendían, pudo sentir el calor en su espalda. Merk miró a su alrededor y vio que ya casi todos los hombres estaban muertos; entonces supo que ya no había mucho que pudiera hacer más que esperar a morir.

Merk sabía que era ahora o nunca. Él no caería de esta forma, atrapado en la cima de la torre esperando morir. Caería valientemente, sin miedo, enfrentándose al enemigo cara a cara con una daga en su mano y mataría a tantas criaturas como pudiera.

Merk gritó fuertemente, alcanzó la cuerda que estaba atada a la torre, y saltó por la orilla. Bajó a toda velocidad dirigiéndose hacia la nación de troles y preparado para enfrentarse a su destino.




CAPÍTULO CUATRO


Kyra miraba hacia el cielo sintiendo el mundo moverse sobre ella. Era el cielo más hermoso que ella había visto, de color morado oscuro, con suaves nubes blancas pasando por este, y radiante con la difusa luz solar. Sintió que se movía y escuchó el gentil salpicar del agua a su alrededor. Nunca antes había tenido tal sensación de paz.

Recostada, Kyra volteó hacia los lados y se quedó sorprendida al ver que estaba flotando en un inmenso mar, sobre una balsa de madera y lejos de cualquier costa. Grandes olas movían gentilmente la balsa arriba y abajo. Sentía como si se dirigiera al horizonte, hacia otro mundo y hacia otra vida. A un lugar de paz. Por primera vez en su vida había dejado de preocuparse del mundo; se sintió envuelta en los brazos del universo como si, finalmente, pudiera bajar la guardia y dejarse llevar sin temor a ningún daño.

Kyra sintió otra presencia en la balsa y se levantó sorprendida al ver a una mujer sentada. La mujer traía ropas blancas y estaba envuelta en luz, con largo cabello dorado y ojos azules resplandecientes. Era la mujer más hermosa que Kyra jamás había visto.

Kyra se quedó perpleja al sentirse segura de que era su madre.

“Kyra, mi amor,” dijo la mujer.

La mujer le sonrió con tal dulzura que hizo que el alma de Kyra se recobrara, y Kyra la miró con un sentimiento aún más profundo de paz. La voz resonó dentro de ella y la hizo sentirse en paz con el mundo.

“Madre,” le respondió.

Su madre le extendió una mano casi transparente y Kyra se acercó y la tomó. El sentir su piel fue electrizante y, mientras la sostenía, Kyra sintió como si parte de su alma estuviera siendo restaurada.

“Te he estado observando,” dijo ella. “Y estoy orgullosa. Más orgullosa de lo que te puedes imaginar.”

Kyra trató de enfocarse pero, al sentir el calor del abrazo de su madre, sintió como si estuviera dejando este mundo.

“¿Estoy muriendo, madre?”

Su madre la miró con ojos resplandecientes y apretó su mano aún más.

“Ya es tu hora, Kyra,” le dijo. “Y aun así tu valentía ha cambiado tu destino. Tu valentía y mi amor.”

Kyra parpadeó confundida.

“¿Es que no vamos a estar juntas?”

Su madre le sonrió y Kyra sintió como su madre la soltaba lentamente y se alejaba. Kyra tuvo una oleada de miedo al sentir que su madre se iba y ahora para siempre. Kyra trató de sostenerse de ella, pero ella quitó su mano y en vez de eso puso su mano en el estómago de Kyra. Kyra sintió un inmenso calor y amor cursando por ella, curándola. Lentamente sintió cómo era restaurada.

“No dejaré que mueras,” respondió su madre. “Mi amor por ti es más fuerte que el destino.”

De repente, su madre desapareció.

En su lugar estaba un apuesto muchacho que la observaba con brillantes ojos grises y cabello lacio y largo, hipnotizándola. Ella pudo sentir el amor en su mirada.

“Yo tampoco te dejaré morir, Kyra,” repitió él.

Él se agachó, puso su palma en el estómago de ella en el mismo lugar en el que su madre lo había hecho, y sintió un calor aún más intenso pasar por su cuerpo. Vio una luz blanca y, mientras sentía el calor en su interior, sintió cómo volvía a la vida apenas pudiendo respirar.

“¿Quién eres?” preguntó ella con su voz siendo apenas superior a un suspiro.

Ahogándose en el calor y la luz, ella no pudo evitar cerrar los ojos.

¿Quién eres? hizo eco en su mente.

Kyra abrió los ojos lentamente sintiendo una inmensa ola de paz y calma. Volteó hacia los lados esperando aún estar en el océano, ver el cielo y el agua.

En su lugar, oyó el constante canto de insectos. Se dio la vuelta confundida y vio que estaba en el bosque. Estaba recostada en un claro sintiendo un intenso calor emanando de su estómago en el lugar en el que había sido apuñalada y vio cómo una mano se posaba sobre este. Era una bella mano pálida igual a la de su sueño que tocaba su estómago. Mareada, volteó hacia arriba y se encontró con los hermosos ojos grises observándola con tanta intensidad que parecían brillar.

Kyle.

Él se arrodilló a su lado poniendo una mano en su frente y, mientras la tocaba, Kyra sintió cómo su herida se curaba lentamente y cómo regresaba a este mundo, casi como si él la trajera de vuelta. ¿Había ella realmente visto a su madre? ¿Había sido real? Sintió como si debiera estar muerta pero, de alguna manera, su destino había cambiado. Era como si su madre hubiera intervenido; y Kyle. Su amor la había traído de vuelta. Eso y, como su madre había dicho, su propio valor.

Kyra se lamió los labios y estaba muy débil para levantarse. Quería agradecerle a Kyle, pero su garganta estaba demasiado reseca y las palabras no salían.

“Shh,” dijo él al verla esforzarse, agachándose y besándola en la frente.

“¿Me morí?” pudo ella preguntar finalmente.

Él respondió después de un largo silencio, con una voz suave pero poderosa.

“Has regresado,” dijo él. “No dejaré que te vayas.”

Era un sentimiento extraño; al verlo a los ojos, sintió como si lo conociera desde siempre. Ella lo tomó de la muñeca, apretándosela en señal de agradecimiento. Había tantas cosas que ella deseaba decirle. Quería preguntarle por qué arriesgaría su vida por ella; por qué se preocupaba tanto por ella; por qué se sacrificaría para traerla de vuelta. Pues ella de alguna forma sentía que él había hecho un gran sacrificio, un sacrificio que llegaría a lastimarlo.

Pero más que nada, quería que supiera lo que ella estaba sintiendo en este momento.

Te amo, deseaba decirle.

Pero las palabras no salían. En vez de eso, el cansancio la venció y, mientras cerraba los ojos, no tuvo opción más que sucumbir. Sintió cómo entraba en un sueño más y más profundo mientras el mundo pasaba sobre ella y se preguntó si estaba muriendo otra vez. ¿Es que había vuelto tan sólo por un momento? ¿Había vuelto solamente para poder despedirse de Kyle?

Y mientras el sueño profundo finalmente la venció, pudo jurar que escuchó unas últimas palabras antes de perder el conocimiento:

“Yo también te amo.”




CAPÍTULO CINCO


El bebé dragón volaba en agonía haciendo un gran esfuerzo con cada aleteo y tratando de mantenerse en el aire. Él voló, como lo había hecho durante horas, sobre el campo de Escalon sintiéndose solo y perdido en este mundo cruel en el que había nacido. Por su mente pasaban imágenes de su padre muriendo en el suelo, con sus grandes ojos cerrándose y siendo apuñalado por todos esos soldados humanos. Su padre, a quien no había tenido la oportunidad de conocer excepto por ese momento de gloriosa batalla; su padre, quien había muerto salvándolo.

El bebé dragón sintió como si la muerte de su padre hubiera sido la suya propia, y con cada aleteo que daba se sentía más pesado por la culpa. Si no hubiera sido por él, su padre tal vez seguiría vivo.

El dragón voló desgarrado por el dolor y el remordimiento ante la idea de que nunca tendría la oportunidad de conocer a su padre, de agradecerle por su desinteresado acto de valor y por salvar su vida. Una parte de él ya no quería seguir viviendo.

Pero otra parte ardía de rabia, estaba desesperada por matar a esos humanos, por vengar la muerte de su padre y destruir la tierra debajo. No sabía en dónde se encontraba, pero intuía que se encontraba a océanos de distancia de su tierra natal. Algunos instintos lo impulsaban a volver a su hogar; pero no sabía en dónde estaba ese hogar.

El bebé voló sin destino y perdido en el mundo, respirando fuego en la cima de los árboles o sobre cualquier cosa que pudiera encontrar. Pronto se quedó sin fuego, y pronto se encontró bajando cada vez más y más con cada aleteo de sus alas. Trató de elevarse, pero descubrió lleno de pánico que ya no tenía la fuerza para hacerlo. Trató de esquivar la cima de los árboles pero sus alas ya no pudieron levantarlo y se estrelló contra ellas, dolido por todas las viejas heridas que no habían sanado.

Rebotó sobre ellas en agonía y continuó volando, disminuyendo su elevación mientras perdía fuerza. Goteaba sangre que caía como gotas de lluvia. Estaba débil por el hambre, por las heridas y por los miles de golpes por lanzas que había recibido. Quería seguir volando y encontrar un objetivo para destruir, pero sintió que sus ojos se le cerraban estando ya muy pesados. Sintió cómo perdía por momentos el conocimiento.

El dragón supo que estaba muriendo. De cierta manera esto era un alivio; pronto se uniría con su padre.

Se despertó con el sonido de hojas y ramas rompiéndose y, al sentir que caía por la cima de los árboles, finalmente abrió los ojos. Su visión estaba oscurecida en un mundo de verde. Ya sin poder controlarse, sintió cómo se desplomaba rompiendo las ramas y lastimándose con cada una.

Finalmente se detuvo abruptamente entre dos ramas en la cima de un árbol, demasiado débil para moverse. Se quedó colgando, inmóvil y con tanto dolor que cada respiración le dolía más que la anterior. Estaba seguro de que moriría ahí arriba atrapado entre los árboles.

Una de las ramas finalmente se quebró con un fuerte chasquido y el dragón cayó en picada. Cayó dando vueltas y rompiendo más ramas por unos cincuenta pies hasta que finalmente llegó al suelo.

Se quedó ahí sintiendo sus costillas fracturadas y escupiendo sangre. Movió una de sus alas lentamente, pero no pudo hacer nada más.

Al sentir que la fuerza de vida lo dejaba, sintió que era injusto y prematuro. Sabía que tenía un destino, pero no podía entender qué era. Parecía ser corto y cruel, nacido en este mundo sólo para presenciar la muerte de su padre y después morir él mismo. Tal vez así era la vida: cruel e injusta.

Al sentir sus ojos cerrarse por última vez, la mente del dragón se llenó con un solo pensamiento: Padre, espérame. Te veré pronto.




CAPÍTULO SEIS


Alec estaba en la cubierta a bordo del elegante barco negro y observaba el mar así como lo había hecho por días. Observaba las gigantescas olas que levantaban al pequeño barco de vela y observaba la espuma romperse debajo del compartimiento de carga mientras cortaban por el agua con una velocidad que él nunca había experimentado. El barco se inclinaba por las velas rígidas con el viento fuerte y constante. Alec lo estudiaba con ojos de artesano, preguntándose de qué estaba hecho el barco; claramente estaba elaborado de un material elegante e inusual, uno que no había visto antes y que les había permitido mantener la velocidad todo el día y toda la noche y maniobrar en la oscuridad pasando la flota Pandesiana, salir del Mar de los Lamentos, y hacia el Mar de las Lágrimas.

Mientras Alec reflexionaba, recordaba lo angustioso que había sido el viaje, un viaje de días y noches sin bajar las velas, las largas noches en el mar negro llenas de sonidos hostiles, del crujir del barco, y de criaturas exóticas saltando y aleteando. Más de una vez se había despertado para ver una serpiente resplandeciente tratando de abordar el barco, y después al hombre con el que viajaba patearla con su bota.

Pero lo más misterioso, más misterioso que todas las criaturas exóticas del mar, era Sovos, el hombre en el timón del barco. Este hombre que había buscado a Alec en la forja, que lo había traído en su barco, que lo llevaba a un lugar remoto, un hombre en el que Alec no sabía si era sensato confiar. Por lo pronto al menos Sovos ya había salvado la vida de Alec. Alec recordó mirar hacia atrás hacia la ciudad de Ur mientras se alejaban por el mar, sintiendo agonía e impotencia al ver a la flota Pandesiana acercándose. Desde el horizonte había visto las bolas de cañón atravesar el aire, había escuchado el estruendo lejano, había visto la caída de los grandes edificios, edificios en los que él mismo había estado hace apenas unas horas. Había tratado de bajarse del barco e ir a ayudarles, pero ya estaban demasiado lejos. Había insistido en que Sovos se diera la vuelta, pero sus ruegos fueron ignorados.

Alec lloró al pensar en sus amigos que había dejado atrás, especialmente Marco y Dierdre. Cerró los ojos y trató sin lograrlo de sacudirse la memoria. Su pecho se tensó al sentir que los había abandonado a todos.

Lo único que le permitía a Alec continuar, lo que lo sacaba de su desaliento, era la sensación de que era necesitado en otra parte tal y como Sovos le había dicho; que tenía cierto destino y que este le ayudaría a destruir a los Pandesianos en otra parte. Después de todo, como Sovos había dicho, el que hubiera muerto junto con los demás no habría ayudado a nadie. Aun así, esperaba y rogaba por que Marco y Dierdre hubieran sobrevivido, y que pudiera regresar a tiempo para reunirse con ellos.

Lleno de curiosidad por saber a dónde iban, Alec había bombardeado a Sovos con preguntas, pero este había mantenido un obstinado silencio día y noche siempre pegado al timón y dándole la espalda a Alec. Alec no podía recordar haberlo visto dormir o comer. Simplemente estaba de pie mirando hacia el mar en sus botas altas de cuero y abrigo de cuero negro, con sus sedas rojas por encima de los hombros y portando una capa con una curiosa insignia. Su pequeña barba castaña y resplandecientes ojos verdes que miraban a las olas como si fueran parte de él hacían que el misterio a su alrededor se profundizara.

Alec observaba al extraño Mar de las Lágrimas de color azul claro y sintió que lo envolvía una urgencia por saber hacia dónde era llevado. Sin poder seguir guardando silencio, se volteó hacia Sovos desesperado por obtener respuestas.

“¿Por qué yo?” preguntó Alec otra vez rompiendo el silencio, esta vez con la determinación de escuchar una respuesta. “¿Por qué fui elegido de entre toda la ciudad? ¿Por qué tuve que sobrevivir yo? Podrías haber salvado a cien personas más importantes que yo.”

Alec esperó pero Sovos guardó silencio, dándole la espalda y examinando el mar.

Alec decidió tratar de otra manera.

“¿Hacia dónde vamos?” preguntó Alec otra vez. “¿Y cómo es que este barco puede navegar tan rápido? ¿De qué está hecho?”

Alec observó la espalda del hombre. Pasaron minutos.

Finalmente el hombre negó con la cabeza sin darse la vuelta.

“Vas a donde estás destinado a ir, a donde estás destinado a estar. Te elegí porque te necesitamos a ti y no a otro.”

Alec estaba confundido.

“¿Necesitado para qué?” Alec presionó.

“Para destruir a Pandesia.”

“¿Por qué yo?” preguntó Alec. “¿Cómo es que yo puedo ayudar?”

“Todo será claro una vez que lleguemos,” respondió Sovos.

“¿Lleguemos a dónde?” presionó Alec frustrado. “Mis amigos están en Escalon. Personas a las que amo. Una chica.”

“Lo siento,” suspiró Sovos, “pero atrás ya no queda nadie. Todo lo que una vez conociste y amaste se ha ido.”

Entonces hubo un largo silencio y, en medio del silbar del viento, Alec oró por que estuviera equivocado; aunque en su interior sentía que era verdad. ¿Cómo podía la vida cambiar tan rápido? se preguntaba.

“Pero tú estás vivo,” continuó Sovos, “y ese es un regalo muy precioso. No lo desaproveches. Puedes ayudar a muchos otros si pasas la prueba.”

Alec frunció el ceño.

“¿Qué prueba?” preguntó.

Sovos finalmente se volteó y lo miró con ojos penetrantes.

“Si tú eres el elegido,” dijo, “nuestra causa recaerá sobre tus hombros; pero si no, no nos servirás de nada.”

Alec trató de entender.

“Ya hemos navegado por días y no hemos llegado a ninguna parte,” Alec dijo. “Sólo más profundo en el mar. Ya ni siquiera puedo ver a Escalon.”

El hombre sonrió.

“¿Y a dónde crees que vamos?” le preguntó.

Alec se encogió de hombros.

“Parece que vamos al noreste. Tal vez a un lugar cerca de Marda.”

Alec estudió el horizonte exasperado.

Sovos finalmente respondió.

“Estás muy equivocado, joven amigo,” respondió. “Realmente equivocado.”

Sovos volvió al timón mientras una fuerte ráfaga de viento se elevaba haciendo que el barco montara las crestas de las olas del océano. Alec miró hacia adelante y, por primera vez, se sorprendió al ver una pequeña forma en el horizonte.

Se apresuró hacia adelante lleno de emoción mientras tomaba la barandilla.

En la distancia aparecía lentamente una masa de tierra que empezaba a tomar forma. La tierra parecía brillar como si estuviera hecha de diamantes. Alec puso una mano encima de sus ojos tratando de descubrir de qué se trataba. ¿Qué isla podría existir aquí en medio de la nada? Puso a trabajar su cerebro pero no pudo recordar ninguna isla en los mapas. ¿Era este algún país del que nunca había escuchado?

“¿Qué es eso?” preguntó Alec apresurado y lleno de anticipación.

Sovos volteó y, por primera vez desde que Alec lo había conocido, sonrió ampliamente.

“Bienvenido, mi amigo,” dijo, “a las Islas Perdidas.”




CAPÍTULO SIETE


Aidan estaba atado a un poste sin poder moverse mientras miraba a su padre cerca de él arrodillado y rodeado por soldados Pandesianos. Estaban frente a él levantando sus espadas sobre su cabeza.

“¡NO!” gritó Aidan.

Trató de liberarse y correr para ayudar a su padre pero, sin importar cuánto lo intentaba, no podía quitarse las cuerdas que lo ataban de tobillos y muñecas. Estaba siendo obligado a ver a su padre arrodillado y con ojos llenos de lágrimas viéndolo fijamente y esperando su ayuda.

“¡Aidan!” gritaba su padre extendiendo una mano hacia él.

“¡Padre!” gritaba Aidan respondiéndole.

Las espadas cayeron y, un momento después, el rostro de Aidan se salpicó de sangre mientras la cabeza de su padre era cortada.

“¡NO!” gritó Aidan sintiendo cómo su vida se colapsaba en él mismo, cómo se hundía en un hoyo negro.

Aidan despertó repentinamente, agitado y cubierto en sudor frío. Se sentó en la oscuridad tratando de descubrir en dónde estaba.

“¡Padre!” gritó Aidan buscándolo y aún medio dormido, todavía sintiendo una urgencia por salvarlo.

Volteó hacia los lados sintiendo algo en su rostro y cabello y en todo su cuerpo, y se dio cuenta que apenas podía respirar. Se quitó algo largo y delgado del rostro y descubrió que estaba recostado sobre una pila de heno, casi enterrado en ella. Se liberó de ella mientras se sentaba.

Estaba oscuro y apenas podía distinguir el tenue resplandor de una antorcha por en medio de los tablones; pronto se dio cuenta de que estaba en la parte posterior de un carro. Sintió un ajetreo a su lado y volteó para descubrir con alivio que era Blanco. El gran perro saltó en el carro a su lado y lamió su rostro mientras Aidan lo abrazaba.

Aidan respiró agitadamente todavía exaltado por el sueño. Había parecido muy real. ¿Había sido su padre realmente asesinado? Trató de pensar en la última vez que lo vio en el patio real, emboscado y rodeado. Recordó tratar de ayudarle y después ser atrapado por Motley en la oscuridad de la noche. Recordó que Motley lo había puesto en este carro y cómo avanzaban por la callejuelas de Andros para escapar.

Esto explicaba el carro. ¿Pero a dónde habían ido? ¿A dónde lo había llevado Motley?

Una puerta se abrió y una antorcha encendida iluminó la habitación. Aidan finalmente pudo ver en dónde estaba: una pequeña habitación de piedra con techo bajo y arqueado que parecía una pequeña cabaña o taberna. Miró a Motley de pie en la entrada y con su silueta resaltada por la luz.

“Sigue gritando de esa manera y los Pandesianos nos encontrarán,” le advirtió Motley.

Motley se dio la vuelta y regresó a la habitación bien iluminada a la distancia, y Aidan rápidamente se bajó del carro y lo siguió con Blanco a su lado. Mientras Aidan entraba en la brillante habitación, Motley rápidamente cerró la gruesa puerta de roble y la aseguró varias veces.

Aidan observó mientras sus ojos se ajustaban a la luz y reconoció varios rostros familiares: los amigos de Motley; los actores, todos los artistas callejeros. Todos estaban aquí escondiéndose y seguros en esta pequeña taberna sin ventanas. Todos los rostros, antes festivos, estaban ahora tristes y sombríos.

“Los Pandesianos están en todas partes,” dijo Motley a Aidan. “Mantén la voz baja.”

Aidan, avergonzado, ni siquiera se había dado cuenta de que estaba gritando.

“Lo siento,” dijo. “Tuve una pesadilla.”

“Todos tenemos pesadillas,” respondió Motley.

“Estamos viviendo en una,” añadió otro actor con el rostro apagado.

“¿En dónde estamos?” preguntó Aidan viéndose confundido.

“En una taberna,” respondió Motley, “en la esquina más lejana de Andros. Seguimos escondiéndonos en la capital. Los Pandesianos patrullan las afueras. Ya han pasado por aquí varias veces, pero no han entrado; y no lo harán mientras guardes silencio. Estamos seguros aquí.”

“Por ahora,” dijo otro de sus amigos con escepticismo.

Aidan, sintiendo una urgencia de ayudar a su padre, trató de recordar.

“Mi padre,” dijo. “¿Está…muerto?”

Motley negó con la cabeza.

“No lo sé. Se lo llevaron. Eso es lo último que supe de él.”

Aidan sintió una oleada de resentimiento.

“¡Tú me alejaste!” dijo con enojo. “No tenías que hacerlo. ¡Le hubiera ayudado!”

Motley se sobó la barbilla.

“¿Y cómo hubieras podido hacer eso?”

Aidan se encogió de hombros tratando de pensar.

“No lo sé,” respondió. “De alguna manera.”

Motley asintió.

“Lo hubieras intentado,” aceptó. “Y ahora también estarías muerto.”

“¿Entonces está muerto?” preguntó Aidan sintiendo que el corazón se le retorcía.

Motley se encogió de hombros.

“No cuando nos fuimos,” dijo Motley. “Ahora no lo sé. Ya no tenemos amigos ni espías en la ciudad; ha sido invadida por los Pandesianos. Todos los hombres de tu padre están encarcelados. Me temo que estamos a la merced de Pandesia.”

Aidan apretó sus puños al pensar en su padre pudriéndose en una celda.

“Debo salvarlo,” declaró Aidan llenándose de un sentido de propósito. “No puedo permitir que siga allí. Debo irme de aquí cuanto antes.”

Aidan se puso de pie y se apresuró hacia la puerta quitando los seguros cuando Motley apareció, se paró a su lado, y puso su pie frente a la puerta antes de que pudiera abrirla.

“Vete ahora,” dijo Motley, “y harás que nos maten a todos.”

Aidan miró a Motley y por primera vez vio una expresión seria en su rostro; entonces supo que tenía razón. Tenía un nuevo sentido de gratitud y respeto por él; después de todo, él había salvado su vida. Aidan siempre se lo agradecería. Pero al mismo tiempo sintió un deseo ardiente de rescatar a su padre y sabía que cada segundo contaba.

“Dijiste que habría otra manera,” dijo Aidan recordándolo. “Que habría otra manera de salvarlo.”

Motley asintió.

“Lo hice,” admitió Motley.

“¿Eran sólo palabras vacías?” preguntó Aidan.

Motley suspiró.

“¿Qué es lo que propones?” preguntó él exasperado. “Tu padre está en el corazón de la capital, en el calabozo real, custodiado por todo el ejército Pandesiano. ¿Debemos tan sólo ir y tocar a la puerta?”

Aidan se quedó de pie tratando de pensar en algo. Sabía que era una tarea de enormes proporciones.

“Debe haber hombres que puedan ayudarnos” dijo Aidan.

“¿Quiénes?” dijo otro de los actores. “Todos esos hombres leales a tu padre fueron capturados junto con él.”

“No todos,” respondió Aidan. “Seguramente algunos de sus hombres no estaban ahí. ¿Y los jefes militares leales a él fuera de la capital?”

“Tal vez.” replicó Motley. “¿Pero dónde están ahora?”

Aidan se desesperó sintiendo como si él estuviera encarcelado en lugar de su padre.

“No podemos sólo sentarnos sin hacer nada,” exclamó Aidan. “Si no me ayuda, iré yo solo. No me importa si muero. No puedo sentarme aquí mientras mi padre está en prisión. Y mis hermanos…” dijo Aidan y empezó a llorar abrumado por las emociones al recordar la muerte de sus dos hermanos.

“Ahora no tengo a nadie,” dijo.

Entonces negó con la cabeza. Recordó a su hermana, Kyra, y rogó con todo lo que tenía que estuviera a salvo. Después de todo, ella era todo lo que le quedaba.

Mientras Aidan lloraba avergonzado, Blanco se acercó y le puso la cabeza junto a su pierna. Escuchó fuertes pisadas atravesando por el crujiente piso de madera y sintió una gruesa mano posándose en su hombro.

Se volteó y miró a Motley observándolo con compasión.

“Falso,” dijo Motley. “Nos tienes a nosotros. Ahora nosotros somos tu familia.”

Motley se dio la vuelta y les hizo una señal a los demás, y Aidan vio a todos los actores y animadores observándolo con seriedad, docenas de ellos, con compasión en sus ojos mientras asentían con la cabeza. Se dio cuenta de que, a pesar de que no eran guerreros, eran personas de bien corazón. Tuvo un nuevo respeto por ellos.

“Gracias,” dijo Aidan. “Pero todos ustedes son actores. Lo que necesito son guerreros. Ustedes no pueden ayudarme a recuperar a mi padre.”

Motley de repente tuvo una mirada en sus ojos, como si hubiera tenido una idea, y sonrió ampliamente.

“Estás muy equivocado, joven Aidan,” respondió.

Aidan pudo ver que los ojos de Motley brillaban y supo que estaba pensando en algo.

“Los guerreros tienen cierta habilidad,” dijo Motley, “pero los artistas tienen sus propias habilidades. Los guerreros pueden ganar por la fuerza; pero los artistas pueden ganar por otros medios incluso más poderosos.”

“No entiendo,” dijo Aidan confundido. “No puedes sacar a mi padre de prisión haciéndolo reír.”

Motley rio fuertemente.

“De hecho,” respondió, “Creo que sí puedo.”

Aidan lo miró con confusión.

“¿A qué te refieres?” le preguntó.

Motley se sobó la barbilla y sus ojos se perdieron claramente pensando en un plan.

“Ahora los guerreros no pueden caminar libremente por la capital; o ir a ningún lugar cerca de la entrada. Pero los artistas no tienen restricciones.”

Aidan estaba confundido.

“¿Por qué dejaría Pandesia que los artistas fueran al corazón de la capital?” preguntó Aidan.

Motley sonrió y negó con la cabeza.

“Aún no sabes cómo funciona el mundo, muchacho,” respondió Motley. “A los guerreros se les permite ir a lugares limitados en tiempos limitados. Pero los artistas pueden ir a cualquier lugar y a cualquier hora. Todos necesitan entretenimiento, los Pandesianos igual que los Escalonianos. Después de todo, un soldado aburrido es un soldado peligroso en cualquier parte del reino, y el estado de orden debe ser mantenido. Los artistas siempre han sido clave en mantener a las tropas felices y en controlar a un ejército.”

Motley sonrió.

“Lo vez, joven Aidan,” dijo, “no son los comandantes los que controlan a los ejércitos, sino nosotros. Simples artistas. Esos de la clase a la que desprecias tanto. Nos elevamos sobre las batallas y cruzamos las líneas enemigas. A nadie le importa la armadura que traiga; sólo les importa lo buenas que sean mis historias. Y tengo unas historias muy finas, muchacho, más que finas que las que nunca escucharás.”

Motley se dirigió a la habitación con voz fuerte:

“¡Vamos a realizar una obra de teatro! ¡Todos nosotros!”

Todos los actores en la habitación de repente se animaron y empezaron a vitorear, levantando sus pies y con la esperanza regresando a sus apagados ojos.

“¡Realizaremos nuestra obra justo en el corazón de la capital! ¡Será la más grande actuación que estos Pandesianos hayan visto! Y más importante, la mayor distracción. Cuando llegue el momento, cuando la ciudad esté en nuestras manos y los cautivemos a todos con nuestra gran presentación, actuaremos. Y encontraremos una manera de liberar a tu padre.”

Los hombres vitorearon y Aidan, por primera vez, sintió alivio en su corazón y una nueva sensación de optimismo.

“¿Realmente crees que funcionará?” preguntó Aidan.

Motley sonrió.

“Chico, cosas más descabelladas,” dijo, “ya han pasado.”




CAPÍTULO OCHO


Duncan trataba de ignorar el dolor mientras entraba y salía del sueño. Estaba de espaldas contra la pared de piedra y los grilletes le cortaban tobillos y muñecas manteniéndolo despierto. Más que nada, deseaba agua. Su garganta estaba tan reseca que no podía tragar, y tan áspera que le dolía el respirar. No podía recordar cuántos días habían pasado desde que había tenido un trago, y se sentía tan débil por el hambre que apenas podía moverse. Sabía que se estaba desgastando aquí abajo y que si el verdugo no venía por él pronto, el hambre lo acabaría.

Duncan perdía el conocimiento por ratos al igual que los otros días, y el dolor era tan constante que ya casi se había convertido en parte de él. Tuvo algunas visiones de su juventud, de momentos que había pasado en campo abierto, en campos de entrenamiento y en la batalla. Tenía memorias de sus primeras batallas, cuando Escalon era libre y floreciente. Pero estas siempre se veían interrumpidas por los rostros de sus dos hijos muertos elevándose frente a él y persiguiéndolo. Estaba destrozado por la agonía y, sacudiendo la cabeza, trató sin lograrlo de despejar su mente.

Duncan pensó en el hijo que le quedaba, Aidan, y desesperadamente deseó que estuviera seguro en Volis y que los Pandesianos no hubieran llegado ahí todavía. Su mente entonces se enfocó en Kyra. La recordó como una niña joven y recordó el orgullo que había sentido al criarla. Pensó en su viaje a través de Escalon y se preguntaba si habría llegado a Ur, si había conocido a su tío y si ahora estaba segura. Ella era parte de él, la única parte de él que importaba ahora, y su seguridad importaba más que el que él siguiera con vida. ¿Volvería a verla otra vez? se preguntaba. Deseaba verla, pero también deseaba que se mantuviera lejos de ese lugar y en seguridad.

La puerta de la celda se abrió repentinamente y Duncan observó sorprendido en medio de la oscuridad. Botas se acercaron en la oscuridad y, mientras escuchaba la marcha, Duncan supo que no eran las botas de Enis. Su oído se había vuelto más agudo en la oscuridad.

Mientras el soldado se acercaba, Duncan pensó que venía a torturarlo o matarlo. Duncan estaba listo. Podían hacer con él lo que desearan; pues en el interior ya estaba muerto.

Duncan abrió sus pesados ojos y miró hacia arriba con toda la dignidad que pudo recobrar para ver quién se acercaba. Se impactó al ver el rostro del hombre al que odiaba más: Bant de Barris. El traidor. El hombre que había matado a sus dos hijos.

Duncan lo miró con recelo mientras Bant se acercaba con una sonrisa de satisfacción en su rostro y se arrodillaba frente a él. Se preguntaba con qué motivo había venido esta criatura.

“¿Qué pasó con todo tu poder, Duncan?” preguntó Bant a un pie de distancia. Se quedó ahí con las manos en las caderas, bajo y fornido, con sus labios estrechos, ojos pequeños y brillantes y con el rostro marcado por la viruela.

Duncan trató de lanzarse sobre él deseando destrozarlo; pero sus cadenas lo detuvieron.

“Pagarás por mis muchachos,” dijo Duncan ahogándose, con la garganta tan seca que no pudo decirlo con la rabia que deseaba.

Bant rio con un sonido corto y crudo.

“¿A sí?” se burló. “Tú tendrás tu último aliento aquí abajo. Yo maté a tus hijos y puedo matarte a ti también si lo deseo. Ahora tengo el respaldo de Pandesia después de mi muestra de lealtad. Pero no te mataré. Eso sería muy amable. Mejor ver cómo te desgastas.”

Duncan sintió una rabia fría creciendo dentro de él.

“¿Entonces a qué has venido?”

Bant oscureció.

“Puedo venir por cualquier razón que desee,” se rio, “o sin razón alguna. Puedo venir simplemente a mirarte, a burlarme, a ver los frutos de mi victoria.”

Suspiró.

“Y sin embargo, sí tengo una razón para visitarte. Hay algo que deseo de ti. Y hay una cosa que te puedo dar.”

Duncan lo miró con escepticismo.

“Tu libertad,” Bant añadió.

Duncan lo observó con confusión.

“¿Y por qué harías eso?” le preguntó.

Bant suspiró.

“Como verás, Duncan,” le dijo, “tú y yo no somos tan diferentes. Ambos somos guerreros. De hecho, tú eres un hombre al que siempre he respetado. Tus hijos merecían morir, eran fanfarrones imprudentes. Pero a ti,” dijo, “siempre te he respetado. Tú no deberías estar aquí.”

Se detuvo a examinarlo.

“Entonces esto es lo que haré,” continuó. “Confesarás públicamente tus crímenes contra nuestra nación y exhortaras a los habitantes de Andros a que cedan a la gobernación Pandesiana. Si lo haces, entonces haré que Pandesia te deje libre.”

Duncan se quedó inmóvil, tan furioso que no supo qué decir.

“¿Así que ahora eres un títere para los Pandesianos?” Duncan le preguntó finalmente, furioso. “¿Tratas de impresionarlos, de mostrarles que puedes controlarme?”

Bant se burló.

“Hazlo, Duncan,” respondió. “Aquí abajo no le sirves a nadie, y mucho menos a ti. Dile al Supremo Ra lo que quiere oír, confiesa lo que has hecho y trae paz a esta ciudad. Nuestra capital ahora necesita paz y tú eres el único que puede lograrlo.”

Duncan respiró profundo varias veces hasta que tuvo la fuerza para hablar.

“Nunca,” respondió.

Bant enfureció.

“Ni por mi libertad,” Duncan continuó, “ni por mi vida, ni por ninguna otra cosa.”

Duncan lo miró, sonriendo con satisfacción al ver que Bant enrojecía, hasta que finalmente añadió: “Pero ten la seguridad de algo: si llego a escapar de aquí, mi espada encontrará un lugar en tu corazón.”

Después de un largo y aturdidor silencio, Bant se levantó, frunció el ceño, volteó hacia Duncan y negó la cabeza.

“Hazme un favor y vive unos cuantos días más,” dijo, “para que pueda estar aquí y ver tu ejecución.”




CAPÍTULO NUEVE


Dierdre remó con todas sus fuerzas con Marco a su lado, los dos de ellos cortando rápidamente por el canal y regresando al mar al lugar en el que por última vez había visto a su padre. Su corazón estaba partido por la ansiedad al recordar la última vez que lo había visto, recordando su valiente ataque contra el ejército Pandesiano a pesar de las aplastantes probabilidades en contra. Cerró los ojos tratando de quitarse esa imagen y remó más rápido mientras oraba al mismo tiempo por que siguiera vivo. Todo lo que deseaba era volver a tiempo para salvarlo; y si no, al menos tener la oportunidad de morir a su lado.

Junto a ella, Marco remaba igual de rápido y ella lo miraba con gratitud y duda.

“¿Por qué?” preguntó ella.

Él se dio la vuelta y la miró.

“¿Por qué me seguiste?” presionó ella.

Él la miró en silencio y después se volteó.

“Pudiste haber ido con los otros allá atrás,” añadió ella. “Pero elegiste no hacerlo. Elegiste venir conmigo.”

Él miró directamente hacia adelante y siguió remando en silencio.

“¿Por qué?” insistió ella desesperada por saber y remando furiosamente.

“Porque mi amigo te admiraba mucho,” dijo Marco. “Y eso es suficiente para mí.”

Dierdre remó más fuerte doblando por uno de los canales y sus pensamientos se voltearon hacia Alec. Estaba muy decepcionada de él. Los había abandonado a todos y se había ido de Ur con ese hombre misterioso antes de la invasión. ¿Por qué? Se preguntaba. Había estado tan centrado en la causa, en la forja, y ella estaba segura que él sería la última persona en irse en tiempos de necesidad. Pero aun así lo había hecho cuando más lo necesitaban.

Esto hizo que Dierdre reexaminara sus sentimientos por Alec a quien, después de todo, ella apenas conocía; y esto hizo que tuviera sentimientos más fuertes por Marco, que se había sacrificado por ella. Ya sentía un fuerte lazo con él. Mientras las bolas de cañón continuaban pasando sobre sus cabezas y edificios eran destruidos, Dierdre se preguntó si Marco realmente sabía en qué se estaba metiendo. ¿Sabría que al unírsele y regresar al centro del caos no habría marcha atrás?

“Sabes que remamos hacia la muerte, ¿verdad?” dijo ella. “Mi padre y sus hombres están en esa playa pasando el muro de escombros, y mi intención es encontrarlo y pelear a su lado.”

Marco asintió.

“¿Crees que regresé a esta ciudad para vivir?” preguntó él. “Si quisiera huir, tuve mi oportunidad.”

Satisfecha y conmovida por su fuerza, Dierdre continuó remando y ambos guardaron silencio, esquivando los escombros que caían mientras se acercaban a la playa.

Finalmente dieron vuelta en una esquina y ella pudo ver el muro de escombros en donde por última vez había visto a su padre; y justo del otro lado estaban las naves negras. Sabía que del otro lado estaba la playa en la que él peleaba con los Pandesianos, y remó con todas sus fuerzas mientras el sudor le caía en el rostro, ansiosa por llegar a tiempo. Escuchó los sonidos de la pelea, de hombres gimiendo y muriendo, y oró por que no fuera muy tarde.

Apenas había llegado el bote a la orilla del canal cuando ella saltó y corrió hacia el muro con Marco siguiéndola de cerca. Corrió por entre las grandes rocas raspándose codos y rodillas pero sin que esto le importara. Quedándose sin aliento, subió y resbaló por las rocas pensando sólo en su padre, en llegar al otro lado, y apenas si comprendía que estos escombros fueron en una ocasión los grandes edificios de Ur.

Miró por sobre su hombro al escuchar los gritos y, teniendo una posición elevada para ver todo Ur desde aquí, se consternó al ver media ciudad en ruina. Los edificios estaban derribados, había montañas de escombros en las calles y todo estaba cubierto por una nube de polvo. Vio a la gente de Ur huir por sus vidas en todas direcciones.

Se dio la vuelta y continuó escalando yendo en dirección opuesta a la gente, deseando entrar en la batalla en vez de huir de ella. Finalmente llegó a la cima del muro de roca y, al observar, su corazón se paralizó. Se quedó congelada en su lugar e incapaz de moverse. Esto no se parecía nada a lo que estaba esperando.

Dierdre esperaba ver una gran batalla desarrollándose ahí abajo, ver a su padre peleando valientemente y con sus hombres a su lado. Esperaba poder correr y unírsele, salvarlo, pelear a su lado.

Pero en vez de eso, lo que vio la hizo querer desplomarse y morir.

Ahí estaba su padre, con el rostro en la arena, en un charco de sangre y con un hacha en la espalda.

Muerto.

Todo a su alrededor había docenas de soldados muertos también. Miles de soldados Pandesianos salían de los barcos como hormigas, esparciéndose y cubriendo la playa, apuñalando cada cuerpo para asegurarse de que estuviera muerto. Pisaron el cuerpo de su padre y de los otros mientras se dirigían hacia el muro de escombros y hacia ella.

Dierdre miró hacia abajo al escuchar ruido y vio que algunos Pandesianos ya estaban ahí, escalando y dirigiéndose hacia ella a unos treinta pies de distancia.

Dierdre, llena de desesperación, angustia y rabia, se hizo hacia adelante y arrojó su lanza hacia el primer Pandesiano que vio subir. Este volteó hacia arriba claramente sin esperar que alguien estuviera encima del muro, sin esperar que nadie fuera tan descabellado como para encararse con el ejército invasor. La lanza de Dierdre lo impactó en el pecho haciendo que resbalara y cayera llevando a otros soldados con él.

Los otros soldados se juntaron y levantaron sus lanzas arrojándoselas a ella. Pasó tan rápido que Dierdre se congeló indefensa deseando ser atravesada y lista para morir. Deseaba morir. Había llegado muy tarde; su padre estaba muerto allá abajo y ahora ella, abrumada por la culpa, deseaba morir con él.

“¡Dierdre!” gritó una voz.

Dierdre escuchó a Marco a su lado y un momento después sintió cómo la tomaba y la jalaba hacia el otro lado del escombro. Las lanzas pasaron sobre su cabeza justo donde ella había estado parada, y esto hizo que ella tropezara y resbalara bajando la pila de escombros junto con Marco.

Sintió un terrible dolor mientras los dos daban vueltas por los escombros de piedra que los golpeaban en las costillas y todo el cuerpo, raspándolos y cortándolos en todas partes hasta que finalmente se detuvieron.

Dierdre se quedó recostada por un momento respirando con dificultad, sintiendo que había perdido el aliento y preguntándose si había muerto. Apenas si se dio cuenta de que Marco acababa de salvarle la vida.

Marco, recuperándose rápidamente, la tomó y la hizo que se pusiera de pie. Corrieron juntos tropezando y con dolor en todo el cuerpo, alejándose del muro y regresando a las calles de Ur.

Dierdre miró por sobre su hombro y vio que los Pandesianos ya estaban llegando a la cima. Vio cómo levantaban arcos y empezaban a disparar flechas, haciendo que lloviera muerte sobre la ciudad.

Dierdre escuchó gritos todo alrededor mientras las personas caían por las flechas y lanzas que oscurecían el cielo. Dierdre vio una flecha que venía directamente hacia Marco y ella lo tomó y jaló quitándolo de en medio y hacia un muro de roca. Se escucharon las flechas golpeando la piedra detrás de ellos y Marco la miró con gratitud.





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