Книга - La Casa De La Esclusa

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La Casa De La Esclusa
Andrea Calo'












LA CASA DE LA ESCLUSA

Primera edición - Septiembre 2012

© Copyright 2012 – Andrea Calò (@ e-mail: andrea.calo_ac@libero.it)

Traducción: Ana Pérez Salaberry


A mi hermanita Elena,

que por la absurda voluntad de la Vida

no ha recibido de mis manos una copia

de este libro para poder leerlo,

mas la llevo tanto en mi corazón

que ha llegado al punto de

poder escribirlo.



[Elena Calò, 1 mayo de 1985 – 25 septiembre 2011]

AGRADECIMIENTOS



Escribir un libro es como irse de viaje. Se hacen las maletas, se parte de un punto en concreto y se procede a intentar llegar al punto de llegada, la meta deseada. Sin embargo, y como a veces sucede durante los viajes, los escollos, los errores, los miedos y los imprevistos están ahí, dispuestos a sorprendernos, a frenarnos, a veces a punto de hacer que desistamos de proseguir. En cambio, con la ayuda de las personas que están a nuestro lado o aquellas que nos hemos ido encontrando a lo largo del camino, se consigue salir adelante, a veces con facilidad, otras veces con una gran pena; pero nunca nos recostamos en el error para no perder la inversión que habíamos hecho. Durante este viaje he tenido a varias personas a mi lado, todas ellas me han animado y empujado a seguir mi camino, a cumplir los sueños que desde hacía años tenía metidos en el cajón, haciendo que me abriera completamente a ello, mi proyecto.

Gracias a mi mujer Sonia, que ha creído más que nadie en mí, desde siempre, por su paciente lectura de mis bocetos ya desde las primeras fases de preparación de este texto. Si no hubiera sido por ella, este libro hoy no existiría.

Gracias a mi cuñado Enzo por haberme acompañado en agradables discusiones acerca de los temas tratados en este libro y por haberme entregado parte de una elaboración suya para poder ser parte de esta reflexión: con su claridad de pensamiento me ha guiado a menudo, ayudándome a desenredar la madeja.

Gracias a mis padres, que me han dado la vida, me han visto crecer y me han educado, haciendo posible que todo esto se hiciera realidad.

Y, por último, pero no menos importante, gracias a ti, Elena, por instruir mi corazón y guiar mi mente durante todo este recorrido: aquí dentro se encuentra, de verdad, una gran parte de ti.


CAPÍTULO 1



Todo espíritu libre tiene sueños y locuras.

[Anónimo]



Siempre me he preguntado cuántas hojas de hierba se podrían contar en un metro cuadrado de tierra. Una pregunta simple con una respuesta no trivial. Son demasiadas las variables que considerar: a qué campo pertenece el trocito de tierra, qué tipo de hierba crece en él, qué especies hay presentes, el tipo de terreno, etc. Éstas son solo algunas de las muchas preguntas posibles. Ése es el motivo por el que siempre he esquivado cualquier intento de profundizar en el tema, convenciéndome de que al final no era tan importante encontrar una solución. Al no poder clasificar mi vida de ninguna manera, he archivado todo bajo la etiqueta «Conocimiento estéril». ¡Qué bueno sería poder saberlo todo acerca de todo! Sin embargo, también sería peligroso y, a mi parecer, estaría a merced de la incertidumbre en cada una de las situaciones de mi vida. Con demasiadas variables a mi disposición, cada una de mis potenciales decisiones encontraría un opuesto plausible y evaluable, ralentizando mi proceso de toma de decisiones y dejándome al final con la duda de si he tomado la decisión correcta. Se apagaría el instinto en favor de la razón, no siempre reconocida como el instrumento más adecuado para la superación de todas las situaciones de la vida y capaz de guiarnos hacia las decisiones acertadas. El significado de lo que es justo, al fin y al cabo, es completamente relativo y está vinculado a las personas, a sus experiencias, a los sucesos históricos. Y, por desgracia, está sujeto a las modas dictadas por la comunidad, por lo social y por las religiones, sin distinción alguna. Se forman personas que se adaptan a un «sistema», cuando en realidad debería ser justo lo contrario. Viviría mi vida como un hombrecillo colocado en el centro de un cercado, a su vez atado a él con muchas cuerdas elásticas. Podría moverme en el interior del espacio asignado, pero no podría ir más allá de él, arrastrado constantemente hacia el centro en cada intento de mirar o experimentar «más allá» de los límites. Entonces decido emplear mis neuronas en las cosas que realmente importan en la vida. ¿Cuáles son las cosas realmente importantes? Éste es otro concepto totalmente relativo, vinculado a las prioridades personales, a los estímulos, a las sensaciones, a las emociones de cada uno de nosotros. El cerebro es fácil de intoxicar. Cuando éste alcanza su límite, es necesario que nos detengamos y miremos hacia adentro, nos redescubramos y nos cuestionemos nuestro presente sin preocuparnos por el pasado que nos ha llevado hasta ese punto para diseñar nuestro futuro próximo. Cambiar el rumbo y, si fuera necesario, darse un buen lavado. No es necesario ir demasiado lejos con pensamientos y proyectos porque hay demasiados acontecimientos que se escapan de nuestro control, que se burlan de nosotros y que no son ni lo más mínimo predecibles en el momento en el que nos miramos y hablamos. Forman parte de la esfera de lo desconocido. ¡Tenemos que cambiar! Con ello no me refiero solo a un retoque cosmético superficial, realmente estoy hablando de una acción profunda, radical e inmediata, capaz de excavar en las vísceras más profundas de nuestro ser humano, allí donde habita la parte más verdadera de nosotros, donde lo humano encuentra lo Divino en todas sus formas y manifestaciones. Borrar todo y empezar de cero: es ese el desafío. Pero es tan simple como adivinar el número exacto de hojas de hierba contenidas en un metro cuadrado de tierra en un campo.

El cielo de Borgoña tiene una luz particular y su color envuelve y captura, incluso cuando hace mal tiempo. Si te paras y te tumbas en el suelo para admirarlo, levantando la mirada, este cielo te caerá encima y te envolverá, haciendo que levites. No eres capaz de percibir el límite, puedes perderte totalmente y dejarte llevar a los pensamientos más dispersos. Es justo ahí donde el cielo da paso al valle, se despliega un mosaico de terrenos multicolor que van del amarillo pajizo del trizo maduro hasta el verde intenso de las hojas altas de la vid. Las manchas oscuras de los árboles altos salpican aquí y allá, acentuados por las sombras que ellos mismos producen con su espeso follaje. Todo esto se dibuja sobre un terreno suave y ondulado, a veces llano y otras veces delicadamente tendido sobre bonitos montes en los que no podría faltar un castillo. A los pies de las alturas, los pueblecitos medievales con sus iglesias, el cementerio anexo y los canales de riego completan este maravilloso cuadro bucólico. Y la imagen de un tiempo que ya forma parte de un pasado lejano, tan lejano que no podría comprenderse completa y plenamente la mayoría de las veces. Los caminitos inmersos en el campo, estrechos y sin pavimentar, trazan recorridos similares a dibujos realizados a mano alzada. Forman una trama perfecta que es capaz de conectar unos pueblos con otros, como si fuera una enorme telaraña. Las casas rurales construidas tradicionalmente de piedra marcan como nodos de la telaraña los puntos de referencia para los caminantes curiosos por la simplicidad de una realidad de vida aún presente en estos silenciosos campos. Son enormes en su majestuosidad, con la belleza típica de las construcciones francesas del siglo XX, por la piedra de la que están hechas, por sus vivos colores, por sus amplios postigos opacos y por sus ventanas de madera y hierro forjado, a menudo refrescadas con opacos esmaltes en tonos pastel. Muchas de estas construcciones albergan exuberantes especies de hiedra que escalan hasta la cima de los típicos tejados en punta en los que resaltan los tragaluces. Me imagino el panorama que se puede observar desde allá arriba, como última imagen por la noche antes de acostarnos o como primer dulce despertar a la mañana siguiente. Las ramas, capaces de seguir el perfil de los muros, a veces acarician las ventanas, se retuercen alrededor de las numerosas chimeneas durante la estación cálida para abandonarlas durante el invierno cuando estas se encienden. Donde la hiedra no cubre los muros, las frescas manchas de musgo compacto completan el color natural de las fachadas que dan al norte, como si fueran piezas de tela cruda cosidas a un viejo y arrugado vestido. En muchos otros, un colorido florecimiento de rosas, ciclámenes, glicinias y jazmines se yergue de un lecho compuesto de hierba, amapolas rojas y espesos mechones de lavanda. Las espontáneas hierbas, siempre cuidadas y perfumadas, completan la imagen de jardines simples pero relajantes y frescos sólo con mirarlos. Hay caballos y bueyes libres por el campo, se mantienen bien lejos de las ovejas y cabras, quienes prefieren, por el contrario, estar en grupo y pasar el rato inmóviles en un sitio, comiendo un poco de hierba fresca de vez en cuando. Si nos paramos a observarlos con atención, nos responden con una mirada lenta y somnolienta, ojos medio cerrados y movimientos mínimos, aburridos, sin importarles en absoluto la extraña presencia, sin aviso de riesgo o peligro inminente. Seguramente su fin no sea muy diferente al de aquellos que permanecen encerrados en cabañas o recintos estrechos, pero, indudablemente, la calidad de su existencia no puede compararse lo más mínimo a la de sus semejantes reclusos. Por este motivo se suele decir que su carne es más sabrosa. El tiempo parece ralentizarse como el ritmo de la vida y de las emociones. Todo se extiende, todo se abre. La conciencia de los propios problemas se disuelve y nos centramos en todo aquello que está vacío, casi irreal, en un mundo material. Me paro a mirar un campo llevando mis ojos a los límites de lo visible y veo la línea del horizonte. No consigo ir más allá con mis sentidos ya que mis ojos no lo permiten, no obstante, mi mente supera el límite pintando, delante de mí, la impalpable imagen de la continuación de este paisaje en un instante. Me siento muy pequeño en medio de esta inmensidad, pero, por otra parte, percibo una sensación de seguridad y de satisfacción interior, sentimiento que muy raramente he experimentado antes en mi vida.

Elegí Borgoña para pasar unos días de vacaciones, para relajarme con mi mujer y olvidarme durante un tiempo del estruendo de la vida en la ciudad. Aquí todo es muy diferente. En la ciudad a menudo me invade el deseo de distanciamiento. Los lugares cotidianos me fastidian como un picor de los más molestos, las personas no me llenan demasiado y me asalta el deseo de aislamiento: como si la única reconciliación posible fuera sólo gracias a la ausencia de los ruidos de la ciudad y de sus habitantes. En esos momentos suelo intentar concentrarme en pequeñísimos detalles de un paisaje: el inicio de una cuesta en la montaña, la ventana de una casa con vistas a un prado, un banquito situado al lado de una fuente en el campo. Siento que así el ruido se transforma en sonido, se combina y se integra con el concierto universal de la misma manera que una voz humana puede asemejarse a un canto sin empujar violentamente la primacía de la omnipresencia. Cuando camino por las calles durante mis días de irritación, la humanidad me parece una presencia proterva, por número de ejemplares y por el alboroto. Percibo su afán de llegar quién sabe adónde como una señal de desesperación, de la malvada, dispuesta a hacerse paso incluso con las uñas o con armas. Y entonces no puedo evitar sentir que he nacido y estoy destinado a otra parte, ya sea una cuesta en la montaña, la ventana de una casa y su prado, o un banquito situado al lado de una fuente en el campo, da igual: se trata de «otra parte» donde la voz puede resonar como un canto, el mío.

Nuestra meta era una pequeña casa junto al canal de Borgoña, más o menos a la mitad de su longitud total, propiedad del conserje de una de las muchas esclusas que hay allí, situada en la aldea de Gissey-sur-Ouche y con vistas al propio canal. Buscábamos algo de paz, de relajación, de aislamiento del caótico mundo de la ciudad, en busca de nosotros mismos. El paisaje se desplegaba frente a nosotros en un concierto de colores, de reflejos de sol que se dibujaban en las charcas y nos capturaban plenamente. Ya en aquel momento me di cuenta de que iba a ser difícil volver a la vida en la ciudad, incluso antes de haber probado el lugar. No obstante, lo mejor estaba aún por llegar, presentándose de forma poderosa ante nosotros, invadiéndonos el corazón y captando, para siempre, nuestra atención. Gissey es una aldea formada por unas cuantas casas construidas en su gran mayoría de piedra, al más puro estilo medieval. El ayuntamiento, una escuela, una iglesia y su cementerio adyacente eran los únicos edificios públicos visibles desde la calle principal. Un único restaurante, más bien pequeño, ofrecía menús turísticos a precio fijo algunos días de la semana, incluyendo sábados y domingos, aunque raramente para la cena. No había ni rastro de ninguna tienda, ni siquiera de alimentación. Aquí también podían verse animales libres en el campo, los pájaros volaban libres por el cielo dibujando círculos y arcos a sus anchas, planeando y volviendo a alzar el vuelo como bailarinas guiadas por las notas perfectas de un aria clásica.

Cuando llegamos a la cercanía de la aldea, nos desviamos por un estrecho camino de tierra, sembrado de piedras y grava, tan estrecho que dos coches no podían pasar a la vez en direcciones opuestas. Salpicado de anchos y profundos hoyos, a veces llenos de agua de lluvia no absorbida por el suelo, el pequeño camino flanqueaba el canal que se extendía a nuestra izquierda y en el que podíamos ver algunas pequeñas barcazas yendo en línea recta. La gente que iba en las barcazas reía alegremente, miraba a su alrededor a menudo de forma folklórica, sus rostros con una piel lúcida y bien tersa, de un color blanco leche manchado por un rosa pastel y las mejillas tendiendo a un rojo vivo. Los hombres hacían fotografías mientras mordisqueaban sus bocadillos y sorbían con entusiasmo el vino en largas copas de cristal. Tal vez la potencia del alcohol ya los había superado. Las mujeres, de mediana edad, estaban sentadas y relajadas, con las piernas dispuestas en los oscuros bancos de madera y metal que equipaban la cubierta del barco. O estiradas en tumbonas de tela cruda de color beige allá donde las había. Los niños, apoyados en sus madres, disfrutaban de sus helados, con sus rostros en parte tapados por los diversos sombreros que llevaban para protegerse del sol y esconder la timidez ante las miradas de sus curiosos compañeros de viaje. Daban la impresión de estar saboreando la más absoluta libertad, o cualquier cosa similar a ella, la despreocupación, como si fueran parte del entorno, en comunión con él. Los problemas de la vida diaria parecían no preocuparles lo más mínimo, como si en realidad no hubiera absolutamente ningún problema que afrontar, como si estuvieran exentos de ellos. Aparte del francés, también se oía hablar alemán, inglés y español. No había italianos presentes, o al menos ninguno que estuviera hablando en ese momento. Además, ninguno de los presentes mostraba rasgos faciales típicamente italianos. Pasaban muy cerca de nosotros y los podíamos ver muy bien, hasta el punto de casi poder apreciar los defectos de su piel. Observábamos el barco mientras flotaba y transportaba la alegre banda. Sus motores en acción no emitían ruidos ensordecedores. Daba la impresión de que estuviera resbalándose sobre el agua, como si la empujase el aire. Desde las ventanillas de nuestro coche, el cual habíamos parado oportunamente para observar e inmortalizar la escena, podíamos percibir el sonido de la risa de las personas, sus conversaciones y la sinfonía del canto de los pajarillos que poblaban el espacio abierto a la derecha del camino. En ese lado se podía ver una inmensa explanada verde que cubría todo el campo. Era como un marco de colinas de un verde más oscuro e intenso que parecía haber sido puesto allí precisamente para no revelar inmediatamente la belleza que se extendía detrás de ellas.

—¡Todo es increíble aquí! —dijo Sonia con una voz llena de alegría y emoción palpable, con los ojos brillando con esa luz que hace tiempo no percibía con la misma intensidad—. ¡Parece otro mundo! Parece como si al tomar ese ese camino hubiéramos cruzado la frontera que divide lo real de lo que es mero fruto de los sueños. Es indescriptible, ¡qué feliz estoy! —concluyó.

—¡Es todo tan cierto, pero tan increíble al mismo tiempo! Los colores, sonidos, olores e imágenes: todo parece tener su propio espacio, una posición tan precisa que, si la alterara un profano, haría que ese objeto aislado se sintiera «fuera de lugar». Todo forma parte del cuadro que estamos observando en este momento y parece llevar la firma de su autor, de una entidad superior y experta. No se percibe ninguna forma de mejorar lo que ante los ojos ya resulta perfecto desde el principio. ¡Yo también estoy feliz!

Giré la llave para volver a arrancar el coche y, con una sonrisa, la invité a continuar hasta nuestro próximo destino, la casa de la esclusa 34s. A medida que avanzábamos, los árboles a nuestras espaldas cerraban el túnel en la carretera como las cortinas de un telón de teatro al final de la ópera.


CAPÍTULO 2



La gente dice: «Está loco».

O: «Vive en un mundo de fantasía».

O bien: «¿Cómo puede confiar en cosas que carecen de lógica?».

Sin embargo, el guerrero sigue escuchando al viento

y hablando con las estrellas.

[Paulo Coelho - Manual del guerrero de la luz]



La casa era pequeña y tenía paredes construidas en piedra viva. El tejado mostraba una considerable inclinación sobre ambas fachadas de la casa. Era necesario facilitar la descarga de nieve durante el período invernal, evitando la formación de pesadas placas de hielo peligrosas para la estructura de las vigas de madera visibles incluso dentro de las habitaciones. Los dueños de la casa y encargados de la esclusa se llamaban Urs y Doris, una pareja muy unida. Habían dividido la casa en dos partes, una más amplia reservada para ellos, y otra que alquilaban a turistas como alojamiento vacacional. En su sencillez, la casa tenía todo lo que uno podía necesitar: una sala de estar con una cocinilla bien equipada y con los platos, ollas y cubiertos necesarios, un cómodo sofá, y un baño privado muy recogido, pero con una amplia ducha. La zona de dormitorios del altillo ocupaba la parte más alta de la estructura. Se accedía a ella a través de una robusta escalera interna. Estaban a disposición todo tipo de electrodomésticos, útiles o no: había una radio, televisión por satélite, e incluso conexión inalámbrica a Internet. Todo esto parecía casi fuera de lugar en un contexto aparentemente simple, rural, natural y minimalista. No pude evitar apreciar todas estas comodidades que ahora se han convertido en una parte abrumadora de mi vida como hombre de ciudad, pero me prometí a mí mismo limitar su uso al mínimo. Buscábamos la tranquilidad absoluta, el distanciamiento de lo superfluo, la inmersión en la naturaleza. Teníamos claro que no queríamos perder el precioso tiempo repitiendo las acciones de la caótica vida cotidiana. En su exterior, la casa no estaba rodeada de flores o plantas típicas de los preciosos jardines. Por lo contrario estaba coloreada por flores y arbustos silvestres, amapolas rojas y otras flores elegantes de un intenso color naranja, campanillas blancas y púrpuras que trepaban por las paredes o salpicaban el suelo, tan bellas y gruesas que uno se veía obligado a prestar atención para no pisarlas mientras caminaba. Había hierbas y arbustos que yo seguramente habría quitado si hubieran crecido en el jardín de mi casa en la ciudad, porque no eran adecuados o no eran hermosos a simple vista. Estas flores de forma única mostraban vetas y tonos de color en los suaves pétalos, aterciopelados al tacto. Y su dinamismo, la forma en que se balanceaban al entregarse al aire por su largo tallo, las hacía parecer bailarinas entrenadas por un gran maestro. Todo esto nos fascinó, capturándonos en una especie de hechizo, de hipnosis. ¿Por qué esto sólo nos ocurría allí y entonces? He visto muchas campanillas y amapolas en mi vida, ¿por qué nunca me di cuenta de lo bonitas, delicadas y elegantes que son? En ese momento fui consciente de mi gran superficialidad y en parte me entristecí. En un rincón de la casa había una hermosa rosa de color rojo vivo, sus pétalos eran suaves como el más preciado terciopelo y desprendía un perfume que envolvía por completo, aniquilando los sentidos. Teníamos dos bicicletas disponibles, que eran esenciales para moverse sin tener que usar el coche.

Después de compartir con nosotros alguna información sobre la zona y sus lugares de interés, Urs y Doris nos dejaron instalarnos, invitándonos a una bebida de bienvenida que nos tomaríamos esa misma tarde. El silencio que nos rodeaba era palpable, un silencio casi molesto, percibido directamente por el oído y al que no estábamos acostumbrados. Miré a mi esposa y la invité a escuchar. Se podía oír el canto indefectible de los pájaros, numerosos y de diferentes especies, el suave rugido del agua en la esclusa detrás de nosotros, mantenida para tener el nivel del canal bajo control, el saludo recíproco de los propietarios a los transeúntes y las hojas de los árboles movidas por el aire de fondo.

En el canal hay muchas esclusas, una por cada descenso del nivel del agua, generalmente de unos pocos metros. Por cada una de ellas hay una casa en la que vive su cuidador, que tiene la tarea de abrir y cerrar la esclusa cuando pasa cada una de las barcazas del canal. Las operaciones de apertura y cierre se siguen realizando manualmente, con los mismos movimientos que han sobrevivido al paso del tiempo hasta el día de hoy. Una esclusa está formada por un depósito estanco, largo pero muy estrecho en comparación con la anchura del propio canal, realizado como una excavación en el suelo con bloques de piedra colocados para reforzar los bancos de tierra que de otro modo estarían sujetos a la erosión por su contacto con el agua. El nivel del agua dentro del tanque se aumenta o disminuye para permitir que las barcazas pasen a través de él y se eleven o desciendan, llevándolas al nivel deseado igualando la parte del canal que está subiendo o bajando para poder alcanzado. Los pasajeros de las barcazas siempre parecen estar muy atentos al observar durante la ejecución de estas maniobras, como si las realizaran ellos mismos. A pesar de los intentos del gobierno francés de automatizar estos sistemas, el canal y las personas que trabajan en él siempre han intentado, con éxito, mantener esta habilidad manual que todavía hoy es muy apreciada y admirada por los turistas.

Urs y Doris nos llamaron para un aperitivo, invitándonos a unirnos a ellos en la mesa con vistas a la esclusa. Desde allí se podía disfrutar de un maravilloso panorama, la mirada podía extenderse libremente sobre el canal, embriagándose con sus vivos colores, posándose sobre los reflejos llenos de detalles de los árboles que pintaban el agua, sobre las flores y arbustos que poblaban las orillas. Las familias de patos nadaban en línea, a veces en zigzag, sobre el cauce abierto. No era raro ver a estas pequeñas familias dirigiéndose hacia los bordes del canal cuando transitaban las barcazas, esperando a que pasasen y poder colocarse detrás de ellas para continuar su viaje. El canal albergaba en su vientre muchos peces de gran tamaño, que son difíciles de ver desde el exterior debido a la turbiedad del agua verde militar. Es una atracción esencial para los grupos de pescadores que acechan regularmente los caminos de las orillas, algunos expertos y bien equipados, otros simples principiantes con sólo una caña y una red, pero todos con la intención de llevar a casa un gran pescado y disfrutarlo en la cena solos o en familia, acompañado de una sabrosa salsa francesa, un buen vino y una baguette. Se veían muchísimos, alineados como soldados, algunos más concentrados, otros más relajados, casi cansados. Dejaban sus coches aparcados no muy lejos de sus lugares de pesca, pero con todas las ventanas estrictamente abiertas. Frente a la esclusa, algunas colinas marcaban una frontera no infranqueable de altura modesta. No había casas ni edificios de ningún tipo, forma u otro uso en toda la zona que nos rodeaba. Unos pocos pasos más allá de la orilla del canal, en frente de donde nos encontrábamos, un torrente bastante agitado saturaba el aire con el sonido de su agua rugiente, ligeramente desviada por grandes rocas dispersas por el lugar. Las hojas que se desprendían de las ramas de los árboles del borde caían al agua después de haberse balanceado por un tiempo, para luego ser llevadas por la corriente a lo largo de su curso. Los cantos rodados con movimientos elegantes, curvos y sinuosos permanecían allí sorprendidos, silenciosos e incapaces de detener o incluso ralentizar el viaje. ¡Menudo baile!

Eran las primeras horas de la tarde, el sol alto en el cielo calentaba el aire, pero no era molesto. La humedad del aire era mínima, a pesar de la proximidad del curso de agua. Urs mostraba su habitual bonita sonrisa. Invitándonos a la mesa, se disculpó diciendo que tardaría unos minutos en preparar el aperitivo. Desde el interior de la casa, a través de la pequeña ventana dejada parcialmente abierta, llegaba el sonido sordo del cuchillo que Doris manejaba para cortar cubitos de queso y pan tostado con aceite y especias. El cuchillo parecía golpear una encimera de piedra viva a intervalos tan regulares que se podía confundir con los producidos por una máquina en lugar de un brazo humano. Mi esposa y yo nos miramos en silencio, sintiendo una sensación de sueño profundo, de relajación. Sólo dos horas en el lugar nos habían hecho perder completamente el vínculo con la realidad de la vida en la ciudad que casi parecía ya no pertenecernos.

—¿Pero, todo esto puede realmente existir? ¿Estoy viviendo un sueño? —exclamó Sonia en voz baja, tal vez para no ser escuchada por los dueños, quienes igualmente no habrían entendido nuestras palabras.

—Es una realidad increíble que creía perdida en el tiempo y se despliega aquí mismo ante nuestros ojos con una gran cantidad de detalles. No hay nada que añadir. Disfrutemos de esto, cariño. Sólo para nosotros —respondí estrechando sus manos entre las mías.

Urs reapareció sosteniendo dos botellas, una de vino blanco y la otra, ya abierta previamente, conteniendo un vino bastante denso, de un color rojo muy intenso. Explicó que era un licor de mora producido en su finca, con una altísima graduación alcohólica. Normalmente se usaba para «cortar» otros vinos o para preparar cócteles, aperitivos o postres. Rara vez se bebía así tal cual, también por su sabor ligeramente áspero. Vertió alrededor de un centímetro de este licor en las copas y llenó el resto con vino blanco, formando una mezcla muy similar en color al vino rosado. El sabor picante pero muy agradable conservaba casi inalterado el contenido de alcohol del licor, sólo mínimamente suavizado por la graduación del vino blanco. Doris salió de la casa llevando triunfalmente una bandeja llena de bocadillos de queso y pan preparados unos minutos antes. Después de los saludos rituales, comenzamos a saborearlo todo, dejándonos llevar completamente por los sabores, los olores, el delicado y discreto canto de los pájaros, el susurro producido por el roce de las hojas de los árboles empujadas por la brisa que comenzaba a apreciarse, templando el aire. Unas pequeñas nubes blancas mancharon el cielo hasta entonces azul, atenuando una monocromía totalmente desprovista de límites. Hablamos de muchas cosas, de nuestra vida en la ciudad, de nuestro trabajo. Urs y Doris nos contaron parte de su pasado, mostrándonos los caminos y elecciones que los habían llevado a aquel paraíso. Sus estados de ánimo, acompañados por sus palabras, nos llegaron directamente al corazón. Amaban aquel lugar, se sentían parte de él. Y la luz que brillaba en sus ojos, sus sonrisas y la alegría que mostraban en cada situación nos lo confirmaron en cada momento, también en los días siguientes. Vivían una vida real, una vida plena en su simplicidad. Nunca olvidaré una imagen que se grabó a fuego en mi mente mientras miraba a Urs. Sostenía el cáliz medio lleno en sus manos, con el tallo apoyado en la mesa. Su mirada, perdida en el horizonte, transmitía una ligera sonrisa producida por los pensamientos que pasaban por su mente en aquel momento. Pensamientos ciertamente de delicada importancia, libres de todo tipo de problemas. En la copa, el sol dibujaba manchas de luz y sombra animadas por el balanceo del vino impulsado por los movimientos de la mano. Urs se llevó el vaso a la boca sin siquiera mirarlo, totalmente absorto en sus dibujos, casi alienado. Por otro lado, Doris hablaba sin parar, sólo ligeramente interrumpida por un cigarrillo del que inhalaba regularmente.

Finalmente nos despedimos de ellos y les dimos las gracias, luego nos retiramos a la casa para descansar un poco, esperando que llegara el frescor de la noche. Después de sólo un día ya habíamos vivido tantas emociones que podíamos revivirlas incluso por la noche en nuestros sueños.


CAPÍTULO 3



La amistad es uno de los regalos del cielo a la humanidad «Las montañas no se encuentran, pero los hombres sí».[Samburu, Kenia]



Entre amigos se derrumban las barreras que normalmente cierran a los individuos en su pequeño cercado. No hay secretos entre amigos: «Si se quiere, no se oculta la desnudez».[Mongo, RD. Congo]



La oscuridad total de la noche dio paso a las tenues luces de un tímido alba. Las primeras manchas de una luz sin fuente, formada sólo por el resplandor que subía por las colinas, apenas tenían espacio para pasar a través de las espesas copas de los árboles. Como una sábana, una fina y uniforme capa de niebla baja cubría el campo de trigo ligeramente humedecido por el rocío de la mañana. Creó una atmósfera típica de los paisajes del norte de Europa, los que se ven a menudo en las postales y los libros de fotografía. La esclusa estaba desierta y el flujo de agua a través de los desagües estaba reducido al mínimo. Una ligera brisa mantenía fresco el aire de aquella mañana, levantando lentamente la niebla hasta hacerla desaparecer. Las tiernas espigas doradas de trigo, tan redescubiertas, fueron iluminadas por los rayos del sol ya en lo alto y libre en el cielo. Eran sólo las siete de la mañana, pero se podía sentir el retraso que tenía la luz del sol comparado con lo que yo veía en mis mañanas milanesas. Un conejo silvestre saltaba irregularmente por el sendero frente a la puerta principal. Pensé que probablemente estuviera buscando comida. Cogí una pequeña zanahoria del frigorífico y la puse fuera de la puerta, en el suelo, en la parte que daba a la calle. Lo hice con cuidado para que no se asustara y saliera corriendo. Me miraba con sus ojitos negros y redondos, y su cuerpo petrificado, listo para huir si fuera necesario. Mi presencia lo inquietaba, era obvio. Pero no se iba. Cuando apoyé la zanahoria, me alejé lentamente sin quitarle los ojos de encima. Una vez estaba lo suficientemente lejos, en lugar de agarrar la zanahoria, se fue corriendo a gran velocidad. Entonces pensé que habría sido perturbado por algo diferente, tal vez un ruido que yo no había percibido o tal vez un animal que se movía por el campo. Me quedé solo mirando la zanahoria que estaba en el suelo, me di la vuelta y volví a la casa a contarle a Sonia lo que había pasado. Incrédula, miró por la ventana y vio la zanahoria abandonada, estallando en una fuerte risa.

Desayunamos en paz y tranquilidad, tomándonos el tiempo necesario, discutiendo lo que haríamos durante el día: recorrido en bicicleta por la zona, cámara en mano, quedarnos a almorzar en medio de uno de los muchos campos coloridos o en algún área de descanso en los pueblos cercanos. Podríamos pedir indicaciones a los pescadores a lo largo del camino. Cuando salí al camino, al cerrar la puerta de casa me di cuenta de que la zanahoria había desaparecido. Al principio estaba molesto, pero luego me dejé llevar con una sonrisa. No podía esperar que el conejito me diera las gracias por haberle dado una zanahoria. Acostumbrado a su libertad, tampoco estaría habituado a ninguna forma de relación. A veces ni siquiera los humanos somos agradecidos, ¿cómo podría pensar que un animal salvaje podría hacer eso? Pensé que incluso volvió y aceptó con confianza mi regalo. Volví a pensar en sus ojos y en la intensidad de aquella mirada inmóvil, y me di cuenta de que aquella fue su forma simple pero sincera de darme las gracias. Los humanos a menudo también se dan la vuelta y se van.

Tomamos nuestras bicicletas y nos pusimos en marcha, pedaleando con energía, recorriendo los caminos más o menos pedregosos y tortuosos, flanqueando el arroyo y deleitándonos con su incesante canto, saludando a la gente que nos observaba desde las cubiertas de las barcazas que pasábamos a toda velocidad. Los pescadores nos miraban con recelo, tal vez perturbados por nuestro ruidoso paso que, de alguna manera, aniquiló sus somnolientas esperas. Cruzamos puentes centenarios que mostraban la roca viva esculpida por el tiempo con los cantos desgastados por la lluvia y el viento. Podíamos percibir el olor fuerte pero intangible de los materiales del pasado. Era imposible ver coches o incluso oír el ruido de sus motores tan lejos de las carreteras principales. A lo largo de nuestro camino pasamos varias esclusas, todas muy similares. Después de unos 20 kilómetros sentimos la necesidad de hacer una pequeña parada. Decidimos ir a la siguiente esclusa para preguntar a qué distancia estaba el pueblo o aldea más cercanos. Llegamos a la esclusa, que estaba a otros cinco kilómetros de donde nos habíamos detenido anteriormente para recuperar el aliento. Como esperábamos, estaba la casa de su encargado. Era muy similar a aquella en la que nos alojábamos nosotros, en su tamaño, color y forma. Sin embargo, el jardín era mucho más espacioso y bien cuidado, lleno de coloridas rosaledas. Las plantas, ya abundantemente florecidas, pintaban manchas de color que se alzaban desde el suelo hasta los dos metros de altura. Se difuminaban del blanco cándido al rojo fuego, pasando por dos tonos diferentes de amarillo, casi naranja y rosa. Las paredes de la casa, así como las pérgolas, estaban completamente cubiertas de glicinias. Sus flores, en racimos, de un hermoso e intenso color lila y en plena floración brotaban de un lecho de hojas verde pastel y daban a la casa una sensación de absoluta frescura. Los alféizares de las pequeñas ventanas estaban adornados con jarrones de geranios, también de muchos colores. Las flores, aún parcialmente cerradas, esperaban el momento adecuado para mostrarse en su máximo esplendor. En el lado opuesto de la casa, justo donde terminaba la rosaleda, se podía ver un huerto. Tal vez era sólo una pequeña parte de un terreno mucho más grande escondido de nuestros ojos por la casa. Un niño entraba y salía de la casa, y llevaba una regadera con la que regaba los geranios. El aire fresco que nos rodeaba estaba impregnado de olores, una mezcla de fragancias entre las cuales la menta y la salvia se distinguían fácilmente.

Con el menor atisbo de voz, para no molestar demasiado, llamé la atención del niño que, al oírse llamar por un extraño, se quedó algo atónito. No parecía muy decidido a hablar con nosotros, así que nos envió una clara señal para que esperáramos, corrió hacia adentro de la casa y luego salió acompañado por su madre. Cruzó la puerta, ignorando nuestra presencia, y regresó a sus geranios mientras su madre se acercaba a nosotros. Era una hermosa mujer de pelo negro, bastante alta y esbelta pero no delgada. Sin embargo, al acercarse a nosotros, comenzamos a vislumbrar los rasgos y signos del paso del tiempo en su rostro. No debía de ser muy joven, pero se veía bien cuidada. Tal vez los esfuerzos físicos habían dejado en su cuerpo su rastro indeleble de forma prematura. No podía saberlo ni me importaba en ese momento, así que dejé de pensar y me preparé para dialogar con ella mientras una tímida sonrisa se dibujaba en su rostro.

—¡Buenos días! ¿Buscáis a alguien? —exclamó, manteniendo esa pregunta en sus labios, esperando nuestra respuesta.

—Buenos días, señora. Por favor, perdone que la molestemos. ¿Podría decirnos a qué distancia está el próximo pueblo y qué dirección debemos tomar? ¿Tenemos que continuar por el camino o hay que desviarse? Verá, es que estamos buscando un lugar para parar y descansar un poco, para comer y comprar algunos refrescos. No nos importaría dar un paseo si pudiéramos, para ver algunas cosas. Hemos pasado por un pueblo que está ahora a unos diez kilómetros, no nos gustaría tener que volver directamente por un camino largo y vacío —le respondí, tranquilizándola.

— Sí, hay unos pocos, por supuesto. Pero veo que vais en bicicleta y también parecéis muy cansados. Ir hasta el siguiente pueblo puede ser un reto y vais a llegar agotados. Además, ¿no tenéis que volver después igualmente? ¿De dónde venís? — preguntó. Tenía toda la razón del mundo.

—Nos hospedamos en Gissey, venimos de la esclusa 34s, señora —exclamé con orgullo, como si me sintiera un maestro experto del lugar por donde pasaba en aquel momento.

—¡Ah, ya veo! Es la casa de Urs y Doris. Son muy buenas personas —respondió —. A mi parecer ya habéis hecho tantos kilómetros que os aconsejo que no vayáis más lejos, al menos por hoy. De todos modos, al fin y al cabo, es vuestra decisión. ¡Puedo sentir el dolor de vuestras piernas y traseros! — continuó, guiada por buen humor contagioso que inmediatamente nos llevó a nosotros dos a reír a carcajadas mientras confirmábamos su suposición produciendo una mueca cómica de dolor en nuestras caras.

—Escuchad, chicos, nosotros también tenemos refrescos, la única diferencia es que no están a la venta, así que tendréis que aceptar nuestra hospitalidad —dijo de forma graciosa—. Si queréis uniros a nosotros, sois bienvenidos. ¡No mordemos, os lo aseguro! —exclamó finalmente con una expresión tranquilizadora y sincera.

—No nos gustaría aprovecharnos de su amabilidad, señora…

—¡Giselle, me llamo Giselle! —me interrumpió extendiendo su mano para presentarse y esperando que nosotros hiciéramos lo mismo.

Nos presentamos, y después de darle las gracias tantas veces hasta aburrirla, la seguimos. Nos invitó a sentarnos en una hermosa mesa de piedra construida bajo un porche que completaba el lado derecho de la casa hasta casi llegar a la valla del jardín de la propiedad. Incluso desde aquel punto se podía ver la esclusa y el arroyo no muy lejos, rodeados de verdes campos y árboles. Ninguna colina limitaba la vista hasta la línea del horizonte, permitiendo al ojo vagar más allá de los límites. Sólo un relieve con salientes irregulares privaba al suelo de aquella monotonía plana de las llanuras. Llevando el ojo más allá del horizonte, se podían ver los cultivos. Sólo eran visibles porque estaban en ligero relieve con respecto al suelo y mostraban tonos de verde más oscuros. Se trataba de viñas muy fértiles en las que se producía el buen vino de Borgoña.

—Esperad aquí unos segundos, voy a buscar a Monsieur Jacques. Es mi padre. Él mismo se define como uno de los mayores charlatanes de Francia o quizás de Europa. Yo, sin embargo, creo que es un hombre muy sabio, ahora lo conoceréis —dijo divertida y orgullosa al mismo tiempo.

Nunca supe si se sentía similar a su padre en esto o no, la hija «sabia» de un hombre sabio. Tal vez estaba expresando una sabiduría diferente a la de su padre. El tiempo me sugeriría la respuesta. Sonia y yo nos miramos a la cara, entretenidos por tanta alegría, pero también sorprendidos por aquella inesperada hospitalidad. Temíamos vagamente el bochorno de esa situación, sobre todo hacia el sabio, o charlatán, Monsieur Jacques.

—¡Papá, hoy tenemos amigos a la mesa! —advirtió Giselle justo después de atravesar la puerta, hacia una habitación que no pude identificar.



Siempre he creído que la amistad y la confianza están estrechamente ligadas, dos regalos que la gente recibe y otorga sólo con el paso del tiempo. El simple conocimiento no implica necesariamente amistad y confianza. No puede haber instinto en una relación amistosa porque no se puede medir la llamada «sensación de piel». La amistad debe sentirse, demostrarse y compartirse. De lo contrario se trataría de una relación unilateral. Me refiero a esa forma de amistad que implica complicidad y que a veces también crea fricción entre dos personas, la amistad en su forma más verdadera. Así, considero la confianza como el combustible necesario para asegurar que la amistad pueda continuar, permitiendo que nazca, se desarrolle y evolucione hacia sentimientos aún más importantes y profundos. Sin este combustible no podemos proceder, así que es mejor que nos bajemos y sigamos a pie, pero por nuestra cuenta. Viendo la película de mi vida, he podido ver y escuchar historias de gente que ha dado su vida por la amistad, amando a su amigo incluso más que a ellos mismos. He visto a gente vaciarse de todo con tal de compartir cosas con sus amigos, y me he preguntado si yo podría hacer lo mismo por ellos. Tal vez habría perdido el desafío conmigo mismo, no lo sé, pero claramente aún no he tenido una verdadera oportunidad de ponerme a prueba a mí mismo. También he oído historias de traición, quizás porque ese sentimiento de amistad fue experimentado de manera diferente por las personas en cuestión, quizás en un sentido único, o quizás porque para algunas personas la amistad era más bien sinónimo de buena oportunidad y, como tal, de ser explotada al máximo. Sin embargo, nada de esto me maravilla. La lucha por la supervivencia de la especie está escrita en el ADN del animal, ya sea hombre o bestia. Se lucha para sobrevivir y seguir adelante, «muerte tuya, vida mía». A veces importa bien poco quién paga las consecuencias. Es un proceso de selección natural que ha tenido lugar en los últimos milenios y nunca dejará de tenerlo en el futuro. Nos escondemos detrás de esta coartada y ya no nos preocupamos por los efectos que puedan derivar de ella. También he oído hablar de historias de amistad recíproca, casos verdaderamente raros y la mayoría de las veces parte de cuentos de hadas; cuando son reales, exaltadas e idealizadas a la par de las leyendas. Es asombroso que, ante una bella historia de amistad, se tienda a romantizarla, a hacer películas sobre ella, a crear mitos para exponer y utilizar como referencia, siempre que las cosas no evolucionen como se espera, desplegándose en la escritura de poemas o prosa kilométricos destinados a la venta. Mitos, grandes ejemplos de vida que emular, que seguir. ¿No debería eso ser lo «normal»? Cuando pienso en una persona, la considero mi amiga, quiero decir que esa persona es como yo, que está a la par mía. Si no, uso otro término para catalogarla y prefiero llamarla «conocida». ¿Y qué hay de la confianza? ¿Cómo surge, dónde entra, qué posición ocupa? ¿Puede la confianza que ponemos en un verdadero amigo, y que no sólo se supone que lo es, ser la misma que la que ponemos en un simple conocido? Tal y como yo lo veo y como resultado de la experiencia, la respuesta sólo puede ser negativa.

La amistad y la complicidad son cosas antiguas. Desde que el hombre comenzó a caminar por la Tierra para vivir, o más bien para sobrevivir, necesitó un compañero a su lado. El hombre prehistórico siempre tenía que ir acompañado de un compañero o más para cazar y matar a su presa. Se dio cuenta de que no podía derribar a su gran presa por sí mismo, de lo contrario se arriesgaba a morir. El legionario romano tuvo que confiar en la capacidad de todo el pelotón para crear la «tortuga» y luego poder defenderse del enemigo en la batalla. Incluso en el ámbito literario y artístico, la amistad ha inspirado al hombre en la creación de sus más grandes obras. El hombre, por naturaleza, no puede vivir solo, necesita a la manada. Hay personas que prefieren estar solas, tal vez por la desconfianza que sienten hacia los demás, o porque necesitan lograr su propio aislamiento en su búsqueda espiritual sin exponerse a condicionamientos externos. Traigo aquí un pasaje de Cicerón que, aunque algo anticuado, nos transmite un mensaje muy moderno:



La amistad no es otra cosa a no ser el acuerdo de todas las cosas divinas y humanas con un profundo afecto. Exceptuada la sabiduría, quizá esta sea el mayor regalo de los Dioses al hombree. Hay quienes prefieren la riqueza, la salud, el poder, los cargos públicos, muchos incluso el placer. […] Luego están los que ponen el bien supremo en la virtud: una cosa maravillosa, sin duda, pero es precisamente la virtud la que genera y preserva la amistad, y sin virtud la amistad es absolutamente imposible. […] La amistad no puede existir más que entre gente honesta. De hecho, es el hombre honesto, al que es lícito llamar sabio, quien observa que no hay nada falso o simulado; en efecto, son las almas nobles las que incluso odian abiertamente en lugar de ocultar sus pensamientos tras una falsa apariencia. Además, no sólo rechaza las acusaciones de alguien, sino que ni siquiera sospecha, pensando siempre que el amigo ha cometido algún error. Vale la pena añadir, finalmente, la suavidad de la palabra y los modales, un condimento nada despreciable de la amistad. […] Digno de amistad es aquel que tiene dentro de sí mismo la razón para ser amado. ¡Especie rara! […] De todos los bienes de la vida humana, la amistad es el único en cuya utilidad los hombres están unánimemente de acuerdo. […] Todo el mundo sabe que la vida no es vida sin amistad, si al menos en parte quieres vivir como un hombre libre. La amistad, de hecho, se mete, no sé cómo, en la vida de todos y no permite que ninguna existencia pase sin ella. Por el contrario, si un hombre tiene un temperamento tan rudo y salvaje que rehúye todo contacto humano y lo odia, no puede evitar buscar a alguien sobre quien vomitar el veneno de su amargura. Entonces es cierto lo que dijo, si no me equivoco, Arquitas de Tarento:«Si alguien subiera al cielo y contemplara la naturaleza del universo y la belleza de las estrellas, la maravilla de tal visión no le daría la alegría más intensa, como debería, sino casi un disgusto, porque no tendría a nadie a quien comunicárselo». Así, a la naturaleza no le gusta nada el aislamiento y siempre trata de apoyarse, por así decirlo, en un soporte, que es tanto más dulce cuanto más querido es un amigo. […] En realidad, las relaciones de amistad son variadas y complejas y hay muchos motivos de sospecha y fricción; saber cómo evitarlos, mitigarlos, soportarlos es un signo de sabiduría. Un motivo de resentimiento en particular no debe ser exacerbado, para mantener las ventajas y la lealtad en la amistad: hay que advertir y reprochar a los amigos y, con espíritu amistoso, hay que aceptar de ellos los mismos reproches si están inspirados por el afecto. Si, por lo tanto, es un signo de verdadera amistad amonestar y ser amonestado—y amonestar sinceramente, pero sin dureza, y aceptar las reprimendas con paciencia, pero sin rencor—entonces debemos admitir que la plaga más grave de la amistad es la adulación, el halago y el servilismo. Ponle todos los nombres que quieras: siempre será un vicio que condenar, un vicio de quien es falso y mentiroso, de quien siempre está dispuesto a decir cualquier cosa para complacer, pero nunca la verdad.



La amistad es ante todo comunicación (http://doc.studenti.it/appunti/psicologia/9/comunicazione.html) entre dos personas que comparten pasiones, situaciones comunes, que para bien o para mal, se soportan durante el largo viaje de la vida. Utilizo la expresión «soportarse» porque siempre hay diferencias entre las personas que pueden hacer reflexionar y crecer al mismo tiempo, pero también provocar un distanciamiento, a veces incluso definitivo, en los casos más graves en los que la confianza se desvanece, provocando malentendidos entre ellas. Por desgracia, uno sólo se da cuenta de la importancia de los amigos cuando nos ignoran, cuando uno percibe su alejamiento de nuestras vidas. En otras palabras, nos quema la falta de amistad cuando nos damos cuenta de que la hemos perdido para siempre. Las disculpas sirven de poco. Pueden recrear el diálogo, tal vez permiten que las relaciones físicas se reconecten, pero no devuelven la confianza perdida. Como las heridas causadas por la hoja de un puñal, aunque se curen con el tiempo, permanecen visibles de por vida. La amistad es un bien preciado que debe ser cultivado día a día, está en constante evolución, tanto que gracias a ella no nos damos cuenta del paso del tiempo. Plauto decía: «Donde hay amigos, hay riqueza», y para ser tal, la amistad debe ser vivida, construida y no contemplada como un monumento o una maravilla natural genérica. No puedes ser espectador de una amistad, tienes que ponerte la ropa de actor y honrar tu papel en el escenario hasta que se cierre el telón. Hay que hacerlo en primera persona, involucrándonos, quizás a veces cometiendo errores o arriesgándonos a ser traicionados. Uno puede estar extasiado ante la visión de una aurora boreal, pero no es indiferente a la imagen de dos cachorros de perro y gato acurrucados el uno al otro mientras juega sin ser conscientes de su diversidad y de su futuro «adverso/adversario». A veces buscamos a la gente porque sabemos que con ellos el día parece ser más sereno, cada evento más feliz. No nos demos cuenta de que podían ser amigos potenciales. Así, de repente, sin motivo ni razón, se convierten en tales, tanto para nosotros como para ellos. De acuerdo con las leyes (http://enciclopedia.studenti.it/legge.html) de la Economía, «dar» sólo es bueno si es correspondido por «recibir». En la verdadera amistad desinteresada hay un continuo dar, y la forma en que se hace vale más que lo que se da.

Y luego viene el amor, en todas sus formas. Amistad y amor, ¿una unión indisoluble? ¿Y ese afecto que de alguna manera los une? Son sensaciones fundamentales en nuestra vida cotidiana, portadoras de emociones únicas e inolvidables, razones válidas para afrontar las miles dificultades que cada día se ponen en nuestro camino. A lo largo de nuestra existencia vivimos estas situaciones varias veces, nos encontramos tan a menudo con estas emociones que también debemos saber manejar, comprender, a veces aceptar y aceptarnos a nosotros mismos, a pesar de todo y de todos. A veces, estos sentimientos se confunden y se hace difícil distinguirlos para aclarar cómo nos sentimos. En otras ocasiones, esta tarea es inútil y ni siquiera nos damos cuenta: el hambre de claridad sólo alimenta aún más nuestro estado de confusión interior. Cuando amamos a un amigo, sin distinción de sexo, cuando nos importa y es parte integrante de nuestra propia existencia, se hace casi superfluo distinguir ambas cosas. El amor es como el culmen de la amistad. En lo más profundo de nosotros, el amigo que sufre o se alegra, que vive los momentos buenos o malos de su vida, nos involucra totalmente. Compartimos las mismas experiencias y emociones con él. Del mismo modo, el amigo siente las nuestras. Se llega a vivir en simbiosis, cuidando a nuestro amigo tanto como nos preocupamos por nosotros mismos. Debido a que, lo queramos o no, nos amamos, es justo afirma que también lo amamos de la misma manera. Entonces, ¿realmente vale la pena distinguir entre la amistad y el amor? Por supuesto, cuando en la relación entran el sexo, la familia y la convivencia. El hecho es que, en ciertas situaciones, es simplemente innecesario hacerse la pregunta.















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