Книга - El Juez Y Las Brujas

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El Juez Y Las Brujas
Guido Pagliarino






Guido Pagliarino

El juez y las brujas (Una investigación del siglo XVI)

Novela histórica

Traducción del italiano al español de Mariano Bas

Copyright de la obra inédita 1991-2001 Guido Pagliarino

Primera edición, copyright 01/01/2002-31/10/2006 (bajo el título «Un’indagine del ‘500», ISBN: 88 - 87926 - 89 - 1) Prospettiva editrice sas

Segunda edición, copyright 01/11/2006-30/11/2011 (bajo el título «Il giudice e le streghe», ISBN 10: 88 - 7418 - 359 - 3, ISBN 13: 978 - 88 - 7418 - 359 - 3) Prospettiva editrice sas

Desde el 01/12/2011 los derechos volvieron al autor Guido Pagliarino


Índice



Prólogo del autor a las dos primeras ediciones (#ulink_23647b8f-24ec-579d-8a47-464c5a033848)

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Epílogo del autor a la tercera edición (#litres_trial_promo)


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Prólogo del autor a las dos primeras ediciones (#ulink_0f23b2d9-90e7-5861-a0d7-b948a9194e4c)



Esta es una novela ambientada en una época de histerias religiosas, de caza de brujas y de la mujer considerada como una cosa, a pesar del ostensible precepto cristiano de amar al prójimo y la afirmación neotestamentaria de que «no hay más hombre ni mujer, sino que todos somos iguales ante Cristo».

Aunque se trata de una obra de narrativa, he tratado de imaginarla con la mentalidad del siglo XVI. Como saben los historiadores, al mirar al pasado hace falta eliminar, en la mayor medida posible, la sensibilidad contemporánea, ya que, de otro modo, nos arriesgamos a hacer juicios ahistóricos. Por ejemplo, hoy la pena capital se juzga normalmente como algo atroz, pero en el siglo XVI se consideraba el castigo lógico y se pensaba que el asesino arrepentido expiaba con la muerte todos sus pecados, ascendiendo así al Paraíso. Como veremos, ya había en cambio quien luchaba contra la tortura, mucho antes que Beccaria.

En la narración intervienen personajes de ficción y otros que vivieron realmente. El propio protagonista es una figura histórica, cuyo nombre persiste por su tratado contra la brujería. Se sabe que era abogado. No consta que fuera juez pontificio como yo lo he imaginado. Lo he retratado como un hombre incapaz de reírse de sí mismo. He tratado de introducir ironía y humor (negro) involuntario en algunas de sus actitudes y sus descripciones y consideraciones. El abogado Ponzinibio y el terrible dominico Spina también existieron realmente, además de, naturalmente, los grandes personajes históricos a los que nos referimos en la obra. También existió el endemoniado Balestrini, pero residía en el Piamonte y no en el Lacio: un caso que se podría calificar de mitomanía y esquizofrenia con instintos suicidas. El joven obispo Micheli es por el contrario un personaje de ficción, aunque es una imagen de algunos altos prelados que fueron acusados de herejía porque practicaban la caridad evangélica, los cardenales Pole, Sadoleto y Morone. He mantenido a este último en el fondo, acechante.

La idea de la novela se me ocurrió después de una investigación sobre la caza de brujas que trataba de entender al menos las razones histórico-sociales de tal barbaridad en el culmen de la época del Renacimiento. Lo que conseguí averiguar está sintetizado en las consideraciones del abogado Ponzinibio, el obispo Micheli y el caballero Rinaldi y, en cierto momento de la obra, del protagonista.

En el siglo XVI persistía la forma alocutiva vos, pero ya junto al usted que lo estaba sustituyendo: he preferido esta por ser natural tanto para mí como para la mayoría de los lectores, dado que el vos solo pervive en algunas zonas meridionales de Italia. He tratado, a veces pretendiendo hacer sonreír, de usar un lenguaje que, aunque siga las normas generales modernas, recordase en general el del siglo XVI.

Guido Pagliarino


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El juez y las brujas (#ulink_0f23b2d9-90e7-5861-a0d7-b948a9194e4c) ( (#ulink_0f23b2d9-90e7-5861-a0d7-b948a9194e4c)Una investigación del siglo XV (#ulink_0f23b2d9-90e7-5861-a0d7-b948a9194e4c)I) (#ulink_0f23b2d9-90e7-5861-a0d7-b948a9194e4c)

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Capítulo I



En el año del Señor de 1517, siendo un joven de veintiséis años, yo, Paolo Grillandi, jurisperito, fui nombrado juez adlátere en el Tribunal de Roma, donde comencé a aprender del juez general, Astolfo Rinaldi, la práctica de los procedimientos contra todo tipo de criminales y principalmente contra las servidoras del mal llamadas brujas.

Mucho antes de mi ingreso en la magistratura, desde que Inocencio VIII promulgó en 1484 la bula Summis Desiderantes, que sancionaba oficialmente la guerra a los malignos y malignas y precisaba los criterios para distinguirlos, se habían celebrado innumerables procesos por brujería, muchos más que antes. Su Santidad había entendido que había aumentado en mucho el número de personas, hombres y sobre todo mujeres, dedicados a prácticas de hechicería y por ello había declarado «absolutamente necesario no tener piedad ni ser indulgentes contra ellas». El resultado había sido feliz, con grandes condenas a endemoniados, convertidos en inofensivos mediante la prisión o la hoguera.

Una ayuda insustituible había sido, y seguía siendo para nosotros, el Martillo de las brujas, que los doctos dominicos Sprenger y Kramer habían escrito en 1486 por encargo de Inocencio VIII, donde estaba previsto cada caso y se daban las instrucciones para el descubrimiento y castigo de los malignos. Por desgracia, a pesar del éxito, el diablo estaba más empeñado que nunca y había suscitado un número cada vez más grande de brujas y brujos: parecían aumentar tanto más cuanto más numerosamente se los procesaba. Eso creía yo al menos. En realidad, la mayoría de los investigados confesaba sin necesidad de tortura e incluso una imputada, esa Elvira que nunca podré olvidar, había cedido delante de mí sin haber recibido siquiera una amenaza. Había sido confinada tras la habitual solicitud formal de gracia. Sabíamos que no había que tenerla en cuenta porque, de otro modo, nosotros mismos habríamos sido sometidos a juicio: se trataba por tanto de elegir la pena, una vez obtenida la confesión. La mujer había sido denunciada por un hechizo contra un tal Remo Brunacci, también él de la villa de Grottaferrata. Había sido importante el testimonio de la parroquia, hasta el punto de que, aparte de la víctima, no había sido necesario interrogar a otros lugareños: Brunacci había perdido el miembro viril por la magia de la bruja y este se lo había confiado al arcipreste. Este le había pedido que se bajara los calzones y lo había comprobado personalmente: efectivamente, como había atestiguado después, no estaba el miembro. Había invitado entonces al fiel a hacer penitencia: ayunar y beber agua bendita, pidiendo al cielo recuperar lo sustraído. Para poder concentrarse mejor en la oración, había encerrado al penitente, dándole un cubo de dicha agua, en una pequeña habitación vacía de su casa y le había mantenido ahí un día y una noche. Cuando había vuelto a abrir por fin, el párroco le había realizado otro control y había aparecido entre las piernas el miembro viril, con una gran alegría y maravilla de Remo que, una vez despedido, había contado la historia a todo el pueblo. Posteriormente había llegado una carta anónima a la Inquisición, a la que le había seguido la oficial del arcipreste.

En ese tiempo yo asumía tales denuncias participando de la indignación. De hecho, también mi familia había tenido que sufrir terribles males de una bruja. Yo tenía nueva años y, después de haber aprendido a leer, escribir y contar, estaba entonces en la tienda de mi padre, maestro espadero, cuando mi madre, durante toda su vida rebosante de salud, había caído repentinamente presa de una fiebre maligna y había muerto. Yo era hijo único, a pesar de que los míos habrían deseado una prole numerosa para tener una familia como Dios manda. Muchas veces mi madre, llorando, le había repetido a mi padre que debía haber sido la comadrona que me había traído al mundo la que lo había impedido: había tenido un altercado con ella unos meses después de mi nacimiento, por culpa de la ropa tendida y esa mujer debía haberle pasado factura: es de dominio público que curanderas y comadronas son sospechosas de brujería por el solo hecho de su profesión; el mismo Martillo de las brujas indica a esas mujeres como seres potencialmente malignos. Temiendo su venganza tal vez sobre mí, mis padres habían hablado, aunque siempre solo entre ellos. A pesar de todo, una tarde, estando con nosotros en la mesa, como correspondía por ser parte de su salario, los dos empleados de la tienda, mi padre había bebido demasiado y había caído presa de una profundísima tristeza. Se la había desatado la lengua y había revelado el secreto. Uno de ellos lo había contado a su vez, si no los dos. Así mi madre, dos días después, se enfrentó con la comadrona a la entrada de la casa de esta, que, viperina, le había espetado que alguien como ella, que andaba cotilleando, se merecía sus desgracias. Un mes después, atacada por el sortilegio de aquella mugrienta bruja, mamá estaba muerta. Mi padre, perdiendo la razón debido al luto y con el remordimiento de haber provocado la represalia de la hechicera, había empezado a golpear a los empleados, como si esto hubiera podido cambiar la suerte de su amadísima esposa y no hubiera sido su bebida la causa principal de lo que había ocurrido. Lleno de odio, perdido cualquier temor, en el funeral había denunciado a la comadrona; por otra parte, el mismo hecho de que ella no estuviera presente para rezar por la muerta era una acusación. La parroquia había avisado a la Inquisición; sin embargo la bruja, advertida por alguien, se supuso que el mismo diablo, había desaparecido para siempre y no había sido castigada. Hasta aquel momento, yo solo había alternado llanto y silencio. Conocida la fuga de la asesina, exploté:

—¡Yo la encontraré! —le grité a mi padre—: ¡Castigaré con la hoguera a todas las que son como ella!

No había cedido y lo había dicho tantas veces durante semanas que mi padre, también ansioso de justicia, había pedido consejo a la parroquia. Así había sido dirigido hacia los estudios de jurisprudencia. Sin embargo, trabajaba en la tienda Grillandi cada vez que me era posible. Por esto, a fuerza de forjar espadas, mi brazo derecho se había musculado con el tiempo, hasta ser casi el doble del izquierdo. Después de un par de años, mi padre se había casado con una viuda sin hijos. Después de solo unos pocos meses, la consorte había sufrido violentísimos dolores en el vientre y, en pocos días, estaba muerta. Mi padre se había casado una tercera vez, con una prima. Con ella había concebido una niña, pero al dar a luz había revelado el horror de dos cabezas y, durante el atroz parto, tanto la madre como la hija habían fallecido, la primera irremediablemente desgarrada por la doble cabeza de la naciente, la segunda por no haber podido respirar. La bruja continuaba lanzando desde lejos maleficios a todas las mujeres de la familia. Nuestro odio por ella había aumentado, si es que eso era posible. Cuando conseguí el doctorado, como era habitual, mi padre había comprado mi cargo de juez, con los buenos oficios del sacerdote y una gran suma a distribuir entre los poderosos. También la parroquia había recibido una donación. A mi padre no le habían quedado ni dinero, ni plata, ni armas, así que, para adquirir el material para fabricar nuevas espadas, había tenido que pedir un préstamo al banco. Pero, con los años, yo le había compensado su sacrificio dándole un décimo de mis estipendios.

La asesina de mi madre y mis madrastras nunca fue hallada, pero mi corazón se aceleraba con cada arresto de brujas. Recuerdo que cuando trajeron a Elvira yo había exclamado delante de Astolfo Rinaldi:

—¡Quitarle el pajarito a un caballero! ¡Ah! Pero se hará justicia.

Al principal se le había escapado una sonrisa, que yo había interpretado como «Sí, nosotros pensamos lo mismo» y había dicho:

—Boccaccio.

Sabía que era un gran admirador del Decamerón, texto que entonces, antes de que en 1559 Pablo IV creara el Índice de los Libros Prohibidos, era de libre lectura, pero no conocía entonces esa obra y no había entendido lo que el juez había sugerido, ni me habría atrevido a pedir una explicación para no parecer inculto. A mí me gustaban las obras serias y, sobre todo, el Infierno de Dante, que me parecía casi un símbolo de mi obra heroica contra el maligno y quien se había adentrado en su «selva oscura».

Elvira había sido arrestada y encarcelada siguiendo la práctica habitual. El jefe de los gendarmes, con dos guardias armados y un inquisidor dominico, había llamado a su puerta. En cuanto abrió la puerta, sin darle tiempo siquiera a hablar, le habían amordazado, atado, conducido a Roma y ahí había sido encerrada a pan y agua en una celda de la Inquisición, a la espera del proceso. Después de la condena religiosa, seguía encerrada para el proceso secular, en el que habían estado presentes, aparte de Rinaldi y de mí, el inquisidor y dos testigos, Brunacci y el párroco, ya interrogados por nosotros. Todos estábamos ocultos para la imputada, pero podíamos verla y hablar con ella a través de las aberturas apropiadas. La bruja solo tenía a los carceleros a la vista. De inmediato, por orden de Rinaldi, señalé la prueba suprema, la confesión. La investigada estaba atada, semidesnuda, en una postura que permitía atormentar casi cualquier parte de su cuerpo. Una vez oída mi voz y antes de que la hubiera amenazado con la tortura, Elvira había confesado todo. No me sorprendía: sabíamos que después de haber sido apresada por la Inquisición se había comportado así. Me había dicho que era bruja ya con catorce años y respondiendo a mis preguntas concretas según la casuística de Martillo de las brujas, había admitido haber matado y dañado bestias y cultivos, ser asesina de hombres y niños varones, que se untaba las vergüenzas con una grasa mágica, para así subirse al mango de una escoba y, gracias a esos artificios, volar al aquelarre de los diablos, en el que participaba en persona el príncipe negro y era adorado por ella y otras mujeres malvadas y que el maligno, después de que el asistente que tenia detrás le hubiera levantado la cola y todos los presentes le hubieran rendido homenaje besándole la asquerosa cloaca, copulaba con alguna de las brujas, según y también contra natura mediante su bifurcado órgano masculino y que la hechicera tenía en una jaula, invisible para todos aparte del demonio y ella, los miembros viriles de todos los hombres que había embrujado, más de veinte, que se movían como pájaros vivos y comían avena y trigo y que el diablo venía cada cierto tiempo a mirarlos para divertirse. Le había preguntado por fin si Lucifer se le había manifestado en la famosa forma del «bello Ludovico», es decir como «hombre en todos sus miembros, salvo en los pies, que parecían siempre pies de ganso que miraban hacia atrás de tal manera que estaba atrás lo que suele estar adelante». Había respondido que sí. La rea confesó sus pecados y, al mismo tiempo, delitos de todo tipo, sobre todo el homicidio y mutilación de cristianos, ¿cómo se podía no quemarla? Por otro lado, habiendo confesado de inmediato, se le había concedido la gran misericordia de ser estrangulada antes de encender la hoguera. A pesar de eso, una vez en el patíbulo, antes de ser estrangulada por el verdugo con la cuerda que le rodeaba el cuello, nos había maldecido a todos. Entonces no me había dado pena, ya que sabía que la confesión era prueba suprema y había estado orgulloso, como siempre, del buen servicio prestado a Dios y, con ello, al recuerdo de mi madre.

Estaba tan seguro del gravísimo peligro de la brujería que, tiempo después, en 1525, publiqué un Tractatus de Sortilegis como documentación y admonición. Esta obra había acrecentado, ¡pobre de mí!, mi buena fama en la Inquisición Monástica papal.

Debo añadir sin embargo una cosa, en nombre de la verdad: no he pretendido, al manifestar remordimiento, que los fenómenos diabólicos hayan sido y sean siempre mera apariencia. Así, yo en persona asistí una vez atónito a un caso indudable de posesión, que narraré más adelante, y seguramente a un proceso, que también contaré, a verdaderos siervos de Satán. Sin embargo sigo estando seguro de que, en su mayor parte, brujas y hechiceros no fueron tales y, por tanto, de que me equivoqué en casi todos los casos.


Capítulo II



Las dudas empezaron a aparecer cinco años después de la publicación de mi libro.

Era ya el final de la tarde de un día templado de finales de invierno, casi al atardecer. Volviendo a casa, como de costumbre a pie, me había parado en el gran mercado de alimentos y tejidos que ocupa toda la plaza del tribunal. Era esa hora en que se quitan los puestos y se puede conseguir comida a precios más bajos. Tras comprar un buen pollo vivo, que tenía que matar, lo llevaba a casa sosteniéndola delante de mí agarrado con la mano derecha mientras que con la izquierda aferraba, como siempre cuando caminaba, la empuñadura de mi espada. Como era habitual, pretendía parecer fiero y fuerte a pesar de la molestia de esa ave y así todos me habían dejado pasar y me habían saludado, tanto en la plaza como en el resto del camino; salvo… ¡Bueno, un chico desconocido cuando ya estaba casi a la puerta de mi hogar, no se había apartado! Más bien había chocado conmigo y se había ido sin pedir perdón a pesar de la ofensa:

—¡Pues vaya!

Además, cuando estaba a varios brazos lejos confundido con la muchedumbre, tuve que sufrir la vil deshonra de una clarísima pedorreta. Solo después me di cuenta de que había sido una señal del Cielo contra mi soberbia y tal vez también de la visita que iba a recibir enseguida, pero en ese momento me puse lívido.

Una vez en casa, un piso cerca del tribunal en el que vivía solo con un sirviente, tras apagar la ira mojándome la cabeza con agua fría, ordené al sirviente que cocinara con cuidado el pollo. No era la estación, porque si no le habría ordenado freírlo en el zumo de ese novísimo fruto al que algunos llaman manzana de oro, pero en realidad, cuando está correctamente madurado, tiene el color rojo del infierno, hasta el punto de que, como me había dicho hacía meses una espía, el populacho, por supuesto cuando sabe que lo le pueden oír, suele llamar a ese espléndido plato «el pollo al demonio».


Pero los demonólogos, a los que interpelé rápidamente, una vez probada esa comida con absoluto escrúpulo y repetidamente, habían concluido que el diablo no se encontraba en esa magnífica pitanza y que cualquier cristiano podía comerla sin pecar, siempre que no fuera con gula.

Acababa de ponerme cómodo con las ropas de casa y de sentarme en la silla de mi estudio y esperando a la comida me disponía a reanudar una lectura que había dejado a medias del Orlando furioso, cuando llamaron a la puerta.

El sirviente me anunció la visita del abogado Gianfrancesco Ponzinibio. Este era un hombre de mala fama, autor de un tratado contra la caza de brujas, publicado una década antes, que yo no había leído, pero conocía por los vehementes ataques del teólogo Bartolomeo Spina, dominico y gran cazador de malignas, incluidos en su Quaestio de Strigibus, publicada dos años después de ese libro impío. Las críticas del monje habían puesto en peligro al descarado abogado, también porque Spina era un funcionario importante y escuchado por el Médicis de Milán que, en ese mismo año 1523, había sido elegido papa con el nombre de Clemente VII y que le había ascendido rápidamente a cardenal y, no mucho después, a Gran Inquisidor.

No hace falta decir que yo ya no era un magistrado inexperto, sino todo lo contrario: estaba colocado como Juez General en el Tribunal de Roma y además también había aumentado la estimación de Clemente por mí, desde hacía tres años. De hecho, durante el gran saqueo de la ciudad realizado por las tropas imperiales en 1527, me había utilizado, arriesgando mi vida, para poner a salvo los documentos de los procesos en vigor y de todos los posibles del pasado. Entendía que tal vez Ponzinibio había acudido a mí por este poder en el tribunal. Este se había atrevido porque, además, tenía la fuerte protección de otro dominico, el austero monseñor Gabriele Micheli, entonces de veintiséis años, pero muy docto, fuerte y estimado en la ciudad.

Por respeto al obispo, que por otro lado ya gozaba de fama de santo, recibí a Ponzinibio.

En su tratado, el abogado había negado la realidad de los aquelarres y las cabalgadas volantes y condenado la utilización de la tortura para las confesiones. Pues bien, parece increíble pero, inmediatamente después de los saludos, nada más que formales, empezó:

—¡Incluso usted, Señoría, confesaría ser un hechicero si le martirizaran los testículos con tenazas candentes!

Me indigné enormemente: ¿cómo osaba hablarme así, sin corteses preámbulos, sin el debido respeto, sin perífrasis? ¡¿Tenazas candentes a mí?!

—Sepa con seguridad, mi docto señor —le respondí con rostro sombrío, pero no sin cortesía en la voz y sin descomponerme en absoluto—, que muchas brujas confiesan no solo sin haber sufrido tortura, sino incluso sin haber recibido siquiera la amenaza. Había exagerado, porque solo Elvira se había comportado así, pero recordaba la confirmación absoluta que había sabido dar a mi conciencia, por otro lado ya convencida.

—Si me lo permite, doctísimo juez —continuó el infatuado como si tampoco hubiera escuchado—, me remontaré varios siglos, para que lo pueda entender mejor.

¡Una nueva impertinencia! Tuve el impulso de que mi sirviente lo echara de casa, pero me contuve pensando en la noble figura de su protector.

—Vayamos al inicio del siglo X —prosiguió—, a un manuscrito del monje Regino de Prüm, hoy en manos del sabio padre monseñor Micheli, es decir, a la transcripción del Canon episcopi, a su vez anterior en muchos siglos.

—¿El Canon episcopi —repetí, comenzando a estar interesado—, de los primeros siglos de la Iglesia?

—Sí, puede leerlo en casa del actual poseedor, del cual soy mensajero; pero entretanto, si me lo permite, le haré un resumen.

Hasta entonces le había mantenido en pie, junto a la puerta de mi estudio. Sabiéndole embajador de un protector tan importante y habiéndome picado la curiosidad, le hice sentarse y también yo me senté.

—Magia y brujería —continuó en cuanto se sentó—, siguen a la historia del hombre, desde mucho antes del cristianismo. Se describen rituales de brujería en la literatura antigua, por ejemplo en Apuleyo, ahora de nuevo objeto de lectura y estudio por parte de distintos eruditos; y también el descubrimiento y la investigación de textos antiquísimo como la hermética y la cábala, por parte de Ficino, de Pico della Mirandola...

Le interrumpí, de nuevo con fastidio:

—Mi sabio señor, ¡por supuesto que esas cosas son verdad! y bien conocidas por pobres ignorantes como este Juez General que le está escuchando pacientemente. ¡Verdaderamente el demonio ha estado activo durante toda la historia! ¿Piensa decirme algo nuevo? ¿Cree que no sé, por ejemplo, de la viejísima bruja de Endor que predijo la desventura al rey Saúl? —añadí como muestra de mi saber, citando el primer ejemplo que me vino a la mente y, torciendo el gesto, le miré fijamente a los ojos para hacerle bajar la vista, pero no lo hizo del todo y me sonrió; luego inclinó la cabeza asintiendo como para excusarse y, tras levantarla, contestó:

—Perdóneme, señor juez, pero solo pretendía ser una inocente introducción. No he dudado en absoluto de su sapiencia.

Mostré mi aceptación de las excusas bajando la cabeza por un momento, aunque más breve que el suyo:

—Vamos con el Canon episcopi —le ordené—, o no hablaremos más —Y comencé a tamborilear con los dedos de la mano derecha sobre el brazo de mi sillón.

Apresurándose casi hasta el punto de atropellarse con las palabras, Ponzinibio continuó:

—El canon, con la venia, señoría, afirma que existen mujeres malignas que creen cabalgar animales de noche con la diosa Diana y cubrir grandes distancias en breve tiempo y desarrollar ceremonias blasfemas en lugares secretos con espíritus encarnados, pero subraya que se trata solo de alucinaciones o de sueños, provocados por el diablo para apoderarse de la mente de las personas y ¿sabe cuáles son los remedios propuestos? —No me dio tiempo a hablar y prosiguió—: Penitencia y oración. Eso dice el canon y así actúa la Iglesia hasta el año 1000; luego bastan unos pocos años: un siglo después, como se deduce de otros documentos en poder de monseñor Micheli, gran parte del clero acepta entonces, por el contrario, la realidad externa de esos hechos, mientras que el pueblo tiene una certeza absoluta; y la magia del diablo, su aparición en persona, visible, en reuniones de brujas y hechiceros se convierte en esos siglos en algo indiscutible.

—En efecto, es indudable y puede costar muy caro pensar otra cosa —repliqué con gran severidad. Estaba a punto de añadir una amenaza mayor a Ponzinibio cuando me acordé de su poderoso protector y, habiendo entendido que también él pensaba así de mal, me callé.

Al callar, el abogado replicó:

—Y sin embargo, mi justo señor, ¿la actitud moderada del Canon episcopi tal vez indicaría que nuestros antiguos padres estaban mal preparados? ¿Es posible que hasta el siglo XI, sin que la tortura fuera legal y se garantizara a los investigados un proceso justo —Ponzinibio, mirándome directamente a los ojos, recalcó la palabra justo—, brujas y hechiceros fueran un fenómeno de importancia absolutamente secundaria y, por el contrario, con el paso del tiempo hayan aumentado en número hasta ser considerados como uno de los peligros más grandes? ¿Es posible que lo que parece el remedio sea por el contrario la causa? Como dije, ¿quién podría resistirse al dolor o aunque solo sea a su amenaza sin declararse culpable? ¿Es posible que en los últimos siglos que tanto muestran glorificar la sabiduría y en esto en concreto se haya perdido la razón, gloria del cristianismo en el primer milenio? —finalmente concluyó—: Monseñor Micheli reza por usted y desea ardientemente verle, señor Juez General. Le espera el jueves en su casa, dos horas después de salir el sol. ¿Qué debo decirle?

—Mi obediencia hacia monseñor es absoluta. Comuníquesela y dígale que iré.


Capítulo III



Era la mañana siguiente, martes. Quedaban dos días para mi cita con monseñor Micheli.

Estaba realizando una tarea importante, por supuesto por orden del Papa, asignada por el príncipe de Biancacroce en persona, su portavoz secular.

Esperaba cumplir con el encargo al principio de la tarde, para poder luego ir, como le había prometido, a casa de Mora, hija del vulgo bastante más joven que yo, veintitrés años recién cumplidos, cabellos negros y tupidos, rostro y cuerpo de ninfa, a la que mantenía en secreto y con la que fornicaba sin confesarme nunca por temor a tener gravísimas penitencias. De hecho no sabía de quién fiarme y en esos tiempos no se había instituido el confesionario, mueble que, después del Concilio de Trento, había garantizado algo de anonimato al penitente.

Sin embargo dudaba bastante de poder acabar mi tarea a tiempo para ir a casa de mi Mora, aunque fuera con retraso.

Sentía una inquietud imprecisa.

Estaban conmigo, todos en pie dentro de un alto, oscuro e intrincado bosque, unos de mis jueces adláteres, Veniero Salati, seis gendarmes de escolta y delante, para abrir camino con su espada entre ramas y troncos, el teniente comandante de la guardia del tribunal, Angelo Rissoni.

Todos sabíamos que los problemas de la Iglesia habrían tenido finalmente solución si teníamos éxito en la empresa: la herejía protestante se habría extinguido y se habría reabierto el espléndido camino evangélico para la población cristiana, por fin reunificada.

Por tanto sentía una gran alegría en mi ánimo y seguramente en los de los demás, como había entendido de las palabras pronunciadas por los guardias y mi ayudante. Ese contento sabía contener nuestra ansiedad: ninguno de nosotros sabíamos el camino a seguir y se avanzaba a tientas. Rissoni abría el camino cortando la maleza, concentrado completamente en su tarea de vanguardia: los pantanos estaban cerca y hacía falta evitarlos antes de llegar finalmente a la meta.

Recuerdo el sudor sobre mi frente, gotas que debía quitarme continuamente con la mano izquierda mientras agarraba como los demás con el puño derecho la espada desenvainada: sabíamos que había lobos y onzas al acecho.

Nos aguardaba junto al camino mi antiguo superior, el caballero Rinaldi, ahora noble mayordomo de Su Santidad, que nos había dado las últimas instrucciones, pero ninguno de nosotros sabía dónde teníamos que encontrarle: nos habían dicho que él mismo nos encontraría en el momento oportuno. La operación era tan secreta que ni siquiera nosotros podíamos conocer con precisión todas sus fases.

Después de un largo camino, habíamos llegado a ese bosque inhóspito. El sol estaba casi en lo alto, como puede entrever levantando la vista hacia una rendija entre el espesor de las hojas. Era verdad, ese día no iba a poder visitar a mi Mora.

Con este pensamiento, vi al teniente comandante hundirse y desaparecer en un amén dentro del terreno: ¡arenas movedizas! Dos gendarmes y yo tratamos en vano de alcanzarle, primero introduciendo los brazos en el cieno, tumbados al borde del terreno sólido y luego removiendo el interior de la arenas con una larga rama que recogimos: el oficial había acabado en lo más profundo.

—¡La puerta del infierno! —gritó, sin poderse contener, el servil oficial vicecomandante del pelotón—. Está en manos del dia…

Le hice callar con una mirada glacial e inmediatamente le ordené:

—¡Asuma el mando de la escolta! Vaya rápido adelante y búsquenos otra vía.

Obedeció de bastante mala gana, como denunciaban la expresión del rostro y el paso indeciso.

Añadí para todos.

—¡Fuerza y esperanza! —Y dirigí a cada uno de ellos mi mirada segura y altanera.

—¡Soberbia! —me resonó en la cabeza. Miré a mi alrededor, para ver si tal vez los demás lo habían oído, pero ninguno parecía haberlo oído y experimenté temor: ¿quién había hablado?

Siguiendo la nueva dirección, después de un buen rato, casi al atardecer, encontramos en un pequeño claro al caballero Rinaldi, completamente solo.

—Por ahí —dijo, haciendo señales con el dedo de girar a nuestra izquierda hacia un sendero que se abría, a pocas varas, entre unos prunos muy altos y densos. Luego, sin hablar más, después de haberme lanzado una mirada de odio, se fue en la dirección opuesta como si me tuviera miedo.

Por ese camino, poco después, llegamos finalmente ante el mar, sobre una playa de arena clarísima, casi blanca.

Todos habíamos sido escogidos entre los que sabíamos nadar, ya que teníamos órdenes allí indicadas de sumergirnos en el piélago y dirigirnos mar adentro, donde nos esperaba la barca de San Pedro.

Dejamos por tanto las armas sobre la arena, no sumergimos y empezamos a nadar. El sol empezó a ponerse y pronto el agua tomó el color de la naranja y, con gran disgusto, vimos entonces culebras y otros reptiles asquerosos en torno a nosotros sobre el agua y sentimos que tocábamos otros con las piernas y la espalda. Estuvo a punto de entrarme en la boca una pequeñísima serpiente con rayas amarillas y verdes no más grande que mi dedo medio. Por si fuera poco, llegaron sobre nosotros nubes de mosquitos, posándose muchos sobre nuestras frentes y sobre nuestras orejas para chuparnos la sangre. Continuamos, rezando y dándonos ánimos unos a otros, y de repente, en vez de la barca de San Pedro, divisamos otra orilla: no era por tanto el Mar de la Pureza que nos había puesto como meta el Papa el que rodeaba nuestros cuerpos, sino que los envolvía una gran laguna de agua salada.

Nadamos hasta esa playa, ya casi agotados, mientras nos rozaba un número aún mayor de reptiles y llegamos finalmente a la orilla.

¿Qué hacer ahora? Caímos sobre la arena, jadeantes, pero enseguida ordené imperioso:

—¡Sigamos! —Poniéndome en pie en un rápido acceso de orgullo. Ya estaba casi oscuro.

Eso hicimos; sin embargo, tras dar unos pocos pasos, un terremoto extrañamente silencioso sacudió por un momento la tierra a nuestros pies, abriendo un barranco que se tragó a Veniero Salati, que estaba junto a mí, y a todos los demás, aparte de mí: de hecho, en ese mismo momento, salió un brazo de una niebla lechosa que se había formado misteriosamente a mi lado y su mano, que llevaba en el dedo el anillo episcopal, me agarró.

En ese momento me desperté en mi dormitorio: todavía era la noche entre el lunes y el martes.

Solo más adelante entendería el sentido de esa pesadilla. Mostraba tanto los próximos acontecimientos como mi futuro y el de mis colaboradores: un año después, el papa Pablo IV, en competencia con iguales acciones de los protestantes, habría reanudado con la máxima diligencia, más horrenda que nunca, la caza de los errados. El futuro cardenal Micheli se sabe que trabajó en contra de la homicida voluntad papal, logrando al menos hacer condenar a una parte de los investigados a la prisión en lugar de la muerte: para acoger a todos los reclusos había sido necesario ampliar la prisión de la Inquisición. La masacre había sido espantosa de todos modos y también fueron ejecutados el teniente comandante Angelo Rissoni y Veniero Salati, convertido hacía tiempo en Juez General en mi lugar. El cardenal Micheli, por orden directa de Su Santidad, había sido encarcelado sin proceso hasta la muerte de aquel excelente Papa. Solo yo, que había entrado en un convento de clausura un año después de ese sueño dantesco, viviendo como un penitente sencillo e ignorado, había superado indemne hasta hoy cualquier persecución.

En ese momento no entendí de inmediato el sentido de la alegoría, pero advertí enseguida con seguridad que la exclamación que había oído hacia la mitad del sueño, «Soberbia» era una advertencia y que provenía del Bien, no de Satanás.


Capítulo IV



Al día siguiente, por la tarde, mientras estaba con el cuerpo de guardia atento a la conversación con el teniente comandante, un policía funcionario del ayuntamiento de Grottaferrata acudió a mí en el tribunal. Me comunicó delante de los hombres de armas que el párroco de su pueblo sentía que su vida estaba acabándose y que quería hablarme de algo muy grave antes de expirar.

En realidad tenía previsto visitar a Mora ese día. Por tanto, aunque de mala gana y después de no pocas vacilaciones, dije que sí al funcionario, aunque estando delante de tantos testigos no habría podido hacer otra cosa: como Juez General debía dar ejemplo del sentido del deber moral y de la caridad. Le pedí sin embargo que me esperara, porque no pretendía cabalgar solo por un camino inseguro, ni tampoco apartar a los guardias del tribunal de su tarea por motivos no oficiales y obtuve también la promesa de que me acompañaría de vuelta a Roma.

No pude advertir a mi amada, pero al no ser la primera vez que me entretenían mis obligaciones, estaba seguro de que no se preocuparía. Por otra parte, ella sabía bien que me lo debía toda a mí y nunca se había quejado.

No tuvimos ningún percance en el viaje y llegamos al pueblo hacia el anochecer.

El policía me condujo directamente a la casa del párroco. Allí me abrió un sacerdote que sufrió un evidente sobresalto cuando me reconoció.

—El párroco acaba de confesarse y todavía esta lúcido —me dijo en voz baja al conducirme por las escaleras en dirección a la habitación de su superior—. Ya le he dado la eucaristía y la unción y parece que esta le ha fortificado, porque ha recuperado la palabra más fuerte y clara.

La mejora que habitualmente precede a la muerte, pensé espontáneamente y me turbé de inmediato: como buen cristiano, aceptaba con fe la capacidad taumatúrgica del santo óleo; ¿por qué entonces me había venido a la mente ese pensamiento blasfemo? No cabía la menor duda, seguro que había sido el diablo. ¿Tal vez no quería que hablara con el párroco? Hice la señal de la cruz y empecé a rezar mientras entraba donde estaba el moribundo, imitado por el sacerdote y el guardia, que subía detrás de mí. Seguro que pensaban que era una oración para aquel moribundo, aunque por el contrario no había tenido esa intención.

La habitación, muy pequeña, estaba miserablemente amueblada, con un banco monacal, unas estanterías de madera para libros y, como catre, tres tablas recubiertas de paja colocadas sobre caballetes. El local estaba apenas iluminado por dos cirios.

El párroco parecía adormilado, pero con nuestros rezos abrió los ojos y se volvió hacia mí con expresión de alivio y emitiendo un lamento.

—Es el cilicio —susurró el cura joven en cuanto terminamos la oración—, lo lleva desde hace muchos años y no ha querido quitárselo ni siquiera ahora.

—Déjanos solos y vete —le ordené—. También tú —me dirigí al policía—. Por hoy, ni hablar de volver. Dormiré aquí. Venid a buscarme al alba y entretanto pedid la debida autorización al burgomaestre en mi nombre.

Una vez a solas, el párroco me hizo señas para acercar el banco a su catre.

En cuanto estuve junto a él, empezó a hablarme y a medida que me iba contando yo iba quedándome cada vez más boquiabierto.

Me habló de Elvira, la bruja contra la que había prestado testimonio años antes.

La mujer había llegado siendo todavía joven de Benevento, lugar tristemente famoso de mujeres malignas en sus alrededores en donde, según había contado el teólogo Spina en su tratado, se reunían debajo un nogal a realizar cosas horribles y concertar otras nuevas. Su madre había sido una de ellas. Ya conocía a esa bruja al haberlo leído en el libro de aquel docto dominico. Apoyada un día, como un buitre, encima de una rama del nogal, había pasado cerca de ella, solo, un joven comerciante, jorobado pero de bellas facciones y noble parla, que, al ver a la bruja, mujer por otro lado bastante bella aunque no muy joven, se había acercado a conversar con ella. Ella le había deseado de inmediato de acuerdo con la voluntad más bestial y le había prometido quitarle la joroba para siempre si aceptaba satisfacerle. Así había sucedido. Al pasar por Benevento, en la posada, después de muchos brindis, el comerciante, entre risas, había contado el hecho para luego alejarse hacia su destino sin poder ser interrogado antes por las autoridades. Así que no se habían podido conocer las facciones de la bruja para arrestarla. Sin embargo había sucedido que, habiéndose corrido rápidamente la voz, un vecino de los alrededores, también jorobado, había ido al nogal esperando encontrarse con la hechicera y conseguir también ese acuerdo. Estaba allí, pero el hombre era tan feo y su aliento olía tanto vino que la bruja, molesta, en lugar de quitarle la joroba, le había añadido otra sobre la que ya tenía. Al volver desesperado al pueblo, el campesino había contado su desventura. Según algunos de aquellos que le habían visto y escuchado, su joroba se había doblado con creces; según otros, había aumentado, pero solo un poco; para otros más, que según Spina trataban de consolar a la víctima, el bulto era casi casi casi el mismo. Dos guardias le habían escuchado y, de inmediato, para que no huyese como el otro, le habían tomado declaración. Obtenida la descripción de la bruja, esta había sido identificada y arrestada inmediatamente en su casa: había explicado a Spina que, habiendo tenido como todas sus iguales la facultad de volar, la bruja había llegado su morada antes incluso de que llegase de Benevento el pobre hechizado. También resultaba del tratado que la hechicera, soltera, tenía una hija, fruto indubitable, según la intuición inmediata de la gente, de la cópula entre ella y el demonio, a la cual, sin embargo, no se había podido capturar. Como supe por el párroco, la niña, que estaba fuera de casa en el momento del arresto, al volver había sido vista y arrastrada por la fuerza a la tienda del joven sastre del pueblo, un judío mal visto y a menudo insultado por todos, que la había escondido por solidaridad hacia los perseguidos y también por estar cautivado desde hacía tiempo por la belleza de la joven. Allí Elvira había tenido que sufrir los gritos horribles de la madre torturada en el vecino tribunal, la cual, solo después de dos días, había sido condenada e inmediatamente quemada para calmar al agitado vulgo. Esa tarde, aprovechando la aglomeración de los alterados campesinos en torno al fuego, la joven había huido, acompañada por el sastre, que, por prudencia y disgustado con aquel pueblo, había preferido también irse de Benevento. Desde lejos, la joven había visto arder a su madre y había oído sus desgarradores gritos. Habían vivido como vagabundos, él cosiendo ropas de un pueblo a otro, ella vendiendo un licor de color pajizo de gusto exquisito que el párroco aseguraba haber probado muchas veces, cuya fabricación había aprendido de la madre, herborista y lavandera. Todo esto se lo había contado ella misma al arcipreste tiempo después, al que había llegado finalmente encinta después de muchas peripecias, pidiéndole que le acogiera por un tiempo. Acababa de huir de un grupo de bandoleros donde había permanecido como esclava durante años después de que, por el camino, la hubieran capturado después de haber matado a su compañero. El párroco, conmovido, le había encontrado un trabajo como sirviente en la piadosa familia de un notario, donde había podido dar a luz en paz una niña, consiguiendo permiso para quedarse con ella en el desván y criarla. Desgraciadamente con ellos habitaba un hermano del jefe de familia, también jurisperito pero de un carácter muy distinto: era un vago que, habiendo conseguido a duras penas el doctorado, no había querido ejercerlo y se había gastado todo el patrimonio del padre en vicios. Así que era mantenido y vestido por su hermano por caridad, mientras se trataba de encontrarle una ocupación decorosa y que no le cansara mucho. En cuanto Elvira recuperó sus formas naturales, ese depravado le había atacado y había tratado de poseerla brutalmente, pero la mujer, de complexión fuerte y aún más fortalecida por su vida vagabunda, le había golpeado y aturdido con un candelabro. La patrona de la casa había asistido a las últimas fases de la pelea, sorprendida por los gritos de su sirvienta. Las ropas de ellas estaban desgarradas, los moratones no dejaban dudas sobre la culpabilidad del hombre, pero era el hermano del notario. ¿Qué hacer? Esos buenos cristianos no querían que la mujer sufriera ninguna maldad ajena, pero el otro siempre sería un pariente. Tras meditar y vacilar, vacilar y meditar, le habían entregado por fin una suma para que se fuera de la casa y, si era posible, del pueblo. Sin embargo, la desventurada, ya cansada de vagar y siendo su hija todavía demasiado pequeña, había preferido quedarse en una casita cercana al bosque. Allí había perfeccionado el arte aprendido de su madre, la preparación y venta de su licor y de infusiones medicamentosas y la ayuda en el parto a las mujeres del pueblo. El trabajo elegido fue una de las causas de su mal. También influyó el que se dedicara asimismo a la venta de pájaros migratorios que sabía capturar con redes y conservaba vivos, a la espera de compradores, en una gran jaula.

Durante catorce años, Elvira había vivido bastante tranquila. Es verdad que alguno le había llamado alguna vez bruja bromeando, pero no había sufrido persecuciones. Incluso había tenido propuestas de matrimonio. Pero ella, harta de los hombres, había rechazado todas.

En los primeros tiempos había tenido que defenderse del hermano del notario, que, impenitente, había ido a su hogar a abrazarla, sin conseguirlo, por la habitual defensa de la mujer. Por eso había nacido en él un rencor enorme, mientras que su deseo iba aumentando igualmente. Por suerte, los parientes le habían encontrado por fin un trabajo respetable en Roma y se había ido, dejándola en paz.

Entre los cortejadores había estado ese Remo Brunacci que le había arruinado, el borracho del pueblo, al que siempre había echado burlándose de él. Cuando este acudió al párroco, presa del vino, diciendo haber perdido el miembro por la magia de Elvira, el sacerdote había comprendido que se trataba solo de ebriedad y que el remedio era la abstinencia. Había por tanto fingido ver entre las piernas del hombre la desaparición de los atributos viriles y luego había encerrado a Brunacci para que se disipasen los humores, también gracias al uso de agua: común, no bendita, al contrario de lo que le había dicho para tranquilizarlo. No había previsto las consecuencias. El pueblo había empezado a murmurar contra Elvira, luego a reclamar a voces que fuera arrestada. Lo peor es que esos días estaba en el pueblo el juez Astolfo Rinaldi, que visitaba al notario.

—¡Rinaldi! —repetí al oír el nombre del viejo superior, interrumpiendo la narración del moribundo.

Él era el hermano del notario. Gracias a los importantes parientes de su cuñada, se había incorporado al Tribunal de Roma, donde había hecho carrera rápidamente. ¿Tal vez él mismo, me pregunté, había puesto la carta anónima en el buzón apropiado de la Inquisición en Roma? ¿Por venganza? Por otra parte, el párroco, asustado por la nueva situación y en particular por algunas miradas que el juez le había lanzado poco antes de partir, había presentado a su vez, en la gendarmería del ayuntamiento, su propia denuncia oficial, transmitida de inmediato a Roma. El sacerdote había temido vilmente perder su propia vida, es más, lo había considerado muy probable, ya que sin duda no habría sido el primero en ser arrestado, torturado y condenado por complicidad con la brujería. El resto ya lo sabía y yo mismo había llevado las consecuencias a su extremo. Lleno de remordimientos por su falso testimonio, por otro lado jurado ante Dios, después del proceso el párroco había vivido pobremente en el habitáculo donde había estado recluido Brunacci, se había puesto el cilicio, se había sometido a humillaciones de todo tipo, había renunciado a cualquier placer, incluso al más inocente. A punto de morir, siendo inútiles los temores que, aunque fuera en el remordimiento, habían seguido atormentándole, había querido advertirme de lo que estaba sucediendo de nuevo, esta vez a Marietta y la rubia y bella hija de Elvira. Cuando llamó a su puerta el santo pelotón, la madre, intuyendo algo malo, había metido a Marietta debajo de la cama, después de haberle indicado en voz baja que se quedara quieta y en silencio, por si pasaba cualquier cosa. Después de que los inquisidores se fueran con Elvira, la niña salió y, sin saber que habían apresado a su madre, había acudido al párroco denunciando que la habían raptado. El arcipreste, al corriente del arresto, no había aclarado el equívoco; por el contrario, la había dicho que, en ese momento, no se podía hacer nada por Elvira: ¡sabía bien que para estas cosas no había suficientes gendarmes! y que se tranquilizara por tanto. Ese mismo día la había alojado como sirviente de unos campesinos. Sin embargo, después de la ejecución de la madre, Rinaldi había venido a Grottaferrata con tres guardias del tribunal de la ciudad, había detenido a la jovencita con la excusa de investigaciones adicionales y se la había llevado a Roma. ¿Tal vez quería vengarse de Elvira culpando también a su hija? El párroco me pedía que investigara esto, por justicia, y que, si ante la justicia había un delito, castigara al culpable y sobre todo que averiguara, si era posible, la suerte de la joven y, si seguía con vida, la salvara de otros posibles males. Solo así podría morir en paz.

Prometí al agonizante que buscaría hacer justicia con todas mis fuerzas.

Durante el resto de la noche, alojado en el rico antiguo dormitorio del párroco, entre colchas suavísimas y sobre un cómodo colchón, no pegué ojo.

Hacía la medianoche expiró el moribundo; oí de hecho las oraciones del joven sacerdote, pero no me levanté para unirme a él.

Tenía en mi interior una gran sensación de flaqueza. No debería haber tenido remordimiento por la injusta condena de Elvira porque, como siempre, había actuado de acuerdo con la ley y según mi conciencia, pero sentía una inquietud molesta y una ligera náusea que no me abandonaría hasta la mañana.


Capítulo V



Al salir el sol me volví, después de haber rezado por el alma del sacerdote, y me volví solo, sin esperar al guardia. Actué por impulso, pero, reflexionando, ahora pienso que, aunque estando absuelto racionalmente, mi instinto deseaba recibir castigo en el mayor peligro de ese retorno solitario. Por otro lado, yo tenía y siempre he mantenido en la vida un gran valor físico y manejaba perfectamente la espada y el puñal que, como magistrado, tenía derecho a portar. De hecho mi padre, en cuanto se hizo cargo de mí, me había hecho recibir lecciones de un cliente suyo, el maestro de armas José Fuentes Villata, un hombre delgado pero vigoroso y, cosa rara para un mediterráneo, altísimo, casi un brazo más que yo: aceptado como guardia personal de Alejandro VI, se había mantenido después de la muerte de Borgia con su escuela de esgrima. En ese tiempo, ya no joven pero todavía un hábil espadachín, se había convertido en jefe de la escolta privada del exjuez Rinaldi.

Así que no partí solo y con miedo.

Siempre había tenido en cambio prudencia con los poderosos: ¿por qué correr el riesgo, en efecto, de un ataque de un esbirro de la calle debido a la enemistad de solo uno de ellos que te tenga antipatía y te persiga? Astolfo Rinaldi se había hecho muy poderoso. Este habría sido el verdadero peligro si le hubiera atacado. Este, al haber entrado en el círculo de Bartolomeo Spina y por tanto de su protector Médicis de Milán, ya antes de convertirse en el papa Clemente, había alcanzado el grado de Juez General, luego, después del saqueo de Roma, mientras yo había sido nombrado para su puesto, había sido elevado a noble caballero y promovido a Mayordomo Honorario de las Estancias de Su Santidad. Había tenido otros diversos encargos, diplomáticos y privados y se comentaba que también tareas secretas. Disfrutaba también, desde los tiempos de servicio en la magistratura, de la gracia del gélido y poderosísimo príncipe de Biancacroce.

Ya sabía desde hacía tiempo que Rinaldi era un hombre ansioso de dinero. Cuando era todavía magistrado, había logrado acumular riquezas ingentes. Había hecho regalos suntuosos a Clemente, ese pontífice que, después de morir, sería llamado el Papa de los achaques, también hambriento de dinero y sediento de alabanzas, que le había prodigado el juez y sin duda de esto le había venido al caballero Rinaldi la recompensa de su éxito.

En realidad, al inicio de mi carrera yo no había entendido a ese hombre y siendo un joven ingenuo deseoso de justicia, la había tenido por maestro, pero, después de un cierto tiempo, habiendo apreciado este mi devoción y tomándola por tímido sometimiento, entendiendo que podía fiarse de mí se había abierto un poco. Un día en el que estaba particularmente contento y tal vez había bebido más de lo debido, me había dicho sin contenerse:





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En el año 1530, Paolo Grillandi, juez pontificio presidente del tribunal secular de Roma, realiza una investigación sobre un turbio homicidio y un infame rapto descubriendo poco a poco actividades oscuras de personajes ilustres dedicados al satanismo, el asesinato y la sexualidad más bestial y, tratando en definitiva de hacer justicia, pero no sin un grave perjuicio personal, condenará estas personas malvadas a morir en la hoguera, según los criterios legales del momento, al ser autores no solo de uno, sino de una larga serie de delitos; entretanto el camino que el magistrado debe recorrer para conseguir las pruebas es largo, peligroso y no está exento de atentados contra su vida. Paralelamente se convierte de despiadado cazador de brujas en hombre de dudas y compasión debido a ciertas experiencias y encuentros.

En el año 1530, Paolo Grillandi, juez pontificio presidente del tribunal secular de Roma, realiza una investigación sobre un turbio homicidio y un infame rapto descubriendo poco a poco actividades oscuras de personajes ilustres dedicados al satanismo, el asesinato y la sexualidad más bestial y, tratando en definitiva de hacer justicia, pero no sin un grave perjuicio personal, condenará estas personas malvadas a morir en la hoguera, según los criterios legales del momento, al ser autores no solo de uno, sino de una larga serie de delitos; entretanto el camino que el magistrado debe recorrer para conseguir las pruebas es largo, peligroso y no está exento de atentados contra su vida. Paralelamente se convierte de despiadado cazador de brujas en hombre de dudas y compasión debido a ciertas experiencias y encuentros, en primer lugar gracias al joven y cultísimo obispo Micheli, que se encuentra entre los muy pocos eclesiásticos que en esa época combaten el fanatismo en nombre a la amorosa Razón divina. Durante auge de la caza de brujas del Renacimiento, tras varios golpes de efecto hasta la última página, el lector encuentra, entre otras cosas, un duelo a espada con el diablo en persona, el saco de Roma, filósofos y magos gnósticos, esclavos, bandidos, santos y endemoniados, en una Italia ya próxima al Concilio de Trento, distinta de la actual y sin embargo similar en ciertos aspectos.

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