Книга - El Perro

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El Perro
Guido Pagliarino






Copyright © 2022 Guido Pagliarino – All rights reserved to Guido Pagliarino – Todos los derechos propiedad de Guido Pagliarino – Obra distribuida por Tektime S.r.l.s. Unipersonale, Via Armando Fioretti, 17, 05030 Montefranco (TR) – Italia – P.IVA/ Código fiscal: 01585300559



GUIDO PAGLIARINO



EL PERRO



NOVELA



TRADUCCIÓN DE MARIANO BAS


Guido Pagliarino

EL PERRO

Novela

Traducción del italiano al español de Mariano Bas

Distribución Tektime

Copyright © 2022 Guido Pagliarino – Todos los derechos propiedad del autor



Obra original en italiano:

IL CANE Romanzo, Distribución Tektime, Copyright © 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos propiedad del autor



Imagen de la portada: Un ejemplar de un perro de defensa Bandog. Fuente: Wikipedia, la enciclopedia libre


En esta novela no aparece ninguna persona existente o que haya existido, aparte de las figuras históricas generalmente conocidas aquí citadas y que no participan en la acción. Los personajes, los nombres de personas, de entidades, negocios y sociedades y de productos y servicios que aparecen en esta narración y los acontecimientos relatados son completamente imaginarios. Ha de considerarse absolutamente casual e involuntaria cualquier posible referencia a personas reales y, en general, a la realidad presente o pasada, personal, familiar, profesional o institucional.


Índice



Capítulo I (#ulink_e01809b4-54d7-522a-9489-1226b6ea599e)

Capítulo II (#ulink_2c61f9aa-a79c-5933-a9b4-931132dba032)

Capítulo III (#ulink_4a4448ff-8e55-585c-8503-bbf4d085683b)

Capítulo IV (#ulink_2faefdd1-84a9-5db4-a4f2-4e71d4e2d9af)

Capítulo V (#ulink_a7fef1e7-abbe-5a84-b992-11e516f86667)

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

OBRAS BASADAS EN LOS PERSONAJES DE VITTORIO D’AIAZZO Y RANIERI VELLI


FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO










Postal antigua que muestra la esquina entre via Garibaldi y corso Valdocco del edificio en el que tenía su sede la Gazzetta del Popolo. En la parte baja de la foto en el extremo izquierdo desde el punto de vista del lector, detrás del tronco del árbol central, se entrevén la escalera y el portal.


Capítulo I (#ulink_75ac7546-95de-5677-bab2-9445c5745d10)



La Gazzetta del Popolo era el más antiguo de los diarios turineses, nacido el 16 de junio de 1848 y muerto sin ninguna esperanza de resurrección el 31 de diciembre de 1983, después de años en los que había sufrido cambios de propiedad y problemas económicos, acabando más de una vez, por breves periodos, casi en coma. Era un periódico dirigido a una clase minoritaria desde su fundación, que había mantenido siempre un espíritu crítico social, salvo, por supuesto, durante la época fascista en la que toda la prensa estuvo amordazada. En época republicana, después de importantes éxitos, prosiguió con su actividad, siempre sufriendo adversidades hasta su defunción. Su redacción, fuertemente sindicalizada, se inclinaba hacia la izquierda democrática parlamentaria católica y laica con tendencias sociales; por ejemplo, en el período de la gran inmigración a Turín desde el sur de Italia estuvo a favor de la integración de los nuevos turineses y en los años 60 y 70 publicó importantes reportajes sobre los problemas laborales y el empleo juvenil. El periódico fue un correoso competidor contra la eterna La Stampa, diario que, tras el conflicto mundial, apoyaba el centrismo gubernamental impulsado por De Gasperi, quien desde 1963 dirigió sus simpatías hacia el rojiblanco de los gobiernos de centroizquierda del obligado matrimonio entre la Democracia Cristiana y el Partido Socialista y, en los primeros años 70 en los que discurre esta narración y en los que imperaba el clima de la llamada contestación político-social, La Stampa no había considerado desfavorablemente los ideales de extrema izquierda: no es extraño, pues acomodarse a los gobiernos al mando y al clima social del tiempo era y es algo habitual en la mayoría de los periódicos llamados independientes, pero pertenecientes a una gran unidad económica privada o pública.




Desde el principio de los años 60, yo también colaboré en la Gazzetta, pero solo en la sección cultural y ocasionalmente como periodista publicista, unas veces escribiendo el artículo en la calle Valdocco 2, sede del periódico, y otras llevándolo ya preparado desde casa. Sin embargo, en enero de 1973 mi amigo el director me invitó a colaborar a jornada completa como redactor profesional y yo acepté. No se trataba de mi primera experiencia en una redacción, pues en los primeros meses de 1968 había trabajado como corresponsal subalpino de un diario genovés del financiero Angelo Tartaglia Fioretti, que me despidió poco después por divergencias sociopolíticas.


En la Gazzetta estaba en mi salsa, junto a católicos progresistas, algún republicano como yo y socialdemócratas, por lo que acepté encantado la oferta, encontrándome además en uno de aquellos períodos en los que me escaseaban las ideas para una nueva novela y un salario razonable fijo me venía muy bien, además de que se trataba de una buena cantidad gracias a la cual no iba a pasar hambre.

La redacción de la Gazzetta era un universo de sonoras máquinas de escribir entre una nube de humo de cigarrillos y alguna pipa, en la que, como era mi caso, quien no era fumador, si no estaba dispuesto a inmunizarse, habría podido perecer asfixiado. Casi en cualquier lugar, salvo tal vez en los numerosos baños y cuando las respectivas puertas de acceso y la puerta del despacho correspondiente estuvieran bien cerradas, hormigueaba en los oídos el rumor de las voces de los periodistas en la sala de redacción o, abajo en tipografía, la conversación del tipógrafo y de quien discutía con el cajista y del cajista que gritaba para hacerse oír por su aprendiz o por el tipógrafo, que berreaba con el ayudante, todos envueltos por el estruendo de la rotativa y el rumor de las linotipias: en la Gazzetta del Popolo, la composición de las páginas todavía se hacía a mano, no habían desaparecido las linotipias, aunque ya en los primeros años de los 70 en varios periódicos ya se había adoptado el método de la fotocomposición y de la paginación en frío mediante ordenador.

Nuestro magnífico director me asignó la crónica de sucesos, colocando a mi lado durante un par de meses a una experta tutrix, Ada, periodista de investigación y bella morena, esbelta y en el umbral de los 40, con la cual, unos 20 días después, hice el amor a propuesta mía y, como ocurre siempre, por decisión suya, me abandonó tranquilamente en junio, aunque mantuvimos una cordial amistad:

—Ranieri, eres un poco demasiado individualista, ¿sabes? —me dijo un lunes por la mañana en su apartamento de soltera en via Amedeo Avogadro, no lejos del periódico, desnudos bajo las sábanas de su cama de estilo francés—: Eres bueno en términos eróticos, querido, pero no sabes darme amor.

Había sido cortés empleando la palabra individualista, que conseguía atenuar un poco lo que ella evidentemente había querido decirme: egoísta. En realidad, no creo haber sido nunca exactamente egoísta, tal vez sentimentalmente cauto y, bien pensado, tampoco siempre: solo después de haberme quemado durante unos oscuros acontecimientos internacionales en los que me vi envuelto y gravemente perjudicado en 1969, por una italoamericana muy sensual de la cual me enamoré hasta el punto de pensar en casarme con ella, pero que pronto descubrí que era una devorahombres sexualmente activa.


Después de cierto tiempo, considerando que el abandono de Ada no había deteriorado nuestra relación, me di cuenta, absolviéndome, que tampoco mi colega había estado verdaderamente enamorada de mí.

Me gustaba el trabajo de la crónica de sucesos, no muy distinto del que había realizado en la policía hasta 1967 como investigador. Por otro lado, me agradaba el hecho de que también el gran periodista, escritor y muchas otras cosas Dino Buzzati, personaje versátil desaparecido solo un año antes y al que había admirado mucho, no solo hubiera sido redactor de editoriales y de reportajes varios en el milanés Corriere de la Sera, sino que se enorgullecía de ser periodista de sucesos. Era evidente por qué el director me había asignado a sucesos, aun proviniendo de las páginas literarias: evidentemente había jugado a mi favor haber sido policía de investigación durante años y no debía haber sido ajeno a la elección que la escalofriante desventura, universalmente conocida, que sufrí en 1969, tuviera un final feliz, aunque con graves magulladuras físicas y morales y solo gracias a la intervención providencial de mi único amigo verdadero y antiguo superior Vittorio D’Aiazzo, subjefe comandante de la Sección de Homicidios y Delitos contra las Personas de la comisaría de Turín: una trama que había ideado un personaje muy sospechoso y poderoso contra Italia y Estados Unidos y, al mismo tiempo, contra mí, Ranieri Velli, usándome como instrumento involuntario y cabeza de turco de su plan criminal. Los acontecimientos se narraron y divulgaron en la prensa internacional y motivaron mi fortuna como escritor: conseguí notoriedad y beneficios económicos gracias a un ensayo que escribí en tiempo real sobre los acontecimientos, traducido a los principales idiomas occidentales y publicado, vendiendo casi un millón de ejemplares en el mundo; luego, dejando a un lado la poesía juvenil con la que había obtenido mis primeros éxitos, pero evidentemente pocas ganancias, disfruté de la fama obtenida escribiendo novelas sobre algunas de las antiguas investigaciones de Vittorio D’Aiazzo y mías, libros que se han vendido bien y de los cuales se extrajeron guiones para algunas películas de éxito.




En el período histórico en el que se desarrolla este caso, los periodistas de sucesos debían a menudo escribir de acuerdo con los redactores y comentaristas políticos, quienes, desde el final de la década precedente de sangrientos atentados terroristas, se habían arrimado a los delitos privados.

El terrorismo italiano había sido un fenómeno sociopolítico involutivo, aunque se pusiera en marcha dentro de un proceso de maduración de la visión social nacido hacia los inicios de la década y no solo en el mundo aconfesional, sino asimismo en el universo católico: los años entre el inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II en el año 1962 y el año 1970 habían responsabilizado a buena parte de los creyentes, entre otras cosas aguzando el concepto evangélico que el obrero había dirigido a su voluntad: la huelga ya no se consideraba la omisión de un deber sino un derecho sagrado. Por tanto, los conflictos con el mundo empresarial habían asumido un doble aspecto en las mentes de los trabajadores y en las organizaciones sindicales, las laicas y clasistas CGIL y UIL, de cultura política comunista, socialista y socialdemócrata, y la católica CISL, que, al defender económicamente a obreros y empleados, se basaba en el valor cristiano de la persona, inconmensurable según la Iglesia, para la que todo ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios. Las reivindicaciones y las huelgas habían unido a clasistas y humanistas. También la degeneración terrorista del descontento social había afectado a ambos mundos y había contemplado casos de paso del catolicismo al marxismo-leninismo revolucionario armado, como había pasado con Renato Curcio y su esposa Margherita Cagol, fundadores, con el comunista Alberto Franceschini, de la organización más importante de lucha armada de extrema izquierda, las Brigadas Rojas, los cuales no solo provenían del mundo católico, sino que, siendo ya comunistas, se habían casado por la Iglesia.

De todos modos, la vida cotidiana de los italianos continuaba a pesar del desenfrenado pandemónium terrorista y no faltaban acontecimientos festivos, como la inauguración del nuevo Teatro Regio de Turín el 10 de abril de 1973. Durante décadas en la zona de piazza Castello, en la cual había resonado en el pasado durante dos siglos la gloria musical del Teatro Regio original edificado en 1740, solo habían quedado sus ruinas, debido a un incendio devastador que se desató en la noche entre el 8 y el 9 de febrero de 1936. Pero finalmente, después de años de trabajo, se había reconstruido el teatro y la noche de inauguración ya estaba próxima. Iba a ser naturalmente una gran gala, con la presencia del presidente de la República, Giovanni Leone, con su séquito romano, y de los principales dirigentes ciudadanos y regionales. Estaba programada la representación suntuosa del melodrama de Verdi Las vísperas sicilianas, con la actuación de los dos grandes cantantes Maria Callas y Giuseppe Di Stefano.

Aunque el acontecimiento fuera una noticia de alta sociedad que aparentemente no nos afectara a la gente de sucesos, el director quiso que Ada y yo estuviéramos entre los periodistas invitados.

—Porque —dijo—, siempre existe el riesgo de que los habituales grupos de exaltados provoquen desórdenes delante del teatro, o algo peor. Si algo así sucediera, podréis correr a un bar para telefonearnos


e incluirlo en primera página y vendríais aquí a redactar vuestros reportajes. ¿Está claro?

Ada debía estar de buen humor y, con voz suave, le respondió cantarinamente:

—Siempre listos si lo necesitáis.

Yo, con un humor completamente distinto, molesto ante la posibilidad de acabar en medio de la violencia de unos desaliñados y vulgares marxianos


o, peor, reventado por una cobarde bomba neofascista, solo contesté con un resignado:

—Claro.

Había realmente un peligro de graves desórdenes y no niego que me había bastado con la triste aventura de 1969 de la que me quedó, y me quedará toda la vida, un shock postraumático por el que, todavía hoy después de tanto tiempo, con más de 70 años y en el tercer milenio, a veces el recuerdo del dolor que me infligieron vuelve de repente a mi ánimo y me invade la mente, casi como si estuviera sufriendo de nuevo esas torturas.

El magnífico director me sonrió:

—No me vengas con cuentos, Ranieri, sé que te molesta ir y también sé el motivo. ¡Pero hay que hacerlo! Oh, evidentemente, tienes que llevar corbata negra y Ada, tú…

—… sí, Giorgio, yo vestido largo: tengo el habitual en el armario, que me sienta muy bien sin necesidad de acudir al atelier.

—Sin duda lo sufres amargamente —le replicó el jefe en divertida respuesta a su endecasílabo.

¿Transcurriría sin incidentes la noche de la inauguración? La ocasión era realmente propicia para los subversivos.


FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO










Primera página del diario Corriere della Sera del 13 de diciembre de 1969, día posterior al de las matanzas de piazza Fontana en Milán. Fuente: “prima La Martesana”, artículo La strage cinquant’anni dopo (1969-2019), página web primalamartesana.it/cronaca/bomba-al-cuore-sono-passati-50-anni-dalla-strage-di-piazza-fontana/ (https://primalamartesana.it/cronaca/bomba-al-cuore-sono-passati-50-anni-dalla-strage-di-piazza-fontana/)


Capítulo II (#ulink_75ac7546-95de-5677-bab2-9445c5745d10)



¿Cómo se pudo llegar a la estremecedora locura de los años que serían calificados como de plomo?

En 1968, después de anteriores episodios aislados de protestas juveniles, el descontento político, y en muchos casos casi la rabia de muchos jóvenes, se expresaron con fuerza a través de manifestaciones en la calle, sobre todo de estudiantes, no todos en realidad preparados políticamente, siendo no pocos de ellos simples utópicos o bien marxistas imaginarios, como los definiría en 1975 alguien que conocía bien el marxismo,


y no todos con posturas de izquierdas sino, en parte, pseudoniestzchecianos y fascistizantes, cuando no abiertamente fascistas. Esas manifestaciones no habían sido físicamente violentas al principio, pero a ellas les habían seguido otras que habían causado daños y heridos. La sociedad italiana tuvo que sufrir la cobardía asesina de la extrema derecha y las acciones homicidas de grupos armados de izquierdas. La subversión neofascista, o negra, practicó, frente a la mentalidad progresista, un terrorismo con explosivos, iniciando su actividad criminal en 1969 explosionando un artefacto durante el horario de oficina de la sucursal de piazza Fontana de la Banca Nazionale dell’Agricoltura. Pero los asesinos nunca indicaron su identidad ideológica, que en todo caso se podía intuir que era de extrema derecha, aunque los funcionarios de policía al principio sospecharan y persiguieran a los anarquistas. Este tipo de ataques subversivos dejaba a propósito en la incertidumbre el objetivo de las matanzas, dirigidas contra ciudadanos anónimos asesinados en masa al azar; pero lo que se buscaba era fácil de intuir, aunque no se declarara: aterrorizar a la población e inducirla a reclamar un gobierno fuerte, dictatorial, que pusiera fin a los desórdenes. Aunque parezca absurdo, era también útil para ese objetivo, aunque sin duda involuntariamente, la alarmante actividad del terrorismo de izquierdas. Este último era en su mayor parte ejercitado por las Brigadas Rojas, bien estructuradas y armadas militarmente, aunque no faltaban muchas organizaciones menores que operaban de vez en cuando, como, por ejemplo, la Lucha Armada por el Comunismo, los Núcleos Armados de Poder Obrero, el Grupo 22 de Octubre, los GAP Grupos de Acción Partisana-Ejército Popular de Liberación. Al contrario que estos, las Brigadas Rojas, o BR, como las llamaban a menudo los medios de comunicación, ya desde el principio actuaron con frecuencia y a gran escala en Lombardía, Liguria y Piamonte. Lamentablemente, en un primer momento los medios de comunicación subestimaron la peligrosidad de las BR. Muchos medios incluso las definieron como algo presunto, llegando no pocos a sostener que se trataba de fascistas deseosos de ensuciar la imagen del comunismo: evidentemente, el ideal de los intelectuales comunistas demócratas, de gran preponderancia en aquellos años sobre los no marxistas, no podía aceptar las acciones de subversivos violentos de extrema izquierda y por tanto, afectados por la pasión, rechazaban con desdén que pudieran provenir de personas de la izquierda marxista. Todavía no estaba claro que el punto de vista ideológico del movimiento subversivo principal y de sus grupúsculos análogos era firmemente de izquierdas: la izquierda revolucionaria. Aquellos terroristas rojos consideraban que, tras la Segunda Guerra Mundial, la opresión nazifascista había sido reemplazada por el enmascarado, pero no menos mortal, poder económico imperialista de las multinacionales, razón por la que era indispensable continuar con la lucha armada partisana, una continuación de la Resistencia que habría debido, en primer lugar, desmontar violentamente los aparatos institucionales de opresión del proletariado, para iniciar luego una revolución nacional liberadora.


FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO










La célebre fotografía, obra de Paolo Pedrizzetti, del terrorista comunista Giuseppe Memeo con una pistola durante el tiroteo del 14 de mayo de 1977 de via De Amicis en Milán. Este había sido inicialmente un militante de Autonomía Obrera, que luego entró en los Proletarios Armados por el Comunismo y se convirtió en uno de sus principales miembros. Arrestado y condenado a 30 años de prisión por doble homicidio y siete robos, empezó a alejarse y luego rechazó los principios de la lucha armada. Al cumplir su condena, se dedicó a la actividad social pacífica. Fuente de la imagen, de dominio público: https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=798951 (https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=798951)


Capítulo III (#ulink_75ac7546-95de-5677-bab2-9445c5745d10)



La noche de la inauguración del nuevo Teatro Regio, contrariamente a los temores, se desarrolló de forma tranquila y festiva. Al acabar, después de la despedida de todas las autoridades con sus escoltas armados, Ada y yo nos fuimos de piazza Castello para regresar rápidamente al periódico, informar oralmente al director que no había pasado nada e irnos rápidamente a la cama a casa de ella.

Nos montamos en su auto con el cartel PRENSA-PRESS, un FIAT 500 especial azul modelo Scioneri, con volante, salpicadero y palanca de cambios de madera y asientos envolventes especialmente cómodos,


que al llegar ella había estacionado en via Po, no muy lejos de la piazza Castello, en dirección al río.

Dimos toda la vuelta y, unos cien metros después, giramos a la derecha, llegando de nuevo delante del Regio con la intención de realizar inmediatamente medio giro a la izquierda alrededor del castello Casaforte degli Acaja que estaba en el centro y el posterior Palazzo Madama y entrar así por la derecha a la via Garibaldi. Esta, aunque pronto se convertiría en peatonal, en 1973 todavía podía recorrerse en automóvil en ambos sentidos, aunque no había mucho espacio al tener que conducir sobre las dobles vías del tranvía que casi tocaban las estrechas aceras. Por la via Garibaldi llegaríamos, andando recto, al cruce con las posteriores calles Palestro-Valdocco y de aquí, girando a la derecha en la segunda, tras unas pocas decenas de metros, a la entrada de la Gazzetta.

Se dice normalmente que cuando un perro muerde a un hombre no es noticia, mientras que sería publicable, aunque solo como un pequeño artículo gracioso, el caso de un hombre que mordiera a un perro.


Pues bien, como veremos enseguida, puede haber excepciones: también un perro que muerde a un hombre puede ser una noticia importante, incluso muy importante. Acabábamos de empezar a girar en torno al complejo arquitectónico de castello Casaforte degli Acaja-palazzo Madama cuando, a nuestra izquierda, inmóvil como las imponentes estatuas bélicas de la plaza, advertimos un llamativo perro parado delante del monumento Manuel Filiberto, duque de Aosta, que está delante del Regio. Parecía un temible mastín de combate de color negro, tal vez un Bandog:


a estos enormes perros se debían ataques brutales a personas en muchos países del mundo, no en Italia, donde estaban ya prohibidos su posesión y entrenamiento. El animal debía tener al menos 70 centímetros de alto hasta la cruz y su peso no parecía inferior a 50 kilos. Estaba sentado solo pacíficamente, pero la expresión del hocico era muy atenta, casi como a la espera de una orden de un amo invisible.

Pensé: «¿Un perro perdido? Pero hace muy poco, está muy bien cuidado».

Ambos sentimos curiosidad y Ada frenó para observar mejor al animal y entonces bastó un solo momento para que la bestia se levantara, empezara a correr, atravesara velozmente la calle a la altura de los pórticos y, siguiendo adelante, atacara a un hombre delgado de media altura de unos cincuenta años, que caminaba a pie en nuestra misma dirección hacia via Garibaldi, tal vez dirigiéndose a su propio auto. A unos cinco o seis metros a sus espaldas caminaba sola una mujer, aproximadamente de la misma edad o un poco más joven y todavía más atrás por unos metros andaba un grupo de seis personas, probablemente todos saliendo del teatro y dirigiéndose a sus automóviles o a la parada de taxis más cercana. También el hombre atacado por el perro debía haber estado presente en la inauguración del teatro, pues vestía esmoquin bajo un ligero abrigo negro que llevaba abierto. En un instante, el perrazo le mordió mortalmente el cuello. Tras hacer esto, la bestia se fue hacia via Garibaldi babeando sangre.

Advertí que su collar estaba cubierto de protuberancias posiblemente metálicas, que reflejaban las luces de las farolas de la plaza y me vino a la cabeza la idea de que alguien, como en ciertas películas policíacas con algunas trazas de ciencia ficción de moda en aquellos años, le había enviado una orden por radio, dirigiéndola a ese collar rugoso y brillante.

Las personas que caminaban detrás del hombre y otras más lejanas se acercaron al cadáver desplomado en la acera, dándole la vuelta y cerrándole los ojos.

Ada me dijo:

—Trata de averiguar si ese pobre hombre era alguien importante y cualquier otra cosa que puedas. Antes de volver a la redacción, telefonea si tienes noticias relevantes. Yo sigo al perro.

Me bajé rápidamente y su 500 salió detrás del animal, que, entretanto, al llegar al final de la plaza delante de la Iglesia de San Lorenzo, había girado a la derecha entrando en el amplio espacio peatonal delante del antiguo Palacio Real de los Saboya, separado de la plaza por una verja, con un paso en el centro intencionadamente no lo suficientemente ancho como para permitir el paso de un automóvil.

Ada, al no poder entrar en el patio con el coche, siguió al animal con los ojos. Luego me informaría de que, al fondo del espacio, el animal había girado a la izquierda y había desaparecido por el paso que lo une a la piazza San Giovanni, delante de la catedral.

Teníamos una noticia.

Vi que el automóvil de la colega había reemprendido la marcha hacia via Garibaldi. Estaba claro que Ada intentaba quitar de inmediato cualquier titular de primera página, a la espera de mi llegada con las esperables novedades.

Después de haber mostrado mi carné de periodista, pregunté al grupo que había en torno a la pobre víctima si alguno de los presentes lo conocía: nadie, o nadie que quisiera decirlo.

Intervino una patrulla de la Seguridad Pública,


fuerza pública que todavía no había abandonado la plaza, aunque las autoridades ya se habían ido y el área estaba casi completamente despejada. Tras mostrar mi carné de periodista también al comandante de los agentes, un subteniente, le pregunté si la víctima era una persona conocida, pero recibí un seco y casi fastidiado:

—No lo sabemos.

Llegó una ambulancia, tal vez llamada poco antes por los mismos policías o tal vez por ciudadanos que habían visto la tragedia. Llevaba un médico a bordo y este no pudo más que constatar la muerte de ese pobre hombre.

Sin haber obtenido nada, me dirigí a la parada de tranvía más cercana, que entonces discurría a lo largo de via Garibaldi, para volver así al periódico, pero después de recorrer unos treinta pasos, una voz profunda que venía de detrás me detuvo:

—¡Señor Velli!


FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO








La sala del Teatro Regio de Turín. Foto Ramella&Giannese - https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=2802036 (https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=2802036)


Capítulo IV (#ulink_75ac7546-95de-5677-bab2-9445c5745d10)



Se trataba de una mujer. Imaginé que fumaba mucho y por eso su voz se había enronquecido por el humo que había pasado durante años por su atormentada garganta. Era aquella a la que había visto caminar a pocos metros detrás de la víctima. Como pude verificar al verla más de cerca, a pesar de que su voz no sonaba muy amable, era casi más de barítono que de contralto, y aunque su edad se acercaba a los 50 años, era una mujer con un atractivo juvenil, pelo rojo brillante, sin duda teñido, pero de apariencia natural, un bonito rostro sin arrugas, boca carnosa, pero no mucho, alta y esbelta; venía hacia mí a paso ligero con calzado elegante y unos tacones cómodos de color azafrán. No llevaba bolso, vestía un abrigo azul de aspecto deportivo con tres grandes bolsillos, dos laterales y uno a la izquierda sobre el pecho, todos llenos, bajo el cual asomaban unos cinco centímetros del bajo de un vestido largo dorado.

Parándose delante de mí, me preguntó:

—Usted es el señor Ranieri Velli, ¿verdad?

—Um… sí. ¿Nos conocemos, señora…?

—Señorita: señorita Luisa Manforti. No, no nos conocemos, señor Velli. He leído algunos de sus libros y su foto aparece en las tapas ¿entiende? Además, como tengo que leer por mi trabajo varios diarios, conozco su firma en la Gazzetta del Popolo. Señor Velli, sé quién era el muerto. No quise decirlo antes, en medio de toda aquella gente.

—Cuéntamelo.

—Era el ingeniero Rodolfo Mangiaforni, uno de los dos subdirectores del grupo industrial Italiavolo. Lo conoce ¿verdad?

—Sí, es muy conocido.

—De primer nivel. Tiene fábricas en Turín, Milán y Nápoles.

—La he visto caminar detrás de la víctima, señorita. ¿Era casualidad o tenía algún motivo?

—Yo era su escolta privada, señor Velli. Éramos tres personas para su protección, en turnos de ocho horas cada uno. Esta noche me tocaba a mí. Por desgracia… no he podido cumplir con mi trabajo, ese maldito perro apareció como un rayo.

—Lo he visto, señorita, y estoy de acuerdo. Habría sido muy difícil conseguir detener a tiempo a un animal como ese y no debe culparse. Pero ahora debe perdonarme si paso a otra cosa, soy periodista y hago mi trabajo: ¿podría darme alguna información más sobre la víctima?

—Solo lo que me confesó el propio ingeniero, una vez que estaba sorprendentemente alegre y dispuesto a conversar, pues normalmente era muy cerrado: había sido comandante partisano, habiendo recibido después de la guerra la medalla de oro de la República Italiana al valor militar: el 8 de septiembre de 1943, fecha del armisticio de Italia con los aliados, estaba cumpliendo su servicio militar como subteniente de complemento del cuerpo de ingenieros de la Fuerza Aérea Real, con sede en el aeropuerto de Piacenza-San Damiano. Los antiguos aliados alemanes, seguro que lo sabe, ya presentes en parte a nuestro lado en nuestro territorio, nos invadieron brutalmente con multitud de tropas inmediatamente después del armisticio y empezaron a detener y a deportar a sus campos de concentración a nuestros militares, que habían sido abandonados sin recibir órdenes de los de más alta graduación de nuestras Fuerzas Armadas. Mangiaforni no solo consiguió no ser detenido por los alemanes, sino que no se dio por vencido y creó, con parte de sus aviadores y civiles locales, una milicia de voluntarios por la libertad, como llamaban los dirigentes del CLN


a los partisanos, una brigada que al principio no era grande, pero que había incorporado luego bastantes combatientes entre los muchos jóvenes reclutas que no querían servir al reconstituido régimen fascista. Entre los últimos meses de 1943 y abril de 1945, Mangiaforni y los suyos llevaron a cabo en Emilia muchas acciones contra alemanes y fascistas. A pesar de eso, según me contó, tras la Liberación, en lugar de disfrutar por un tiempo del éxito donde había llevada a cabo sus acciones con sus hombres, dejó a su segundo el mando de la brigada, ya solo dedicada a festejar, comer, beber y disparar al aire y volvió humildemente a su casa en Turín, al contrario que la mayoría de los demás partisanos.

—Hizo bien. Yo tenía entonces solo quince años, pero ya tenía opiniones políticas concretas y, como mis padres, detestaba el nazifascismo. Yo era un joven alegre y, sin embargo, en las semanas posteriores a la Liberación, me sentía molesto cada vez que veía pasar junto a mí por la calzada, sin ningún destino y haciendo sonar las bocinas, automóviles y camiones llenos de partisanos cubiertos hasta los dientes de armas. Daban la impresión de estar borrachos. Tal vez yo era demasiado inflexible al ser muy joven, pero aun así sentía que aquellas cosas dañaban la memoria de los mártires de la Resistencia: otra cosa fueron los exultantes desfiles posteriores a la victoria, que también yo aplaudí con alegría, distintos de algunos teatros posteriores.

—Sí, señor Velli, por no hablar de aquellos falsos justicieros desatados que, ensuciando el honor de los demás partisanos garibaldinos, bajo la cobertura de banderas rojas se dedicaron a actos de violencia indiscriminada y venganzas personales,


un poco en todas partes del norte de Italia, pero especialmente en aquella zona de la Emilia Romaña a la que se llamaría el triángulo de la muerte.


Para mí fue algo especialmente amargo, porque también mis queridos abuelos fueron víctimas inocentes.

—Cuéntemelo, por favor.

—¿No le aburro?

—No, señorita, la escucho con atención.

—Mientras que la familia de mi papá era de Moncalieri,


mis abuelos maternos eran de Reggio Emilia: mi padre conoció a mi madre por unas cortas vacaciones en el mar en las que coincidieron en Cesenatico. El abuelo Luigi trabajaba como ortodontista en un laboratorio propiedad de un oficial de alto rango de las brigadas negras,


alguien a quien raramente se le veía en el laboratorio, al dedicarse a hacer torturar y matar a patriotas capturados. Poco antes de la Liberación, ese criminal desapareció, dejando el negocio en manos del abuelo, que, igual que la abuela Marianna, no era ni fascista ni combatiente antifascista, sino uno de los muchos no alineados que solo buscaban sobrevivir, haciendo lo posible por esquivar las redadas nazifascistas y no morir bajo una bomba aérea estadounidense. Una tarde, estábamos a mediados de mayo de 1945 y hacía poco que había acabado la guerra, dos hombres y una mujer fuertemente armados entraron en el laboratorio vociferando desde la puerta: «¡Sal, fascista asesino!». Por lo que dijeron algunos vecinos luego a mi abuela, personas que en aquellos días turbulentos vivían prudentemente ocultas en su casa, pero no se habían tapado los oídos, esos tres, al ver la mesa de trabajo del único presente, mi abuelo, se aproximaron a él lanzándole insultos y le ordenaron gritar: ¡Abajo el duce!, cosa que evidentemente él hizo de inmediato. Inútilmente. La mujer le dijo: «Ahora ya no gritas viva el Duce, ¿eh? ¡Asqueroso escuadrista! Ahora ya no podrás asesinar a inocentes ¿eh?» Debieron confundirle con el dueño. Sin permitirle explicarse, inmediatamente los tres le golpearon la cabeza con las culatas de sus ametralladoras y fusiles, lo arrastraron fuera, más muerto que vivo, le colocaron al cuello un cartel en el que ponía: Esto le pasará a todo verdugo fascista y lo colgaron de una farola. Mi abuela, al ver que no llegaba a cenar, fue a buscarlo al laboratorio y se encontró de frente con ese horrible péndulo.

—Un error tremendo, señorita. Lo cierto es que los miembros de las Brigadas Negras estaban entre los fascistas más crueles y más odiados, no solo por los partisanos, sino también por buena parte de la población, por eso los encontrados después de la Liberación sufrieron unas represalias comprensibles e implacables, no solo por parte de miembros de las formaciones garibaldinas, sino asimismo por otros patriotas que, aplicando una justicia sumaria, los castigaron sangrientamente y, por desgracia, en la confusión de las primeras semanas después de la Liberación, se produjeron también injusticias debidas a errores de personas, como le pasó a su pobre abuelo, y es horrible. Pero dígame: ¿Al menos su abuela tenía otros hijos cercanos que pudieran consolarla?

—No, mamá era hija única y no supo nada durante mucho tiempo. La abuela Marianna sufrió sola su luto: una mujer fuerte, ¿sabe? Pero aquellos primeros días debieron ser horribles, aislada como estaba. Le comunicó a mi madre el desastre solo tiempo después, por carta, cuando se reanudaron los servicios postales regulares. De todos modos, señor Velli, las cosas fueron así y no se pueden cambiar. ¿Volvemos a hablar de Mangiaforni?

—Sí.

—En Turín, el ingeniero fue contratado casi de inmediato en Italiavolo. Hizo carrera en pocos años y ya en 1949 era un ejecutivo y pocos años después uno de los dos subdirectores, aunque en su documento de identidad no aparecía con esa categoría, sino como un simple empleado,


una categoría modesta que, por prudencia, Italiavolo había sugerido a su alta dirección, considerando el riesgo de las Brigadas Rojas. Además, su empresa se dirigió a nuestra Agencia de Seguridad e investigación confidencial para tener escoltas armados para sus directivos. Dos compañeros y yo estábamos asignados a su protección 24 horas al día, ocho horas de servicio cada uno.

—¿Para qué agencia trabaja, señorita?

—Es conocida: la Indagini Private e Servizi di ScortaSam Buzzi.

—Que sería Samuele Buzzi.

—No, Samuel: el propietario es de origen estadounidense, de familia italoamericana. Llegó a Italia en 1943 con el Ejército de los Estados Unidos, siendo capitán de la OSS,


su servicio secreto militar. Durante un par de años, trabajó más allá de las líneas, desde la primavera de 1944 aquí en Piamonte, transmitiendo información y órdenes de los aliados a nuestros jefes partisanos y, en sentido contrario, mandando informaciones a la OSS sobre la producción bélica de nuestra industria y el desvío hacia Alemania, por orden de los propios alemanes, de aviones, tanques, medios motorizados construidos por la FIAT y por Italiavolo: aproximadamente el 90% de la producción. Italia le gustó tanto que, al acabar la guerra, decidió quedarse, también porque en nuestra ciudad conoció y tuvo relaciones con una abogada penalista


que formaba parte de los órganos directivos del Comité de Liberación Nacional de la Alta Italia en representación del Partido Liberal.

—¿Ha sabido estas cosas directamente de Buzzi?

—De su mujer, en cuyo despacho trabajé durante un tiempo, el Studio Legale Avvocata Margherita Valenti. Se casaron. Con el matrimonio, adquirió automáticamente nuestra nacionalidad, aunque sin renunciar a la estadounidense. Tras licenciarse, fundó la agencia. Un antiguo colega mío de la vieja guardia me dijo un día que Sam, para introducirse en el mercado, se publicitaba como un investigador grandioso, aunque no tuviese todavía ningún cliente: el método estadounidense, ya sabe, anuncios caros en revistas, folletos y cosas así, agotando sus pocos recursos y los considerables de su esposa, pero con gran éxito. La señora se asoció con él, aportando bastante dinero: dicen que tiene más acciones en la sociedad que su marido, aunque nunca se ha ocupado de su administración, porque tiene mucho trabajo en su despacho. No han tenido hijos, ambos están completamente volcados en sus respectivas profesiones.

—Entiendo. Ya conocía de nombre su agencia.

—Es la primera en Italia por volumen de negocio. Trabajamos también en otros países europeos.

—¿Desde cuándo trabaja en la Buzzi?

—Desde 1958, al dejar el despacho de la esposa de común acuerdo. Allí había trabajado como empleada para todo durante 14 años, con muchos encargos de recoger informaciones para los procesos en los que tenía que trabajar.

—Es decir, un trabajo casi igual que este.

—Más sencillo, no había que realizar trabajos de escolta, solo investigaciones privadas, pero el salario era menor. Así que un día pedí al marido que me contratara en su agencia después de haber hablado con la señora. Me aceptaron también gracias a los buenos informes de ella, que entonces se valía de la agencia conyugal y ya no tenía necesidad de mis investigaciones personales. Pero antes tuve que realizar un curso interno de formación que no podía haber sido más duro.

—Cuénteme algo más sobre esta noche, por favor.

—Sí. El ingeniero Mangiaforni, para que yo pudiera acompañarlo a la inauguración, había pedido una invitación para dos personas. Llevo debajo el vestido de noche y tengo la pistola en el bolsillo derecho del abrigo, que, obviamente, no dejé en el guardarropa, sino que mantuve sobre las rodillas durante el espectáculo y en el brazo en los intermedios entre los cinco actos; y sin embargo, cuando ese perro atacó rápido como una flecha, solo lo he visto en el último momento y no he podido disparar a tiempo, solamente poner las manos sobre el arma en el bolsillo. A pesar de toda mi preparación, no he podido salvar a quien tenía que proteger: ¿quién podía haber esperado algo tan inusual?

—¿Por qué no caminaba junto a Mangiaforni, sino unos metros más atrás?

—Sí, unos pasos a su espalda, para una mejor visualización: junto a una persona no se ve todo.

—¿Qué piensa de ese perro, señorita? A mí no me ha parecido un vagabundo rabioso, más bien, visto cómo se ha producido el ataque, yo diría que estaba entrenado para matar.

—Tampoco yo considero probable un accidente, señor Velli. Una acción demasiado eficaz de ese animal. Podría ser un homicidio premeditado. ¿Tal vez las Brigadas Rojas hayan ideado un nuevo método de ataque?

—Podría ser, pero me parecería más verosímil una acción de las Brigadas Negras. El ingeniero había sido un comandante partisano y por tanto enemigo de los fascistas, mientras que, por el mismo motivo, no me parece muy probable que las Brigadas Rojas hayan colocado en su punto de mira precisamente a un antiguo jefe partisano y no a otro directivo. De todos modos, creo que podremos saber algo más mañana: si se trata del homicidio de un directivo industrial por parte de brigadistas rojos, tendremos enseguida una reivindicación como es habitual en ellos; pero si se mantiene el silencio, la pista a seguir podría ser la fascista con el objetivo de un antiguo dirigente partisano con una medalla de oro de la Resistencia.

—Sí, señor Velli —Tras estas palabras, la señorita Manforti, debió sentir un deseo repentino e incontrolable de fumar—. Perdóneme —me dijo buscando en el bolsillo interior de su cómodo abrigo un paquete de cigarrillos. Sacó uno, se lo puso en los labios y lo encendió con un pequeño mechero sacado del mismo bolsillo inmediatamente después.

El humo de tabaco que desprendía me molestó. Hice espontáneamente un gesto de ventilación.

—Perdóname otra vez, debe haber una brisa que desvía el humo, no he respirado hacia usted.

—Um… no pasa nada —dije con una falsa sonrisa.

Me sorprendió un poco que Manforti no hubiera podido esperar a que nos despidiéramos. Pero un momento después entendí qué había pasado: era el molesto pensamiento del favor que estaba a punto de pedirme. Debía ser una mujer muy orgullosa.

Después de otra calada, me dijo vacilante:

—Señor Velli… acción negra o roja, he fallado y… corro el riesgo de ser despedida. Le he molestado… sí, sin duda para ayudarle, pero… tendré que pasar pronto bajo las horcas caudinas de mi jefe y… en resumen…

—Dígame, no tenga miedo.

—Usted ahora escribirá un artículo sobre lo que ha pasado.

—Claro.

—Pues bueno… ¿tal vez pueda dejar claro lo rápido de la acción de ese perro y por tanto la imposibilidad de intervenir a tiempo en defensa de Mangiaforni?

—Entiendo, señorita, —Sonreí con complicidad—. A usted le gustaría que escribiera, tomándome un poco de libertad frente a los hechos desnudos… digamos que para interesar más al lector con un poco de detalle, que usted, la señorita Luisa Manforti, valiente empleada de la Sam Buzzi, que escoltaba a la víctima, saltó de inmediato en auxilio de su protegido, extrajo la pistola y apuntó a la bestia babeante, entendiendo al instante la intención agresiva de la fiera, pero que ese monstruo había sido tan veloz que, a pesar de su gran diligencia y habilidad, no había podido disparar sin que el pobre ingeniero acabara muerto.

—Se lo agradecería muchísimo, señor Velli.

—Lo haré, señorita.

—Se lo podré contar así a Sam, ¿verdad?

—Por supuesto.



De vuelta a la redacción, escribí rápidamente el artículo, que pudo incluso aparecer en la primera edición: una pieza basada en lo no mucho que había sabido de Mangiaforni a través de la señorita Manforti, incluyendo los elogios que le había prometido. Ada, por su parte, ya había redactado la correspondiente entrada de portada y finalmente nos fuimos su casa, esa vez solo a dormir.


FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO














Piazza Castello de noche fotografiada desde arriba (con un enorme gran angular que da la falsa impresión de una plaza casi circular, no rectangular como es en realidad). Fuente de la imagen: diario web Moleventiquattro, artículo «Piazza Castello si accende con una nuova illuminazione», del 23 de diciembre de 2020, página https://mole24.it/2020/12/23/nuova-illuminazione-piazza-castello-torino/ (https://mole24.it/2020/12/23/nuova-illuminazione-piazza-castello-torino/)





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Año 1973, Turín: El terrorismo de derechas e izquierdas asola Italia desde hace años y sin duda no era noticia que un hombre fuera mordido por un perro, si no fuera porque no solo había matado horriblemente a un famoso héroe de la resistencia condecorado con una medalla de oro, además de ser uno de los capitostes del estratégico grupo industrial Italiavolo. Impopular entre los neofascistas por la primera razón y entre las Brigadas Rojas, de las que su joven hijo forma parte, por la segunda. Por si no bastara con eso, la vida privada de la víctima no es del todo ejemplar. Finalmente, el subcomisario Vittorio D’Aiazzo encontrará la solución, pero solo gracias a una intuición de su amigo Ranieri Velli, escritor y periodista de sucesos en el glorioso y plurisecular periódico turinés La Gazzetta del Popolo.

Año 1973: El fenómeno sociopolítico degenerativo del terrorismo, que apareció en Italia a finales de los años 60 ya ha entrado en su fase más dramática, grupos armados de izquierda y derecha ejercitan la violencia de distintas maneras, pero todas mortales. Sin duda, en un clima social tan atroz, no sería noticia que un hombre haya sido mordido por un perro, si no fuera porque no solo había matado horriblemente a un famoso héroe de la resistencia condecorado con una medalla de oro, además de ser uno de los capitostes del estratégico grupo industrial Italiavolo. Impopular entre los neofascistas por la primera razón y entre las Brigadas Rojas, de las que su joven hijo forma parte, por la segunda. El modo en que muere sugiere que el perro había sido adiestrado para asesinarlo, por lo que es difícil pensar en algo casual, aunque así lo interpreta la muy poderosa familia propietaria de Italiavolo, que reclama que se concluya lo antes posible la investigación del subdirector Vittorio D’Aiazzo, jefe de la sección de homicidios de la comisaría de Turín. ¿Un asesinato político de fanáticos de derechas? ¿De extremistas de izquierdas? Como si no bastara con eso, se descubre que la vida privada del muerto no es del todo ejemplar, como averigua e inmediatamente divulga la prensa sensacionalista, exagerando las cosas, como es habitual. Tal vez en este caso no tanto, dado que la propia investigación de la policía parece confirmar poco a poco la existencia de sombras en la vida privada del hombre, al menos en ciertos aspectos. Finalmente, a pesar de las apariencias, podría haberse tratado solo de un deplorable accidente. Vittorio D’Aiazzo encontrará la solución, pero solo gracias a una intuición de su amigo Ranieri Velli, escritor y periodista de sucesos en el glorioso y plurisecular periódico turinés La Gazzetta del Popolo.

Translator: Mariano Bas

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