Книга - La Furia De Los Insultados

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La Furia De Los Insultados
Guido Pagliarino






Guido Pagliarino



La Furia de los Insultados

Novela histórica



Copyright © 2018 Guido Pagliarino - All rights reserved

Book published by Tektime

Tektime S.r.l.s. - Via Armando Fioretti, 17 - 05030 Montefranco (TR) - Italy


Guido Pagliarino

La Furia de los Insultados

Novela histórica

Distribución Tektime

Copyright © 2018 Guido Pagliarino

Traducción del italiano al español de Mariano Bas



Título de la obra original en italiano: “L’ira dei Vilipesi”.

Ediciones de la novela en italiano:

Libro electrónico (e-book) en diversos formatos, copyright © 2018 Guido Pagliarino, distribución Tektime

Libro en papel, copyright © 2017 hasta el vencimiento del contrato Genesi Editrice, via Nuoro 3, 10137 Torino, sitio http://www.genesi.org/ (http://www.genesi.org/) libro en papel “L’ira dei vilipesi” http://www.genesi.org/scheda-libro/guido-pagliarino/lira-dei-vilipesi-9788874146314-471023.html (http://www.genesi.org/scheda-libro/guido-pagliarino/lira-dei-vilipesi-9788874146314-471023.html)

Los derechos de traducción del italiano a otros idiomas y de publicación en formato papel, gráfico-electrónico, audiolibro y cualquier otra forma y los derechos de difusión también en radio, cine y televisión y cualquier otra forma son en exclusiva Copyright © di Guido Pagliarino. Los derechos de distribución en todo el mundo en los diversos formatos electrónicos y papel de esta traducción en español han sido asignados por el autor a Tektime S.r.l.s.



Las imágenes de la portada del e-book y del libro en papel, tanto en italiano como en las traducciones, han sido realizadas electrónicamente por el autor.


Los personajes, acontecimientos, nombres de personas, entidades y empresas y sus locales que aparecen en la novela, aparte de las personas y los acontecimientos que forman parte de la Historia, son imaginarios; cualquier referencia a la realidad pasada y presente es casual y completamente involuntaria.


Índice



Prólogo (#ulink_5f87d279-4dd4-58e8-a884-6408781f789e)de (#ulink_5f87d279-4dd4-58e8-a884-6408781f789e)l autor (#ulink_5f87d279-4dd4-58e8-a884-6408781f789e)

Guido Pagliarin (#ulink_9b226585-8f8e-5f37-b5de-231124957a0f)o La Furia de Los Insultados -Novela hist (#ulink_9b226585-8f8e-5f37-b5de-231124957a0f)ó (#ulink_9b226585-8f8e-5f37-b5de-231124957a0f)rica (#ulink_9b226585-8f8e-5f37-b5de-231124957a0f)

Capítulo 1 (#ulink_09687883-dacb-593e-b44d-bddcadcd6263)

Capítulo 2 (#ulink_3ef27933-4f15-55d8-8b4e-16e38b02790f)

Capítulo 3 (#ulink_d3d10fa2-78c7-562b-8c0f-48eb899f06ae)

Capítulo 4 (#ulink_275e729b-c317-5b94-9889-e5928b48d589)

Capítulo 5 (#ulink_ef7e02e7-2be7-5415-ae70-2fad7129e09c)

Capítulo 6 (#ulink_580d5e2f-3b17-5e4a-b271-77c4dddbad4f)

Capítulo 7 (#litres_trial_promo)

Capítulo 8 (#litres_trial_promo)

Capítulo 9 (#litres_trial_promo)

Capítulo 10 (#litres_trial_promo)

Capítulo 11 (#litres_trial_promo)

Capítulo 12 (#litres_trial_promo)

Capítulo 13 (#litres_trial_promo)

Capítulo 14 (#litres_trial_promo)

Capítulo 15 (#litres_trial_promo)

Capítulo 16 (#litres_trial_promo)

Capítulo 17 (#litres_trial_promo)

Capítulo 18 (#litres_trial_promo)

Capítulo 19 (#litres_trial_promo)

Capítulo 20 (#litres_trial_promo)

Capítulo 21 (#litres_trial_promo)

Capítulo 22 (#litres_trial_promo)

Capítulo 23 (#litres_trial_promo)

Capítulo 24 (#litres_trial_promo)




Prólogo del autor (#ulink_ba585e2f-4a35-5a1e-b126-11b703441427)


Esta obra es un fresco histórico y social con aspectos policiacos. Está ambientada en Nápoles, sobre todo en 1943, durante esos Cuatro Días en que la ciudad se liberó por sí misma de la ocupación nazi. Junto a los personajes de carne y hueso hay un actor abstracto: el furor es también protagonista, tanto la ira colectiva que estalla sobre el campo de batalla y tiene por corolario, por la parte vencedora, violaciones y otras bestialidades, como, paralelamente, la cólera que se expresa en la rebelión particular ante unos abusos de la autoridad ya insoportables. Si un pueblo oprimido puede rebelarse y levantarse con pleno derecho y si, como admitía además Santo Tomás de Aquino, puede consentirse el asesinato del tirano cuando no queda otra vía para recuperar la libertad que el propio Dios ha concedido al ser humano, ¿es lícito o no matar a un mafioso al que la justicia no consigue atrapar y castigar y que continúa intimidando, explotando y asesinado al prójimo en su barrio? ¿Es culpable quien, no teniendo otra defensa posible, recurre a una defensa extrema? Y, si es que sí, ¿hasta qué punto? Este es el dilema privado que recorre la novela, a través de la historia pública de la rebelión de Nápoles contra los invasores alemanes. La historia empieza con la muerte violenta de Rosa, prostituta rica y estraperlista, además de confidente de la policía fascista. Gennaro, su presunto asesino, es detenido e interrogado inútilmente por un todavía inexperto subcomisario, Vittorio D’Aiazzo. Muy poco después será el 26 de septiembre de la insurrección que pasará a la historia como los Cuatro Días de Nápoles. Se unen a ella el propio subcomisario y, extrañamente liberado por el jefe de policía en persona, el presunto asesino de Rosa. También participa en la lucha la joven Mariapia, que, después de haber sufrido una violación múltiple por parte alemana, clama venganza. En un determinado momento de la obra, Gennaro resulta ser su pariente. En el curso de los enfrentamientos se produce otro homicidio que, al menos en apariencia, como pasó con la muerte de la prostituta, no está relacionado con la revuelta: la víctima es un estanquero, pariente de Maripia, a quien alguien ha degollado mientras estaba defecando, cortándole luego los testículos. Los dos muertos parecen relacionarse hasta cierto punto, ya que los muertos no solo estaban ambos ligados a la Camorra, sino también a los servicios secretos estadounidenses de la OSS. Entre un combate y otro entran en escena diversos personajes, como los padres de la joven Mariapia, su hermano paracaidista, ya dado por desaparecido en África en El Alamein, pero que reaparece vivo y muy activo, el voluntarioso forense Palombella, el gordo y flemático mariscal Branduardi, el valeroso subjefe Bollati y, personaje secundario, pero esencial, el anciano reparador de bicis Gennarino Appalle, que descubre el cadáver del estanquero y, al final de un enfrentamiento entre insurgentes y SS alemanes en la calle delante de su tienda, sale a la calle y encuentra jadeante al subcomisario D’Aiazzo, que ha participado en el enfrentamiento junto con su ayudante, el impetuoso brigada Bordin. El estanquero había sido una mala persona, en su momento matón de la Camorra y, después de que un accidente que había minado su capacidad de repartir porrazos, había quedado a disposición su jefe criminal, custodiando en un sótano los productos del contrabando en el mercado negro y, después de que la Camorra contactara con los servicios de la OSS, armas estadounidenses destinadas a los insurgentes. En relación con la muerte de la prostituta, el desenlace se produce a mitad de la obra. En cuanto a la identidad del asesino del estanquero, continúan durante mucho tiempo las investigaciones de Vittorio, entre las vicisitudes de los demás personajes, hasta el punto de que la persona autora del crimen solo se desvelará con certeza en 1952, justo al final del último capítulo.


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Guido Pagliarino (#ulink_ba585e2f-4a35-5a1e-b126-11b703441427)



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Capítulo 1 (#ulink_ba585e2f-4a35-5a1e-b126-11b703441427)


Le detuvieron los agentes de una camioneta de patrulla de la Seguridad Pública al final de la tarde del 26 de septiembre de 1943, acusado del asesinato de una tal Rosa Demaggi, una atractiva rubia teñida, de unos treinta años, prostituta acomodada y contrabandista al por menor: el hombre, con fuerte acento partenopeo, rostro cuadrado, constitución robusta, delgado, aparentaba unos cuarenta años, medía 1,78, estatura por encima de la media en esos tiempos de extendida malnutrición, calvo en las sienes, la frente y lo alto de la cabeza y en torno a la nuca tenía una semicorona baja de pelo oscuro y muy recortado. Vestía un mono y una camisa de franela, ambos de dolor azul y guantes ligeros de lana de color verde grisáceo.

La brigada de las buenas costumbres de Nápoles sabía que Rosa Demaggi se prostituía en su domicilio, en la plazuela del Nilo, con hombres acaudalados. Hasta el 25 de julio, había concedido sus favores también a los dirigentes fascistas y, después del armisticio, caída la ciudad bajo la bota alemana, se había entregado a los oficiales de la Wehrmacht y la Gestapo. Por investigaciones coordinadas anteriores, se sabía en las secciones de Buenas Costumbres e Ilícitos Comerciales, esta creada después del inicio del conflicto para combatir el mercado negro, que Demaggi, hasta el verano de 1940, había solicitado a cambio, preferentemente, productos alimentarios, cigarrillos y bebidas alcohólicas, para hacer pequeños estraperlos. Y se sabía que pronto había ampliado el negocio con almacenistas cercanos a la camorra. Por eso las patrullas de vigilancia habían recibido la orden de controlar su casa, además de otras. Sin embargo, con discreción, debido a los contactos eróticos de Demaggi con los oficiales ocupantes y considerando que, después del 25 de julio, cuando se disolvió la OVRA


y se abrió su archivo secreto, se descubrió que la mujer había sido contratada como confidente y había pasado información política obtenida de clientes bajo las sábanas, incluidos altos mandos. Por tanto, se suponía que, después del armisticio y la ocupación alemana, habría iniciado una venta de información a los oficiales de la Gestapo que la frecuentaban.

Poco antes de la detención del sospechoso, en torno a las 20 y 30 y sin que faltara media hora para el toque de queda, transitando la camioneta de la policía por la plazuela del Nilo, el comandante al mando vio a ese individuo con ropa de paisano entrando sin llamar al apartamento del piso bajo, por una puerta dejada abierta por alguien, en la pequeña casa en la que la mujer era la única que vivía en la planta baja. De espaldas al vehículo, el hombre no se dio cuenta de la vigilancia de la patrulla. Tras entrar, no cerró del todo la puerta, sino que la dejó entreabierta. El comandante supuso que tal vez estuviera implicado, como Demaggi, en el mercado clandestino y la habría dejado abierta para que llegaran otros implicados: no cerrar la puerta hacía que pareciera improbable que se tratara de un cliente sexual, sin contar con la ropa sospechosa del hombre y las tarifas notoriamente elevadas de la prostituta. El responsable había indicó al conductor que le llevara delante de la casa. Los agentes, salvo el conductor, descendieron y entraron en el apartamento. El sospechoso fue sorprendido en la entrada, junto a esta, en pie junto a Rosa Demaggi, que, lamentándose débilmente y en estado de semiinconsciencia, yacía en tierra con un hematoma sangrante en la nuca, consecuencia evidente de un golpe contra una consola, entrando a la izquierda, que presentaba una mancha de sangre. Rosa Demaggi expiró pocos segundos después de la entrada de los agentes. Considerado culpable de haber agredido a la mujer, el hombre del mono fue esposado. El jefe de patrulla le dijo:

—Has entrado con la intención de matarla y te han bastado muy pocos segundos para despacharla: estaba a la entrada esperándote, se fiaba de ti, porque la puerta estaba abierta. Sin embargo, tú, inesperadamente, sin darle tiempo a huir, le has dado un fuerte golpe en la cabeza contra el mueble para matarla. Esperabas largarte de inmediato, de hecho, no habías cerrado la puerta al entrar para no perder el tiempo en abrirla al salir. La habrías cerrado detrás de ti en cuanto salieras y adiós, quién sabe quién y cuándo encontraría el cadáver. No suponías que estábamos cerca: querías que pensáramos en un accidente, pero te ha salido mal.

El comandante supuso que la había matado con premeditación por razones relacionadas con el mercado negro, tal vez por su propio interés, tal vez por encargo de terceros. Que se trataba de un homicidio voluntario se deducía del hecho de que el hombre llevaba guantes de lana a pesar del tiempo todavía caluroso: «Con el fin de no dejar huellas», había pensado de inmediato. En ese momento el sospechoso, en plena confusión mental por la inesperada intervención de los agentes, no supo qué responder. Como se podía observar de cerca, no solo llevaba ropa de obrero, sino que estaba también gastada y bastante sucia, así que el comandante estaba convencido de que no podía tratarse de un cliente sexual de la mujer y por otro lado el hombre no llevaba dinero, como se observó al registrarlo. No llevaba ni siquiera documento de identidad, pero sí una licencia de conducir, en la que constaba que había nacido en Nápoles hacía 42 años, que vivía en el barrio de Santa Luciella y que se llamaba Gennaro Esposito, nombre y apellidos por cierto muy comunes en la Campania y sobre todo en Nápoles, que podían ser falsos, igual que la licencia de conducir. Todos sabían en la comisaría que los delincuentes, en especial la Camorra, usaban tipógrafos muy hábiles en las falsificaciones. El jefe de patrulla no dio una gran importancia al documento.

Llamó a la sala operativa de la Central, a través de la radio de la camioneta, y refirió lo acaecido. La Sección de Delitos de Sangre avisó por teléfono a la centralita del depósito de cadáveres, pidiendo que se mandara a casa de la muerta, para las primeras investigaciones, al forense de servicio, que en ese turno era el doctor Giovampaolo Palombella, un sesentón de pelo gris largo y espeso, generalmente muy despeinado, alto, fibroso y, tal vez a causa de sus más de treinta años de inclinarse sobre cadáveres a diseccionar, un poco torcido. Al mismo tiempo, se había enviado a la casa de la víctima un suboficial, un tal Bruno Branduardi, un hombre bajo, obeso y tranquilo, cerca de la jubilación, para que inspeccionara, escuchara a los agentes de la patrulla y al médico y anotase todo en su libreta para referirlo al volver al superior de turno.

El suboficial llegó a la plazuela del Nilo en su lenta motocicleta modelo La Piccola Italiana,


que, de tan flaca como era, parecía soportar mal el gravoso peso de aquel hombre pletórico. En primer lugar prestó atención a los agentes, luego al médico forense, que llegó poco después de él, con dos ayudantes, en un furgón para el transporte de cadáveres. El forense excluyó el suicidio y consideró posible un accidente, dado que el golpe, a primera vista, no parecía haber sido muy violento. Sin embargo, no descartó el homicidio, reservándose ser más preciso después de la autopsia. El mariscal tomó nota, añadiendo en su cuaderno, como comentario, que en su opinión no había sido algo casual sino un homicidio y que, en su opinión, el detenido era el asesino. En realidad, aceptó sencillamente lo que había supuesto y referido el comandante. Se levantó el cadáver y se cargó en el furgón por los camilleros, para llevarlo al depósito, donde sería sometido a la autopsia. Por parte del Branduardi, después de inspeccionar someramente el apartamento y constatar que no había nadie, ordenó a los agentes precintar la puerta de entrada, llevar al detenido a la comisaría y encerrarlo en una celda, a la espera de que se nombrara un comisario para el interrogatorio. En aquellos tiempos la ley no preveía la intervención de un magistrado, ni en el lugar del delito, ni durante el interrogatorio del funcionario de policía al detenido, que se producía sin la presencia de su abogado. El juez instructor intervenía después si el comisario investigador, valiéndose de la referida autopsia y habiendo interrogado al sospechoso, consideraba que se trataba de un homicidio e informaba a la procuraduría del reino. Por el contrario, en caso de caso fortuito, la investigación, supervisada por el subjefe de policía, sencillamente se archivaba sin actuación judicial.

Branduardi siguió al furgón, quedando sin embargo atrás por la baja velocidad de la motocicleta ya vieja y estropeada. A la llegada, mientras el detenido estaba ya en la celda, el mariscal subió a su despacho en la Sección de Delitos de Sangre en el segundo piso, espacio que compartía con un brigada y un agente dactilógrafo y se preparó con calma un café de guerra, un sucedáneo, con su máquina napolitana que tenía en el armario junto a un hornillo eléctrico de incandescencia. Se lo tomó muy caliente después de endulzarlo con una pastillita de sacarina, no porque fuera diabético, sino porque el azúcar, desde que empezó la guerra, era imposible de encontrar para los mortales comunes. Luego se fumó un cigarrillo Serenissima Zara con una calma casi celestial, saboreándolo hasta casi la colilla que, en las últimas dos caladas, había sostenido pinchándola con un alfiler, como solían hacer no pocos fumadores en esos tiempos de carestía y cigarrillos sin filtro, y finalmente, con paso desganado, llevó el folio con el informe, no más de veinte metros en la misma planta, a uno de los subcomandantes de la Sección de Delitos de Sangre, un tal comisario jefe Riccardo Calvo, que estaba de turno aquel día hasta la medianoche. A las cero y unos pocos segundos, Branduardi se fue a casa a dormir y, poco después, también Calvo después de haber dejado el informe del suboficial sobre la mesa de su igual entrante, el doctor Giuliano Boni.

El hombre con el mono iba a continuar encerrado en la celda.

Finalmente, por orden del comisario jefe Boni, el caso de Rosa Demaggi fue asignado a un casi imberbe subcomisario que estaba de servicio a medianoche, Vittorio D’Aiazzo, con una experiencia de menos de un año en la Seguridad Pública y, desde el primer día, asignado a la compleja Sección de Delitos de Sangre.

Eran cerca de las tres de la madrugada del 27 de setiembre de 1943 y estaba a punto de iniciarse la insurrección que la historia recuerda como los Cuatro Días de Nápoles: la olla a presión de la muy acosada ciudad estaba hirviendo y la temperatura ya había llegado a tal grado que al ocupante alemán le habría resultado imposible impedir la ardiente erupción.




Capítulo 2 (#ulink_ba585e2f-4a35-5a1e-b126-11b703441427)


El sentimiento del pueblo de Parténope permanecía oculto para el despectivo invasor nazi y el miedo que estos intentaban difundir en la ciudad había generado un valiente fervor y un deseo de rebelión. Facimmo ‘a uèrra a chilli strunzi zellosi


era ya el sentimiento de numerosos napolitanos, con la sensación de que, san Genna’ ajutànno!


serían liberados y por fin la paz sería completamente real y dejaría de ser una ilusión nacida y muerta un par de meses antes.

El 25 de junio, Italia estaba exultante por la caída en desgracia del régimen, que parecía definitiva, con Mussolini desautorizado por el mismo Gran Consejo del Fascismo y hecho arrestar por el rey, y con el nuevo gobierno Badoglio ya no fascista, aunque no elegido democráticamente. Pero sobre todo la perspectiva de que el conflicto podía terminar era lo que alegraba a la nación. Sin embargo, muy pronto en la ciudad se alzaron lamentaciones que en Nápoles habían presentado tonos pintorescos a lo largo de las calles y en la oscuridad de los comercios, como: Chillo capucchióne d’o nuvièllo Càpo ‘e Guviérno


o ‘o maresciallo d’Italia Badoglio Pietro, ‘o gran generalone! ha fatto di’ a ‘a ràdio, tòmo, tòmo,


«La guerra continúa»: strunz’ e mmèrda!


Luego estaban los que puntualizaban: Nossignori, strunzi noi ati a penzà che ‘nu maresciallone vulisse ‘a pace!


, que se vaya a tomar por… Con el armisticio de Cassibile, firmado entre Italia y los angloamericanos el 3 de setiembre y que debía haber permanecido secreto hasta el reajuste de las fuerzas armadas italianas para poder contener al vengativo antiguo aliado, pero que había sido hecho público el día 8 por los vanidosos generales vencedores, cayó sobre Italia, a través del Brenero, un mal peor que el anterior: muchas divisiones germánicas nuevas, aguerridas y con sed de venganza se unieron a las tropas alemanas ya presentes en el territorio. «¿Por qué», se preguntaban los italianos más avispados, «los gobernantes y jefes militares no han sabido preparar a tiempo un plan de emergencia a pesar de que era probable desde hace tiempo este movimiento del enemigo? ¿Con las fuerzas del implacable antiguo aliado ya en casa?» Después del 8 de setiembre, el rey sus ministros solo habían sabido huir hacia el sur, a Brindisi, aprovechando que la primera división aerotransportada inglesa estaba a punto de capturar esa ciudad, la cual, a diferencia de las demás, estaba casi desprovista de tropas alemanas, y contando con el hecho de que los angloamericanos, una vez conquistada Sicilia, estaban invadiendo el resto de las regiones meridionales de la península.


A duras penas, el soberano, sus secretarios de estado y el general Mario Roatta, defensor fallido de Roma, abandonada a la iniciativa desordenada e inútil de los comandantes de sección, habían abandonado la capital para llevar trono, gobierno y alto mando a Brindisi, bajo la protección de sus antiguos enemigos, dejando sin órdenes a las tropas italianas en diversos frentes extranjeros y en Italia, a merced del potente ejército alemán. Después del anuncio oficial del armisticio por parte italiana, realizado personalmente por Badoglio a las 19:37 del 8 de septiembre, el alemán, gracias a los refuerzos aportados con rapidez, había quedado como dueño incontestable desde los Alpes hasta la ciudad de Nápoles incluida, mientras la provincia de Salerno se convertía en zona de combate para el desembarco angloamericano del día 9. La cólera de los partenopeos, ya grande por la guerra padecida, se convirtió en fiebre: las tropas habían tenido que aguantar durante más de tres años la entrada a traición e improvisada del régimen en el conflicto, el 10 de junio de 1940, apoyando a la Alemania nazi. Nápoles fue bombardeada sistemáticamente por los ingleses y poco después por los estadounidenses, con ciento cinco incursiones hasta el armisticio, todas con disparos que hacían añicos un edificio tras otro, con un gran número de muertos, heridos y mutilados y multitudes de familias sin casa. No se perdonó ni un solo barrio, también porque los dirigentes políticos y militares fueron incapaces de disponer defensas antiaéreas adecuadas, depositadas casi todas, de modo improvisado, en los barcos de guerra fondeados en el puerto. Y además el hambre, esa hambre oscura y sorda que hace que te tiemblen las piernas. Tras haberse esfumado la ilusión de paz del 25 de julio, hubo más nubes de bombas sobre la ciudad y carestía absoluta y enfermedades, con muertos por falta de medicinas. Hasta el 9 de septiembre, Nápoles soportó los males materiales por parte alemana, entre ellos daños muy graves en el puerto, y sufrió redadas y fusilamientos, no solo de militares italianos desbandados, sino también de civiles. También los fascistas, un par de semanas después del 8 de septiembre, aunque fuera a través de subordinados, habían tomado posesión de la ciudad, renacidos de sus tumbas políticas y convertidos al recién nacido Estado Nacional Republicano (pronto República Social Italiana) constituido el 23 de ese mes por Hitler en persona, poniendo al mando al desanimado y resignado Mussolini, a quien, el día 12, paracaidistas alemanes habían liberado del refugio-albergue de Campo Imperatore en el Gran Sasso, arresto domiciliario al que le había relegado el rey.

La tradicional dureza bélica alemana se convirtió, si es que eso era posible, en todavía más bárbara, porque había ataques aislados de ciudadanos con el apoyo de los marinos de los barcos fondeados en la Regia Marina: se trataba de una primerísima resistencia esporádica espontánea, todavía no relacionada con los partidos adversarios del nazifascismo, una rebelión iniciada en la calle de Santa Brigida, donde, en la mañana del 9, una treintena de residentes atacaron a una escuadra de la Wehrmacht, después de que uno de esos soldados, como si practicara el tiro al blanco en una feria, disparara con su fusil de ordenanza Mauser Kar 98k a un mozo indefenso de doce años en una tienda, que se encontraba fuera del local para tomar un poco el sol.

Se había unido aquel grupo de partenopeos humillados el joven subcomisario del que ya hemos hablado de pasada, Vittorio D’Aiazzo, que andaba por las inmediaciones cuando el soldado alemán apuntó y disparó contra el joven: el joven oficial de la seguridad pública, muy indignado, disparó sin apuntar, desde una esquina, hacía el grupo alemán con su Beretta M34 de ordenanza, vaciando el cargador y matando a dos soldados. Luego desapareció por un callejón lateral, no tanto por miedo al enemigo, sino por temor a tener problemas o algo peor con sus superiores.

Mientras huía, aquellos de la treintena de civiles indignados presentes que tenían navajas en los bolsillos, es decir, casi todos, las empuñaron y la masa, encendida por el furor de la visión de los cadáveres enemigos y la imagen d’o sbenturàto guaglio’,


que, herido en la arteria femoral, agonizaba rápidamente, se abalanzó sobre el resto de la escuadra alemana lanzando gritos bestiales. Primero, tres de los indignados degollaron, destriparon y evisceraron al soldado que había disparado, un soldado recibió un puñetazo en la nariz por un atacante que carecía de arma blanca y recibió por parte de otro que tenía a sus espaldas una cuchillada que le dejó herido con un tajo horizontal en las nalgas. Casi todos los soldados sufrieron golpes y heridas en brazos y rostro, el peor perdió la nariz. Ningún alemán pudo disparar ni una sola vez contra la horda enardecida y rápidamente, con sus sargentos a la cabeza, la escuadra huyó abandonando su arrogancia sobre el empedrado. Los fusiles y las bombas de mano de los asesinados y los fusiles caídos por tierra de los heridos más graves fueron recogidos y ocultados en las casas. Se usarían pronto para liberar la ciudad. Los tres cadáveres se llevaron a sótanos y allí fueron desmembrados, los pedazos se desmenuzaron y se sepultaron en diversos lugares de la zona. Luego se murmuró, ¿verdadero o falso?, que, sin embargo, algún buen pedazo de nalga acabó asado en algún vientre desnutrido. Las mujeres de los impávidos rebeldes lavaron la calle, con gran cuidado, hasta el punto de que nunca había estado tan bonita.

Al mismo tiempo, en otra zona de Nápoles, de una manera completamente independiente, un grupo de improvisados combatientes atacó a un grupo de gastadores alemanes, que trataban de ocupar la sede de la compañía telefónica, y los puso en fuga. El pelotón alemán se vengó capturando y fusilando un poco más allá a dos carabineros que estaban en servicio de patrulla. No mucho después, toda la compañía alemana de atacantes fue sorprendida delante del edificio telefónico y se dio cuenta rápidamente de la insurgencia que había allí. Así que, en contra de los propósitos de los nazis, aumentó todavía más la cólera de los napolitanos humillados y, al día siguiente, a los pies de la colina de Pizzofalcone, entre la Plaza del Plebiscito y los jardines correspondientes, hubo una verdadera batalla, iniciada por algunos marineros con sus mosquetes ’91 y bombas de mano, y auxiliados por muchos civiles armados con metralletas MP80 y granadas del modelo 24, robadas a los ocupantes el día anterior, y con improvisados cócteles Molotov. Los rebeldes impideron el paso de toda una columna de camiones y camionetas alemanes. Hubo seis muertos, entre marineros italianos que combatieron en primera fila y otros tantos soldados alemanes, además de muchos heridos por ambas partes.

A esto le siguieron duras medidas y graves represalias alemanas, por orden del nuevo comandante de la ciudad, el coronel Walter Scholl, que, el día 12, asumió oficialmente el poder absoluto de la plaza. Una proclama suya impuso la requisa de las armas, salvo para las fuerzas de la seguridad pública, el toque de queda a las 21 horas y el estado de excepción en toda la ciudad, mientras se fusilaba no solo a los militares y civiles que habían hecho prisioneros, sino también a diversos ciudadanos detenidos al azar.

Los alemanes se desataron del todo el día 12, saqueando, destruyendo e incendiando. Lo primero que ardió fue la universidad, después de haber fusilado antes a un indefenso marinero italiano y obligado los ciudadanos presentes, no solo a ver la ejecución, sino incluso a aplaudirla. Hasta el 25 de setiembre, aunque después de los primeros días la ciudad no se levantara abiertamente contra los ocupantes, las patrullas alemanas capturarían a cualquiera que, no siendo policía, fuera sorprendido en la calle con un informe italiano o, vestido de civil, fuera considerado como sospechoso.

Nápoles callaba, pero bullía y se preparaba para la rebelión. En particular, los militares desarmados se habían unido uno a uno a los miembros de los partidos antinazifascistas y se habían ocultado y adiestrado en la guerrilla, muchos en los locales subterráneos del Liceo Sannazaro, primera sede de la recién nacida resistencia napolitana.

El día 25 de setiembre, el mismo en el que Italia sufrió por parte estadounidense dos terribles bombardeos sobre Bolonia y Florencia, se publicó en Nápoles una ordenanza que establecía el reclutamiento obligatorio, para tareas penosas, de todos los ciudadanos en edad laboral. Se había encendido la mecha del motín que se levantaría pocos días después, una perfecta antítesis de las intenciones intimidatorias alemanas. Las disposiciones del decreto se pegaron en las paredes a primera hora de la mañana del domingo 26, día anterior al de los primeros destellos de insurgencia.

Aunque la orden sustancial de reclutamiento provenía del coronel Scholl, formalmente estaba firmada por la mano italiana del alcalde Domenico Soprano, que, en agosto, nombrado por el gobierno Badoglio, había asumido el cargo del dimitido alcalde fascista Vaccari. Soprano era un hombre de orden, anticomunista y antisocialista y contrario a posibles acciones violentas por parte del pueblo, aunque no era un fascista, sino un liberal: sin duda no un demoliberal al estilo de Gobetti, sino un aristócrata a la antigua. Más por su rechazo hacia las masas populares que por sometimiento a los alemanes, firmó el decreto de reclutamiento laboral: ganar tiempo para mantener la calma era su objetivo inmediato. Pocos días antes del 26 de setiembre, después de haber abierto contactos entre la inteligencia del ejército de EEUU y los dirigentes de los partidos antifascistas napolitanos, precisamente ante la perspectiva de una deseada sublevación de Nápoles, el alcalde Soprano se acercó a representantes del recién nacido Frente Nacional de Liberación (luego Comité de Liberación Nacional), fundado hacia poco, con sede central en Roma y compuesto por el Partido de la Acción, el Partido Liberal, el Centro Democrático Cristiano, la Democracia del Trabajo, el Partido Socialista de Unidad Proletaria y el Partido Comunista. Le presionaron para que cooperara con la naciente oposición a través de las fuerzas de policía que dirigía, ofreciéndole todo el apoyo posible. Sin embargo, el alcalde, siempre enemigo del social-comunismo y temeroso de cualquier movimiento revolucionario, prefería la vía de la prudencia, limitándose a dialogar políticamente, en secreto, con los dirigentes liberales moderados Enrico De Nicola y Benedetto Croce: sin descubrirse.

Tanto Domenico Soprano como Walter Scholl hicieron mal las cuentas. Porque dentro del plazo establecido por el bando solo se presentaron a los alemanes 150 personas hasta entonces y estas mismas, a lo largo de la tarde del domingo 27 de septiembre y en las primeras horas de la madrugada se dedicaron a peinar salvajemente Nápoles deteniendo a 8.000 ciudadanos indefensos, incluyendo viejos y niños de trece años. Los alemanes habían generado la chispa de la rebelión, encendiendo los ánimos de los familiares y parientes de los detenidos, deseosos de liberarlos. A primera hora de la mañana del lunes 27 de septiembre se produjeron los primeros enfrentamientos, llevados a cabo no solo por los militares italianos que hasta ahora se había mantenido ocultos en los sótanos del Liceo Sannazaro, sino también por un cierto número de civiles, aunque la verdadera sublevación popular de Nápoles explotaría al día siguiente, con una propagación por calles y plazas de grupos de partenopeos armados de todas las clases sociales, desde las más populares a los intelectuales, incluyendo también niños de doce años y mujeres jóvenes.




Capítulo 3 (#ulink_ba585e2f-4a35-5a1e-b126-11b703441427)


El joven subcomisario justiciero de alemanes y encargado de investigar al hombre del mono tenía 24 años, era napolitano de nacimiento y por descendencia materna. Tenía el pelo negro y denso, cortado el estilo militar según el reglamento de esos años. No era muy alto, un metro y setenta y cinco, pero sí bien proporcionado y fuerte. Se había licenciado en derecho en la Universidad Federico II de Nápoles, con matrícula de honor y, aunque de mente brillante, era animoso, educado en la familia y en un colegio según los principios clásicos de la ética, sustancialmente los preceptos de los diez mandamientos judeocristianos. Pero a causa de su poca edad, en la que por el momento había sufrido pocas desilusiones, Vittorio D’Aiazzo no era demasiado modesto. Vivía con su padre, Amilcare D’Aiazzo, teniente coronel de los Carabineros Reales, y con su madre, la señora Luigia-Antonia, maestra elemental pero ama de casa, en un apartamento de su propiedad que no estaba situado en una zona prestigiosa como le habría gustado la familia, por ejemplo en la vía Caracciolo o en la Riviera di Chiaia, sino en el barrio popular de Sanità, en la vía San Gregorio Armeno, a la que se asomaban las habitaciones al alcance del modesto sueldo, en aquella época, y los no muy grandes ahorros de un oficial superior del Arma Benemérita. En ese momento, Vittorio vivía solo en la casa, salvo una mujer a medio servicio, ya que la madre se había ido al campo al empezar la guerra y el padre hacía un par de semanas que había cruzado las líneas por la noche, aunque tenía sesenta y un años, quince años más que su consorte, para no seguir a las órdenes de los ocupantes alemanes y para unirse a su soberano. Hasta ese momento, había prestado servicio en el 7º Grupo Provincial de Carabineros de Nápoles, como jefe de la Sección Provincial de Coordinación Investigadora. El matrimonio D’Aiazzo tenía dos hijos varones. Mientras que estaban orgullosos de Vittorio, no podían decir lo mismo del otro, Emanuele, quien, desde niño, había sido un vago: después de varios suspensos, solo consiguió el diploma de los estudios elementales con catorce años y, con el mínimo esfuerzo, había abandonado al inicio del primer año los no muy duros estudios de la escuela complementaria para encontrar un trabajo, a lo cual ya se había resignado el padre al inscribirlo, porque, a diferencia del gimnasio, no hacía falta un examen de admisión. Sedicente, se había escapado de casa sin poder ser encontrado por las fuerzas públicas, dando noticias de sí solo después de años, al ser mayor de edad,


con una única postal, dirigida a su madre, enviada desde Suiza en mayo de 1940 con unas pocas palabras de saludo. Al no haberse presentado Emanuele al reclutamiento, había sido considerado prófugo y condenado en ausencia a prisión por el Tribunal Militar de Nápoles y, al iniciarse la guerra, fue considerado desertor. El teniente coronel D’Aiazzo había recibido un daño en su imagen por ese hijo y temía que, por su causa, nunca podría subir de grado, a pesar de sus amplios méritos personales. Por culpa de su hermano, Vittorio tampoco había podido seguir la tradición paterna y entrar en el Arma, como habían querido tanto él como sus padres. En aquellos tiempos, no solo los personalmente deshonestos, sino tampoco los que tenían ascendientes o parientes que no eran absolutamente irreprochables podían presentar solicitudes para la Benemérita. Amargado, pero no resignado del todo, Vittorio se había licenciado y había participado en la oposición para subcomisario en el cuerpo de los Guardias de Seguridad Pública, entidad que solo requería la integridad personal del aspirante y no también la de sus allegados. Había superado brillantemente el examen y, al acabar la posterior escuela de especialización profesional, había sido el primero de su promoción, por tanto con buenas esperanzas de que le concedieran elegir como destino su Nápoles. Y se le había asignado precisamente su ciudad.

Después de leer el breve informe del mariscal Branduardi, el subcomisario D’Aiazzo se dirigió a las celdas, en la planta baja y observó al supuesto Gennaro Esposito. Luego descendió al húmedo archivo subterráneo y comprobó si alguien había sido fichado con esos datos personales y si sus fotos, de frente y de perfil, se correspondían con la fisionomía del prisionero. Cotejó diversas fichas de personas con el mismo nombre y apellido, pero todas mostraban a personas con rasgos distintos de los del presunto asesino. Una vez de vuelta a su oficina, hizo que le trajeran al detenido.

Le interrogó con la ayuda del brigada ayudante Marino Bordin, quien, sentado en su propia mesa, tomó nota de las preguntas del superior y la respuestas del interrogado con la máquina de escribir de la oficina, una obsoleta Olivetti M1 negra modelo 1911.

Bordin era un veneciano rubio y robusto, de un metro ochente de alto. De 45 años, llevaba sirviendo en la Seguridad Pública desde hacía un cuarto de siglo y tenía mujer y dos hijos, que había dejado en una granja en la campiña napolitana, entregando al agricultor que los alojaba dos tercios de su salario y resignándose a comer y dormir en el cuartel con lo que le restaba.

Durante horas, el interrogado, sin ceder, dijo y repitió, en un correcto idioma que hacía pensar que había cursado al menos a las clases elementales, bastante duras en aquel momento, que era un cocinero desempleado, que vivía, como estaba escrito de su tarjeta, en el callejón de Santa Luciella y que estaba volviendo a casa cuando vio entreabierta la puerta de la casa de la difunta y oyó gemidos que procedían del interior: entró por mero altruismo, pidiendo permiso, vio en la entrada a la mujer en el suelo que continuaba gimiendo y, al ver un aparato telefónico sobre una pared, decidió llamar a una ambulancia, pero justo en aquel momento entró la patrulla de Seguridad Pública que le detuvo.

Insistiendo una y otra vez, poco después de las siete de la mañana el subcomisario obtuvo por fin un dato nuevo: que el hombre acudía a menudo a la prostituta y que había ido a su casa, como cabía esperar, para tener un rápido encuentro sexual, irse rápidamente y llegar a su casa antes del toque de queda. Repreguntado, precisó que se había citado telefónicamente desde un bar, como muchas otras veces. Cuando se le pidió que diera el número telefónico de Demaggi, dijo que ya no se acordaba y, ante el escepticismo manifestado por D’Aiazzo, justificó la amnesia por su estado de turbación mental debido a la situación. No cambió el resto de la versión, repitiendo que, una vez pasada la entrada que había dejado entreabierta aposta para salir tras la cita telefónica, vio a la mujer en el suelo y se apresuró a buscar ayuda con el aparato telefónico del apartamento, momento en que apareció la patrulla y le detuvo.

Como los agentes de la patrulla, tampoco el subcomisario pudo creer que el hombre fuera un cliente de la inaccesible meretriz, tras valorar sus ropas modestas y remendadas y la ausencia de dinero sus bolsillos. Considerando que posiblemente él había dejado abierta la entrada, supuso que era un cómplice en el mercado negro. Así que le acusó de haberla matado por una disputa en el momento:

—¡Confiésalo y te dejo dormir!

—No es verdad, seguramente ha sido un accidente que se ha producido antes de que yo entrara —negó el otro.

—Si no eras un cómplice en desacuerdo es que otro te mandó a matarla —le apremió el funcionario.

—¡Señor doctor, os


digo de nuevo que no es verdad! —El hombre alzó la voz, abandonando el comportamiento dócil que había mantenido hasta ese momento.

Sin que se lo pidieran, el brigada Bordin soltó:

—Busòn!


¡Muestra respeto por el doctor o te lleno de patadas por donde te la meten!

El subcomisario no admitía obscenidades y le reprendió:

—Marino, las patadas y los insultos te los guardas —Continuó—: Gennaro, siempre que te llames de verdad Gennaro Esposito, y estate seguro de que haremos las comprobaciones en el Registro mañana… no, esta mañana, vista la hora, escúchame bien: también yo, como tú, tengo ganas de acabar, así que te hago una propuesta —El hombre había aumentado visiblemente su atención, abriendo ligeramente la boca mientras se le dilataban las pupilas un poco—: Si te confiesas culpable de homicidio preterintencional, lo que significa que la has matado teniendo otras intenciones…

—… Lo sé.

—Entonces, escucha: podrías por ejemplo decirme que no tenías dinero y que la víctima no quería darte crédito, por lo que, en un irrefrenable impulso de ira, la habrías dado un empujón, sin querer matarla, pero, por desgracia, al caer sufrió una herida mortal. Bueno, ya entiendes: de esta manera no se acaba delante del pelotón de ejecución,


solo pasas un tiempo en la cárcel. Si, por el contrario, escribo en mi informe al juez instructor que sospecho que eres un sicario de algún contrabandista de la Camorra que ha querido eliminarla o un competidor directo de la mujer en el mercado negro que ha querido apartarla de este para siempre, seguro que acabas fusilado.

El hombre, a pesar de estar más cansado que el subcomisario, no confesó:

—No solo os repito una vez más que no soy un asesino y, como no lo soy, que esa mujer murió por un accidente anterior a que yo entrara en su casa, sino que además os digo también que soy un sargento mayor de artillería y he cruzado el frente llegando a Nápoles ayer por la tarde.

—Hm… Cuéntame más.

—Soy también cocinero, trabajaba como jefe de cocina en el círculo de los oficiales del tercer batallón, primer regimiento de la Artillería Costera, ubicada a unos cinco kilómetros al norte de Paestum, en la provincia de Salerno.

—Ya sé dónde está Paestum… Está bien, suponiendo que me hayas dicho ahora la verdad, por tu bien tenemos que comprobar tu identidad militar, así que dime de qué escuela de suboficiales procedes y de qué promoción — En realidad, tras el caos posterior al armisticio esa verificación probablemente era imposible y D’Aiazzo lo sabía, pero contaba con el hecho de que el otro, si le hubiera mentido, se habría descubierto.

El hombre no se alteró:

—Mi carrera empezó de cero: Con 28 años, después de haber perdido el trabajo de ayudante de cocinero en una trattoria…

—… ¿Qué hiciste?

—… ¡Nada malo! El local cerró porque, como decían los dueños, habían llegado las últimas consecuencias de la crisis del 29.

—Está bien, sigue.

—Busqué trabajo, pero no encontré nada: nadie contrataba, si acaso despedía. Así que, para no ser una carga para mi madre, que se había quedado viuda y trabajaba duramente limpiando tiendas y cocinando y ayudando en casa de extraños, por fin me enrolé voluntario, esperando hacer carrera y convertirme en suboficial: seis años antes me había licenciado del servicio, con buenas notas, con el grado de cabo, que me habían reconocido al volver y, como ya había estado en las cocinas durante el servicio, después del curso de actualización sobre algunos cañones, me llevaron de nuevo delante de las cacerolas, además de realizar ejercicios periódicos de tiro con la artillería, el fusil y la pistola. Y así ha transcurrido toda mi carrera militar, primero como cabo primero, luego como sargento y finalmente como suboficial:


sargento mayor jefe de la cocina del círculo de oficiales. Después del armisticio y el desembarco de los antiguos enemigos


en nuestras costas, salí corriendo con mis compañeros, preocupado por no encontrarme ni con angloamericanos ni con alemanes. Me quedé escondido, comiendo frutas y verduras de las huertas y, las pocas veces que me escondía en granjas, también pan, leche y huevos. Pero los campesinos, o al menos los que me he encontrado, son gente interesada y me han pedido siempre algo a cambio, preferentemente dinero y, poco a poco, les he dado todo lo que me quedaba de mi última paga. Después, una vez acabado el dinero, tuve que pagar con mi reloj: era de acero, pero de marca y, como último purucchio


he entregado mi medalla de San Genaro con cadena, ambas de oro de dieciocho quilates, regalo de mi familia por la primera comunión, a cambio de la camisa y la ropa de trabajo que llevo. Me he vestido de civil y he abandonado la placa militar de identificación y también los documentos, porque nosotros no solo los tenemos de otro color, sino que en ellos está escrito que somos militares y también nuestro grado…

—… Lo sé.

—Ya, también os pasa a vos. He tirado la tarjeta de identidad y la identificación militar, guardando solo la civil y, sin vestir uniforme, he venido a mi Nápoles, he conseguido pasar la línea de frente y, ayer por la tarde, entré la ciudad. Actuando de forma prudente, aunque estuviera vestido de civil y llevara conmigo un documento, he llegado a la Plazuela del Nilo, que no está lejos de la casa de mi madre y mía en el callejón de Santa Luciella. Y, por culpa de mi buen corazón, después de todo lo que ya me había pasado, he tenido además el impulso de ayudar a aquella mujer que gemía y… aquí estoy, justo cuando estaba ya muy cerca de casa.

—¿Por qué tu licencia de conducir no indica tu domicilio en la zona de Paestum?

—Tenía una habitación en el cuartel, junto a otro sargento mayor, también soltero. No tenía una habitación fuera: nunca he considerado los cuarteles como mi casa nunca he querido abandonar la dirección de Nápoles. Solo la cambié en la tarjeta de identidad y el permiso militar de conducir, porque era obligatorio, aparte del hecho de que con la licencia civil habría tenido que cambiarse con frecuencia la dirección de la Motorización,


dado que me trasladaban cada pocos años y por el contrario, la carta y la licencia militar me la renovaban directamente en el nuevo destino. Y además, sobre todo, volvía a ver a mi madre a Nápoles cada vez que tenía un permiso.

—Sabes que iremos a la calle de Santa María a comprobar que allí está de verdad tu madre y si hay otras personas que te conocen.

—… Y yo os lo agradezco, señor comisario, porque mi madre de verdad está allí y podréis confirmar lo que os he dicho por ella y también por los vecinos. Pero os pido de corazón: no la asustéis, decidle, por favor, que os he encargado saludarla, porque no he podido venir en persona por razones de servicio.

—Si encontramos a tu madre no la asustaremos y hablaremos con ella como deseas —En este momento, el subcomisario había vuelto a insistir—: Primero has tratado de hacerme creer que tenías reservada una cita galante con Demaggi y luego has admitido que no era verdad. Dime entonces: Si no la había visto antes, ¿cómo sabías que esa mujer era una prostituta?

No se había alterado:

—Se lo oí decir a vuestro jefe de patrulla, que habló con los suyos delante de la muerta.

—Lo comprobaré. Pero dime una cosa más —D’Aiazzo había dejado la pregunta para el final, para plantearla cuando el interrogado estuviera muy cansado—: ¿Por qué llevabas guantes de lana en esta estación? Para no dejar huellas, ¿verdad?

—… Pero no, señor comisario —No se había preocupado el otro—, el motivo es sencillo, las llevo desde hace mucho, incluso de servicio, con permiso del capitán: sufro de dolores en los dedos de la mano y también en la palma izquierda.

—Hm…

—… Pero sí, por la humedad de las cocinas a lo largo de tantos años, entre los vapores de las cápsulas y el agua de los lavados de las ollas, como me había explicado el teniente médico, que me dijo que llevara los guantes.

Agotado el hombre y cansadísimos los dos policías, por orden del subcomisario, el presunto sargento mayor Gennaro Esposito fue escoltado a la celda por el brigada Bordin.

Con solo los datos recogidos, Vittorio D’Aiazzo no podía formarse una idea segura: para él seguían siendo posibles tanto la hipótesis de un accidente como la de un homicidio, y este no necesariamente perpetrado por detenido. Pero, en el caso de ser culpable, el móvil podría encontrarse en disputas entre contrabandistas, si la identidad y en concreto la posición en el ejército del supuesto Esposito no fuera confirmada, mientras que en caso contrario sería verosímil otro motivo. Por otro lado, si el forense estableciera que se había tratado un asesinato, el investigado, aunque no confesara, sería transferido a la cárcel de Poggioreale como sospechoso, mientras al mismo tiempo el subcomisario tendría que redactar y enviar a la Fiscalía del Reino una relación que incluyera tanto las conclusiones del forense como los datos recabados por el propio D’Aiazzo durante el interrogatorio. A partir de su informe, el juez instructor decidiría si abrir un procedimiento contra el sospechoso o liberarlo por falta de pruebas.

No faltaba mucho para las ocho de la mañana y el joven funcionario estaba a punto de acabar su turno. Sin embargo, antes de volver a casa pretendía ordenar a brigada a ir a la calle de Santa Luciella a comprobar que allí vivía realmente la madre del investigado y, en ese caso, si reconocía al hijo en la foto del permiso de conducir y confirmaba que era realmente un sargento mayor de artillería. Pero el subcomisario no pensaba esperar la vuelta del susodicho, ni ver el informe al día siguiente. Por tanto, antes de que llegase a su oficina el informe del forense habrían pasado al menos dos o tres días, durante los cuales el detenido quedaría encerrado en la celda.

Bordin, después de encerrar al acusado en la celda, había vuelto al puesto de D’Aiazzo. Al entrar en la oficina le había dicho:

—Señor comisario, para mí que este Esposito o como se llame ha sido enviado por la Camorra para matar al Demaggi por dos posibles motivos: o por razones de competencia en el mercado negro o porque esa mugrienta puta no quería pagar el soborno.

—… Marino, esa mujer está muerta y no se insulta los difuntos —le había amonestado el joven superior—, y además no estoy convencido de que el investigado sea un asesino.

—Perdonad que os lo diga, pero creo… Bueno creo que sois siempre demasiado bueno: nosotros le moleríamos a golpes en el estómago con sacos de arena…

—… ¿Que no dejan huellas?

—Lo requiere la prudencia. Y estad seguro de que ese delincuente se declararía culpable e incluso camorrista y quién sabe qué más. Pero así…

—… así no me arriesgo a hacer confesar a un inocente, aparte de que si te veo moler a sacazos a alguno… ¿Me has entendido, Marino?

—Eeh…

—Ya conseguirá al juez instructor, si acaso, que admita su culpabilidad, siempre que el médico no diga que se ha tratado un accidente, en cuyo caso archivo la práctica y libero a ese hombre.

—Ya, puede ser. Pero, hablando en general, vos, señor comisario, sois el único que no ha dado al menos una bofetada a los interrogados. El doctor Perati, que estaba antes que vos, hacía confesar a todos.

Con el ardor de la edad, sin abandonar esa pizca de presunción que permanecía en él, se le había escapado al subcomisario instintivamente en la lengua partenopea que usaba en familia:

—Tu si’ ‘nu fésso.

—¿Qué? —El suboficial había enrojecido.

El superior se había corregido en parte:

—Está bien, Marino, retiro el fésso, pero deja de hablarme sin consideración solo porque tengo la mitad de tus años. Ten cuidado, porque si esto se repite, te castigo.

Bordin había considerado sensato pedir perdón, aunque fuera a regañadientes:

—Perdonad, señor comisario, solo estaba hablando, no quería criticaros.

Aunque Vittorio D’Aiazzo, con el paso del tiempo, adquiriría plena humildad gracias a las metafóricas bofetadas de la vida, por el momento seguía queriendo decir la última palabra:

—Está bien, pero a partir de ahora piensa en lo que dices antes de decir lo que piensas.

El hombre consideró sensato mantener la posición de firmes:

—Sí, señor.

—Descansa y no te mortifiques —El superior suavizó el tono, en el cual había entrado por fin la compasión. Prosiguió—: Has dicho que Perati hacía confesar a todos: es verdad, ya lo sé, me lo contaron cuando llegué aquí. ¿Pero recuerdas quién le mató?

—Sí, señor, la madre de un ladrón habitual…

—… ladrón al que Perati había acusado de acuchillar en una mano a un panadero para robarlo y al que había hecho confesar que sí, ¿pero cómo? Tumbándolo boca arriba sobre una mesa y fustigándole con el cinturón. Y dos días después ¿te acuerdas? el interrogado murió por una hemorragia interna.

—Perdonadme, ¿puedo hablar con libertad, pero con todo el respeto?

—Puedes.

—Creo que el doctor Perati hizo lo apropiado, porque no recibió ningún reproche de sus superiores.

—Pues no sé si el asunto se olvidó por orden del federal de Nápoles,


porque Perati era muy fascista y adulador, pero en la cabeza de la madre del muerto la cosa no estaba olvidada y además supo, un par de semanas después de la muerte del hijo, que era inocente tanto de las heridas como del hurto. Esto no lo sabías ¿verdad?

—Sabía que el verdadero culpable fue reconocido en la calle del panadero y denunciado a una de nuestras patrullas, la cual lo arrestó y trajo aquí.

—Ya, y la madre del muerto fue puesta al corriente por un amigo del hijo, que supo la verdad por casualidad. ¿Y sabes una cosa? No había sido tan inicuo, a fin de cuentas, que esa mujer viniera aquí pidiendo hablar con Perati, con la excusa de tener algo que revelarle y una vez delante de él sacara un pequeño cuchillo para desollar carne de su costado y le acuchillara junto al corazón, y casi lamento que la detuvieran de inmediato y que ahora esté a la espera de juicio, porque me temo que será condenada a muerte por homicidio premeditado.

—Esperemos que le reconozcan el enajenamiento mental —dijo compasivamente Bordin.

—Esperémoslo. Pero aparte de esto, ahora mismo te vas al depósito de vehículos con esta hoja de servicio… toma: es mi autorización para recoger un automóvil con conductor. Luego te vas a comprobar en el callejón de Santa Lucia si Esposito es una persona conocida —Le entregó también la licencia del investigado—. Haz que la madre vea la foto, si es que existe, y también los vecinos y averigua todo lo que puedas de él.

—A las órdenes. Pero, al volver, señor comisario, tal vez me vaya a casa a dormir, ya que, por hoy, mis horas de servicio ya habrán terminado.

—Deber y sacrificio es nuestro lema —le había contestado sonriente en un endecasílabo espontáneo el superior, gran lector de poetas clásicos.

Ya que se sabía en la comisaría que la temperatura social estaba subiendo en la ciudad y no era del todo improbable una sublevación, antes de acercarse al garaje el brigada quiso pasar por la sala de radio para obtener noticias de la situación en el exterior. Una vez al tanto, volvió a su superior directo y le informó de que camionetas de patrulla habían comunicado que ya se habían iniciado tiroteos aislados. Terminó diciendo:

—Señor doctor, ¿tengo que ir hoy o puedo esperar a mañana, cuando tal vez el clima se haya calmado?

Antes de que se decidiera D'Aiazzo empezaron a subir de la vía Medina, a la que se asomaba y todavía se asoma la comisaría de Nápoles, el ruido de los motores diésel de vehículos que pasaban en columna delante de la entrada principal del edificio, como todos los días desde hacía dos semanas: se trataba de un pelotón motorizado de granaderos alemanes que iba a reemplazar a otro, del mismo batallón, encargado de custodiar un corredor en el último piso del Castillo de San Elmo, potente baluarte que se eleva sobre la colina del Vomero a 250 metros sobre el nivel del mar y desde el cual se observan el golfo y la ciudad. En aquel corredor se encontraban dos locales no comunicados entre sí y destinados en aquel momento a armería del fortín, de los cuales uno era un gran espacio que contenía armas y municiones convencionales y el otro un espacio no tan grande que custodiaba armamento secreto de diseño y fabricación italianas. La vigilancia de las armas se desarrollaba durante las veinticuatro horas del día en dos turnos, de las 8:30 a las 20:30 y de las 20:30 a las 8:30. Desde el 9 de septiembre los alemanes habían ocupado el Castillo de San Elmo apoderándose del armamento, con un interés particular por las armas especiales. Precisamente a causa de esas armas no convencionales, dicho castillo era en esos días un objetivo principal de los aliados, que, desde hacía tiempo, estaban usando sus servicios secretos.

Vittorio D’Aiazzo estaba a punto de decir a su subalterno que olvidara la orden anterior y se fuera descansar cuando empezaron los disparos en la vía Medina, primero de fusiles y de una ametralladora ligera, luego, en rápida sucesión, de metralletas y una gran ametralladora.

El subcomisario y su ayudante se agacharon instintivamente y, avanzando con las piernas semidobladas, se acercaron a la ventana y asomaron sus cabezas mirando hacia abajo, exponiéndose lo menos posible.

Al mismo tiempo, otros policías miraban allí desde sus respectivas oficinas, tanto personal del turno que estaba saliendo como entrando, al ser la hora del reemplazo, las 8 en punto. Llegado hacía poco, también el vicejefe de policía y jefe de sección Remigio Bollati espiaba desde su propia ventana: su oficina daba a la misma fachada a la que daba la de Vittorio y los dos espacios eran contiguos.

Mirando hacia abajo se veía o entreveía, según la posición de cada ventana, a unos cincuenta metros del portal y en el cruce de calles cercano, al pelotón alemán parado en medio de la calle, protegido por sus vehículos colocados atravesados, ocupados en un tiroteo con personas que debían estar más allá en la calle y que no podían verse desde el edificio de la comisaría, pero de las que se oían los disparos: se podía suponer que tal vez se protegieran detrás de los muros semiderruidos y los montones de escombros de dos casas cercanas y contiguas, bombardeadas pocos días antes del 8 de setiembre por fortalezas volantes estadounidenses.




Capítulo 4 (#ulink_ba585e2f-4a35-5a1e-b126-11b703441427)


Para entender mejor las cosas, volvamos un poco atrás:

Se constituyó el frente único revolucionario partenopeo y, vista la renuencia del prefecto Soprano en asumir la dirección, fue elegido jefe el obrero Antonio Taraia de setenta años, que el 24 de setiembre, considerando la situación ya adecuada para el levantamiento convocó para la mañana siguiente una reunión en el Liceo Sannazaro, para someter a votación la decisión. La convicción de que era ya el momento de levantarse se produjo tanto por la noticia de que los angloamericanos ya estaban casi a las puertas de Nápoles, algo conocido de antemano por el filósofo Benedetto Croce, que lo había sabido confidencialmente del Dr. Soprano, como por el hecho de que, tras los acuerdos codificados intercambiados a través de radio con los americanos, acababan de llegar paracaidistas por la noche junto a Nápoles con armas y radios que retransmitían desde la US Army y destinadas a los partisanos, ocultadas rápidamente en siete sótanos de otras tantas zonas distintas de la ciudad. La operación se había desarrollado con la contribución esencial de un grupo de camorristas a sueldo, dispuestos a correr graves peligros a la vista de las grandes ganancias que les habían prometido los estadounidenses. No debe sorprender esa alianza: Estados Unidos ya había recurrido, y todavía la utilizaba, a la ayuda de la Mafia de la Sicilia ocupada, donde, además, numerosos nuevos alcaldes notoriamente mafiosos habían sido colocados en el poder por los conquistadores. La Camorra, como la Mafia, estaba organizada casi militarmente y, en particular, podía disponer en Nápoles de muchos grandes camiones. La operación armada había sido organizada con meticulosidad por los estadounidenses. Entre otras cosas, había folletos de instrucciones sobre el uso de las armas lanzadas en paracaídas, escritos en un correcto italiano y llevados al Liceo Sannazaro por algunos agentes americanos que habían sobrepasado de noche las líneas, con el fin de que los patriotas napolitanos pudieran recibir formación teórica sobre su funcionamiento por los propios agentes, lo que permitió hacer más rápida y ágil la instrucción práctica que, por razones logísticas, solo pudo desarrollarse poco antes de la sublevación, en el momento de la recuperación de las armas en los siete depósitos.

En la reunión del 25 de septiembre se tomó por unanimidad la decisión de levantarse. Hacia mediodía, se enviaron mensajeros para avisar a los custodios del material bélico estadounidense.

Al día siguiente, domingo, siete patriotas jefes de grupo que ya habían asistido al almacenamiento de las armas en los lugares secretos, uno por depósito, no mucho antes de la hora del alto el fuego, se presentaron para preparar la retirada de las armas esa misma noche. Se reunirían en los escondites hasta las cinco de la mañana del lunes 27 de septiembre.

Por tanto, después de las seis de la mañana de este 27 de septiembre, los grupos de combatientes por la libertad, recogidas las armas, se dirigieron a sus objetivos. Mientras los pelotones instruidos en el Liceo Sannazaro por los agentes americanos portaban las armas estadounidenses, es decir fusiles semiautomáticos M1 Garand y ametralladoras BAR M1918 Browning, que usaban las mismas balas de calibre 7,62, granadas de mano Mk2 y lanzamisiles portátiles anticarro Bazooka M1, los otros grupos de insurgentes tenían armas capturadas a los alemanes en los encuentros de los primeros días, es decir, fusiles Mauser Kar 98 k, metralletas MP80, bombas de mano 24 y granadas Panzerwurfmine con sus respectivos lanzabombas anticarro Panzerfaust, además de navajas personales o cuchillos de las cocinas domésticas y alguna escopeta ocultada por algún cazador aficionado, después de la ocupación alemana, en un sótano o un ático.

Sin embargo, el primer tiroteo de esa mañana no estaba previsto, sino que por el contrario empezó en el Vomero por parte de parientes de detenidos, que detuvieron un todoterreno Kübelwagen Typ 82 de la Wehrmacht, matando al comandante que lo conducía y poniendo en fuga a los demás militares. Otras acciones no organizadas se produjeron poco después por Nápoles y, aquí y allá, se agregaron espontáneamente a los grupos rebeldes parejas de carabineros de ronda y agentes de patrulla de la Seguridad Pública y la Guardia de Finanzas. Poco antes de inicio de las clases escolares, diez estudiantes desarmados de la escuela superior atacaron impulsivamente a tres alemanes que hacían la ronda en un Kübelwagen a velocidad de paseo, les obligaron a bajarse, les desarmaron y pegaron fuego al todoterreno, mientras el trío alemán se alejaba por piernas. Sin embargo, esos alemanes alertaron a todo el cuartel, por lo que llegaron dos pelotones alemanes con el apoyo de un potente blindado SdKfz 231 Schwere Panzerspähwagaen 6 rad. Los diez jóvenes se refugiaron y atrincheraron en el cercano Museo de San Martín y el blindado empezó a ametrallar los ventanales, mientras la noticia de la acción de los estudiantes y del peligro que estaban corriendo se iba extendiendo por Nápoles, de un lugar a otro.

Entre las acciones sí planeadas por la Resistencia se produjeron sobre todo el mencionado ataque a la columna de granaderos alemanes en Via Medina y la acción de un pelotón de carabineros que, con el beneplácito del coronel al mando se dirigó, sobre un camión Lancia CM,


al Museo de San Martín para combatir, con sus propios mosquetes 91 cortos y bombas de mano SRCM 35,


a los alemanes que asediaban a los estudiantes rebeldes. Al lado de los militares de la Benemérita se colocaron espontáneamente algunos civiles de la zona. Esa misma mañana, siempre con órdenes anteriores de los dirigentes democráticos, un centenar de combatientes por la libertad procedió al asedio del Castillo de San Elmo, en el que, entre los alemanes atrincherados en el interior, estaba el ya agotado pelotón de granaderos que había permanecido de guardia de la armería toda la noche y que no había recibido el relevo porque, como sabemos, el pelotón fresco entrante se había enzarzado en combate en la Via Medina.

Ante el apremio de los acontecimientos, el comandante de la plaza, coronel Scholl, activó sus potentes tanques de las clases Tiger y Panther. Sin embargo, un cierto número de ellos fueron detenidos e incendiados por revoltosos, gracias a algunos panzerfaust sustraídos al enemigo, a los bazookas americanos y a cócteles Molotov.




Capítulo 5 (#ulink_ba585e2f-4a35-5a1e-b126-11b703441427)


Mientras continuaba el tiroteo en Via Medina, el comisionado al cargo de la comisaría, el doctor Carmelo Pelluso, alejándose de la ventana de su oficina en el primer piso desde la que había observado con cautela al pelotón alemán dedicado al combate, iba a llamar por el interfono a sus subcomisarios para dar las órdenes oportunas cuando sonó el teléfono que había sobre su mesa.

Al otro lado de la línea estaba su superior directo, el doctor Soprano: El prefecto dijo al comisionado que se habían iniciado tiroteos en más zonas de Nápoles y le dio la noticia de que la 5ª armada y el 6º cuerpo estadounidenses, además del 10º británico, estaban atacando a los alemanes en dirección a Nápoles y Avellino y los efectivos alemanes en el campo estaban empezando a replegarse, dirigiéndose a la ciudad partenopea para consolidar sus líneas más al norte. Acabó dejando al arbitrio del comisionado decidir qué órdenes concretas impartir a sus hombres, pero con la condición de no obligarles a combatir contra los alemanes.

El doctor Pelusso no obedeció del todo: tras despedirse del prefecto, ordenó a sus subordinados transmitir a los respectivos inferiores la sencilla invitación, no la orden, de unirse al pueblo contra los alemanes, pero añadió con decisión:

—Decid a todos que yo personalmente estoy con los insurgentes. Sin embargo, si alguien, hipotéticamente, no quiere seguirme, no tendrá problemas. Pero deberá entregar su pistola y quedarse retenido en la comisaría en las celdas de custodia.

Carmelo Pelluso no fue un antifascista desde el principio: como muchísimos otros, entre ellos el subcomisario Vittorio D’Aiazzo, portó hasta el 25 de julio el uniforme fascista, de hecho obligatorio para los funcionarios públicos. Pero ya al acabar ese mes se había unido al Partido de la Acción y no había cambiado de bandera después de la ocupación alemana y el muy reciente retorno de Mussolini al gobierno de la Italia no ocupada por los ejércitos aliados. Por el contrario, ahora colaboraba activamente con los dirigentes de los partidos antifascistas del Frente Único Revolucionario y, sobre todo, con uno de sus mayores exponentes, nada menos que su amigo personal, el accionista


profesor Adolfo Omodeo, que el 1 de septiembre había sido nombrado por el gobierno de Badoglio rector del Ateneo Federico II de Nápoles, desde el que alentaba entre los intelectuales, junto al liberal Benedetto Croce, la rebelión contra el nazifascismo.

Los policías fieles a Mussolini, un comisario y una decena de agentes, cabos y suboficiales, bajo el control directo del comisionado, fueron desarmados y recluidos, respetuosamente, pero bajo escolta armada, en las celdas de seguridad. Se informó a Pelluso de que ya había otros reclusos en las celdas y supo que el único que estaba en custodia era un tal, verdadero o falso, Gennaro Esposito, sospechoso del asesinato de una prostituta llamada Rosa Demaggi. En la cara del comisionado asomó un gran descontento.

En esos mismos momentos, Vittorio D’Aiazzo estaba saliendo del cuartel por la entrada de vehículos conduciendo un vehículo blindado viejo y obsoleto de la comisaría. Se consideraba de corazón un demócrata cristiano, aunque, después de deshacerse del uniforme fascista el 25 de julio no se había afiliado ni al partido católico, ni al liberal y, a diferencia del comisionado Pelluso, no había llegado a contactar con hombres de la recién nacida resistencia. Por otro lado, lo mismo pasaba con la gran mayoría de aquellos italianos que luego combatirían contra el fascismo durante otro año y medio, hasta el final de la guerra.

Con Vittorio D’Aiazzo, subió al blindado, aunque agotado como él por la noche insomne, el brigada Marino Bordin, hombre animoso aunque rudo, quien, aunque no tenía ideas políticas, alimentaba un profundo rencor contra los alemanes debido a su arrogancia despectiva hacia los italianos. También se montaron en el blindado dos agentes llamados Tertini y Pontiani y conducía el comandante Aroldo Bennato, jefe mecánico del taller de la comisaría, estos tres descansados después de una noche de reposo y que acababan de llegar al servicio.

El blindado, o más exactamente la furgoneta blindada como era catalogada, era un aparato de la Primera Guerra Mundial, Lancia Ansaldo IZ, dotado de tres ametralladoras pesadas de 7,92 milímetros Maxim. Solo este blindado y dos similares no habían sido confiscados en la comisaría por los ocupantes, al juzgarse ya no utilizables por estar obsoletos, al contrario que los autos blindados más modernos FIAT 611 1934/35 y FIAT AB 1940/43, que los soldados alemanes habían confiscado inmediatamente junto a sus medios acorazados. El Lancia Ansaldo IZ era un modelo lento y poco maniobrable. Pero tenía una notable potencia de fuego, hasta el punto de que, al entrar en servicio al final de la Primera Guerra Mundial, había hecho estragos inmediatos entre los austriacos. Por otro lado, contrariamente a lo que debían haber pensado los alemanes, los tres autos acorazados gemelos estaban en perfecto estado gracias a las revisiones periódicas del jefe del taller y sus mecánicos y por los responsables de las armas en el caso de las ametralladoras.

Con los cinco policías a bordo, el blindado entró estruendoso y humeante en la Via Medina, a una setentena de metros a las espaldas de los alemanes, siempre tratando de disparar sobre los revoltosos usando los fusiles Garand, mientras que el operador de la metralleta BAR de los patriotas yacía desplomado boca abajo, muerto. El número de los atacantes se había reducido a menos de la mitad, ya que los alemanes disponían de una llamada sierra de Hitler, una tremenda ametralladora MG-42 de 7,92 milímetros, la mejor del mundo en eficacia y ligereza, tanto que todavía hoy, el siglo XXI, el modelo está en dotación en la OTAN.


Y de cada diez balas insertadas en las cintas alemanas, una era de tipo perforante, capaz de abrir brechas en los muros semiderruidos y los montones de escombros de las dos casas bombardeadas, a cuyo abrigo disparaban los patriotas. También algunos alemanes estaban muertos en el suelo, una pequeña parte de su pelotón.

Vittorio D’Aiazzo ordenó al comandante parar el auto y a los agentes portar dos ametralladoras, mientras él mismo llevaba a la espalda una tercera. El trío se armó, apuntado a los granaderos enemigos y, a la orden del superior, disparó sin parar a pesar del riesgo de que las armas se encasquillaran. Los tres ametralladores improvisados eliminaron al pelotón adversario, cuyos hombres no tuvieron tiempo de darse la vuelta contra el blindado italiano usando la MG con sus balas perforantes, que habrían podido deshacer la débil protección del auto italiano y, sobre todo, no pudieron lanzar una bomba anticarro con un Panzerfaust que llevaban.

Después de la matanza de alemanes, el blindado reemprendió la marcha, lentamente, y sobrepasó, serpenteando, a los muertos y los vehículos enemigos. Debido al espacio insuficiente apartó por la fuerza una camioneta. A una cuarentena de metros los patriotas supervivientes, ya solo seis, ninguno de las cuales estaba herido, salieron de los escombros al descubierto andando hacia el blindado: eran cinco hombres y una mujer delgada y pequeña que no mostraba más de dieciocho años y tenía en su rostro una expresión de desprecio. En el blindado, a una decena de pasos del pequeño grupo, Vittorio ordenó detenerse. Bajó con tres de los suyos, dejando a bordo al comandante con la radio. Los policías y los partisanos se ocuparon de los italianos en el suelo, dieciséis, ninguno de los cuales daba ninguna señal de vida: seis de ellos estaban en condiciones horribles, cuatro casi partidos en dos por las balas de la MG, al quinto le faltaba el rostro, sustituido por una cavidad sangrienta, el sexto privado de la bóveda craneal, donde se podía ver el cerebro mientras le salía de la nariz materia cerebral que se había posado en boca y mentón. La joven, habiendo tenido a este último a su lado durante el combate, contó a D’Aiazzo que el cerebro del hombre había palpitado unos momentos después de sufrir aquel golpe devastador. Impasible, concluyó así su espeluznante relato:

—No sé si estaba todavía consciente, porque estaba inmóvil, pero creo que sí.

—¡Yo espero que no! —le respondió el subcomisario con desagrado, molesto no tanto por la macabra descripción, sino por la frialdad que mostraba la joven.

Uno de los italianos muertos llevaba en bandolera una pequeña bolsa de arpillera con una radio estadounidense Motorola Handie-Talkie SCR536 de un solo canal, ligera, pero no potente. La joven, siempre sin mostrar sentimientos, se la quitó el difunto y se la puso en bandolera. Luego revisó, uno a uno y con gran atención, los cadáveres de los alemanes y, al acabar la inspección, su cara se oscureció.

Vittorio ordenó sacar del trípode y llevarse la mortal ametralladora MG con sus ristras de balas y explicó que, una vez desmontada de soporte, esa arma podría usarse bastante bien como fusil ametrallador, gracias a su peso no excesivo, apenas una docena de kilos, y a su doble pie desplegable guardado debajo del cañón. Fue la joven, abandonando su fusil Garand, la que se la quedó, diciendo que sabía cómo usarla. Tomó dos ristras de balas de la MG y se las puso en bandolera y colocó la ametralladora en la parte derecha de su espalda, balanceándola por el cañón con la mano.

D’Aiazzo tomó el funesto Panzerfaust y preguntó:

—¿Alguno de vosotros sabe usar esto?

Obtuvo un sí de uno de los seis que, a pesar de estar vestido de civil, dijo que era granadero, precisando que había sido «sorprendido aquí en Nápoles por el armisticio».

Un rato después, el comandante se asomó por la ventanilla del blindado y comunicó al superior que había oído, desde la radio de la comisaría, la noticia de que, a través del teléfono, una voz femenina había llamado a su centralita denunciando que los alemanes estaban ametrallando las casas de la Plaza de la Caridad.

Vittorio decidió intervenir. Dado que el blindado podía acoger hasta seis personas, ofreció a la joven ir con ellos. Esta lo rechazó y, dada la urgencia, no insistió en la invitación, dio la orden de subir a sus hombres y, tras entrar en último, ordenó al comandante dirigirse al objetivo.

Entretanto, muchos otros policías estaban saliendo de la comisaría para enfrentarse a los alemanes: había quien salía a pie por el portal o una puerta secundaria, otros por el paso de carruajes sobre camiones, camionetas, autocares o a bordo de los dos autos blindados restantes. La mayoría llevaba mosquetes ’91 del siglo pasado, alguno llevaba en bandolera una metralleta moderna MAB,


y muchos llevaban en bolsas en bandolera bombas SRCM o granadas lacrimógenas. Los destinos de todos esos policías eran muy diversos. En particular, después de órdenes precisas del comisionado Pelluso, un pelotón, en el cual algunos hombres vestían de civil y la mayoría portaba uniforme, se dirigió sobre un autocar largo marca OM hacia la Plazuela del Nilo, solo distante un kilómetro de la Via Medina: sobre ese camión, en el puesto de copiloto, iba también el presunto sargento mayor Gennaro Esposito.

El blindado al mando de D'Aiazzo volvió a partir, retumbando y petardeando, llevando detrás a los seis patriotas a pie. El comandante Bennato lo conducía lentamente, no solo por la vetustez del vehículo, sino para que los partisanos a pie, a los que servía un poco de baluarte, pudieran seguir el camino sin cansarse. Después del primer centenar de metros, uno de los seis, tras considerar la complexión diminuta de la joven, le ofreció cambiar la pesada MG por su fusil, pero ella se negó, molesta, diciendo con la boca torcida «Naah», lo que, vistas sus intenciones, debía significar que no.

Al acercarse a la Plaza de la Caridad, los once patriotas empezaron a oír los tableteos de las ráfagas de ametralladora. Tras dos minutos, llegaron a sus oídos ruidos de metralleta seguidos por una detonación. Después de otro par de minutos, volvieron a sonar ráfagas de ametralladora cuyo crepitar se hacía cada vez más fuerte, al irse acercando el blindado, ya casi junto a la plaza: era indudable que se estaba disparando allí.

Vittorio ordenó a Bordin y a los agentes tomar las metralletas y estar preparados para disparar a su orden. Por su parte, se colocó detrás de una ranura en la proa para observar el exterior, listo para ordenar hacer fuego.




Capítulo 6 (#ulink_ba585e2f-4a35-5a1e-b126-11b703441427)


El blindado llegó al paso desde la Vía Cesare Battisti a la Plaza de la Caridad.

El tanque alemán apareció en la aspillera de proa, plantado inmóvil a unos cuarenta metros a 45 grados a la derecha del vehículo italiano: era un carro Panther con una formidable coraza de 110 milímetros, armado con un cañón del 75 y dos ametralladoras MG, una en la torreta y otra en el cuerpo principal delantero, que hasta hacía poco habían estado vomitando fuego. Casi parecía una bestia descansando después de un gigantesco esfuerzo. Era evidente por qué se había producido esa fatiga, ya que en el suelo yacían multitud de cuerpos ensangrentados de civiles de ambos sexos y todas las ventanas de los edificios que rodeaban la plaza estaban hechas añicos, mientras que los muros mostraban profundas mellas. Se podía apreciar, a la vista de un todoterreno Kübelwagen semidestruido todavía humeante y de cuatro cadáveres carbonizados, uno dentro y tres en el suelo, que llevaban los cascos de la Wehrmacht ennegrecidos, que la represalia del carro alemán era posterior a un ataque contra el todoterreno con cócteles Molotov.

En el momento del ataque al Kübelwagen, el Panther estaba patrullando la calle vecina de Formale. Su tripulación había oído dos explosiones, separadas por un par de segundos la una de la otra, y el jefe del carro, un comandante de carrera llamado Konrad Müller, había apreciado de qué dirección venían. A sus órdenes, el vehículo se haya dirigido a la Plaza de la Caridad. Al llegar, los soldados habían encontrado los restos de sus cuatro camaradas y la camioneta y ninguna persona en la plaza, ya que después de haber lanzado dos botellas incendiarias, una de las cuales había dado en el blanco, los autores del atentado habían huido mientras los residentes se habían refugiado en sus casas y tiendas, cerrando los portales y las persianas. El suboficial había ordenado sin remordimientos ametrallar las fachadas de los edificios que le rodeaban a la altura de un hombre y mientras tableteaban sus MG, había pedido instrucciones al mando a través de la radio. Le habían ordenado vengarse deteniendo civiles, diez por cada alemán muerto, y fusilarlos allí mismo. El cabo subcomandante del Panther y dos soldados habían bajado armados con fusiles MP80 y bombas de mano de modelo 24 y habían lanzado estas granadas contra persianas y portales, matando o hiriendo a quienes se habían refugiado dentro. El comandante Müller, en un pésimo italiano, había ordenado por el altavoz salir de las casas, ya que si no todas serían derrumbadas a golpe de cañón con sus residentes dentro. Había prometido que sí los que allí estaban se presentaban ordenadamente a la escuadra alemana solo serían interrogados y luego se les dejaría libres. Así que se habían reunido 42 personas, dos más del décuplo de los alemanes muertos. Sin embargo, a pesar de que el cabo había comunicado el exceso de detenidos al jefe del carro, que entretanto había asomado por la torreta, la cantidad fue considerada adecuada por el superior, nazi convencido, aunque no era de las SS, y había ordenado “ajusticiarlos” a todos. Esos civiles inermes había sido abatidos con ráfagas de metralleta. Una vez muertos, los carniceros habían subido a su tanque y el comandante había ordenado a las ametralladoras volver a disparar a su alrededor, esta vez apuntando a los pisos altos. Las ráfagas terroristas habían proseguido durante varios minutos mientras que el racista de Konrad Müller pronunciaba con odio, expresándose en su dialecto bávaro, expresiones que en nuestro idioma habrían sonado así: «¡Italianos de mierda! ¡Bastardos traidores! ¡Raza de cerdos!»

El tanque de acero estaba a punto de reemprender su patrulla por las calles cuando había aparecido el vehículo blindado de otros italianos de mierda. Este era muy inferior al Panther tanto en blindaje como en potencia de fuego. El comandante Bennato solo podía probar a dar marcha atrás rápidamente, con la muy débil esperanza de que el enemigo tuviera otras órdenes a cumplir de inmediato y no se preocupara por seguirlos: frenó de golpe, sin necesidad de recibir la orden, puso la marcha atrás y aceleró, mientras los seis patriotas a pie, al ver que el blindado empezaba a retroceder se echaron atrás precediéndolo en la retirada. Sin embargo, el vehículo pudo entrar en Via Battisti solo en parte, porque el motor se caló y paró por la rápida maniobra y el blindado se detuvo con la parte anterior todavía expuesta al enemigo.

Contrariamente a la tenue esperanza italiana, en lugar de reemprender la patrulla por Nápoles, el comandante del Panther decidió destruir el vehículo rebelde y ordenó al artillero apuntar levantando cero contra el agente del enemigo.

Vittorio, entreviendo por la tronera la torreta del tanque empezando a girar dirigiendo el cañón hacia el blindado, gritó a los suyos que abandonaran el vehículo y se emboscaran en los callejones de la Via Battisti y, al dar la orden, él mismo se dirigió a la salida, bajando el primero. Luego razonaría que, después de todo, retrasarse no habría servido para que los demás salieran más rápidos. En realidad, había prevalecido sencillamente su instinto de conservación.

El disparo del cañón retumbó un instante después de que el comandante Bennato hubiera salido el último. El proyectil explotó con precisión en la parte expuesta del vehículo al que había apuntado el artillero. Debido a esta explosión también estalló la bomba anticarro Panzerwurfmine que estaba antes en el Panzerfaust del granadero, arma que hasta un momento antes había estado sobre su espalda pero que se había quitado para huir más rápido. El blindado italiano fue lanzado hacia atrás y se incendió, embistiendo y aplastando a los cuatro patriotas más cercanos, mientras esquirlas densas y grandes se proyectaban devastadoras a su alrededor. También falleció el comandante Bennato, que, golpeado en el cuello por una lacha ardiente, murió por el golpe con la cabeza destrozada. El granadero fue destrozado por la bomba Panzerwurfmine y las esquirlas del Panzerfaust, del que estaba demasiado cerca. Los agentes Tertini y Pontiani, alcanzados en la espalda por multitud de fragmentos, murieron minutos después, desplomados sobre el adoquinado. Solo se salavaron al subcomisario, el brigada y la joven, que consiguieron entrar, apenas un momento antes de la explosión, en el callejón más cercano. Al mismo tiempo, a causa del muy violento desplazamiento del aire, se derrumbaron los débiles muros externos de dos viejas edificaciones que se encontraban a los lados del blindado, arrastrando con ellos a los residentes y sepultándoles mortalmente. Vittorio y sus dos compañeros atravesaron corriendo el pequeño patio en el que se habían refugiado y, a continuación, pasando bajo un arco trasversal en un muro, entraron en el patio de otro caserío. Aquí la joven, que ya había abandonado la ametralladora MG al principio de la precipitada retirada, se deshizo de las ristras de munición que llevaba en bandolera y estaba a punto de dejar también la bolsa con la radio, pero Vittorio le detuvo y, sin decir palabras, la puso a cargo del brigada.

—Podría servirnos —dijo.

El trío volvió sobre sus pasos, pasando con cuidado de un del patio a otro y luego a otro hasta llegar a la Via del Claustro, desprovista de alemanes, que terminaba y todavía hoy termina en la Via Monteoliveto, donde vivía la joven. Era precisamente en su casa donde pretendía refugiarse. Por el contrario, los dos policías trataban de llegar a la Via Medina, siguiendo la Via Monteoliveto, más allá del cruce con el Corso Umberto I, y volver a la comisaría.

Vittorio se asomó a la Via Monteoliveto y echó una ojeada a derecha e izquierda. Advirtió con decepción que, no muy lejos a su derecha, en el cruce de la vía con el Corso Umberto I, había un puesto de control de un pelotón de Waffen SS,


dotado con camionetas, motocarros y un cañón anticarro automóvil de 47 mm. Panzerjäger, modelo anticuado fruto de la adaptación de un tanque todavía más antiguo y arma poco eficaz frente a los carros armados modernos, pero mortal contra vehículos no acorazados y edificios. Los vehículos habían sido aparcados por los alemanes uno detrás del otro a lo largo del Corso Umberto I, en las intersecciones de este con Via Medina y Via Monteoliveto. Era evidente que el objetivo era impedir a los vehículos el ingreso en el corso o que lo atravesaran. Como el cañón anticarro se dirigía hacia Via Medina, Vittorio supuso correctamente que el objetivo del bloqueo era obstaculizar a vehículos y hombres que salieran de la comisaría. También imaginó que, para impedir el paso de automóviles en ambas direcciones, debía haber otro puesto más al otro lado de la comisaría, cerca del punto donde se había desarrollado el combate de los patriotas con los granaderos alemanes.

Por tanto, ni hablar de atravesar el Corso Umberto I y unirse a los colegas que quedaran en la sede. Ahora se trataba de resguardarse todos en casa de la joven. Como el brigada iba de uniforme, antes de que el trío se pusiera a la vista en la Via Monteoliveto con el riesgo de ser advertido por los alemanes, D’Aiazzo pesó en dar al funcionario su chaqueta de lanital


totalmente gris, para que se la pusiera sobre la guerrera, escondiéndola algo y cubriendo la bolsa de la radio que, colgada del cuello, pendía delante del abdomen del suboficial. Así se hizo. Marino también ocultó en el pecho el gorro militar, bajo la guerrera y la chaqueta antes de abrocharse los botones.

La casa de la joven estaba a la izquierda de la Vía del Claustro al mismo lado de la Via Monteoliveto en la que desembocaba aquella. Los tres se colocaron a unos treinta metros uno de otro, con la joven por delante, después el brigada y por último el subcomisario. Como había recomendado este, caminaron lentamente, por si los veían los nazis del puesto de bloqueo, algo que era seguro, pero sin duda no despertaron sospechas, dado que ningún alemán abandonó el cruce para detenerlos y verificar sus documentos.

El edificio era pequeño, con solo dos apartamentos encima, de los cuales el más aireado era el primer piso, con techos de tres metros, mientras que el otro, donde vivía la joven con sus padres, era un entresuelo de unos dos metros cincuenta. Estaba encima de una tienda en la calle que miraba a la Via Monteoliveto a través de una puertecilla a la izquierda del pequeño portal del edificio, todavía más a la izquierda, con una verja en ese momento con el cierre metálico echado. La casita era propiedad de un vendedor ambulante de fruta y verdura que vivía en el primer piso y utilizaba la tienda para su actividad mientras alquilaba el entresuelo a la familia de la joven.

La joven abrió el pequeño portal y entró en este, que olía a cerrado, dejando la puerta entreabierta y aguardando a sus compañeros. Entraba un poco de aire fresco por la abertura. Los dos hombres llegaron uno detrás de otro. Vittorio cerró tras él la puerta e inmediatamente, con la joven a la cabeza, el grupo subió las escaleras que llevaban al entresuelo.

Como indicaba la placa junto a la puerta del apartamento, la familia se llamaba Scognamiglio.

—Te apellidas Scognamiglio, ¿y tu nombre es …? —preguntó Vittorio a la joven.

—Mariapia.

—Encantado, Mariapia —Le sonrió, abandonando la expresión preocupada que tenía en el rostro desde que salió de la comisaría—. Soy el subcomisario Vittorio D’Aiazzo.

—… Y yo el brigada Marino Bordin —intervino su ayudante, permaneciendo muy serio, al contrario que su superior, casi altivo, evidentemente orgulloso de su grado.

Aunque las facciones de Mariapia no se mostraban ya ceñudas, el rostro no se le había tranquilizado: su expresión había pasado de tenebrosa a triste.

Abrió la puerta de la casa con su llave, que llevaba en un portamonedas de tela de cáñamo en el único bolsillo profundo de su falda grisácea de cafioc,


sostenida por un cinturón negro opaco de cuoital,


sobre la que llevaba una camiseta de color azulado también de cafioc. La joven llevaba en los pies calcetines grises de lanital dentro de dos botas negras de coriacel,


con las suelas de goma igualmente negras extraídas de viejas cubiertas de automóvil directamente por el artesano fabricante.

Como observaron los dos policías, el apartamento tenía tres espacios y un corredor. Este, de un par de metros de largo, recorría la casa en toda su longitud, terminando en un ventanuco sin postigos. Las tres habitaciones estaban a la izquierda de la entrada, en ese momento tenían las puertas cerradas, pero, como se intuía desde allí, asomaban a la Via Monteoliveto. A la derecha había un balcón que flanqueaba el pasillo y quedaba por encima de un espacio de huerta tan largo como el edificio y con el triple de profundidad, con manzanos y ciruelos desperdigados, abundantes hortalizas y tres filas cortas y paralelas de viñas: también esa porción de tierra pertenecía al vendedor ambulante. En un extremo del balcón, a la izquierda de quien saliera fuera por la única puerta-ventana, en el centro del pasillo, había una caseta de madera que, como intuyeron los invitados, alojaba el retrete doméstico.

Se había oído a alguien moverse en la habitación más cercana a la entrada, que resultaría ser una cocina-comedor.

—¿Quién está ahí? —preguntó Vittorio a la joven.

Sin responderle, Mariapia entreabrió apenas un tercio de la puerta y entró en el espacio, cerrándola tras de sí. Se oyó un parloteo incomprensible. Luego la puerta se volvió a abrir, esta vez del todo, y la joven salió junto con sus padres.

Su padre, Antonio Scognamiglio, se encontró con los acogidos con la frente fruncida por la inquietud, los ojos fijos en las botas y los pantalones de Bordin, con su evidente banda fucsia. El malestar manifiesto de dueño de la casa se acentuó cuando, un momento después, el brigada se quitó la chaqueta de D’Aiazzo, mostrando así su graduación cosida a las mangas de su casaca. Sin embargo, el padre de Mariapia era esencialmente un buen hombre. Su recelo no lo causaba por tener algo que esconder a la justicia, sino por el hecho de que tenía desde niño, como es habitual entre la clase popular napolitana, un sentido de gran prudencia, por no decir de desconfianza, hacia las autoridades grandes y pequeñas, transmitido de generación en generación con el recuerdo atávico de la prepotencia de los birri y los demás funcionarios públicos de los reyes borbones. El hombre era bastante pequeño, unos quince centímetros más bajo que Vittorio, tenía manos callosas, era delgado como Maripia y llevaba una cabellera frondosa, en un tiempo negra como la de la hija, pero ahora blanca, a pesar no tener más que cuarenta y ocho años. También su rugoso rostro hacía que su aspecto fuera envejecido, como el que aparece en los marineros y pescadores después de años en el mar por la continua exposición al sol y la salmuera. Y de hecho había ejercido, en naves de altura, la apreciada profesión de pescador jefe, como todavía constaba en su documento de identidad. Pero hacía catorce meses, como había confiado casi de inmediato a los alojados para justificar su estancia en casa, había perdido el trabajo, después de tres decenios en el mismo pesquero, primero como grumete, luego como pescador experto y finalmente como pescador jefe. Explicó que había perdido todo dramáticamente en julio de 1942 por el naufragio de la embarcación, destrozada por una bomba de un cazabombardero de la armada inglesa De Havilland Sea Mosquito, cuyo estilizado perfil, visto desde abajo, era muy conocido por los marineros italianos porque se anunciaba en los puertos: Antonio había sido el único superviviente de la matanza, porque, buen nadador, se había lanzado al agua en cuanto había visto la silueta abalanzarse sobre el pesquero. Fue rescatado por un destructor de la Marina Regia italiana, en ruta hacia el puerto de Nápoles, que pasaba por fortuna por el área náutica del naufragio apenas unas diez horas después, siendo todavía de día y, para más fortuna, estando de guardia en el destructor un ojeador de primera clase,








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26 de septiembre de 1943, Nápoles está a punto de rebelarse contra los ocupantes alemanes. Rosa, prostituta, estraperlista y confidente de la policía política fascista, muere por causas violentas. Gennaro, su presunto asesino, es arrestado e interrogado inútilmente por un todavía inepto subcomisario, Vittorio. Poco a poco se inicia la insurrección que pasará a la historia como Los Cuatro Días de Nápoles. Se unen a ella el subcomisario y, extrañamente liberado por el jefe de policía en persona, el presunto asesino de Rosa. También participa en los combates la joven Mariapia, que, después de haber sufrido una violación múltiple por parte de alemanes, clama venganza. Pronto Gennaro resulta ser su pariente. Se produce otro asesinato contra un estanquero, también emparentado con Mariapia.

Si un pueblo oprimido puede rebelarse y levantarse con pleno derecho y si, como admitía además Santo Tomás de Aquino, puede consentirse el asesinato del tirano cuando no queda otra vía para recuperar la libertad que el propio Dios ha concedido al ser humano, ¿es lícito o no matar a un mafioso al que la justicia no consigue atrapar y castigar y que continúa intimidando, explotando y asesinado al prójimo en su barrio? ¿Es culpable quien, no teniendo otra defensa posible, recurre a una defensa extrema? Y, si es que sí, ¿hasta qué punto? Este es el dilema privado que recorre la novela, a través de la historia pública de la rebelión de Nápoles contra los invasores alemanes: 26 de septiembre de 1943, Nápoles está a punto de rebelarse contra los ocupantes alemanes. Rosa, prostituta, estraperlista y confidente de la policía política fascista, muere por causas violentas. Gennaro, su presunto asesino, es arrestado e interrogado inútilmente por un todavía inepto subcomisario, Vittorio. Poco a poco se inicia la insurrección que pasará a la historia como Los Cuatro Días de Nápoles. Se unen a ella el subcomisario y, extrañamente liberado por el jefe de policía en persona, el presunto asesino de Rosa. También participa en los combates la joven Mariapia, que, después de haber sufrido una violación múltiple por parte de alemanes, clama venganza. Pronto Gennaro resulta ser su pariente. Se produce otro asesinato contra un estanquero, también emparentado con Mariapia. El estanquero había sido una mala persona, en su momento matón de la Camorra y, después de que un accidente que había minado su capacidad de repartir porrazos, había quedado a disposición su jefe criminal, custodiando en un sótano los productos del contrabando en el mercado negro y, después de que la Camorra contactara con los servicios de la OSS, armas estadounidenses destinadas a los insurgentes. En relación con la muerte de la prostituta, el desenlace se produce a mitad de la obra. En cuanto a la identidad del asesino del estanquero, continúan durante mucho tiempo las investigaciones de Vittorio, entre las vicisitudes de los demás personajes, hasta el punto de que la persona autora del crimen solo se desvelará con certeza en 1952, justo al final del último capítulo.

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