Книга - Asesinato en la mansión

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Asesinato en la mansión
Fiona Grace


Un misterio cozy de Lacey Doyle #1
«Muy entretenido. Recomiendo encarecidamente añadir de manera permanente este libro a la biblioteca de cualquier lector que aprecie un misterio muy bien escrito con algunos giros imprevistos y una trama inteligente. No te decepcionará. ¡Es una manera excelente de pasar un fin de semana de invierno!».

–-Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre Asesinato en la mansión)



ASESINATO EN LA MANSIÓN (UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE – LIBRO 1) es la novela debut de una encantadora nueva serie de misterio cozy escrita por Fiona Grace.



Lacey Doyle, de 39 años y recién divorciada, necesita un cambio drástico. Necesita dejar su trabajo, dejar atrás a su horrible jefa y a la ciudad de Nueva York, y alejarse del ritmo acelerado de su vida. Ha decidido cumplir una antigua promesa infantil que se hizo a sí misma, por lo que tiene el objetivo de dejarlo todo atrás y revivir unas encantadoras vacaciones de las que gozó en su infancia en el pintoresco pueblo costero de Wilfordshire, en Inglaterra.



Wilfordshire es exactamente como lo recordaba, con su arquitectura intemporal, las calles empedradas y la naturaleza a sólo unos pasos de distancia. A Lacey no le apetece nada volver a casa… y, de repente, decide quedarse y darle una oportunidad a su sueño de infancia: abrirá su propia tienda de antigüedades.



Por fin tiene la sensación de que su vida se encamina en la dirección correcta… hasta que su mejor cliente aparece muerto.



Todos sospechan de Lacey al ser la recién llegada, y de ella depende limpiar su buen nombre.



Ahora tiene un negocio que manejar, unos vecinos convertidos en enemigos, un panadero de lo más sensual al otro lado de la calle, y un misterio que resolver… ¿Está siendo esta nueva vida lo que Lacey quería que fuese?



¡El libro #2 de la serie ―MUERTE Y UN PERRO― ya puede reservarse!





Fiona Grace

ASESINATO EN LA MANSIÓN




ASESINATO EN LA MANSIÓN




(Un misterio cozy de Lacey Doyle ― Libro uno)




FIONA GRACE



Fiona Grace

La escritora debutante Fiona Grace es la autora de la serie UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE, que incluye ASESINATO EN LA MANSIÓN (Libro uno), MUERTE Y UN PERRO (Libro dos) y CRIMEN EN LA CAFETERÍA (Libro tres). A Fiona le encantaría saber tu opinión, así que por favor visita www.fionagraceauthor.com (http://www.fionagraceauthor.com/) para recibir ebooks gratis, oír las últimas noticias y permanecer en contacto.








Copyright © 2019 de Fiona Grace. Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido bajo el Acta de Copyright de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida bajo ninguna forma o medio, ni almacenada en bases de datos o sistemas de recuperación, sin la autorización previa del autor. Este ebook sólo tiene licencia para tu disfrute personal. Este ebook no puede revenderse ni ser entregado a terceras personas. Si quieres compartir este libro con otra persona, por favor compra una copia adicional para cada destinatario. Si estás leyendo este libro y no lo has comprado, o si no fue comprado únicamente para tu uso, por favor devuélvelo y adquiere tu propia copia. Gracias por respetar el trabajo duro de este autor. Esto es una obra de ficción. Los nombres, personajes, negocios, organizaciones, lugares, eventos e incidentes son o bien producto de la imaginación del autor o usados de manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia. Copyright de la imagen de la portada Helen Hotson, usada bajo licencia de Shutterstock.com.



LIBROS ESCRITOS POR FIONA GRACE

MISTERIOS COZY DE LACEY DOYLE

ASESINATO EN LA MANSIÓN (Libro #1)

MUERTE Y UN PERRO (Libro #2)

CRIMEN EN LA CAFETERÍA (Libro #3)




CAPÍTULO UNO


De mutuo acuerdo.

Eso era lo que afirmaban los papeles del divorcio, escrito con tinta negra y en negrita, haciendo que resaltase sobre la blancura del papel.

De mutuo acuerdo.

Lacey suspiró mientras miraba los documentos. Un adolescente con la cara llena de granos y actitud indiferente, como si aquello no fuera más importante que una caja de pizza, le había entregado en mano aquel sobre color manila de aspecto tan inocente en la misma puerta de su casa. Y aunque Lacey había sabido al instante por qué estaba recibiendo una carta certificada, en un primer momento no había sentido nada. La magnitud de lo ocurrido no la había alcanzado hasta que se había dejado caer en el sofá del salón, junto a la mesita del café donde había abandonado su cappuccino todavía caliente al oír cómo llamaban a la puerta, y había sacado los documentos de su interior.

Los papeles del divorcio.

Divorcio.

Su reacción había sido gritar y tirarlos al suelo, como si tuviera fobia a las arañas y acabasen de enviarle una tarántula viva.

Y allí era donde estaban ahora, diseminados sobre la extremadamente cara alfombra impuesta por las últimas tendencias que le había regalado Saskia, su jefa en la empresa de diseño de interiores en la que trabajaba. La frase David Bishop vs Lacey Bishop le devolvió la mirada. Empezó a distinguir palabras entre el caos de letras sin sentido: disolución de matrimonio, diferencias irreconciliables, de mutuo acuerdo…

Recogió los papeles con cuidado.

Bueno, no era exactamente una sorpresa. Después de todo, David había puesto fin a su matrimonio de catorce años al grito de: «¡Ya te llamará mi abogado!». Pero aquello no había preparado a Lacey para la bomba emocional de recibir una copia física de dichos documentos y de sentir su peso, su solidez, y ver aquel horrible texto negro y remarcado que declaraba que era de mutuo acuerdo.

Así era como se hacían las cosas en Nueva York, siguiendo el argumento de que los divorcios donde nadie era culpable eran menos engorrosos, ¿verdad? Pero lo de «mutuo acuerdo» era pasarse, en opinión de Lacey. Porque, según David, había sido ella la que lo había obligado a divorciarse. Tenía treinta y nueve años y no había habido ni un bebé. No había tenido ni el más mínimo deseo, no había sentido ningún impulso hormonal al ver a los hijos recién nacidos de sus amigas, y había habido muchos, casi como si se materializasen de la nada en un flujo sin fin de bonitos seres diminutos y revoltosos que no despertaban absolutamente nada en su interior.

–Eres un reloj que todavía tiene que dar la hora ―le había explicado David una noche mientras se tomaba una copa de merlot.

Lo que en realidad había querido decir, por supuesto, era: «Nuestro matrimonio es una bomba de relojería».

Lacey soltó un profundo suspiro. Ojalá hubiese sabido durante su boda, con veinticinco años y en mitad de un remolino de felicidad, confeti blanco y burbujas de champán, que el priorizar su trabajo por encima de la maternidad acabaría convirtiéndose en una espectacular patada en el culo.

«De mutuo acuerdo. ¡Ja!».

Se puso a buscar un bolígrafo con unas extremidades que de repente pesaban como si estuviese hechas de hierro, y dio con uno en el cuenco para las llaves. Al menos ahora las cosas estaban organizadas. David ya no andaba corriendo de un lado al otro en busca de zapatos perdidos, llaves perdidas, carteras perdidas ni gafas de sol perdidas. Aquella era una época en la que todo seguía justo donde lo había dejado, pero en aquel momento no le resultaba un gran premio de consolación.

Volvió al sofá con el bolígrafo en la mano y lo colocó sobre la línea de puntos donde se suponía que debía firmar. Pero, en lugar de tocar el papel con la punta, Lacey se detuvo con el bolígrafo en el aire, a duras penas a un milímetro por encima de la línea, como si hubiese una barrera invisible entre la punta y el papel. Las palabras «cláusula de mantenimiento entre esposos» le habían llamado la atención.

Frunció el ceño y volvió a la página donde se estipulaba esa parte, examinando la cláusula. Como la que más dinero ganaba en la pareja, además de ser la única propietaria del apartamento en Upper Eastside en la que estaba en aquel momento, tendría que pagarle a David una «cantidad fija» durante «no más de dos años» para que él pudiese «iniciar» su nueva vida de un «modo consistente con el que ha vivido hasta ahora».

Lacey no pudo evitar soltar una carcajada amarga. Qué irónico que David sacase provecho de su trabajo. ¡De su trabajo, que era la razón por la que había decidido poner fin a su matrimonio! Aunque él no lo vería así, por supuesto. David lo llamaría algo así como «recompensa». A David le encantaba que todo estuviera equilibrado y fuese justo, pero Lacey sabía lo que era realmente aquel dinero. Era un castigo. Una venganza. Una represalia.

«Menuda manera de recibir dos patadas en el culo», pensó.

La visión se le nubló de repente y una gota de agua cayó sobre su apellido, haciendo que la tinta se corriese y el papel se arrugase. Una lágrima fugitiva había logrado aterrizar sobre el documento. Lacey se secó el ojo culpable con el dorso de la mano y un gesto agresivo.

«Tendré que cambiarme el nombre», pensó, mirando fijamente la palabra ahora deformada. «Tendré que volver a usar mi nombre de soltera».

Lacey Fay Bishop había dejado de existir. La habían eliminado. Aquel nombre pertenecía a la esposa de David Bishop y, en cuanto firmase en la línea de puntos, Lacey dejaría de ser aquella mujer. Se convertiría en Lacey Fay Doyle una vez más, regresando a la chica que había dejado de ser en la veintena y a la que a duras penas recordaba.

Pero el nombre de Doyle significaba todavía menos para ella que el que le había cogido prestado a David durante los últimos catorce años. Su padre la había abandonado cuando tenía siete años, justo después de unas encantadoras vacaciones familiares en el pueblo idílico y costero de Wilfordshire, en Inglaterra. No había vuelto a verlo desde entonces. Su padre había estado allí un buen día, comiendo helado en una playa rocosa, salvaje y azotada por el viento, y al día siguiente había desaparecido.

¡Y ahora ella había fracasado tanto como lo habían hecho sus padres! ¡Después de todas aquellas lágrimas infantiles por su padre desaparecido, de todos los insultos de adolescente enfurecida lanzados contra su madre, Lacey se había dedicado a repetir los mismos errores! Había fracaso en su matrimonio tal y como habían hecho sus padres, y la única diferencia, razonó, era que su fracaso no conllevaba daños colaterales. Su divorcio no dejaría a dos hijas desconsoladas y heridas a su paso.

Se quedó mirando aquella maldita línea. Le exigía que la firmara, pero Lacey seguía titubeando. Su mente parecía haberse quedado atascada en su nuevo nombre.

«Quizás debería dejarme de apellidos», pensó con sarcasmo. «Podría hacerme llamar Lacey Fay, como si fuese una estrella del pop». Notó cómo la histeria crecía en su pecho. «¿Pero por qué detenerme ahí? Por unos cuántos dólares, bien podría cambiarme el nombre por completo. Podría llamarme…». Miró a su alrededor en busca de inspiración y su mirada se posó en la taza de café todavía intacta que descansaba en la mesita que tenía delante. «Lacey Fay Cappuccino. ¿Por qué no? ¡La princesa Lacey Fay Cappuccino!».

Se echó a reír, echando la cabeza de brillantes rizos oscuros hacia atrás y carcajeándose en dirección al techo. Pero fue un momento breve, y la risa se cortó tan deprisa como se había iniciado. El silencio llenó el vacío apartamento.

Lacey firmó a toda prisa los papeles del divorcio. Estaba hecho.

Tomó un sorbo de café. Se había quedado frío.


*

Lacey se subió al metro repleto, tal y como hacía todos los días, en dirección a la oficina en la que trabajaba como ayudante de diseño de interiores. Llevaba tacones, bolso y no establecía contacto visual con nadie; era como cualquier otra persona de camino al trabajo. Excepto que no lo era, por supuesto, porque, de entre el medio millón de personas que estaban usando en aquel instante el metro de Nueva York durante hora punta, ella era la única a la que le habían entregado los papeles del divorcio aquella misma mañana… o así era como se sentía. Era el nuevo miembro del Club de los Divorciados Tristes.

Sintió cómo se avecinaban las lágrimas y sacudió la cabeza con fuerza, obligando a su mente a pensar en cosas felices. Ésta fue directa a Wilfordshire, a aquella playa tranquila y salvaje. Recordó el océano y el aire salado con un recuerdo repentino y vívido. Recordó el camión de los helados con su canción espeluznante y repiqueteante, las patatas fritas ―chips, papá dijo que allí se llamaban chips― servidas en pequeño envase de poliestireno con un pequeño tenedor de madera, y todas las gaviotas que habían intentado robárselas en cuanto se había despistado un poco. Pensó en sus padres y en los rostros sonrientes que habían mostrado durante aquellas vacaciones.

¿Había sido todo una mentira? Lacey no había tenido más que siete años, Naomi cuatro, y ninguna de las dos había sido lo bastante mayor como para detectar los pequeños detalles de las emociones adultas. Estaba claro que a sus padres se les había dado bien ocultar cosas, porque todo había ido a la perfección hasta que, de un día para otro, la destrucción había asolado sus vidas.

Pero habían parecido felices de verdad, pensó. Aunque, para el mundo exterior, seguramente David y ella también habían parecido tenerlo todo. Y lo habían tenido. Un buen apartamento, trabajos bien pagados y satisfactorios, buena salud; lo único que les había faltado habían sido aquellos malditos bebés que tan importantes se habían vuelto de repente para David. De hecho, su ruptura había sido casi tan repentina como la marcha de su padre. Quizás así eran los hombres; experimentaban un repentino momento de iluminación y, una vez tomada su decisión, se negaban a reconsiderarla, de tal modo que todo lo que se interponía en su camino debía ser derribado. A fin de cuentas, ¿por qué iban a dejar nada intacto?

Salió del metro y se unió a la riada de gente que recorría las calles de Nueva York, una ciudad a la que había considerado su hogar durante toda su vida pero que ahora se le antojaba agobiante. Lacey siempre había adorado lo llena de vida que estaba y todos los negocios que albergaba. Nueva York era como ella al cien por cien, pero ahora se sentía invadida por el deseo de experimentar un cambio radical. De empezar de cero.

Recorrió el último par de calles hasta su oficina y sacó el móvil del bolso para llamar a Naomi. Su hermana contestó al primer tono.

–¿Va todo bien, cariño?

Naomi había estado esperando ansiosamente los papeles del divorcio, por eso su prontitud al responder al teléfono a pesar de lo temprano que era, pero Lacey no quería hablar del divorcio.

–¿Recuerdas Wilfordshire?

–¿Eh?

Naomi sonaba adormecida, algo de esperar al tener en cuenta que era la madre soltera de Frankie, el niño de siete años más inquieto del mundo.

–Wilfordshire. Fue durante las últimas vacaciones a las que fuimos mientras papá y mamá seguían juntos.

Hubo un momento de silencio.

–¿Por qué me preguntas eso?

Al igual que su madre, Naomi había hecho voto de silencio en cuanto a todo lo relacionado con su padre. Había sido más joven que Lacey cuando su padre se había marchado y posteriormente había proclamado que no lo recordaba en absoluto, ¿así que por qué malgastar energía dándole importancia a su ausencia? Pero tras varios chupitos de más un viernes por la noche, había acabado confesando que lo recordaba vívidamente, que soñaba con él a menudo y que había dedicado tres años enteros de terapia semanal a culpar furiosamente a su abandono como causa del fracaso de todas sus relaciones como adulta. Naomi se había subido a un carrusel de relaciones apasionadas y tumultuosas a la edad de catorce años y ya no había vuelto a bajarse. Francamente, su vida amorosa dejaba a Lacey mareada.

–Han llegado. Los papeles.

–Oh, cariño. Lo siento muchísimo. ¿Estás…? ¡FRANKIE, DEJA ESO O YA VERÁS!

Lacey hizo una mueca, apartándose el teléfono de la oreja mientras Naomi le ladraba a Frankie la amenaza de matarlo si seguía haciendo lo que fuese que se suponía que no debía hacer.

–Lo siento, cariño ―dijo Naomi, volviendo a usar un volumen normal―. ¿Estás bien?

–Estoy bien. ―Lacey hizo un pausa―. No, en realidad no estoy bien. Me siento impulsiva. En una escala del uno al diez, ¿cómo de loco sería saltarme el trabajo y coger el siguiente vuelo a Inglaterra?

–Eh, ¿qué tal un once? Te despedirán.

–Pediré días personales.

Lacey casi pudo oír cómo Naomi ponía los ojos en blanco.

–¿Con Saskia? ¿En serio? ¿Crees que te dará días por asuntos personales? ¿La mujer que te hizo trabajar el día de Navidad el año pasado?

Lacey torció los labios en una mueca de consternación, un gesto que, según su madre, había heredado de su padre.

–Necesito hacer algo, Naomi. Me siento asfixiada. ―Se tiró del cuello del jersey; de repente se le antojaba la cuerda de una horca.

–Claro que te sientes así, y nadie te culpa por ello. Pero no hagas nada precipitado. Quiero decir, elegiste tu trabajo antes que a David. No vayas a jugártelo ahora.

Lacey hizo una pausa, frunciendo las cejas por la confusión. ¿Era así como Naomi interpretaba aquella situación?

–No elegí mi carrera antes que a David. Fue él el que me dio un ultimátum.

–Puedes decirlo como quieras, Lace, pero… ¡FRANKE! ¡FRANKIE, TE JURO QUE…!

Lacey había llegado a la oficina. Suspiró.

–Adiós, Naomi.

Cortó la llamada y alzó la vista hacia el alto edificio de ladrillos al que había entregado quince años de su vida. Quince años entregada a aquel trabajo, y catorce entregada a David. ¿Acaso no era hora de que se entregase un poco a sí misma? Sólo unas pequeñas vacaciones, un viaje a sus recuerdos. Una semana, o dos, un mes como mucho.

Con una repentina oleada de decisión, Lacey entró con paso firme en el edificio. Encontró a Saskia de pie en uno de los ordenadores, ladrándole órdenes a un becario de aspecto aterrorizado. Lacey levantó una mano para frenar a Saskia en seco antes de que su jefa pudiese decirle nada.

–Voy a tomarme algunos días por asuntos personales ―anunció.

Tuvo el tiempo justo de ver cómo Saskia fruncía el ceño antes de dar media vuelta y salir por el mismo camino por el que había entrado.

Cinco minutos más tarde, Lacey estaba al teléfono reservando un billete a Inglaterra.




CAPÍTULO DOS


―Has perdido oficialmente la cabeza, hermanita

–Cariño, te estás comportando de manera irracional.

–¿Está bien la tía Lacey?

Las palabras de Naomi, de su madre y de Frankie se repetían en su mente mientras salía del avión y pisaba el asfalto del aeropuerto Heathrow. Quizás sí que estaba perdiendo la cabeza al meterse en el primer vuelo que salía del aeropuerto JFK y pasarse siete horas dentro acompañada únicamente por el bolso, sus pensamientos y una bolsa de mensajero llena de ropa y productos de aseo que había comprado en el mismo aeropuerto. Pero darle la espalda a Saskia, a Nueva York y a David le había resultado de lo más excitante. Había hecho que se sintiera joven. Libre. Aventurera. De hecho, le había recordado a la Lacey Doyle que había sido AD (Antes de David).

Darle la noticia a su familia de que iba a marcharse a Inglaterra así sin más ―y dársela por teléfono con los tres puestos en el manos libres, ni más ni menos― había sido menos excitante gracias a que ninguno de los tres presentes poseía el más mínimo filtro mental a la hora de hablar y a que compartían la misma mala costumbre de decir en voz alta todo lo que les pasaba por la cabeza.

–¿Y si te despiden? ―había gimoteado su madre.

–Oh, está claro que la van a despedir ―había declarado Naomi.



―¿La tía Naomi está teniendo un ataque de nervios? ―había preguntado Frankie.

Lacey podía imaginárselos a los tres sentados frente a una mesa de conferencias, esforzándose al máximo por destruir su burbuja de felicidad. Pero, por supuesto, la realidad no había sido ésa. Como su familia más cercana y querida, hacerle afrontar la realidad formaba parte de su trabajo. Y es que, en aquella nueva y desconocida época conocida como AD ―Después de David―, ¿quién iba a hacerlo si no?

Cruzó el vestíbulo del aeropuerto, siguiendo al resto de pasajeros de miradas cansadas. La famosa llovizna inglesa flotaba en el aire; se acabó el clima primaveral. Lacey, con el cabello encrespado por la humedad, por fin pudo detenerse por un momento y pensar. Aunque ya no había vuelta atrás, no después de un vuelo de siete horas y varios centenares de dólares menos en su cuenta bancaria.

La terminal del aeropuerto era una edificio enorme con aire de invernadero, construido completamente en acero, cristal de tinte azulado y con un techo curvo de vanguardia. Lacey entró en su interior bien iluminado, con suelo de baldosas y decorado con murales cubistas financiados por la Sociedad de Edificios Británica, una sociedad con un nombre de lo más evocador, y se unió a la cola para mostrar su pasaporte. Llegó su turno y la atendió una guardia rubia, de ceño fruncido y cejas negras y gruesas. Lacey le tendió el pasaporte.

–¿Razón de su visita? ¿Negocios o placer?

El acento de la guardia era brusco, muy distinto al de los actores británicos de habla suave que encandilaban a Lacey en sus programas de entrevistas nocturnas favoritos.

–Estoy de vacaciones.

–No ha comprado billete de vuelta.

A su cerebro le hizo falta un momento para averiguar qué pretendía decir realmente la mujer e interpretar la gramática poco familiar de la frase.

–Todavía no está decidido cuánto van a durar.

La guardia arqueó las cejas gruesas y negras y su ceño se convirtió en gesto de sospecha.

–Si planea trabajar, necesitará una visa.

Lacey negó con la cabeza.

–No lo planeo. Lo último que quiero hacer mientras esté aquí es trabajar. Acabo de divorciarme; necesito algo de tiempo y espacio para aclararme las ideas, comer helado y ver películas cutres.

La expresión de la guardia se suavizó al instante en un gesto de empatía, dándole a Lacey una sensación muy clara de que ésta también pertenecía al Club de las Divorciadas Tristes.

Le devolvió el pasaporte.

–Disfrute de su estancia. Y la barbilla bien alta, ¿vale?

Lacey se tragó el pequeño nudo que se le había formado en la garganta, le dio las gracias a la guardia de seguridad, y pasó a la sección de llegadas, donde esperaban varios grupos diferenciados a que sus seres queridos apareciesen por la puerta. Algunos sostenían globos, otros flores, y en uno de esos grupos unos niños la mar de rubios sostenían un cartel en el que se leía: «¡Bienvenida a casa, mami! ¡Te hemos echado de menos!».

Por supuesto, no había nadie dándole la bienvenida a Lacey, así que se abrió paso por el abarrotado vestíbulo en dirección a la salida mientras pensaba en cómo David no volvería a esperarla nunca en un aeropuerto. Ojalá hubiese sabido que su vuelta de aquel viaje de negocios ―al que había ido para comprar jarrones antiguos en Milán― sería la última vez que David la sorprendería en el aeropuerto con una amplia sonrisa en la cara y un gran ramo de margaritas de distintos colores en los brazos. Se hubiese asegurado de disfrutarlo más.

Una vez fuera paró a un taxi, el típico coche negro inglés cuya visión le provocó un pinchazo de nostalgia. Ella, Naomi y sus padres habían viajado en un taxi negro como aquel hacía todos aquellos años, durante aquellas fatídicas y últimas vacaciones en familia.

–¿A dónde? ―preguntó el taxista barrigudo cuando Lacey se sentó en la parte de atrás.

–Wilfordshire.

Pasó un segundo y el taxista se giró completamente en el asiento para mirarla con un profundo ceño marcándole las cejas hirsutas.

–¿Sabe que eso es un viaje de dos horas?

Lacey parpadeó, sin estar muy segura de qué estaba intentando decirle.

–No pasa nada ―contestó, encogiéndose ligeramente de hombros.

El taxista pareció todavía más perplejo.

–Es yanqui, ¿verdad? Bueno, no sé cuánto está acostumbrada en gastarse en taxis ALLÍ, pero a este lado del charco un viaje de dos horas le costará un buen pellizco.

Su brusquedad cogió a Lacey por sorpresa, no simplemente porque no encajase con la imagen que tenía de los taxistas sarcásticos de Londres, sino por la vaga insinuación de que no iba a poder permitirse un viaje como aquél. Se preguntó si tendría algo que ver con el hecho de que fuese una mujer viajando sola; nadie había puesto nunca en duda a David cuando habían viajado largas distancias juntos en taxi.

–Puedo pagar ―le aseguró al conductor con tono frío.

Éste se giró para volver a mirar la carretera y empezó a hacer correr el taxímetro. La máquina pitó, parpadeó mostrando el símbolo de la libra en verde, y le provocó a Lacey otra oleada de nostalgia.

–Siempre y cuando pueda hacerlo ―contestó el taxista de manera tensa, apartándose de la acera.

«Pues vaya con la hospitalidad británica», pensó Lacey.


*

Llegaron a Wilfordshire dos horas más tarde, tal y como le había prometido el taxista, y Lacey se despidió de «do’ciento’ y cincuenta y ci’co pavo’». Pero lo alto del precio y la actitud para nada amigable del taxista perdieron importancia en cuando Lacey salió del coche y tomó una gran bocanada del fresco aire marino. Olía tal y como lo recordaba.

El modo en que los olores y los sabores podían evocar recuerdos tan intensos siempre le había parecido de lo más remarcable, y esta vez no fue una excepción. El aire salado consiguió que una oleada de felicidad libre de cualquier preocupación creciese en su interior, una felicidad que no había sentido desde la marcha de su padre. Fue una sensación tan fuerte que estuvo a punto de tumbarla de espaldas, y la ansiedad que la reacción de su familia ante aquel viaje improvisado había sembrado en su interior desapareció sin más. Lacey estaba justo donde necesitaba estar.

Se dirigió a la calle principal del pueblo. La llovizna que había rodeado el aeropuerto de Heathrow había desaparecido por completo, y el último atisbo de la puesta de sol lo bañaba todo en una luz dorada, otorgándole un aire mágico. Era tal y como lo recordaba: dos líneas paralelas de antiguas casitas de campo de piedra construidas justo al borde de la acera que la invadían con sus cristaleras abullonadas. Ninguna de las tiendas se había modernizado desde su última visita, manteniendo todavía lo que parecían sus carteles de madera originales que se balanceaban sobre las puertas. Cada tienda era única y vendían de todo, desde ropa de niños de boutique hasta artículos de mercería, desde productos de pastelería hasta pequeños paquetes de café. Hasta había una «tienda de dulces» de estilo antiguo, llena de grandes tarros de cristal repletos de caramelos de colores que podían comprarse de manera individual «por un centavo».

Era abril y el pueblo estaba decorado con banderines de colores para las próximas celebraciones de Semana Santa, unos banderines que habían colgado entre las tiendas y por encima de las calles. Y también había mucha gente ―la multitud que provocaba el fin de la jornada laboral, pensó Lacey― sentada en los bancos de pícnic que había delante de los pubs, bebiendo una cerveza, o frente a las cafeterías en las mesas de las terrazas, comiendo postres. Todos parecían animados, y su conversación alegre ofrecía un agradable sonido de fondo, casi como ruido blanco.

Sintiendo una tranquilizadora sensación de que estaba haciendo lo correcto, Lacey sacó el teléfono y le hizo una fotografía a la calle principal. Parecía una postal, con la franja plateada de océano brillando en el horizonte y el cielo hermosamente pintado de rosa, así que la envió al grupo familiar Chicaz Doyle. Había sido Naomi quien le había puesto el nombre, y en su momento Lacey había hecho una mueca al oírlo.

Es tal y como lo recordaba, añadió bajo aquella imagen perfecta.

Un momento más tarde, su teléfono pitó al recibir una respuesta. Naomi había contestado.

Parece que has acabado por error en el Callejón Diagon, hermanita.

Lacey suspiró. Una respuesta sarcástica típica en su hermana, y algo que debería haberse esperado. Porque por supuesto que Naomi no podía alegrarse por ella y ya está, ni tampoco sentirse orgullosa de cómo había tomado las riendas de su vida.

¿Has usado un filtro?, le llegó un momento más tarde de parte de su madre.

Lacey puso los ojos en blanco y guardó el teléfono. Tomó una profunda bocanada de aire para relajarse, decidida a no permitir que le agriasen el humor. La diferencia en la calidad del ambiente en comparación con el aire contaminado de Nueva York que había estado respirando aquella misma mañana resultaba absolutamente asombrosa.

Siguió avanzando por la calle, haciendo resonar los tacones sobre los adoquines de piedra. Su siguiente objetivo era encontrar una habitación de hotel para el número todavía no decidido de noches que iba a quedarse. Se detuvo frente a la primera posada que encontró, The Shire, pero vio que habían girado el cartel de la puerta en el que ahora se leía: «Lleno». No pasaba nada; la calle principal del pueblo era larga y, si a Lacey no le fallaba la memoria, había muchos sitios entre los que escoger.

La siguiente posada, Laurel’s, estaba pintada de un tono rosa como de algodón de azúcar, y su cartel afirmaba que su situación era de «Sin disponibilidad». Palabras distintas, pero el mismo sentimiento, aunque esta vez el ver el cartel le provocó un destello de pánico en el pecho a Lacey.

Se obligó a hacerlo a un lado. Entre la joyería y la librería, el Seaside Hotel estaba completamente reservado, y más allá de la tienda especializada en acampadas y del salón de belleza, el Carol’s B’n’B  tampoco tenía ninguna habitación. Y ésa fue la temática hasta que Lacey se encontró al final de la calle.

Esta vez sí que la invadió el pánico. ¿Cómo había sido tan estúpida de ir hasta allí sin preparar nada de antemano? Se había pasado toda su carrera profesional organizando cosas, ¡e iba y fallaba en la organización de sus propias vacaciones! No tenía ninguna de sus pertenencias, y ahora ni siquiera tenía una habitación. ¿Acaso iba a tener que dar media vuelta, despedirse de otros «do’ciento’ pavo’» por el viaje en taxi hasta Heathrow, y coger el siguiente vuelo a casa? No le sorprendía en lo más mínimo que David hubiese incluido una cláusula de mantenimiento entre esposos; ¡estaba claro que no se podía confiar en ella en temas de dinero!

Lacey se dio la vuelta, con la mente inundada por una espiral de pensamientos ansiosos, y miró con expresión desamparada el camino que había recorrido como si pudiese hacer aparecer otra posada de la nada. Sólo entonces se percató de que el edificio que hacía esquina y frente al que se encontraba era precisamente una posada: The Coach House.

Se aclaró la garganta, sintiéndose como una tonta, y recuperó la compostura. Cruzó la puerta.

El interior tenía el aspecto clásico de un pub: mesas grandes de madera, una pizarra con el menú del día escrito con tiza blanca en cursiva, y una máquina tragaperras con luces llamativas en la esquina. Lacey se acercó a una barra cuyas estanterías estaban repletas de botellas de vino y de la que colgaba una hilera de copas con efectos ópticos llenas de una variedad de alcoholes de distintos colores. Todo era muy pintoresco, incluso el viejo borracho que dormitaba con la cabeza sobre la barra con los brazos a modo de almohada.

La camarera era una chica delgada de cabello rubio pálido recogido en un moño informal en lo alto de ella cabeza y que parecía demasiado joven para trabajar en un bar. Lacey decidió que debía deberse a que allí la edad mínima para beber era más baja y no al hecho de que, cuanto más envejecía ella, más con cara de bebé veía a todo el mundo.

–¿Qué puedo servirle? ―preguntó la camarera.

–Una habitación ―contestó Lacey―. Y un vaso de prosecco.

Le apetecía celebrarlo.

Pero la camarera negó con la cabeza.

–Estamos llenos durante Semana Santa. ―Abría tanto la boca al hablar que Lacey pudo ver claramente el chicle que estaba masticando―. Todo el pueblo lo está. Son vacaciones escolares y muchísima gente se trae a los críos a Wilfordshire. No tendremos nada disponible durante al menos dos semanas. ―Hizo una pausa―. ¿Así que será sólo el prosecco?

Lacey se agarró a la barra para no perder el equilibrio. El estómago le dio un vuelco; ahora sí que se sentía como la mujer más estúpida sobre la faz de la Tierra. No le sorprendía que David la hubiese dejado; era un desastre sin el más mínimo atisbo de organización. Una pobre excusa como persona. Allí estaba, haciendo ver que era una adulta independiente en el extranjero cuando en realidad ni siquiera lograba hacerse con una habitación de hotel por sí misma.

En ese momento, Lacey vio a una figura de reojo y se giró para ver cómo se le acercaba un hombre. Debía tener unos sesenta años, iba vestido con una camisa a cuadros metida por dentro de unos tejanos azules, llevaba unas gafas de sol apoyadas en la calva y lucía un teléfono móvil con pinza en la cintura.

–¿Eso que acabo de oír es que busca un lugar en el que hospedarse? ―preguntó el hombre.

Lacey estaba a punto de negarlo ―quizás estuviese desesperada, pero irse con un hombre que le doblaba la edad y que se le había acercado en un bar era ir demasiado lejos incluso para Naomi― cuando el hombre aclaró la situación:

–Porque yo alquilo casas de vacaciones.

–¿Oh? ―repuso Lacey, sorprendida.

El hombre asintió con la cabeza y sacó una pequeña tarjeta de negocios del bolsillo de los vaqueros. Lacey la leyó rápidamente.

Las encantadoras casas rurales de Ivan Parry, acogedoras y rústicas. Ideales para toda la familia.

–Estoy lleno, tal y como ha dicho Brenda ―siguió diciendo Ivan, señalando con la cabeza a la camarera―. Excepto por una casa que acabo de comprar en una subasta. Todavía no está lista para que la alquile, pero puedo enseñársela si no tiene ninguna otra opción. Puedo ofrecerle un descuento debido a la situación de la casa, para que tenga donde alojarse hasta que los hoteles vuelvan a tener habitaciones.

El alivio invadió a Lacey. La tarjeta parecía legítima, e Ivan no había hecho saltar ninguna alarma en su cabeza. ¡Su suerte empezaba a cambiar! ¡Estaba tan aliviada que hasta habría podido darle un beso en la calva!

–Me salva la vida ―dijo, logrando controlarse.

Ivan se sonrojó.

–Mejor espere a ver la casa antes de opinar.

Lacey soltó una risita.

–Francamente, ¿cómo de mala puede ser?


*

Lacey parecía una mujer que estuviese dando a luz mientras subía la colina junto a Ivan.

–¿Es demasiado empinado? ―preguntó éste con tono preocupado―. Debería haber mencionado que estaba en la cima de la colina.

–No pasa nada ―resolló Lacey―. Me… encanta… la vista del mar.

Durante todo el viaje hasta allí, Ivan le había demostrado que era todo lo contrario a un retorcido hombre de negocios, recordándole a Lacey el descuento que le había prometido (a pesar de que no habían llegado a hablar del precio) y repitiendo varias veces que no se hiciera ilusiones. Lacey, con los muslos doloridos por el ascenso, empezó a preguntarse si quizás Ivan había tenido toda la razón del mundo al restarle valor a la casa.

Ese pensamiento duró hasta que la casa apareció en la cresta de la colina. Recortado en negro contra el rosado evanescente del cielo se perfilaba un alto edificio de piedra. Lacey soltó un jadeo.

–¿Es ésta? ―preguntó sin aliento.

–Es ésta ―contestó Ivan.

Una fuerza salida de la nada llevó a Lacey a acabar de subir la colina, y con cada paso que daba aquel edificio tan cautivador revelaba otra característica asombrosa: la encantadora fachada de piedra, el techo inclinado, el rosal que ascendía por las columnas de madera del porche, la puerta antigua, gruesa y con arco que parecía salida de un cuento de hadas. Y, enmarcándolo todo, estaba el extenso y destellante océano.

A Lacey casi se le salieron los ojos de las órbitas y se quedó con la boca abierta, apresurándose por recorrer los últimos pasos que la separaban del edificio. Un cartel de madera junto a la puerta rezaba: Cottage Crag.

Ivan se detuvo junto a ella, con una gran llavero entre las manos en el que estaba rebuscando. Lacey se sentía como una niña frente al camión de los helados, esperando impaciente a que la máquina de los helados de crema hiciese su magia mientras saltaba de puntitas, ansiosa.

–No se entusiasme demasiado ―repitió Ivan por duodécima vez, encontrando por fin la llave correcta, una de un tamaño a juego con la casa y de un color bronce oxidado que bien parecía que tuviese que abrir el castillo de Rapunzel, y girándola en la cerradura para abrir la puerta de par en par.

Lacey entró con ganas en la casa de campo y se vio sacudida por la poderosa sensación de encontrarse en casa.

El pasillo era rústico como mínimo, con suelo de madera sin tratar y un recargado y desteñido papel en las paredes. Una alfombra roja y mullida recorría las escaleras que tenía a la derecha en su parte central, ajustada con unos rieles dorados como si el dueño original de la casa hubiese pensado que se trataba de una mansión señorial y no una casita pintoresca. A su izquierda había una puerta de madera abierta que casi la invitaba a cruzarla.

–Como ya he dicho, roza más lo raído que lo decente ―dijo Ivan mientras Lacey recorría su interior de puntillas.

De repente se encontró en una sala de estar. Tres de las paredes estaba forradas con un papel deslucidos a rayas blancas y mentas, mientras que la cuarta dejaba expuestos los bloques de piedra que debía de haber debajo. Una gran cristalera ofrecía vistas al océano, con el alféizar estaba compuesto por un asiento hecho a medida, y una de las esquinas estaba ocupada por completo por una estufa de madera con un largo tubo negro para evacuar el humo y un cubo plateado junto a ésta lleno de madera ya cortada. Otra de las paredes estaba formada casi por completo por una gran estantería de madera, y el sofá, el sillón y el reposapiés, todos a juegos, parecían ser piezas originales de la década de los cuarenta. Todo necesitaba que se le quitase bien el polvo, pero para Lacey aquello sólo lo hacía todavía más perfecto.

Se giró para mirar a Ivan; éste parecía aprensivo mientras esperaba oír su opinión.

–¡Me encanta! ―exclamó Lacey.

La expresión de Ivan se transformó en una de sorpresa con una pequeña pizca de orgullo, algo que Lacey logró distinguir sin problemas.

–¡Oh! ―exclamó él a su vez―. ¡Qué alivio!

Lacey no pudo evitarlo; recorrió casi corriendo el salón, llena de entusiasmo, interiorizando hasta el más mínimo detalle. En la estantería de madera, que había sido tallada para adornada, había un par de novelas de misterio con las páginas arrugadas por el tiempo, y en la estantería inferior había una hucha de porcelana con forma de oveja y un reloj que ya no funcionaba. En la última de todas se encontraba una delicada colección de té de porcelana china, el sueño hecho realidad de cualquier anticuario.

–¿Puedo ver el resto? ―preguntó, sintiendo cómo el corazón le crecía en el pecho.

–Adelante ―contestó Ivan―. Yo bajaré a la bodega y conectaré la calefacción y el agua.

Salieron al pequeño y oscuro pasillo e Ivan desapareció tras una puerta que había bajo las escaleras, mientras que Lacey continuó su viaje en dirección a la cocina con el corazón latiéndole a toda prisa de pura anticipación.

Soltó un fuerte jadeo al entrar en dicha habitación.

La cocina parecía casi un museo viviente de la época victoriana. Había una cocina de hierro negro de marca Arga, ollas y sartenes de latón colgaban de diversos ganchos atornillados al techo y, justo en el centro, había una gran isla para preparar la comida. Distinguió un jardín amplio al otro lado de las ventanas; al parecer las elegantes puertas acristaladas daban a un patio donde se habían colocado una mesa y una silla desvencijadas. Lacey pudo imaginarse sentándose en la segunda con toda facilidad, comiendo cruasanes recién horneadas de la pastelería y bebiendo café peruano orgánico comprado en la cafetería independiente.

De repente, un fuerte golpe la sacó de su ensoñación. Parecía provenir de algún lugar bajo sus pies, y hasta notó cómo vibraban los tablones del suelo.

–¿Ivan? ―lo llamó, volviendo al pasillo―. ¿Va todo bien?

La voz del propietario surgió a través de la puerta abierta de la bodega.

–Son las tuberías. Creo que llevan años sin usarse, así que les llevará un tiempo dejar de hacer ruido.

Otro fuerte golpe consiguió que Lacey diese un salto, pero esta vez no pudo evitar echarse a reír al saber la causa tan inocente que los provocaba.

Ivan volvió a aparecer por las escaleras de la bodega.

–Todo arreglado. Espero que a esas tuberías no les lleve mucho tiempo calmarse un poco ―comentó con su habitual aire preocupado.

Lacey sacudió la cabeza.

–Eso no hace más que añadirle encanto.

–Bueno, puede quedarse aquí todo el tiempo que necesite ―añadió Ivan―. Me mantendré alerta y le avisaré si alguno de los hoteles tiene alguna habitación disponible.

–No se preocupe ―le dijo Lacey―. Esto es exactamente lo que estaba buscando, aunque no lo sabía.

Ivan le dedicó una de sus tímidas sonrisas.

–¿Entonces uno de diez por noche le parece bien?

Lacey arqueó las cenas.

–¿Uno de diez? ¿Eso no son como doce dólares o algo así?

–¿Es demasiado caro? ―intervino Ivan con las mejillas al rojo vivo―. ¿Le parecerían bien cinco?

–¡Es demasiado barato! ―exclamó Lacey, consciente de que estaba negociando para que le subiera el precio en lugar de bajarlo, pero aquella cantidad tan ridículamente diminuta que sugería Ivan era casi un atraco, y Lacey no pensaba aprovecharse de que hombre dulce y balbuceante que la había salvado en su momento de doncella en apuros―. Es una casa de campo de época con dos dormitorios. Adecuada para toda una familia. En cuanto se le haya quitado el polvo y pulido, podría sacar fácilmente cientos de dólares la noche por este sitio.

Ivan no parecía saber dónde mirar. Estaba claro que el tema del dinero lo ponía incómodo; una prueba más, pensó Lacey, de que no estaba hecho para llevar la vida de un hombre de negocios. Esperaba que ninguno de sus inquilinos se estuviese aprovechando de él.

–Bueno, ¿qué tal quince libras por noche? ―sugirió Ivan―. Y enviaré a alguien para que quite el polvo y pula el suelo.

–Veinte ―replicó Lacey―. Y puedo ocuparme yo de todo. ―Sonrió son seguridad y extendió la mano―. Y ahora deme la llave; no pienso aceptar un no por respuesta.

El rojo que se había adueñado de las mejillas de Ivan se extendió hasta cubrirle también las orejas y el cuello. Asintió ligeramente con la cabeza para mostrar su acuerdo y le puso la llave de bronce en la mano.

–Mi teléfono está en la tarjeta. Llámeme si algo se rompe. O más bien cuando algo se rompa, debería decir.

–Gracias ―le agradeció Lacey con una pequeña risita.

Ivan se marchó.

Ya sola, Lacey subió al segundo piso para acabar de explorarlo todo. El dormitorio principal estaba en la parte delantera de la casa, disfrutaba de vistas al océano y tenía balcón. Se trataba de otra habitación con aire de museo, con una cama con dosel grande y de roble oscuro y un armario a juego lo bastante enorme como para llevar a cualquiera a Narnia. El segundo dormitorio estaba en la parte posterior y ofrecía vistas al jardín. El retrete estaba separado del baño, ubicado en su propia habitación del tamaño de un armario, y en el baño propiamente dicho había una bañera blanca con pies de bronce. No había ducha, tan solo un accesorio que se ajustaba al mismo grifo de la bañera.

Lacey volvió al dormitorio principal y se dejó caer en la cama con dosel. Era la primera vez que había tenido de reflexionar de verdad sobre aquel día tan mareante, y se sentía casi en shock. Aquella misma mañana había sido una mujer que llevaba casada catorce años, y ahora estaba soltera. Por la mañana había sido una ocupada mujer de Nueva York dedicada a su trabajo, y ahora estaba en una casita junto a un acantilado inglés. ¡Qué encantador! ¡Qué entusiasmo! Nunca había hecho nada tan atrevido en toda su vida, ¡y vaya si se sentía bien!

Las cañerías resonaron con fuerza, arrancándole un chillido, pero un momento después se echó a reír.

Se recostó en la cama, mirando fijamente el dosel de tela que tenía encima y escuchando el sonido que provocaban las olas al chocar contra la pared del acantilado durante la marea alta. Aquel sonido invocó la repentina fantasía infantil, previamente perdida, de vivir en algún lugar junto al océano. Qué curioso que se hubiese olvidado por completo de aquel sueño. De no haber vuelto a Wilfordshire, ¿habría seguido enterrado en su mente sin llegar a ser recuperado jamás? Lacey se preguntó qué otros recuerdos podían acudir a ella mientras se hospedase allí. Quizás dedicaría el día siguiente a explorar un poco el pueblo y comprobar si éste tenía alguna pista que ofrecerle.




CAPÍTULO TRES


Lacey se despertó gracias a un sonido extraño.

Se irguió de un salto, confundida momentáneamente por aquella habitación poco familiar iluminada únicamente por un delgado hilo de luz solar que se colaba por un hueco entre las cortinas. Le hizo falta un segundo para recalibrar su cerebro y recordar que ya no estaba en su apartamento de Nueva York, sino en una casa de piedra junto a los precipicios de Wilfordshire, Inglaterra.

Volvió a oír aquel ruido. Esta vez no se trataba de las cañerías quejándose, sino de algo completamente distinto. Algo que sonaba casi animal.

Le echó un vistazo al teléfono con ojos cansados y vio que eran las cinco de la mañana, hora local. Levantó el cuerpo agotado de la cama con un suspiro, sintiendo el efecto inmediato del jetlag en la pesadez de sus extremidades mientras se acercaba a las puertas del balcón con pies descalzos y apartaba las cortinas. Allí estaba el borde del acantilado, con el mar extendiéndose hacia el horizonte hasta encontrarse con un cielo despejado y sin nubes que justo empezaba a volverse azul. No logró ver a ningún animal que pudiese ser el culpable en el jardín delantero, así que, cuando volvió a oír aquel mismo sonido, Lacey fue capaz de situarlo en la parte posterior de la casa.

Se arropó con una bata que se había acordado de comprar en el último segundo en el aeropuerto y bajó las escaleras llenas de crujidos al trote para investigar aquel ruido. Fue directa hacia la parte trasera de la casa y entró en la cocina, donde las grandes cristaleras y la puerta también acristalada le ofrecían una vista completa del jardín trasero. Y, una vez allí, Lacey descubrió cuál era el origen del sonido.

En el jardín había todo un rebaño de ovejas.

Lacey parpadeó. ¡Debía de haber al menos quince! Veinte. ¡Quizás incluso más!

Se frotó los ojos, pero cuando volvió a abrirlos todas aquellas mullidas criaturas seguían allí, mordisqueando la hierba. Y entonces una de ellas levantó la cabeza.

Lacey estableció contacto visual con la oveja en todo un duelo de voluntades hasta que, al fin, el animal echó la cabeza hacia atrás y soltó un balido largo, alto y resentido.

Lacey estalló en risitas. No se le ocurría un modo más perfecto de iniciar su nueva vida AD. De repente el hecho de estar allí, en Wilfordshire, parecieron menos unas vacaciones y más una declaración de intenciones, una recuperación de su antiguo yo o, quizás, de una persona completamente nueva a la que todavía no había tenido oportunidad de conocer. Fuera cual fuese aquel sentimiento, hizo que sintiese burbujas en el estómago, casi como si alguien se lo hubiese llenado de champán. O quizás fuese el jetlag; por lo que concernía a su reloj interno, Lacey acababa de echarse un buen sueñecito. Daba igual; el tema era que se moría de ganas de hacer frente a aquel nuevo día.

Lacey se sintió invadida por un repentino entusiasmo y hambre de aventuras. El día anterior se había despertado con los sonidos del tráfico de Nueva York, y hoy había sido con unos balidos incesantes. El día anterior había olido el aroma de la colada recién hecha y de los productos de limpieza, y ahora olía el polvo y el océano. Había cogido todo lo que le había resultado familiar en su antigua vida y lo había dispersado a los cuatro viento. Como mujer nuevamente soltera, el mundo le parecía de repente su pequeño patio de juegos. ¡Quería explorar! ¡Descubrir! ¡Aprender! De golpe toda ella sentía un entusiasmo por la vida que no había sentido desde… Bueno, desde antes de que se marchase su padre.

Sacudió la cabeza; no quería pensar en cosas tristes. Estaba decidida a no permitir que nadie arruinase aquel recién descubierto sentimiento de dicha absoluta, al menos no aquel día. Lo que iba a hacer, al menos durante aquel día ,sería aferrarse a esa sensación y no soltarla por nada del mundo. Durante aquel día sería libre.

Lacey intentó ducharse en la enorme bañera en un intento por no pensar en cómo le gruñía el estómago, usando el extraño accesorio parecido a una manguera que conectaba con el grifo para remojarse como lo habría hecho de tratarse de un perro lleno de barro. El agua pasó de cálida a helada en cuestión de un segundo, y las tuberías no dejaron de resonar durante todo el rato con un clang clang clang, pero la suavidad del agua en comparación con el agua dura a la que se había acostumbrado en Nueva York fue el equivalente de cubrirse todo el cuerpo con una carísima crema hidratante, así que Lacey disfrutó de la sensación incluso si la sorpresa del agua fría logró que le castañeasen los dientes.

En cuando se hubo librado de toda la suciedad del aeropuerto y de la polución de la ciudad y su piel quedó brillante casi de manera literal, se secó y se vistió con la muda de ropa que había comprado en el mismo aeropuerto. En la cara interna de la puerta del armario de Narnia había un espejo de buen tamaño, y Lacey lo usó para valorar su aspecto. Un aspecto que no era para nada mono.

Hizo una mueca. Había escogido la ropa en una tienda de ropa veraniega en el aeropuerto con la idea de que algo informal sería más apropiado para sus vacaciones en la costa, pero aunque su intención había sido adoptar un estilo playero informal, su conjunto parecía ahora más bien salido de una tienda de segunda mano. Los pantalones de vestir beige le iban demasiado estrechos, la camisa de muselina blanca le quedaba como un saco, ¡y los finos zapatos náuticos eran todavía menos apropiados para las calles de adoquines de lo que lo habían sido sus tacones! La mayor prioridad de aquel día tendría que ser invertir en algo de ropa decente.

Le gruñó el estómago.

«Más bien la segunda prioridad», pensó, dándose una palmadita en el estómago.

Bajó al primer piso con el cabello goteándole a la espalda, y al entrar en la cocina comprobó que en el jardín sólo quedaban un par de rezagadas del grupo de ovejas de aquella mañana. Le echó un vistazo a los armarios y la nevera, encontrándolos ambos vacíos, y todavía era demasiado temprano como para ir al pueblo en busca de un desayuno recién horneado en la pastelería de la calle principal. Tendría que matar un poco el tiempo.

–¡Matar el tiempo! ―exclamó en voz alta, llena de alegría.

¿Cuándo había sido la última vez que había podido permitirse el lujo de matar el tiempo? ¿Cuándo se había permitido a sí misma la libertad de hacer algo así? David siempre había sido muy  cuadriculado con el poco tiempo libre que habían tenido. Gimnasios, almuerzos, compromisos familiares, copas; hasta el último momento «libre» había sido planificado. Lacey tuvo una súbita epifanía: ¡el mismo acto de planear el tiempo libre acababa negando la libertad de éste! Al permitir que David organizase y dictase lo que hacían con su tiempo, Lacey había acabado metiéndose en una camisa de fuerza formada por obligaciones sociales. Aquel momento de claridad la golpeó casi como si un instante budista.

«El Dalai Lama se sentiría muy orgulloso de mí», pensó, dando una palmada de felicidad.

Justo en ese momento una de las ovejas baló y Lacey decidió que iba a usar su recién adquirida libertad para jugar a detective novata y averiguar de dónde había salido aquel rebaño.

Abrió las puertas acristaladas y salió al patio. La fresca brisa matutina proveniente del océano le cubrió el rostro de pequeñas gotas de agua mientras recorría el sendero del jardín en dirección a las dos bolas de algodón que todavía andaban por allí comiéndose su hierba. Se alejaron trotando con torpeza y una elegancia nula en cuando la oyeron acercarse, y desaparecieron a través de un hueco que había en el seto.

Lacey se acercó más y se asomó por el hueco; al otro lado del grueso matorral distinguió otro jardín lleno de flores de colores vivos. Tenía un vecino. En Nueva York sus vecinos habían sido fríos, todos ellos parejas profesionales como David y ella cuyas vidas consistían en salir del apartamento antes de que amaneciera y volver tras la puesta de sol, pero aquel que tenía delante parecía, a juzgar por su precioso y bien cuidado jardín, que disfrutaba de una buena vida. ¡Y tenía ovejas! En el antiguo bloque de apartamentos de Lacey no había habido ni una sola mascota o animal; esa gente criada en oficinas y siempre tan ocupada no tenía tiempo para mascotas, ni tampoco la inclinación de lidiar con el pelo que pudiesen soltar o los olores de granja. ¡Qué encantador resultaba ahora vivir tan cerca de la naturaleza! Hasta el olor de las heces de las ovejas era bienvenido en comparación con lo hiper limpio que había sido su edificio en Nueva York.

Lacey volvió a enderezarse y, al hacerlo, vio una parte de la hierba que parecía aplastada, como si muchos pies hubiesen labrado un camino. El sendero bordeaba los setos y se dirigía al acantilado, donde había una pequeña verja prácticamente consumida por las plantas. Lacey se acercó a ella y la abrió.

Alguien había tallado unas escaleras en la pared del acantilado y éstas bajaban hasta la playa.  «Parece salido de un cuento de hadas», pensó encantada, iniciando el descenso con cuidado.

Ivan no había mencionado en ningún momento que tuviese una ruta directa hasta la playa, ni siquiera había insinuado que, si a Lacey le apetecía de repente sentir la arena entre los dedos de los pies, podía lograrlo en tan solo un par de minutos. Y pensar que en Nueva York se había pavoneado de tener el metro únicamente a dos minutos de casa.

Fue bajando por los escalones irregulares hasta que llegar al final de la escalera, que quedaba a unos dos pies por encima de la playa. Lacey los cubrió de un salto. La arena era tan suave que a sus rodillas no les costó nada absorber el impacto incluso a pesar de los baratos zapatos náuticos.

Lacey respiró profundamente, sintiéndose completamente salvaje y libre de preocupaciones. Aquella parte de la playa estaba desierta e intacta. Debía de quedar demasiado lejos de las tiendas del pueblo como para que la gente se aventurase hasta allí, pensó. Era casi como su pedacito de playa privada.

Miró en dirección al pueblo y llegó a ver el embarcadero que sobresalía al océano. Al instante se vio asaltada por el recuerdo de jugar en varios puestos de feria y las máquinas recreativas en las que su padre les había permitido gastarse sus dos libras. En el embarcadero también había un cine, recordó, entusiasmada por los fragmentos de recuerdos que no dejaban de volver a ella; era una pequeña sala con sólo ocho cómodos asientos de terciopelo rojo que no había cambiado prácticamente en nada desde su construcción. Su padre las había llevado a Naomi y ella a ver unos poco conocidos dibujos japoneses. Lacey se preguntó cuánto recuerdos más le traería a la mente aquel viaje a Wilfordshire. ¿Cuántos vacíos en su memoria se verían completados gracias al hecho de haber venido?

La marea era baja, así que todavía podía verse gran parte de la estructura del embarcadero, y Lacey vio a algunas personas paseando a perros y a un par haciendo jogging. El pueblo empezaba a despertarse, así que quizás la cafetería ya hubiese abierto. Decidió tomar el camino más largo a lo largo de la costa y echó a andar en dirección al pueblo.

El acantilado retrocedía cuando más se acercaba al pueblo en sí, y al cabo de poco ya empezaron a haber carreteras y caminos. Nada más pisar el paseo marítimo, Lacey revivió otro recuerdo repentino: un mercado con puestos de lona que vendían ropa, joyería y baritas de piedra. Una serie de números pintados con espray en el suelo marcaban cada ubicación concreta, y Lacey sintió una oleada de euforia.

Le dio la espalda a la playa y se adentró en la calle principal… o la calle mayor, como lo llamaban los británicos. Se fijo por un momento en The Coach House, donde había conocido a Ivan, antes de girar hacia la calle cubierta de banderines.

Estar allí era tan distinto de estar en Nueva York. El ritmo de aquel pueblo era más lento. No había ningún coche tocando la bocina. Nadie empujaba a nadie. Y, para su sorpresa, algunas de las cafeterías sí que estaban abiertas.

Entró en la primera que encontró y en la cual no había cola, por cierto, y pidió un café americano solo y un cruasán. El café estaba tostado a la perfección, denso y chocolateado, y el cruasán tenía el exterior crujiente y con capas y el interior era una delicia con sabor a mantequilla.

Por fin con el estómago satisfecho, Lacey decidió que era de encontrar ropa de más calidad. Había visto una bonita boutique de ropa al otro extremo de la calle mayor, y había empezado a caminar en dicha dirección cuando el olor a azúcar le asaltó el olfato. Miró a su alrededor, localizando una tienda de caramelos artesanales que acababa de abrir sus puertas, y entró en su interior, incapaz de resistirse.

–¿Quieres probar una muestra? ―le preguntó un hombre vestido con un delantal a rayas blancas y rosas. Hizo un gesto hacia una bandeja repleta de cubos de distintos tonalidades marrones―. Tenemos chocolate negro, chocolate con leche, chocolate blanco, caramelo, tofe, café, mezcla de frutas y la receta original.

Lacey abrió los ojos como platos.

–¿Puedo probarlos todos? ―preguntó.

–¡Por supuesto!

El hombre cortó cubos más pequeños de cada uno de los sabores y se los presentó para que eligiera. Lacey se llevó el primero a los labios y sus papilas gustativas estallaron.

–Es magnífico ―dijo con la boca llena.

Pasó al siguiente y, de algún modo, resultó que estaba todavía más bueno que el anterior.

Probó una muestra tras otra, y éstas no dejaron de parecer más y más deliciosas a medida que avanzaba.

Se tragó el último bocado y casi no se dio tiempo ni a respirar antes de exclamar:

–Tengo que enviárselos a mi sobrino. ¿Aguantarán si lo envío a Nueva York?

El hombre sonrió de oreja a oreja y sacó una caja de cartón plana recubierta de una película de plástico.

–Lo hará si usas una de nuestras cajas de envíos especiales ―contestó riéndose―. Nos hacen tanto esa pregunta que pedimos que nos la diseñaran especialmente. Es lo bastante delgada como para caber en el buzón y lo bastante ligera como para que el envío no salga demasiado caro. También puedo venderte los sellos.

–Qué innovador ―comentó Lacey―. Habéis pensado en todo.

El hombre llenó la caja con un cubo de cada uno de los sabores disponibles, la cerró bien con cinta de embalar y le pegó los sellos adecuados. Tras pagar y darle las gracias, Lacey cogió su paquetito, escribió el nombre y la dirección de Frankie en la parte delantera, y la envió gracias al tradicional buzón rojo que había al otro lado de la calle.

En cuanto el paquete hubo desaparecido por la ranura, Lacey recordó que estaba distrayéndose de la tarea que tenía actualmente entre manos: encontrar ropa de más calidad. Estaba a punto de marchar en búsqueda de la boutique cuando se vio distraída de nuevo por el escaparate de la tienda que había junto al buzón. En él se veía una escena de la playa de Wilfordshire con el embarcadero adentrándose en el mar, pero toda la imagen estaba compuesta por macaron de tonos pastel.

Lacey se arrepintió al instante del cruasán que se había comido y de todos los caramelos que había probado, porque aquella imagen tan deliciosa la hizo salivar. Le hizo una foto para enviarla al grupo de Chicaz Doyle.

–¿Puedo ayudarte en algo? ―preguntó una voz masculina junto a ella.

Lacey se enderezó. De pie en la puerta se encontraba el dueño de la tienda, un hombre la mar de atractivo que debía rondar los cuarenta y cinco años con cabello denso y castaño oscuro y una mandíbula bien definida. Tenía unos chispeantes ojos verdes, y las pequeñas arrugas que tenía en el rostro le indicaron al instante que aquel hombre era una persona que disfrutaba de la vida. El moreno que lucía sugería que también disfrutaba de viajes frecuentes a climas más cálidos.

–Sólo miraba ―contestó con una voz que parecía como si le estuviesen apretando las cuerdas vocales―. Me gusta tu escaparate.

El hombre sonrió.

–Lo he hecho yo mismo. ¿Qué tal si entras y pruebas algunas de las tartas?

–Me encantaría, pero ya he comido ―explicó Lacey. El cruasán, el café y los caramelos parecieron ponerse a dar vueltas en su estómago, provocándole unas ligeras náuseas. De repente Lacey fue consciente de qué era lo que estaba pasando: lo que sentía era en realidad aquel sentimiento perdido hacía tanto tiempo cuando había una atracción física, como si tuviese mariposas en el estómago. Las mejillas empezaron a arderle.

El hombre se rió por lo bajo.

–Noto por tu acento que eres americana, así que quizás no sepas que en Inglaterra tenemos una cosa llamada tentempié. Es después del desayuno pero antes de la comida.

–No te creo ―replicó Lacey, sintiendo cómo los labios se le curvaban en una sonrisa―. ¿Tentempié?

El hombre se llevó una mano al corazón.

–¡Te prometo que no es ninguna estrategia de marketing! Es el momento perfecto para un taza de té y un pedazo de tarta, o té y sándwiches, o té y galletas. ―Señaló con los brazos la puerta abierta, a través de la cual se veía un aparador de cristal lleno de dulces con diseños creativos en toda su deliciosa gloria―. O todo a la vez.

–¿Siempre y cuando haya té? ―preguntó Lacey, uniéndose a la broma.

–Exacto ―contestó el hombre, con los ojos verdes chispeantes y llenos de travesuras―. Hasta puedes probarlo todo antes de comprar.

Lacey fue incapaz de seguir resistiéndose y acabó entrando, preguntándose si era el efecto adictivo del azúcar lo que la llamaba o si se trataría más bien de la atracción casi magnética que ejercía aquel hombre tan atractivo.

Observó, ansiosa y salivando, cómo el hombre sacaba un bollito redondo de miga de una vitrina refrigerada, lo llenaba de mantequilla, mermelada y crema, y lo cortaba limpiamente en cuatro cuartos. Lo hizo todo de una manera tan informal que parecía casi teatral, como si estuviera llevando a cabo unos pasos de baile. Después lo colocó todo en un pequeño plato de porcelana y se lo tendió a Lacey en la punta de los dedos, acabando aquella demostración con una floritura para nada avergonzada.

–Et voilà.

Lacey sintió cómo el calor le subía a las mejillas. Todo aquello había sido desde luego un flirteo. ¿O sólo soñaba despierta?

Extendió el brazo, cogiendo uno de los trozos del plato. El hombre hizo otro tanto y chocó ligeramente su trozo con el de ella.

–Salud ―dijo.

–Salud ―logró musitar Lacey.

Se llevó el trozo a la boca. Fue toda una sensación gustativa: la crema montada densa y dulce, la mermelada de fresa tan fresca que su toque ácido le hizo cosquillas en las papilas gustativas… ¡Y el bollo! Denso y con mantequilla, entre dulce y sabroso, y la mar de reconfortante.

Los favores despertaron de golpe un recuerdo en su mente. Papá y ella, y Naomi y mamá, todos sentados alrededor de una mesa blanca de metal en el café lleno de luz, comiendo aquellas pastas rellenas de crema y mermelada. Un sobresalto de nostalgia acogedora la sacudió.

–¡Yo ya había estado aquí! ―exclamó antes incluso de dejar de masticar.

–¿Oh? ―fue la respuesta divertida del hombre.

Lacey asintió con la cabeza, llena de entusiasmo.

–Vine a Wilfordshire de niña. Es bollito inglés clásico, un SCONE, ¿verdad?

El hombre arqueó una ceja con una intriga genuina.

–Sí. Mi padre era antes el propietario de la tienda. Todavía uso su receta especial para prepararlos.

Lacey miró hacia la ventana. Aunque ahora había un banco de madera empotrado en el nicho de la pared con un cojín azul pastel encima y una mesa de madera rústica a juego, todavía podía ver el aspecto que había tenido treinta años antes. De repente se sintió transportada a aquel momento: casi sintió la brisa en la nuca, la sensación pegajosa de la mermelada en los dedos, el sudor en la parte posterior de la rodilla… Hasta podía recordar el sonido de la risa de suspadres y las sonrisas relajadas de sus rostros. Habían sido felices, ¿no? Estaba segura de que todo aquello había sido real. ¿Por qué había acabado todo hecho trizas entonces?

–¿Estás bien? ―le llegó la voz del hombre.

Lacey volvió al presente.

–Sí. Perdona, estaba perdida en mis recuerdos. Probar ese bollito me ha hecho retroceder treinta años.

–Bueno, ahora sí que tienes que tomarte un tentempié ―comentó el hombre con una risita―. ¿Puedo tentarte?

Los cosquilleos que recorrieron todo el cuerpo de Lacey le dieron la clara impresión de que hubiese accedido a cualquier cosa que sugiriese con aquel acento tan suave y esos ojos amables e incitantes. Así que asintió con la cabeza; de repente tenía la garganta demasiado seca como para formular palabra alguna.

El hombre dio una palmada.

–¡Excelente! Deja que lo prepare todo. Voy a ofrecerte la experiencia inglesa en toda su gloria. ―Hizo el gesto de darse la vuelta, pero se detuvo y volvió a mirarla―. Me llamo Tom, por cierto.

–Lacey ―contestó ésta, sintiéndose tan eufórica como una adolescente que se hubiese pillado de alguien.

Fue a sentarse junto a la ventana mientras Tom estaba entretenido en la cocina. Trató de invocar más recuerdos del momento que había pasado en aquel local en el pasado, pero no había nada más. Simplemente el sabor de los bollitos y la risa de su familia.

Un momento más tarde, el atractivo Tom se acercó con un plato para tartas lleno de sándwiches sin bordes, bollitos y una selección de bizcochitos multicolores. Puso una tetera junto al plato.

–¡No puedo comer tanto! ―exclamó Lacey.

–Es para dos personas ―contestó Tom―. Invita la casa. No sería educado permitir que una dama pagase en la primera cita.

Se sentó al lado de Lacey.

Su sinceridad la cogió por sorpresa y sintió cómo se le aceleraba el pulso. Había pasado tanto tiempo desde que había hablado flirteando con un hombre. Sí que volvía a sentirse como una adolescente entusiasmada. Y era incómodo. Pero quizás así fuesen los ingleses. Quizás todos los hombres ingleses se comportaban así.

–¿Primera cita? ―repitió.

La campanita que había encima de la puerta repicó antes de que Tom pudiese responder y un grupo de diez turistas japoneses irrumpió en la tienda. Tom se levantó de un salto.

–Oh oh, clientes. ―Miró a Lacey―. Tendremos que seguir con la cita otro día, ¿te parece?

Y, con aquella misma confianza, Tom fue hacia el mostrador y dejó a Lacey con las palabras atravesadas en la garganta.

La tienda se volvió ruidosa y ajetreada ahora que estaba repleta de turistas y, aunque Lacey intentó mantener un ojo en Tom mientras devoraba los tentempiés, éste estaba demasiado ocupado preparando pedidos para la multitud de clientes.

Una vez que hubo acabado Lacey trató de despedirse de él agitando la mano en el aire, pero para en aquel momento Tom se había adentrado en la cocina y no la vio.

Salió de la pastelería sintiéndose algo decepcionada y extremadamente llena y volvió a la calle.

Hizo una pausa. Al otro lado de la calle, frente a la pastelería, había un escaparate vacío que le llamó la atención y despertó una emoción tan profunda en su interior que le quitó el aliento de forma literal. Aquella tienda había sido otra cosa en el pasado, algo que los recovecos más remotos de sus recuerdos infantiles querían recordar. Algo que le exigía que echase un vistazo más de cerca.




CAPÍTULO CUATRO


Lacey se asomó a la ventana del escaparate vacío, rebuscando en su mente los recuerdos que había despertado en ella, pero no logró visualizar nada en concreto. Se trataba más de un sentimiento, algo más profundo que la sensación de nostalgia y que rozaba el enamorarse de alguien.

Siguió mirando por la ventana y, al distinguir el interior, vio que la tienda estaba vacía y las luces apagadas. El suelo era de madera pálida y había muchas estanterías empotradas en distintos nichos, además de una gran mesa de madera contra una de las paredes. La lámpara que colgaba del techo era una antigua de latón. «Y cara», pensó. «Deben de habérsela dejado por error».

Fue entonces cuando se percató de que la puerta de la tienda no estaba cerrada así que, incapaz de contenerse, entró en ella.

Del interior del local manó un olor metálico mezclado con el del polvo y el moho, y Lacey se vio sacudida al instante por otro golpe de nostalgia. Aquel olor era exactamente el mismo que había tenido la vieja tienda de antigüedades de su padre.

Siempre le había encantado aquel sitio. De niña había pasado muchas horas en el laberinto que formaban todos aquellos tesoros, jugando con las escalofriantes muñecas de porcelana china y leyendo toda clase de comics infantiles de coleccionistas, desde Bunty hasta The Beano, pasando por los excepcionalmente raros y valiosos originales de Rupert El Oso. Pero lo que más le había gustado de todo había sido examinar las distintas baratijas e imaginarse qué vidas y personalidades debían de haber tenido las personas a las que habían pertenecido en una ocasión. Había una lista sin fin de chismes, peculiaridades y artilugios, y cada uno de aquellos objetivos había tenido el mismo extraño aroma mezcla de metal, polvo y moho que estaba oliendo en aquel preciso instante.

Del mismo modo en que ver el Cottage Crag junto al océano había despertado en ella su antiguo sueño de la infancia de vivir junto al mar, ahora se encontró recuperando el antiguo deseo infantil de tener su propia tienda.

Hasta la distribución del local le recordaba a la antigua tienda de su padre. Miró a su alrededor y las imágenes sacadas de lo más profundo de su memoria se superpusieron a lo que veían sus ojos, casi como si fuese una hoja de papel de calco colocada sobre un dibujo. De repente fue capaz de ver las estanterías repletas de preciosas reliquias ―principalmente menaje de cocina victoriano, algo en lo que su padre había estado especialmente interesado― y allí, en el mostrador, visualizó la gran caja registradora de latón, ésa tan anticuada y voluminosa con las teclas duras que su padre había insistido en usar porque «te mantiene ágil mentalmente» y «mejora tu capacidad mental para las matemáticas». Lacey sonrió para sí misma, soñadora, mientras las palabras de su padre le resonaban en los oídos y las imágenes y recuerdos se reproducían frente a sus ojos.

Estaba tan perdida en su ensoñación que no oyó los pasos que salían de la parte trasera del local y se dirigían hacia ella, ni tampoco notó al hombre al que pertenecían dichos pasos y que emergió por la puerta con el ceño fruncido y marchó directamente hacia ella. No se percató de que no estaba sola hasta notar un golpecito en el hombro.

El corazón le dio un salto en el pecho y Lacey estuvo a punto de soltar un grito de sorpresa, girándose bruscamente. Tras un segundo su cerebro se dignó a captar el rostro del desconocido: era un anciano de cabello blanco y ralo, ojos de un azul brillante y unas bolsas amoratadas bajo los ojos.

–¿Puedo ayudarla? ―dijo el hombre con tono brusco y nada amistoso.

Lacey se llevó la mano al pecho. Le hizo falta un momento para comprender que no el hombre que le había tocado el hombro no era el fantasma de su padre, y que ella tampoco era una niña en mitad de su tienda de antigüedades, sino una mujer adulta de vacaciones en Inglaterra. Una mujer adulta que, en aquel momento, había irrumpido en una propiedad privada.

–¡Oh, Dios mío, lo siento muchísimo! ―exclamó a toda prisa―. No me había dado cuenta de que había alguien. La puerta estaba abierta.

El hombre la fulminó con la vista con gesto escéptico.

–¿Es que no ve que la tienda está vacía? Aquí no hay nada que comprar.

–Lo sé ―continuó, acelerada y desesperada por limpiar su buen nombre y borrar el ceño lleno de desconfianza que tenía aquel anciano en la cara―. Pero no he podido contenerme. Este lugar me recuerda tanto a la tienda de mi padre. ―Para su sorpresa, los ojos se le llenaron de repente de lágrimas―. Llevo sin verlo desde que era niña.

El ademán del hombre cambió en un instante y pasó de estar ceñudo y a la defensiva a ser suave y amable.

–Querida, querida, querida ―dijo con gentileza, sacudiendo la cabeza mientras Lacey corría a secarse las lágrimas―. No pasa nada, querida. ¿Tu padre tenía una tienda como ésta?

Lacey se sintió avergonzada al instante por haber descargado sus emociones sobre aquel hombre, además de culpable por haberlo hecho reaccionar así, como un terapeuta experimentado que mostraba compasión sin juicio alguno, interés y que la animaba a hablar en lugar de llamar a la policía para sacarla de su propiedad. Pero no pudo evitarlo; se abrió a él y dejó que fuese su corazón el que cogiese las riendas.

–Vendía antigüedades ―explicó, con una sonrisa de nuevo en los labios ante los recuerdos incluso mientras las lágrimas seguían aguándole los ojos―. El olor de este local me ha hecho sentir tanta nostalgia, y lo he recordado todo de golpe. La tienda tiene hasta la misma distribución. ―Señaló hacia la habitación trasera por la que debía de haber entrado aquel hombre―. Aquella sala se usaba como almacén, pero siempre quiso convertirla en una sala de subastas. Era muy larga, y daba a un jardín.

El hombre empezó a reírse por lo bajo.

–Venga a echar un vistazo. Esta habitación también es larga, y da a un jardín.

Emocionada por su compasión, Lacey lo siguió a través de la puerta y entró en la habitación trasera. Era larga y estrecha, lo que le daba cierto parecido con un vagón de tren, y casi idéntica a la que su padre había soñado con convertir en una sala de subastas. La cruzó y salió a un maravilloso jardín largo y estrecho que debía medir unos quince metros. Había plantas llenas de color por todas partes, y unos árboles y arbustos ubicados en lugares estratégicos ofrecían la cantidad perfecta de sombra. Una valla alta hasta la rodilla era lo único que lo separaba del jardín de la tienda aledaña, que al parecer lo usaba únicamente como almacén y había puesto varios cobertizos de plástico grandes, feos y grises y una hilera de cubos de basura. En comparación, el jardín en el que estaba Lacey parecía inmaculado.

Le dio la espalda al jardín vecino, centrándose en el del local.

–Es increíble ―dijo con efusividad.

–Sí, es un lugar muy bonito ―contestó el hombre, recogiendo una maceta que estaba tumbada y enderezándola―. La gente que lo tenía alquilado lo usaba como residencia y tienda de jardinería.

Lacey notó al instante el aire melancólico en su voz. En ese momento se percató de que el gran invernadero de cristal que tenía delante tenía las puertas abiertas de par en par y que había varias plantas con sus macetas tiradas por el suelo, con los brotes aplastados y la tierra diseminada por toda la zona. Empezaba a sentir curiosidad; el ver aquellas plantas tiradas así en un jardín que por otra parte había sido cuidadosamente atendido parecía de lo más raro. Su mente dejó a su padre de lado al instante y se centró en el presente.

–¿Qué ha pasado? ―preguntó.

La expresión del anciano era ahora de lo más triste.

–Por eso estoy aquí. Esta mañana he recibido una llamada de uno de los vecinos diciendo que parecía que habían vaciado el local durante la noche.

Lacey jadeó.

–¿Les han robado? ―Su mente no lograba asimilar el concepto de un crimen en el precioso y tranquilo pueblo costero de Wilfordshire. Le parecía que se trataba de la clase de lugar donde lo peor que podía ocurrir era que el clásico niño travieso robase una tarta recién hecha del alféizar de la ventana en el que la habían dejado para que se enfriase.

El hombre negó con la cabeza.

–No, no, no. Se han marchado. Han recogido todo lo que tenían a la venta y se han ido. No me han dado ningún preaviso, y también me han dejado con todas sus deudas. Facturas de suministros sin pagar y una montaña de recibos. ―Volvió a sacudir la cabeza con tristeza.

Lacey se quedó sorprendida al oír que la tienda llevaba vacía únicamente desde aquella mañana y que se había metido sin darse cuenta en un escenario en desarrollo, introduciéndose por accidente en una misteriosa narrativa que no había hecho más que comenzar.

–Lo siento muchísimo ―dijo, sintiendo una empatía genuina hacia aquel hombre. Ahora le tocaba a ella interpretar el papel de terapeuta y devolver el gesto amable que le había mostrado antes―. ¿Irá todo bien?

–En realidad no ―contestó taciturno―. Tendremos que vender el local para pagar las facturas y, sinceramente, yo y mi esposa somos demasiado mayores para esta clase de estrés. ―Se dio un golpecito en el pecho como para indicar la fragilidad de su corazón―. Pero tener que despedirse de este sitio será una maldita lástima. ―La voz le falló―. Lleva años en la familia. Lo adoro. Hemos tenido a algunos arrendatarios de lo más coloridos en todo este tiempo. ―Se rió por lo bajo y los ojos se le aguaron al recordarlo―. Pero no. No podemos volver a pasar por un bache así. Es demasiado estrés.

La tristeza de su voz fue suficiente como para romperle el corazón a Lacey. Qué situación más horrible en la que encontrarse. Qué terrible. La profunda empatía que sentía hacia el anciano resonaba con su propia situación, con el modo en el que le habían arrancado injustamente la vida que había creado con David en Nueva York. Sintió la repentina responsabilidad de que debía solucionar aquel problema.

–Alquilaré el local ―soltó, pronunciando aquellas palabras antes de que su cerebro tuviese tiempo de comprender lo que estaba diciendo.

Las cejas blancas del anciano se arquearon con una sorpresa más que evidente.

–Perdona, ¿qué acaba de decir?

–Lo alquilaré ―repitió Lacey a toda prisa, antes de que la parte lógica de su mente tuviese oportunidad de intervenir y quitarle aquella idea de la cabeza―. No puede venderlo; tiene demasiada historia, usted mismo lo ha dicho. Tiene demasiado valor sentimental. Y yo soy una persona de extrema confianza. Tengo experiencia llevando un negocio. Más o menos.

Pensó en la guardia de seguridad de cejas oscuras del aeropuerto y en cómo le había dicho que necesitaría una vida para trabajar, y la confianza con que ella le había asegurado que lo último que quería hacer mientras estuviese en Inglaterra era trabajar.

¿Y qué pasaba con Naomi? ¿Y con su trabajo con Saskia? ¿Qué iba a hacer?

De repente, nada de todo eso importaba. La sensación que había sacudido a Lacey al ver el local había sido algo parecido a amor a primera vista, e iba a tirarse de cabeza.

–¿Y bien? ¿Qué le parece? ―le preguntó al hombre.

En anciano parecía algo sobrecogido, y Lacey no pudo culparle. Aquella americana desconocida vestida con un conjunto salido de una tienda de segunda mano le estaba preguntando si podía alquilar su local, un local que ya había decidido que iba a vender.

–Bueno… Yo… ―empezó a decir―. Sería agradable que pudiese seguir en la familia un poco más. Y ahora tampoco es un buen momento para vender, no con cómo está el mercado. Pero primero tendría que hablar con mi esposa Martha.

–Por supuesto ―concedió Lacey. Escribió a toda prisa su nombre y su teléfono en un trozo de papel y se lo tendió, sorprendida por lo segura que se sentía―. Tómese todo el tiempo que necesite.

A fin de cuentas, ella también necesitaba algo de tiempo para solucionar el tema de la visa, organizar un plan de negocios, pensar en las finanzas, el stock y… bueno, en todo. Quizás debería empezar por comprar el libro de Guía para idiotas sobre cómo llevar una tienda.

–Lacey Doyle ―dijo el hombre, leyendo el papel que le había tendido.

Lacey asintió con la cabeza. Dos días antes, aquel nombre se le había antojado completamente desconocido, pero ahora volvía a parecer el suyo.

–Yo soy Stephen ―continuó el anciano.

Se dieron la mano.

–Esperaré ansiosa tu llamada ―dijo Lacey.

Y, con aquello, salió del local con el corazón lleno de anticipación. Si Stephen decidía alquilárselo, acabaría quedándose en Wilfordshire de un modo mucho más permanente de lo que había planeado en un principio. Aquella idea debería haberla asustado pero, en lugar de eso, la dejó encantada. Parecía lo correcto. Y más que lo correcto, parecía el destino.




CAPÍTULO CINCO


―¡Creía que eran unas vacaciones! ―explotó la voz furiosa de Naomi al otro lado del teléfono que Lacey sujetaba con el hombro.

Ésta suspiró, dejando de escuchar el sermón de su hermana y sin dejar de escribir en el ordenador de la biblioteca de Wilfordshire. Estaba comprobando el estado de su aplicación online para pasar de una visa de vacaciones a una de creación de negocio.

Tras reunirse con Stephen, se había dedicado en cuerpo y mente a la investigación y había descubierto que, como hablante inglesa con una buena cantidad de capital en el banco, lo único que se le exigía era un plan de negocios decente, algo con lo que tenía amplia experiencia gracias a la costumbre de Saskia de descargar todas sus responsabilidades sobre sus hombres aunque estuviesen muy por encima de su posición. Sólo había necesitado algunas tardes para compilar el plan de negocio y entregarlo, y había sido un proceso sin la más mínima dificultad que había hecho que se sintiese todavía más segura de que el universo estaba guiando su nueva vida.

La pantalla entró en el portal oficial del gobierno británico y vio que su solicitud todavía aparecía como «pendiente». Estaba tan desesperada por empezar que no pudo evitar hundirse un poco en su silla, decepcionada. Volvió a concentrarse en la voz de Naomi, que seguía hablando junto a su oído.

–¡No puedo CREER que vayas a mudarte! ―estaba gritando su hermana―. ¡De manera permanente!

–No es permanente ―le explicó Lacey con calma. A lo largo de los años había acumulado mucha práctica para no dejar que los cambios de humor de Naomi la provocasen―. La visa es sólo para dos años.

Ups. Paso en falso.

–¿DOS AÑOS? ―chilló Naomi, llegando a la cúspide de su enfado.

Lacey puso los ojos en blanco; había sido completamente consciente de que su familia no apoyaría su decisión. Naomi la necesitaba en Nueva York para que le hiciera de niñera, al fin y al cabo, y su madre la trataba básicamente como una mascota que ofreciese apoyo emocional. El mensaje eufórico que había enviado al grupo Chicaz Doyle había sido recibido con la misma gratitud con la que se habría recibido una bomba nuclear y ahora, días más tarde, todavía estaba lidiando con las consecuencias.

–Sí, Naomi ―contestó con voz decepcionada―. Dos años. Creo que me lo merezco, ¿no te parece? Le entregué catorce años a David, quince a mi trabajo, y Nueva York me ha tenido durante treinta y nueve. ¡Ya casi tengo cuarenta, Naomi! ¿De verdad quieres pasarte toda la vida viviendo en el mismo sitio? ¿Tener sólo una clase de trabajo? ¿Estas únicamente con un hombre?

El atractivo rostro de Tom apareció en su mente al decir aquello, y Lacey sintió cómo las mejillas se le caldeaban al instante. Había estado tan ocupada organizando su nueva vida en potencia, que no había vuelvo a la pastelería. Su visión de los largos desayunos en el patio se había visto sustituida de manera temporal por un plátano que se comía por el camino y un frappucino preparado que vendía la tienda de alimentación. De hecho, no se le había ocurrido hasta ahora que, si su trato con Stephen y Martha salía adelante, acabaría alquilando el local que había justo delante del de Tom y lo vería todos los días por la ventana. El estómago le dio un salto de pura felicidad al pensarlo.

–¿Qué pasa con Frankie? ―lloriqueó Naomi, devolviéndola a la realidad.

–Le he enviado unos caramelos.

–¡Necesita a su tía!

–¡Y todavía me tiene! No me he muerto, Naomi, simplemente voy a vivir durante una temporada en el extranjero.

Su hermana colgó la llamada.

«Treinta seis años pero como si tuviese dieciséis», pensó Lacey con sarcasmo.

Guardó el teléfono en el bolsillo y, al hacerlo, notó que algo parpadeaba en la pantalla del ordenador. El estado de su solicitud había cambiado de «pendiente» a «aprobada».

Lacey se levantó de un salto, soltando un gritito y alzando el puño en señal de victoria. Todos los ancianos que habían estado jugando al solitario en los demás ordenadores se giraron, mirándola alarmados.

–¡Lo siento! ―exclamó Lacey, intentando controlar su entusiasmo.

Volvió a dejarse caer en su silla, sin aliento por el asombro. Lo había conseguido. Le había dado luz verde a que pusiera en marcha su plan. Y había sido todo tan fácil que no pudo evitar sospechar que el destino había tenido algo que ver…

Excepto que todavía quedaba un último obstáculo que superar. Necesitaba que Stephen y Martha accediesen a alquilarle el local.


*

Lacey se sentía ansiosa mientras deambulaba por el centro del pueblo. No quería alejarse demasiado de la tienda porque, en cuanto recibiese la llamada de Stephen, iría directa hacia allí con la chequera en la mano y un bolígrafo para cerrar el trato  antes de que su lado autosaboteador le dijera que no era capaz de hacer algo así. Pero se le daba excepcionalmente bien entretenerse mirando escaparates, así que se puso manos a la obra examinando todo lo que podía ofrecerle el pueblo. De repente sus zapatos náuticos baratos se atascaron entre dos adoquines, haciendo que perdiese pie y se torciera el tobillo, momento en el que comprendió que, si quería que la tomasen en serio como una posible propietaria de un negocio, tendría que despedirse de toda su conjunto informal de tienda de segunda mano.

Puso rumbo hacia la boutique de ropa que había junto al local vacío que esperaba que se pasase a ser suyo en breve.

«Bien puedo conocer a los vecinos», pensó.

Cruzó la puerta y se encontró en un espacio con aspecto de lo más minimalista en el que sólo se habían expuesto ciertos objetos muy concretos. La mujer que había tras el mostrador alzó la vista ante su entrada, y arrugó la nariz con prepotencia al ver el atuendo que llevaba puesto. Era delgada como un palo y con un aspecto bastante severo, pero llevaba el cabello castaño y ondulado peinado exactamente igual que Lacey. Ésta pensó, divertida, que el vestido negro que llevaba la dependienta hacía que pareciese una especie de clon maligna de ella misma.

–¿Puedo ayudarla? ―preguntó la mujer con voz aguda y desagradable.

–No, gracias ―contestó Lacey―. Sé exactamente lo que quiero.

Eligió un traje de dos piezas de entre las perchas, uno del mismo tipo que había acostumbrado a llevar en Nueva York, pero se detuvo de golpe. ¿De verdad quería replicarse a sí misma? ¿Quería vestirse como la mujer que había sido antes? ¿O quería ser una persona distinta?

Volvió a girarse hacia la dependienta.

–En realidad, quizás sí que me venga bien un poco de ayuda.

El rostro de la mujer permaneció impasible mientras salía de detrás del mostrador y se acercaba. Estaba claro que asumía que Lacey iba a ser una pérdida de tiempo ―¿qué clase de persona que comprase en tiendas de segunda mano podía permitirse ir de compras en una boutique como aquella?―, y Lacey esperaba ansiosa que llegase el momento de hacer aparecer su tarjeta de crédito delante de la cara sentenciosa de aquella mujer.

–Necesito algo para ir a trabajar ―dijo―. Formal, pero no demasiado envarado, ¿sabes?

La mujer parpadeó.

–¿A qué se dedica?

–A las antigüedades.

–¿Antigüedades?

Lacey asintió con la cabeza.

–Ajá. Antigüedades.

La mujer eligió algo de entre las perchas. Era un conjunto a la moda, ligeramente atrevido y con un toque andrógino en el corte. Lacey se lo llevó al probador y se lo puso para comprobar la talla; el reflejo que le devolvió la mirada desde el espejo le dibujó una enorme sonrisa en los labios. Estaba fabulosa, si se le permitía decirlo. La dependienta, a pesar de su expresión agriada, tenía un gusto impecable y se le daba muy bien elegir prendas que sentasen bien a cualquier cuerpo.

Salió entusiasmada del probador.

–Es perfecto; me lo quedo. Y cuatro más en otros colores.

La dependienta arqueó las cejas bruscamente.

–¿Disculpe?

El teléfono de Lacey empezó a sonar y, al mirar la pantalla, vio que era una llamada desde el número de Stephen.

El corazón le dio un salto. ¡Había llegado el momento! ¡La llamada que tanto había estado esperando! ¡La llamada que decidiría su futuro!

–Me lo quedo ―le repitió a la dependienta; la anticipación había conseguido que le faltase la respiración―. Y cuatro más en los colores que creas que me queden bien.

La dependienta pareció ligeramente perpleja mientras iba a la habitación trasera ―a uno de esos horribles cobertizos que hacían de almacén, pensó Lacey― en busca de más conjuntos.

Contestó al teléfono.

–¿Stephen?

–Hola, ¿Lacey? Estoy con Martha. ¿Podrías pasarte por la tienda para hablar?

Su tono sonaba prometedor y Lacey no pudo evitar sonreír.

–Desde luego. Estaré allí en cinco minutos.

La dependienta volvió con los brazos llenos de trajes y Lacey se percató de la impecable paleta de colores que había elegido: carne, negro, azul marino y rosa suave.

–¿Quiere probárselos? ―preguntó la mujer.

–No. Si son iguales que éste, me fío. ¿Puedes cobrarme, por favor? ―Habló a toda prisa; su voz reflejaba lo poco que le quedaba de paciencia―. Oh, y me llevaré éste puesto.

La dependienta no parecía nada impresionada con el modo en que Lacey estaba intentando meterle prisa y, casi como venganza, se tomó su tiempo pasando por cada todos los trajes y doblándolos cuidadosamente y envolviéndolos en papel de seda.

–¡Espera! ―exclamó Lacey cuando la mujer sacó una bolsa de papel para meter toda la ropa dentro―. No puedo llevar una bolsa de una tienda. Necesitaré un bolso. Uno bueno. ―Desvió la mirada hacia la hilera de bolsos expuestos en la estantería que había detrás de la cabeza de la mujer―. ¿Puedes elegirme uno que pegue con los trajes?

A juzgar por la expresión de la dependienta, uno podría pensar que estaba lidiando con una loca. Pero, a pesar de todo, se giró, consideró los bolsos que había a la venta, y eligió uno de mano de tamaño grande con una hebilla dorada.

–Perfecto ―comentó Lacey, dando saltitos como una corredora que estuviese esperando el disparo de salida―. Cóbralo.

La mujer hizo lo que se le ordenaba y empezó a llenar cuidadosamente el bolso con los trajes.

–Serán…

–¡ZAPATOS! ―gritó de repente Lacey, interrumpiéndola. Menuda cabeza de chorlito; si habían sido precisamente los zapatos náuticos de tan mala calidad los que le habían llevado hasta allí―. ¡Necesito zapatos!

La dependienta logró parecer, de algún modo, todavía menos impresionada que antes. Quizás creía que Lacey le estaba gastando una broma pesada y que al final de la compra se escaparía corriendo.

–Nuestros zapatos están allí ―contestó con frialdad, haciendo un gesto con el brazo.

Lacey examinó la pequeña selección de preciosos zapatos de tacón que habría llevado de estar en Nueva York, donde había considerado que unos tobillos doloridos era un riesgo laboral que debía correrse, pero ahora las cosas eran distintas, se recordó a sí misma. No tenía ninguna necesidad de llevar unos zapatos que le doliesen.

Su mirada se posó en unos zapatos brogue negros; encajarían a la perfección con la calidad andrógina de su nueva colección de trajes. Fue directo hacia ellos.

–Éstos ―dijo, dejándolos en el mostrador, justo delante de la dependienta.

La mujer no se molestó en preguntarle si quería probárselos, así que los pasó por la caja y se tapó la boca con el puño para soltar una pequeña tos cuando el precio que apareció en la pantalla de la caja alcanzó los cuatro dígitos.

Lacey sacó su tarjeta, pagó, se puso los zapatos nuevos, le dio las gracias a la dependienta, y salió dando saltitos de la tienda para entrar en el local vacío que había al lado. La esperanza le floreció en el pecho; estaba a tan solo unos momentos de distancia de recibir las llaves de parte de Stephen y convertirse en la vecina de la para nada impresionada dependienta de la tienda en la que acababa de adquirir una identidad completamente nueva.

Stephen la miró como si no la reconociera cuando cruzó la puerta.

–Creía que habías dicho que parecía un poco atolondrada ―dijo en voz baja la mujer que había junto a él y que debía de ser su esposa, Martha. Si había intentado ser discreta, había fallado por completo; Lacey pudo oír todas y cada una de sus palabras.

Se señaló la ropa.

–Tachán. Le dije que sabía lo que estaba haciendo ―bromeó.

Martha le dirigió una mirada a Stephen.

–¿Qué te tiene tan preocupado, viejo tonto? ¡Es la respuesta a nuestras plegarias! ¡Dale ahora mismo el alquiler!

Lacey no se lo podía creer. Menuda suerte. Estaba claro que el destino había intervenido.

Stephen se apresuró a sacar varios documentos de un maletín y los colocó sobre el mostrador, frente a Lacey. A diferencia de los papeles del divorcio a los que Lacey se había quedado mirando con incredulidad en un momento de pesar y disociación corporal, aquellos parecían brillar llenos de promesas y oportunidades. Sacó su bolígrafo, el mismo con el que había firmado los papeles del divorcio, y plasmó su firma sobre el documento.

Lacey Doyle. Propietaria de un negocio.

Su nueva vida quedaba sellada.




CAPÍTULO SEIS


Con una escoba entre las manos, Lacey estaba barriendo el suelo de la tienda de la que ahora era una orgullosa arrendataria con un corazón que no parecía caberle en el pecho.

Nunca antes se había sentido así, como si tuviese toda su vida bajo control, todo su destino, y como si el futuro estuviese a su alcance por completo. La cabeza le iba a mil por hora, empezando a formular planes bastante grandes, como por ejemplo convertir la habitación trasera en una sala de subastas en honor al suelo que su padre nunca había cumplido. Había estado en cientos y cientos de subastas mientras trabajaba para Saskia, en su mayoría había sido como compradora, no vendedora, pero estaba segura de que podría aprender cómo gestionar una subasta. Tampoco había manejado nunca una tienda, y allí estaba a pesar de todo. Y, además, cualquier cosa que valiese la pena requería un esfuerzo.

En ese momento distinguió cómo una figura que había estado pasando frente a la tienda frenaba bruscamente y se giraba hacia ella para mirarla a través del escaparate. Lacey alzó la vista de la escoba con la esperanza de que se tratase de Tom, pero se percató rápidamente de que la figura que estaba inmóvil frente a ella era una mujer. Y no cualquier mujer, sino una a la que Lacey reconoció: delgada como un palo, vestida de negro y con el mismo cabello largo, oscuro y ondulado que ella. Era su gemela malvada, la dependienta de la tienda aledaña.

La mujer irrumpió en el local aprovechando que Lacey no había cerrado la puerta con llave.

–¿Qué haces aquí? ―exigió la mujer.

Lacey dejó la escoba contra el mostrador y le tendió la mano para estrechársela con confianza.

–Soy Lacey Doyle, tu nueva vecina.

La mujer se le quedó mirando la mano con asco, como si la tuviese cubierta de gérmenes.

–¿Qué?

–Soy tu nueva vecina ―repitió Lacey con el mismo tono confiado―. Acabo de firmar el alquiler del local.

La mujer torció el gesto como si acabase de recibir una bofetada en la cara.

–Pero… ―musitó.

–¿Eres la dueña de la boutique, o sólo trabajas en ella? ―preguntó Lacey, intentando que la mujer volviese a centrarse.

Ésta asintió casi como si estuviera hipnotizada.

–Soy la dueña. Me llamo Taryn, Taryn Maguire. ―Y entonces, de repente, sacudió la cabeza como para librarse de los últimos efectos de la sorpresa y se obligó a mostrar una sonrisa amistosa―. Bueno, una nueva vecina. Qué encantador. Es una ubicación magnífica, ¿verdad? Estoy segura de que la falta de luz jugará a tu favor, así no se notará el mal estado del local.

Lacey se controló para no arquear una ceja. Los años que había pasado lidiando con la pasivo agresividad de su madre la habían entrenado para no dejarse provocar.

Taryn se rió con fuerza en lo que pareció un intento de suavizar la bofetada de su cumplido.

–Bueno, dime, ¿cómo has conseguido que te alquile el local? Lo último que había oído era que Stephen iba a venderlo.

Lacey se limitó a encogerse de hombros.

–Así es, pero ha habido un cambio de planes.

Taryn puso cara de acabar de chupar un limón. Movió los ojos por toda la tienda y la nariz altiva que ya había desdeñado al menos una vez a Lacey aquel día pareció alzarse todavía más hacia los cielos a medida que el asco de Taryn se hacía más y más visible.

–¿Y vas a vender antigüedades? ―añadió.

–Así es. Mi padre se dedicaba a eso cuando era niña, así que estoy siguiendo sus pasos en su honor.

–Antigüedades ―repitió Taryn. Estaba claro que la idea de que se estableciese una tienda de antigüedades junto a su boutique pija no la complacía en lo más mínimo. Fijo la vista en Lacey como si fuese un halcón―. Y te lo permiten, ¿es así? Que saltes el charco sin más y abras una tienda.

–Con la visa correcta ―le explicó Lacey con frialdad.

–Qué… interesante ―replicó Taryn, eligiendo claramente sus palabras con el mayor de los cuidados―. Quiero decir, normalmente cuando un extranjero quiere trabajar en este país la empresa tiene que demostrar que no hay ningún británico disponible para ocupar ese puesto. Me sorprende que no se apliquen las mismas normas en cuanto a lo de abrir un negocio… ―Su tono desdeñoso iba volviendo cada vez más evidente―. ¿Y Stephen ha acordado un alquiler contigo, con una desconocida, así tal cual? ¿Después de que la tienda llevase vacía tan solo, qué, dos días? ―La educación que la mujer se había estado obligando a expresar anteriormente se desvanecía a marchas forzadas.

Lacey decidió no permitir que sus palabras la afectasen.

–En realidad ha sido todo un golpe de suerte. Stephen estaba en la tienda cuando empecé a cotillear en ella. Estaba destrozado después de que el anterior arrendatario lo abandonase y lo dejase con montañas de facturas, y supongo que las estrellas deben de haberse alineado. Yo lo ayudo y él me ayuda; debe de ser el destino.

Notó cómo a Taryn se le enrojecía el rostro.

–¿DESTINO? ―chilló la mujer. Su pasivo agresividad viró bruscamente hacia una agresividad pura y dura―. ¿DESTINO? ¡Hace meses que tengo el trato con Stephen de que, si la tienda se quedaba disponible, me la vendería! ¡Se suponía que iba a expandir mi tienda con el local!

Lacey se encogió de hombros.

–Bueno, yo no lo he comprado. Simplemente lo alquilo. Estoy segura de que todavía tiene ese plan en mente y te lo venderá cuando llegue el momento, pero al parecer todavía no ha llegado.

–¡No me lo puedo creer! ―gimoteó Taryn―. ¿Te presentas aquí y le obligas a firmar otro alquiler? ¿Y te lo concede en tan solo un par de días? ¿Acaso lo has amenazado? ¿Has usado alguna clase de vudú con él?

Lacey se mantuvo firme.

–El por qué ha decidido alquilarme a mí el local en lugar de vendértelo tendrás que preguntárselo a él ―dijo, aunque interiormente pensaba: «¿Quizás se deba a que yo soy agradable?».

–Me has robado la tienda ―finalizó Taryn.

Y, tras aquello, se marchó a grandes zancadas, cerrando la puerta tras de sí con un golpe y agitando la melena larga y oscura.

Lacey se percató de que su nueva vida no iba a ser exactamente tan idílica como había esperado, y quizás su broma sobre cómo Taryn era su gemela malvada hasta llegase a hacerse realidad. Bueno, al menos existía una cosa que podía hacer al respecto.

Cerró el local con llave y avanzó con paso decidido por la calle en dirección a la peluquería, entrando sin dudar ni un segundo. La peluquera, una mujer pelirroja, estaba sentada y ojeaba una revista entre un claro parón entre clientes.

–¿Puedo ayudarla? ―preguntó, alzando la vista hacia Lacey.

–Ha llegado el momento ―anunció ésta con decisión―. Ha llegado el momento de pasar al pelo corto.

Aquel era otro sueño que nunca había podido cumplir por su falta  de valentía. David había adorado su larga cabellera, pero no pensaba seguir pareciéndose a su gemela malvada ni un segundo más. Había llegado el momento. El momento de cortarlo todo. El momento de dejar atrás a la Lacey que había sido en el pasado. Aquella era su nueva vida, y seguiría unas normas nuevas y creadas por su propia mano.

–¿Estás segura de que quieres llevarlo corto? ―le preguntó la mujer―. Quiero decir, pareces decidida, pero tengo que preguntarlo. No quiero que acabes arrepintiéndote.

–Oh, estoy segura ―la tranquilizó Lacey―. En cuanto lo haga, habré cumplido tres de mis sueños en tres días.

La peluquera sonrió de oreja a oreja y cogió las tijeras.

–De acuerdo entonces. ¡Vamos a por el triplete!




CAPÍTULO SIETE


―Ya está ―dijo Ivan, arrastrándose para salir del armario que había debajo del fregadero de la cocina―. Esa tubería no debería gotear más ni darte más problemas.

Se puso en pie, bajándose avergonzado el borde de la arrugada camiseta gris que se le había subido sobre la barriga cervecera pálida como un fantasma. Lacey disimuló con educación que no había visto nada.

–Gracias por arreglarlo tan rápido ―dijo, agradecida de que Ivan fuese un casero considerado que arreglaba todos los problemas con los que la sorprendía la casa (y que no habían sido pocos) y además lo hacía de una manera tan eficaz. Pero también empezaba a sentirse culpable por la cantidad de veces que había acabado arrastrándolo hasta Cottage Crag; la colina no representaba precisamente un simple paseo, e Ivan ya no era precisamente joven―. ¿Quieres quedarte a tomar algo? ―le ofreció―. ¿Té? ¿Cerveza?

Ya sabía que la respuesta sería negativa. Ivan era tímido, y transmitía la sensación de que creía que su presencia era una imposición que Lacey tenía que sufrir, pero aquello no evitaba que se lo preguntase siempre.

Ivan se rió por lo bajo.

–No, no, no hace falta, Lacey. Esta noche tengo que ocuparme de unos asuntos administrativos. No hay descanso para los malditos, como se suele decir.

–Y que lo digas ―contestó Lacey―. Esta mañana he ido a la tienda a las cinco de la mañana y no he vuelto a casa hasta las ocho de la tarde.

Ivan frunció el ceño.

–¿La tienda?

–Oh ―musitó Lacey, sorprendida―. Creía que te lo había mencionado cuando viniste a desatascar los canalones. Voy a abrir una tienda de antigüedades en el pueblo. Le he alquilado un local vacío a Stephen y Martha, el que antes era una tienda de jardinería y objetos del hogar.

Ivan pareció estupefacto.

–¡Creía que habías venido de vacaciones!

–Así es, pero he acabado decidiendo que voy a quedarme. No justo en esta casa, por supuesto. Encontraré algún otro sitio tan pronto como la necesites para alquilarla.

–No, si estoy encantado ―se apresuró a decir Ivan con aspecto de estar absolutamente maravillado―. Si te gusta estar aquí, será un placer que te quedes. No es demasiado incordio que tenga que venir de vez en cuando a hacer apaños, ¿verdad?

–Me gusta que lo hagas ―contestó Lacey con una sonrisa―. Así evito sentirme sola.

Aquella había sido la parte más difícil de dejar atrás Nueva York. No se trataba del lugar, ni del apartamento, ni de las calles conocidas, sino de la gente que había dejado atrás.

–Quizás debería adoptar un perro ―añadió con una risita.

–Deduzco que todavía no conoces a tu vecina, ¿verdad? ―dijo Ivan―. Es una dama encantadora. Excéntrica. Tiene un perro, un collie, para controlar a las ovejas.

–A las ovejas sí que las conozco ―le dijo Lacey―. No dejan de colarse en el jardín.



―Ah ―dijo Ivan―. Debe de haber un agujero en la verja. Le echaré un vistazo más tarde. Pero en fin, la señora que vive al lado siempre está dispuesta a tomar una taza de té. O una cerveza. ―Y guiñó el ojo de una manera paternal que a Lacey le hizo pensar en su padre.

–¿De verdad? ¿No le importará que una americana a la que no conoce se plante en su puerta?

–¿A Gina? En absoluto. ¡Le encantará! Hazle una visita; te prometo que no te arrepentirás.

Y, tras aquello, Ivan se marchó y Lacey hizo lo que le había sugerido y se acercó a la casa de su vecina. Aunque «vecina» era una descripción bastante amplia; la casa estaba al menos a cinco minutos de paseo por el acantilado.

Llegó a la casa de campo, un edificio parecido al suyo pero de una única planta, y llamó a la puerta. Se empezó a oír ruido al otro lado al instante, tanto el de un perro arañando el suelo como el de una voz femenina diciéndole que se calmase. La puerta se abrió unos cuantos centímetros y una mujer de cabello gris, largo y rizado y rasgos excepcionalmente infantiles para una persona de unos sesenta años se asomó por el hueco. Iba vestida con una rebeca color salmón y una falda floral que legaba hasta el suelo, y también podía verse el morro de un border collie blanco y negro que intentaba desesperadamente apartarla para salir fuera.

–Boudicca ―le dijo la mujer al perro―. Quita el morro de en medio.

–¿Boudicca? ―preguntó Lacey―. Es un nombre de lo más interesante para un perro.

–Se lo puse por la vengativa reina guerrera pagana que se lanzó contra los romanos y redujo Londres a cenizas. Bueno, ¿en qué puedo ayudarte, querida?

La mujer le cayó bien al instante.

–Soy Lacey. Vivo en la casa de al lado, y he pensado que sería buena idea presentarme ahora que mi estancia va a volverse algo así como permanente.

–¿En la casa de al lado? ¿En Cottage Crag?

–Eso es.

La mujer sonrió de oreja a oreja. Abrió la puerta por completo, extendiendo los brazos al mismo tiempo.

–¡Oh! ―exclamó en una muestra de pura felicidad, dándole a Lacey un abrazo. La perra, Boudicca, se volvió loca, dando saltos y ladrando―. Soy Georgina Vickers. George para la familia y Gina para los amigos.

–¿Y para los vecinos? ―intervino Lacey, siendo al fin liberada del abrazo de oso de la mujer.

–Lo mejor serás que me llames Gina. ―La cogió de la mano y tiró de ella―. ¡Venga, entra! ¡Adelante! ¡Adelante! Pondré la tetera a calentar.

A Lacey no le quedó más opción que dejarse arrastrar dentro de la casa y, aunque en aquel momento todavía no era consciente, la frase «Pondré la tetera a calentar» iba a convertirse en una frase que oiría muy a menudo.

–¿Te lo puedes creer, Boo? ―dijo la mujer mientras se adentraba por el pasillo de techo bajo―. ¡Por fin tenemos vecinos!

Lacey la siguió hasta la cocina. Tenía más o menos la mitad del tamaño que la suya, el suelo estaba formado por azulejos de un tono rojo oscuro, y había una gran isleta central que ocupaba gran parte del espacio disponible. El fregadero estaba a un lado, junto a una gran ventana que ofrecía vistas a un jardín lleno de flores y a las olas rompientes del océano más allá.

–¿Te gusta la jardinería? ―preguntó Lacey.

–Así es. Me enorgullezco mucho de mi jardín. Cultivo toda clase de flores y hierbas para preparar remedios; soy algo así como una doctora bruja. ―Soltó una carcajada ante la valoración que había hecho de sí misma―. ¿Te gustaría probar uno? ―Hizo un gesto hacia una hilera de botellas de cristal de color ámbar apretujadas en una estantería artesanal de madera bastante tambaleante―. Tengo curas para el dolor de cabeza, calambres, dolor de dientes, reuma…

–Uh… Creo que me conformaré con el té ―contestó Lacey.

–¡Té pues! ―exclamó la excéntrica mujer. Marchó hacia el lado opuesto de la cocina y sacó dos tazas de un armario―. ¿De qué tipo? ¿English Breakfast? ¿Assam? ¿Earl Grey? ¿Lady Grey?

Lacey no había sido consciente de que existieran tantos tipos. Se preguntó cuál sería el que había tomado en su «cita» con Tom; había estado delicioso. Pensar en ello le volvió a traer a la mente aquel recuerdo.

–¿Cuál es el tradicional? ―respondió, sintiéndose algo perdida―. ¿Cuál es el que te tomas con los bollitos?

–Ése sería el English Breakfast ―dijo Gina, asintiendo con la cabeza. Eligió una lata del armario, sacó dos bolsitas de su interior y dejó cada una de ellas en una de las tazas de distintos juegos que había preparado. Después llenó la tetera y la puso al fuego antes de girarse hacia Lacey con una mirada llena de curiosidad―. Bueno, dime ―empezó―. ¿Qué te está pareciendo Wilfordshire?

–Ya había estado antes ―le explicó Lacey―. Vine de vacaciones de niña. En aquel entonces me encantó, y quería saber si volvería a sentir la misma magia en una segunda visita.

–¿Y bien?

Lacey pensó en Tom, en la tienda, en Cottage Crag y en todos los recuerdos de su padre que habían salido a la luz como polillas del interior de una casa que hubiese permanecido intacta durante veinte años. Una sonrisa le curvó los labios.

–La estoy sintiendo, eso seguro.

–¿Y cómo has acabado en Cottage Crag? ―preguntó Gina.

Lacey estaba a punto de explicarle la historia de su encuentro por pura casualidad con Ivan en The Coach House, pero la tetera empezó a burbujear con fuerza y su voz se vio ahogada por el ruido. Gina extendió un dedo en un gesto que transmitía que le diese un segundo, y se acercó a la tetera con el border collie llamado Boudicca cruzándose entre sus piernas mientras avanzaba.

Gina sirvió el agua caliente en las tazas.

–¿Leche? ―preguntó, mirando a Lacey por encima del hombro con las gafas llenas de vaho.

Ésta recordó que Tom le había ofrecido una jarrita de leche.

–Por favor.

–¿Azúcar?

–Sólo si así es como se supone que debe tomarse.

Gina se encogió de hombros.

–Bueno, eso depende de cada uno. Yo lo tomo así, pero quizás a ti ya te parezca lo bastante dulce de por sí.

Lacey soltó una risita.

–En ese caso, con azúcar para mí también.

–Marchando. ¿Un cubito o dos?

Lacey abrió los ojos como platos, asombrada.

–¡No tenía ni idea de que hubiera tantos factores en una simple taza de té!





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«Muy entretenido. Recomiendo encarecidamente añadir de manera permanente este libro a la biblioteca de cualquier lector que aprecie un misterio muy bien escrito con algunos giros imprevistos y una trama inteligente. No te decepcionará. ¡Es una manera excelente de pasar un fin de semana de invierno!».

–Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre Asesinato en la mansión)

ASESINATO EN LA MANSIÓN (UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE – LIBRO 1) es la novela debut de una encantadora nueva serie de misterio cozy escrita por Fiona Grace.

Lacey Doyle, de 39 años y recién divorciada, necesita un cambio drástico. Necesita dejar su trabajo, dejar atrás a su horrible jefa y a la ciudad de Nueva York, y alejarse del ritmo acelerado de su vida. Ha decidido cumplir una antigua promesa infantil que se hizo a sí misma, por lo que tiene el objetivo de dejarlo todo atrás y revivir unas encantadoras vacaciones de las que gozó en su infancia en el pintoresco pueblo costero de Wilfordshire, en Inglaterra.

Wilfordshire es exactamente como lo recordaba, con su arquitectura intemporal, las calles empedradas y la naturaleza a sólo unos pasos de distancia. A Lacey no le apetece nada volver a casa… y, de repente, decide quedarse y darle una oportunidad a su sueño de infancia: abrirá su propia tienda de antigüedades.

Por fin tiene la sensación de que su vida se encamina en la dirección correcta… hasta que su mejor cliente aparece muerto.

Todos sospechan de Lacey al ser la recién llegada, y de ella depende limpiar su buen nombre.

Ahora tiene un negocio que manejar, unos vecinos convertidos en enemigos, un panadero de lo más sensual al otro lado de la calle, y un misterio que resolver… ¿Está siendo esta nueva vida lo que Lacey quería que fuese?

¡El libro #2 de la serie ―MUERTE Y UN PERRO― ya puede reservarse!

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