Книга - La muerte y un perro

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La muerte y un perro
Fiona Grace


Un misterio cozy de Lacey Doyle #2
LA MUERTE Y UN PERRO (UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE – LIBRO 2) es el segundo libro de una encantadora nueva serie de misterio cozy escrita por Fiona Grace.



Lacey Doyle, de 39 años y recién divorciada, ha llevado a cabo un cambio drástico: ha dejado atrás su vida acelerada en Nueva York y se ha asentado en el pintoresco pueblo costero inglés de Wilfordshire.



La primera está en el aire. Con el misterioso asesinato del mes pasado por fin dejado atrás, un nuevo mejor amigo bajo la forma de su pastor inglés y una creciente relación con el chef del otro lado de la calle, parece que todo empieza a encajar por fin. Lacey está tan entusiasmada con su primera gran subasta, especialmente cuando un valioso artefacto de lo más misterioso se añade a su catálogo.



Todo parece marchar sin problemas hasta que dos misteriosos postores llegan al pueblo… y uno de ellos acaba aparece muerto.



Con el pequeño pueblo sumido en el caos y la reputación de su negocio en juego, ¿podrá Lacey y su fiel compañero perruno resolver este crimen y salvar su buen nombre?



¡El tercer libro de la serie, CRIMEN EN LA CAFETERÍA, también está disponible para reserva!





Fiona Grace

MUERTE Y UN PERRO




LA MUERTE Y UN PERRO




(Un misterio cozy de Lacey Doyle ― Libro dos)




FIONA GRACE



Fiona Grace

La escritora debutante Fiona Grace es la autora de la serie UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE, que incluye ASESINATO EN LA MANSIÓN (Libro 1), LA MUERTE Y UN PERRO (Libro 2), CRIMEN EN LA CAFETERÍA (Libro 3), ENOJADO EN UNA VISITA (Libro 4) y MUERTO CON UN BESO (Libro 5). Fiona también es la autora de la serie UN MISTERIO COZY EN EL VIÑEDO DE LA TOSCANA.



A Fiona le encantaría saber tu opinión, así que por favor visita www.fionagraceauthor.com (http://www.fionagraceauthor.com/) para recibir ebooks gratis, oír las últimas noticias y estar en contacto.



LIBROS ESCRITOS POR FIONA GRACE

MISTERIOS COZY DE LACEY DOYLE

ASESINATO EN LA MANSIÓN (Libro #1)

LA MUERTE Y UN PERRO (Libro #2)

CRIMEN EN LA CAFETERÍA (Libro #3)




CAPÍTULO UNO


La campanilla de encima de la puerta tintineó. Lacey levantó la vista y vio que un señor mayor había entrado a su tienda de antigüedades. Llevaba una vestimenta de provinciano inglés, que hubiera parecido rara en la antigua casa de Lacey, la ciudad de Nueva York, pero aquí en la ciudad costera de Wilfordshire, Inglaterra, era uno más en el barrio. Lo único es que Lacey no lo reconocía, como hacía ahora con la mayoría de los habitantes de la pequeña ciudad. Su expresión perpleja hizo que se preguntara si estaba perdido.

Al darse cuenta de que podría necesitar ayuda, tapó rápidamente el altavoz del teléfono que sujetaba —a media conversación con la RSPCA— y se dirigió hacia él desde el mostrador:

–En un segundo estoy con usted. Tengo que terminar esta llamada.

El hombre parecía no oírla. Estaba concentrado en una estantería llena de figuritas de cristal glaseado.

Lacey sabía que tendría que darse prisa con su conversación con la RSPCA para poder atender al cliente con apariencia de estar confundido, así que quitó la manó del altavoz:

–Lo siento. ¿Podría repetirme lo que estaba diciendo?

La voz al otro lado era de hombre, y parecía agotado mientras suspiraba.

–Lo que le estaba diciendo, Señora Doyle, es que no puedo dar detalles de miembros del personal. Es por razones de seguridad. Estoy seguro de que lo entiende.

Lacey ya había oído todo esto antes. La primera vez que llamó a la RSPCA fue para adoptar oficialmente a Chester, el perro pastor inglés que más o menos venía con la tienda de antigüedades que ella arrendaba (sus anteriores propietarios, que habían arrendado la tienda antes que ella, habían muerto en un trágico accidente y Chester volvió deambulando hasta su casa). Pero ella se llevó la sorpresa de su vida cuando la mujer que estaba al otro lado de la línea le había preguntado si era pariente de Frank Doyle —el padre que la había abandonado cuando ella tenía siete años. Se cortó la conexión en su llamada y, desde entonces, ella había llamado cada día para encontrar a la mujer con la que había hablado. Pero resultaba que ahora todas las llamadas iban a una central de llamadas situada en la ciudad más cercana de Exeter, y Lacey nunca pudo localizar a la mujer que de algún modo había conocido a su padre por el nombre.

Lacey apretó con fuerza el auricular y se esforzó por mantener la voz estable.

–Sí, entiendo que no pueda decirme su nombre. Pero ¿no puede por lo menos pasarme con ella?

–No, señora —respondió la joven—. Aparte del hecho de que no sé quién es esa mujer, tenemos un sistema de centro de llamadas. Las llamadas se reparten de forma aleatoria. Lo único que yo puedo hacer, y que ya he hecho, es poner una nota con sus detalles. —Empezaba a parecer que estaba fuera de quicio.

–Pero ¿y si ella no ve la nota?

–Esa es una posibilidad muy real. Tenemos un montón de miembros del personal que trabajan voluntariamente según las necesidades. Puede que la persona con la que habló ni siquiera haya estado en la oficina desde la primera llamada.

Lacey ya había oído también esas palabras, de las numerosas llamadas que había hecho, pero cada vez deseaba y rezaba para que el resultado fuera diferente. Parecía que el personal del centro de llamadas empezaba a estar bastante molesta con ella.

–Pero si era una voluntaria, ¿eso no significa que podría no haber vuelto nunca para otro turno?

–Claro. Es una posibilidad. Pero no sé lo quiere que haga yo al respecto.

Lacey ya había intentado convencer lo suficiente por hoy. Suspiró y admitió la derrota:

–Vale, de acuerdo, gracias de todos modos.

Colgó el teléfono, con el corazón encogido. Pero no iba a obsesionarse con eso. Sus intentos por encontrar información sobre su padre dar dos pasos hacia delante y uno y medio hacia atrás, y ella se estaba acostumbrando a los callejones sin salida y a las decepciones. Además, tenía un cliente al que atender y su querida tienda siempre tenía prioridad sobre todo lo demás en la mente de Lacey.

Desde que los dos detectives de la policía, Karl Turner y Beth Lewis, habían publicado una noticia para decir que ella no tenía nada que ver con el asesinato de Iris Archer —y que, de hecho, les había ayudado a resolver el caso— la tienda de Lacey se había recuperado bien. Ahora era próspera, con un flujo regular de clientes diarios compuesto de gente de la ciudad y de turistas. Ahora Lacey tenía los ingresos suficientes para comprar Crag Cottage (algo que estaba en proceso de negociar con Ivan Parry, su actual propietario), e incluso tenía los ingresos suficientes para pagar a Gina, su vecina de al lado y amiga íntima, por horas de trabajo semipermanente. No es que Lacey se tomara la molestia durante el turno libre de Gina —lo usaba para aprender de subastas. Había disfrutado mucho de la que había llevado a cabo para las pertenencias de Iris Archer, iba a organizar una cada mes. Mañana iba a comenzar la siguiente subasta de Lacey, y estaba rebosante de emoción por ello.

Salió de detrás del mostrador —Chester levantó la cabeza para ofrecerle su habitual relincho— y se acercó al anciano. Era un extraño, ninguno de sus clientes habituales, y estaba mirando atentamente a la estantería donde estaban expuestas las bailarinas de cristal.

Lacey se apartó sus oscuros rizos de la cara, salió de detrás del mostrador y se dirigió hacia el anciano.

–¿Está buscando algo en concreto? —preguntó mientras se acercaba a él.

El hombre dio un salto.

–¡Dios mío, me ha asustado!

–Lo siento —dijo Lacey al ver su audífono por primera vez, y se recordó a sí misma a acercarse sigilosamente por detrás a la gente mayor en el futuro—. Solo me preguntaba si buscaba alguna cosa en concreto o solo estaba leyendo con atención.

El hombre volvió a mirar a las figuras, con una sonrisita en los labios.

–Es una historia curiosa —dijo—. Es el cumpleaños de mi difunta esposa. Vine al pueblo a tomar un té con pastas, como una especie de ceremonia conmemorativa, ¿sabe? Pero al pasar por su tienda, sentí la necesidad de entrar. —Señaló a las figuritas—. Ellas fueron lo primero que vi. —Sonrió a Lacey con complicidad—. Mi esposa era bailarina.

Lacey le devolvió la sonrisa, conmovida por la aflicción de la historia.

–¡Qué bonito!

–Fue por allá en los setenta —continuó el anciano, alargando su mano temblorosa y cogiendo un modelo de la estantería—. Estaba con la Royal Ballet Society. De hecho, fue su primera bailarina sin…

Justo entonces, el ruido de una furgoneta grande, que pasaba demasiado rápido por encima del badén regulador de velocidad directamente fuera de la tienda, cortó el final de la frase del anciano. El posterior bum que hizo al impactar al otro lado del badén le hizo dar un gran salto, y la figurita salió volando de sus manos. Se estrelló contra el entarimado de madera del suelo. El brazo de la bailarina se partió de inmediato y se coló debajo del mueble de estanterías.

–¡Oh, Dios mío! —exclamó el hombre—. ¡Lo siento mucho!

–No se preocupe —lo tranquilizó Lacey, con la mirada fija al otro lado del escaparate hacia la furgoneta blanca, que había frenado sobre el bordillo y había parado en seco. Ahora su motor estaba al ralentí y echaba humo por el tubo de escape—. No es culpa suya. Creo que el conductor no vio el badén. ¡Seguro que su furgoneta ha sufrido daños!

Se agachó y estiró el brazo debajo del mueble de estanterías, hasta que rozó el trocito de cristal dentado con las puntas de los dedos. Sacó el brazo —que hará estaba cubierto por una fina capa de polvo— y se puso de nuevo de pie, a la vez que veía por la ventana a la conductora de la furgoneta bajando de un salto de la cabina al suelo adoquinado.

–Esto tiene que ser una broma… —murmuró Lacey mirando a la culpable, a la que ahora podía identificar, con los ojos entrecerrados—. Taryn.

Taryn era la propietaria de la tienda de ropa de al lado. Era una mujer clasista y mezquina, a la que Lacey le había otorgado el título de La mujer menos preferida de Wilfordshire. Siempre estaba intentando fastidiar a Lacey, para echarla de la ciudad. Taryn había hecho todo lo que estaba en su poder para frustrar todos los intentos de Lacey de empezar un negocio aquí en Wilfordshire, ¡hasta llegar a hacer agujeros con una taladradora en la pared de su propia tienda para fastidiarla! Y aunque la mujer había pedido una tregua después de que su empleado de mantenimiento hubiera llevado las cosas un poco demasiado lejos y lo hubieran pillado merodeando fuera de la casita de campo de Lacey una noche, Lacey no estaba muy segura de poder volver a confiar en ella. Taryn jugaba sucio. Seguramente este era otro de sus trucos. Para empezar, era imposible que no supiera que el badén estaba allí —¡se veía desde el escaparate de su propia tienda, por el amor de Dios! Así que lo había pasado demasiado rápido a propósito. Después, para colmo de males, la había aparcado justo delante de Lacey’s, en lugar de delante de su propia tienda, bien para tapar la vista o para que los humos salieran en su dirección.

–Lo siento mucho —repitió el hombre, atrayendo la atención de Lacey de nuevo al momento. Todavía sostenía la figurita, que ahora tenía un solo brazo—. Por favor. Permítame que le pague los daños.

–Ni hablar —le dijo Lacey con firmeza—. Usted no hizo nada malo. —Desvió lentamente sus ojos entrecerrados por encima del hombro hacia el otro lado del escaparate. Clavó la mirada en Taryn y siguió a la mujer mientras ella se dirigía tan campante a la parte trasera de la furgoneta como si no le preocupara nada en absoluto. Lacey estaba aún más enfadada con la propietaria de la tienda de ropa—. Si alguien tiene la culpa, esa es la conductora. —Apretó los puños—. ¡Casi parece que lo haya hecho a propósito! ¡Ay!

Lacey notó algo puntiagudo en la mano. Había apretado el brazo de la bailarina con tanta fuerza que le había hecho un corte en la piel.

–¡Oh! —exclamó el hombre al ver la brillante gota de sangre que crecía en su mano. Este cogió el brazo que la había lastimado con los dedos a modo de pinza, como si retirara algo que de algún modo pudiera sanar la herida—. ¿Se encuentra bien?

–Por favor, ¿me disculpa un segundo? —dijo Lacey.

Se dirigió hacia la puerta —dejando al hombre con una expresión perpleja, sujetando una bailarina rota en una mano y un brazo sin cuerpo en la otra— y salió a la calle. Fue nadando justo hasta su archienemiga en el barrio.

–¡Lacey! —sonrió Taryn, mientras levantaba con dificultad la puerta trasera de la furgoneta—. Supongo que no te importa que haya aparcado aquí. Tengo que descargar la mercancía de la nueva temporada. ¿No es el verano tu estación favorita para la ropa?

–No me importa en absoluto que aparques ahí —dijo Lacey—. Pero lo que sí me importa es que pases tan rápido por encima del badén regulador de velocidad. Sabes que el badén está justo delante de mi tienda. A mi cliente casi le da un ataque de corazón con el ruido.

Entonces se dio cuenta de que Taryn también había aparcado de tal manera que su voluminosa furgoneta le tapaba a Lacey la vista hacia la pastelería de Tom que estaba al otro lado de la calle. ¡Eso sí que estaba hecho a propósito!

–Entendido —dijo Taryn con una alegría fingida—. Me aseguraré de conducir más despacio cuando tenga que traer la mercancía de otoño. Oye, tienes que pasarte cuando lo haya colocado todo. Renueva tu armario. Date un capricho. Te lo mereces. —Recorrió con la mirada la ropa de Lacey—. Y ya toca.

–Me lo pensaré —dijo Lacey con un tono monótono, haciendo una sonrisa falsa como la de Taryn.

En el instante en el que le dio la espalda a la mujer, su sonrisa se convirtió en una mueca. Realmente Taryn era la reina de los cumplidos con doble intención.

Cuando entró de nuevo a su tienda, Lacey vio que ahora el cliente anciano esperaba al lado del mostrador y una segunda persona —un hombre con un traje oscuro— también había entrado. Estaba mirando atentamente la estantería llena de artículos náuticos que Lacey tenía pensado subastar mañana, mientras estaba bajo la atenta mirada de Chester el perro. Podía oler su loción para después del afeitado incluso desde esa distancia.

–En un segundo estoy con usted —dijo en voz alta al nuevo cliente mientras iba a toda prisa a la parte trasera de la tienda, donde el señor mayor estaba esperando.

–¿Está bien su mano? —le preguntó el hombre.

–Totalmente bien. —Miró el pequeño rasguño que tenía en la mano, que ya había dejado de sangrar—. Siento haberme ido tan deprisa. Tenía que … —escogió sus palabras con cuidado— ocuparme de una cosa.

Lacey estaba decidida a que Taryn no la desanimara. Si dejaba que le afectara la propietaria de la tienda, sería como si se marcara un gol en propia puerta.

Cuando Lacey se metió detrás del mostrador, vio que el anciano había dejado la figurita rota encima.

–Me gustaría comprarla —anunció.

–Pero está rota —contestó Lacey. Era evidente que él intentaba ser amable, a pesar de que no tenía ninguna razón para sentirse culpable por los daños. En realidad, no había sido para nada culpa suya.

–Aun así la quiero.

Lacey se sonrojó. Era realmente insistente.

–¿Puede dejarme que intente arreglarla primero, por lo menos? —dijo—. Tengo pegamento extrafuerte y…

_¡No hace falta! —interrumpió el hombre—. La quiero tal como está. Abe, ahora me recuerda a mi esposa incluso más. Eso es lo que estaba a punto de decir cuando la furgoneta ha hecho tanto ruido. Ella fue la primera bailarina de la Royal Ballet Society con una discapacidad. Levantó la figura y la hizo girar a la luz. La luz atrapó el brazo derecho, que todavía se veía elegante, extendido a pesar de que terminaba en un muñón dentado a la altura del codo—. Bailaba con un brazo.

Lacey levantó las cejas. Abrió la boca sorprendida.

–¡No me diga!

El hombre asintió con entusiasmo.

–¡De verdad! ¿No lo ve? Esto ha sido una señal de ella.

Lacey no podía evitar estar de acuerdo con él. Al fin y al cabo, ella estaba buscando a su propio fantasma, en forma de su padre, así que era especialmente sensible a las señales del universo.

–En ese caso tiene razón, tiene que quedársela —dijo Lacey—. Pero no puedo cobrársela.

–¿Está segura? —preguntó el hombre, sorprendido.

Lacey sonrió.

–¡Estoy segurísima! Su mujer le mandó una señal. La figurita es suya por derecho.

El hombre parecía emocionado.

–Gracias.

Lacey empezó a envolverle la figurita con papel de seda.

–Nos aseguraremos de que no pierda otra extremidad, ¿eh?

–Veo que va a celebrar una subasta —dijo el hombre, señalando por encima del hombro de ella al cartel que colgaba en la pared.

A diferencia de los rudimentarios carteles hechos a mano que anunciaron su última subasta, Lacey había encargado que este lo hicieran unos profesionales. Estaba decorado con motivos náuticos; barcos y gaviotas y un borde hecho para que parecieran banderines de tela a cuadros, en honor a la obsesión de Wilfordshire por los banderines.

–Así es —dijo Lacey, sintiendo que el pecho se le llenaba de orgullo—. Es mi segunda subasta. Esta es exclusivamente de artículos antiguos de la marina. Sextantes. Anclas. Telescopios. Voy a vender toda una variedad de tesoros. ¿Le gustaría asistir?

–Tal vez lo haga —respondió el hombre con una sonrisa.

–Le pondré un folleto en la bolsa.

Lacey lo hizo y, a continuación, le dio al hombre su valiosa figurilla desde el otro lado del mostrador. Él le dio las gracias y se marchó.

Lacey observó al anciano mientras este salía de la tienda, emocionada por la historia que le había contado, antes de que recordara que tenía otro cliente al que atender.

Miró hacia la derecha para dirigir su atención hacia el otro hombre. Fue entonces cuando vio que se había ido. Se había ido sigilosamente y en silencio, desapercibido, antes de que ni tan solo hubiera tenido ocasión de ver si necesitaba ayuda.

Fue hacia la zona donde él había estado mirando —la estantería de abajo donde ella había colocado cajas de almacenaje llenas con todos los artículos que iba a vender en la subasta de mañana. Un cartel, escrito a mano por Gina, decía: «Nada de lo que hay aquí está a la venta. ¡Se subastará todo!». Había garabateado lo que parecía ser una calavera y unos huesos cruzados debajo, evidentemente confundiendo el tema náutico con el pirata. Con suerte, el cliente había visto el cartel y volvería mañana para hacer una oferta por el artículo que fuera que tanto le interesaba.

Lacey cogió una de las cajas llena de artículos que todavía no había tasado y la llevó al mostrador. Mientras sacaba un artículo tras otro y los ponía en fila encima del mostrador, no podía evitar que la emoción fluyera en su interior. Su anterior subasta había sido maravillosa, aunque atemperada por el hecho que estaba persiguiendo a un asesino. Esta la podría disfrutar completamente. Realmente tendría la oportunidad de sacar músculo como subastadora ¡y literalmente no podía esperar!

Realmente estaba fluyendo mientras tasaba y catalogaba los artículos cuando el sonido estridente de su móvil la interrumpió. Un poco frustrada porque, sin duda, la molestara la teatrera de su hermana pequeña, Naomi, con una crisis relacionada con ser madre soltera, Lacey desvió la mirada hacia el móvil, que estaba boca arriba encima del mostrador. Ante su sorpresa, la identidad que se le mostró era «David», su exmarido desde hacia poco.

Lacey miró fijamente la pantalla parpadeante por un instante, tan perpleja que no podía reaccionar. La recoció un tsunami de emociones diferentes. David y ella habían intercambiado exactamente cero palabras desde el divorcio —aunque al parecer todavía se hablaba ni más ni menos que con la madre de Lacey— y todo lo habían gestionado a través de sus abogados. Pero ¿por qué la llamaba directamente a ella? Lacey no sabía ni por dónde empezar a teorizar por qué él estaría haciendo algo así.

En contra de todo pronóstico, Lacey respondió la llamada.

–¿David? ¿Va todo bien?

–No, no va bien —se oyó su voz penetrante, que le evocó un millón de recuerdos latentes que habían estado dormidos en la mente de Lacey, como polvo revuelto.

Se puso tensa, preparándose par algún terrible bombazo.

–¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

–No ha llegado tu pensión conyugal.

Lacey puso los ojos tan en blanco que se hizo daño. El dinero. Cómo no. A David no había nada que le importara más que el dinero. Uno de los aspectos más ridículos de su divorcio de David fue el hecho que ella tenía que pagarle una pensión conyugal porque ella había sido la que más ganaba de los dos. Era de esperar que la única cosa que lo obligara a ponerse en contacto real con ella fuera eso.

–Pero yo lo domicilié por el banco —le dijo Lacey—. Debería ser automático.

–Bueno, es evidente que los británicos tienen una interpretación diferente de la palabra automático —dijo con arrogancia—. Porque en mi cuenta bancaria no se ha depositado ningún dinero y, por si no eras consciente, ¡hoy es la fecha límite! Así que te sugiero que te pongas al teléfono con tu banco de inmediato y resuelvas la situación.

Parecía un director de instituto. Lacey casi esperaba que terminara su monólogo con la expresión «niñata estúpida».

Apretó el móvil, con fuerza, intentando con todas sus fuerzas que David no consiguiera hacerla sentir mal, hoy no, ¡el día antes de la subasta que estaba deseando tanto!

–Qué sugerencia más ingeniosa, David —respondió, colocándose el teléfono entre la oreja y el hombro para poder tener las manos libres y usarlas para conectar con su cuenta bancaria en línea—. A mí nunca se me hubiera ocurrido hacerlo.

Sus palabras se encontraron con el silencio. Seguramente David nunca la había oído usando un tono sarcástico y esto lo había desconcertado. Ella culpaba a Tom de eso. El sentido del humor inglés de su nuevo novio se le estaba pegando rápidamente.

–No te lo estás tomando muy en serio —respondió David, cuando pudo reaccionar.

–¿Debería hacerlo? —respondió Lacey—. Solo es una equivocación del banco. Seguro que me lo podrán arreglar antes de que termine el día. De hecho, sí, hay un aviso aquí en mi cuenta. —Hizo clic en el pequeño icono rojo y apareció un cuadrito de información. Leyó en voz alta—: «Debido al día festivo a nivel nacional, todas las fechas de pago previstas que coincidan en domingo o lunes llegarán a las cuentas el martes». Ajá. Ahí lo tienes. Sabía que sería algo sencillo. Un día festivo. —Hizo una pausa y miró por la ventana a la multitud de gente que pasaba—. Y decía yo que había demasiada gente por las calles hoy.

Casi podía oír a David apretando los dientes por el altavoz.

–En realidad, esto es sumamente inoportuno —dijo de forma brusca—. Ya sabes que tengo facturas que pagar.

Lacey miró hacia Chester, como si necesitara un colega en esta conversación especialmente frustrante. Este levantó la cabeza de las patas y arqueó una ceja.

–¿Frida no puede prestarte unos cuantos millones de dólares si tú estás tieso?

–Eda —le corrigió David.

Lacey sabía perfectamente bien el nombre de la nueva novia de David. Pero Naomi y ella se habían acostumbrado a llamarla Frida en quince días en referencia a la rapidez con la que se habían comprometido y ahora no podía pensar en ella de otra manera.

–Y no —continuó él—. No debería hacerlo. ¿Y se puede saber quién te ha hablado de Eda?

–Puede que se le haya escapado a mi madre una o dos docenas de veces. Por cierto, ¿tú qué haces hablando con mi madre?

–Ha sido parte de mi familia durante catorce años. De ella no me he divorciado.

Lacey suspiró.

–No. Supongo que no. Así pues, ¿cuál es el plan? ¿Iréis los tres amigos a haceros la manicura y la pedicura?

Ahora intentaba pincharlo y no podía evitarlo. Era muy divertido.

–Estás haciendo el ridículo —dijo David.

–¿No era la heredera de un emporio de uñas postizas? —dijo con una inocencia fingida.

–Sí, pero no hace falta que lo digas de esa manera —dijo David, con una voz que lanzó la imagen de su cara haciendo puchero a la imaginación de Lacey.

–Solo estaba haciendo conjeturas de cómo podrías pasar el rato juntos los tres.

–Con un tono de crítica.

–Mi madre me dice que es joven —dijo Lacey, cambiando de tema—. Veinte. A ver, creo que puede ser un poco demasiado joven para un hombre de tu edad, pero por lo menos tiene diecinueve años enteros para decidir si quiere tener hijos o no. Al fin y al cabo, treinta y nueve es el límite para ti.

En cuanto lo hubo dicho, se dio cuenta de lo mucho que se parecía a Taryn. Se estremeció. Igual que no tenía inconveniente en que se le pegaran las costumbres de Tom, ¡sin duda ponía límites a las de Taryn!

–Lo siento —murmuró, retractándose.

David dejó pasar un segundo.

–Mándame el dinero, Lace.

Se cortó la llamada.

Lacey suspiró y colgó el teléfono. Por muy irritante que hubiera sido la conversación, estaba completamente decidida a no dejar que la hundiera. Ahora David estaba en su pasado. Ella había construido una vida completamente nueva aquí en Wilfordshire. Y además, no hay mal que por bien no venga. Si David avanzaba con Eda, ella no tendría que pagarle la pensión conyugal si se casaban ¡y el problema se solucionaría! Pero sabiendo cómo le iban normalmente a ella las cosas, tenía la sensación de que este sería un compromiso muy largo.




CAPÍTULO DOS


Lacey estaba en medio de su trabajo de tasación cuando, al otro lado del escaparate, Taryn movió por fin su enorme furgoneta y se abrió la visión hacia la tienda de Tom al otro lado de las calles adoquinadas. Los banderines con tela de cuadros y temática de Pascua habían sido sustituidos por banderines con temática estival, y Tom había renovado su escaparate de macarrones para que ahora representara la escena de una isla tropical. Los macarrones de limón formaban la arena, rodeados por un mar de azules diferentes —turquesa (con sabor a algodón de azúcar), celeste (con sabor a chicle), azul oscuro (con sabor a arándano) y azul marino (con sabor a frambuesa azul). Unos montoncitos altos de macarrones de chocolate, macarrones de café y macarrones de cacahuete formaban la corteza de las palmeras, y las hojas se habían formado con mazapán; otro material elaborado a partir de alimentos que Tom trabajaba de forma muy diestra. La muestra del escaparate impresionante y ni que decir tiene que parecía deliciosa, y siempre atraía a una cantidad enorme de emocionados espectadores turistas.

Mirando a través del escaparate hacia el mostrador, Lacey veía a Tom tras él, que estaba ocupado deleitando a sus clientes con sus demostraciones teatralizadas.

Hundió la barbilla en el puño y soltó un suspiro evocador. Hasta el momento, las cosas iban de maravilla con Tom. Estaban «quedando», palabra que había elegido Tom y no ella, de manera oficial. Durante su discusión sobre cómo «definir la relación», Lacey había propuesto la razón de que era un término inadecuado e infantil para dos adultos creciditos que se aventuraban en un viaje romántico juntos, pero Tom remarcó que como ella no trabajaba para Merriam-Webster, en realidad no le tocaba decidir sobre terminología. Ella había cedido en este punto concreto, pero puso límites a las palabras «novia» y «novio». Todavía estaban por decidir los términos con los que se referirían el uno al otro y normalmente usaban «cariño» por defecto.

De repente, Tom la miró y la saludó con la mano. Lacey reaccionó de golpe, se le encendieron las mejillas al darse cuenta de que la había pillado mirándolo como una niña de instituto enamoradilla.

El saludó de Tom pasó a una señal para que entrara y, de golpe, Lacey se dio cuenta de la hora que era. Las once y diez. ¡La hora del té! ¡Y llegaba diez minutes tarde para su tentempié diario!

–Vamos, Chester —dijo rápidamente, mientras el pecho se le llenaba de emoción—. Es el momento de visitar a Tom.

Prácticamente salió corriendo de la tienda, no sin antes acordarse de girar el cartel de «Abierto» para que se leyera «Vuelvo en 10 minutos» y cerrar la puerta con llave. Después cruzó dando saltitos la calle adoquinada hacia la pastelería, el corazón le hacía pum-pum-pum a ritmo con sus saltitos y su emoción por ver a Tom iba en aumento.

Justo cuando Lacey llegó a la puerta de la pastelería, el grupo de veraneantes chinos a los que Tom había estado entreteniendo hacía unos instantes empezó a salir en masa. Todos llevaban cogida en la mano una bolsa de papel increíblemente grande llena hasta los topes de golosinas con olores deliciosos, mientras charlaban y soltaban risitas entre ellos. Lacey aguantó la puerta pacientemente, esperando a que salieran en fila y ellos inclinaban la cabeza educadamente para agradecérselo.

Cuando por fin el camino estuvo libre, Lacey entró.

–Hola, cariño —dijo Tom, una gran sonrisa iluminaba su hermosa cara de tonalidad dorada, haciendo que aparecieran unas líneas de la risa al lado de sus chispeantes ojos verdes.

–Ya veo que tus seguidores acaban de irse —bromeó Lacey mientras se acercaba al mostrador—. Y compraron montones de mercancía.

–Ya me conoces —respondió Tom, con un movimiento de cejas—. Soy el primer chef de pastelería del mundo con un club de fans.

Hoy parecía estar de un humor especialmente jovial, pensó Lacey, y no es que nunca pareciera otra cosa que alegre. Tom era una de esas personas que parecía ir sin preocupaciones por la vida impasible por las presiones habituales que nos quitan lo mejor de nosotros mismos. Esta era una de las cosas que Lacey adoraba de él. Era muy diferente a David, que se estresaba por las molestias más insignificantes.

Llegó al mostrador y Tom estiró los brazos para darle un beso por encima de él. Lacey se dejó perder en el instante, y no se apartó hasta que Chester empezó a mostrar su descontento con un gemido por ser ignorado.

–Lo siento, amigo —dijo Tom. Salió de detrás del mostrador y le ofreció una sorpresa de algarroba sin azúcar—. Aquí tienes. Tu favorito.

Chester cogió las sorpresas de la mano de Tom con un lamido, después soltó un largo suspiro de satisfacción y se tumbó en suelo para echar una cabezadita.

–Bueno, ¿qué té hay hoy en el menú? —preguntó Lacey, mientras cogía su taburete habitual del mostrador.

–Té de achicoria —dijo Tom.

Se fue hacia la cocina, que estaba al fondo.

–Nunca lo he probado —respondió Lacey en voz alta.

–No tiene cafeína —respondió Tom gritando por encima del ruido del grifo y los golpes de las puertas de los armarios—. Y si bebes mucho, tiene un ligero efecto laxante.

Lacey rio.

–Gracias por avisar —exclamó Lacey.

Sus palabras coincidieron con el tintineo y el repiqueteo de la porcelana, y el burbujeo de la tetera al hervir.

A continuación, Tom reapareció con una bandeja para el té. Encima había platos, tazas, platillos, un azucarero y una tetera de porcelana.

Colocó la bandeja entre ellos. Como toda la vajilla de Tom, los artículos no pegaban para nada entre ellos, lo único que los unía era la temática británica, como si hubiera conseguido cada uno de ellos del mercadillo de diferentes ancianas patrióticas. La taza de Lacey tenía una fotografía de la difunta Princesa Diana. Su plato tenía un fragmento de Beatrix Potter escrito en una delicada cursiva junto a una imagen de acuarela de la icónica pata de Aylesbury, Jemima, la pata del charco, con su sombreo y su chal. La tetera tenía forma de elefante indio con una decoración estridente, con las palabras «Piccadilly Circus» impresas en su silla de montar de color rojo brillante y oro. Naturalmente, su tronco hacía de pitorro.

Mientras el té se iba haciendo dentro de la tetera, Tom usó unas pinzas de plata para escoger unos cruasanes del mostrador, que colocó en unos bonitos platos floreados. Le acercó a Lacey el suyo, seguido de un bote de su mermelada de albaricoque favorita. Después sirvió a los dos una taza del té ya hecho, se sentó en su taburete, cogió la taza y dijo:

–Salud.

–Con una sonrisa, Lacey chocó la suya con la de él.

–Salud.

Mientras sorbían al unísono, Lacey tuvo un flash repentino de déjà vu. No uno de verdad, como cuando estás seguro de haber vivido ya este momento exacto, sino el déjà vu que se produce por la repetición, por la rutina, por hacer lo mismo día sí y día también. Tenía la sensación de que ya habían hecho esto porque lo habían hecho; ayer y anteayer y el día antes. Como propietarios de una tienda, Lacey y Tom a menudo invertían horas extras y trabajaban semanas de siete días. La rutina y el ritmo habían llegado de una manera muy natural. Pero era más que eso. Tom le había dado de manera automática su cruasán favorito, el de almendra tostado, con mermelada de albaricoque. Ni siquiera hizo falta que le preguntara lo que quería.

Esto tendría que haber complacido a Lacey pero, en su lugar, la inquietaba. Pues así habían sido las cosas con David al principio. Aprendiendo lo que pedía cada uno de ellos. Haciéndose pequeños favores el uno al otro. Pequeños momentos de rutina y ritmo que la hacían sentir como si ellos fueran unas piezas de un puzzle que encajaban a la perfección. Era joven y tonta y había cometido el error de pensar que siempre sería así. Pero solo mientras estuvieron en modo luna de miel. Más adelante desapareció, en un año o dos, y para entonces ya estaba atrapada en el matrimonio.

¿Eso era lo único que era su relación con Tom? ¿Un tiempo en modo luna de miel que acabaría por desaparecer?

–¿En qué piensas? —preguntó Tom, y la voz de él se metió en su ansiosa reflexión.

Lacey por poco escupe el té.

–En nada.

Tom levantó una ceja.

–¿En nada? ¿Tan grande ha sido el impacto de la achicoria en tu mente que la ha vaciado de todos tus pensamientos?

–¡Ah, te refieres a la achicoria! —exclamó, sonrojándose.

Tom parecía aún más divertido.

–Sí. ¿Sobre qué otra cosa te iba a preguntar?

Lacey dejó la taza de Diana en el platillo con torpeza, haciendo un fuerte traqueteo.

–Está bien. Sabe un poco a regaliz. Un ocho de diez.

Tom silbó.

–Guau. Qué piropo. Pero no basta para destronar al Assam.

Su pánico momentáneo de que Tom tuviera habilidades para leer la mente se apagaron y Lacey dirigió su atención al desayuno, degustando los sabores de la mermelada de albaricoque casera combinada con almendras tostadas y la deliciosa masa mantecosa. Pero ni la sabrosa comida podía evitar que su mente se desviara a la conversación con David. Era la primera vez que oía su voz desde que salió de su antiguo apartamento en Upper East Side hecho una furia con la declaración de despedida «¡Tendrás noticias de mi abogado!» y, al escuchar su voz de nuevo, algo le recordó que hacía menos de un mes era una mujer casada relativamente feliz, con un trabajo estable y unos ingresos y una familia cerca en la ciudad en la que había vivido toda su vida. Sin ni siquiera saber que lo estaba haciendo, había bloqueado su vida pasada en Nueva York con un sólido muro en su mente. Era una estrategia de afrontamiento que había desarrollado de niña para superar la repentina desaparición de su padre. Evidentemente, oír la voz de David había hecho temblar los cimientos de ese muro.

–Deberíamos irnos de vacaciones —dijo Tom de repente.

Una vez más, Lacey casi escupió su comida, pero Tom no se hubiese dado cuenta, pues continuaba hablando.

–Cuando vuelva de mi curso de focaccia, deberíamos hacer vacaciones en casa. Los dos hemos estado trabajando mucho, nos lo merecemos. Podemos ir a mi ciudad natal en Devon y te enseñaré todos los lugares que me encantaban de niño.

Si Tom le hubiera sugerido esto justo antes de la llamada con David, seguramente Lacey hubiera aceptado la oferta sin dudarlo. Pero, de repente, la idea de hacer planes a largo plazo con su nuevo novio —aunque solo fuera para dentro de una semana— parecía precipitada. Evidentemente, Tom no tenía ninguna razón para no estar seguro con su vida. Pero Lacey se había divorciado no hacía mucho. Ella había entrado en un mundo, el de él, de relativa estabilidad en un momento en el que literalmente todos y cada uno de los trocitos del de ella se habían desmoronado –desde su trabajo, a su hogar, su país ¡e incluso su estatus en cuanto a relación! Había pasado de hacer de canguro de su sobrino, Frankie, mientras su hermana, Naomi, se metía en otra cita desastrosa, a espantar ovejas de su césped delantero; de que Saskia, su jefa en una compañía de diseño de interiores de Nueva York le ladrara a hacer excursiones en busca de antigüedades en el Mayfair de Londres con su peculiar vecina ataviada con su chaqueta de punto y acompañadas por dos perros pastores. Eran muchos cambios de golpe, y ella no estaba del todo segura de dónde tenía la cabeza.

–Tendré que comprobar lo ocupada que estoy con la tienda —respondió evasiva—. La subasta lleva más trabajo del que esperaba.

–Claro —dijo Tom, que no parecía para nada haber leído entre líneas. Pillar las sutilezas y el subtexto no era uno de los puntos fuertes de Tom, y esa era otra de las cosas que le gustaban de él. Se tomaba todo lo que ella decía al pie de la letra. A diferencia de su madre y su hermana, que la observaban con lupa y analizaban cada palabra que decía, con Tom no había comentarios ni críticas. Era lo que aparentaba.

Justo entonces, repicó la campanita que había encima de la puerta de la pastelería, y Tom echó un vistazo por encima del hombro de Lacey. Ella observó cómo la expresión de él se convertía en una mueca antes de volverla a mirar a los ojos.

–Fantástico —murmuró entre dientes—. Ya pensaba en cuándo me tocaría que vinieran a visitarme Tararí y Tarará. Me tendrás que disculpar.

Se levantó y rodeó el mostrador para salir de detrás de él.

Curiosa por ver quién podía provocar una reacción tan visceral en Tom —un hombre que era notoriamente fácil de tratar y agradable—, Lacey giró en su taburete.

Los clientes que habían entrado en la pastelería eran un hombre y una mujer, y parecía que habían salido del plató de Dallas. El hombre llevaba un traje de color azul cielo con un sombrero de vaquero. La mujer —mucho más joven, observó Lacey irónicamente, pues esta parecía ser la preferencia de la mayoría de hombres de mediana edad— llevaba un dos piezas de color rosa fucsia, tan chillón que bastaba para provocarle dolor de cabeza a Lacey, y que no combinaba en absoluto con su pelo amarillo a lo Dolly Parton.

–Nos gustaría probar algunas muestras —ladró el hombre. Era americano y su brusquedad parecía muy fuera de lugar en la pequeña y pintoresca pastelería de Tom.

«Por Dios, espero no sonarle así a Tom», pensó Lacey un poco tímida.

–Por supuesto —respondió Tom educadamente, su acento británico parecía haberse identificado en respuesta—. ¿Qué les gustaría probar? Tenemos pastas y…

–Puaj, Buck, no —le dijo la mujer a su marido, tirándole del brazo del que lo tenía agarrado—. Ya sabes que me hincho con el trigo. Pídele otra cosa diferente.

Lacey no pudo evitar levantar una ceja ante aquella extraña pareja. ¿La mujer era incapaz de hacer sus propias preguntas?

–¿Tienes chocolate? —el hombre, al que ella se había referido como Buck, preguntó. o, más bien exigió, puesto que su tono era muy grosero.

–Así es —dijo Tom, manteniendo la calma como podía ante Bocachancla y la lapa de su mujer.

Les mostró su vitrina de bombones e hizo un gesto con la mano. Buck cogió uno con su puño seboso y se lo metió directo en la boca.

Casi de inmediato, lo escupió. El montoncito pegajoso y medio masticado salpicó en el suelo.

Chester, que había estado muy tranquilo a los pies de Lacey, saltó de repente y se lanzó a por él.

–Chester. No —le advirtió Lacey, con la voz firme y autoritaria que él sabía perfectamente bien que debía obedecer—. Veneno.

El perro pastor inglés la miró a ella y, a continuación, miró con pena el bombón antes de volver a su posición a los pies de ella con la expresión de un niño al que han reñido.

–¡Ugh, Buck, hay un perro aquí! —gimió la mujer rubia—. Esto es muy poco higiénico.

–La higiene es el menor de sus problemas —se mofó Buck, mirando a Tom, el cual ahora tenía una expresión ligeramente mortificada—. ¡Tu chocolate sabe a basura!

–El chocolate americano y el chocolate inglés son diferentes —dijo Lacey, que sentía la necesidad de intervenir en defensa de Tom.

–¡No me digas! —respondió Buck—. ¡Esto sabe a mierda! ¿Y la reina come esta porquería? Necesita cosas buenas importadas de América, si queréis saber mi opinión.

De alguna manera, Tom consiguió mantener la calma, aunque Lacey ya echaba suficiente humo por los dos.

Aquel hombre tan bruto y la tonta desgraciada que tenía por esposa se dieron la vuelta rápido y salieron de la tienda, y Tom fue a buscar un trapo para limpiar la suciedad del chocolate escupido que habían dejado allí.

–Qué maleducados han sido —dijo Lacey incrédula, mientras Tom limpiaba.

–Se alojan en el B’n’B de Carol —explicó él, alzando la vista hacia ella desde su posición apoyado en rodillas y manos, mientras pasaba el trapo en círculos por las baldosas—. Me dijo que son horribles. El hombre, Buck, devuelve toda la comida que pide a la cocina. Eso sí, después de haberse comido la mitad. La mujer no para de quejarse de que los champús y los jabones le provocan sarpullidos, pero cada vez que Carol le suministra algo nuevo, los originales han desaparecido misteriosamente.

–Bah —dijo Lacey, metiéndose el último trocito de cruasán en la boca—. En ese caso, debería sentirme afortunada. Dudo que tengan algún interés en las antigüedades.

Tom dio una palmadita sobre el mostrador.

–Toca madera, Lacey. No quieras atraer la mala suerte.

Lacey estaba a punto de decir que no creía en esa superstición, pero entonces pensó en el anciano y la bailarina de antes, y decidió que era mejor no tentar a la suerte. Dio una palmadita al mostrador.

–Ya está. La mala suerte se ha roto oficialmente. Ahora, más vale que me vaya. Aún me quedan montones de cosas para tasar antes de la subasta de mañana.

La campanita de encima de la puerta tintineó y, cuando Lacey miró hacia allí, vio un grupo grande de niñas que entraban como un rayo. Llevaban vestidos de fiesta y sombreros. Entre ellos, una niña rubia pequeña y gordita vestida de princesa, que llevaba un globo de helio, gritaba a nadie en particular:

–¡Es mi cumpleaños!

Lacey se giró hacia Tom con una sonrisita en los labios.

–Parece que se te avecina trabajo.

Él parecía aturdido y más que un poco ansioso.

Lacey bajó del taburete con un saltito, le dio un besito en los labios a Tom y lo dejó a merced de un grupito de niñas de ocho años.


*

De vuelta en su tienda, Lacey se puso a tasar los últimos artículos de la marina para la subasta del día siguiente.

Estaba especialmente emocionada con un sextante que había conseguido del sitio más inverosímil de todos: una tienda de caridad. Solo había ido allí a comprar la consola de juegos retro que habían exhibido en el escaparate —algo que ella sabía que a su sobrino Frankie, obsesionado con los ordenadores, le encantaría— cuando lo vio. ¡Un sextante de principios del siglo diecinueve, con estuche de madera de caoba, mango de ébano y con doble marco! Estaba allí en la estantería, entre las novedades en tazas y unos cuantos modelos de osos de peluche monísimos hasta rabiar.

Lacey casi no podía creer lo que veía. A fin de cuentas, era una principiante en antigüedades. Un hallazgo así debía de haber sido una ilusión. Pero cuando se acercó deprisa a inspeccionarlo, en la parte inferior de su base grabadas las palabras «Bate, Poultry, Londres», lo cual le confirmó que tenía en sus manos un auténtico y raro Robert Brettell Bate!

Lacey llamó a Percy de inmediato, pues sabía que él era la única persona en el mundo que estaría tan emocionada como ella. Tenía razón. El hombre parecía como si hubieran llegado todas las navidades antes de tiempo.

–¿Qué vas a hacer con él? —preguntó—. Tendrás que celebrar una subasta. Un artículo raro como este no puede ponerse en eBay. Merece una ceremonia.

Mientras Lacey estaba sorprendida de que alguien de la edad de Percy supiera qué era eBay, su mente se había enganchado a la palabra subasta. ¿Lo podría hacer? ¿Celebrar otra tan seguida de la primera? Antes había tenido el valor de los muebles de una hacienda victoriana entera. No podía celebrara una subasta solo para este artículo. Además, le parecía inmoral comprar una antigüedad rara de una tienda de caridad, sabiendo su verdadero valor.

–Ya lo sé —dijo Lacey, cuando se le ocurrió una idea—. Usaré el sextante como cebo, como la principal atracción de una subasta general. Después, con las ganancias que haga con su venta, puedo volver a la tienda de caridad.

Esto solucionaría dos dilemas: la desagradable sensación de comprar algo por debajo de su verdadero valor en una tienda de caridad y qué hacer con él una vez lo tuviera.

Y así es cómo se había formado todo el plan. Lacey compró el sextante (y la consola, que se dejó con la emoción y casi se le olvida volverla a recoger), decidió el tema naval y, a continuación, se puso a trabajar para hacer la selección para la subasta e hizo correr la noticia.

El ruido de la campana de encima de la puerta sacó a Lacey de su ensimismamiento. Al alzar la vista, vio a su vecina Gina, de pelo canoso y ataviada con su chaqueta de punto, entrando tranquilamente acompañada por Boudicca, su border collie.

–¿Qué estás haciendo aquí? preguntó Lacey. Pensaba que habíamos quedado para comer.

–¡Así es! —respondió Gina, señalando al gran reloj de latón y hierro forjado que estaba colgado en la pared.

Lacey miró hacia allí. Junto con todo lo que había en el «rincón nórdico», el reloj estaba entre sus atractivos preferidos de la tienda. Era una antigüedad (evidentemente) y parecía que podría haber estado pegado a la fachada de un hospicio para pobres de la época victoriana.

–¡Oh! —exclamó Lacey, cuando por fin se dio cuenta de la hora—. Es la una y media. ¿Ya? El día me ha pasado volando.

Era la primera vez que las dos amigas habían planeado cerrar la tienda durante una hora y comer en condiciones. Y por «planear», lo que realmente sucedió es que Gina había atiborrado de vino a Lacey una noche y no dio su brazo a torcer hasta que esta cedió y aceptó. Era cierto que la mayoría de habitantes y visitantes de la ciudad de Wilfordshire pasaba la hora de comer en una cafetería o en un pub de todos modos, y que era muy improbable que el cierre de una hora afectara las ventas de Lacey, pero ahora que Lacey se había enterado de que era un lunes festivo a nivel nacional, empezaba a darle vueltas.

–Tal vez no sea una buena idea, después de todo —dijo Lacey.

Gina se llevó las manos a las caderas.

–¿Por qué? ¿Qué excusa se te ha ocurrido esta vez?

–Bueno, no me había dado cuenta de que hoy era un día festivo. Hay mucha más gente de la habitual por aquí.

–Mucha más gente, pero no muchos más clientes —dijo Gina—. Porque todos y cada uno de ellos estará sentado en un café, pub o bar en diez minutos, ¡igual que deberíamos estar nosotros! Vamos, Lacey. Ya hablamos de eso. ¡nadie compra antigüedades a la hora de comer!

–Pero ¿y si algunos son europeos? —dijo Lacey—. Ya sabes que en el continente lo hacen todo más tarde. Si cenan a las nueve o a las diez de la noche, entonces ¿a qué hora almuerzan? ¡Seguramente a la una no!

Gina la cogió por los hombros.

–Tienes razón. Pero, en cambio, pasan la hora del almuerzo haciendo la siesta. Si hay turistas europeos, durante la próxima hora estarán durmiendo. Para ponerlo en palabras que tú entiendas ¡«no comprando en una tienda de antigüedades»!

–Vale, está bien. Así que los europeos estarán durmiendo. Pero ¿y si vienen de bastante más lejos y sus relojes biológicos aún no están sincronizados, no tienen hambre para comer y les apetece comprar antigüedades?

Gina cruzó los brazos.

–Gina —dijo, en un tono maternal—. Necesitas un descanso. Vas a acabar agotada si pasas todos los minutos del día entre estas cuatro paredes, por muy ingeniosamente decorada que esté la tienda.

Lacey torció los labios. Después colocó el sextante sobre el mostrador y se dirigió hacia el taller.

–Tienes razón. ¿Qué daño puede hacer una hora en realidad?

Estas fueron unas palabras de las que Lacey pronto se arrepentiría.




CAPÍTULO TRES


—Me muero por visitar el nuevo salón de té —dijo Gina eufórica, mientras Lacey y ella daban una vuelta por el paseo marítimo, mientras sus acompañantes caninos se perseguían el uno al otro por las olas, moviendo las colas con la emoción.

–¿Por qué? —preguntó Lacey—. ¿Qué tiene de especial?

–Nada en concreto —respondió Gina. Bajó la voz—. ¡Solo que me han dicho que el nuevo propietario era un luchador profesional! Estoy impaciente por conocerlo.

Lacey no lo pudo evitar. Echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas de lo absurdo que era ese rumor. Aunque, por otro lado, no hacía tanto que todo el mundo en Wilfordshire pensaba que ella podría ser una asesina.

–¿Qué tal si no nos tomamos ese chisme al pie de la letra? —le sugirió a Gina.

Su amiga le respondió con un «bah» y las dos empezaron a reír.

La playa se veía especialmente atractiva con el tiempo más cálido. Todavía no hacía suficiente calor como para tomar el sol o chapotear, pero mucha más gente empezaba a andar por ahí y a comprar helados de las furgonetas. Por el camino, las dos amigas empezaron a hablar sin parar y Lacey puso a Gina al corriente de toda la llamada de David, y de la conmovedora historia del hombre y la bailarina. Al cabo de un rato, llegaron al salón de té.

Ocupaba lo que había sido un taller de piraguas, situado en un lugar privilegiado en primera línea de mar. Los anteriores propietarios habían sido los que lo modificaron, convirtiendo un viejo cobertizo en una cafetería un tanto deslucida —algo que Gina le había enseñado que en Inglaterra le llamaban «un bar de mala muerte». Pero el nuevo propietario había mejorado notablemente el diseño. Habían limpiado la fachada de piedra y habían sacado manchas de caca de gaviota que seguramente llevaban allí desde los años cincuenta. Fuera habían puesto una pizarra, que anunciaba «café orgánico» en la letra cursiva de un profesional de las letras de molde. Y habían sustituido las puertas de madera originales por una reluciente puerta de cristal.

Gina y Lacey se acercaron. La puerta se abrió rápidamente de forma automática, como si las invitara a entrar. Intercambiaron una mirada y entraron.

Las recibió el olor intenso de los granos de café recién molidos, seguidos por el aroma de madera, tierra mojada y metal. Las baldosas que iban desde el suelo hasta el techo, los reservados de vinilo rosa y el suelo de linóleo habían desaparecido. Ahora, todo el enladrillado estaba al descubierto y las viejas tarimas habían sido barnizadas con pintura oscura. Para mantener el ambiente rústico, todas las mesas y las sillas parecían hechas de barcos pesqueros reciclados —lo que explicaba el olor a madera— y unas tuberías de cobre escondían todo el cableado de varias bombillas estilo Edison grandes que colgaban del alto techo —lo que explicaba el olor metálico. El olor a tierra lo provocaba el hecho de que en cada centímetro de espacio libre había un cactus.

Gina agarró a Lacey por el brazo y susurró con disgusto:

–Oh, no. ¡Es… moderno!

Hacía poco que Lacey se había enterado en una excursión para comprar antigüedades en Shoreditch, Londres, de que «moderno» no era un cumplido que podía usarse en lugar de «de buen gusto», sino que más bien tenía un significado oculto de frívolo, ostentoso y presuntuoso.

–Me gusta —replicó Lacey—. Está muy bien diseñado. Incluso Saskia estaría de acuerdo.

–Cuidado. No te vayas a pinchar —añadió Gina, girando con un movimiento exagerado para evitar un cactus grande de aspecto espinoso.

Lacey le contestó con un «psss» y fue hacia el mostrador, que estaba hecho de bronce pulido y tenía una vieja cafetera a juego, que seguramente debía ser decorativa. A pesar de lo que le habían dicho a Gina, detrás de él no había ningún hombre que pareciera un luchador, sino una mujer con una melena corta encrespada y teñida de rubio y una camiseta blanca sin mangas que complementaba su piel dorada y sus bíceps protuberantes.

Gina llamó la atención de Lacey y hizo una señal con la cabeza a los músculos de la mujer como diciendo «¿Ves? Te lo dije»

–¿Qué os pongo? —preguntó la mujer con el acento australiano más marcado que Lacey había oído.

Antes de que Lacey tuviera ocasión de pedir un cortado, Gina le dio un golpe con el codo en las costillas.

–¡Es igual que tú! —exclamó Gina—. ¡Una americana!

Lacey no pudo evitar reírse.

–Erre… no, no lo es.

–Soy de Australia —la mujer corrigió a Gina, de buena manera.

–Ah, ¿sí? —preguntó Gina, que parecía perpleja—. Pues a mí me suenas igual que Lacey.

La mujer rubia miró rápidamente de nuevo a Lacey.

–¿Lacey? —repitió, como si ya hubiera oído hablar de ella—. Así que tú eres Lacey.

–Eh… sí… —dijo Lacey, sintiéndose bastante extraña de que esta desconocida de alguna manera la conociera.

–Tú tienes la tienda de antigüedades, ¿verdad? —añadió la mujer, apoyando la libretita que tenía en la mano y colocándose el lápiz detrás de la oreja. Extendió una mano.

Sintiéndose aún más desconcertada, Lacey asintió y tomó la mano que le ofrecían. La mujer apretaba con fuerza. Lacey se preguntó brevemente si había algo de verdad en lo de los rumores de la lucha, después de todo.

–Perdona, pero ¿cómo aves quién soy? —indagó Lacey, mientras la mujer movía el brazo de arriba abajo con energía con una amplia sonrisa en la cara.

–Porque cada persona del pueblo que entra aquí y se da cuenta de que soy extranjera, ¡enseguida se pone a hablarme de quién eres! De cómo tú también viniste del extranjero a aquí sola. Y de cómo empezaste tú propia tienda desde cero. Creo que todo Wilfordshire nos apoya para que seamos las mejores amigas.

Todavía estaba saludando a Lacey con la mano con energía y, cuando Lacey habló, le temblaba la voz por la vibración.

–¿Así que tú viniste sola al Reino Unido?

Finalmente, la mujer le soltó la mano.

–Sí. Me divorcié de mi maridito y después me di cuenta de que no bastaba con divorciarme de él. En serio, necesitaba estar en la otra punta del planeta de donde estaba él.

–Lacey no pudo evitar reírse.

–Yo igual. Bueno, parecido. Nueva York no está exactamente en la otra punta del mundo, pero tal y como es Wilfordshire, a veces parece que lo estuviera.

Gina se aclaró la garganta.

–¿Puedes ponerme un cappuccino y un sándwich caliente de atún?

De repente, la mujer pareció recordar que Gina estaba allí.

–Oh, lo siento. ¡Qué educación la mía! —Le ofreció la mano a Gina—. Soy Brooke.

Gina no la miró a los ojos. Le dio la mano sin energía. Lacey pilló la sensación de celos que desprendía y no pudo evitar sonreír para sí misma.

–Gina es mi compinche —le dijo Lacey a Brooke—. Trabaja conmigo en mi tienda, me ayuda a encontrar existencias, saca a mi perro a sus citas de juegos, me imparte toda su sabiduría sobre jardinería y, en general, me ha mantenido cuerda desde que llegué a Wilfordshire.

Una sonrisa avergonzada sustituyó la mueca de celos de Gina.

Brooke sonrió.

–Espero encontrar yo también a mi Gina —dijo en broma—. Es un placer conoceros a las dos.

Se sacó el lápiz de detrás de la oreja, haciendo que su liso pelo rubio cayera rápidamente hacia atrás.

–Entonces será un cappuccino y un sándwich caliente de atún… —dijo, escribiendo en la libretita—. ¿Y para ti? —Alzó la vista hacia Lacey con una mirada de expectación.

–Un cortado —dijo Lacey, bajando la mirada hacia el menú. Echó un vistazo rápido a lo que ofrecían. Había una gran variedad de platos que parecían apetitosos, pero en realidad el menú consistía únicamente en sándwiches con descripciones imaginativas. De hecho, el sándwich caliente de atún que Gina había pedido era un «tostado de atún listado y queso cheddar ahumado con madera de roble»—. Err… La baguete con guacamole.

Brooke tomó nota del pedido.

–¿Y para vuestros amigos peluditos? —añadió, señalando con su lápiz entre Gina y los hombros de Lacey hacia donde estaban Boudicca y Chester moviéndose en forma de ocho, en un intento de olisquearse entre ellos—. ¿Un cuenco con agua y comida balanceada para perros?

–Eso sería genial —dijo Lacey, impresionada por lo servicial que era la mujer.

Sería una hotelera fantástica, pensó Lacey. Quizás su trabajo en Australia había sido en la hostelería. O tal vez sencillamente era una persona agradable. En cualquier caso, a Lacey le había causado una muy buena impresión. Quizá los habitantes de Wilfordshire se saldrían con la suya y las dos acabarían anudando la amistad. ¡A Lacey siempre le podrían valer más aliados!

Gina y ella fueron a escoger una mesa. Entre los muebles retro del patio, tenían la opción de sentarse en una mesa hecha con una puerta por un lado, tronos hechos con tocones de árbol, o uno de los recovecos, que estaban hechos de barcas de remo serrados llenos de cojines. Se decidieron por la opción segura —una mesa de pícnic de madera.

–Parece todo un amor —dijo Lacey, mientras se disponía a sentarse.

Gina encogió los hombros y se dejó caer en el banco de delante.

–Bah. No parece nada del otro mundo.

Había vuelto a la mueca de celos.

–Sabes que tú eres mi favorita —le dijo Lacey a Gina.

–Por ahora. Solo es cuestión de tiempo, ¿con quién acabarás queriendo pasar más tiempo? ¿Con alguien de tu edad que tiene un negocio moderno, o con alguien que por edad podría ser tu madre y que huele a ovejas?

Lacey no pudo evitar reírse, aunque fue sin malicia. Estiró el brazo por encima de la mesa y le apretó la mano a Gina.

–Iba en serio lo que dije de que me mantienes cuerda. Sinceramente, con todo lo que pasó con Iris, y los intentos de la policía y de Taryn por expulsarme de Wilfordshire, si no hubiera sido por ti hubiera perdido la cabeza de verdad. Eres una buena amiga, Gina, y eso lo valoro mucho. No voy a abandonarte solo porque una exluchadora que empuña cactus ha llegado a la ciudad. ¿Vale?

–¿Una exluchadora que empuña cactus? —dijo Brooke, que apareció a su lado llevando una bandeja de cafés y sándwiches?—. ¿No estaríais hablando de mí, verdad?

A Lacey se le enrojecieron las mejillas al instante. No era propio de ella cotillear sobre la gente a sus espaldas. Solo estaba intentando animar a Gina.

–¡Ja! ¡Gina, qué cara! —exclamó Brooke, dándole un golpe en la espalda—. No pasa nada. No me importa. Estoy orgullosa de mi pasado.

–Quieres decir…

–Sí —dijo Brooke, con una sonrisita—. Es verdad. Aunque la historia no es tanto como la gente ha inventado. Fue luchadora en el instituto, después en la universidad, antes de hacer una temporada de un año de manera profesional. Supongo que la gente de una pequeña ciudad inglesa piensa que es más exótico de lo que es.

Ahora Lacey se sentía muy estúpida. Evidentemente, a medida que esto pasara de una persona a la otra a lo largo del sistema de cotilleo de la pequeña ciudad todo se exageraría. El hecho de que Brooke fuera una luchadora en el pasado era una decepción tan grande como que Lacey había trabajado como ayudante de diseñadora de interiores en Nueva York; normal para ella, exótico para todos los demás.

–Ahora bien, respecto a lo de empuñar cactus… —dijo Brooke. Después le guiñó el ojo a Lacey.

Dejó la comida de la bandeja sobre la mesa, fue a buscar cuencos de agua y alimento balanceado para perros y, a continuación, dejó a Lacey y a Gina para que comieran tranquilas.

A pesar de las descripciones excesivamente complicadas del menú, la comida era realmente espectacular. El aguacate estaba en su perfecto punto de madurez, lo suficientemente blando para no tener que morderlo, pero no tan blando como para que fuera pasteloso. El pan era tierno, con semillas y estaba muy bien tostado. De hecho, incluso podía hacer la competencia al de Tom ¡y ese realmente era el mayor piropo que Lacey podía darle a algo! Pero el café era el verdadero triunfo. En estos días Lacey había estado bebiendo té, pues se lo ofrecían constantemente y porque parecía que no había ningún lugar en la ciudad que estuviera a la altura de sus expectativas. ¡Pero parecía que a Brooke le habían mandado el café directamente de Colombia a aquí! Desde luego que Lacey iba a cambiar e iba a venir a buscar su café mañanero aquí, en los días en los que empezara a trabajar a una hora prudente y no a una hora en la que la mayoría de la gente en su sano juicio estaba todavía dormitando en la cama.

Lacey estaba a media comida cuando la puerta automática que había detrás de ella se abrió con un sonido silbante y entraron tranquilamente nada más y nada menos que Buck y la tonta de su mujer. Lacey se quejó.

–Oye, chica —dijo Buck, chasqueando los dedos hacia Brooke y dejándose caer en un asiento—. Necesitamos café. Y yo tomaré un bistec con patatas fritas. —Señaló hacia el tablero como con exigencias y, a continuación, miró a su esposa—. ¿Daisy? ¿Tú qué quieres?

La mujer estaba dudando en la puerta con sus zapatos de tacón de aguja que tenían las puntas de los dedos de los pies al descubierto, y parecía de alguna manera aterrorizada por todos los cactus.

–Tomaré lo que sea más bajo en carbohidratos —murmuró.

–Una ensalada para la parienta/señora —le ladró Buck a Brooke—. No te pases con el aliño.

Brooke lanzó una mirada rápida a Lacey y a Gina y, a continuación, se marchó a preparar los pedidos de sus groseros clientes.

Lacey se tapó la cara con las manos, sintiendo vergüenza ajena por la pareja. Realmente esperaba que la gente de Wilfordshire no pensara que todos los americanos eran así. Buck y Daisy estaban dando mala fama a todo su país.

–Genial —dijo Lacey entre dientes cuando Buck empezó a hablar en voz alta con su esposa—. Estos dos me fastidiaron mi cita con Tom para tomar el té. Ahora me están fastidiando mi almuerzo contigo.

Gina no parecía impresionada por la pareja.

–Tengo una idea —dijo.

Se inclinó hacia delante y susurró algo a Boudicca que hizo que esta retorciera las orejas. Después soltó a la perra de su correa. Esta cruzó avasallando por todo el salón de té, saltó a la mesa y cogió el bistec del plato de Buck.

–¡EH! —vociferó este.

Brooke no lo pudo evitar. Estalló en una carcajada.

Lacey hizo un soplido, divertida por las gracias de Gina.

–Tráeme otro —exigió Buck—. Y saca a este perro FUERA.

–Lo siento, pero era el último bistec que me quedaba —dijo Brooke, guiñando el ojo a Lacey rápida y disimuladamente.

La pareja resopló y se marcharon hechos una furia.

Las tres mujeres se echaron a reír.

–No era el último que te quedaba, ¿verdad? —preguntó Lacey.

–No —dijo Brooke, riéndose entre dientes—. ¡Tengo un congelador lleno!


*

Se acercaba el final de la jornada laboral y Lacey había terminado de tasar todos los artículos náuticos para la subasta de mañana. Estaba muy emocionada.

Así fue hasta que sonó la campanita y Buck y Daisy entraron tranquilamente.

Lacey se quejó. Ella no era tan tranquila como Tom, y no era tan jovial como Brooke. Realmente pensaba que este encuentro no iría bien.

–Mira cuántos trastos —le dijo Buck a su mujer—. Qué montón de nada. ¿Cómo se te ocurrió entrar aquí, Daisy? Y huele mal. —Dirigió la mirada a Chester—. ¡Otra vez ese perro asqueroso!

Lacey apretó con tanta fuerza los dientes que casi esperaba que se rompieran. Intentó canalizar la tranquilidad de Tom mientras se acercaba a la pareja.

–Me temo que Wilfordshire es una ciudad muy pequeña —dijo—. Os encontraréis con las mismas personas —y los mismos perros— todo el rato.

–¿Eres tú? —preguntó Daisy que, evidentemente, reconoció a Lacey de sus dos discusiones anteriores—. ¿Esta tienda es tuya? —Tenía una voz distraída, como la de una chica cursi y con la cabeza hueca cualquiera.

–Así es —confirmó Lacey, que se sentía cada vez más cautelosa. La pregunta de Daisy había sonado malintencionada, como una acusación.

–Cuando oí tu acento en la pastelería, pensé que eras una clienta —continuó Daisy—. Pero ¿resulta que vives aquí? —Hizo una mueca—. ¿Qué hizo que quisieras dejar de América por esto?

Lacey notó que todos los músculos de su cuerpo se tensaban. Empezó a hervirle la sangre.

–Seguramente por las mismas razones por las que vosotros escogisteis venir de vacaciones aquí —respondió Lacey con la voz más tranquila que pudo reunir—. La playa. El mar. La campiña. La maravillosa arquitectura.

–Daisy —ladró Buck—. ¿Puedes darte prisa y encontrar la cosa que me trajiste hasta aquí para comprar?

Daisy echó un vistazo al mostrador.

–Ya no está. —Miró a Lacey—. ¿Dónde está aquella cosa de latón que estaba aquí antes?

«¿Una cosa de latón?», Lacey pensó en los artículos en los que había estado trabajando antes de la llegada de Gina.

Daisy continuó.

–Es como una especie de brújula, con un telescopio pegado. Para los barcos. La vi desde el escaparate cuando la tienda estaba cerrada a la hora de comer. ¿Ya la vendiste?

–¿Te refieres al sextante? —preguntó, frunciendo el ceño confundido ante por qué una rubia estúpida como Daisy querría un sextante antiguo.

–¿Eso! —exclamó Daisy—. Un sextante.

Buck se rio a carcajadas. Era evidente que el nombre le hacía gracia.

–¿No tienes suficiente sextante en casa? —dijo en broma.

Daisy se rio de forma nerviosa, pero a Lacey le pareció forzado, no tanto como si realmente le hiciera gracia y más como si estuviera adaptándose.

A Lacey no le hacía gracia. Cruzó los brazos y levantó las cejas.

–Lo siento, pero el sextante no está a la venta —explicó, manteniendo la atención en Daisy más que en Buck, que hacía que le costara mucho mantenerse amable—. Todos mis artículos náuticos van a subastarse mañana, así que no está a la venta para el público.

Daisy sacó el labio inferior.

–Pero yo lo quiero. Buck pagará el doble de lo que vale. ¿Verdad, Buck? —Le tiró del brazo.

Antes de que Buck pudiera responder, Lacey interrumpió—. No, lo siento, eso no es posible. No sé por cuánto lo venderé. De eso va precisamente una subasta. Es una pieza rara y van a venir especialistas de todo el país solo para hacer una oferta por ella. Podría ser cualquier precio. Si os lo vendiera ahora, yo podría salir perdiendo, y como las ganancias van a ir a la caridad, quiero asegurar el mejor trato.

Buck frunció fuertemente la frente. En ese momento, Lacey se dio todavía más cuenta de lo grande y ancho que era realmente el hombre. Medía casi dos metros y hacía más que dos como ella juntas, como un roble grande. Era intimidante tanto en tamaño como en sus maneras.

–¿No has oído lo que ha dicho mi esposa? —ladró—. Quiere comprar ese chisme tuyo, así que di un precio.

–Ya la he oído —respondió Lacey, manteniéndose firme—. Es a mí a quien no se escucha. El sextante no está a la venta.

Parecía más segura de lo que se sentía. Empezó a sonar una pequeña alarma en su conciencia, que le decía que iba de cabeza a una situación peligrosa.

Buck dio un paso adelante, su sombra amenazante se cernía sobre ella. Chester dio un salto y gruñó en respuesta, pero estaba claro que a Buck no lo perturbó y, sencillamente, lo ignoró.

–¿Me estás negando la venta? —dijo—. ¿Eso no es ilegal? ¿Nuestro dinero no es lo bastante bueno para ti? —Se sacó un montón de dinero en efectivo del bolsillo y se lo pasó por delante de las narices a Lacey de una manera decididamente intimidatoria—. Tiene la cara de la reina y todo. ¿No te vale con esto?

Chester empezó a ladrar furioso. Lacey le hizo una señal con la mano para que parara y él lo hizo, obediente, pero mantuvo la posición como si estuviera listo para atacar en el instante en el que ella le diera el visto bueno.

Lacey cruzó los brazos y se puso en guardia ante Buck, consciente de cada centímetro de él que se le acercaba pero decidida a mantenerse firme. No la iba a amedrentar para que vendiera el sextante. No iba a permitir que este hombre malo y enorme la intimidara y le fastidiara la subasta en la que había trabajado tanto y que tenía tantas ganas que llegara.

–Si queréis comprar el sextante, tendréis que venir a la subasta y hacer una oferta por él —dijo.

–Oh, lo haré —dijo Buck con los ojos entrecerrados. Señaló con el dedo a la cara de Lacey—. ya puedes contar que lo haré. Recuerda lo que te digo. Buckland Stringer va a ganar.

Y con esto, la pareja se marchó, saliendo tan rápido de la tienda que casi dejaron turbulencias a su paso. Chester fue corriendo hacia el escaparate, puso las patas delanteras contra el cristal y gruñó a sus espaldas a medida que se alejaban. Lacey también observó cómo se marchaban, hasta que los perdió de vista. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo acelerado que tenía el corazón y de lo mucho que le temblaban las piernas. Se agarró al mostrador para recuperar el equilibrio.

Tom tenía razón. Se había traído la mala suerte a sí misma al decir que no había ninguna razón por la que la pareja viniera a su tienda. Pero se le podía perdonar que supusiera que aquí no hubiera nada de interés para ellos. Mirando a Daisy, ¡nadie hubiera adivinar que pudiera desear tener un sextante náutico antiguo!

–Oh, Chester —dijo Lacey, hundiendo la cabeza en el puño—. ¿Por qué les dije lo de la subasta?

El perro gimoteó, al darse cuenta de la nota de triste arrepentimiento en su tono.

–¡Ahora también los tendré que aguantar mañana! —exclamó—. ¿Y qué posibilidades hay de que sepan algo del protocolo de las subastas? Va a ser un desastre.

Y exactamente así, la emoción por su subasta de mañana se desvaneció como una llama entre sus dedos. En su lugar, Lacey solo sentía terror.




CAPÍTULO CUATRO


Tras su encuentro con Buck y Daisy, Lacey estaba más que preparada para cerrar por hoy e irse para casa. Esa noche Tom iba a venir a cocinar para ella, y ella se moría de ganas de acurrucarse en el sofá con una copa de vino y una película. Pero todavía se tenía que cuadrar la caja y ordenar algunas cosas, barrer los suelos y limpiar la cafetera… Lacey no se quejaba. Le encantaba su tienda y todo lo que conllevaba ser la propietaria.

Cuando por fin terminó, se dirigió a la salida, seguida de Chester y se dio cuenta de que las manillas del reloj de hierro forjado habían llegado a las 7 de la tarde y fuera estaba oscuro. A pesar de que la primavera había traído los días más largos, Lacey aún no había disfrutado de ninguno. Pero notaba el cambio en el ambiente; la ciudad parecía más animada, muchas de las cafeterías y de los pubs abrían hasta más tarde, y la gente se sentaba en las mesas de fuera a tomar café y cerveza. Esto daba al lugar un rollo festivo.

Lacey cerró con llave su tienda. Desde el robo se había vuelto extracuidadosa, pero aunque eso no hubiera sucedido nunca, ella hubiera actuado así, pues ahora su tienda parecía su hijo. Era algo que necesitaba que lo criaran, protegieran y cuidaran. En un espacio tan corto de tiempo, se había enamorado completamente de aquel sitio.

–¿Quién podía saber que podías enamorarte de una tienda? —reflexionó en voz alta con un profundo suspiro de satisfacción por cómo había acabado su vida.

Desde su lado, Chester protestó.

Lacey le dio palmaditas en la cabeza.

–Sí, también estoy enamorada de ti, ¡no te preocupes!

Al hablar de amor, recordó los planes que tenía aquella noche con Tom y echó un vistazo a su pastelería.

Para su sorpresa, vio que tosas las luces estaban encendidas. Tom tenía que abrir su tienda a la inhumana hora de las cinco de la mañana para asegurarse de que todo estaba preparado para la gente que venía a desayunar a las siete, lo que significaba que normalmente cerraba a las cinco en punto de la tarde. Pero eran las siete de la tarde y era evidente que él aún estaba dentro. La pizarra con los sándwiches todavía estaba en la calle. El cartel de la puerta todavía estaba girado por el lado de «Abierto».

–Venga, Chester —le dijo Lacey a su compañero peludo—. Vamos a ver qué pasa.

Cruzaron la calle juntos y entraron a la pastelería.

Inmediatamente, Lacey oyó un escándalo proveniente de la cocina. Parecían los habituales ruidos de ollas y sartenes repiqueteando, pero a la velocidad de la luz.

–¿Tom? —gritó ella, un poco nerviosa.

–¡Ey! —se oyó su voz incorpórea desde la cocina trasera. Usaba su tono alegre normal.

Ahora que Lacey sabía que no estaba en medio de un asalto de un ladrón de macarrones dulces, se relajó. Se subió a su taburete habitual y el escándalo continuó.

–¿Va todo bien por allá atrás? —preguntó.

–¡Perfecto! —gritó Tom en respuesta.

Un instante después, apareció por fin en la arcada de la pequeña cocina. Tenía puesto el delantal y este —igual que casi toda la ropa que llevaba debajo y que su pelo— estaba cubierto de harina—. Ha habido un pequeño desastre.

–¿Pequeño? —se burló Lacey. Ahora que sabía que Tom no estaba peleando con un intruso en la cocina, podía apreciar el humor de la situación.

–En realidad fue Paul —empezó Tom.

–¿Y ahora qué ha hecho? —preguntó Lacey, recordando la vez en la que el aprendiz de Tom había usado por error bicarbonato de soda en lugar de harina en una tanda de masa, dejándola inservible por entero.

Tom sujetó en alto dos paquetes de apariencia casi idéntica. A la izquierda, en la descolorida etiqueta impresa se leía: «azúcar». En la de la derecha: «sal».

–Ah —dijo Lacey.

–¿Significa eso que vas a cancelar tus planes para esta noche? —preguntó Lacey. El humor que había sentido unos instantes atrás se rompió de repente y, en su lugar, ahora sentía una gran decepción.

Tom le lanzó una mirada de disculpa rápidamente.

–Lo siento mucho. Vamos a reprogramarlo. ¿Mañana? Vendré y cocinaré para ti.

–No puedo —respondió Lacey—. Mañana tengo esa reunión con Iván.

–La reunión para la venta de Crag Cottage —dijo Tom, chasqueando los dedos—. Claro. Ya lo recuerdo. ¿Qué tal el miércoles por la noche?

–¿El miércoles no ibas a ese curso de focaccia?

Tom parecía perturbado. Miró el calendario que tenía colgado y soltó un suspiro.

–Vale, eso es al otro miércoles. —Soltó una risita—. Me has asustado. Oh, pero además estoy ocupado el miércoles por la noche. Y el jueves…

–…tienes entrenamiento de bádminton —acabó Lacey por él.

–Lo que significa que no estoy libre hasta el viernes. ¿Va bien el viernes?

Lacey se fijó en que su tono era igual de despreocupado que de normal, pero su actitud indiferente en cuanto a cancelar sus planes juntos le doló. No parecía importarle en absoluto que no pudieran verse n plan romántico hasta finales de semana.

Aunque Lacey sabía perfectamente bien que ella no tenía ningún plan para el viernes, se oyó decir a sí misma:

–Tengo que consultar mi agenda y te digo algo.

Y en cuanto las palabras hubieron salido por sus labios, una nueva sensación se le había metido en el estómago, mezclándose con la decepción. Para sorpresa de Lacey, la sensación era de alivio.

¿Alivio porque no podría tener una cita romántica con Tom durante una semana? No acababa de entender muy bien de dónde venía este alivio y, de repente, eso la hizo sentir culpable.

–Claro —dijo Tom, aparentemente distraído—. ¿Lo dejamos para más adelante y planeamos algo extraespecial la próxima vez, cuando los dos estemos menos ocupados? —Hizo una pausa para su respuesta y, al ver que no llegaba, añadió—: ¿Lacey?

Ella volvió rápidamente a conectar con el momento.

–Sí… Vale. Suena bien.

Tom fue hacia allí y apoyó los codos sobre el mostrador, de manera que sus caras estaban a la misma altura.

–Bueno. Una pregunta seria. ¿Te vas a apañar bien con la comida esta noche? Porque está claro que esperabas una comida deliciosa y nutritiva. Tengo algunos pasteles de carne que hoy no se han vendido, ¿quieres llevarte uno a casa.

Lacey soltó una risita y le dio un cachete en el brazo.

–No necesito tus limosnas, ¡muchas gracias! ¡Te hago saber que en realidad sé cocinar!

–Oh, ¿en serio? —dijo en broma Tom.

–En mis tiempos era conocida por hacer algunos platos —le dijo Lacey—. Risotto de champiñones. Paella de marisco. —Se rompía la cabeza para añadir al menos otra cosa, ¡pues todo el mundo sabía que para hacer una lista necesitabas al menos tres!—. Mm… mm…

Tom levantó las cejas.

–¿Continúas…?

–¡Macarrones con queso! —exclamó Lacey.

Tom se rio con ganas.

–Es un repertorio bastante impresionante. Y, aun así, nunca he visto ninguna prueba que demuestre tus afirmaciones.

En eso tenía razón. Hasta entonces, Tom había hecho todas las comidas para ellos. Era lo lógico. Le encantaba cocinar y tenía las habilidades para sacarlo adelante. Las habilidades culinarias de Lacey no pasaban mucho de perforar el plástico de un plato apto para microondas.

Cruzó los brazos.

–Precisamente todavía no he tenido la ocasión —respondió, usando el mismo tono argumentativo de broma que Tom con la esperanza de que ocultara el auténtico enfado que su comentario había despertado en ella—. El repostero Sr. Estrella Michelin no se fía de mí cerca de los fogones.

–¿Me lo debería tomar como una proposición? —preguntó Tom, moviendo las cejas.

«Puto orgullo», pensó Lacey. Se había metido ella sola en esto. «Yo misma me he vendido así.»

–Por supuesto —dijo, fingiendo seguridad. Extendió la mano para que se la diera—. Reto aceptado.

Tom miró la mano sin moverse y torció los labios a un lado.

–Pero con una condición.

–Ah… ¿Cuál?

–Tiene que ser algo típico. Algo originario de Nueva York.

–En ese caso, me has simplificado el trabajo diez veces —exclamó Lacey—. Porque eso significa que haré pizza y pastel de queso.

–No se puede comprar preparado —añadió Tom—. Todo tiene que estar hecho desde cero. Y sin ninguna ayuda a escondidas. Sin pedirle la masa a Paul.

–Oh, por favor —dijo Lacey, señalando al paquete de sal desechado de encima del mostrador—. Paul es la última persona a la que contrataría para ayudarme a hacer trampas.

Tom rio. Lacey acercó un poquito más la mano que tenía extendida hacia él. Él asintió con la cabeza para indicar que estaba satisfecho de que ella hubiera aceptado sus condiciones y, a continuación, le tomó la mano. Pero en lugar de darle un apretón, le dio un pequeño estirón, la acercó hacia él y la besó por encima del mostrador.

–Nos vemos mañana —murmuró Lacey, el hormigueo de los labios de él hacía eco en los suyos—. A través del escaparate, quiero decir. A no ser que tengas tiempo de venir a la subasta.

–Pues claro que voy a venir a la subasta —le dijo Tom—. Me perdí la última. Tengo que estar allí para apoyarte.

Ella sonrió.

–Genial.

Se dio la vuelta y fue hacia la salida, dejando a Tom con todo el jaleo de la masa.

En cuanto la puerta de la pastelería se cerró tras ella, bajó la mirada hacia Chester.

–Ahora sí que me he metido en una buena —le dijo a su perro de aspecto perspicaz—. En serio, tendrías que haberme parado. Tirarme de la manga. Darme un golpecito con el morro. Lo que sea. Pero ahora tengo que hacer pizza desde cero. ¡Y un pastel de queso! Toma ya. —Golpeó la acera con el zapato con falsa frustración—. venga, tenemos que ir a comprar comida antes de ir a casa.

Lacey giró en dirección contraria a casa y bajó a toda prisa la calle principal hacia el pequeño supermercado (o «la tienda de la esquina», como Gina insistía en llamarla). De camino, puso un mensaje en el grupo de «Las Doyle».

«¿Alguien sabe hacer pastel de queso?»

Seguro que era el tipo de cosas que su madre sabría hacer, ¿verdad?

Después de no mucho tiempo oyó que sonaba una respuesta en su móvil y miró quién había contestado. Por desgracia, era su infamemente irónica hermana, Naomi.

«Tú no» —bromeó su hermana—. «Cómpralo precocinado y ahórrate las molestias.

Lacey escribió una respuesta rápidamente.

«Eso no ayuda, hermanita».

La respuesta de Naomi llegó rápida como un rayo.

«Si haces preguntas tontas, espera respuestas tontas».

Lacey puso los ojos en blanco y siguió caminando a toda prisa.

Por suerte, en el momento en el que llegó a la tienda, su madre le mandó un mensaje con una receta.

«Es de Martha Stewart» —escribió—. «Puedes fiarte de ella».

«¿Puedes fiarte de ella?» —tecleó Naomi como respuesta—. «¿A esta no la metieron en la cárcel?

«Sí» —respondió su madre—. «Pero no tuvo nada que ver con la receta del pastel de queso».

«Touché» —respondió Naomi.

Lacey rio. ¡Mamá se había quedado con Naomi!

Guardó el teléfono, ató la correa de Chester a una farola y entró en la tienda, que estaba muy iluminada. Se movía tan rápido como podía, llenando la cesta con todo lo que Martha le había dicho que necesitaba y, a continuación, se cogió una bolsa de linguine y una tarrina pequeña de salsa preparada (que estaba convenientemente colocada a su lado dentro de la nevera), y queso parmesano rallado (colocado al lado de la salsa), para acabar cogiendo la botella de vino de debajo que decía: «¡Perfecto para los linguine!»

«No me extraña que no haya aprendido nunca a cocinar», pensó Lacey. «Mira qué fácil me lo ponen».

Fue a la caja, pagó lo que había comprado, salió y cogió a Chester a la salida. Volvieron a pasar por delante de su tienda —vio que Tom estaba justo donde lo había dejado— y cogieron el coche de la calle lateral donde Lacey lo había aparcado.

El viaje en coche hasta Crag Cottage era corto, a lo largo del paseo marítimo y subiendo el acantilado. Chester estaba alerta en el asiento del copiloto al lado de ella y, cuando el coche llegó a la colina, Crag Cottage apareció ante su vista. Una sensación de placer llenó a Lacey. La casita de campo realmente parecía un hogar. Y después de la reunión con Iván del día siguiente, seguramente estaría un paso más cerca de convertirse en su propietaria oficial.

Justo entonces, se fijó en el cálido resplandor de una hoguera procedente de la casita de Gina, y decidió pasar de largo de su casa hacia su vecina por el camino lleno de baches y de una sola dirección.

Cuando se detuvo, vio a la mujer con las botas de agua puestas al lado de la hoguera, a la que estaba echando follaje. La hoguera se veía bastante bonita a la luz a la luz de la oscura noche de primavera.

Lacey Hizo sonar el claxon del coche y bajó la rígida ventanilla.

Gina se dio la vuelta y saludó con la mano.

–Ey, Lacey. ¿Tienes que quemar algo?

Lacey apoyó los codos sobre la ventanilla.

–No. Solo me preguntaba si necesitabas ayuda.

–¿Tú no tenías una cita con Tom esta noche? —preguntó Gina.

–La tenía —le dijo Lacey, sintiendo que esa extraña mezcla de decepción y alivio le revolvía el estómago—. Pero él la anuló. Una urgencia relacionada con la masa.

–Ah —dijo Gina. Tiró otra ramita a la hoguera, haciendo saltar chispas rojas, naranjas y amarillas—. Bueno, por aquí lo tengo todo controlado, gracias. A no ser que tengas nubes que quieras tostar.

–Vaya, pues no, no tengo. ¡Eso suena bien! ¡Y acabo de ir a comprar comida!

Decidió que la culpable de que ella no tuviera nubes era Martha Stewart y su extremadamente prudente receta de pastel de queso con vainilla.

Lacey estaba a punto de darle las buenas noches a Gina y dar la vuelta al coche para irse por donde había venido cunado notó que Chester le daba golpecitos con el morro. Se giró y lo miró. Las bolsas de la compra que había colocado a los pies del asiento del copiloto se habían volcado y algunas de las cosas que había comprado se habían caído.

–Se me ocurre algo… —dijo Lacey. Volvió a mirar por la ventanilla—. Oye, Gina. ¿Qué te parece si cenamos juntas? Tengo vino y pasta. Y todos los ingredientes para hacer el auténtico pastel de queso al estilo de Nueva York de Martha Stewart, por si nos aburrimos y necesitamos una actividad.

Gina parecía encantada.

–¡Me has convencido con lo del vino! —exclamó.

Lacey rio. Se agachó para coger las bolsas con la compra de los pies del asiento del copiloto, y se ganó otro golpecito con el húmedo morro de Chester.

–¿Y ahora qué pasa? —le preguntó.

Este ladeó la cabeza y levantó los penachos peludos que tenía por cejas rápidamente.

–Ah, ya lo pillo —dijo Lacey—. Antes te he reñido por no evitar que metiera la pata con Tom. Ahora quieres demostrar que tenías razón y que al final todo se ha solucionado ¿verdad? Venga, eso te lo reconozco.

Él rechinó.

Ella soltó una risita y le acarició la cabeza.

–Chico listo.

Salió del coche, Chester dio un salto para seguirla y subieron por el camino de Gina, haciendo maniobras entre las ovejas y los pollos que estaban esparcidos por todas partes.

Se metieron dentro.

–¿Qué ha pasado con Tom? —preguntó Gina mientras caminaban por el pasillo de techo bajo su cocina rústica tipo casa de campo.

–En realidad fue por Paul —explicó Lacey—. Mezcló las harinas o algo por el estilo.

Entraron a la luminosa cocina y Lacey dejó las bolsas de la compra sobre la encimera.

–Ya sería hora de que echara a este Paul —dijo Gina con un tch.

–Es un aprendiz —le dijo Lacey—. ¡Se supone que tiene que cometer errores!

–Ya. Pero, por otro lado, se supone que tiene que tiene que aprender de ellos. ¿Cuántas tandas de masa se ha cargado ya? Y que eso afecte a tus planes… ahí sí que le pone la guinda al pastel.

Lacey hizo una sonrisita al oír la graciosa frase hecha de Gina.

–Sinceramente, no pasa nada —dijo, sacando todos los artículos de la bolsa—. Yo soy una mujer independiente. No necesito quedar cada día con Tom.

Gina cogió unas copas de vino, sirvió una para cada una y, a continuación, se pusieron a hacer la cena.

–No te vas a creer quién vino a mi tienda antes de cerrar hoy —dijo Lacey, mientras removía rápido la pasta que había dentro de la olla de agua hirviendo. Las instrucciones decían que no era necesario remover durante los cuatro minutos que tardaba en hervir, pero esto parecía demasiado lento, ¡incluso para Lacey!

–¿No serán los americanos? —preguntó Gina con un tono de aversión mientras metía la salsa de tomate dentro del microondas durante los dos minutos que necesitaba para calentarse.

–Sí. Los americanos.

Gina se estremeció.

–Dios mío. ¿Y qué querían? A ver si lo adivino, ¿Daisy quería que Buck le comprara una joya carísima?

Lacey coló la pasta en un colador y, a continuación, la repartió en dos cuencos.

–No, no es eso. Pero Daisy sí que quería que Buck le comprara algo. El sextante.

–¿El sextante? —preguntó Gina, mientras tiraba la salsa de tomate encima de la pasta, con poca elegancia—. ¿Te refieres al instrumento náutico? ¿para qué iba a querer un sextante una mujer como Daisy?

–¿Verdad? ¡Eso mismo pensé yo! —Lacey espolvoreó virutas de parmesano encima de su montón de pasta.

–Quizá lo escogió al azar —reflexionó Gina, pasándole a Lacey uno de los dos tenedores que había sacado del cajón de los cubiertos.

–Fue muy concreta con esto —continuó Lacey. Llevó su comida y el vino hacia la mesa—. Quería comprarlo y, evidentemente, le dije que tendría que venir a la subasta. Pensé que se olvidaría, pero nada. Dijo que allí estaría. Así que ahora los tendré que aguantar a los dos otra vez mañana. ¡Ojalá hubiera guardado el dichoso trasto en lugar de dejarlo a la vista desde el escaparate a la hora de comer!

Observó a Gina mientras se sentaba en la silla de delante de ella y vio que, de repente, su vecina parecía bastante nerviosa. tampoco parecía no tener nada que añadir a lo que había dicho Lacey, la cual cosa era extremadamente impropia de aquella mujer normalmente habladora.

–¿Qué pasa? —preguntó Lacey—. ¿Hay algún problema?

–Bueno, yo fui la que te convenció de que cerrar la tienda a la hora de comer no te haría ningún daño —murmuró Gina—. Pero sí que lo hizo. ¡Porque le dio a Daisy la oportunidad de ver el sextante! Es culpa mía.

Lacey rio.

–No seas tonta. Venga, vamos a comer antes de que esto se enfríe y todo nuestro esfuerzo haya sido en vano.

–Espero. Necesitamos otra cosa más —Gina fue a los botes de especias que están colocados en el alféizar y cogió algunas hojas de uno—. ¡Albahaca fresca! —Colocó un ramito en cada uno de los cuencos mal presentados de pasta enganchada—. Y voilá!

Para lo barato que era, era un plato realmente sabroso. Pero, claro, la mayoría de platos precocinados están llenos de grasa y azúcar, ¡así que no podría ser de otra manera!

–¿Y yo soy una sustituta de Tom lo suficientemente digna? —preguntó Gina mientras comían y bebían vino.

–¿Tom? ¿Qué Tom? —dijo Lacey en broma—. ¡Oh, me lo has hecho recordar! Podríamos decir que Tom me retó a preparar una comida para él desde cero. Algo originario de Nueva York. Así que voy a hacer un pastel de queso de postre. Mi madre me mandó una receta de Martha Stewart. ¿Quieres ayudarme a hacerla?

–Martha Stewart —dijo Gina, negando con la cabeza—. Yo tengo una receta mucho mejor.

Fue hacia el armario de la cocina y empezó a rebuscar por ahí. Después sacó un libro de cocina hecho polvo.

–Este era el tesoro de mi madre —dijo, poniéndolo encima de la mesa delante de Lacey—. Recopiló recetas durante años. Aquí tengo recortes de periódico que se remontan hasta la guerra.

–Increíble —exclamó Lacey—. ¿Y cómo es que tú nunca aprendiste a cocinar, si tenías una experta en casa?

–La razón es que —dijo Gina— yo tenía mucho trabajo ayudando a mi padre a cultivar verduras en el huerto. Era una marimacho de manual. Una niña de papá. Yo era de aquellas niñas a las que les gustaba ensuciarse las manos.

–Bueno, cocinando desde luego que también te pasa —dijo Lacey—. Tendrías que haber visto a Tom antes. Estaba cubierto de harina de la cabeza a los pies.

Gina rio.

–¡Me refería a que me gustaba ensuciarme con el barro! Jugar con los bichos. Subir a los árboles. Pescar. Cocinar siempre me pareció demasiado femenino para mi gusto.

–Mejor que no le digas eso a Tom —dijo Lacey con una risita. Miró al libro de recetas—. Entonces ¿quieres ayudarme a hacer el pastel de queso, o no hay suficientes gusanos para tenerte interesada?

–Te ayudaré —dijo Gina—. Podemos utilizar huevos frescos. Daphne y Delilah pusieron huevos esta mañana.

Recogieron su cena y se pusieron a trabajar en el pastel de queso, siguiendo la receta de la madre de Gina en lugar de la de Martha.

–Bueno, aparte de los americanos ¿estás emocionada con la subasta de mañana? —preguntó Gina mientras machacaba galletas en un cuenco con un pasapurés.

–Emocionada. Nerviosa —Lacey tragó el vino que había en su copa—. Sobre todo nerviosa. Conociéndome, esta noche no pegaré ojo preocupada con todo esto.

–Tengo una idea —dijo entonces Gina—. Cuando hayamos acabado con esto, deberíamos sacar a los perros a pasear por el paseo marítimo. Podemos ir por la ruta del este. Todavía no has ido por ahí, ¿verdad? La brisa del mar te cansará y dormirás como un bebé, recuerda mis palabras.

–Es una buena idea —le dio la razón Lacey. Si se iba a casa ahora, lo único que haría sería comerse el coco.

Mientras Lacey ponía el desordenado pastel de queso en la nevera para que se enfriara, Gina se apresuró a ir al lavadero a buscar chubasqueros para las dos. Todavía hacía bastante fresco por las tardes, especialmente junto al mar, donde hacía más viento.

A Lacey le agobiaba el enorme chubasquero de pescadero. Pero cuando salieron se alegró de tenerlo. Era una noche fresca y clara.

Bajaron por los escalones del acantilado. La playa estaba desierta y bastante oscura. Era algo excitante estar allí abajo cuando estaba tan vacía, pensó Lacey. Daba la sensación de que eran las únicas personas del mundo.

Se dirigieron hacia el mar y, a continuación, siguieron la dirección hacia el este que Lacey todavía no había tenido ocasión de explorar. Era divertido explorar un sitio nuevo. A veces era un poco agobiante estar en una ciudad pequeña como Wilfordshire.

–Ey, ¿qué es eso? —preguntó Lacey, mirando al otro lado del agua a lo que parecía ser la silueta de un edificio sobre una isla.

–Unas ruinas medievales —dijo Gina—. Cuando la marea baja hay un banco de arena por el que puedes llegar hasta ellas. Sin duda vale la pena acercarse por allí si no te importa levantarte tan temprano.

–¿A qué hora baja la marea? —preguntó Lacey.

–A las cinco de la mañana.

–Ay. Me parece que es demasiado temprano para mí.

–También puedes llegar en barco, evidentemente —explicó Gina—. Si por casualidad conoces a alguien que tenga uno. Pero si te quedas allí atrapada, tienes que llamar al bote salvavidas de los voluntarios y a esos chicos no les gusta utilizar sus recursos en gente tonta, ¡recuerda mis palabras! Yo lo he hecho y me llevé una buena bronca cuando hablé con ellos. Por suerte, se estuvieron riendo con mi don de palabra hasta que llegamos a la orilla, y ahora nos llevamos todos muy bien.

Chester empezó a tirar de su correa, como si intentara llegar a la isla.

–Creo que él lo sabe —dijo Lacey.

–Quizá sus antiguos propietarios lo llevaban a pasear hasta allí —sugirió Gina.

Chester ladró, como si lo confirmara.

Lacey se agachó y le alborotó el pelo. Hacía mucho tiempo que no pensaba en los antiguos propietarios de Chester y en lo desconcertante que debía de haber sido para él perderlos tan de repente.

–¿Qué te parece que te lleve allí un día? —le preguntó ella—. Me levantaré temprano, por ti.

Chester movió la cola contento, echó la cabeza hacia atrás y ladró hacia el cielo.


*

Tal y como había predicho, a Lacey le costó dormir aquella noche. A pesar de que la brisa del mar la cansara. Tenía demasiadas cosas dando vueltas en su mente como para desconectar; desde la reunión con Ivan para la venta de Crag Cottage hasta la subasta, había mucho en que pensar. Y aunque estaba emocionada con la subasta de mañana, también estaba nerviosa. No solo porque era la segunda vez que lo hacía, sino por los desagradables asistentes que tendría que aguantar en forma de Buck and Daisy Stringer.

«A lo mejor no vendrán», pensaba mientras miraba fijamente las sombras de su techo. «Seguramente Daisy habrá encontrado otra cosa para pedirle a Buck que le compre».

Pero no, la mujer parecía decidida a comprar concretamente el sextante. Era obvio que tenía algún significado personal para ella. Allí estarían, Lacey estaba segura de ello, aunque solo fuera para demostrar que tenían razón.

Lacey escuchaba el sonido de la respiración de Chester y de las olas al chocar contra los acantilados, dejando que los ritmos suaves la llevaran hasta la relajación. Estaba empezando a quedarse dormida cuando, de repente, su móvil empezó a vibrar haciendo mucho ruido encima del tocador de madera que tenía al lado de la cabeza. Su inquietante luz verde llenaba la habitación con destellos. Normalmente tenía cuidado de ponerlo en modo noche, pero evidentemente se le fue de la mente con todas las otras cosas en las que estaba pensando.

Con un quejido de cansancio, Lacey agitó el brazo y cogió el móvil. Se lo acercó a la cara y entrecerró los ojos para ver quién había decidido molestarla a esta hora tan intempestiva. El nombre «Mamá» destellaba con insistencia en la pantalla hacia ella.

«Cómo no», pensó Lacey suspirando. Su madre debe de haber olvidado la norma de no llamarla después de las seis de la tarde. Hora de Nueva York.

Con un suspiro, Lacey respondió a la llamada.

–¿Mamá? ¿Está todo bien?

Desde el otro lado de la línea hubo un momento de silencio.

–¿Por qué siempre respondes así a mis llamadas? ¿Por qué tiene que ir algo mal para que yo llame a mi hija?

Lacey puso los ojos en blanco y se puso cómoda sobre la almohada.

–Porque ahora mismo son las dos de la madrugada en el Reino Unido, y tú solo me llamas cuando estás en pánico con algo. ¿Y qué? ¿Qué pasa?

El silencio que siguió bastó como confirmación de que Lacey había dado en el clavo.

–¿Mamá? —le invitó a que siguiera.

–He estado en casa de David… —empezó su madre.

–¿Qué? —exclamó Lacey—. Pero ¿por qué?

–Para conocer a Eda.

Lacey sintió una presión en el pecho. No hablaba en serio cuando le dijo a David que él, Eda y su madre podrían quedar para una sesión de manicura y pedicura. Pero por lo que parecía, ¡los tres estaban pasando tiempo juntos de verdad! El por qué de que una madre quisiera mantener una relación con el exmarido de su hija era algo que Lacey no lograba entender. ¡Era ridículo!

–¿Y? —dijo Lacey entre dientes—. ¿Cómo es ella?

–Parecía maja —dijo su madre—. Pero no te llamaba para eso. Davis dijo algo de la pensión conyugal…

Lacey no lo pudo evitar. Se burló.

–¿David te lo pidió? ¿Te pidió que me llamaras por lo del dinero? —No le hizo falta oír la respuesta de su madre porque era evidente, así que ella misma se respondió la pregunta—. Claro que lo hizo. Porque la única cosa que le importa a David es el dinero. Ah, y encontrar a alguien que esté deseando incubar a sus hijos.

–Lacey —dijo su madre con desaprobación.

Pero ahora Lacey estaba bastante despierta y bastante alerta.

–Bueno, ¿es verdad o no? Si no ¿por qué iba a comprometerse con una heredera multimillonaria veinteañera?

–¿Es por eso por lo que no le pagaste, cariño? —se oyó la voz de su madre desde el otro lado de la línea—. ¿Para vengarte de él por lo del compromiso?

–¡No lo hice a propósito! —exclamó Lacey. Ahora ya se estaba animando bastante. A su madre se le daba muy bien meterle el dedo en la llaga, e insinuar que ella había decidido no pagar la pensión matrimonial a David de forma premeditada la había enfurecido—. Hubo un retraso por parte del banco. Yo no me di cuenta de que era un lunes festivo y que no se completarían los pagos. Eso es todo.





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LA MUERTE Y UN PERRO (UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE – LIBRO 2) es el segundo libro de una encantadora nueva serie de misterio cozy escrita por Fiona Grace.

Lacey Doyle, de 39 años y recién divorciada, ha llevado a cabo un cambio drástico: ha dejado atrás su vida acelerada en Nueva York y se ha asentado en el pintoresco pueblo costero inglés de Wilfordshire.

La primera está en el aire. Con el misterioso asesinato del mes pasado por fin dejado atrás, un nuevo mejor amigo bajo la forma de su pastor inglés y una creciente relación con el chef del otro lado de la calle, parece que todo empieza a encajar por fin. Lacey está tan entusiasmada con su primera gran subasta, especialmente cuando un valioso artefacto de lo más misterioso se añade a su catálogo.

Todo parece marchar sin problemas hasta que dos misteriosos postores llegan al pueblo… y uno de ellos acaba aparece muerto.

Con el pequeño pueblo sumido en el caos y la reputación de su negocio en juego, ¿podrá Lacey y su fiel compañero perruno resolver este crimen y salvar su buen nombre?

¡El tercer libro de la serie, CRIMEN EN LA CAFETERÍA, también está disponible para reserva!

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