Книга - Siete Planetas

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Siete Planetas
Massimo Longo

Maria Grazia Gullo


Siete planetas: En un sistema solar paralelo, los pueblos de siete planetas se ven inmersos en una carrera contrarreloj que decidirá su suerte. Los destinos de los protagonistas se entrelazan con el odio, el amor y la ambición, con la ciencia y el misterio, en un intento de gobernar o liberar a los pueblos del sistema solar Kic. Planetas, razas y culturas imaginarias y originales unirán sus fuerzas en fantásticas aventuras para oponerse al deseo de hegemonía de un fascinante enemigo.



Translator: Miquel Gómez Besòs







Maria Grazia Gullo - Massimo Longo



Siete planetas



El exoesqueleto y el objeto de Parius



Traducido por Miquel Gómez Besòs


Copyright© 2017 M. G. Gullo - M. Longo

Imagen de portada y diseño gráfico por Massimo Longo

Todos los derechos reservados.


Índice







Capítulo primero



El mar del Silencio



El general Ruegra observaba el espacio desde el enorme ojo de buey de su cabina. Era fascinante ver todo el sistema planetario KIC 8462852 con sus siete planetas en órbita. Desde donde se encontraba solo podía ver cinco: Carimea, su patria, con su atmósfera gris, destinado, por vocación y situación, a cumplir funciones de mando; Medusa, azul y encantador, magnético y peligroso como sus habitantes; Oria, pequeño y estéril como una luna, blanco por el reflejo de nuestro sol sobre él; no muy alejado de Oria, el Sexto Planeta, de color verde brillante, el más avanzado social y tecnológicamente, y, finalmente, Euménide, con su atmósfera rosada, tan fascinante como sus terribles habitantes.

Todo esto pronto iba a pertenecer a los anic, y él sería elegido como líder supremo, solo tenía que ser paciente y llevar a cabo su plan. Una vez que tuviera el pergamino en su poder, todo quedaría sometido a su voluntad.

El general Ruegra observaba el espacio desde el enorme ojo de buey de su cabina mientras, en su interior, crecía el ansia de poder en aquel año 7692 desde la fundación de la civilización anic.

Ruegra despertó bruscamente de sus sueños de gloria. La nave había chocado con algo. Estaban atravesando los anillos de Bonobo, así que decidió que lo mejor sería dirigirse al puente; por muy rutinaria que fuera la aproximación al planeta, podía deparar sorpresas.

Al entrar en el puente, fue recibido con deferencia por sus subordinados.

No todo iba según el plan de vuelo, parecía que algo había golpeado la nave.

—Sector ocho dañado, general, hemos recibido el impacto de una roca —le informó inmediatamente el comandante.

—Aísladlo inmediatamente y proceded a la expulsión.

El comandante ordenó el inicio de la evacuación del sector:

—Evacuación inmediata de la zona...

—¡Aíslalo! ¡No pierdas más tiempo!

El oficial cumplió inmediatamente la orden, sin que nadie se atreviera a hacer notar a Ruegra que esa decisión suponía el sacrificio inútil de soldados.

Las compuertas que separaban el módulo del resto de la nave se cerraron. Solo unos pocos tuvieron la presteza de lanzarse bajo la compuerta mientras esta se cerraba para, así, evitar ser arrastrados a la deriva, pero no para evitar la imagen de soldados con los que, momentos antes, habían compartido la existencia y que ahora golpeaban la compuerta desesperadamente y desaparecían en el vacío.

El desprendimiento se llevó a cabo y el módulo fue abandonado a la deriva en el espacio.

Todas las naves carimeanas, de combate, tenían la forma de un enorme trilobite con segmentos diferenciados, preparadas para expulsar las secciones dañadas y, de este modo, preservar al máximo el rendimiento durante las batallas. A excepción de la cabina de mando, que consistía en una gran placa con un contorno que variaba de semielíptico a poligonal y la parte que hacía la función de columna vertebral, todas las secciones centrales y la cola, con forma de concha de ostra, eran expulsables.

A su alrededor se encontraba la interminable extensión de los enormes anillos grises del planeta Bonobo, formados por los grandes restos de la negra muerte de un asteroide que se había acercado demasiado a KIC 8462852.

Bonobo, el segundo planeta en distancia a la estrella enana, poseía una gran masa que había atraído hacia sí los escombros, protegiendo al más pequeño, Enas, y dando lugar así a uno de los espectáculos más sorprendentes de toda la galaxia.

En el centro de los anillos, el planeta, maravillosamente rico y heterogéneo, la reserva del imperio anic de caza, esclavos y fuente de aprovisionamiento de materias primas. Su población, de forma antropomórfica, estaba todavía en los albores de la civilización; los bonobianos mantenían una postura erguida, tenían pies prensiles y gran parte de su cuerpo cubierto de pelo.

Grandes como gorilas, pero ingenuos y dóciles como niños, se reproducían rápidamente y eran resistentes al trabajo duro. Tenían, en definitiva, las características ideales que hacían de ellos los esclavos perfectos.

Bonobo era el único territorio conquistado por los anic que aún estaba bajo su control, gracias a la proximidad entre los dos planetas que describían órbitas similares y simultáneas alrededor de KIC 8462852.

Carimea había conseguido ocupar otros planetas, pero perdía sistemáticamente el control de los mismos debido a las revoluciones fomentadas por la Coalición de los Cuatro Planetas y facilitadas por la distancia entre las órbitas.

La nave aterrizó según el horario previsto. Los suministros ya estaban listos en la base. Ruegra bajó a tierra para hablar con Mastigo, el gobernador local. Al general no le caía bien aquel evic, lo encontraba demasiado rudo, pero sus métodos con los locales eran efectivo. Pertenecía a una de las tribus dominantes de Carimea.

Los evic eran enormes reptiles de color gris verdoso capaces de caminar sobre sus robustas y poderosas patas traseras. Ligeramente más bajos que los anic, tenían todo el cuerpo, a excepción de la cara, cubierto de escamas. Su rostro, en su mitad ovalado, se ensanchaba a la altura de los agujeros de las orejas hasta adoptar una forma de media campana, estaba desprovisto de pómulos y poseía una nariz apenas visible, como la de las serpientes. Agresivos, pero con poco ingenio, eran la única etnia capaz de competir, por número y fuerza, con los anic por el poder. Vestían un largo chaleco de seda que les cubría hasta por encima de la rodilla, abrochado sobre el vientre con un par de botones. Para asegurarse su apoyo, Ruegra había elegido a uno de ellos como gobernador de Bonobo.

El general fue recibido con gran pompa en el salón acristalado del palacio de gobierno desde el cual se podía admirar un espléndido paisaje tropical. Era una tarde maravillosa y el cielo brillaba con los reflejos de los anillos.



Ruegra miró a través del cristal que reflejaba su imagen. El color de su poderoso cuerpo cubierto de escamas, capaz de adaptarse al color del entorno, se distinguía ahora apenas de los árboles del paisaje exterior. Una rígida corona de escamas queratinosas de unos treinta kidus, o centímetros, de altura rodeaba su silueta desde la cabeza y se extendía alrededor de su cuerpo, desplegándose en momentos de peligro y convirtiéndose en una coraza que los anic habían utilizado en la antigüedad para intimidar a sus adversarios. Sobre el brazo, una vez abierta, se seguía utilizando como protección.

Alrededor del rostro ovalado, las escamas encogidas adquirían una ligera uniformidad, bajo la alta frente, las cejas y las pestañas de color azul queratinoso hacían resaltar los grandes ojos verdes y los pómulos salientes de un color más suave, en contraste con la nariz grande y algo deforme, como la de algunos boxeadores. La boca estaba bien proporcionada, con unos grandes y carnosos labios de color verde.

Los anic superaban en tamaño a todos los pueblos del sistema solar y, desde siempre, habían dominado la pirámide depredadora.

Ruegra, como todos los anic, vestía con una falda abierta por los lados a causa de las escamas que rodeaban su cuerpo. Sobre los hombros llevaba una capa que distinguía su casta y su rango; la suya era dorada, el color del mando, con contornos gris humo y un bordado central del mismo color que representaba una ave rapaz atrex.

—Mi saludo es para el más invencible de los carimeanos. Siempre bienvenido, mi general. ¿Cómo ha ido el viaje? —le saludó Mastigo haciendo una ligera reverencia.

—Bien, la misión discurre según lo previsto —mintió Ruegra—, solo necesito descansar. Los anillos siempre nos hacen bailar un poco —dijo con intención de librarse de su interlocutor.

Mastigo se sirvió una taza de frutas locales para recuperarse del largo viaje interplanetario. Más le valía acomodarse, ya que tenía que informar de un hecho insólito que había ocurrido.

—Tengo que dar parte de un caso extraño —comenzó a exponer Mastigo—, hace dos días bonobianos, una nave comercial fue interceptada entrando sin autorización, los centinelas no tuvieron tiempo de detenerla, se sumergió en el mar del Silencio antes de que pudiera parecer potencialmente peligrosa.

Lo investigamos, y su dueño nos informó que la había vendido recientemente a una euménide. He enviado soldados a reconocer el supuesto lugar de aterrizaje, pero, ya sabes cómo es, no es posible recibir ninguna comunicación del mar del Silencio, así que lo único que podemos hacer es esperar pacientemente.

Confundido por la insistencia del gobernador en un hecho sin importancia, preguntó:

—¿Qué tiene de extraño? No entiendo...

—El lugar al que se dirigía... Fíjese... —dijo Mastigo señalando sobre un mapa del mar del Silencio.

—Esa es la zona donde se encuentra la antigua ciudadela sagrada de los bonobianos... —susurró Ruegra, casi para sí mismo.

—Por eso me he tomado la libertad de informar de un hecho que, en sí mismo, es trivial. He enviado un equipo al lugar. Podría ser una coincidencia, pero mejor no arriesgarse, ese lugar está lleno de misterios. Sería el sitio ideal para una base rebelde dada la falta de comunicación y de detección por radar de la que goza, casi como si fuera un agujero negro...

—Puede que tengas razón, mantenme constantemente informado, Mastigo. Ahora mismo, será mejor vaya a descansar, mañana partiremos al amanecer.



Esa noche Ruegra tenía otras cosas en las que pensar. Se retiró a sus aposentos, se sentó en el mullido sofá y se sirvió una copa de sidibé, un destilado hecho con los frutos de un cactus local. Su mirada se perdía en el vacío y sus pensamientos lo merodeaban como nubes previas al huracán.

El viaje del que regresaba, en contra de lo que acababa de declarar a su leal aliado, había sido un enorme fracaso.

Había viajado hasta la luna de Enas, que albergaba la colonia minera de Stoneblack, famosa por sus mármoles, para encontrarse con un hombre al que su padre había respetado, un viejo enemigo de Carimea.

La colonia estaba gobernada por la tribu de los trik, originaria de Carimera, como el pueblo anic, pero con influencias secundarias en el gobierno del planeta.

Su naturaleza era servil y traicionera; siempre se habían mostrado dispuestos a la traición en cuanto el viento hinchaba sus velas en otra dirección. En esa luna, incluso sus aliados podían conspirar contra él, así que disfrazó la visita como una inspección sorpresa y exigió gotas de ámbar lunar para entregárselas a su hermano cuando volviera.

Ruegra desfiló frente a los oficiales, que le saludaron situando el codo a la altura del hombro y la mano, con la palma extendida hacia abajo, paralela al suelo, delante de la boca. Ese gesto de la mano representaba el silencio y la obediencia absoluta frente a los altos mandos. Debido a su presencia, contenían la respiración.

La colonia minera utilizaba como mano de obra a delincuentes convictos y a prisioneros de guerra. A uno de ellos se le vigilaba más que al resto... Ese era el hombre al que había venido a ver. Este, además de tener un mayor rango, gozaba del respeto de sus camaradas y los representaba.

El general, flanqueado por el comandante y seguido por algunos soldados encargados de las oficinas, fue acomodado en la sala de descanso de la comandancia reservada a los oficiales.

El comandante de la colonia hizo los honores y le preguntó si podía serle útil de algún modo.

Ruegra, sin perder tiempo, rechazó la oferta y ordenó:

—Quiero verificar las condiciones de los prisioneros políticos de la guerra contra el Sexto Planeta. Me gustaría hablar con el de mayor rango entre ellos.

—¿Con el general Wof?

—Sí, exacto. ¡Traédmelo!

—Sí, señor.

El comandante hizo un gesto con la cabeza a dos guardias y, unos minutos después, regresaron a la sala con un hombre que, a pesar de no estar ya en la flor de la vida, con el cuerpo cansado y fatigado, conservaba la mirada orgullosa e indomable del guerrero que nunca había sido derrotado.

—Dejadnos solos —ordenó Ruegra.

Se quedó a solas con el que había sido su enemigo de ingenio más aguzado. Recordó que, durante las batallas, gracias a su habilidad estratégica y con pocos sistianos (así es como se conocía a los habitantes del Sexto Planeta) bajo su mando, consiguió echar por tierra los presagios que le daban ya por vencido.

Dudó un momento antes de dirigirse a él. Había meditado varias estrategias durante el largo viaje, sabía que era poco probable que pillara a su oponente desprevenido. Había llegado el momento de decidirse por una de ellas y comenzar la escaramuza verbal.

Optó por utilizar la adulación, esperando que la vejez y el cansancio hubiesen abierto una vía hasta la vanidad.

—Saludos, Wof, puedo decir que no te encuentro mal, a pesar de no estar recibiendo el mejor de los tratos. He dispuesto, pero, que te traigan libros y conocimientos.

—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos —dijo Wof, mirándole fijamente con sus profundos ojos negros—, ¿qué te trae a este lugar olvidado por la luz, donde la oscuridad es soberana?

—He venido a hablarte de mi padre. De niño, recuerdo haberle oído fantasear sobre un pergamino cuyos secretos tú conocías. Ahora que me hago mayor pienso en él y me pregunto qué había de cierto en esa historia.

Wof trató de disimular su sorpresa acariciando sus rizos, ahora blancos, que rodeaban su rostro oscuro como el ébano.

—La historia que te contó tu padre es cierta, pero, al parecer, no creyó que pudieses estar a la altura de conocer los detalles. Él también era conocedor de los secretos de los que hablas —Ruegra puso cara de asombro, su padre había insinuado muchas veces ese misterio, pero nunca había querido ahondar en él—. ¿Qué ocurre, general, te estás preguntando por qué nunca te lo reveló?

—Tal vez mi corta edad y mi impulsividad hacían de mí un mal interlocutor.

—Más bien diría que las características que siempre te han distinguido son el ansia de poder y de victoria.

—El poder es indispensable para mantener el orden y la estabilidad —señaló el general levantándose impaciente.

—Tu fe se basa en el orden al servicio de un solo individuo y de la estabilidad de una sola tribu —replicó Wof.

Ruegra comenzó a caminar nervioso, hacía rato que había perdido la paciencia, pero sabía muy bien que ni la tortura ni el chantaje servirían de nada con el hombre sentado frente a él; su única esperanza pasaba por ganarse su confianza.

Jugó su última carta y dijo mintiendo:

—Sabes que sentía un gran respeto por mi padre, cuando era niño decías que me parecía a él, te veía como un maestro, así pues...

—¿Qué te hace pensar que voy a revelarte cómo encontrar el pergamino? La pureza del niño que había en ti se desvaneció rápidamente, Ruegra, y el deseo de destacar ha dado paso al hambre de poder —dijo sin apartar los ojos de él.

—Ya no soy el anic que recuerdas de la guerra, ahora soy capaz gestionar el poder con ecuanimidad. Mi padre se equivocó al no contármelo todo —escupió el general en un ataque de ira.

—Si has acudido a mí, es porque no eras digno de su confianza. ¿Qué padre oculta sus conocimientos a su hijo? Cuánta amargura debió haber en su gesto, ¿quién te conocía mejor que él y quién soy yo para revelártelo todo, ignorando desconsideradamente su decisión al respecto? Como ves, no puedo más que respetar su voluntad para honrar así su memoria —profirió Wof levantándose para despedirse de su verdugo.

El general no conseguía sacarse esa escena de la mente. Con el vaso en la mano seguía mirando al vacío en aquella calurosa tarde bonobiana.



A la mañana siguiente, Ruegra inspeccionó personalmente los trabajos realizados para sustituir el módulo destruido por el asteroide.

Mastigo había llevado a cabo la tarea a la perfección y sus mecánicos, como siempre, habían hecho un excelente trabajo de recolocación. Zarparon a la hora prevista camino de casa.



Los días pasaban lentamente a bordo. Ruegra tenía mucha prisa por volver, pues temía conspiraciones, a pesar de que su hermano, a quien había dejado al mando del planeta en su ausencia, le mandaba asiduamente informes completos de la situación que no daban motivos para temer nada. Carimea era una maraña de razas, varias tribus le disputaban a los anic la primacía del liderazgo, pero, durante el ya largo gobierno de Ruegra, este había conseguido eliminar a los innumerables oponentes. Había sido fundado por grupos de varios sistemas solares, la mayoría de ellos eran aventureros en busca de fortuna o exconvictos buscando una patria donde empezar una nueva vida. Solo una pequeña fracción de ellos eran originarios del planeta. Estas poblaciones locales habían sido brutalmente subyugadas y aisladas.

En el camino de vuelta, sentado en la butaca del puente de mando, reflexionaba sobre las palabras de Wof. «Mi padre lo sabía», se repetía a sí mismo.

De pronto, recordó cómo su padre se alejaba con frecuencia durante los periodos de caza o en aquellos momentos que precedían a la guerra, y que el destino que frecuentaba con más asiduidad era la tierra de los bonobianos y, en particular, el mar del Silencio.

Mientras estos pensamientos le atravesaban la mente, sintió como si le hubiera golpeado un rayo: ¿cómo no se había dado cuenta antes?. Tenía que haber algo o alguien allí que pudiera proporcionarle información sobre el pergamino.

Relacionó esta idea con el informe de Mastigo sobre aquella nave comercial, quizás alguien se le había adelantado.

Ordenó un cambio de rumbo inmediato. Regresaban a Bonobo.



Mastigo, asombrado por el regreso, se precipitó hacia la nave para anticiparse a su comandante en jefe.

—Mi saludo es para el más invencible de los carimeanos. General, ¿qué ha provocado este regreso repentino?

—He estado pensando sobre el aterrizaje de la nave comercial, esto me ha impulsado a volver a ocuparme de la situación yo mismo.

—Una vez más no se ha equivocado; al ver que mis informantes no regresaban, decidí acercarme al lugar. He descubierto que han sido eliminados por los intrusos.

Ruegra esperó por un momento que, conociendo las costumbres de su gobernador, este no hubiera destruido cualquier posibilidad de recibir información.

—No ha quedado nada —informó Mastigo de inmediato, tan complacido como un niño sádico que tortura a sus pequeñas presas.

Ruegra contuvo las ganas de saltar sobre su interlocutor y le preguntó qué había pasado con la tripulación de la nave comercial.

Mastigo respiró hondo, consciente de no estar dando buenas noticias.

—No hemos conseguido encontrarlos. Deben haber huido.

—¡No solo has destruido todas las pruebas, sino que has dejado escapar a la tripulación! ¡Te has comportado de manera negligente! ¡Llévame al sitio!

Inmediatamente, pensando que no era conveniente que Mastigo supiera lo que andaba buscando, se corrigió:

—Prepárame un escuadrón. Iré sin ti.


Capítulo segundo



Sobre sus cabezas colgaba una espada de piedra



—Preparémonos, no creo que nos reciban con flores —exclamó Oalif, el más ocurrente del grupo.

Este estaba formado por miembros de los cuatro planetas que se oponían al dominio de Carimea y habían sido seleccionados por su historial y sus capacidades psicofísicas. Juntos formaban un equipo capaz de afrontar cualquier misión, ya sea desde un punto de vista físico como estratégico. Su tarea consistía en defender la paz, no solo militarmente, sino también mediante acciones de inteligencia y coordinación entre los distintos pueblos.

El Consejo de la Coalición de los Cuatro Planetas les había concedido el título de tetramir en virtud del cual los distintos gobiernos les reconocían una cierta autoridad y otras atribuciones extraordinarias hasta la consecución de su objetivo.

La pequeña nave comercial cruzó los grandes anillos grises de Bonobo y se dirigió al mar del Silencio.

Este tipo de naves, diseñadas para transportar carga, tenían forma de paralelepípedo con un frontal biselado para darle un mínimo de aerodinámica y unas pequeñas alas plegables solo necesarias para salir de la atmósfera. Tenían un enorme portón trasero que se abría como una flor, en tres secciones, y servía para cargar y descargar las mercancías. Lentas y aparatosas, podían aterrizar y despegar perpendicularmente al suelo sin necesidad de espacio para maniobrar, como, por el contrario, ocurría con todas las demás naves.

—Identifíquense —sonó a través de la radio la voz metálica de los centinelas del planeta.

—Somos comerciantes, señor —respondió Oalif.

—Lo vemos, pero ¿quién está a bordo y qué transportan? ¿Traen la licencia?

—Séptimo de Oria, señor.

—¡Número de licencia! —insistió el centinela.

—34876.

—No aparece en nuestra lista. Cambien de rumbo inmediatamente, no tienen permiso para aterrizar en esa zona.

—La señal es débil, señor, no le oigo. Número de licencia 34876 —repitió Oalif fingiendo no oír.

—¡Permiso para aterrizar en la zona denegado!

—No hay recepción, señor —insistió el bonobiano y, seguidamente, se dirigió a sus compañeros de tripulación—: ¡Estamos dentro, muchachos! ¡Estamos atravesando la niebla del mar del Silencio!

Oalif, piloto experimentado y gran conocedor de su planeta natal, era bonobiano, pero no se ajustaba a los cánones de sencillez y mansedumbre que normalmente se atribuyen a esta raza. La tribu a la que pertenecía nunca se había doblegado ante los anic y por ello había pagado un alto precio. Durante la última gran guerra, tras perder el control del planeta, se vieron obligados a exiliarse y, acogidos por los planetas de la Coalición, intentaban organizar la rebelión interna para reconquistar el planeta.

El cuerpo de Oalif estaba cubierto de pelo negro, que dejaba entrever una piel blanca. El contorno de sus ojos verdes y de sus pómulos estaba desprovisto de pelo, tenía una espesa barba terminada en punta, que le llegaba al pecho, y el pelo, largo, recogido en una cola en la nuca.

Oalif era perfecto para esta misión, pero desgraciadamente tendría que permanecer a bordo para no atraer miradas indiscretas. De hecho, se encontraba en busca y captura, su aspecto era ampliamente conocido y no podían saber con quién o con qué se encontraría el grupo.

La pequeña nave aterrizó en un claro verde y soleado, atravesado por un gran río de aguas poco profundas y transparentes que permitían ver el fondo compuesto por una gran variedad de piedras de vivos colores, como si de un cuadro impresionista se tratara.

—La mejor manera de ocultar algo es a la vista de todos. Oalif, en cuanto bajemos activa los paneles de mimetización y, gracias, has estado magnífico —le felicitó Ulica, la euménide.

—Este lugar es increíble. La niebla que lo rodea, una vez dentro, se desvanece y los rayos de KIC 8462852 calientan como en pleno verano —señaló Zaira, la oriana, justo a la salida de la nave.

—Vamos. Tenemos poco tiempo para encontrar un refugio antes de que anochezca. Mastigo no nos dará mucho tiempo para encontrar el monasterio —ordenó Xam, el cuarto miembro del grupo, originario del Sexto Planeta.

—Caminemos a lo largo del río —sugirió Zaira—, el bosque que lo rodea nos cubrirá mientras calculamos la mejor ruta.

Se adentraron en la vegetación. Xam y Zaira encabezaban la marcha mientras Ulica calculaba la dirección más adecuada para llegar a una aldea bonobiana donde contaban con refrescarse y conseguir información sobre el monasterio de Nativ, su objetivo.

Xam, guerrero del Sexto Planeta, humano, se había distinguido por su valor y humanidad durante las últimas guerras.

Era un joven alto, con un físico escultural, con la piel clara y el pelo, rizado y corto, tan negro como sus ojos y con unos labios carnosos ocultos bajo una espesa y rizada barba. En su ajustado pantalón corto llevaba un cinturón multiusos de alta tecnología diseñado por su pueblo para hacer frente a situaciones de defensa o de supervivencia. El resto de su cuerpo estaba cubierto por un gel utilizado por los sistianos para mantener una temperatura corporal estable en cualquier condición meteorológica.

Zaira, de su misma edad, era originaria de Oria, el planeta con la atmósfera reducida, su cuerpo estaba cubierto por una coraza natural de color marrón empezando por la frente y extendiéndose a lo largo de toda la espalda hasta la cola. Este era el rasgo distintivo de su raza. Una corta y espesa cabellera blanca cubría el resto de su cuerpo a excepción del rostro, de rasgos humanos, en el que destacaban sus hermosos ojos de color gris verdoso. De la frente, a ambos lados de la coraza, le nacían dos larguísimos mechones de pelo blanco que se ataba detrás de la cabeza y que terminaban en una trenza que le llegaba a los hombros.

Ulica, la más joven del grupo, científica y matemática de alto nivel, era originaria de Euménide. Estilizada y elegante, su cuerpo estaba cubierto por un velo natural, de color aguamarina, transparente como las alas de una mariposa.

Cuando abría los brazos, desplegaba unas auténticas alas que le permitían planear. Unas finas lenguas de seda, enroscadas en el dorso de ambas manos, como si de un adorno se tratara, se estiraban a voluntad a modo de lazo o látigo.

La búsqueda se prolongó más de lo previsto debido a un mal funcionamiento del detector de posición causado por los habituales efectos extraños que el mar del Silencio solía causar en los aparatos electrónicos. Este incidente los hizo alejarse del río, apartándolos del camino y provocando un retraso de varios días en su planificación.

Finalmente, se dieron cuenta del problema y regresaron sobre sus pasos para continuar caminando a lo largo del río hasta que descubrieron un claro. Sus ojos divisaron una serie de pequeñas cabañas dispuestas en círculo con una especie de asador en el centro que utilizaban para cocinar la caza en comunidad. Las paredes estaban hechas de gigantescos troncos de bambú atados entre sí y revestidos de barro y hierba. Los techos, de hojas de palma entrelazadas, tenían un agujero en el centro con una cubierta cónica en la parte superior que hacía las veces de chimenea.

Para su sorpresa, se dieron cuenta de que el pueblo se encontraba más cerca del lugar donde habían aterrizado de lo que imaginaban.

Sus habitantes, al ver a los forasteros, corrieron a refugiarse metiéndose en sus casas; parecían bolas de billar golpeadas por la bola blanca al inicio de una partida.

Se encontraban frente a una de las pocas tribus bonobianas que no se había doblegado a la voluntad de los anic, refugiándose en aquel lugar inaccesible.

No habían pasado inadvertidos a la vigilancia de los centinelas; apenas pasados unos momentos, aparecieron ante ellos guerreros armados con lanzas.

—Hemos venido en son de paz —se apresuró a decir Xam.

—Nosotros también queremos la paz —dijo el más corpulento de los guerreros, probablemente el líder—, ¡por eso os exigimos que os marchéis!

—No buscamos problemas, necesitamos vuestra ayuda. Oalif nos ha hablado de vuestro valor.

—Oalif nos abandonó hace muchos años. ¿Qué habéis venido a hacer?

—Buscamos el monasterio de Nativ.

—¿Por qué?

—Estamos aquí en una misión de paz que afecta a todos los pueblos.

—Muchos invocan la paz, pero finalmente solo traen la guerra.

—Pero nosotros, como puedes ver, no somos anic. Soy Xam, uno de los tetramir, puede que hayas oído hablar de nosotros...

—¿Xam, del Sexto Planeta?

Xam asintió.

—Id a buscar al sabio —ordenó el guerrero corpulento.

Xam no se esperaba ver salir de una de las cabañas a un compañero de tantas batallas. Lo llamó por su nombre:

—¡Xeri! Así que aquí es donde te habías metido. Pensé que te habían hecho desaparecer.

—¿Xam? ¿Qué haces aquí, amigo mío? Solo mi alma de combatiente ha muerto; he visto caer a demasiados amigos jóvenes.

—Me alegro de verte —exclamó Xam abrazando a su viejo amigo.

—Yo también, pero ¿qué te trae por aquí? ¿Dónde está Oalif?

—Si hubiera sabido que estabas aquí, no habríamos podido mantenerlo en la nave. Buscamos el monasterio de Nativ.

—Entonces, no os hará falta ir mucho más lejos, solo tenéis que alzar la vista; se encuentra en la isla flotante.

El tetramir miró al cielo y vio que, justo por encima de sus cabezas, colgaba una enorme espada de piedra con árboles en la parte superior que ocultaban la vista del interior de la isla.

—¿Cómo podemos alcanzarla?

—No está tan cerca como parece, no te equivoques. Hasta el momento nadie ha sido capaz de llegar a ella. Muchos lo han intentado sin éxito —continuó Xeri—. La distancia que te separa de la isla siempre es la misma, no importa cómo intentes llegar a ella, es como si estuviera en otra dimensión. Mira a tu alrededor, no proyecta ninguna sombra en el suelo.

Antes de que pudieran volver la mirada hacia su amigo, un siseo les llamó la atención. Vieron a Xeri caer al suelo, Xam se apresuró a ayudarlo, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde.

—¡Todo el mundo a cubierto! —gritó.

—¡A las armas! —gritó el guerrero líder.

De nuevo, las bolas de billar se dispersaron, pero esta vez las troneras se encontraban en la maleza de la selva.

Se desató una batalla. Los soldados de Mastigo habían llegado más rápido de lo previsto. Algunos de los niños de la aldea se habían quedado petrificados por el miedo en el centro del pueblo.

—Tenemos que hacer algo —dijo Xam, pero aún no había terminado la frase cuando la oriana ya se había abalanzado sobre ellos para protegerlos con su coraza.

Xam cubrió sus movimientos abriendo fuego, mientras que Ulica, después de trepar rápidamente a un árbol gracias a sus sedosas extensiones, se deslizó silenciosamente sobre los soldados de Mastigo ocultos entre la vegetación, como un halcón sobre su presa, y los abatió.

Una vez que hubo cesado el ataque, las mujeres se apresuraron a recuperar a sus niños de entre los brazos de Zaira, quien yacía herida en el suelo. Xam y Ulica corrieron hacia ella.

La plaza estaba vacía. Un fuerte viento se levantó, como un pequeño remolino dirigiéndose hacia el centro del pueblo sin destruir nada por el camino. Zaira, Xam y Ulica sintieron que sus movimientos se volvían más rígidos y, como si estuvieran inmovilizados por una especie magia, no consiguieron escapar de él. Dieron vueltas durante varios segundos antes de ser depositados sobre el borde de un saliente de la isla flotante.

Por un momento, Ulica se sintió suspendida en el vacío. La cabeza aún le daba vueltas como cuando, de niña, jugaba con sus amigos a dar vueltas cogidos de las manos hasta no poder más, pero se recuperó y empezó a buscar a sus compañeros de viaje.

Xam ya había encontrado a Zaira, que había perdido el conocimiento, y estaba junto a ella de rodillas. Sus ojos oscuros estaban llenos de tristeza. Xam siempre había sentido una debilidad por aquella oriana.

Ulica se acercó a ellos y, tan eficiente como siempre, comenzó a revisar a Zaira intentando saber qué hacer. Le tomó el pulso y dijo:

—Ritmo cardíaco lento pero normal, su cuerpo está tratando de minimizar el esfuerzo para recuperarse.

La giró lentamente para ver dónde la habían herido y le bajó la cremallera del vestido, que llevaba atado a la nuca, dejando la espalda al descubierto para permitir que pudiera revolverse si fuera necesario, y le rodeaba las caderas hasta medio muslo.

—Tiene una herida en el flanco derecho de la espalda. Afortunadamente es solo superficial; su armadura la ha protegido.

No había perdido mucha sangre. El láser había cauterizado parte de la herida, que no era muy profunda.

—No parece haber tocado ningún órgano vital, de lo contrario ya estaría muerta —continuó Ulica.

Xam la miraba con asombro; aquel hombre indomable que afrontaba las batallas sin un ápice de miedo o piedad por sus enemigos, acostumbrado a moverse en campos de batalla donde el horror de la guerra y la sangre eran algo habitual, no era capaz de decir palabra.

Asintió con la cabeza.

—Tenemos que encontrar un lugar para tratar la herida —sugirió Ulica.



Xam levantó en brazos a Zaira y se dirigió hacia lo que parecía un templo en la cima de una colina verde.

Tenerla tan cerca, junto con su olor, le trajeron recuerdos de cuando, siendo niños, Zaira lo rescató del cañón de los Cristales de Oria durante una de las pocas veces que había salido de la academia, la única familia que había conocido.

Durante las vacaciones, casi todos los amigos del curso volvían con sus familias. No todos los chicos tenían tanta suerte: algunos eran huérfanos (como Xam), otros se quedaban porque sus familias estaban demasiado ocupadas con sus propias ambiciones laborales y otros pertenecían a familias en las que la carga de trabajo realmente no les permitía volver. Se organizaban campamentos de verano para todos ellos y, a menudo, el destino era Oria.

Ese planeta poseía una atmósfera enrarecida debido a su pequeño tamaño, lo que comportaba, además, una baja fuerza gravitatoria. Todos los que no eran orianos tenían que llevar un pequeño compensador de aire para conseguir suficiente oxígeno, sin el cual se habrían sentido como si estuvieran en la cima de una montaña de más de ocho mil metros.

La estancia en el campamento de verano de Oria solía estar repleta de actividades, pero, al final de la jornada, Xam solía merodear por el campus, en cuyas inmediaciones se encontraba la granja del padre de Zaira. Fue allí donde se conocieron.

Fue durante aquel verano que su amistad se hizo más fuerte. Como a todos los adolescentes, les encantaba meterse en líos más o menos grandes. Ese verano, Zaira le contó sobre un lugar, que a ella le parecía estar encantado, sin revelarle toda la verdad. Mantuvo una parte en secreto para no arruinar la sorpresa y, sobre todo, le ocultó que era un lugar prohibido por los adultos debido a su peligrosidad.

Fue así como consiguió arrastrar a su amigo a esa aventura en el desierto. Le pidió a Xam que se pusiera las botas más pesadas que tuviera y le pidió que no trajera ningún amigo; quería que aquel lugar continuara siendo secreto.

Caminaron durante mucho tiempo. Xam no conseguía entender por qué, precisamente en ese día de calor tan abrasador, le había hecho ponerse esas malditas botas.

Zaira nunca había sido muy habladora, así que caminaron un buen rato en silencio hasta que Xam, cansado, le preguntó:

—¿Falta mucho?

—No seas aguafiestas, ya casi hemos llegado —respondió Zaira.

—Espero que valga la pena

—Ya lo verás. Solo nos falta llegar a la cima de esa colina.

—Entonces, ¡veamos quién llega primero! —gritó Xam echándose a correr.

Zaira corrió tras él tratando de detenerlo, pero Xam, emocionado por la carrera, no la escuchó.

Finalmente, consiguió placarlo en la cima del saliente.

Xam, tumbado boca abajo en el suelo, asombrado, se volvió hacia ella:

—¿Por qué te me has echado encima?

—¿Es que no has visto nada? —dijo Zaira señalando con el dedo—. ¿Quieres caerte ahí dentro?

—¡Vaya!, tenías razón, ¡es increíble!

Ante los ojos de Xam se abría un paisaje fantástico; un enorme cañón se extendía frente a ellos.

No era muy ancho, pero no se podía ver el fondo. Las paredes tenían unas difusas tonalidades horizontales brillantes y, cerca de la parte superior, el color era claro y dorado como la arena. Cuanto más se perdía la mirada hacia las profundidades, más se difuminaba el tono hacia al rojo granate. El cañón estaba dividido en dos zonas: una, más alejada de ellos, repleta de cúmulos de cristal de amatista que reflejaban el color de la roca y la otra, llena de grandes flores con forma de cáliz en las que podían acomodarse perfectamente dos personas. Los cálices se movían incesantemente, como si de un fuelle tratara, para permitir a la planta tomar el máximo oxígeno posible, resultando en una especie de baile coreografiado.

Xam, que observaba aquel espectáculo con asombro, sintió como si su cuerpo fuera más ligero que de costumbre. Notó, además, como todas esas correrías le habían dado hambre.

—Bueno, este parece un buen lugar para tomar un aperitivo. Espero que hayas traído alguna que otra delicia en tu mochila.

—Siempre pensando en comer —sonrió Zaira mientras sacaba una cuerda de su mochila, se sentaba en el suelo, se quitaba las botas y las ataba a unos arbustos, tras lo cual se acercó al cañón.

Xam no se dio cuenta de lo que pretendía su amiga.

Ni siquiera había tenido tiempo de preguntárselo, cuando vio a Zaira lanzarse al vacío. El terror le asaltó y corrió al borde del precipicio para averiguar qué había sido de ella.

Se asomó al saliente y vio a Zaira riendo y revoloteando.

En ese instante le hubiera gustado matarla por el miedo que le había causado, pero, al mismo, tiempo se sentía aliviado y feliz de verla.

Zaira se acercó rápidamente al borde del acantilado y aterrizó cerca de Xam.

—¡Menudo susto me has dado! Pensé que te habías espachurrado contra las rocas. ¡Podrías haberme avisado! —dijo ligeramente enfadado.

—Si te lo hubiera dicho, me hubiera perdido tu cara. ¡Deberías haberte visto! —rio divertida.

—¡Qué valiente! —respondió Xam irónicamente, sintiendo que le acababan de tomar el pelo.

—Lo siento, no quería asustarte —añadió Zaira, entendiendo que, tal vez, había ido demasiado lejos.

—No importa, ¿qué haces con esos botes de aire comprimido en la mano? —preguntó Xam sonriendo, pensando en que, en realidad, no era capaz de enfadarse con ella.

Eran botes de aire comunes, muy utilizados en Oria para limpiar la arena que se acumulaba en los radiadores de los vehículos.

—Sirven para conseguir el impulso final necesario para volver a entrar. El aire comprimido me ayuda a acelerar y a superar el pequeño aumento de la atracción gravitatoria cerca de la cornisa.

—¿Cómo consigues volar?

—¡Magia!

—¡Venga! No digas tonterías.

—La verdad es que, en este punto del cañón, la suma de una atracción gravitatoria tan baja y las corrientes ascendentes creadas por las flores gigantes es lo que permite volar. Vamos, quítate las botas y sígueme.

—¡Estás loca! —exclamó, aunque sabía que no podría resistirse a volar con ella.

—Es importante mantenerse alejado de la zona de los cristales. No tendrás miedo, ¿verdad? —se burló tratando de herir el orgullo de su amigo.

Xam se sentó en el suelo, se quitó las botas y las ató junto a las de Zaira. En ese momento, se dio cuenta de que estaban flotando. Sin ellas se sentía aún más ligero y apenas podía mantener los pies en el suelo.

—Métete esto en los bolsillos —dijo la oriana entregándole dos botes que había sacado de la mochila—. Será la primera vez que volemos juntos.

Se acercaron al límite del acantilado cogidos de la mano y, sin dudarlo, como solo unos niños son capaces de hacer, se lanzaron.

Volaron juntos durante un tiempo, hasta que Xam se familiarizó con la técnica de vuelo. Fue en ese momento cuando Zaira le mostró otra sorpresa.

Arrastró a Xam junto a una de las flores, que acabó por aspirarlos. Cayeron sobre una suave alfombra de estambres perfumados. Las flores, de color azul intenso en el exterior, eran amarillas o rosa claro en el interior con enormes estambres anaranjados. Xam ni siquiera tuvo tiempo de sorprenderse cuando ambos volvieron a ser delicadamente expulsados de la flor. Los dos amigos comenzaron a reírse a carcajadas.

Zaira intentó explicar, entre risas, que del interior de la flor emanaba una esencia euforizante.

Xam se sintía ya preparado para volar solo y soltó la mano de Zaira que había mantenido fuertemente sujeta hasta ese momento.

Estaba divirtiéndose como nunca antes y no paraba de entrar y salir de las flores.

Zaira trató de acercarse a él, se había olvidado de decirle que no debía excederse, pues el fluido euforizante podía hacerle perder el contacto con la realidad.

No tardó mucho en ocurrir, Xam había perdido el control y se acercaba peligrosamente a la zona prohibida.

Zaira decidió que debía intervenir antes de que fuera demasiado tarde; las aristas de los cristales de la pared podrían matarlo. Sin embargo, Xam se movía a la misma velocidad que ella, por lo que le resultaba imposible alcanzarlo, así pues, sacó los botes de los bolsillos y los utilizó para acelerar. Finalmente, alcanzó a su amigo, que reía sin ser consciente del peligro, pocos instantes antes de que se estrellara contra la pared y lo apartó.

Lo llevó de vuelta a la zona de las flores y no volvió a soltarlo hasta el final del vuelo. En cuanto estuvieron en la corriente ascendente adecuada, le tomó sus frascos de aire comprimido y, sosteniéndolo entre sus brazos, lo llevó de vuelta a la seguridad del borde del cañón.

Se dieron cuenta de que habían puesto en rriesgo sus vidas, pero no podían dejar de reír. Se tumbaron en el suelo, el uno junto al otro, y esperaron, henchidos de felicidad, a que se les pasara el efecto de aquel fluido estimulante antes de volver a casa.


Capítulo tercero



Los pliegues resultantes eran los ojos y la boca de aquel ser



Ahora era Zaira quien estaba en peligro y la distancia que los separaba de la cima de la colina de Xam parecía eterna. Allí se erigía una cúpula blanca, parecida a una colmena, con unos espejos hexagonales que rodeaban todo el edificio y reflejaban la luz del sol de manera cegadora.

Cuanto más se acercaban al monasterio, más sensación de serenidad se instalaba en sus corazones.

Xam, agotado por el peso de su compañera, siguió caminando. Una vez alcanzado el templo, descubrieron un arco abierto que conducía al interior.

En cuanto estuvieron dentro, el cuerpo de Zaira se levantó, flotando, de entre los brazos de Xam, quien no se resistió, pues sentía que no había ningún peligro en lo que estaba sucediendo.

Fue transportada hacia un largo corredor para desaparecer lentamente de su vista.

Cientos de esbeltas columnas laterales sostenían una inmensa bóveda transparente que miraba al universo, como si el monasterio se encontrara flotando en el espacio, Ulica y Xam vieron al final de aquel pasillo a un extraño ser de inusuales formas y decidieron acercarse.

El cuerpo, de color púrpura grisáceo y más o menos cilíndrico, estaba formado por la cabeza y por cuatro secciones con dos piernas cada una, en la cara predominaba lo que parecía una nariz en forma de trompeta que algo o alguien hubiera empujado con fuerza hacia dentro, los pliegues resultantes eran los ojos y la boca de aquel ser. Su cuerpo no era más grande que un saco de harina.

—Siento en vosotros una energía positiva. Perdonad que os haya arrastrado hasta aquí, pero el gesto de vuestra compañera me ha conmovido.

—El gesto de nuestra compañera no nos ha sorprendido, pues conocemos su generosidad. No debimos arrastrar a esas criaturas indefensas a una pelea, perdimos demasiado tiempo vagando por la selva, lo que permitió a Mastigo adivinar hacia dónde nos dirigíamos y traer a sus guardias a ese lugar apacible y sereno. Fue un error imperdonable —explicó Ulica.

—Habría sido imposible que los tetramir llegaran tan lejos sin involucrar a esas pobres criaturas en una pelea.

—¿Cómo sabes quiénes somos?

Intentó preguntarle Ulica, pero Xam la interrumpió bruscamente mientras la agarraba instintivamente del antebrazo:

—¿A dónde has llevado a Zaira? —preguntó al monje, aunque estaba convencido de que nada malo podría sucederle a su amiga en aquel lugar.

—No te preocupes, está a salvo. Se está recuperando. Estará con nosotros en breve.

La respuesta le pareció vaga, pero seguía inundado por esa sensación de bienestar y serenidad.

—¿Cómo sabes quiénes somos? —repitió Ulica tratando de entender a quién tenía delante.

—Soy Rimei —dijo el ser sin prestar atención a la pregunta—. Y estoy aquí para meditar. Vuestras almas y vuestras acciones, incluso la belleza de la euménide, cuyo nombre se me escapa —pareció reírse con satisfacción de su propia ocurrencia—, han conseguido captar mi atención después de trescientos años.

—Ulica. —Su rostro dulce no pareció inmutarse ante tal cumplido.

Esbelta y menuda, sabía que era muy hermosa y no lo ocultaba, la población de la que era originaria no era propensa al galanteo, ni tampoco a ocultar sus opiniones o emociones. Se reproducían, como las mariposas, a partir de una crisálida cuyo capullo indicaba el color de la criatura que iba a nacer. Las euménides podían adquirir varios colores, todos en tonos pastel.

Ulica formaba parte de una nueva generación creada genéticamente. En su planeta, un extraño suceso provocado por la última gran guerra, que aún estaba siendo estudiado por los más avezados geólogos, había provocado un ligero desplazamiento del eje, creando desequilibrios medioambientales y del campo magnético que habían tenido como consecuencia la eliminación de la población masculina.

Para evitar la extinción de la especie, las euménides habían recurrido a la multiplicación in vitro de los genes masculinos para poder utilizarlos en la inseminación artificial.

Solo creaban embriones femeninos para evitar el nacimiento de otros machos que habrían acabado abocados a una muerte segura. Nunca dispuestas a doblegarse ante la derrota, buscaban en su ADN el gen que les había permitido sobrevivir para implantarlo en el ADN masculino a fin de hacerlo invulnerable a las nuevas características medioambientales de Euménide.

—Todavía no me has dicho cómo sabes quiénes somos —le repitió Ulica al monje.

—Es porque veo muchas cosas. Llevo mucho tiempo esperando a que vengáis a hacerme estas preguntas.

—¿Qué preguntas? —interpeló Xam confundido mientras acariciaba su espesa y rizada barba negra.

—Sobre la Kirvir —se anticipó Ulica —. ¿A qué te referías hace un momento? —preguntó dirigiéndose al monje —¿Qué es lo que puedes ver?

—Puedo ver todo lo que sucede en cada planeta, pero, a menudo, la información se queda conmigo por poco tiempo.

—¿Cómo de poco?

—Depende de la información, a veces se queda para siempre, a veces no más de un día o unas horas.

—¿Qué puedes decirnos sobre la Kirvir? —preguntó Xam.

—La Kirvir lo es todo: nos rodea; nos une y nos divide; si se la estimula, se transforma; parecería que se puede controlar, pero en realidad es muy escurridiza; puede ser sabia o terriblemente peligrosa.

—No nos dices nada nuevo —comentó Ulica.

—Eso es porque no hay nada nuevo, todo está ya a nuestro alcance —respondió el monje—, solo hay que dejar que ella nos guíe en la dirección correcta.

—Si eres capaz de verlo todo, ya sabes cuál es nuestro propósito. Ayúdanos a controlarla, de ese modo podríamos restablecer el equilibrio —declaró Xam.

—Está claro que deseas ayudarnos —señaló Ulica—, de lo contrario no nos habrías traído hasta aquí. La pregunta es cómo.

—No tengas prisa, mi apreciada Ulica, he esperado tanto tiempo este momento; hace trescientos años que no hablo con nadie, no me quites el privilegio de la conversación. El tiempo es una dimensión de los vivos, no de la Kirvir. Después de todo, la decisión de traeros aquí ha sido largamente ponderada.

—Pero nosotros vivimos en nuestro tiempo y tenemos una responsabilidad sobre otros como nosotros. La guerra es inminente —afirmó Xam.

—Os quedaréis aquí cuanto haga falta si es que queréis respuestas a vuestras preguntas. No depende de mí, La Kirvir decidirá el tiempo necesario para mostraros el camino.



A los tetramir les había parecido que solo habían pasado unos minutos, cuando vieron a Zaira aparecer por un largo pasillo de luz.

Xam caminó rápidamente hacia ella tratando de ocultar sus emociones.

—¿Cómo estás? —le preguntó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Zaira.

—Te hirieron, ¿lo recuerdas? —dijo Xam ofreciéndole el brazo para que se sujetara a él.

—Estoy bien, no te preocupes —le tranquilizó la oriana aceptando su ayuda—. Lo recuerdo, pero ¿dónde estamos?

—Estamos en el monasterio, en la isla flotante.

—¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

—Tu gesto de sacrificio ha conmovido al monje quien nos ha transportado a la isla con la ayuda de un remolino de viento.

—Luego, Xam te ha traído en brazos hasta el monasterio —añadió Ulica.

—Gracias —respondió Zaira fijando sus ojos en los de Xam, quien los bajó avergonzado—. Tengo la sensación de que han pasado meses desde la herida en la espalda.

—Así es —intervino Rimei —te hemos llevado y cuidado en la cámara del tiempo para que tu recuperación se acelere. Simplemente te sentirás unos meses más vieja.

—Gracias —dijo Zaira, quien siempre había sido de pocas palabras.

Ulica tomó la palabra:

—Cuéntanos más sobre la Kirvir, es decir, sobre la energía que se desencadena durante las alineaciones, nos gustaría utilizarla en nuestro provecho y evitar así las guerras de conquista que se desatan durante esos periodos.

—Manipular la Kirvir es difícil, pero antes de hablarte de eso, debo hablaros sobre ciertos sabios —prosiguió el monje—, sabios que, como vosotros, también buscaban la paz. Se reunieron para entender su funcionamiento. Cada uno de ellos conocía un detalle del secreto y, gracias a la unión de sus fuerzas, consiguieron reconstruir el comportamiento de los fenómenos a través de los que se manifiesta transcribiéndolos en un pergamino.

En ese momento, Xam, asombrado, le preguntó:

—Entonces, el pergamino en sí, ¿no posee ningún poder?

—Así es —continuó Rimei—, pero es imprescindible conocerlo para manipular la Kirvir. Lo que es indispensable, en cambio, es el ser que pueda encauzarla. Ha estado ahí desde el inicio de los tiempos, su esencia es tenue e inconsciente, nada puede destruirlo, puede desvanecerse y volver a nacer, y tiende a respaldarse en un guardián. Se le conoce como Tersal. Existen, además, seis objetos que interactúan con el ser. La razón por la que la Kirvir es tan poderosa durante las alineaciones es por la proximidad de todos estos elementos al Tersal.

Los sabios se pusieron a buscar estos objetos, que se encontraban en seis de los planetas del sistema solar. Una vez localizados, los sabios trataron de convertir en realidad lo que habían documentado en el pergamino, pero se lo impidió una de las más terribles guerras de alineación desatadas en aquella época. Así pues, tras comprobar que no podrían reunirlos, cada uno de ellos escondió el objeto que poseía en su propio planeta para evitar que cayera en manos del enemigo. Como sabéis, cíclicamente, algunos,o todos, los planetas de nuestro sistema solar, al recorrer sus órbitas, pueden acabar alineados, ya sean alineaciones parciales o totales. Cuantos más planetas estén implicados, mayor será la influencia de la Kirvir, provocando extraños fenómenos físicos y afectando a la estabilidad emocional de sus habitantes. Por supuesto, todo esto alcanza su punto culminante con una alineación total. La proximidad de los planetas, asociada a estos fenómenos, ha alterado los ánimos en diversas ocasiones y ha desencadenado guerras entre razas. Con el paso del tiempo, la conciencia de muchos de los pueblos ha evolucionado y han madurado los conceptos de paz y estabilidad, así como el derecho de cada raza a vivir según sus propias costumbres y tradiciones. Esto propició el nacimiento de la Coalición que vosotros representáis. En este momento, solo quedan fuera Carimea y Medusa: uno porque está poblado por depredadores, el otro porque está en manos de una raza codiciosa que ha forjado su prosperidad sobre la sangre y la explotación.

—¿Dónde se encuentra el pergamino? —preguntó Ulica.

—No sé dónde está, pero puedo decirte quién fue su último propietario, su nombre es Wof.

—¿Wof? ¿El héroe del Sexto Planeta? —preguntó Xam.

—Sí.

—¿Lo conoces personalmente? —preguntó Ulica, dirigiéndose a Xam.

—Era mi comandante cuando empecé a combatir. Fue capturado durante una de las batallas más épicas; consiguió, con unos pocos hombres, retener estratégicamente a las fuerzas de los anic permitiendo que nuestros ejércitos pudieran reposicionarse y acabar ganando una guerra que parecía perdida.

—La información más reciente indica que se encuentra en la luna de Enas —apuntó Ulica—. Esperemos que siga allí, Ruegra lo transfiere con regularidad para evitar su liberación. Fue uno de sus peores adversarios.

—No será fácil liberarlo —comentó Zaira.

—¿Qué más puedes decirnos sobre el Ser? —preguntó Ulica.

—No sé dónde se encuentra el Tersal. Esa información se os revelará durante vuestra estancia en la isla si vuestros corazones son puros, pero puedo daros ciertas indicaciones sobre los objetos: son de uso común. Dentro de cada uno de ellos se encuentra incrustada una piedra, estas piedras provienen de una gran gema que constituía la Kirvir en todo su poder. Esta fue dividida al principio de los tiempos para evitar que una concentración tan grande de poder pudiera acabar en manos de una sola persona. Cada uno de ellos fue objeto de veneración hace ya mucho tiempo. Al no profundizar en el conocimiento de sus verdaderos poderes, que variaban o se desvanecían según la proximidad o la distancia entre los planetas, fueron cayendo en el olvido con en el paso tiempo. Sin embargo, quedaron bajo la custodia de quienes habían depositado en ellos su devoción.

—¿No puedes darnos alguna indicación más concreta? —preguntó Ulica.

—Se ha hecho de noche, lo mejor será descansar. Seguid los puntos de luz, ellos os mostrarán vuestras habitaciones.

De las extremidades superiores levantadas del sabio, surgieron tres copos de luz que se situaron frente a cada uno de ellos.

Fueron llevados a habitaciones separadas; celdas de monjes, con las paredes completamente blancas y amuebladas únicamente con una cama y un pequeño escritorio. Arriba, en el techo en forma de arco, una ventana hexagonal dejaba entrar la luz.

Ulica se situó frente al escritorio, se quitó el ordenador de la muñeca, el cual encendió y dejó sobre la mesa, al hacerlo, este proyectó el teclado horizontalmente y, perpendicular a él, la pantalla. Seguidamente, Ulica inició su pesquisa.

Xam se estiró sobre la cama y se durmió, agotado, al instante, mientras que Zaira se relajó y rezó antes de quedarse dormida.





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Siete planetas: En un sistema solar paralelo, los pueblos de siete planetas se ven inmersos en una carrera contrarreloj que decidirá su suerte. Los destinos de los protagonistas se entrelazan con el odio, el amor y la ambición, con la ciencia y el misterio, en un intento de gobernar o liberar a los pueblos del sistema solar Kic. Planetas, razas y culturas imaginarias y originales unirán sus fuerzas en fantásticas aventuras para oponerse al deseo de hegemonía de un fascinante enemigo.

Translator: Miquel Gómez Besòs

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