Книга - Atropos

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Atropos
Federico Betti






A todas las personas que no pueden esperar a leer estas historias.


El hombre descendió del autobús 19 en la plaza Bracci, en San Lazzaro di Savena, llegó hasta el quiosco, compró un ejemplar de Il Resto del Carlno y comenzó a hojear las páginas.

Se sentó en uno de los bancos que había en los laterales de la plaza para leer el periódico y no encontró ninguna noticia interesante: las primeras páginas estaban se ocupaban de los sucesos mientras que en el interior estaban aquellas dedicadas a la economía, además de las páginas locales con noticias relativas a la comarca boloñesa, a la ciudad y a toda la provincia.

Echó una ojeada incluso a los anuncios publicitarios sin encontrar ninguno interesante.

Dobló el periódico y, mientras lo mantenía debajo del brazo, se dirigió, desplazándose por la vía Emilia, en dirección a Ímola.

Llegó a la entrada del banco en el cruce con la vía Jussi, unos cientos de metros más adelante, empujó la pesada puerta principal de metal, después la segunda, y entró.

A aquella hora de la mañana había muy pocos clientes y a los pocos minutos de llegar consiguió presentarse en la primera ventanilla que quedó libre de las tres que estaban abiertas en ese momento.

“Buenos días”, lo saludó la empleada, “¿en qué puedo ayudarle?”

“Querría hablar con el director, si no está ocupado.”

“Como desee. ¿Tiene algún problema?” preguntó la mujer de la que emanaba un perfume afrutado tan fuerte que resultaba nauseabundo.

“No, no se preocupe. Pensaba solamente en la mejor manera de invertir y querría hablar con él, o con ella en el caso de que sea una mujer, para poder tomar una decisión.”

“Para estas cosas tiene a su disposición nuestros asesores financieros. Creo que usted podría hablar tranquilamente con uno de ellos: son todas personas muy capaces. A menos que usted desee expresamente intercambiar unas palabras con el director o tenga motivos muy particulares para hacerlo” explicó la mujer.

“Quiero hablar expresamente con el director.”


1

Aquel día, Davide Pagliarini volvía del gimnasio donde pasaba una o dos horas todas las tardes de la semana, excluido el fin de semana.

Vivía solo, en un edificio de apartamentos de vía Venecia en San Lazzaro de Savena.

Había tomado aquella decisión después de un año de noviazgo y de convivencia con su compañera. De común acuerdo habían dicho basta, no habrían podido vivir juntos para siempre porque, contrariamente a lo que habían pensado al comienzo, parecía que no estaban hechos el uno para el otro.

Ritmos de vida y puntos de vista demasiado diferentes con respecto a como se desenvolvía la jornada y el uso de los recursos monetarios.

Finalmente habían acertado al separarse y que cada uno recorriese su propio camino.

Llegó delante del portalón del edificio, subió las escaleras y entró en casa.

Su apartamento estaba en el primer piso de un edificio no demasiado alto e inmerso en medio del verdor de un jardín privado con plantas y árboles de distintas especies y un seto que delimitaba la propiedad.

Tenía al menos tres ventajas: la sombra que producían los árboles, que significaba un refugio a las altas temperaturas del verano, un toque de señorío al edificio y el hecho de que difícilmente una construcción con jardín en su interior atraía a los encargados de la distribución de publicidad.

Apoyada en el suelo estaba la bolsa de deportes que usaba en el gimnasio y que contenía, por lo general, una muda de ropa y todo lo necesario para la ducha, la abrió, y la preparó para el día siguiente, después decidió leer un poco.

Le gustaban las novelas de aventuras de autores como Clive Cussler, aunque hasta hacía unos meses había incluso leído thriller y, en general, historias repletas de suspense pero, después del accidente de tráfico en el que se había visto envuelto, había decidido que estas las dejaría apartadas de manera indefinida.

Había sido culpa suya, esto era innegable, y no podía perdonárselo: aquel acontecimiento, seguramente, había dejado una impronta en su cerebro.

Intentaba por todos los medios no pensar en ello, y a menudo lo conseguía pero, cuando menos se lo esperaba, volvía a atenazarlo aquel recuerdo.

Si tan sólo no hubiese tomado aquella pastilla…

Le había atraído la novedad. Le habían dicho “Verás cómo te sentirás. Te hará llegar hasta las estrellas. Pruébala: te la puedo dejar con descuento.”

Así que la había probado, diciéndose, sin embargo, que no lo volvería a hacer jamás. Era sólo por curiosidad, por comprender qué se sentía con aquellas cosas.

Recién salido de la discoteca, donde iba de vez en cuando para pasar un sábado distinto del habitual y con la esperanza de encontrar quizás personas nuevas, que habrían podido convertirse en amigos, o incluso una posible alma gemela, si bien sabía que sería necesario demasiado tiempo para instaurar una relación de ese tipo, había montado en su coche y se había preparado para regresar a casa.

Desde de la ingesta de aquella pastilla efervescente (bebe algo, le habían aconsejado) había transcurrido al menos una hora y, cuando Davide estaba sobre la carretera de circunvalación de Bolonia en dirección hacia casa, comenzó a entusiasmarse, a sentirse eufórico. Pisó a fondo el pedal del acelerador porque sentía la necesidad de descargar todo el entusiasmo de alguna manera y el resultado fue el esperado, pero no había considerado la posibilidad de imprevistos debido a una excesiva velocidad.

Se dio cuenta demasiado tarde del muchachito que estaba atravesando la carretera, sobre el paso de cebra, y le dio de pleno sobre el costado izquierdo tirándolo al suelo y llevándoselo por delante durante un centenar de metros.

No se había dado cuenta que estaban presentes sus padres y había huido sin pararse, con el cuerpo a tope de adrenalina.

Cada vez que recordaba aquel episodio, Davide Pagliarini cerraba los ojos con la esperanza de expulsar aquellos recuerdos insoportables y a menudo lo conseguía, pero no siempre.

Cuando se dio cuenta que era casi la hora de la cena, cerró la novela que estaba leyendo en ese momento, volviéndola a poner sobre la mesita del salón, y se preparó un plato de pasta.

La noche transcurrió tranquilamente y antes de la medianoche estaba ya durmiendo.


2

Mientras se despertaba por la mañana temprano para conseguir desayunar con un poco de calma antes de ir al trabajo, Stefano Zamagni no pensaba que aquella jornada iba a ser tan insoportable. Primero se duchó, después se preparó una taza de café, que acompañó con algunas rebanadas de pan tostado, después salió.

Llegó a la Central de Policía a las 8:30, después de media hora de carretera en medio del tráfico de vía Emilia en el tramo que conecta San Lazzaro de Savena, donde vivía, con Bolonia.

Odiaba las aglomeraciones en la carretera, sobre todo si son producidas por una masa de personas con prisas por llegar al trabajo.

¿Por qué no salen un poco antes?, se preguntaba de vez en cuando, pero sin encontrar nunca una respuesta lógica.

Llegó a la oficina, sobre su escritorio lo esperaban algunos mensajes, algunos de ellos escritos por él la tarde anterior, como recordatorio.

Los leyó rápidamente, a continuación los tiró a la papelera.

“¿Qué tal, inspector?”, le preguntó un agente que pasaba por allí.

“Bien, gracias”, respondió cordialmente. “¿Y usted? ¿Va todo bien?”

“Sí, gracias.”

“Perfecto. Le deseo una buena jornada, y esperemos que sea tranquila hasta la tarde.”

“Esperemos”, dijo el agente, marchándose.

Unos cuantos minutos después el capitán de la Sección de Homicidios se presentó en la oficina de Zamagni y, por la cara que traía, no era una visita de cortesía

“Buenos días Zamagni, le necesito”, dijo sin más preámbulos.

“¿Me debo preparar para lo peor?”, preguntó el inspector.

“Espero que no sea nada complicado, pero lo que sé es que será desagradable. Hemos recibido una llamada de una persona que dice que ha llegado a casa de su hija y que la ha encontrado sin vida.”

“Hubiera preferido comenzar el día de otra manera.”, dijo Zamagni, “¿Se sabe algo más? Quiero decir, con respecto a esta persona que ha llamado.”

“La señora ha dicho que había llegado a casa de su hija y que ésta no abría la puerta a pesar de que había tocado unas cuantas veces al timbre, así que la señora, que parece ser que tiene las llaves del piso, volvió a su casa, cogió las llaves y, cuando ha abierto la puerta, la ha encontrada tirada en el suelo de la sala de estar.”

“Comprendo.”, dijo Zamagni y, después de una pequeña pausa, añadió: “¿Por qué debería ser un homicidio? ¿No puede haber muerto por causas naturales? ¿Por un accidente?”

“No lo sé,” respondió el capitán. “Creo que lo mejor será ir hasta el lugar e intentar comprender algo sobre lo que ha ocurrido… La señora que ha telefoneado está esperando nuestra llegada y le he dicho que debe permanecer a disposición para cualquier cosa que necesitemos.”

“De acuerdo,” asintió Zamagni, “Ahora mismo voy a ver.”



La muchacha estaba todavía en la posición en que la había encontrado la madre, tirada por el suelo.

“No he tocado nada, se lo puedo asegurar,” dijo la señora después de que le mostrasen la placa de la policía, como para disculparse por cualquier cosa que hubiera podido hacer.

“Lo ha hecho muy bien,” le respondió Zamagni. “¿Me puede decir su nombre?”

“Chiara. Chiara Balzani,” se presentó. “Ella es mi hija” añadió volviéndose hacia el cuerpo de la muchacha, como si estuviese todavía viva.

“Entiendo. ¿Me podría decir también el nombre de su hija, si es tan amable?”

“Oh,… claro, me debe perdonar. Estoy todavía conmocionada por todo lo que ha sucedido. Se llama… se llamaba…. Lucia Mistroni.”

“Muchas gracias.”, dijo Zamagni, a continuación añadió: “¿Puedo saber el motivo por el cual no ha dudado en llamar a la policía? Me explico, la muerte podría haber sido debido a un infarto o alguna otra causa natural, ¿no?”. Y volviéndose al agente Marco Finocchi que lo acompañaba: “Señalicemos cada cosa.” El agente asintió.

“Su pregunta es perfectamente normal, parece ser que mi hija, desde hacia un tiempo, estuviese recibiendo llamadas amenazantes. Por esto he pensado enseguida en una muerte no natural, y entonces les he llamado.”

“¿Llamadas amenazantes? ¿Se sabe de quién eran estas llamadas?”

“No, aunque siempre he tenido la duda, o la convicción, si lo prefiere, e incluso era lo mismo que pensaba mi hija, que quien la llamaba era su ex novio.”, explicó la mujer. “Su relación había terminado de manera bastante desagradable, se habían peleado. En los últimos momentos de su noviazgo se peleaban a menudo.”

“Entiendo.”, sintió Zamagni, “Necesito saber todo sobre su hija. Su edad, en qué trabajaba, sus aficiones, las direcciones y nombres de sus amigos. ¿Y su ex novio? ¿Me sabría decir su nombre? Cualquier información que usted sepa sobre él. Y… otra cosa: ¿actualmente su hija estaba casada? ¿Estaba prometida? ¿Estaba soltera? Entienda, no podemos dejar de lado ninguna pista.”

“Por lo que se, Lucia no estaba con nadie.”

El inspector hizo una pequeña pausa para mirar alrededor.

El piso, en la primera planta de un edificio de nueva construcción en la periferia de Bolonia, tenía un aspecto señorial, moderno, con un mobiliario demasiado minimalista y combinado con buen gusto. En las ventanas no había cortinas y, durante el día, la luz del sol iluminaba perfectamente cada rincón.

“¿El piso era propiedad de su hija?”, preguntó el agente Finocchi.

“Sí, claro.” A la señora Balzani parecía que esta pregunta le resultaba superflua.

El piso había sido pagado completamente por la hija, había explicado la madre.

Y también había explicado que Lucia Mistroni cumplía una función muy importante en la empresa donde trabajaba, aunque la hija nunca había especificado bien en qué consistía su trabajo.

“¿Y bien? ¿Nos puede decir el nombre del ex novio de su hija?”, preguntó Zamagni.

“Sí, excusadme.”, dijo la señora Balzani. “La persona que buscáis se llama Paolo Carnevali. Si no se ha mudado vivía en vía Cracovia, al lado del Parque de los Cedros, en el número… 10, creo”.

“Perfecto. Por ahora nada más señora, muchas gracias. Recuerde que en el caso de que pueda darnos más información esta podría ser útil para la investigación. Y otra cosa: la Policía Científica deberá comprobar cada centímetro de este piso, con la esperanza de que esto pueda servir para encontrar al culpable de este crimen, por lo que en los próximos días le será totalmente imposible entrar aquí. Enseguida pondremos los precintos.”

La señora asintió, comprensiva.

“Haré todo lo posible por encontrar al asesino.”

Se fueron y, ya de nuevo en la calle, el inspector Zamagni y el agente Finocchi volvieron a las oficinas de la Central.


3

No era gran cosa, pero quizás habían encontrado una pista que seguir, en espera de los resultados de los análisis del piso de Lucia Mistroni.

Sobre la hora de la comida, el inspector Zamagni, acompañado por Marco Finocchi, se presentó en el portal número 10 de vía Cracovia, para hablar con Paolo Carnevali.

Tocaron el timbre sin que respondiesen, esperaron algunos minutos y no consiguieron entrar en el edificio hasta que llegó una señora anciana que volvía de dar un paseo con el perro.

“¿Podemos entrar, señora?”, preguntó Zamagni.

“No se permiten los vendedores ambulantes, lo siento. Así que, si sois de esos, podéis ahorraros el esfuerzo e ir a otro sitio.”

“Estamos buscando al señor Carnevali. ¿Lo conoce?”

“¿Quién lo busca?”, quería saber la señora, probablemente reacia a relacionarse con los desconocidos.

“Necesitamos hablar con él. No es nuestra intención molestarle ni hacerle daño,” explicó el inspector mostrando su identificación.

“¡Madre de Dios…!”, fue la reacción de la anciana. “¿Qué desaguisado ha hecho el muchacho? Parece una buena persona.”

“No se preocupe,” la tranquilizó el agente Finocchi, “sólo queremos hablar con él.”

“De todas formas creo que a esta hora está trabajando”, explicó la señora.

“¿Cuándo lo podríamos encontrar? ¿Sabe a qué hora volverá?”

“A no ser que tenga algún compromiso personal después del trabajo, por lo general me lo encuentro entre las 18 y las 18:15 todos los días de la semana. Salgo con Toby para el paseo de la tarde y, cuando vuelvo, él está aparcando o subiendo las escaleras.”

“¿Sabría decirme qué automóvil tiene el señor Carnevali?”

No entendía de esas cosas, explicó la señora, porque no era una experta en automóviles. Los únicos medios de transporte que conocía bien eran los autobuses, que los usaba para ir desde casa hasta el centro de la ciudad el domingo después de comer.

“Se lo agradezco igualmente, señora,” dijo Zamagni, “Volveremos por aquí esta tarde.”

Los dos se despidieron de la señora y de Toby, que no la habría seguido a no ser que cualquiera de los dos lo hubiese acariciado, y regresaron al auto en que habían llegado.

No tenía ningún sentido esperar tantas horas la llegada de Paolo Carnevali, así que decidieron que irían a la Comisaría de Policía y Zamagni aprovecharía para escuchar las posibles novedades de la Científica y del patólogo al que se le había encargado la autopsia.

Sus padres estaban realmente felices con él, lo veían contento, y se mostraban orgullosos incluso con los parientes y los amigos de la familia.

Además de ir al colegio, hace algo útil y remunerativo, aunque fuese poco lo que podía reunir.

No era mucho, pero para un chaval que estudia siempre es mejor que nada.

Era así como hablaban sobre el trabajillo que había encontrado su hijo.

No es el único, de esta forma ha conocido otros chavales de su edad con quienes, a veces, sale a pasear, se encuentran en los jardines Margherita o en la Plaza Mayor el sábado después de comer, se divierten, y a veces se va a cenar fuera con ellos.

Con el poco dinero que gana se lo puede permitir sin que nosotros le demos ni un euro.

Era un trabajo fácil, se trataba sólo de repartir publicidad. ¿Quién no sabría hacer un trabajo semejante? Sólo hacía falta distribuir los panfletos publicitarios por todas partes. En los edificios, en los lugares públicos o en la calle, y nada más. No le pedían nada más, ninguna obligación.

Fácil, tan fácil como beber un vaso de agua.

Y era aquello lo que hacía cada día después de comer, una hora o al máximo dos al día, sólo en los días entre semana, después de haber ido a la escuela y haber terminado los deberes. El fin de semana reposaba, se divertía y gastaría una parte mínima del dinero ganado: como muchacho diligente que era, había llegado a un acuerdo con sus padres para que se quedasen la mitad; ahora que tenía la posibilidad, quería contribuir en lo que podía con los gastos de la casa.

Continuaba de esta manera con su trabajo, con la típica frivolidad de su edad, sin preguntarse ni siquiera qué clase de publicidad era.


4



La tarde del mismo día, a las 18:30, el inspector Zamagni y el agente Finocchi volvieron a vía Cracovia para hablar con Paolo Carnevali.

Tocaron el timbre y después de algunos minutos entraron en su apartamento.

“Me han avisado hace un rato de vuestra llegada,” explicó el hombre. “Os estaba esperando. Poneos cómodos en la sala.”

Se sentaron a una mesa rectangular de medianas dimensiones y, después de las presentaciones, Zamagni comenzó a hablar.

“Nos debe perdonar por la hora. No sé si está habituado a cenar pronto, de todas formas no tardaremos mucho.”

“No se deben preocupar,” respondió Carnevali. “Ante todo me gustaría saber el motivo de vuestra visita.”

“Querríamos que nos hablase de Lucia Mistroni.”

“¿Qué ha hecho? ¿Le ha sucedido algo?”

Parecía que no supiese nada de lo que le había ocurrido a su ex novia o, si lo sabía, lo escondía muy bien.

“Esta mañana su madre la ha encontrado muerta en su piso.”

Paolo Carnevali cerró los ojos durante un momento, a continuación los abrió y dijo: “Lo siento muchísimo. ¿Cómo ha sucedido? ¿Habéis ya descubierto algo? Imagino que, si estáis aquí, es demasiado pronto para saber el nombre del culpable.’”

“Todavía estamos trabajando en ello,” explicó Zamagni, “Por el momento sabemos que la madre fue a casa de la hija y, no recibiendo ninguna respuesta, volvió a su casa a coger su copia de las llaves. Cuando ha abierto la puerta del piso Lucia Mistroni estaba tendida en el suelo.”

A menos, por el momento, no dijo nada sobre las llamadas amenazantes.

“Espero que podáis encontrar pronto al culpable. ¿Por qué habéis venido a hablar conmigo? No veía a Lucia desde que nos habíamos separado, algunos meses atrás.”

“Debemos seguir todas las pistas y la del ex novio es una de ellas.”

“Como os he dicho, yo no sé nada. No veía a Lucía desde hace meses.”

“Sabemos que en los últimos tiempos os peleabais a menudo,” dijo el inspector.

“¿Os lo ha dicho la madre?”

“Sí.”

“Entiendo. Muy bien, en el último período de nuestro noviazgo peleábamos, pero esto no significa que yo sea culpable.”

“No queremos decir esto. Como le he dicho, debemos seguir cada pista que nos pueda llevar al responsable de todo lo que ha ocurrido. ¿Por qué os peleabais?”

Hubo una pequeña pausa, durante la cual Paolo meditó antes de responder: “Podríamos decir que cualquier pretexto era bueno para comenzar una acalorada discusión entre nosotros. La relación, por alguna razón, había tomado este camino en los últimos meses. Peleábamos incluso por las cosas más tontas.”

El agente Finocchi estaba tomando apuntes, anotando la más mínima cosa.

“Comprendo,” dijo el inspector. “Parece ser que la señorita Mistroni, desde hacía un tiempo, recibía llamadas telefónicas amenazantes. ¿Tiene idea de quién pudiese hacerlas? Que usted sepa, ¿conoce a alguien capaz de llegar tan lejos? Alguien que conociese a Lucia y con el que hubiese ocurrido algo particularmente desagradable.”

“No puedo ayudarles, lo siento.”

Al parecer, del señor Carnevali no iban a obtener nada, al menos por el momento.

“Muy bien. En el caso de que recordase alguna cosa con respecto a la señorita Mistroni, llámenos y pregunte por mí.”

El hombre asintió.

“Ah, una última cosa,” dijo el inspector Zamagni despidiéndose antes de descender las escaleras, “Permanezca disponible.”


5



“¿Puedo pagar con la tarjeta de crédito?”, preguntó la mujer.

“Por supuesto,” le contestó la empleada del gimnasio.

“Perfecto. ¿Qué documento debo rellenar para inscribirme?”

“Aquí lo tiene. Rellene todos las secciones y, si tiene alguna duda, no dude en preguntar,” le recomendó la rubia que estaba detrás del mostrador. “Escriba en letras mayúsculas.”

La otra mujer asintió y cogió el bolígrafo que encontró atado a un cordoncillo.

“¿Mariolina Spaggesi? ¿Es correcto?” peguntó la empleada.

“Sí.”

“¿Y vive en vía San Vitale número 12, verdad?”

“Exacto.”

“Bien. Yo diría que todo es perfectamente legible.”

A continuación le dio un folio en el que estaba especificado el reglamento del gimnasio.

Mariolina Spaggesi lo plegó, lo metió en el bolso y, saliendo, se despidió de la otra mujer, para después tomar el camino hacia su casa.

No veía la hora de comenzar: desde hacía tiempo se había prometido a si misma asistir a un gimnasio, por libre, sin obligaciones de horarios, y finalmente aquel día había tomado la decisión de pararse.

Pasaba delante de él casi todos los días porque estaba en el trayecto que unía su casa con su puesto de trabajo y a menudo prefería dar un paseo antes que utilizar los medios de transporte públicos. Los consideraba focos de virus gripales y, en el fondo, caminar, como le habían dicho, era beneficioso para la salud.

Aquella tarde llegó a casa y, después de haber cogido el correo y haber tomado una cena rápida con una pizza entregada a domicilio, se fue a dormir a las 21 horas: estaba cansadísima, debido a la pesada jornada laboral, y se quedó dormida al instante.

Fue a la mañana siguiente, durante el desayuno, cuando comprobó el correo que la noche anterior tan sólo había dejado encima de la mesita de la sala de estar.

Algunos folletos publicitarios, una postal enviada por una amiga que estaba de vacaciones en el norte de Europa y un sobre blanco donde estaba escrito X MARIOLINA SPAGGESI y la dirección, escrito todo en letras mayúsculas.

No sabía quién era el remitente, porque evidentemente no había querido que se supiese o porque, quizás, se daba a conocer en el interior del sobre mismo, o por cualquier otro motivo que Mariolina ignoraba.

Apoyó la taza de café con leche sobre la mesita y abrió el sobre, con mucha curiosidad por saber cuál podía ser el contenido.

Era muy ligero y, aparentemente, parecía que no contuviese nada.

En realidad, había algo en su interior, y precisamente una tarjeta de visita. El texto decía:



MASSIMO TROVAIOLI

Direttore Marketing

Tecno Italia S.r.l.



Al final de la tarjeta de visita había escrito un número de teléfono de empresa, de un teléfono móvil, también de empresa, y una dirección de correo electrónico personal.

Con las manos temblorosas, a Mariolina le cayó el sobre al suelo y la tarjeta de visita revoloteó durante un momento antes de caer también. Releyó una segunda vez todo, después de lo cual se debió sentar para intentar comprender qué estaba sucediendo.


6



Los resultaos de los análisis de la Policía Científica del piso de Lucia Mistroni y de la autopsia de su cuerpo llegaron bastante rápido y casi con el mismo tiempo de espera.

En la casa de la muchacha no se encontró, aparentemente, nada particularmente interesante, al menos en un primer momento.

Dejemos los precintos hasta que concluya esta historia, había especificado Zamagni, porque sabía que la contaminación de la escena de un crimen habría podido probablemente confundir las investigaciones y retardar la resolución. Además, podrían necesitar volver a aquel piso para posteriores comprobaciones.

El piso parecía completamente ordenado, sin nada que estuviese fuera de lugar. Esto podía significar que el culpable de aquel crimen no buscaba nada preciso cuando había ido a casa de Lucia.

Y, además, la cerradura de la puerta de entrada estaba bien, sin trazas de haber sido forzada.

Por lo tanto, probablemente Lucia Mistroni conocía a su asesino.

La autopsia no había sacado a la luz ninguna señal de resistencia. La mujer se había golpeado la cabeza, quizás de forma letal y, en consecuencia, había caído al suelo.

“Lo que tenemos hasta el momento no nos lleva a ninguna parte,” dijo el inspector Zamagni mientras hablaba con el capitán Luzzi en su oficina.

“Propongo buscar mejor entre sus parientes, sus amigos y conocidos” dijo el capitán. “Por lo menos conseguiremos obtener un poco más de información sobre la muchacha.”

“Estoy de acuerdo.”

“Que le ayude el agente Finocchi. Dividíos el trabajo, para empezar. Volved junto a la madre, a continuación, según lo que os diga, hablad con las personas que conocían a la hija.”

Terminada la conversación Zamagni y Finocchi salieron para ir a hablar de nuevo con la madre de Lucia Mistroni. El tráfico rodado de aquella mañana era insoportable, de todos modos consiguieron llegar al destino en un tiempo razonable. La señora les había dado su dirección antes de salir del piso de la hija el día anterior.

Cuando la mujer vio a los dos policías estaba a punto de entrar en la casa después de haber pasado por la frutería.

Les pidió que se acomodasen y les preguntó si querían algo de beber.

“Muy amable,” le agradeció el inspector “Aceptaría encantado un vaso de agua.”

“Lo mismo para mí, gracias”, dijo Marco Finocchi.

La mujer echó el agua en dos vasos de vidrio bastante amplios y se los dio a sus huéspedes.

“Necesitamos de nuevo que nos ayude,” dio el inspector después de haber bebido un sorbo.

“Díganme.”

“¿Podría hacernos una lista de todas las personas que conocía su hija? Quiero decir de parientes, amigos y conocidos. Con respecto al lugar de trabajo basta con que nos diga el nombre de la empresa.”

La mujer cogió un folio, comenzó a escribir y, una vez terminado, los dos policías se dieron cuenta que iban a tener que trabajar duro para conseguir hablar con todos en el menor tiempo posible.

Zamagni cogió el papel, lo dobló y se lo metió en el bolsillo.

“Desde la última vez que nos hemos visto, ¿ha recordado algo que usted cree que pueda ayudarnos en nuestro trabajo?’” preguntó a continuación.

“Por el momento, no, pero no me he olvidado. En el momento en que sepa algo, no dudaré en llamaros”

“Muchas gracias”, dijo Marco Finocchi.

“Ahora nos debemos marchar. El trabajo nos espera.” Esta vez había sido el inspector Zamagni el que había hablado.

Los dos policías se levantaron casi al mismo tiempo, se despidieron de la mujer y salieron.

Se percataron de que el folio que les había dado la mujer era muy detallado: por cada nombre de la lista había especificado qué tipo de conocido o pariente era y, de aquellos que lo sabía, había escrito incluso la dirección.

Zamagni decidió que comenzarían con los nombres de los cuales tenían la información completa y dejarían a los agentes que trabajaban en las oficinas la tarea de completar la lista con los datos que faltaban.

El inspector se ocuparía de los parientes y el agente Finocchi de los amigos.

Antes de comenzar la dura tarea de recogida de información se pasaron por la comisaría de policía y Zamagni aprovechó para hacer dos fotocopias de la lista que había escrito la mujer: una copia se la dio al agente Finocchi, otra al agente encargado de buscar los datos que faltaban y Zamagni guardó en su bolsillo el original.


7



El autobús estaba a rebosar a aquella hora de la mañana: muchos estudiantes iban a la escuela y ocupaban la mayor parte de los asientos. El hombre, de todas formas, no tenía ningún problema para quedarse de pie, porque sabía que el trayecto que haría sería bastante corto.

En cuanto llegó a la parada más próxima a su destino descendió y se puso a andar a lo largo de la acera.

Atravesó la circunvalación y comenzó a recorrer la Calle Mayor en dirección al centro de la ciudad. Casi ciento cincuenta metros más adelante giró a la derecha para llegar a vía San Vitale y entró en un negocio de flores que había debajo del pórtico.

“Buenos días,” dijo, “Estoy pensando en comprar algunas flores, ¿las entrega a domicilio, verdad?”

“Por supuesto”, respondió la muchacha.

“Muy bien.”

“¿En qué tipo de flores está pensando?”

“Crisantemos,” respondió el hombre, “Un bonito ramo de crisantemos.”

La muchacha quedó un momento sin decir una palabra, pensando en la petición, a continuación se puso a preparar el ramo.

“¿Sería posible hablar con el dueño de la tienda?”

“En estos momentos no está.”

“¿Cuándo lo podría ver?”

“Por lo general pasa por la tienda en el transcurso de la tarde, ya casi de noche.”

“¿Todos los días?”

“Habitualmente sí, a menos que tenga algún compromiso que no se lo permita.”

“Gracias por la información y las flores. ¿Puede tenerlas aquí hasta esta tarde?”

“Por supuesto.”

“Bien, entonces hasta la tarde.”

“¿Se conocen?” preguntó la muchacha, refiriéndose al dueño de la tienda y al hombre que lo estaba buscando. “Si me llama, quizás puedo decirle que usted ha pasado por aquí y que pasará al final del día.”

“No se preocupe, no hay problema. Puedo pasar tranquilamente, aunque no le diga nada.”

La muchacha asintió, y después de que el hombre se hubiese ido, algunos minutos más tarde, pensó en su extraño comportamiento.

Aquella tarde, sin que la muchacha hubiese dicho nada sobre la visita matinal del hombre, este último y el dueño de la floristería hablaron durante casi una hora en un bar que había al lado de la tienda.

Cuando los dos se despidieron, el florista reentró en la tienda, cogió el ramo de crisantemos y lo repuso en la pequeña habitación que había al fondo del local.


8



El inspector Zamagni y el agente Finocchi se dividieron las tareas: uno contactaría con los amigos de Lucia Mistroni mientras que el otro hablaría con los parientes.

Por el momento, lo más importante era encontrar información sobre la muchacha y las personas con las cuales tenía un contacto más íntimo.

Los posibles avances llegarían en su momento, como una consecuencia lógica.

Comenzaron por la mañana temprano, telefoneando a cada una de las personas para programar los encuentros: esto serviría, además de para obtener alguna información de utilidad, para conocerles y hacerse una idea preconcebida de ellos.

Stefano Zamagni consiguió hablar, en el mismo día, con Dario Bagnara y Luna Paltrinieri.

Los dos, le dijeron, eran desde hacía mucho tiempo amigos de la muchacha muerta, y ambos quedaron mudos cuando supieron la noticia.

El señor Bagnara era un agente inmobiliario que trabajaba en una agencia en vía de la Barca.

Él y el inspector se citaron en la oficina del primero, a donde Zamagni llegó puntual a pesar del tráfico.

“Buenos días, ¿es usted Dario Bagnara?” comenzó Zamagni.

“Sí, soy yo.”

“Encantado de conocerle. Me llamo Zamagni… Stefano.”

“Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? Preguntó el agente inmobiliario. “Para mí ha sido un golpe durísimo. Todavía estoy conmocionado. Estaré encantado de ayudarle en todo lo que sea posible.”

“Gracias,” dijo Zamagni, “Mientras tanto, podría contarme cómo había conocido a Lucia y desde cuánto tiempo se conocían.”

“Desde hace mucho tiempo,” respondió Bagnara, “Éramos compañeros en el instituto.”

“Entiendo. Por lo tanto puedo imaginar que os conocíais muy bien.”

“Sí, claro.”

“¿Y una vez que terminasteis en el instituto? ¿Habéis seguido viéndoos habitualmente?”

“Sí, aunque no con mucha frecuencia. Organizábamos algunas cenas, entre amigos. Yo, ella y Luna, otra compañera del instituto. Digo que no muy frecuentemente porque, desde el momento en que se había prometido a Paolo, ocurría a menudo que saliesen ellos dos solos.”

“¿Cuál ha sido la última vez que os habéis visto?”

“La semana pasada. Estábamos los tres. Generalmente cuando quedábamos no venía Paolo.”

“¿Por qué?”

“Lo habían decidido así. Era una salida con amigos, sin novios ni novias.”

“También Paolo… Carnevali, ¿quiere decir?... ¿También él estaba conforme con este acuerdo?”

“Sí, quiero decir también él. Al comienzo no estaba muy de acuerdo con esto de que nos viésemos los tres solos, quizás por celos… no sé decirle. Después, sin embargo, parece que consintió sin problemas.”

“Comprendo. Antes mencionó a… ¿Luna?”

“Sí, Luna Paltrinieri. ¿Ha hablado con ella?”

“No, todavía no, pero tengo una cita con ella en el bar donde trabaja dentro de una hora.”

Dario Bagnara asintió.

“También ella es una muchacha muy educada.”

En ese momento entró un cliente potencial que preguntó se podría hablar con algún empleado de la agencia inmobiliaria. Estaba buscando un piso en venta.

“Un momento tan solo y le atiendo”, le respondió Bagnara y, volviéndose a Zamagni: “Si quiere puedo decirle a la señora que vuelva más tarde.”

“No se preocupe, haga con tranquilidad su trabajo. Nos veremos pronto.”

El agente inmobiliario dio las gracias a Zamagni y, mientras el inspector salía, pidió a la cliente que se sentase.



A la hora establecida Stefano Zamagni llegó al bar de Luna Paltrinieri, en la vía Andrea Costa, relativamente cercano a la agencia inmobiliaria donde trabajaba el señor Bagnara.

“Buenos días, ¿es usted Luna?” preguntó Zamagni cuando no había clientes.

“Sí, soy yo”

“Inspector Zamagni.”

“Encantada de conocerle. ¿Le apetecería un café?”

“Con mucho gusto, gracias.”

La muchacha le preparó el café y se lo sirvió con un sobrecito de azúcar blanco, uno de azúcar de caña y uno de miel.

Mientras bebía el café amargo Zamagni dijo: “Necesito hablar con usted de Lucia Mistroni.”

“Haré todo lo posible por ayudarle.”

“Gracias. Mientras tanto, ¿podría decirme cómo era su relación con la muchacha? Sé que erais compañeras en el instituto.”

“Es verdad. ¿Por quién lo ha sabido, si puedo preguntar?”

“Hasta hace poco estuve hablando con el señor Bagnara. Fue él quien me dijo que los tres habíais ido juntos al instituto. Espero que no le resulte un problema.”

“Entiendo. No, por supuesto que no es un problema.”

Zamagni bebió el último sorbo de café y la camarera, después de haber puesto la tacita, el platito y la cucharilla en la cesta del lavavajillas, contó al inspector que efectivamente ellos tres habían sido compañeros en la escuela, que habían conectado desde el principio del primer año escolástico y habían mantenido la amistad incluso después de haber pasado la selectividad. Cada uno con su propio trabajo habían conseguido verse por lo menos una vez a la semana, durante el fin de semana.

“Con respecto al trabajo, ¿me sabría decir donde trabajaba la señorita Mistroni? Su madre no ha conseguido precisarlo.’”

Le dijo el nombre de la empresa y que trabajaba como jefe de departamento de marketing con el extranjero, después añadió: “Me debe perdonar, pero hablar de ella me entristece muchísimo.”

Y comenzó a llorar.

“La entiendo perfectamente y siento mucho todo lo que ha sucedido. Nosotros, por desgracia, debemos continuar haciendo nuestro trabajo y encontrar al culpable.”

“Lo sé,” dijo la muchacha, añadiendo a continuación. “Espero que lo encontréis pronto.”

“Eso espero.”

“Gracias.”

“De nada,” dijo Zamagni. “¿Podemos contar con su ayuda cuando la necesitemos?”

“Por supuesto.”

“Perfecto,” le agradeció el inspector. “Creo que por ahora es suficiente. Vendré aquí cuando necesite hablar con usted de nuevo.”

“Lo esperaré.”

Zamagni se despidió de la muchacha con una sonrisa y salió del bar con la viva esperanza de poder resolver el caso.

Quedaban todavía dos amigos de Lucia Mistroni por interrogar, entretanto le había llegado un nuevo dato: enseguida podrían visitar al empresario que la había contratado. Durante el recorrido en coche hasta su oficina, Stefano Zamagni se preguntaba cómo estaría yendo la búsqueda de información del agente Finocchi.


9



El agente Finocchi se ocupó de hablar con los parientes de Lucia Mistroni.

La madre le había hablado sólo del hermano Atos, un tío y una prima.

Resultó que todos habían sido informados de la desgracia por medio de la señora Balzani y, cuando el agente consiguió hablar con el hermano, este se puso a llorar diciendo que no había podido parar de hacerlo desde el momento en que había conocido la noticia.

Vivía solo en vía San Felice, en un piso pequeño pero funcional.

“¿Puedo hablar con usted sobre su hermana Lucia?”, preguntó el agente Finocchi después de presentarse.

“Claro, siéntese por favor.”

Se sentaron en la sala de estar, con la luz de la mañana que iluminaba la habitación a través de los vidrios de la ventana.

“¿Qué tal eran las relaciones entre los dos?” quiso saber el agente.

“Diría que fantásticas, aunque últimamente no nos veíamos a menudo porque yo he tenido que estar viajando mucho debido al trabajo.”

“Entiendo. ¿Cuál es su trabajo, si puedo saberlo?”

“Instalo máquinas automáticas. A menudo cambio de ciudad y cada vez permanezco fuera de casa al menos una semana.”

“Debe ser un trabajo muy interesante, al menos por el hecho de viajar y ver siempre sitios nuevos.”

“Lo sería si tuviese un poco más de tiempo para visitar las ciudades en vez de estar encerrado en una empresa montando una máquina automática desde la mañana a la noche. El único momento de relax que tenemos es por la noche, cuando vamos a cenar y probamos la gastronomía local.”

“Sin duda un trabajo muy exigente,” asintió Finocchi, “¿Cuándo ha sido la última vez que se han visto, usted y su hermana?”

“Aproximadamente hace dos semanas.”

“¿En una ocasión particular?”

“No. Acababa de llegar de un viaje y el domingo habíamos decidido cenar juntos. Una pizza para contarnos un poco cómo nos iban las cosas.”

“¿Y cómo le parecía que estaba aquel día? ¿Estaba tranquila o había algo que no iba bien? ¿Estaba preocupada por algo?”

“Me habló de las llamadas que había recibido. Le daban miedo, también porque no entendía quién se las hacía.”

“¿No tenía ni la más mínima idea de quién pudiese ser?”

“No.”

“¿No puso una denuncia?”

“No le sabría decir.”

“Comprendo.”

“¿Puedo preguntarle cómo es que se encuentra en casa a estas horas? Generalmente a estas horas se está trabajando.”

“Esta es una semana bastante tranquila, sin viajes, y cuando trabajo aquí lo hago a turnos. Hasta el viernes trabajaré desde las dos de la tarde hasta las diez de la noche.”

“Bien. Le pido que esté disponible, ya que podríamos necesitar que nos ayude.”

“Haré lo que esté en mi mano para ayudaros a encontrar al culpable.”

“Muchas gracias.”

El agente Finocchi se despidió del hermano de Lucia Mistroni y salió nuevamente a la calle.

Por la noche vería al tío y a la prima de la muchacha.

Quedaron en la Comisaría de Policía. Luigi Mistroni, su hija Laura y su mujer Antonia Cipolla fueron acomodados en una pequeña sala de espera y, apenas el agente Finocchi regresó, comenzaron a hablar.

“Siento mucho haberos molestado a la hora de la cena. Acabaremos enseguida”, dijo el agente.

“No se preocupe”, dijo el tío de Lucia.

“Estamos hablando un poco con todas las personas que tenían un contacto más estrecho con vuestra sobrina,” explicó Marco Finocchi volviéndose hacia los cónyuges. “Queremos reunir el mayor número de datos posibles porque podrían ayudarnos a resolver el caso.”

“Estamos dispuestos a prestaros ayuda, aunque sea poca.”

“Les quedo agradecido”, dijo Finocchi, a continuación hizo una pausa preguntando a los tres si querían algo de beber, agua, café, pero rechazaron su ofrecimiento diciendo que después de terminar con la policía se irían a cenar.

“De acuerdo. En primer lugar ¿podríais decirme qué clase de relación teníais con Lucia?”

Fue la tía la que respondió en nombre de todos: “Eran buenas, aunque no nos veíamos todas las semanas. Sabe… cada uno tiene sus obligaciones. Lucia estaba muy ocupada por culpa del trabajo, por lo que más bien nos hablábamos por teléfono o nos veíamos el fin de semana.”

El marido y la hija asintieron, confirmando al agente que todo lo que había dicho la señora Antonia era verdad. La otra hipótesis era que, en el caso de que uno de los tres fuese el culpable, estuviesen de acuerdo para protegerse unos a otros.

“¿Desde hacía cuánto tiempo que no veíais a Lucia?”

“Yo… desde hacia un par de semanas,” dijo la prima Laura. “Habíamos ido a dar una vuelta al centro de Bolonia un sábado después de comer, más que nada para relajarnos un poco y porque nos había hablado de las llamadas que había recibido y sentía la necesidad de estar con alguien de confianza.”

“Así que os había dicho también a vosotros lo de las llamadas.”

“Había hablado de ellas durante una comida familiar, dos o tres semanas atrás,” dijo el tío.

“Comprendo,” asintió Finocchi. “¿Sabéis si había alguien, algún conocido vuestro, que hubiese tenido una especie de resentimiento con Lucia? ¿O con alguien con quién se hubiese peleado?”

“No se nos ocurre nadie” dijo la señora Cipolla después de haber hablado entre ellos en voz baja durante unos momentos.

“Gracias. Por ahora es todo. Os pido que permanezcáis disponibles. Os dejo ir a cenar.”

Se fueron. Poco tiempo después de marcharse los tíos y la prima de Lucia Mistroni de la Comisaría de Policía, el agente Finocchi se preparó para regresar a casa.


10



A la mañana siguiente, el capitán Luzzi pidió a Zamagni y Finocchi que le pusiesen al día con respecto al caso de Lucia Mistroni.

“Estamos interrogando a amigos y parientes,” explicó el inspector, “a continuación deberemos hablar con el empresario que contrató a la muchacha. No podemos excluir que el culpable pueda ser un compañero de trabajo.”

“Los parientes a los que he escuchado”, añadió el agente Finocchi, “no han escondido el tema de las llamadas telefónicas amenazantes que parece que recibía la muchacha. Parece que tenía mucho miedo, por lo menos por lo que me ha hecho entender la prima.”

“Bien, continuemos a buscar e id enseguida a ver a las personas que todavía debéis interrogar.” Concluyó Luzzi.

Zamagni y Finocchi asintieron, así que salieron a la calle con el fin de hablar con el jefe de la muchacha y con dos amigos que estaban en la lista que les había dado la madre de Lucia Mistroni.

El inspector comenzó con Beatrice Santini, que gestionaba un estanco en vía San Felice.

Cuando llegó, en el negocio no había nadie.

“No quisiera molestar.”

“¿Qué desea?”, preguntó la dueña del estanco.

Zamagni le mostró la placa, y a continuación añadió que le gustaría hablar con ella sobre Lucia Mistroni.

“Para mí ha sido un golpe muy duro. Me ha dado la noticia la madre,” dijo Beatrice Santini que no parecía sorprendida por la visita de un inspector de policía.

“Comprendo. ¿Me puede decir cómo se ha enterado?”

“Me he enterado por casualidad. Había ido a casa de su hija para charlar un poco. No la he encontrado y, mientras estaba esperando en la puerta de entrada, porque no sabía si de verdad no estaba en casa o si quizás estaba tardando en responder, vi que pasaba su madre. Me ha preguntado que por qué estaba allí, si estaba buscando a Lucia y si no sabía todavía lo que le había ocurrido. Caí de la burra, no sabía nada. Me quedé de piedra y, cuando me ha dicho que la policía estaba investigando el asunto, ha añadido también que os había dado una lista de personas que conocían a Lucia, los parientes y los amigos más íntimos, por lo que esperaba vuestra visita.”

“Entendido. ¿Qué clase de relación tenía con Lucia?”

“Nos llevábamos muy bien. Por lo general Lucia no peleaba jamás con nadie, era una muchacha con un carácter estupendo.”

Zamagni asintió.

“¿Sabe por casualidad si le había ocurrido algo últimamente que podría haber influido en su vida privada?”

“No, nada que yo sepa.”

Un cliente entró, pidió una cajetilla de cigarrillos y, cuando salió, también Zamagni se despidió de la muchacha.

“Por ahora creo que es suficiente. Le pido que esté disponible y, en el caso de que recuerde algo que crea que es importante, me lo haga saber.”

Mientras la muchacha asentía él le dejó el número de teléfono de la Comisaría.

“Pregunte por mí. Soy el inspector Zamagni.”

“De acuerdo.”

El último contacto que había escrito la madre de Lucia era Fulvio Costello, un empleado de la oficina de Correos de vía Emilia, en el distrito Manzini.

Cuando el inspector Zamagni llegó a su destino había poca gente, de esta manera pudo preguntar sin problemas quién era el responsable de la oficina y, al mismo tiempo, hablar un poco con el empleado.

El responsable habló un rato con el hombre para explicarle la situación, por lo que Fulvio Costello se ausentó de la ventanilla y fue a la parte de atrás para hablar con Zamagni.

“Siento las molestias. Soy el inspector Zamagni. Quería hablar un poco con usted sobre Lucia Mistroni.”

“¡Santo cielo! ¿Qué le ha ocurrido?,” preguntó el hombre, ignorante de los acontecimientos de las últimas horas.

“Ha pasado a mejor vida. Siento decírselo así. Suponemos que no ha sido una muerte natural.”

El empleado de Correos quedó un instante en silencio, a continuación preguntó si tenían alguna idea sobre quién era el culpable.

“Por desgracia, todavía no, pero estamos trabajando duro para encontrarlo lo más pronto posible.”

“Entiendo. Espero que ocurra pronto.”

“También nosotros lo esperamos”, dijo Zamagni, “Ahora me gustaría hacerle algunas preguntas, si está de acuerdo.”

“Por favor.”

“Gracias. En primer lugar querría saber como os habéis conocido, usted y Lucia.”

“Por casualidad, durante un viaje a Canadá.”

“Ya. ¿Y luego habéis mantenido el contacto?”

Costello asintió.

“¿Hablabais a menudo?,” preguntó el inspector.

“Todas las semanas, no, pero hablábamos con frecuencia.”

“¿Hace cuánto tiempo que os conocíais?”

“Dos años.”

“¿Puedo preguntar si, por casualidad, ha habido algo distinto a la amistad entre vosotros dos?”

“¿Por qué me lo pregunta?”

“Necesitamos tener información, para resolver un caso como este y la buscamos por todas partes.”

“Vale. Absolutamente, no.”

“Bien. ¿Tiene, por casualidad, alguna idea sobre quién ha podido tener un motivo para matarla? ¿O cualquier acontecimiento acaecido que haya podido tener como epílogo lo que ha sucedido?”

“No,” respondió el hombre, después de haber meditado durante un minuto. “Por desgracia, por lo que respecta a esto, no puedo ayudaros. En el caso de que se me ocurra algo más, os lo haré saber.”

“Muchas gracias.”

El jefe de la oficina de Correos apareció por la puerta que daba a la parte de atrás. “¿Fulvio?”

El hombre se giró y dijo: “Creo que debo volver al trabajo.”

“Está bien,” dijo Zamagni, entendiendo la situación. “Le pido solamente que esté a nuestra disposición y no dude en contactar con nosotros en el caso de que recordase algo que pueda sernos de utilidad.”

“No hay problema,” dijo el empleado de la oficina de Correos.

El inspector asintió, después se despidió y salió de nuevo a la calle.

Ahora sólo quedaba por escuchar qué contaría el empresario que había contratado a la señorita Mistroni, puede que entonces tuviera bastante material para comenzar a hacer alguna hipótesis.


11

Davide Pagliarini no conseguía apartar de la cabeza aquel accidente. Soñaba con él por la noche, como una pesadilla constante, y claro que no habría querido que ocurriese.

Estúpido, se repetía, soy un estúpido, ¡he matado a un niño! Estaba esperando el juicio, esperando, con la ayuda de un buen abogado, de conseguir por lo menos reducir la pena. Mientras tanto vivía preso de sus remordimientos. A media mañana de aquel día sonó el timbre de casa.

“¿Quién es?” preguntó por el portero automático.

“Una carta certificada. Tiene que firmar.”

El cartero.

Pagliarini descendió a la entrada del edificio, firmó, cogió el sobre y volvió a subir a su piso.

El remitente era el Tribunal de Bolonia.

Objeto: aviso de comparecencia.

Abrió el sobre y descubrió que debería presentarse dentro de dos semanas exactas a las diez y que, si no lograba encontrar un abogado defensor, le sería suministrado uno de oficio.

Dejó la carta sobre la mesita del salón, después marcó el número de su abogado defensor.

“Mantente en calma y verás como saldremos adelante.”

El abogado sabía ya toda la historia, ya que se la había contado por teléfono el mismo Pagliarini al día siguiente de ocurrido el accidente.

Me condenarán, había dicho, no puedo zafarme de ninguna manera.

El abogado había intentado, también esta vez, tranquilizar a su cliente diciéndole que encontrarían algo que lo ayudaría por lo menos a conseguir una pena reducida, e incluso a pagar sólo una multa. Aunque se daba cuenta que no sería nada agradable de contar a los parientes de la víctima.

Lo conseguiremos, le había repetido el abogado, verás como lo conseguiremos.

Ahora lo descubrirían: ese día estaba a punto de llegar y Davide Pagliarini estaba muy preocupado, a pesar de las palabras de su abogado.

Quedaron para verse al día siguiente y hablar del asunto en privado.

Cuando Pagliarini y el abogado se vieron en la oficina de este último, la primera cosa que hicieron fue un resumen de lo ocurrido.

“Había salido de la discoteca. Cuando estaba en la carretera de circunvalación de Bolonia estaba eufórico, he presionado el pedal del acelerador a fondo, sin percatarme de la velocidad a la que iba. Cuando llegué a un cruce, donde estaba el semáforo en verde, golpee a un chaval que estaba atravesando la carretera en el paso de cebra.”

“Aquella persona estaba atravesando la carretera a pesar de saber que en aquel momento no habría debido hacerlo. El semáforo del peatón estaba en rojo, imagino.”

Pagliarini asintió, esperando que su recuerdo fuese real y no estuviese distorsionado por las drogas.

“Ahí está, ves, hemos encontrado un punto a nuestro favor.”

“De acuerdo,” dijo Pagliarini, “pero ¿qué hacemos con el hecho de que yo me hubiese puesto a conducir después de haber tomado una de aquellas malditas pastillas? ¡Maldita sea! No las había tomado nunca, me he dejado liar por el tipo de dentro, aquel que me la ha dado. Me ha dicho Verás cómo te sentirás mejor y yo me he dejado convencer.”

El abogado meditó durante un momento.

“La cuestión de la pastilla no le favorece”, dijo finalmente, “de todas formas conseguiremos salir de esta. Debe fiarse de mí.”

“¡Ojalá! ¿Qué debo hacer mientras tanto, estos días? ¿Algo en concreto? ¿Necesita una declaración mía?”

“Por ahora no. Contará todo en el tribunal. Intente permanecer tranquilo y verá como todo se resolverá.”

“Me fío de su experiencia.”

“Perfecto. Ahora vuelva a casa y relájese. Apareceré cuando sea necesario.”

“Se lo agradezco infinitamente.”

“De nada. Es mi trabajo.”

Después de despedirse el abogado comenzó a pensar en cómo llevar a cabo este caso en los tribunales, y Davide Pagliarini regresó a casa. Seguiría el consejo que le habían dado: relax absoluto hasta el día del juicio.


12



Muy temprano por la mañana, ese mismo día, Mariolina Spaggesi escuchó el timbre, fue al portero automático y preguntó quién era.

“Flores para usted, señora,” fue la respuesta.

“Suba,” dijo la mujer, comenzando a hacer suposiciones sobre el posible remitente del agradable regalo.

Cuando vio al florista con el ramo de flores en la mano, cambió de expresión.

“E... entre, por favor,” dijo, balbuceando, al hombre que tenía delante. Le parecía haberlo visto ya, quizás era el florista que no estaba muy lejos de su casa, en la misma calle.

“Déjelas allí encima.”

El hombre cruzó el umbral del piso, siguió las indicaciones que le habían dado, se despidió rápidamente diciendo que tenía que volver corriendo al negocio porque estaba sólo y había dejado un aviso en la puerta de entrada para hacer comprender a los posibles clientes que volvería enseguida.

Mariolina Spaggesi cerró la puerta y fue rápidamente hacia el ramo de flores que le habían traído.

¿Un ramo de crisantemos?, pensó.

Vio que sobre el papel que envolvía las flores había sido pegado un sobre con las palabras PARA MARIOLINA.

Lo abrió y dentro encontró sólo una tarjeta de visita de cartón.



MASSIMO TROVAIOLI

Direttore Marketing

Tecno Italia S.r.l.



La mujer sintió que se desmayaba y tuvo que sentarse para evitar que sucediese realmente.

Dio la vuelta a la tarjeta de visita y vio que en la parte de atrás estaba escrito ¡HASTA PRONTO! con un bolígrafo.

Después de unos minutos se levantó de la silla, cogió un vaso y lo llenó de agua dos veces. Sentía necesidad de beber.

Lo enjuagó, después fue al cuarto de baño a refrescarse la cara.

¿Cómo podía ser?

Debido a una creencia popular que le habían transmitido ella había asociado siempre los crisantemos con los difuntos, y Máximo Trovaioli…

Cogió el teléfono y marcó el 091.

“Me persiguen…” consiguió decir con esfuerzo cuando alguien le respondió desde el otro lado de la línea.

“Mantenga la calma, señora” dijo el agente que estaba al teléfono, “explíquese mejor.”

“Yo… ¡me está persiguiendo… un muerto!”

“Eso es imposible. ¿Está segura de encontrarse bien?”

“Sí. Sí, estoy bien,” dijo ella “¡Estoy siendo… perseguida por un muerto!”, gritó.

“¿Dónde vive?”, preguntó finalmente el agente intentando cortar la conversación “Le mando a alguien.”

La mujer dio su dirección y concluyó la llamada pidiendo que se diesen prisa.

Cuando llegaron los dos patrulleros encontraron a Mariolina Spaggesi presa del pánico.

“Intente tranquilizarse, señora. Querríamos que nos contase con tranquilidad que está ocurriendo”, explicó uno de los dos agentes.

La mujer les contó lo del sobre recibido algunos días atrás y lo de las flores entregadas esa mañana.

“¿Quién es Massimo Trovaioli?”, preguntó un agente.

“Mi último ex.”

“¿Él podría tener algo en su contra? Cuando se han separado ¿ha sucedido de mala manera?”

“Él está… ¡muerto!” gritó la mujer. “Él es el… muerto… ¡que me persigue!”

La señorita Spaggesi continuaba gritando, parándose siempre sobre la palabra muerto cada vez que la pronunciaba.

“Perdónenos,” dijo el otro agente, “No nos queda todavía claro este punto. Nos debe disculpar. Lo sentimos.”

“No pasa nada” respondió la mujer después de un momento de silencio en el cual intentó tranquilizarse.

“¿Ha visto quién le ha traído estas flores?,” le preguntaron cuando los dos agentes estuvieron seguros que había pasado el peor momento.

“Parecía… el florista… aquel que está calle abajo, en la vía San Vitale, pero no estoy segura. Cuando estoy por ahí fuera camino siempre deprisa y no me fijo mucho en las tiendas.”

“Lo comprobaremos,” le aseguró uno de los patrulleros, volviéndose hacia su compañero con una mirada de complicidad. “Mientras tanto, usted debe permanecer tranquila. ¿Nos lo promete?”

“Lo intentaré,” respondió la mujer. “Lo intentaré.”

“Bien. Nosotros nos pondremos a ello inmediatamente para echar un poco de luz sobre este asunto. Probablemente sea un malentendido.”

“Tengo miedo,” dijo la señorita Spaggesi, “Haced algo, por favor,” les imploró, como si no hubiese escuchado las últimas palabras de los agentes.

“Tranquilícese y beba un vaso de agua fresca.”

El agente más cercano al grifo del agua cogió un vaso que encontró al lado, lo llenó con agua y se lo dio a la mujer.

“Beba a sorbitos y verá como le ayuda a sentirse mejor.”

La mujer bebió siguiendo el consejo y, mientras permanecía sentada, preguntó si no sería un problema, para los dos agentes, si ella no los acompañaba hasta la puerta.

“No hay problema, señora.”

Mariolina Spaggesi quedó sola, sentada e inmóvil, pensando en todo lo que había ocurrido, confortada por las palabras de los dos agentes: ellos se ocuparían del problema, esperaba que lo resolviesen.

Cuando los dos agentes, siguiendo las indicaciones de la señorita Spaggesi, llegaron al negocio de flores, encontraron un aviso en la puerta: VUELVO ENSEGUIDA.

Aquel que parecía ser el dueño llegó con paso rápido, acelerando en los últimos metros al ver a dos agentes de policía esperando.

“¿Me buscabais?” preguntó, “¿Os puedo ayudar, ha sucedido algo?”

“¿Podemos entrar?”, dijo uno de los dos agentes.

“Por favor, por favor, faltaría más.”

El hombre abrió la puerta de cristal e hizo sentar a los dos agentes en el interior.

“Por favor, decidme. ¿Qué ha sucedido? Yo no os he llamado. No me han robado nada.”

“No estamos aquí por esa razón” le interrumpió un agente.

“Explicaos.”

“Una persona dice que ha recibido un ramo de flores de un muerto”, comenzó a contar el agente con más años de carrera en la policía.

“Imposible”, dijo el florista, “Los muertos no mandan flores a nadie.”

“Dice también que se las llevó usted o una persona que trabaja con usted.”

La mirada del hombre se volvió más sombría.

“No entiendo a dónde queréis llegar.”

“Queremos solo comprender qué ha sucedido,” explicó el agente más joven. “Está persona está realmente aterrorizada.”

“¿Cuándo habría sucedido?”

“Hace poco tiempo… un par de horas.”

“Dejadme pensar un momento.”

El florista hizo una pequeña pausa, a continuación volvió a hablar.

“Yo trabajo solo, no tengo ayudantes ni nada parecido aquí. No me los puedo permitir. Hago yo todo: recibo a los clientes, les sirvo y, si es preciso, llevo los pedidos a domicilio.”

“Cuando hemos llegado a aquí, usted no estaba. ¿Estaba con una entrega?”

“Obviamente.”

“Nada es obvio en nuestro trabajo,” dijo un agente, como para dar a entender que no estaban haciendo una visita de cortesía.

“Excusadme”, dijo el hombre, “Claro, sí, me había ausentado diez, quince minutos quizás, para llevar un encargo.”

“De acuerdo. ¿Ahora nos puede decir si ha hecho una entrega hace más o menos dos horas?”

Después de una pausa, el florista respondió: “Creo que sí. Era una señora, quizás una señorita. No le sabría decir con exactitud: no indago sobre la vida privada de mis clientes. De todas formas, era una mujer.”

“¿Recuerda el nombre?”

“No, lo siento.”

“Piénseselo bien. Reflexione un momento. Esta información puede sernos de utilidad.”

“Os lo confirmo. No me acuerdo”, dijo después de un minuto, “Por desgracia veo muchas personas durante el día y a menudo no me acuerdo de los nombres.”

“Da lo mismo,” le aseguró el agente. “¿Se acuerda por lo menos quién le ha encargado el pedido?”

“Un hombre. Sí, era un hombre.”

“¿Sabría decirnos algún otro detalle?”

“Mmm… elegante. Era un hombre elegante.”

“¿Alguna cosa más?”

“Debo pensarlo. Sabed, esta persona llegó ayer por la noche mientras estaba a punto de cerrar el negocio, por lo que ha pasado algo de tiempo.”

“No se preocupe, tendrá todo el tiempo que necesite. Si le viene algo a la memoria no dude en informarnos.”

“Lo haré,” dijo el hombre a modo de despedida. “Ahora, si no os molesta, tengo cosas que hacer”, añadió viendo que entraba una mujer en la tienda.

“Por favor, hágalo, los clientes son lo primero. Excúsenos por la molestia.”

Los dos agentes dejaron la floristería y se marcharon por debajo del pórtico en dirección a las Dos Torres.

“Este hombre no nos dice la verdad,” dijo el agente más viejo, “Creo que nos está ocultando algo.”

“Yo también lo creo,” dijo el otro, “pero no sabría decir el qué.”


13



La primera audiencia en la que participó Davide Pagliarini, por haber embestido al niño en la carretera de circunvalación de Bolonia, fue bastante embarazosa para él. Fueron expuestos los hechos y, a continuación, el culpable fue interrogado delante del juez.

Después de las preguntas del abogado de la acusación particular y de las del defensor, desde el público se escuchó un “¡Avergüénzate!” gritado con tanta fuerza que resultó estridente.

Pagliarini empalideció y quedó paralizado en la silla, sin saber de qué parte mirar; le habría gustado hundirse, desaparecer, y no encontrarse en aquel lugar en ese momento.

Después de un instante, se giró hacia su abogado y, sin mediar palabra, su mirada le dijo ¿qué debo hacer?; el otro, sin abrir la boca, respondió con una mirada interrogativa, ya que ni siquiera él sabía que sería mejor: seguramente no dar importancia a lo ocurrido, considerando la reacción que había tenido lugar, haría que la situación fuese menos problemática, antes que mostrar la vergüenza requerida por la persona que había tenido el valor de dar ese grito en público en el interior del aula de un tribunal.

Finalmente, Pagliarini se levantó de la silla usada para los interrogatorios y fue hacia su abogado andando lentamente, pero sin mostrar signos de hacer entender al anónimo chillón de haber dado en el blanco.

La audiencia finalizó sin una resolución definitiva, a la espera de otra sesión.

El abogado escoltó a su asistido hasta la salida para evitarle episodios desagradables similares al que había ocurrido en la sala, entonces le dijo que se verían de nuevo en breve para decidir cuál línea de defensa seguir en la siguiente audiencia.



El inspector Zamagni y el agente Finocchi fueron juntos a hablar con el empresario que había contratado a Lucia Mistroni.

La muchacha trabajaba en la Piazzi & Co. como empleada de oficina y se ocupaba de la contabilidad.

Cuando hablaron en la recepción, a los dos los hicieron sentar en butacas de piel que estaban enfrente del mostrador y, pocos minutos más tarde, los recibió el titular de la empresa.

Era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto sencillo y con modales ni agresivos ni arrogantes, que se mostró feliz de ayudar a los funcionarios de policía en el desempeño de sus funciones.

“¿De qué os ocupáis?” preguntó Zamagni

“Importación-exportación de artículos diversos.” dijo el hombre.

“¿Y la señorita Mistroni trabajaba con vosotros desde hacía mucho tiempo?”

“No recuerdo exactamente, pero aproximadamente algunos años.”

Zamagni e Finocchi asintieron.

“¿Según usted, cómo era la relación de la muchacha con sus otros colegas?”

“Por cuanto yo sé, buena. Desde este punto de vista me siento afortunado: parece ser que todos los trabajadores contratados de esta empresa se llevan bien, hay un clima muy relajado.”

“Comprendo”, dijo el inspector.

“¿Nos sabría decir si, por casualidad, la señorita Mistroni tuviese problemas fuera del trabajo?” preguntó el agente Finocchi, “Quiero decir algún episodio del pasado del que la muchacha hubiese hablado con usted o con otra persona.”

«Siempre fue una persona bastante reservada.»

“¿Y entre sus colegas no hay ninguno con quien tuviese una relación confidencial?”

“Me llegó la noticia de que se había prometido con un ex dependiente nuestro pero que, hasta hace un mes, trabajaba aquí. No me parece que hubiese otras personas con las que tuviese una relación de confianza.”

Zamagni y Finocchi se intercambiaron una mirada: Paolo Carnevali no les había dicho nada parecido y quizás tendrían que profundizar sobre este tema.

Intuyendo que, al menos aparentemente, aquella charla no les estaba llevando a ninguna parte, los dos agradecieron al hombre su paciencia, Zamagni intercambió con él la tarjeta de visita, y después salieron.


14



A la mañana siguiente Zamagni recibió una llamada de la Policía Científica para darle información adicional sobre Lucia Mistroni: análisis hechos en profundidad había revelado una cantidad nada despreciable de melatonina y, cuando el inspector pidió explicaciones, su interlocutor le dijo que se trataba de un sedante, para conciliar el sueño, pero que en dosis excesivas podía dar lugar a algunas contraindicaciones, entre las que se encontraban los mareos.

“Por lo tanto la muchacha podría haber tomado por voluntad propia demasiados comprimidos de esta sustancia, golpearse la cabeza y morir.”

“Sí. En realidad es posible otra hipótesis.”

“¿Cuál?”

“Hay melatonina en gotas. Si de verdad la señorita Mistroni conocía a su asesino, este último, no pareciendo sospechoso, podría haber puesto una cantidad excesiva de gotas en una bebida, la muchacha ha bebido y… ¡patatrac! ”

“No podemos excluir esta posibilidad. La tendré en cuenta, gracias.”

Terminada la conversación telefónica Zamagni fue en busca de Marco Finocchi para informarle de las últimas noticias recibidas.

“Parece que el caso se está complicando cada vez más,” dijo el agente.

El inspector asintió.

“¿Y si la muchacha, por algún motivo, estuviese cansada de cómo le iban las cosas? Por algún motivo desconocido podría haber deseado…”

“¿Suicidarse?”

“Sí.”

“¿Sin dejar ni siquiera una nota con alguna explicación sobre ello?”

Ambos quedaron pensativos, así que Zamagni dijo, aunque de mala gana: “Quizás deberíamos volver al principio.”

“¿En qué sentido?”

“Volver sobre nuestros pasos, interrogar de nuevo a todos e intentar revaluar cada elemento que tenemos en nuestro poder, ahora que sabemos lo de la melatonina.”

“Ya entiendo”, dijo Finocchi.

“No hay tiempo que perder,” le exhortó el inspector, “Reseteemos y partamos de cero.”





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¿Qué conexión existe entre una serie de homicidios cometidos en Bolonia y sus alrededores? ¿Se trata de un asesino en serie o es otra cosa? Descubrirlo será el trabajo del Inspector Stefano Zamagni y sus hombres.

Una mujer es encontrada muerta y hay razones para pensar que sea un homicidio. Comienzan las investigaciones, pero la policía parece estar en un callejón sin salida. Poco después, corren la misma suerte otras personas y de esta manera se descubre que tienen algo en común. La idea del asesino en serie viene a la mente de todos los investigadores hasta que el posible culpable es encontrado muerto de un disparo. El inspector Zamagni y el agente Finocchi no saben qué hacer hasta que reciben una confesión que dará un nuevo giro al caso. Un thriller lleno de giros en la trama que mantendrá al lector en tensión hasta la llegada de un inesperado epílogo.

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