Книга - Por y Para Siempre

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Por y Para Siempre
Sophie Love


“Una novela muy bien escrita que describe la lucha de una mujer (Emily) para encontrar su verdadera identidad. La autora ha hecho un trabajo magnífico en la creación de los personajes y en sus descripciones del entorno. El romance está ahí, pero sin sobredosis. Se merece puntos extra por este fantástico comienzo de una serie que promete ser de lo más entretenida.”--Books and Movies Reviews, Roberto Mattos (de Por Ahora y Siempre)¡POR Y PARA SIEMPRE es el segundo libro de la serie romántica LA POSADA DE SUNSET HARBOR, que se inicia con el primer libro POR AHORA Y SIEMPRE!Emily Mitchell, de 35 años, acaba de dejar su trabajo, su apartamento y su exnovio en Nueva York y, necesitada de un cambio en su vida, se ha marcado a la casa abandonada de su padre en la costa de Maine. Tras invertir los ahorros de su vida en restaurar el viejo hogar histórico, y con una relación naciente con el cuidador del edificio, Daniel, Emily se está preparando para abrir la Posada de Sunset Harbor con la llegada del Día de los Caídos.Pero no todo va según lo planeado. Emily aprende muy pronto que no tiene ni idea de cómo gestionar un hostal, y la casa, aún a pesar de sus esfuerzos, sigue necesitando arreglos nuevos y urgentes que no se puede permitir. Su codicioso vecino sigue decidido a darle problemas, y lo que es peor: justo cuando su relación con Daniel empieza a florecer, Emily descubre que éste oculta un secreto, uno que lo cambiará todo.Con sus amigos urgiéndole para que vuelva a Nueva York y su expareja intentando volver a ganarse su corazón, Emily tiene que tomar una decisión que cambiará su vida. ¿Intentará resistir y aceptar una vida en un pueblo pequeño en la vieja casa de su padre? ¿O le dará la espalda a sus nuevas amistades, a sus amigos, a su vida y al hombre del que se ha enamorado?POR AHORA Y SIEMPRE es el primer libro de un deslumbrante debut que se inicia con una serie en el género romántico, una serie que te hará reír, llorar, que te hará seguir leyendo hasta bien entrada la noche… y que conseguirá que vuelvas a enamorarte del romance.El segundo libro estará disponible en breve.







p o r y p a r a s I e m p r e



(la posada de SUNSET HARBOR—libro 2)



S O P H I E L O V E


Sophie Love



Como apasionada de toda la vida del género romántico, Sophie Love se enorgullece de presentar su primera serie romántica: POR AHORA Y SIEMPRE (LA POSADA DE SUNSET HARBOR – LIBRO 1).



¡A Sophie le encantaría oír tu opinión, así que por favor visita www.sophieloveauthor.com (http://www.sophieloveauthor.com/) para escribir un correo electrónico, para unirte a su lista de contactos, recibir ebooks gratis, enterarte de las últimas noticias y seguir en contacto!



Copyright © 2016 de Sophie Love. Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido bajo el Acta de Copyright de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida bajo ninguna forma o medio, ni almacenada en bases de datos o sistemas de recuperación, sin la autorización previa del autor. Este ebook sólo tiene licencia para tu disfrute personal. Este ebook no puede revenderse ni ser entregado a terceras personas. Si quieres compartir este libro con otra persona, por favor compra una copia adicional para cada destinatario. Si estás leyendo este libro y no lo has comprado, o si no fue comprado únicamente para tu uso, por favor devuélvelo y adquiere tu propia copia. Gracias por respetar el trabajo duro de este autor. Esto es una obra de ficción. Los nombres, personajes, negocios, organizaciones, lugares, eventos e incidentes son o bien producto de la imaginación del autor o usados de manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia. Copyright de la imagen de la portada NicoElNino, usada bajo licencia de Shutterstock.com.


NOVELAS DE SOPHIE LOVE



LA POSADA DE SUNSET HARBOR

POR AHORA Y SIEMPRE (Libro #1)

POR Y PARA SIEMPRE (Libro #2)

CONTIGO PARA SIEMPRE (Libro #3)


CAPÍTULO UNO (#u2b14d00c-71d8-5646-901e-1fb8b7e557d9)

CAPÍTULO DOS (#uf714aa7c-c1af-5d9b-853b-5c87a90e74db)

CAPÍTULO TRES (#u6985bf93-3e40-5e0e-affd-b4394fd1d04b)

CAPÍTULO CUATRO (#u3ca08ae1-9120-5675-9bca-802e288d80de)

CAPÍTULO CINCO (#uf619c31c-dcff-5dd8-b689-a75355e1ebb1)

CAPÍTULO SEIS (#u384b86b9-4f76-54b0-87d8-da970250c3df)

CAPÍTULO SIETE (#uf2ac7832-71a9-5cd6-969a-451a0bf7d4c1)

CAPÍTULO OCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO NUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIEZ (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO ONCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DOCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TRECE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CATORCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO QUINCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DECISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIUNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIDÓS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIRÉS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA (#litres_trial_promo)




CAPÍTULO UNO


―Buenos días.

Emily se estiró y abrió los ojos. La imagen que le dio la bienvenida era la más hermosa que hubiese podido imaginar: Daniel, rodeado por las limpias sábanas blancas y con el halo de la luz matutina besándole el cabello revuelto. Inspiró una bocanada de aire profunda y satisfecha, preguntándose cómo había podido alinearse su vida de un modo tan perfecto. Parecía que el destino, tras tantos años de dificultades, por fin había decidido darle un respiro.

―Buenos días. ―Le devolvió la sonrisa con un bostezo.

Volvió a acurrucarse bajo las sábanas, sintiéndose cómoda, abrigada y más relajada de lo que lo había estado nunca. La calma silenciosa de las mañanas en Sunset Harbor contrastaban drásticamente con el ajetreo de su antigua vida en Nueva York. Podría llegar a acostumbrarse a aquello: al sonido de las olas rompiendo a lo lejos, al olor del océano, a tener a un hombre atractivo tumbado junto a ella en la cama.

Se levantó y fue hacia las puertas cristaleras que daban al balcón, abriéndolas para poder sentir la calidez del sol en la piel. El océano destellaba en la distancia, y los rayos de luz iluminaron el dormitorio principal que tenía a la espalda. A su llegada, hacía seis meses, había sido un desastre lleno de polvo, pero ahora era una ensenada de tranquilidad de paredes y sábanas blancas, alfombra suave, una preciosa cama con dosel y mesitas de noche antiguas cuidadosamente restauradas. En aquel momento, con el sol dándole en la cara, Emily sintió que por una vez todo era perfecto.

―¿Estás lista para tu gran día? ―dijo Daniel desde la cama.

Emily frunció el ceño, con la cabeza todavía demasiado embotada por el sueño como para comprenderle.

―¿Mi gran día?

Daniel sonrió con suficiencia.

―Tu primer cliente, ¿recuerdas?

A los pensamientos de Emily le hicieron falta un segundo para caer en la cuenta, pero enseguida recordó que tenía a su primer cliente, el señor Kapowski, durmiendo en la habitación al final del pasillo. La casa que se había pasado seis meses restaurando había pasado de ser un hogar a un negocio, y aquello significaba que tenía que preparar un desayuno.

―¿Qué hora es? ―preguntó.

―Las ocho ―contestó Daniel.

Emily se quedó paralizada.

―¿Las ocho?

―Sí.

―¡No! ¡Me he quedado dormida! ―exclamó, volviendo a entrar a la carrera al dormitorio desde el balcón. Cogió el reloj despertador y lo agitó con furia―. ¡Se suponía que tenías que despertarme a las seis, maldito cacharro!

Lo volvió a dejar con un golpe sobre la mesita de noche y después se apresuró hacia la cómoda en busca de algo de ropa, lanzando suéteres y pantalones por todas partes. Nada le parecía lo bastante profesional.; había tirado a la oficina toda la ropa que había tenido para la oficina de su antigua vida en Nueva York, y ahora todo lo que tenía era ropa práctica.

―Tranquila ―rió Daniel entre dientes desde la cama―. No pasa nada.

―¿Cómo que no pasa nada? ―gimoteó Emily, saltando a la pata coja mientras se ponía unos pantalones―. ¡El desayuno empezaba a las siete!

―Y sólo hacen falta cinco minutos para escalfar un huevo ―añadió Daniel.

Emily se quedó paralizada allí donde estaba, medio vestida y con cara de haber visto a un fantasma.

―¿Crees que querrá huevos escalfados? ¡No tengo ni idea de cómo escalfar un huevo!

En lugar de tranquilizarla, las palabras de Daniel sólo sirvieron para hundirla todavía más en el pánico. Arrancó un arrugado suéter liliáceo del cajón y se lo pasó con la cabeza, consiguiendo que la electricidad estática le encrespase el cabello al instante.

―¿Dónde está mi máscara de pestañas? ―preguntó, corriendo de un lado al otro―. ¿Y podrías dejar de reírte de mí? ―añadió, dirigiendo una mirada enfurecida a Daniel―. Esto no es divertido. Tengo a un huésped. ¡A un huésped que paga! Y no tengo más que zapatillas de deporte que ponerme. ¿Por qué tiré todos los tacones?

Las risitas ahogadas de Daniel se convirtieron en carcajadas.

―No me río de ti ―consiguió decir―. Me río porque soy feliz. Porque estar contigo me hace feliz.

Emily hizo una pausa; aquellas palabras tocaron algo en lo profundo de su ser. Lo miró, allí tumbado de manera lánguida como si fuera un Dios en su cama. Daniel tenía una cara con la que no se podía estar enfadada mucho tiempo.

Daniel apartó la vista. Aunque Emily ya estaba acostumbrada a que Daniel se encerrase en sí mismo cuando demostraba demasiado lo que sentía, aquello seguía poniéndola nerviosa. Los propios sentimientos de Emily eran tan evidentes que era como si fuera trasparente. No le cabía duda de que siempre llevaba el corazón en la mano.

Pero a veces Daniel la hacía sentirse perdida. Con él nunca estaba segura, y aquello le recordaba de manera casi dolorosa a sus relaciones anteriores y a la falta de estabilidad que había sentido en ellas, como si estuviese de pie en la cubierta de un barco que se balancease sobre el mar y nunca fuese a acostumbrarse al balanceo. No quería que aquella historia se repitiese con Daniel, quería que con él fuese distinto. Pero la experiencia le había enseñado que en la vida es muy raro conseguir lo que se desea.

Volvió a girarse hacia la cómoda, ahora en silencio, y se puso unos pequeños pendientes de plata.

―Tendrá que servir ―dijo, desviando la mirada del reflejo de Daniel en el espejo para mirarse a sí misma, y su expresión pasó de ser la de una chica llena de pánico a la de una mujer de negocios decidida.

Salió con paso firme del dormitorio y se lo encontró todo sumido en el silencio. El pasillo del segundo piso era ahora imponente, con unas preciosas lámparas de pared y una araña en el techo que atrapaba la luz del sol matutino y la reflejaba en todas partes. El suelo de madera se había pulido hasta la perfección, añadiendo un toque rústico pero glamuroso.

Emily miró hacia la puerta que había al final de dicho pasillo, la puerta de la habitación que previamente había pertenecido a Charlotte y a ella. Restaurar aquella habitación había sido lo más difícil de todo, puesto que para ella había sido como borrar a su hermana. Pero todas las cosas de Charlotte estaban ordenadas con cuidado en un rincón especial del ático, y Serena, amiga de Emily y artista local, había creado algunas obras de arte asombrosas con la ropa de su hermana. Aun así, seguía sintiendo un cosquilleo en el estómago al saber que había un desconocido durmiendo al otro lado de aquella puerta, un desconocido al que ahora tenía que servirle el desayuno. En sus fantasías de convertir la casa en un hostal nunca había llegado a imaginar cómo sería realmente, qué aspecto tendría ni cómo se sentiría al respecto. De repente le parecía que no estaba preparada en lo más mínimo, como si fuera una niña jugando a ser adulta.

Recorrió el pasillo hacia las escaleras asegurándose de hacer el mínimo ruido posible. La nueva alfombra color crema era esponjosa bajo sus pies, y no pudo evitar mirarla con adoración. La transformación de la casa había sido una auténtica maravilla que contemplar. Todavía quedaba trabajo por hacer: el tercer piso en concreto era un completo desastre, con habitaciones en las que todavía ni había entrado, y aquello sin mencionar los demás edificios de la propiedad que contenían una piscina abandonada y todo un ejército de cajas que organizar. Pero lo que había conseguido hasta el momento con una pequeña ayuda de la amable gente de Sunset Harbor todavía le sorprendía. La casa le parecía ahora una amiga, una que todavía tenía secretos que compartir. De hecho, había una llave en concreto que estaba demostrando ser todo un misterio; no importaba lo que intentase Emily, no conseguía encontrar qué era lo que abría. Lo había comprobado todo, desde los cajones de los escritorios hasta las puertas de los armarios, pero todavía no lo había encontrado.

Bajó la larga escalera que ahora contaba con unas barandillas pulidas y relucientes, la esponjosa alfombra de aspecto resplandeciente y los afianzadores de cobre que destacaban los colores a la perfección. Pero mientras bajaba admirándolo todo, se percató de que había una mancha en la alfombra: una huella de barro desdibujada. Era claramente la huella de la bota de un hombre.

Se detuvo en el último escalón. «Daniel debe tener más cuidado cuando vaya de aquí para allá», pensó.

Pero entonces notó que la huella se alejaba de ella, dirigiéndose hacia la puerta principal, lo que significaba que la persona había bajado las escaleras. Y si Daniel seguía en la cama, entonces aquella huella sólo podía pertenecer a su huésped, el señor Kapowski.

Emily se apresuró hacia la puerta y la abrió a toda prisa. El señor Kapowski había llegado con su coche el día anterior por el camino de entrada recién pavimentado y había aparcado justo allí. El coche ya no estaba.

Emily no se lo podía creer.

Se había ido.




CAPÍTULO DOS


Llena de pánico, volvió a entrar corriendo en la casa.

―¡Daniel! ―gritó desde el pie de las escaleras―. ¡El señor Kapowski se ha ido! ¡Se ha ido porque no me he levantado a tiempo de prepararle el desayuno!

Daniel apareció en lo alto de las escaleras cubierto únicamente con unos pantalones de pijama, dejando al descubierto los hombros anchos y el pecho musculoso. Su cabello estaba enmarañado, lo que le daba el aspecto de un estudiante que se hubiese levantado con prisas.

―Seguramente tan solo haya ido a Joe’s ―repuso, bajando las escaleras hacia Emily al trote―. Mencionaste lo buenos que son sus gofres, ¿recuerdas?

―¡Pero se supone que yo le tengo que preparar el desayuno! ―exclamó Emily―. El hostal es un B&B, de bed and breakfast, alojamiento y desayuno, no un B de bed a secas!

Daniel llegó al pie de los escalones y la tomó entre sus brazos, abrazándola suavemente por la cintura.

―Quizás no se haya dado cuenta de lo que significa la segunda B. Quizás creía que significaba «baño». O banana ―bromeó. Le dio un beso en el cuello, pero Emily lo apartó agitando la mano y se escabulló de su abrazo.

―¡Daniel, deja de hacer el tonto! ―espetó―. Esto es serio. Es mi primer huésped y no me he despertado a tiempo de hacerle el desayuno.

Daniel sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco con afecto.

―No es para tanto. Habrá bajado a desayunar junto al océano en lugar de eso. Está de vacaciones, ¿te acuerdas?

―Pero desde mi porche se ve el océano ―tartamudeó Emily con una voz que empezaba a fallarle. Se dejó caer sentada en el último escalón sintiéndose pequeña, como una niña que hubieran castigado a sentarse allí, y dejó caer la cabeza entre las manos―. Soy una anfitriona horrible.

Daniel le frotó los hombros.

―Eso no es verdad. Simplemente todavía no le has cogido el ritmo. Todo es nuevo y extraño, pero lo estás haciendo bien. ¿Vale?

Dijo aquella última palabra con firmeza, casi con paternalismo, y Emily no pudo evitar sentirse reconfortada. Alzó la mirada hacia él.

―¿Quieres que te escalfe a ti un huevo al menos? ―preguntó.

―Eso sería un detalle ―dijo Daniel con una sonrisa. Tomó el rostro de Emily entre las manos y le dio un beso en los labios.

Fueron juntos a la cocina y el sonido de la puerta abriéndose despertó a Mogsy y a su cachorro, Lluvia, de su duermevela en el lavadero que había justo al otro lado de la puerta tipo granero. Emily sabía que mantener a los perros fuera de la cocina y de cualquier otra parte de la casa que necesitase para el negocio del hostal era un deber absoluto si no quería que le cerrasen el negocio al instante por higiene y salubridad, pero se sentía mal por confinar a los perros a un espacio tan pequeño de la casa. Se recordó a sí misma que era una situación temporal; ya había conseguido que cuatro de los cinco cachorros de Mogsy fuesen adoptados por amigos del pueblo, pero Lluvia, el más pequeño de la camada, era más difícil de colocar, y nadie parecía ni remotamente interesado en aceptar a la madre. A fin de cuentas era, siendo amables, una perra callejera bastante fea.

Tras llevar a los perros fuera y darles de comer, Emily volvió a la cocina. Mientras tanto Daniel había logrado salir un momento al jardín para recoger los huevos que habían puesto aquella mañana las gallinas Lola y Lolly, y había preparado una jarra de café. Emily aceptó una taza agradecida y aspiró el aroma antes de acercarse a los fogones Arga, otra de las reliquias de su padre que había restaurado, y se puso a practicar el arte de escalfar huevos.

De entre todas las habitaciones de la casa, la cocina era su preferida. Aquel pobre espacio había sido víctima del tiempo y el abandono a su llegada, y después los había asaltado una tormenta que había provocado más daños, y después la tostadora se había fundido y había provocado un incendio. El daño por el humo había sido más destructor que el fuego en sí: las llamas tan solo habían alcanzado un estante y consumido algunos libros de cocina, pero el humo había conseguido filtrarse por todos los huecos y resquicios, dejando tras de sí manchas negras y el olor de plástico quemado en todo lo que había tocado.

En tan solo seis meses, a aquella habitación le había pasado todo lo malo que podía pasarle. Pero tras algunas noches de trabajo duro, por fin había sido restaurada por tercera vez y tenía un aspecto encantador con su frigorífico retro y su original palangana blanca victoriana Belfast, además de sus encimeras de mármol negro.

―Resulta ―dijo Emily, sirviendo su quinto intento de huevo escalfado en el plato de Daniel―, que no soy una cocinera tan mala después de todo.

―¿Ves? ―dijo Daniel, cortando la clara del huevo y dejando que la yema dorada cayese sobre la tostada―. Ya te lo había dicho. Tienes que escucharme más a menudo.

Emily sonrió, disfrutando del humor amable de Daniel. Ben, su ex, nunca la había hecho reír como lo hacía Daniel, y tampoco había podido reconfortarla nunca en sus momentos de pánico. Con Daniel era como si nada fuera nunca demasiado complicado para hacerle frente. No importaba si se trataba de una tormenta o un incendio, Daniel siempre le hacía sentir que todo iba bien, que podía arreglarse. Su estabilidad era uno de sus rasgos más atractivos; podía calmarla y tranquilizarla del mismo modo en que la tranquilizaba el océano. Pero aun así Emily nunca estaba segura de qué opinaba Daniel, de si sentía lo mismo que ella. Tenía la impresión de que su relación era como la marea, y al igual que ésta, no podían controlarla por mucho que lo intentasen.

―Bueno ―dijo Daniel, mordisqueando felizmente su desayuno―, después de comer deberíamos empezar a prepararnos.

―¿Prepararnos para qué? ―preguntó Emily, dando un trago de su segunda taza de café solo.

―Hoy es el desfile del Día de los Caídos ―repuso Daniel.

Emily recordaba vagamente haber asistido a un desfile de niña y de haber querido volver a verlo, pero ya había metido suficiente la pata aquel día como para poder permitirse una salida.

―Tengo muchas cosas de las que ocuparme por aquí. Tengo que preparar la habitación de invitados.

―Ya está hecho ―contestó Daniel―. Lo he hecho mientras te encargabas de los perros.

―¿De verdad? ―inquirió Emily con recelo―. ¿Has cambiado las toallas?

Daniel asintió.

―¿Y los mini champús?

―Ajá.

―¿Y los saquitos de café y azúcar?

Daniel arqueó una ceja.

―Todo lo que tenía que cambiarse se ha cambiado. He hecho la cama, y antes de que lo digas, sí, sé cómo hacer una cama. He vivido solo durante años. Todo está listo para cuando vuelva, así que, ¿vienes al desfile?

Emily sacudió la cabeza.

―Tengo que estar aquí cuando vuelva el señor Kapowski.

―No necesita que le hagas de canguro.

Emily se mordió el labio. Tener a su primer huésped le ponía nerviosa, y estaba desesperada por hacerlo todo bien. Si no conseguía que aquello funcionara, tendría que volver a Nueva York con la cola entre las patas y seguramente acabaría durmiendo en el sofá de Amy, o todavía peor, en la habitación libre de su madre.

―¿Pero y si necesita algo? Como más cojines, o…

―¿O más bananas? ―la interrumpió Daniel con una sonrisa de satisfacción.

Emily suspiró, reconociendo la derrota. Daniel tenía razón; el señor Kapowski tampoco esperaría que estuviera esperándolo en todo momento. De hecho, lo más seguro era que prefiriese que Emily no interfiriera demasiado. Después de todo, estaba de vacaciones, y la mayoría de la gente lo que buscaba era paz y tranquilidad.

―Venga ―la animó Daniel―. Será divertido.

―De acuerdo ―accedió ella―. Iré.



*



Allá donde mirase, Emily veía banderas de Estados Unidos. Su visión se había convertido en un caleidoscopio de barras y estrellas que le arrancó un jadeo de sorpresa. Las banderas colgaban de los escaparates de todas las tiendas y entre cada par de lámparas había una cuerda de banderas anudadas, y aquello ni siquiera se podía comparar al número de banderas que agitaban los paseantes. Parecía que todo el mundo que circulaba por la acera tenía una.

―Papi ―dijo Emily, alzando la vista hacia su padre―. ¿Puedo tener yo también una bandera?

El hombre le sonrió desde arriba.

―Desde luego que sí, Emily Jane.

―¡Y yo, y yo! ―se sumó una vocecita.

Emily se giró para mirar a su hermana, Charlotte, vestida con una brillante bufanda púrpura alrededor del cuello que no encajaba para nada con sus botas de mariquitas. Era una niña pequeña a la que todavía le costaba mantener el equilibrio.

Las niñas siguieron a su padre, cada una de ellas aferrándose con fuerza a una de sus manos, y cruzaron con él la calle para entrar en una pequeña tienda que vendía encurtidos y salsas caseras en tarros.

―Vaya, hola, Roy. ―La mujer de detrás del mostrador sonrió de oreja a oreja, y después les sonrió también a las dos pequeñas―. ¿Habéis subido durante estos días festivos?

―Nadie celebra el Día de los Caídos como Sunset Harbor ―contestó su padre con amabilidad y simpatía―. Dame dos banderas para las niñas, por favor, Karen.

La mujer cogió las banderas de detrás del mostrador.

―¿Y por qué no tres? ―dijo―. ¡No te olvides de ti!

―¿Qué tal cuatro? ―dijo Emily―. Tampoco deberíamos olvidarnos de mamá.

Roy tensó la mandíbula y Emily supo al instante que había dicho algo que no debía. Mamá no querría una bandera, mamá ni siquiera había ido con ellos a Sunset Harbor para el viaje de fin de semana. Una vez más, sólo estaban ellos tres. Parecía que últimamente ocurría cada vez con más frecuencia.

―Dos serán más que suficientes ―contestó su padre con algo de rigidez―. En realidad es por las niñas.

La mujer de detrás del mostrador le tendió una bandera a cada una de las pequeñas; su amabilidad se había visto sustituida por cierta incomodidad avergonzada al comprender que había cruzado sin querer una línea invisible.

Emily miró cómo su padre pagaba a la mujer y le daba las gracias, notando que ahora su sonrisa era forzada y su postura más fría. Deseó no haber mencionado a mamá. Miró la bandera que llevaba entre los dedos enguantados y de repente no le apeteció tanto celebrar nada.

Emily jadeó, volviendo a la calle principal de Sunset Harbor con Daniel. Sacudió la cabeza, sacudiéndose de encima el remolino de aquellos recuerdos. No era la primera vez que experimentaba el regreso repentino de un recuerdo perdido, pero cada vez que ocurría volvía a dejarla profundamente afectada.

―¿Estás bien? ―dijo Daniel, tocándole ligeramente el brazo con expresión preocupada.

―Sí ―contestó ella, pero su voz sonó aturdida. Intentó sonreír, pero sólo consiguió elevar débilmente las comisuras de los labios. No le había hablado a Daniel del modo en que sus recuerdos de infancia estaban volviendo poco a poco. No quería ahuyentarlo.

Decidida a no dejar que sus recuerdos intrusivos echaran a perder su día, Emily se lanzó de cabeza a las celebraciones. Habían pasado muchos años desde la última vez que había asistido, pero aun así seguía sintiéndose asombrada ante todo aquel espectáculo. La maravillaba el modo en que el pequeño pueblo lo daba todo en las celebraciones. Una de las cosas que estaba empezando a adorar de Sunset Harbor eran sus tradiciones, y tenía el presentimiento de que el Día de los Caídos se iba a convertir en otra festividad a la que adorar.

―¡Hola, Emily! ―la llamó Raj Patel desde el otro lado de la calle. Iba caminando con su esposa, la doctora Sunita Patel. Emily los consideraba a ambos amigos.

Los saludó con la mano y se giró hacia Daniel.

―Oh, mira. Ahí están Birk y Bertha. ¿Y es ésa la pequeña Katy, en el cochecito que llevan Jason y Vanessa? ―Señaló al dueño de la gasolinera y a su mujer minusválida. Junto a ellos estaba su hijo, el bombero que había salvado la cocina de Emily de acabar reducida a cenizas. Su esposa y él habían tenido a su primera hija, una pequeña llamada Katy, y se habían quedado a uno de los cachorritos de Emily como regalo para el bebé―. Deberíamos acercarnos a saludar ―continuó, deseosa de hablar con sus amigos.

―En un segundo ―dijo Daniel, dándole un empujoncito con el hombro―. Se acerca el desfile.

Emily miró calle abajo y vio a la banda del instituto local formando, listos para empezar la procesión. El tambor empezó a marcar el ritmo y se vio seguido rápidamente por los instrumentos de viento tocando «La Marcha de los Santos». Observó encantada mientras la banda pasaba frente a ellos, seguida de las animadoras vestidas con conjuntos a juego en rojo, blanco y azul, que recorrieron toda la calle dando volteretas hacia atrás y levantando las piernas.

Después desfiló un grupo de preescolares con las caras de mejillas redondeadas y angelicales pintadas. Emily sintió un pinchazo al verlos. Para ella tener niños nunca había sido una gran prioridad y no había tenido prisa alguna en convertirse en madre considerando la relación abismal que mantenía con la suya propia, pero ahora, al ver a aquellos niños en el desfile, comprendió que algo había cambiado en su interior. Ahora había un nuevo deseo, un pequeño anhelo que tiraba de ella. Miró a Daniel y se preguntó si él también lo sentía, si la imagen de aquellos niños adorables le hacía sentir lo mismo. Pero, como siempre, la expresión de Daniel era indescifrable.

El desfile continuó. Después les tocó a un grupo de mujeres de aspecto duro del equipo de roller derby local y pasaron saltando y corriendo sobre sus patines, seguidas de un par de zancudos y de una gran carroza echa con papel maché de la estatua de Abraham Lincoln.

―Emily, Daniel ―dijo una voz a sus espaldas. Era el alcalde Hansen junto a su ayudante Marcella, que parecía bastante agobiada―. ¿Estás disfrutando de la fiesta? ―preguntó el alcalde―. Si no recuerdo mal no es tu primer año, pero quizás sí sea el primero que recuerdas.

Soltó una risita inocente, pero Emily se agitó incómoda. Intentó adoptar una postura tranquila y feliz.

―Tienes razón. Por desgracia no recuerdo haber venido de niña, pero desde luego ahora la estoy disfrutando. ¿Qué tal tú, Marcella? ―añadió, intentando apartar la atención de sí misma―. ¿Es tu primer año?

Ésta asintió una vez de manera decidida y eficiente, y después volvió a centrarse en su portapapeles.

―No le hagas caso ―dijo el alcalde Hansen con una risita―. Es adicta al trabajo.

Marcella alzó la mirada sólo un segundo, pero fue suficiente para que Emily leyera la frustración en sus ojos. Estaba claro que la actitud relajada del alcalde la frustraba. Emily podía simpatizar con ella; ella misma había estado en la misma posición hacia tan solo seis meses, mostrándose demasiado seria y estresada y movida principalmente por la cafeína y el miedo al fracaso. Mirar a Marcella era como asomarse a un espejo y ver un reflejo de su juventud. Sólo podía esperar que Marcella aprendiese a relajarse y que Sunset Harbor la ayudase a suavizar la tensión que se había adueñado de ella aunque fuera sólo un poco.

―Bueno ―continuó el alcalde―, toca volver al trabajo. Tengo que dar unas medallas, ¿no, Marcella? La ceremonia de premios de la carrera de huevos con cuchara o algo así.

―Las Olimpiadas para Menores de Cinco ―contestó Marcella con una exhalación.

―Eso es ―repuso el alcalde Hansen, y los desaparecieron entre la multitud.

Daniel sonrió.

―Es imposible no enamorarse de este pueblo enloquecido ―comentó, rodeando a Emily con el brazo.

Ésta se acurrucó contra él, sintiéndose a salvo y protegida. Juntos miraron cómo desfilaba la conga, saludando a sus amigos cuando pasaron frente a ellos: Cynthia, de la librería, con su cabello naranja chillón y la ropa que nunca iba a juego; Charles y Barbara Bradshaw, de la pescadería; Parker, de la tienda al por mayor de fruta y verduras orgánicas.

Y entonces Emily distinguió a alguien entre el público que le heló la sangre en las venas. Allí de pie, vestido con unos pantalones a cuadros de golf y un suéter verde lima que a duras penas le cubría la barriga cervecera, estaba Trevor Mann.

―No mires ―susurró entre dientes, buscando la mano de Daniel para sentirse más segura―. Pero el señor Vecino Desdeñoso se ha unido a la fiesta.

Daniel, por supuesto, miró en su dirección al instante, y como si tuviera alguna clase de sexto sentido, Trevor lo notó. Los miró a ambos de reojo y sus ojos oscuros destellaron con malicia.

Emily hizo una mueca.

―¡Te he dicho que no mirases! ―regañó a Daniel mientras Trevor se abría paso hasta ellos.

―Sabes, hay una norma no escrita ―siseó Daniel en respuesta―, de que si le dices a alguien «no mires», lo primero que hará esa persona es mirar.

Era demasiado tarde para huir. Trevor Mann se echó sobre ellos, emergiendo de entre la multitud como alguna especie de horrible bestia con bigote.

―Oh, no ―gimió Emily.

―Emily ―la saludó Trevor con su falsa voz amistosa―, no te habrás olvidado de esos impuestos que debes, ¿verdad? Porque te aseguro que yo no.

―El alcalde me ha dado una prórroga ―contestó Emily―. Estabas en la reunión, Trevor, me sorprende que te lo perdieses.

―No me importa si el alcalde Hansen ha dicho que no hay prisa en que los pagues, eso no depende de él, sino del banco. Y me he puesto en contacto con ellos para hablarles de tu ocupación ilegal de la casa y del negocio ilegal que llevas en ella.

―Eres un capullo ―intervino Daniel, cuadrando los hombros de manera protectora frente a él.

―Déjalo ―dijo Emily, poniéndole la mano en el brazo. Lo último que necesitaba era que Daniel perdiera el control.

Trevor sonrió con suficiencia.

―La prórroga del alcalde Hansen no durará eternamente, y desde luego no tiene ningún peso legal. Y voy a hacer todo lo que esté en mi poder para asegurarme de que tu hostal se hunde y nunca vuelve a salir a flote.




CAPÍTULO TRES


Emily miró cómo Trevor se alejaba entre la gente.

En cuanto hubo desaparecido Daniel se giró hacia ella con un marcado ceño en el rostro.

―¿Estás bien?

Emily no pudo contenerse; se dejó caer contra su amplio pecho, apretando la cara contra su camisa.

―¿Qué voy a hacer? ―jadeó―. Los impuestos me arruinarán el negocio antes incluso de empezar.

―Ni hablar ―dijo Daniel―. Eso no pasará. Trevor Mann nunca ha mostrado interés alguno en tu propiedad hasta que apareciste y la convertiste en algo de deseable. Simplemente está celoso de que tu casa sea mucho mejor que la suya.

Emily intentó reírse de su broma, pero lo único que consiguió fue emitir un gorgoteo húmedo. La idea de dejarlo y volver a Nueva York como un fracaso pesaba en su mente.

―Pero tiene razón ―repuso ella―. El hostal nunca funcionará.

―No hables así ―la regañó Daniel―. Todo irá bien. Yo creo en ti.

―¿De verdad? ―preguntó―. Porque yo casi no lo hago.

―Bueno, pues quizás sea el momento de empezar a hacerlo.

Emily alzó la vista para mirarlo a los ojos y su expresión decidida le hizo sentir que quizás sí que pudiera hacerlo.

―Ey ―dijo Daniel, y sus ojos brillaron de repente llenos de travesuras―. Tengo algo que quiero enseñarte.

No parecía nada desanimado por la melancolía de Emily. La cogió de la mano y tiró de ella entre el público, llevándola en dirección al puerto deportivo. Se dirigieron juntos hacia la dársena.

―¡Tachán! ―exclamó, haciendo un gesto hacia el precioso barco restaurado que se mecía sobre el agua.

La última vez que Emily había visto aquel barco, a duras penas estaba en condiciones para echarse a la mar, pero ahora brillaba como si fuese nuevo.

―No me lo puedo creer ―tartamudeó―. ¿Has arreglado el barco?

Daniel asintió.

―Sí. Le he dedicado mucho tiempo y esfuerzo.

―Se nota.

Recordó cómo Daniel le había dicho que había chocado con alguna especie de barrera mental en su restauración del barco, que no sabía por qué pero no se sentía capaz de seguir trabajando en él. Verlo ahora hacía que se sintiera profundamente orgullosa, no sólo por la belleza que Daniel le había devuelto a la nave, sino porque había conseguido superar cualquiera que fuese el problema que lo había estado frenando. Le devolvió la sonrisa, sintiendo un cosquilleo de felicidad en su interior.

Pero al mismo tiempo sintió un atisbo de tristeza; allí había otro medio de transporte más que podía alejar a Daniel de ella. Daniel siempre estaba en movimiento, ya fuera con sus largos paseos en moto por los acantilados o con los viajes a las ciudades cercanas en su camioneta. Le resultaba tan evidente que quería ver mundo y explorar que ni siquiera le cabía duda alguna. Sabía que, tarde o temprano, Daniel necesitaría dejar Sunset Harbor. Si ella se iría con él cuando llegase el momento era algo que todavía no había decidido.

Daniel le dio un codazo juguetón.

―Debería darte las gracias.

―¿Por qué? ―preguntó Emily.

―Por el motor.

Había sido ella quien le había comprado el motor nuevo a modo de gracias por toda la ayuda que Daniel le había ofrecido en la preparación del hostal, además de ser un intento para animarlo a restaurar el barco.

―No es nada ―contestó, preguntándose si aquel regalo acabaría mordiéndole el trasero. Preguntándose si el hecho de restaurar el barco despertaría el anhelo de Daniel de ponerse en marcha.

―Así que ―continuó Daniel, señalando el barco―, he pensado que, a modo de gracias, deberías acompañarme en el viaje inaugural.

―¡Oh! ―dijo Emily, sorprendida por la propuesta―. ¿Quieres ir a dar una vuelta en barco? ¿Ahora? ―No pretendía sonar tan estupefacta.

―A menos que no quieras ―repuso Daniel, frotándose el cuello con aire incómodo―. Simplemente he pensado que podríamos tener una cita.

―Sí, desde luego ―dijo Emily.

Daniel subió a bordo de un salto y le tendió la mano. Emily la aceptó y dejó que la guiase. El barco se meció debajo de ella, haciendo que trastabillara.

Daniel encendió el motor y guió el barco fuera del puerto deportivo, saliendo al océano lleno de reflejos. Emily respiró profundamente el aire marino, mirando cómo Daniel marcaba el rumbo por el agua. Parecía tan en casa timoneando el barco, del mismo modo en que su moto parecía convertirse en una extensión de su propio cuerpo. Era la clase de hombre que disfrutaba del movimiento continuo, y al mirarlo ahora Emily podía ver lo viveza y felicidad que se adueñaban de él cuando iba en busca de la aventura.

Aquel pensamiento aumentó su melancolía. El deseo de Daniel de explorar el mundo era algo más que un sueño; era una necesidad. Era imposible que pudiera quedarse en Sunset Harbor durante mucho más tiempo. Y Emily tampoco había decidido cuánto iba a quedarse ella. Quizás su relación estuviese condenada. Quizás sólo sería algo fugaz, un momento perfecto congelado en el tiempo. La idea le revolvió el estómago de pura desesperación.

―¿Qué ocurre? ―preguntó Daniel―. No te estarás mareando, ¿verdad?

―Puede que un poco ―mintió Emily.

Alzó la vista y vio que se estaban dirigiendo hacia una pequeña isla en la que había poco más que un par de árboles y un faro abandonado. Se irguió, sorprendida.

―¡Oh, Dios! ―exclamó.

―¿Qué pasa? ―preguntó Daniel. Se podía oír el pánico en su voz.

―¡Mi padre tenía un cuadro de esa isla en nuestra casa de Nueva York!

―¿Estás segura?

―¡Al cien por cien! ¡No me lo puedo creer! Nunca me había dado cuenta de que fuera un cuadro de un lugar real.

Daniel abrió mucho los ojos. Parecía tan sorprendido por la coincidencia como Emily.

Sus preocupaciones se desvanecieron ante aquella inesperada sorpresa y Emily se apresuró en quitarse las deportivas y los calcetines. Saltó del barco casi antes de que éste llegase a tierra y las olas le lamieron las espinillas con un agua fría que a duras penas sintió. Salió corriendo del agua hasta llegar a la arena húmeda de la playa y un poco más allá antes de detenerse y levantar las manos, formando un rectángulo con los dedos y los pulgares y cerrando un ojo. Cambió un poco de posición para que el faro quedara a la derecha con el sol junto a él y el vasto océano extendiéndose al otro lado. ¡Y sí! ¡Era exactamente el mismo ángulo del cuadro que había colgado en su hogar!

No le sorprendía que su padre hubiese tenido un cuadro como aquel, a fin de cuenta las antigüedades lo habían obsesionado, obras de arte incluidas; lo que la sorprendía era que aquel cuadro hubiese conseguido llegar hasta la casa familiar. A su madre siempre se le había dado muy bien mantener sus vidas de Sunset Harbor y de Nueva York estrictamente separadas, como si tan solo pudiera soportar los absurdos pasatiempos de su marido durante dos semanas al año, y aquello bajo la estricta condición de que fuese fuera de su vista y de que no invadiese bajo ningún concepto su casa limpia y ordenada. Así que, ¿cómo demonios había conseguido su padre que accediese a colgar un cuadro del faro en la casa? ¿Quizás porque estaba camuflado como un lugar imaginario y su madre nunca se había percatado de que en realidad era una imagen de Sunset Harbor? Emily sonrió para sí, preguntándose si su padre había sido realmente tan astuto.

―Ey ―dijo Daniel, devolviéndola al presente. Emily se giró y lo vio cargando con una cesta y cruzando la arena húmeda en su dirección―. ¡Has salido corriendo!

―Perdona ―contesto ella, apresurándose a echarle una mano―. ¿Qué hay dentro? Pesa una tonelada.

Cargaron juntos de la cesta hasta la playa y Daniel abrió los cierres que mantenían la tapa en su sitio, extrayendo una manta a cuadros y extendiéndola sobre la arena.

―Mi señora ―dijo.

Emily se rió y se sentó en la manta. Daniel empezó entonces a sacar distintos platos de la cesta, incluyendo queso y fruta, y al final de todo una botella de champán de y dos copas.

―¡Champán! ―exclamó Emily―. ¿Es una ocasión especial?

Daniel se encogió de hombros.

―En realidad no, pero se me ha ocurrido que debíamos celebrar que hayas recibido a tu primer huésped.

―No me lo recuerdes ―pidió Emily con un gemido.

Daniel le quitó el corcho a la botella y le sirvió una copa a cada uno.

―Por el señor Kapowski.

Emily brindó con él, distendiendo los labios en una sonrisa.

―Por el señor Kapowski. ―Tomó un sorbo, dejando que las burbujas le cosquillearan en la lengua.

―Todavía no tienes confianza en todo esto, ¿verdad? ―dijo Daniel.

Se encogió de hombros, centrando la mirada en el líquido de su copa. Lo hizo girar y observó cómo cambiaba la trayectoria de las burbujas en su interior, agitadas por el gesto, antes de volver a la normalidad.

―Simplemente no tengo mucha fe en mí misma ―respondió al fin con un profundo suspiro―. Nunca antes he logrado nada importante.

―¿Qué hay de tu trabajo en Nueva York?

―Me refiero a nada que haya deseado de verdad.

Daniel movió las cejas.

―¿Y qué hay de mí?

Emily no pudo contener una sonrisita.

―No me pareces un logro tan importante…

―Pues deberías ―contestó él, jovial―. Un tipo tan estoico como yo. No soy precisamente el hombre más fácil de encandilar del mundo.

Emily se rió y después le plantó un beso largo y opulento en los labios.

―¿A qué ha venido eso? ―dijo Daniel una vez que se hubo apartado.

―A modo de gracias. Por todo esto. ―Señaló el pequeño pícnic que había extendido frente a ellos con la cabeza―. Por estar aquí.

Daniel pareció dudar por un segundo, y Emily supo por qué: era porque nunca podría comprometerse por completo a estar presente. Llevaba el deseo de viajar en las venas, y en algún momento tendría que darle rienda suelta.

¿Y qué había de Emily misma? Ella tampoco había planeado en firme lo de quedarse en Sunset Harbor. Ya llevaba allí seis meses, lo cual había sido mucho tiempo manteniéndose lejos de Nueva York, lejos de su casa y de sus amigos. Y, aun así, en aquel momento, con el sol poniéndose a lo lejos y lanzando rayos rosados y anaranjados por el cielo, no se le ocurría ningún otro lugar en el que prefiriese estar. Tenía la sensación de estar viviendo en el paraíso. Quizás sí que pudiera convertir Sunset Harbor en su hogar, y quizás Daniel querría asentarse con ella. Era imposible adivinar el futuro; tendría que hacer frente a los días según fuesen llegando. Lo mínimo que podía hacer era quedarse hasta que se le acabase el dinero, y si se esforzaba lo suficiente y conseguía que el hostal fuese sostenible, cabía la posibilidad de que aquel día tardase muchísimo en llegar.

―¿En qué estás pensando? ―preguntó Daniel.

―En el futuro, supongo ―contestó.

―Ah ―dijo él, mirándose el regazo.

―¿No es un buen tema de conversación? ―lo interrogó Emily.

Daniel se encogió de hombros.

―No siempre. ¿No es mejor disfrutar el momento sin más?

Emily no estuvo segura de cómo tomarse aquella frase. ¿Era una muestra del deseo de Daniel por marcharse de allí? Si el futuro no era un buen tema de conversación, ¿se debía a que ya había previsto los corazones rotos que los esperaban más adelante?

―Supongo ―dijo Emily en voz baja―. Pero a veces es imposible no pensar en lo que habrá más adelante. No hay nada de malo en hacer planes, ¿no te parece? ―Estaba intentando animarlo con suavidad, hacer que le ofreciera algo de información, cualquier cosa que la hiciera sentir más segura en su relación.

―En realidad no ―fue la respuesta de Daniel―. Me esfuerzo mucho por mantener mi mente siempre en el presente, por no preocuparme por el futuro ni obsesionarme con el pasado.

A Emily no le gustaba la idea de que Daniel se preocupase por el futuro de ambos, y tuvo que contenerse para no exigir exactamente qué era lo que le preocupaba.

―¿Y hay mucho de lo que obsesionarse? ―preguntó en su lugar.

Daniel no le había hablado mucho de su pasado. Emily sabía que había viajado bastante, que sus padres estaban divorciados, que su padre se había dado a la botella y que Daniel consideraba al padre de Emily responsable de otorgarle un futuro.

―Oh, sí ―dijo éste―. Muchísimo.

Volvió a guardar silencio. Emily quería que continuase hablando, pero notó que aquello no era algo que Daniel pudiese hacer. Se preguntó si él sería consciente de lo mucho que ansiaba ser la persona ante la que se abriese.

Pero con Daniel, todo giraba alrededor de la paciencia. Hablaría cuando estuviese listo, si es que llegaba a estarlo algún día.

Y si aquel día llegaba, Emily esperaba seguir estando allí para escuchar.




CAPÍTULO CUATRO


A la mañana siguiente Emily se despertó temprano, decidida a no volver a fallar en la preparación del desayuno. Oyó cómo se abría la puerta del dormitorio de invitados a las siete en punto, cerrándose de nuevo con suavidad y seguido por el sonido de los pasos del señor Kapowski bajando la escalera. Emily salió de dónde había estado haciendo tiempo en el pasillo y esperó al pie de los escalones, mirándolo desde abajo.

―Buenos días, señor Kapowski ―lo saludó con confianza y una sonrisa agradable en el rostro.

El señor Kapowski se sobresaltó.

―Oh. Buenos días. Estás despierta.

―Sí ―dijo Emily, manteniendo el tono confiado a pesar de que no se sentía así ni por asomo―. Quería disculparme por lo de ayer, por no estar preparada para hacerle el desayuno. ¿Ha dormido bien? ―Notó las ojeras que le rodeaban los ojos.

El señor Kapowski dudó un segundo y se metió las manos en los bolsillos del traje arrugado con aire nervioso.

―Um… en realidad no ―contestó al fin.

―Oh, vaya ―dijo Emily, preocupada―. Espero que no haya sido por la habitación.

El señor Kapowski se agitó incómodo y se frotó el cuello como si tuviera algo más que decir pero no supiera cómo hacerlo.

―De hecho ―logró pronunciar―, la almohada tenía bastantes bultos.

―Lo siento muchísimo ―se disculpó Emily, frustrada consigo mismo por no haber probado la almohada de antemano.

―Y, um… las toallas son ásperas.

―¿De verdad? ―dijo inquieta―. ¿Por qué no viene a sentarse en el comedor ―le propuso, luchando para que el pánico no se le reflejase en la voz― y me dice qué no ha sido de su agrado?

Lo llevó hasta el gran comedor y descorrió las cortinas, dejando que la pálida luz de la mañana llenase la habitación e hiciera destacar los lirios de Raj, cuyo olor flotaba en la sala. La superficie de la larga mesa de caoba de estilo banquete reflejó la luz. A Emily le encantaba aquella habitación; era tan opulenta, tan sofisticada y ornamentada. Había sido la habitación perfecta en la que hacer lucir la vajilla antigua de su padre, y la había colocado en una vitrina tallada con la misma oscura madera caoba de la que estaba hecha la mesa.

―Así está mejor ―comentó, manteniendo un tono animado y ligero―. Y ahora, ¿qué tal si me habla de su habitación para que podamos solucionar los problemas?

El señor Kapowski pareció incómodo, casi como si no quisiera hablar.

―En realidad no es nada. No son más que la almohada y las toallas. Y puede que el colchón sea muy duro y, eh… un poco demasiado fino.

Emily asintió, actuando como si aquellas palabras no le estuvieran llenando el corazón de angustia.

―Pero en realidad está muy bien ―añadió el señor Kapowski―. Es que tengo el sueño ligero.

―Bien, de acuerdo ―dijo Emily, comprendiendo que forzarlo a hablar era peor que dejarlo insatisfecho con su habitación―. Bueno, ¿qué puedo prepararle de desayuno?

―Huevos y beicon, si no es mucho pedir ―solicitó él―. Fritos. Y unas tostadas. Con champiñones. Y tomates.

―Sin problemas ―contestó Emily, preocupada por si no tenía todos los ingredientes que había mencionado.

Se apresuró hacia la cocina, despertando al instante a Mogsy y Lluvia. Ambos perros empezaron a ladrar pidiendo su desayuno, pero Emily ignoró sus gimoteos y corrió hacia la nevera, comprobando lo que había dentro. Se sintió aliviada al ver que tenía beicon, aunque no había ni rastro ni de champiñones ni de tomates. Al menos tenía en la panera pan excedente del que Karen, la mujer de la tienda de ultramarinos, había traído el otro día y podía conseguir huevos gracias a Lola y Lolly.

Lamentando los zapatos que había elegido ponerse, Emily cruzó a toda prisa la puerta trasera hasta salir a la hierba húmeda de rocío y se acercó al gallinero. Lola y Lolly estaban paseándose por su jaula, y las dos ladearon la cabeza al oír cómo se acercaban sus pasos, seguramente esperando que les ofreciera maíz fresco.

―Todavía no, mis pichoncitos ―les dijo Emily―. El señor Kapowski va primero.

Las gallinas la picotearon para mostrar su frustración mientras Emily iba a la caseta en la que ponían los huevos.

―Tienes que estar bromeando ―musitó cuando miró dentro y no encontró nada. Se giró para mirar a las gallinas con las manos en las caderas―. De todos los días en los que podíais no poner huevos, ¡tenía que ser hoy!

Entonces recordó todos los huevos escalfados con los que había practicado el día anterior. ¡Debía de haber usado al menos cinco! Alzó las manos con impotencia. «¿Por qué hizo Daniel que me pusiera a escalfar huevos?», pensó frustrada.

Volvió dentro, decepcionada ante la perspectiva de no ir a poder ofrecer tampoco hoy el desayuno que quería el señor Kapowski, y empezó a freír el beicon. Parecía ser incapaz de llevar a cabo incluso las tareas más sencillas, bien fuera por su ansiedad o por la falta de experiencia: derramó el café sobre la encimera y después dejó el beicon al fuego demasiado tiempo, por lo que los bordes quedaron demasiado hechos y ennegrecidos. La tostadora nueva, que sustituía a la que había explotado y había dejado la cocina hecha un asco, parecía tener unos ajustes mucho más sensibles que la anterior, y Emily hasta consiguió quemar las tostadas.

Cuando miró el producto de su trabajo, por fin colocado todo en un plato, no se sintió nada satisfecha. No podía servir aquel desastre, así que fue al lavadero y echó todo el plato en los cuencos de los perros. Al menos al darles de comer se ocupaba de una de sus tareas pendientes.

De nuevo en la cocina, intentó una vez más preparar el plato que había pedido el señor Kapowski. Aquella vez el resultado fue mejor: el beicon no estaba demasiado hecho y la tostada no se había quemado. Sólo esperaba que su huésped perdonase los ingredientes que faltaban.

Miró el reloj y vio con un sobresalto que habían pasado casi treinta minutos.

Volvió corriendo al comedor.

―Aquí está, señor Kapowski ―dijo, entrando con la bandeja del desayuno―. Lamento mucho la espera.

Al acercarse a la mesa se dio cuenta de que el señor Kapowski se había quedado dormido. Sin saber muy bien si sentirse aliviada o molesta, Emily dejó la bandeja en la mesa e hizo el gesto de salir en silencio.

El señor Kapowski levantó bruscamente la cabeza.

―Ah ―dijo, mirando la bandeja―. El desayuno. Gracias.

―Me temo que no tengo huevos, tomates ni champiñones hoy.

El señor Kapowski pareció decepcionado.

Emily salió al pasillo y respiró profundamente. La mañana había resultado estar llena de trabajo considerando el dinero que acabaría sacando de todos sus esfuerzos. Tendría que volverse algo más eficiente si quería que el negocio se mantuviera, y necesitaba un plan alternativo en caso de que Lola y Lolly volvieran a no poner huevos de nuevo.

Justo entonces su huésped salió del comedor; había pasado menos de un minuto desde que Emily le había servido la comida.

―¿Va todo bien? ―preguntó―. ¿Necesita algo?

Una vez más, el señor Kapowski pareció reacio a hablar.

―Um… La comida está algo fría.

―Oh ―dijo Emily, entrando en pánico―. Deje que se la caliente.

―En realidad no pasa nada ―repuso el señor Kapowski―. De hecho tengo que ponerme en marcha.

―De acuerdo ―accedió Emily, sintiéndose desanimada―. ¿Tiene algún plan para hoy? ―Estaba intentando sonar como la anfitriona de un hostal en un lugar de como una mujer invadida por los nervios, aunque ella misma encajaba más en la segunda descripción.

―Oh, no, quiero decir que vuelvo a casa ―la corrigió él.

―¿Quiere decir que se va? ―Emily estaba sorprendida. Sintió cómo la recorría un escalofrío―. Pero tiene reservadas tres noches.

El señor Kapowski pareció incómodo.

―Yo, eh, tengo que volver. Pero pagaré toda la reserva.

Parecía tener prisa por marcharse, y cuando Emily sugirió no cobrarle el precio de los dos desayunos que no había comido, él insistió en pagarlo todo y marcharse en aquel preciso momento. Emily se quedó de pie en la puerta, mirando cómo se alejaba su coche y sintiéndose como una fracasada.

No supo cuánto tiempo estuvo frente a la puerta lamentándose por el desastre que había sido su primer huésped, pero al cabo de un rato oyó cómo sonaba su teléfono dentro de la casa. Gracias a la mala señal que recibía la vieja casa, el único sitio en el que tenía cobertura era junto a la puerta principal. De hecho tenía una mesita especialmente para el teléfono, una preciosa antigüedad que había rescatado de uno de los dormitorios que todavía estaban cerrados. Se acercó a ella, preparándose mentalmente para quién podría ser.

No había muchas opciones agradables. Su madre no había vuelto a ponerse en contacto desde aquella emotiva llamada bien entrada la noche en la que habían hablado sobre la verdad de la muerte de Charlotte y, más concretamente, sobre el papel o la falta del mismo que había interpretado Emily en su muerte. Amy también había mantenido las distancias desde su caballeroso intento de «rescatarla» de su nueva vida, aunque ya habían hecho las paces. Ben, su exnovio, la había llamado muchas veces desde que Emily se había marchado, pero ella no había respondido a ninguna de sus llamadas y parecía que la frecuencia de las mismas iba disminuyendo.

Se mentalizó mientras miraba la pantalla. El nombre que apareció parpadeando fue toda una sorpresa; era Jayne, una antigua amiga de la escuela de Nueva York. Conocía a Jayne desde niña, y a lo largo de los años habían ido desarrollando la clase de amistad en la que a veces pasaban meses antes de que volviesen a hablar, pero que en cuanto volvían a reunirse era como si no hubiese pasado nada de tiempo. Jayne seguramente se había enterado de su nueva vida de labios de Amy o por algún cotilleo y estaba llamando para interrogarla sobre aquel cambio tan repentino.

Contestó a la llamada.

―¿Em? ―dijo Jayne con voz agitada y la respiración alterada―. Me acabo de encontrar a Amy cuando he salido a correr. ¡Me ha dicho que te has ido de Nueva York!

Emily parpadeó; su mente ya no estaba acostumbrada al ritmo rápido que compartían todas sus amistades de Nueva York al hablar. La idea de correr mientras se mantenía una conversación teléfono le resultaba ahora de lo más rara.

―Sí, de hecho fue hace algún tiempo ―contestó.

―¿De cuánto tiempo estamos hablando? ―preguntó Jane. El ruido de sus pasos era audible desde el otro lado de la línea.

La voz de Emily se volvió débil y adoptó un tono de disculpa.

―Um, bueno, unos seis meses.

―¡Dios, tengo que llamarte más a menudo! ―jadeó Jayne.

Emily podía oír el tráfico de fondo, los cláxones de los coches y el sonido sordo de las zapatillas de deporte de Jayne mientras ésta corría por la acera. Aquello dibujó una imagen muy familiar en su mente; ella misma había sido aquella persona hacia tan solo unos meses. Siempre ocupada, sin descansar nunca, con el teléfono siempre pegado a la oreja.

―¿Y qué tienes que contar? ―dijo Jayne―. Cuéntamelo todo. Supongo que Ben ha desaparecido de escena.

A Jayne, al igual que al resto de sus amistades y familia, Ben nunca le había gustado. Habían podido ver algo frente a lo que Emily había estado ciega durante siete años: que no era el adecuado para ella.

―Completamente desaparecido ―contestó.

―¿Y ha entrado alguien nuevo? ―le preguntó Jayne.

―Puede ―repuso Emily con falsa modestia―. Pero todavía es algo nuevo y no muy seguro, así que prefiero no gafarme hablando de ello.

―¡Pero yo quiero saberlo todo! ―exclamó Jayne―. Oh, espera. Me están llamando.

Emily esperó mientras la línea permanecía en silencio. Tras un momento los ruidos de la ciudad de Nueva York por la mañana volvieron a llenarle los oídos cuando Jayne reconectó su llamada.

―Lo siento, cariño ―se disculpó―. Tenía que contestar. Cosas del trabajo. Bueno, mira, ¿Amy me ha dicho que has abierto un hostal por allí?

―Ajá ―respondió Emily. Se sintió un poco tensa hablando del hostal, especialmente cuando Amy había mostrado tan abiertamente que le parecía una idea estúpida tanto aquello como el cambio total que había hecho Emily en su vida.

―¿Tienes alguna habitación disponible ahora mismo? ―preguntó Jayne.

Emily se quedó sorprendida. No se había esperado una pregunta como aquella.

―Sí ―dijo, pensando en la habitación ahora vacía del señor Kapowski―. ¿Por qué?

―¡Porque quiero ir! ―exclamó su amiga―. Después de todo, es el fin de semana del Día de los Caídos, y necesito desesperadamente salir de la ciudad. ¿Puedo reservarla?

Emily dudó.

―Sabes, eso no es necesario. Puedes venir y visitarnos.

―Ni hablar ―fue la respuesta de Jayne―. Quiero experimentarlo todo: las toallas limpias cada mañana, el desayuno con huevos y beicon. Quiero verte en acción.

Emily se rió. De entre toda la gente con la que había hablado sobre su nueva aventura, Jayne estaba siendo la que más le estaba apoyando.

―Bueno, entonces deja que haga la reserva de manera oficial ―pidió―. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?

―No sé, ¿una semana?

―Perfecto ―repuso, sintiendo cómo algo se agitaba en su estómago―. ¿Y cuándo llegarás?

―Mañana por la mañana ―dijo Jayne―. Alrededor de las diez.

La felicidad de su estómago creció.

―De acuerdo, dame un momento mientras te introduzco en el sistema.

Algo mareada por el entusiasmo, Emily puso el teléfono en espera y fue corriendo hacia el ordenador que había en la mesa de la recepción, donde abrió el programa de reservas e introdujo la información de Jayne. Se sintió orgullosa por haber llenado técnicamente el hostal todos los días desde su inauguración, incluso si no tenía más que una habitación y había abierto el negocio hacía dos días…

Se apresuró de vuelta al teléfono y recuperó la llamada.

―De acuerdo, tienes una reserva durante una semana.

―Muy bien ―dijo Jayne―. Has sonado muy profesional.

―Gracias ―contestó Emily con timidez―. Todavía me estoy acostumbrando a todo. Mi último huésped ha sido un desastre.

―Me lo puedes contar todo mañana ―dijo Jayne―. Será mejor que cuelgue; voy a llegar a mi décima milla y será mejor que ahorre el aliento. ¿Te veo mañana?

―Me muero de ganas ―repuso Emily.

La llamada se cortó y Emily sonrió para sí. No se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a su vieja amiga hasta que había hablado con ella. Ver a Jayne sería un antídoto magnífico para el desastre que había resultado ser el señor Kapowski.




CAPÍTULO CINCO


Agotada por su larga y desastrosa mañana, Emily se encontró cada vez más sumida en la tristeza. Allí donde mirase veía problemas y errores; una pared mal pintada, una lámpara mal fijada, un mueble que no encajaba. Antes todo le había parecido una peculiaridad, pero ahora aquellos detalles la molestaban.

Sabía que necesitaba ayuda y consejos profesionales. No había sido nada realista al pensar que podía llevar ella sola un hostal.

Decidió llamar a Cynthia, la dueña de la librería y una persona que había gestionado un hostal en su juventud, y pedirle consejo.

―Emily ―la saludó Cynthia al descolgar―. ¿Cómo estás, querida?

―Fatal ―fue su respuesta―. Estoy teniendo un día horrible.

―¡Pero si sólo son las siete y media! ―exclamó Cynthia―. ¿Cómo puede ser tan malo?

―Es completamente horrible ―repuso―. Mi primer huésped acaba de irse. El primer día no llegué a tiempo de prepararle el desayuno, y el segundo no tenía suficientes ingredientes y ha dicho que la comida estaba fría. No le han gustado ni la almohada ni las toallas. No sé qué hacer. ¿Puedes ayudarme?

―Voy ahora mismo ―dijo Cynthia, sonando encantada ante la perspectiva de repartir algo de sabiduría.

Emily salió para esperarla y se sentó en el porche, esperando que la luz del sol, o al menos la vitamina D, la animase un poco. La cabeza le pesaba tanto; la dejó caer entre las manos.

Alzó la vista al oír el crujido de la grava y vio a Cynthia acercándose en su bicicleta.

Aquella bicicleta oxidada era tanto una imagen de lo más común y bastante inolvidable en Sunset Harbor, principalmente porque la mujer que iba sentada al sillín tenía el cabello encrespado y teñido de naranja y vestía conjuntos llamativos y nada coordinados. Y, para volverlo todo todavía más raro, Cynthia había fijado hacía poco una cesta de mimbre a la parte frontal de la bicicleta y en ella llevaba a Tormenta, el cachorro de Mogsy que había adoptado. Cynthia Jones era, en muchos sentidos, una atracción turística por sí misma.

Emily se alegró de verla, aunque el gran sombrero de verano de puntos rojos que llevaba la mujer hacía que le doliesen un poco los ojos. Saludó a su amiga con la mano y esperó a que llegase hasta ella.

Entraron dentro y Cynthia no perdió ni un segundo; empezó a acribillar a Emily a preguntas mientras subían las escaleras, buscando información desde la presión del agua hasta saber si estaba sirviendo comida orgánica y a quién se la estaba comprando. Para cuando llegaron a la habitación libre, a Emily ya le daba vueltas la cabeza.

Hizo pasar a Cynthia. La habitación, en su opinión, era preciosa. Había un pequeño entrepiso en un extremo en el que había puesto un cómodo sofá de cuero para que los huéspedes pudieran sentarse y admirar la imagen del océano y la habitación estaba decorada principalmente en blanco con acentos azules, incluyendo una alfombra de piel de oveja y muebles de madera de pino desgastada.

―La cama es demasiado pequeña ―dijo Cynthia al instante―. ¿Una doble estándar? ¿Estás loca? Necesitas algo enorme y opulento. Algo de lujo, algo que no puedan permitirse habitualmente. Has hecho que la habitación parezca un dormitorio de exposición.

―Creía que ése era el objetivo ―se defendió Emily débilmente.

―¡Para nada! ―exclamó Cynthia―. ¡Necesitas que parezca un palacio! ―Se paseó por el dormitorio, tanteando las sábanas―. Demasiado ásperas ―continuó―. Tus huéspedes se merecen dormir en una cama que parezca de seda. ―Se acercó a la ventana―. Las cortinas son demasiado oscuras.

―Oh ―dijo Emily―. ¿Algo más?

―¿Cuántas habitaciones tienes?

―Bueno, ésta es la que más lista está. Hay otras dos que sólo necesitan algunos muebles más, y muchísimas que todavía no he conseguido ni limpiar. Todo el tercer piso podría convertirse.

Cynthia asintió y se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo. Parecía estar planificando algunas ideas, pensó Emily, puede que incluso algún gran plan para el hostal que a ella le resultaría imposible llevar a cabo.

―Enséñame el comedor ―ordenó Cynthia.

―Um… vale…

Volvieron al primer piso y, a cada paso que daba, el pavor de Emily crecía. Empezaba a lamentar su decisión de pedirle ayuda a Cynthia. Si el señor Kapowski había hecho mella en su frágil ego, Cynthia lo estaba haciendo añicos con una maza.

―No, no, no, no, no ―dijo Cynthia mientras analizaba el comedor.

―Creía que te encantaba la sala ―argumentó Emily, perturbada. La última vez que había estado allí desde luego había disfrutado de la comida de cinco platos y de los cócteles que Emily misma había preparado, ni más ni menos.

―Y me encanta. ¡Para celebrar cenas! ―exclamó ésta―. Pero ahora tienes que convertirlo en el comedor de un hostal, con mesas pequeñas para que los invitados puedan comer solos. ¡No puedes sentarlos a todos en una gran mesa como ésta!

―Había pensado en crear una sensación de comunidad ―tartamudeó Emily a la defensiva―. Intentaba hacer algo distinto.

―Cariño ―dijo Cynthia―, ni lo intentes. Ahora no. Quizás cuando el negocio lleve diez años abierto y te hayas establecido y tengas buenos ingresos, podrás empezar a experimentar. Pero ahora no te queda más elección que hacerlo tal y como esperan tus huéspedes. ¿Lo comprendes?

Emily asintió de mala gana. No sabía si llegaría a cumplir esos diez años. Sólo había considerado el hostal a corto plazo, y ahora parecía que Cynthia quería que invirtiera de verdad en él, que lo convirtiese en algo a largo plazo y sostenible. Empezaba a sonar caro, y Emily no podía permitirse nada caro. Aun así la escuchó con paciencia mientras Cynthia continuaba con las críticas.

―No pongas lirios; hacen pensar a la gente en funerales. Y oh, por Dios, eso tendrá que ir en otro sitio. ―Estaba mirando el gallinero por la ventana―. A todo el mundo le gustan los huevos de granja, ¡pero no ver a esos sucios bichos que los ponen!

Para cuando se fue, Emily se sentía peor que antes. Volví a sentarse en el porche, examinando la lista de cosas que Cynthia le había dejado para que hiciese. En aquel momento Daniel llegó a casa, subiendo por el camino de grava hacia ella.

―No tienes ni idea de lo mucho que me alegro de verte ―dijo Emily alzando la vista―. Mi día ha empezado a ser un asco nada más salir de la cama.

Daniel se sentó junto a ella en el porche.

―¿Y eso?

Emily le relató la historia con el señor Kapowski, cómo Lola y Lolly habían fracasado en lo único que se suponía que debían hacer, le habló de los bonitos zapatos que había echado a perder corriendo entre los excrementos de gallina y del beicon quemado, y terminó con la marcha del señor Kapowski y con las críticas de Cynthia.

―Y ahora respira ―le dijo Daniel con una sonrisita cuando hubo acabado.

―No te rías de mí. ―Emily hizo un mohín―. Ha sido un día muy difícil y me vendría bien tu apoyo.

Daniel se rió entre dientes.

―Algún día recordarás todo esto y verás el lado divertido. Me refiero a en cuanto todo esto haya pasado y manejes el hostal con más éxito de todo Maine.

―Dudo que eso llegue a pasar ―dijo Emily, abandonándose todavía más a su humor sombrío. Ni siquiera lograba imaginar que su hostal se convirtiera en un éxito, y no estaba ni segura de ir a poder mantenerlo abierto a corto plazo―. Lo peor es que sé que los dos tienen razón ―añadió―. Esto no se me da lo bastante bien. Y tengo que hacer todos los cambios que ha sugerido Cynthia. El hostal que manejó de joven era el mejor de Maine; sería una idiota de no acepto sus consejos.

―¿Cuánto habría que hacer? ―preguntó Daniel.

―Mucho. Cynthia dice que debo tener listas otras dos habitaciones cuanto antes mejor y que tienen que estar decoradas en otros colores y tener precios distintos para que los huéspedes sientan que pueden elegir, sentir que tienen el control. Dice que lo más seguro es que la gente se decida por la habitación que tenga el precio medio; no querrán parecer tacaños frente a sus parejas, pero siempre habrá alguien que elegirá siempre lo más barato y otros que elegirán siempre lo más caro.

―Guau ―dijo Daniel―. No me había dado cuenta de que hubiese que planificarlo todo tanto.

―Yo tampoco ―repuso Emily―. Me he metido en todo esto a ciegas. Pero quiero hacer que funcione.

―¿Y qué tienes que cambiar? ¿Cuánto tiempo llevará?

―Pues casi todo ―contestó de mal humor―. Y tengo que hacerlo tan pronto como sea posible. Esto me costará el resto de mis ahorros. He hecho cálculos y sólo me quedará suficiente para mantener el hostal abierto hasta el cuatro de julio. Así que un mes.

Notó al instante el cambio en el lenguaje corporal de Daniel, el modo en que se apartaba casi de manera imperceptible de ella. Era muy consciente de que acababa de poner un límite temporal a su romance además de a su negocio, y parecía que Daniel ya empezaba a poner espacio entre ellos, aunque no fueran más que unos centímetros.

―¿Y qué vas a hacer? ―le preguntó.

―Voy a ir a por todas ―contestó ella con decisión.

Daniel sonrió y asintió.

―¿Por qué hacerlo sólo a medias?

La rodeó con el brazo y Emily se apoyó contra él, aliviada de que hubiese vuelto a hacer desaparecer una vez más la distancia entre ellos. Pero no iba a olvidar fácilmente cómo se había apartado.

Había puesto en marcha la cuenta atrás en su relación, y el tiempo corría.




CAPÍTULO SEIS


―Esta cómoda sería perfecta para la habitación pequeña ―dijo Emily, pasando los dedos sobre la cómoda de pino mientras miraba a Daniel.

El corazón se le aceleró al enamorarse, como siempre hacía, de los tesoros que se ocultaban en la tienda de antigüedades de Rico. Notó cómo Daniel también se entusiasmaba mientras miraba el mueble; el que aquel fuera su lugar favorito para tener citas era todo un extra.

Ambos disfrutaban de la excitación de descubrir objetos raros y exóticos para el hostal, pero también les encantaba la infinita fuente de entretenimiento que era el anciano olvidadizo. Aunque la memoria a corto plazo de Rico no era de fiar, su capacidad para recordar el pasado no tenía parangón, y a menudo se lanzaba a explicar anécdotas inesperadas sobre la gente del pueblo, o daba lecciones de historia sobre Sunset Harbor mismo. A menudo a todo aquello también se sumaba Serena, quien, a pesar de ser quince años más joven que Emily, ésta consideraba una buena amiga.

En aquel momento Emily alzó la vista y vio un exquisito espejo de tocador con marco dorado.

―Oh, y eso también iría a la perfección.

Se abrió paso por la tienda, con Daniel siguiéndola mientras saltaba de un guardarropa al siguiente. Emily iba apuntando los precios y los números de las etiquetas de todo aquello que le interesaba, así al final podría darle la lista a Rico. Después de todo estaba haciendo bastantes compras, y lo mejor sería no confundir al pobre hombre.

―¿Qué tal esto? ―le preguntó a Daniel, mirando una gran cama con dosel―. Cynthia dijo que las camas tienen que ser más grandes. Que tengo que conseguir que mis huéspedes se sientan como de la realeza.

Daniel cruzó la tienda desde donde había estado examinando algunos bebederos de piedra para pájaros y se detuvo junto a ella.

―Guau. Quiero decir, sí, desde luego tus huéspedes se sentirán como de la realeza si duermen en eso. Es gigantesca. ¿Ya cabrá?

Emily sacó la cinta de medir y empezó a tomar notas de las dimensiones de la cama, consultando después el diagrama que llevaba en el bolsillo. Había escrito el tamaño de todo para asegurarse de que sólo compraba muebles que encajarían a la perfección en las habitaciones. Su plan era ceñirse inicialmente a la renovación de las otras dos habitaciones, invirtiendo todo el dinero que le quedaba en conseguir que fueran todo lo perfectas posible, y después pasaría rápidamente a ocuparse de las otras veinte habitaciones en cuanto el dinero de las primeras tres empezase a fluir, con lo que cubriría el lado más barato del mercado.

―¡Sí, encajaría en la suite nupcial! ―Sonrió de oreja a oreja. Aquella preciosa cama la estaba entusiasmando. La sencilla idea de poseerla y ponerla en una de sus habitaciones provocaba toda una avalancha de emociones.

Daniel miró la etiqueta con el precio.

―¿Has visto lo cara que es?

Emily se inclinó y leyó la etiqueta.

―En el siglo quince perteneció a un noble noruego ―leyó en voz alta―. Claro que va a ser cara.

Daniel le dirigió una mirada perpleja.

―¿Y por qué no te preocupa? La Emily que conozco ya estaría hiperventilando.

―Ja, ja ―repuso ella con sequedad, aunque sabía que Daniel estaba diciendo la verdad. Era una de esas personas que siempre estaban preocupándose, pero en aquella ocasión algo había cambiado. Quizás fuera el tiempo que corría en su contra, el modo en que se avecinaba la campana que marcaría el final o cómo la arena caía en el reloj de su relación, pero había algo en aquella finalidad que le había hecho deshacerse de las precauciones―. Hay que gastar dinero para ganar dinero, ¿no? ―dijo con audacia―. Si me pongo a escatimar ahora, acabaré pagándolo más adelante. El hostal implosionará.

―Eso es un poco dramático ―dijo Daniel riéndose―. Pero entiendo a lo que te refieres. Tienes que hacer ahora la inversión, sentar las bases.

Emily respiró profundamente.

―Vale, de acuerdo. Estoy lista ahora que te tengo de mi lado.

La idea de gastar todo el dinero de sus ahorros y de acabar haciendo equilibrios tan cerca de la bancarrota no era algo que le apeteciera hacer. Ella nunca había sido así, nunca había sido impulsiva; normalmente era cuidadosa y lo consideraba todo, midiendo los pros y los contras de todas las situaciones antes de comprometerse, o al menos así había sido antes de que dejase dramáticamente su trabajo, su apartamento y su novio en Nueva York y saliera huyendo a Maine. Quizás fuera más impulsiva de lo que había creído. O quizás fuera un rasgo que empezaba a salir a la luz a medida que envejecía. ¿Era así como Cynthia había acabado siendo tan excéntrica? ¿Había añadido más colores luminosos a su guardarropa con cada año que pasaba y se había ido tiñendo el pelo de tonos cada vez más extraños? A pesar de lo mucho que quería a su amiga, Emily no pudo evitar estremecerse ante la idea de convertirse en ella.

Obligó a su mente a dejar de buscar comparaciones entre sí misma y la anciana y volvió a centrarse en la tarea que tenía entre manos.

―Supongo que voy a comprarla ―le dijo a Daniel, casi deseando en silencio que él le dijera que no, que le diese una excusa para no hacerlo.

―Genial ―fue toda la respuesta de éste.

En aquel momento se acercó Rico.

―Ellie ―la saludó con una gran sonrisa―. Qué placer verte. ―Al anciano siempre le costaba recordar su nombre.

―Hola, Rico ―contestó Emily―. ¿Tienes más camas con dosel como ésta? ―Recordó la habitación oculta que Rico le había enseñado, el lugar en el que guardaba las piezas más grandes y a menudo más caras que no le resultaba fácil mover. Aquella sala contenía tesoros en abundancia, incluso más de los que había habido en la enorme mansión de su padre.

―Por supuesto ―dijo Rico, dándole una palmadita en el brazo con una mano marchita―. Están atrás. ¿Sabes dónde es?

Emily asintió. Rico les había enseñado a Daniel y a ella el pasillo secreto varios días antes.

―En ese caso, ves a echar un vistazo ―la invitó el anciano―. Confío en ti.

Emily sonrió para sí, preguntándose cómo podía confiar en ella cuando ni siquiera recordaba su nombre. Daniel y ella se adentraron en el pasillo sinuoso y mal iluminado y entraron en la enorme habitación trasera. Al igual que la última vez que había estado allí, Emily se quedó casi sin aliento por el frío y se vio superada por el puro tamaño de la sala. Era como entrar en una cueva o una caverna. Tembló y se abrazó a sí misma. Daniel se percató del gesto y la acercó más a él, y su calidez le resultó reconfortante.

Se adentraron en la sala, pasando junto a armarios y aparadores, escritorios y guardarropas.

―Narnia, allá voy ―bromeó Emily, abriendo las puertas de un guardarropa de madera especialmente ornamentada antes de apuntar el precio y el número en su lista.

Por fin llegaron al rincón donde se acumulaban todas las camas.

―Mira ―dijo Emily, mirando una gran cama con dosel de madera oscura. Habían tallado cada uno de los postes para que pareciesen los árboles originales, y el efecto era casi sobrenatural―. Esto es exactamente lo que necesito. Una más así y las habitaciones más caras serán puro lujo, ¿no te parece?

Daniel parecía particularmente interesado en aquella cama.

―Está muy bien hecha. Quiero decir, se nota por lo bien que ha soportado el paso del tiempo, pero también por el acabado y por cómo usaron un barniz que mejor encajaba con el efecto de madera natural. ―Parecía enamorado, aunque nada más pronunciar aquellas palabras se distrajo al instante con otra de las camas―. ¡Emily, deprisa, mira ésta!

Emily se rió cuando Daniel le tiró de la mano para enseñarle otra cama ricamente decorada. Aquella tenía un barniz más pálido y casi parecía salida de una cabaña de troncos de Islandia. Había patrones tallados en el cabecero y en los postes; era toda una belleza.

―Mírala, ¡es una pieza entre un millón, Emily! ―dijo Daniel con entusiasmo―. Tallada a mano. Una carpintería magnífica. ¡Si la compras ya habrás conseguido que el hostal aparezca en el mapa!

Emily sintió cómo una sensación de calidez se extendía por su interior. Era verdad; las camas que había encontrado en la tienda de Rico eran sorprendentes y únicas. Ahora comprendía lo que Cynthia había estado intentando decirle con lo de tratar a sus huéspedes como si fuesen de la realeza. Desde luego ella se sentiría como una princesa si durmiese en una de ellas.

―Sabes ―comentó, pasando los dedos por la madera de uno de los postes―. Si compramos las camas, habrá una condición.

―¿Oh? ―preguntó Daniel, frunciendo el ceño.

Emily apretó los labios y arqueó una ceja.

―Tendremos que probarlas todas. Para comprobar su calidad, por supuesto.

―Quieres decir… ¡Oh! ―Daniel captó lo que Emily estaba sugiriendo implícitamente y movió las cejas en un gesto travieso. De repente la perspectiva de comprarlas era mucho más tentadora―. Oh, bueno, por supuesto… ―musitó, rodeando a Emily con los brazos y acercándola a sí―. No podría descansar por las noches si no experimentase de primera mano aquello por lo que pagan tus huéspedes.

La besó en el cuello de manera seductora y Emily se rió.

―Voy a ir a darle a Rico la lista ―dijo ésta, apartándose de su abrazo―. Y a despedirme de todo mi dinero.

Daniel silbó entre dientes.

―Vas a hacerlo muy feliz. ¡Seguramente le hagas ganar todo un mes de ingresos en una sola venta!

―Me niego a pensar en eso ―dijo Emily, haciendo ver que se tapaba los ojos con las manos para evitar mirar las etiquetas con los precios.

Dejó a Daniel en la gran sala trasera y fue en busca de Rico.

―Evie ―dijo éste cuando volvió a la tienda―. ¿Has encontrado lo que querías?

―Así es ―contestó Emily―. Me gustaría comprar tres guardarropas, un tocador, dos escritorios, seis mesitas de noche, una cómoda alta, dos cajoneras, tres alfombras y tres camas antiguas.

―Oh ―musitó Rico, algo sorprendido cuando le tendió la lista de los objetos y sus precios―. Eso es bastante. ―Empezó a sumar las cantidades lentamente en la reliquia que era la caja registradora.

―Estoy amueblando otras dos habitaciones del hostal y rediseñando la otra.

―Ah, sí, eres la chica del hostal ―comentó Rico, asintiendo con la cabeza―. Tu padre estaría tan orgulloso de lo que has conseguido, sabes.

Emily no puedo evitar removerse de pura incomodidad. Aunque apreciaba las palabras amables del anciano, pensar en su padre siempre la hacía sentir incómoda.

―Gracias ―repuso en voz baja.

―Bueno ―continuó Rico con voz gastada―, puesto que eres una clienta tan valiosa y estás haciendo algo que beneficiará a todo el pueblo, voy a hacerte un descuento. ―Presionó algunos botones más, haciendo aparecer un número sobre la polvorienta pantalla.

Emily lo miró entrecerrando los ojos, sin estar segura de estar viéndolo bien.

―Rico, eso es un descuento del cincuenta por ciento. ―No sabía si el anciano había introducido aquella cantidad por error. Lo último que quería era robarle por accidente.

―Así es. Has recibido el descuento especial por el Día de los Caídos en Sunset Harbor. ―Rico le guiñó el ojo.

Emily tartamudeó, todavía con la sobre su tarjeta. No se podía creer su generosidad.

―¿Estás seguro?

Rico agitó la mano para hacerla callar. Procesó la venta y Emily se quedó allí de pie, algo aturdida.

―Gracias, Rico ―dijo sin respiración, y le dio un beso al anciano en la mejilla arrugada―. No sé cómo agradecértelo.

Rico sonrió de oreja a oreja con una sonrisa que lo decía todo.

Emily se sintió como una niña mientras se apresuraba a la parte trasera de la tienda de antigüedades en busca de Daniel.

―¡Rico me ha dado un descuento de la mitad del precio! ―exclamó en cuanto llegó hasta él.

Daniel pareció asombrado.

―Eso es genial ―dijo.

―Venga ―continuó Emily, impaciente de golpe―. Vamos a sacar todo esto de aquí y a empezar a arreglar el hostal.

Daniel se rió.

―Nunca había visto a nadie tan ansioso por poner punto final a una cita.

―Lo siento ―se disculpó Emily, sonrojándose―. Es sólo que hay tantas cosas que hacer y preparar para cuando llegue Jayne.

―¿Quién es Jayne? ―preguntó Daniel―. No me habías dicho que tenías otra reserva. ―Pareció entusiasmado por ella, aunque algo sorprendido.

Emily se rió.

―Oh, no es eso. Jayne es una vieja amiga de Nueva York.

Daniel se vio súbitamente incómodo. Ya se había sentido juzgado cuando Amy se había pasado de visita, y se sentía bastante reacio a conocer a más de sus amistades.

―Vale ―dijo en un susurro apagado.

―Es muy agradable ―lo tranquilizó Emily―. Y le caerás genial. ―Lo besó en la mejilla.

―Eso no puedes saberlo ―argumentó Daniel―. Nunca se sabe; la gente se cae mal por nada todo el tiempo. Y tampoco es que yo sea el tipo más amigable del mundo.

Emily le abrazó el cuello y frotó la nariz contra la suya.

―Te prometo que te amará, y lo sé porque yo te amo. Así es como son las cosas con las mejores amigas.

No se dio cuenta hasta que acabó de hablar de que había dicho la palabra clave. Le había dicho a Daniel que lo amaba. Se le había escapado sin más, pero no se sintió incómoda ni nerviosa por haberlo dicho. De hecho, le había parecido lo más natural del mundo, pero fue muy consciente de que Daniel no le contesto del mismo modo y se preguntó si se había apresurado demasiado.

Siguieron en aquella posición un rato más, abrazándose en silencio en la penumbra de la tienda de antigüedades mientras Emily reflexionaba sobre el silencio de Daniel.



*



El cielo empezaba a oscurecerse para cuando descargaron las pesadas camas con dosel nuevas de la camioneta de Daniel y las cargaron hasta las habitaciones. Dedicaron las siguientes horas a montarlas y a organizar las habitaciones sin que ninguno de ellos comentase las palabras que se habían intercambiado en la tienda de Rico.

A medida que el cielo iba volviéndose negro, Emily empezó a sentir que la casa se convertía en un hostal de verdad, como si ahora estuviese más comprometida con la idea. En muchos sentidos había alcanzado un punto de no retorno, y no era sólo con el hostal, sino también en cuanto a sus sentimientos con Daniel. Lo amaba, amaba el hostal, y en su mente no cabía la más mínima duda sobre ninguna de aquellas cosas.

―Creo que deberíamos pasar la noche en mi casa ―anunció Daniel cuando el reloj anunció la medianoche.

―Claro ―accedió Emily, algo sorprendida. Nunca había pasado la noche en la casa cochera de Daniel, y se preguntó si se trataba de un intento por parte de éste de mostrar su compromiso con ella después de haber fallado en decirle que la quería.

Cerraron el hostal con llave y cruzaron el jardín hacia la pequeña cochera de Daniel, que se erguía entre las sombras. Daniel abrió la puerta e invitó a Emily a entrar.

Emily siempre se sentía mucho más joven cuando estaba dentro de aquella casa; había algo en la extensa colección de vinilos y libros que la intimidaba. Aprovechó el momento para analizar las estanterías, observando todos los textos académicos que poseía Daniel. De psicología, de fotografía; tenía libros sobre tantos temas. Y, para gran diversión de Emily, todos aquellos libros académicos de aspecto tan intimidatorio aparecían rodeados de novelas negras baratas.

―¡No puede ser! ―exclamó―. ¿Lees a Agatha Christie?

Daniel simplemente se encogió de hombros.

―Leer de vez en cuando a Agatha no tiene nada de malo. Se le da muy bien contar historias.

―¿Pero sus libros no están enfocados a mujeres de mediana edad?

―¿Por qué no lees uno y me cuentas? ―le repuso Daniel con descaro.

Emily lo golpeó con uno de los cojines.

―Cómo te atreves. ¡Tener treinta y cinco años no es ser de mediana edad!

Se rieron mientras Daniel forcejeaba con Emily hasta tumbarla en el sofá, haciéndole cosquillas sin misericordia y consiguiendo que Emily chillase y lo golpease con los puños. Ambos cayeron agotados en una amalgama de extremidades mientras las risitas de Emily iban apagándose. Jadeó, recuperando el aliento y rodeando a Daniel con los brazos antes de pasarle los dedos por el pelo. La actitud juguetona de los dos desapareció, volviéndose más seria.

Daniel se apartó para mirarla a la cara.

―Eres preciosa, sabes ―dijo―. No estoy seguro de si te lo digo lo suficiente.

Emily podía leer entre líneas. Daniel se refería a lo que había pasado antes, al hecho de que no le había respondido que la amaba, y ahora estaba intentando arreglarlo haciéndole cumplidos. No era lo mismo, pero se alegró de oírlo de todos modos.

―Gracias ―musitó―. Tú tampoco estás nada mal.

Daniel sonrió con suficiencia, dedicándole aquella sonrisa torcida que Emily tanto apreciaba.

―Me alegro tanto de haberte conocido ―continuó Daniel―. Mi vida resulta casi incomprensible en comparación con la que llevaba antes de ti. Le has dado la vuelta a todo.

―Espero que eso sea en el buen sentido.

―En el mejor de los sentidos ―la tranquilizó Daniel.

Emily notó cómo se le sonrojaban las mejillas. A pesar de lo mucho que disfrutaba oír decir a Daniel aquellas palabras seguía sintiéndose algo tímida, y todavía dudaba un poco de cómo encajaban y de lo mucho que podía permitirse acercarse a él considerando lo mucho que pendía en el aire todo lo relacionado con el hostal.

A Daniel pareció costarle pronunciar lo siguiente que quería decir. Emily lo observó con paciencia, animándolo con una mirada.

―No sé qué haría si te fueras ―dijo al fin―. No, sí que lo sé. Conduciría hasta Nueva York para volver a estar contigo. ―La cogió de la mano―. Lo que intento decir es que te quedes conmigo. ¿Vale? Sea donde sea, haz que sea conmigo.

Sus palabras emocionaron a Emily profundamente. Estaban cargadas de tanta sinceridad, de tanta ternura. No era amor lo que comunicaban, sino otra cosa, algo parecido o al mismo significativo. Era un deseo de estar con ella sin importar lo que ocurriese con el hostal. Daniel estaba haciendo desaparecer la cuenta atrás y diciendo que no le importaba si Emily no conseguía que el negocio despegase para el cuatro de julio. Él seguiría con ella.

―Lo haré ―contestó, mirándolo con adoración―. Podemos seguir juntos sin importar lo que pase.

Daniel se inclinó y la besó con fuerza. Emily sintió cómo su cuerpo se caldeaba en respuesta a él y el calor entre ellos se intensificó. Entonces Daniel se puso en pie y le tendió la mano, y Emily se mordió el labio antes de aceptarla, siguiéndolo con una ansiosa anticipación mientras la llevaba hacia el dormitorio.




CAPÍTULO SIETE


Aquella cita había sido exactamente lo que necesitaban tanto Emily como Daniel. A veces los dos se veían completamente engullidos por el trabajo en el hostal que resultaba fácil dejar escapar aquellas cosas, así que a ninguno les sorprendió cuando no se despertaron con la alarma de las ocho de sus despertadores. Emily en concreto tenía mucho sueño que recuperar.

Cuando por fin se despertaron a las nueve, una hora que ahora les parecía absurdamente tardía, decidieron que lo mejor sería disfrutar de un rato más en la cama, especialmente teniendo en cuenta lo bien que se lo habían pasado la noche anterior entre las sábanas.

Acabaron levantándose alrededor de las diez, e incluso entonces se regalaron un largo y relajado desayuno antes de admitir por fin que tenían que volver a la casa para continuar trabajando en las habitaciones nuevas.

―Ey, mira ―dijo Daniel mientras cerraba la puerta de la casa cochera y echaba la llave cuando salieron―. Hay un coche en la entrada.

―¿Otro huésped? ―preguntó Emily.

Echaron a andar juntos y cogidos de la mano por el camino de grava. Emily echó un vistazo a la casa y distinguió a una mujer de cabello negro brillante de pie en el porche, rodeada de varias maletas y llamando una y otra vez al timbre.

―Creo que tienes razón ―dijo Daniel.

Emily jadeó, comprendiendo de repente quién era.

―¡Oh, no, me he olvidado de Jayne! ―exclamó. Se miró el reloj; eran las once. Jayne había dicho que llegaría a las diez. Esperaba que su pobre amiga no llevase allí de pie una hora llamando al timbre.

―¡Jayne! ―la llamó, corriendo por el camino―. ¡Lo siento muchísimo! ¡Estoy aquí!

Jayne se dio la vuelta al oír su nombre.

―¡Em! ―gritó, saludándola con la mano. Entonces vio a Daniel acercándose unos pasos más atrás y arqueó las cejas como diciendo: «¿Y ése quién es?».

Emily la alcanzó y las dos mujeres se abrazaron.

―¿Llevas aquí de pie una hora? ―preguntó Emily, preocupada.

―Oh, venga ya, Emily. ¿Acaso no me conoces? Claro que no he llegado a tiempo; ¡he llegado como cuarenta y cinco minutos tarde!

―Aun así ―se disculpó Emily―. Quince minutos es mucho tiempo para pasarlos de pie en un porche.

Jayne dio una pequeña patada sobre el suelo de madera con el tacón de la bota.

―Es un porche sólido y recio. Ha hecho un buen trabajo.

Emily se rió, y en aquel momento Daniel las alcanzó a ambas.

―Jayne, éste es Daniel ―se apresuró Emily, a sabiendas de que no le quedaba más elección que presentarlos.

Daniel le dio la mano con cortesía a Jayne aun cuando ésta lo miraba como si fuera un buen corte de carne.

―Un placer conocerte ―la saludó―. Emily me ha hablado mucho de ti.

―¿Ah, sí? ―preguntó Jayne, arqueando todavía más las cejas―. Porque a ti no te ha mencionado. Eres un secreto muy bien guardado, Daniel.

Emily no pudo evitar sonrojarse; Jayne no era una persona dada a las sutilezas, ni tampoco a mantener la boca cerrada cuando tendría que hacerlo. Esperó que Daniel no buscase un significado oculto a sus palabras ni llegase a conclusiones erróneas.

―¿Quieres que te ayude con las maletas? ―se ofreció éste.

―Sí, por favor ―contestó Jayne.

En cuanto Daniel se inclinó para recoger los bultos, Jayne estiró el cuello para verle mejor el culo. Cruzó una mirada con Emily y asintió con aprobación. Emily hizo una mueca.

―Deja que me ocupe de eso ―se apresuró a decir, apartando a Daniel y recogiendo las maletas―. ¡Guau, Jayne, esto pesa! ¿Qué has metido dentro?

―Oh, ya sabes ―dijo su amiga―. Dos conjuntos por día, uno para las horas de sol y otro para la noche, además de algo más formal, por si acaso. Y lencería, por supuesto. Mascarillas faciales e hidratantes, la bolsa del maquillaje y las brochas, la laca de uñas, la plancha para el pelo, el rizador…

―¿De verdad necesitas traer tanto la plancha como el rizador? ―la interrogó Emily, cruzando la puerta con las maletas y entrando al pasillo.

―Además de la plancha para ondular ―añadió Jayne―. Nunca sabes qué te puede apetecer. ―Le dirigió una sonrisa traviesa a Emily.

―Emily ―intervino Daniel―, parece demasiado peso para ti. ¿Qué tal si dejas que lleve todo eso a la habitación de Jayne?

―Gracias, Daniel ―dijo Emily, asegurándose de situarse estratégicamente para que Jayne no pudiese mirarle el culo a Daniel cuando éste se inclinó―. ¿Podrías llevarlas a la Habitación Uno?

La habitación de huéspedes original, la Habitación Uno, había sido bautizada de manera afectuosa como «la del señor Kapowski» por Daniel y ella, pero ahora mismo no le apetecía contar esa historia en concreto. Sabía que había sonado extrañamente rígida y formal al pedirle a Daniel que llevase las maletas a la Habitación Uno, pero en aquel momento no le importaba; su único objetivo era alejar a Daniel de Jayne lo más rápido posible, preferentemente sin que ésta se le quedase mirando el culo cuando Daniel subiese las escaleras. La habitación más alejada de la casa parecía ser distancia suficiente.

Se giró hacia Jayne.

―Deja que te enseñe la casa. ―Y con aquello llevó a su amiga hacia el salón.

―¡Oh, Dios! ―chilló ésta antes incluso de que la puerta se cerrase a sus espaldas―. ¿Ése es el nuevo hombre en tu vida? ¡Dime que no! ¿En serio? ¿Cómo has podido mantenerlo tan en secreto? ¿Cómo logras no ponerte a llamar a todo el mundo que has conocido en tu vida, incluidos a tu profesora de guardería y al cartero, para decirles que estás saliendo con un leñador que está para mojar pan?

Jayne hablaba increíblemente deprisa y muy alto; era algo que podía hacerte sufrir dolor de cabeza después de estar cinco minutos en su compañía.

―No es un leñador ―susurró Emily, sintiéndose avergonzada. ¿Cómo había podido olvidarse de lo brusca que llegaba a ser Jayne? ¿Qué demonios le había hecho pensar que sería buena idea invitar a su vieja amiga para que fuera al hostal cuando al hacerlo se sometería al escrutinio de su relación? No quería que ahuyentara a Daniel; de aquello ya se había ocupado ella personalmente al soltarle el día anterior que lo amaba.

―Pero amiga mía ―continuó Jayne―, sí que está para mojar pan. Eso lo ves, ¿verdad? Quiero decir, sabía que tus gustos se habían vuelto locos en los últimos meses, pero al menos todavía reconoces a un hombre atractivo cuando lo tienes delante, ¿no?

―Sí ―susurró Emily con los ojos en blanco―. Por favor, actúa normal con él. Lo nuestro es nuevo, bastante nuevo.

―¿Qué quieres decir con que actúe normal?

―Quiero decir que no te pongas a hablar de bebés ni de casarse. Y no menciones a Ben, ni a ninguno de mis exnovios. Ni a mi madre. Por favor, Dios, no digas nada de lo loca que está mi madre.

Jayne se rió.

―Te gusta de verdad, ¿no? No te había visto tan nerviosa en mucho tiempo.

Emily se retorció.

―Pues sí, me gusta. Creo que estoy enamorada.

―¡No me digas! ―chilló Jayne, alzando la voz varias octavas―. ¿Estás enamorada?

Justo en aquel momento Daniel entró en el salón. Emily se quedó paralizada y Jayne abrió los ojos de par en par antes de apretar los labios con fuerza.

―Ups ―dijo en voz alta, mirando de un rostro mortificado al otro―. Bueno, Daniel ―añadió, rompiendo la tensión que había empezado a llenar la habitación como un globo―, cuéntamelo todo sobre ti.

Daniel miró de Emily a Jayne y tragó saliva.

―Eh, en realidad creo que os dejaré con vuestras cosas. Tengo que pasear a los perros. ―Y salió del salón a toda prisa.

Emily suspiró, notando cómo se deshinchaba. Le dolía que Daniel actuara de manera tan incómoda con todo el tema de que estuviese enamorada de él. Se giró hacia Jayne.

―¿Podemos salir de aquí un rato? Podría enseñarte un poco Sunset Harbor. No has venido nunca, y de niña pasaba gran parte de los veranos en el pueblo. Estaría bien enseñarte los lugares más interesantes.

―Cariño, dime qué tipo de zapatos necesito y me apunto. ¿Algo tipo botas de montaña? ¿Zapatillas de deporte?

Desde luego que Jayne había traído consigo toda clase de zapatos.

―En realidad, no he salido a correr desde que me fui de Nueva York ―contestó Emily―. Podría ser divertido. Hace un día demasiado bonito como para pasarlo en el coche, y desde luego cubriríamos más terreno que si vamos andando. Podemos ir por el camino que pasa junto al océano.

―Me parece genial ―dijo Jayne―. Ayer, después de acabar de hablar contigo, recibí tantas llamadas que tuve que dejar el entrenamiento durante la milla doce. Me iría bien correr como es debido.

Emily tragó saliva. Para ella correr como es debido nunca se había prolongado más de cinco millas, y ahora mismo, tras seis meses de indolencia, se sentiría satisfecha si llegaba a cubrir dos.

―Voy a cambiarme ―dijo.

Se apresuró escaleras arriba, dejando el hostal a merced de Jayne. Al llegar al dormitorio se encontró a Daniel tumbado en la cama y con la vista fija en el pecho.

―¿Estás bien? ―le preguntó indecisa―. Creía que ibas a sacar a los perros.

―Tenía que salir de esa habitación ―contestó Daniel.





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“Una novela muy bien escrita que describe la lucha de una mujer (Emily) para encontrar su verdadera identidad. La autora ha hecho un trabajo magnífico en la creación de los personajes y en sus descripciones del entorno. El romance está ahí, pero sin sobredosis. Se merece puntos extra por este fantástico comienzo de una serie que promete ser de lo más entretenida.”–Books and Movies Reviews, Roberto Mattos (de Por Ahora y Siempre)¡POR Y PARA SIEMPRE es el segundo libro de la serie romántica LA POSADA DE SUNSET HARBOR, que se inicia con el primer libro POR AHORA Y SIEMPRE!Emily Mitchell, de 35 años, acaba de dejar su trabajo, su apartamento y su exnovio en Nueva York y, necesitada de un cambio en su vida, se ha marcado a la casa abandonada de su padre en la costa de Maine. Tras invertir los ahorros de su vida en restaurar el viejo hogar histórico, y con una relación naciente con el cuidador del edificio, Daniel, Emily se está preparando para abrir la Posada de Sunset Harbor con la llegada del Día de los Caídos.Pero no todo va según lo planeado. Emily aprende muy pronto que no tiene ni idea de cómo gestionar un hostal, y la casa, aún a pesar de sus esfuerzos, sigue necesitando arreglos nuevos y urgentes que no se puede permitir. Su codicioso vecino sigue decidido a darle problemas, y lo que es peor: justo cuando su relación con Daniel empieza a florecer, Emily descubre que éste oculta un secreto, uno que lo cambiará todo.Con sus amigos urgiéndole para que vuelva a Nueva York y su expareja intentando volver a ganarse su corazón, Emily tiene que tomar una decisión que cambiará su vida. ¿Intentará resistir y aceptar una vida en un pueblo pequeño en la vieja casa de su padre? ¿O le dará la espalda a sus nuevas amistades, a sus amigos, a su vida y al hombre del que se ha enamorado?POR AHORA Y SIEMPRE es el primer libro de un deslumbrante debut que se inicia con una serie en el género romántico, una serie que te hará reír, llorar, que te hará seguir leyendo hasta bien entrada la noche… y que conseguirá que vuelvas a enamorarte del romance.El segundo libro estará disponible en breve.

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