Книга - Agente Cero

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Agente Cero
Jack Mars


La Serie de Suspenso De Espías del Agente Cero #1
No dormirás hasta que hayas terminado con AGENTE CERO. El autor hizo un excelente trabajo creando un conjunto de personajes que están muy desarrollados y que los disfrutarás mucho. La descripción de las escenas de acción nos transporta a la realidad, que es casi como sentarse en el cine con sonido envolvente y 3D (sería una increíble película de Hollywood) . Difícilmente esperaré por la secuela. --Roberto Mattos, Books and Movie ReviewsEn este debut tan anticipado de una épica serie de suspenso y espías, del bestseller #1 Jack Mars, los lectores son llevados a un thriller de acción por toda Europa. Kent Steele como presunto agente de la CIA, perseguido por terroristas, por la CIA y por su propia identidad, deberá resolver el misterio de quién lo persigue, del blanco pendiente de los terroristas – y de la hermosa mujer que sigue apareciendo en su mente. Kent Steele, 38 años, un brillante profesor de Historia Europea en la Universidad de Columbia, tiene una vida tranquila en un vecindario de Nueva York con sus dos hijas adolescentes. Todo eso cambia cuando una noche recibe un golpe en su puerta y es secuestrado por tres terroristas – y se encuentra a sí mismo volando sobre el océano para ser interrogado en una base en París. Ellos están convencidos de que Kent es el espía más letal que la CIA haya conocido. Él está convencido de que ellos tienen al hombre equivocado. ¿Es así?Con una conspiración a su alrededor, con adversarios tan inteligentes como él y un asesino al asecho, el juego salvaje del gato y el ratón lleva a Kent a un camino peligroso – uno que pudiese llevarlo de regreso a Langley – y al sorprendente descubrimiento de su propia identidad. AGENTE CERO es una serie de suspenso y espionaje que te mantendrá pasando páginas tarde en la noche. Una de las mejores series de suspenso que he leído este año. Books and Movie Reviews (con respecto a Por Todos Los Medios Necesarios) También está disponible la serie #1 mejor vendida de Jack Mars, las series de SUSPENSO de LUKE STONE (7 libros) que comienzan con Por Todos Los Medios Necesarios (Libro #1), ¡en descarga gratuita con más de 800 calificaciones de 5 estrellas!







A G E N T E C E R O



(LA SERIE DE SUSPENSO DE ESPÍAS DEL AGENTE CERO—LIBRO 1)



J A C K M A R S


Jack Mars



Jack Mars es el autor bestseller de USA Today, autor de las series de suspenso de LUKE STONE, las cuales incluyen siete libros (y contando). También es el autor de la nueva serie de precuelas LA FORJA DE LUKE STONE y de la serie de suspenso del espía KENT STEELE.



¡Jack ama escuchar de ti, así que, por favor siéntete libre de visitar www.jackmarsauthor.com (http://www.jackmarsauthor.com) suscríbete a su email, recibe un libro gratis, sorteos gratis, conéctate con Facebook y Twitter y mantente actualizado!



Derechos de autor © por Jack Mars. Todos los derechos reservados. Exceptuando los permitidos bajo el Acta de Derechos de Autor de Estados Unidos en 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, o almacenada en una base de datos o en un sistema de recuperación, sin previa autorización del autor. Este ebook está licenciado únicamente para su disfrute personal Este ebook no puede ser revendido o regalado a otras personas. Sí quieres compartir este libro con otra persona, por favor adquiere una copia adicional. Sí estás leyendo este libro y no lo has comprado o si no fue comprado para tu uso particular, por favor regrésalo y adquiera su propia copia. Gracias por respetar el duro trabajo de este autor. Este un trabajo de ficción. Los nombres, personajes, negocios, organizaciones, lugares, eventos y los incidentes son ó producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es enteramente coincidencia.


LIBROS POR JACK MARS



LUKE STONE THRILLER SERIES

POR TODOS LOS MEDIOS NECESARIOS (Libro #1)



LA SERIE DE ESPÍAS DE KENT STEELE

AGENTE CERO (Libro #1)

OBJETIVO CERO (Libro #2)


CONTENIDO



CAPÍTULO UNO (#u4557bdf1-5265-5038-9647-2f2f77e14d87)

CAPÍTULO DOS (#uad288e85-4a12-5ce6-81a3-c31b7e8248bb)

CAPÍTULO TRES (#u54dbcbe5-4b55-5956-b917-572508fb78fb)

CAPÍTULO CUATRO (#u5ae0a892-1bce-5dda-867b-21e7d2559de9)

CAPÍTULO CINCO (#u5d9f9453-9419-5833-8ef5-0c92e679d38d)

CAPÍTULO SEIS (#u2533ca51-c5bc-50c1-acb3-9ed6dd13d8d0)

CAPÍTULO SIETE (#uaea8678f-aaa4-5f39-9d3d-c6e6c7e8637c)

CAPÍTULO OCHO (#ua2f75d0a-5719-52d0-a5f8-555a61a9d59a)

CAPÍTULO NUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIEZ (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO ONCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DOCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TRECE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CATORCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO QUINCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIUNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIDÓS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTITRÉS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y UNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y DOS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y TRES (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y CINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y SEIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y SIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y OCHO (#litres_trial_promo)

EPÍLOGO (#litres_trial_promo)


“La vida de los muertos se coloca en la memoria de los vivos”.

—Marcus Tullius Cicero




CAPÍTULO UNO


La primera clase del día siempre fue la más dura. Los estudiantes se mezclan en el salón de lectura de la Universidad de Columbia como zombis perezosos y con ojos muertos, con sus sentidos embotados por todas las sesiones de estudio nocturnas o por resacas o por alguna combinación de ellas. Llevaban pantalones deportivos y camisetas de ayer y apretaban tazas de poliestireno llenas de latte moca de soya o de tostados artesanales o de cualquier otra cosa que los chicos beben en estos días.

El trabajo del Profesor Reid Lawson era enseñarnos pero, el también reconoce la necesidad de un impulso por la mañana — un estimulante mental para suplementar la cafeína. Lawson les dió un momento para encontrar sus asientos y ponerse cómodos mientras él se quitaba su saco deportivo de tweed y lo colocaba sobre su silla.

“Buenos días”, el dijo en voz alta. El anuncio estremeció a varios estudiantes, quienes de repente levantaron la Mirada como si no se hubieran dado cuenta de que habían entrado a un salón de clases. “Hoy vamos a hablar acerca de los piratas”.

Esto obtuvo algo de atención. Ojos miraron hacia adelante, parpadeando a través de la gran falta de sueño y tratando de determinar si en realidad había dicho “piratas” o no.

“¿Del Caribe?” Bromeó un estudiante de segundo año en la primera fila.

“Del Mediterráneo en realidad”, corrigió Lawson. Él se paseo lentamente con sus manos juntas detrás de su espalda. “¿Cuántos de ustedes han tomado la clase del Profesor Truitt sobre imperios antiguos?” Alrededor de una tercera parte de la clase levantó sus manos. “Bien. Entonces saben que Imperio Otomano fue una potencia mundial durante, oh, casi seiscientos años. Lo que quizás no sepan es que los corsarios Otomanos, o más coloquialmente, los piratas de Berbería, asecharon los mares durante una gran parte de ese tiempo, desde la costa de Portugal, a través del Estrecho de Gibraltar, y gran parte del Mediterráneo. ¿Qué crees que buscaban? ¿Alguien? Sé que están vivos ahí afuera”.

“¿Dinero?” pregunto una chica de la tercera fila.

“Tesoros”, dijo el estudiante de segundo año en el frente.

“¡Ron!” Gritó un estudiante masculino desde la parte de atrás del salón, provocando una risita de la clase. Red sonrió también. Había algo de vida en la multitud después de todo.

“Todas son buenas conjeturas”, el dijo. “Pero la respuesta es ‘todas las anteriores’. Verán, los piratas de Berbería, muchos de ellos de dirigieron a los buques mercantes Europeos, y ellos lo tomarían todo… y me refiero a todo. Zapatos, cinturones, dinero, sombreros, bienes, la nave en sí… y su tripulación. Se cree en el lapso de dos siglos desde 1580 hasta 1780, los piratas de Berbería capturaron y esclavizaron más de dos millones de personas. Lo tomarían todo de vuelta a su reino en el Norte de África. Esto pasó por siglos. ¿Y qué creen que hicieron las naciones Europeas a cambio?”

“¡Declararon la guerra!” gritó el estudiante de atrás.

Una chica tímida con anteojos de montura de cuerno levantó su mano levemente y preguntó, “¿Acordaron un tratado?”

“De alguna forma”, respondió Lawson. “Los poderes Europeos acordaron pagar tributo a las naciones de Berbería, en forma de grandes sumas de dinero y bienes. Estoy hablando de Portugal, España, Francia, Alemania, Suecia, los Países Bajos… todos les pagaban a los piratas para mantenerlos alejados de sus botes. El rico se volvió más rico, y los piratas retrocedieron… en su mayoría. Pero entonces, a finales del siglo dieciocho y a principios del siglo diecinueve, algo pasó. Un evento ocurrió que sería el catalizador para el fin de los piratas de Berbería. ¿Alguien quiere aventurarse a adivinar?”

Nadie habló. A su derecha, Lawson descubrió a un chico desplazándose en su teléfono.

“Sr. Lowell”, el dijo. El chico prestó atención. “¿Alguna conjetura?”

“Um… ¿Estados Unidos pasó?”

Lawson sonrió. “¿Me estás preguntando o me estás diciendo?” Ten confianza en tus respuestas y el resto de nosotros al menos pensaremos que sabes de lo que estás hablando”.

“Estados Unidos pasó”, el dijo de nuevo, esta vez más enfáticamente.

“¡Así es! Estados Unidos pasó. Pero, como sabrán, apenas éramos un pichón nación en ese momento. América era más joven que la mayoría de ustedes. Tuvimos que establecer rutas de comercio con Europa para impulsar nuestra economía pero, los piratas de Berbería, empezaron a tomar nuestros barcos. Cuando dijimos: ‘¿Qué demonios chicos?’ ellos demandaron tributo. Nosotros apenas teníamos una tesorería, y mucho menos algo en ella. Nuestra alcancía de cerdito estaba vacía. ¿Entonces qué opción teníamos? ¿Qué podíamos hacer?”

“¡Declarar la guerra!” se oyó un grito familiar desde la parte trasera del salón.

“¡Precisamente! No tuvimos otra opción que declarar la guerra. Ahora, Suecia estuvo peleando contra los piratas por un año, y juntos, entre 1801 y 1805, tomamos el Puerto de Trípoli y capturamos la ciudad de Derna, terminando efectivamente el conflicto”. Lawson se apoyó en el borde de su escritorio y cruzó sus manos delante de él. “Por supuesto, eso es pasar por alto muchos detalles, pero esta es una clase de historia Europea, no de historia Estadounidense. Si tienes la oportunidad, deberías leer algo del teniente Stephen Decatur y la USS Philadelphia. Pero divago. ¿Por qué estamos hablando de piratas?”

“¿Por qué los piratas son geniales?” dijo Lowell, que desde entonces había alejado su teléfono.

Lawson soltó una risita. “No puedo estar en desacuerdo. Pero no, ese no es el punto. Estamos hablando de piratas porque la Guerra Tripolitana representa algo que rara vez hemos visto en los relatos de la historia”. Él se mantuvo firme, escaneando el salón y haciendo contacto visual con varios estudiantes. Al menos ahora, Lawson pudo ver la luz en sus ojos, un vistazo de que la mayoría de los estudiantes estaban vivos está mañana… y atentos. “Por siglos literales, ninguno de los poderes Europeos quería levantarse contra las naciones de Berbería. Era más fácil sólo pagarles. Le tomó a Estados Unidos — quien era, en ese momento, un chiste para la mayoría de naciones desarrolladas — ser el cambio. Tomó un acto de desesperación de una nación que estaba sin esperanza y graciosamente desarmada, para traer un cambio en la dinámica de poder de la ruta comercial más valiosa del mundo en ese momento. Y ahí recae la lección”.

“¿No se metan con Estados Unidos?” alguien ofreció.

Lawson sonrió. “Bueno sí”. Él sostuvo su dedo en el aire para expresar su punto. “Pero además, esa desesperación y una pronunciada falta de opciones viables, puede y ha, históricamente, llevado a algunos de los más grandes triunfos que el mundo haya visto. La historia nos ha enseñado una y otra vez, que no hay régimen tan grande que no sea derribado, ningún país es demasiado pequeño o débil para hacer una diferencia real”. Él guiñó el ojo. “Piensen en eso la próxima vez que sientan que sólo son algo más que una mancha en este mundo”.

Al final de la clase, había una marcada diferencia entre los estudiantes cansados, los arrastrados que habían entrado y los que reían y conversaban que llenaban el salón de lectura. Una chica de cabello rosado se detuvo en su escritorio de camino para sonreír y comentar: “Buena charla Profesor. ¿Cuál era el nombre del teniente Estadounidense que usted mencionó?”

“Oh, ese era Stephen Decatur”.

“Gracias”. Ella lo anotó y salió corriendo del salón.

“¿Profesor?”

Lawson miró hacia arriba. Era el estudiante de segundo año de la primera fila. “Sí, ¿Sr. Garner? ¿Qué puedo hacer por usted?”

“Me preguntaba si podía pedirle un favor. Estoy aplicando para un internado en el Museo de Historia Natural, y… esto, podría utilizar una carta de recomendación”.

“Seguro, no hay problema. ¿Pero, acaso no es usted un mayor en antropología?”

“Sí. Pero, uh, pensé que una carta de su parte tendría algo más de peso, ¿usted sabe? Y, esto…” El chico miró a sus zapatos. “Esta es mi clase favorita”

“Tu clase favorita hasta ahora”. Lawson sonrió. “Estaré feliz de hacerlo. Tengo algo para ti mañana — oh, en realidad, tengo un compromiso importante esta noche y no puedo faltar. ¿Qué tal el Viernes?”

“No hay apuro. El viernes está genial. Gracias Profesor. ¡Nos vemos!” Garner salió corriendo del salón, dejando solo a Lawson.

El levantó la mirada alrededor del auditorio vacío. Este era su momento favorito del día entre clases — la satisfacción presente del mezclado anterior con la anticipación del siguiente.

Su teléfono sonó. Era un texto de Maya. ¿En casa a las 5:30?

Sí, el respondió. No me lo perdería. El “compromiso importante” esa tarde era una noche de juegos en la casa de Lawson. El apreciaba su tiempo de calidad con sus dos hijas.

Bien, texteó su hija de regreso. Tengo noticias.

¿Qué noticias?

Más tarde ella respondió. Él frunció el ceño ante el vago mensaje. Repentinamente el día se iba a sentir muy largo.



*



Lawson empacó su bolso de mensajero, se puso su abrigo de inverno y se apresuró al estacionamiento, ya que su día de enseñanza había llegado a su final. Febrero en Nueva York solía ser muy frío y últimamente ha sido peor. El viento más leve era absolutamente abrasador.

Él encendió el carro y lo dejó calentar por unos minutos, juntando sus manos sobre su boca y soplando aliento caliente sobre sus dedos congelados. Este era su segundo invierno en Nueva York, y no parecía que se estaba aclimatando a un ambiente más frío. En Virginia el pensaba que cuatro grados en Febrero era frígido. Al menos no está nevando, él pensó. El lado positivo.

El viaje desde el campus de Columbia a casa era de sólo siete millas, pero el tráfico a esta hora del día era pesado y los compañeros viajeros eran generalmente irritantes. Reid mitigó eso, con los audiolibros que su hija mayor le había entregado recientemente. Él estaba haciéndose camino a través de El Nombre de la Rosa de Umberto Eco, sin embargo, él apenas escuchaba las palabras el día de hoy. Pensaba sobre el mensaje encriptado de Maya.

El hogar de Lawson era un búngalo de dos pisos con ladrillos marrones en Riverdale, en el extremo del norte del Bronx. Amaba el vecindario bucólico, suburbano — la proximidad de la ciudad y la universidad, las sinuosas calles que daban paso a amplios bulevares al sur. Las chicas lo amaban también y, si Maya era aceptada en Columbia o incluso en su escuela de seguridad en NYU, ella no tendría que salir de casa.

Reid supo inmediatamente que algo era diferente cuando entró a la casa. Podía olerlo en el aire y escuchó voces que venían de la cocina al final del pasillo. Él dejó su bolso de mensajero y se quitó silenciosamente su chaqueta deportiva antes de salir del vestíbulo en puntillas.

“¿Qué demonios está sucediendo aquí?” él preguntó en forma de saludo.

“¡Hola Papi!” Sara, su hija de catorce años, saltó sobre las puntas de sus pies mientras observaba a Maya, su hermana mayor, realizar un ritual sospechoso sobre un plato de hornear de Pírex. “¡Estamos haciendo la cena!”

“Estoy haciendo la cena”, murmuró Maya sin mirar hacia arriba. “Ella es un espectador.”

Reid pestañeó con sorpresa. “Está bien. Tengo preguntas.” Él miró sobre el hombro de Maya mientras ella aplicaba un glaseado purpurino a una fila ordenada de chuletas de cerdo. “Comenzando con… ¿huh?”

Maya todavía no levantaba la vista. “No me mires así”, dijo ella. “Si van a hacer que economía doméstica sea una clase obligatoria, le voy a dar algo de uso”. Finalmente ella miró hacia él y sonrió levemente. “Y no te acostumbres”.

Reid levantó sus manos defensivamente. “De ninguna manera”.

Maya tenía dieciséis y era peligrosamente inteligente. Ella claramente había heredado el intelecto de su madre; tenía el cabello oscuro de Reid, una sonrisa pensativa y un talento para lo dramático. Sara, por otro lado, consiguió su aspecto enteramente de Kate. A medida que se convirtió en una adolescente, a veces a Reid le dolía verla a la cara, aunque nunca la dejaba de ver. Ella también adquirió el temperamento ardiente de Kate. La mayoría del tiempo, Sara era toda un encanto, pero de vez en cuando ella podía detonar y las consecuencias podrían ser devastadoras.

Reid observaba perplejo como las niñas ponían la mesa y servían la cena. “Maya, esto se ve asombroso”, el comentó.

“Oh, espera. Una cosa más”. Ella retiró algo de la nevera — una botella marrón. “El Belga es tu favorito, ¿verdad?”

Reid entrecerró los ojos. “¿Cómo lo…?”

“No te preocupes, hice que tía Linda lo comprara”. Ella abrió la tapa y sirvió la cerveza en un vaso. “Bien. Ahora podemos comer”.

Reid estaba extremadamente agradecido con la hermana de Kate, Linda, sólo hace unos pocos minutos. Lograr su profesorado asociado mientras criaba a dos niñas hasta la adolescencia hubiese sido una tarea imposible sin ella. Fue uno de los principales motivadores para mudarse a Nueva York, para que las niñas tuvieran una influencia femenina positiva cerca de ellas. (Sin embargo tenía que admitir, que no le gustaba que Linda le comprara una cerveza a su hija, sin importar para quien era).

“Maya, esto es increíble”, él derramó luego del primer bocado.

“Gracias. Es un glaseado de chipotle”.

El limpió su boca, dejó su servilleta y preguntó: “Está bien, sospecho. ¿Qué hiciste?

“¿Qué? ¡Nada!” ella insistió.

“¿Qué rompiste?”

“Yo no…”

“¿Te suspendieron?”

“Papá, por favor…”

Reid, melodramáticamente, sujetó la mesa con ambas manos. “Oh Dios, no me digas que estás embarazada. Ni siquiera poseo una escopeta”.

Sara se rió.

“¿Podrías detenerte?” Maya resopló. “¿Sabes? Tengo permitido ser amable”. Comieron en silencio por un minuto más o menos, antes de que ella casualmente agregara: “Pero, ahora que lo mencionas…”

“Oh, diablos. Aquí viene.”

Ella aclaró su garganta y dijo: “Tendré algo cómo una cita. Para el día de San Valentín”.

Reid casi se ahoga con su chuleta.

Sara sonrió satisfecha. “Te lo dije él sería raro al respecto”.

Él se recuperó y levantó una mano. “Espera, espera. No estoy siendo raro. Sólo que lo pensé… No sabía que estabas, eh… ¿Están saliendo?”

“No”, dijo Maya rápidamente. Entonces ella encogió los hombros y miró su plato. “Quizás. No lo sé todavía. Pero él es un gran chico y quiere llevarme a cenar en la ciudad…”

“En la ciudad”, repitió Reid.

“Sí, Papá, en la ciudad. Y necesitaré un vestido. Es un lugar lujoso. En realidad no tengo nada que ponerme”.

Hubo muchas ocasiones en las que Reid deseó desesperadamente que Kate estuviese ahí, pero quizás esto podría haberlas superado. Siempre había asumido que sus hijas tendrían citas en algún punto, pero el esperaba que no fuera sino hasta que tuviesen veinticinco. En tiempos como estos, el recurría a su acrónimo de padre favorito, QDK — ¿Qué diría Kate? Como un artista y un espíritu decididamente libre, ella probablemente habría manejado la situación muy diferente de lo que él lo haría, y el trató de mantenerse consciente de ello.

Él debió parecer particularmente preocupado, porque Maya se rió un poco y puso sus manos en las de él. “¿Estás bien, Papá? Es sólo una cita. Nada va a suceder. No es gran cosa”.

“Sí”, él dijo lentamente. “Tienes razón. Por supuesto, no es gran cosa. Podemos ver si tía Linda puede llevarte al centro comercial este fin de semana y…”

“Quiero que tú me lleves”.

“¿Tú quieres?”

Ella se encogió. “Me refiero, no querría adquirir nada con lo que no estés de acuerdo”.

Un vestido, cena en la ciudad y un chico… esto no era nada con lo que él realmente antes hubiese considerado lidiar.

“Está bien entonces”, él dijo. “Iremos el Sábado. Pero tengo una condición — voy a elegir el juego de esta noche”.

“Hmm”, dijo Maya. “Podemos hacer un trato. Déjame consultarlo con mi socio”. Maya se volteó hacia su hermana.

Sara asistió. “Bien. Siempre que no sea Risk”.

Reid se burló. “No sabes de lo que estás hablando. Risk es lo mejor”.

Después de cenar, Sara limpió los platos mientras Maya hacia chocolate caliente. Reid colocó uno de sus favoritos, Ticket to Ride, un juego clásico acerca de construir rutas de trenes por todo Estados Unidos. Mientras acomodaba las cartas y los trenes de plástico, él se encontró así mismo pensando cuando esto había pasado. ¿Cuándo Maya había crecido tan rápido? En los últimos dos años, desde que Kate falleció, él ha tenido el rol de ambos padres (con la ayuda muy apreciada de su tía Linda). Ambas aún lo necesitaban o eso parecía, pero no tardarían mucho para irse a la universidad y luego sus carreras, y entonces…

“¿Papá?” Sara entró al comedor y tomó asiento frente a él. Como si leyera su mente, ella dijo: “No te olvides, tengo un show de arte en la escuela el próximo Miércoles por la noche. Estarás allí, ¿verdad?”

El sonrió. “Por supuesto cariño. No me lo perdería”. El aplaudió. “¡Ahora! Quién está listo para ser demolido — Quiero decir, ¿quién está listo para jugar un juego familiar?”

“Adelante, viejo”, Maya dijo desde la cocina.

“¿Viejo?” Reid dijo indignado. “¡Tengo treinta y ocho!”

“Y lo ratifico”. Ella se rió mientras entraba al comedor. “Oh, el juego del tren”. Su mueca se disolvió en una delgada sonrisa. “Este era el favorito de mamá, ¿verdad?”

“Oh… sí”. Reid frunció el ceño. “Era”.

“¡Soy el azul!” Sara anunció, agarrando las piezas.

“Naranja”, dijo Maya. “Papá, ¿qué color? Papá, ¿hola?”

“Oh”. Reid salió de sus pensamientos. “Lo siento. Uh… verde”.

Maya empujó algunas piezas hacia ella. Reid forzó una sonrisa, sin embargo, sus pensamientos eran turbulentos.



*



Después de dos juegos, de los cuales ambos ganó Maya, las chicas se fueron a la cama y Reid se retiró a su estudio, una habitación pequeña en el primer piso, justo al lado del vestíbulo.

Riverdale no era un área económica, pero era importante para Reid asegurarse de que sus niñas tuvieran un ambiente seguro y feliz. Sólo habían dos dormitorios, así que él reclamó el estudio en el primer piso como su oficina. Todos sus libros y objetos memorables estaban amontonados en casi cada centímetro disponible del cuarto de diez por diez. Con su escritorio y un sillón de cuero, solamente un pequeño parche de alfombra desgastada estaba visible.

Él se quedaba dormido con frecuencia en ese sillón, después de largas noches tomando notas, preparando lecturas y releyendo biografías. Estaba comenzando a darle problemas de espalda. Pero, si era honesto consigo mismo, no lo hacía más dormir en su propia cama. El lugar quizás haya cambiado — las niñas y él se mudaron a Nueva York poco después del fallecimiento de Kate — pero todavía tenía el colchón y el marco matrimonial que había sido de ellos, de Kate y de él.

Él habría pensado que a estas alturas el dolor de perder a Kate podría haberse desvanecido, al menos ligeramente. A veces lo hacía, temporalmente, y entonces pasaba por su restaurante favorito o echaba un vistazo a una de sus películas favoritas en la TV y volvía con fuerza, tan fresco como si hubiese pasado ayer.

Si cualquiera de las chicas experimentaba lo mismo, ellas no hablarían de ello. De hecho, con frecuencia hablaban de ella abiertamente, algo que Reid todavía no era capaz de hacer.

Había una foto de ella en uno de sus estantes, tomada en una boda de un amigo hace una década. La mayoría de las noches, el marco sería girado hacia atrás, o de lo contrario, pasaría la tarde entera mirándolo fijamente.

Qué increíblemente injusto podía ser el mundo. Un día, ellos lo tenían todo — un lindo hogar, niños maravillosos, grandes carreras. Vivían en McLean, Virginia; él trabajaba como profesor adjunto en la cercana Universidad de George Washington. Su trabajo lo tenía viajando constantemente a seminarios y cumbres y como lector invitado, en Historia Europea, a escuelas por todo el país. Kate estaba en el departamento de restauraciones del Museo Smithsoniano de Arte Americano. Sus hijas estaban floreciendo. La vida era perfecta.

Pero como la frase famosa de Robert Frost, “nada dorado permanece”. Una tarde invernal Kate se desmayó en el trabajo — al menos eso fue lo que creyeron sus compañeros cuando ella repentinamente se blandeó y se cayó de su silla. Llamaron a una ambulancia, pero ya era demasiado tarde. Ella fue declarada muerta al llegar al hospital. Una embolia, ellos dijeron. Un coágulo de sangre había viajado a su cerebro y causado un accidente cerebro vascular isquémico. Los doctores usaban términos médicos apenas comprensibles siempre que daban una posible explicación, como si de alguna manera suavizara el golpe.

Lo peor de todo, Reid estaba ausente cuando pasó. Él estaba en un seminario de pregrado en Houston, Texas, dando charlas acerca de la Edad Media cuando recibió la llamada.

Así fue como descubrió que su esposa había muerto. Una llamada telefónica, fuera de un salón de conferencias. Después llegó el vuelo a casa, los intentos de consolar a sus hijas en medio de su propio dolor devastador, y eventualmente se mudaron a Nueva York.

Él se levantó de la silla y volteó la foto. No le gustaba pensar acerca de todo eso, el final y las consecuencias. Él quería recordarla así, como en la foto, Kate en su esplendor. Eso es lo que escogió recordar.

Había algo más, algo en la esquina de su consciencia — algún tipo de recuerdo fugaz trataba de salir a la superficie mientras miraba fijamente la foto. Se sentía casi como un déjà vu, pero no del momento presente. Era como si su subconsciente tratara de decirle algo.

Un golpe repentino en la puerta lo devolvió a la realidad. Reid titubeó, pensando quien podría ser. Era casi medianoche; las chicas ya tenían varias horas en la cama. El fuerte golpe vino de nuevo. Preocupado de que pudiese despertar a las niñas, él se apresuró a responder. Después de todo, el vivía en un vecindario seguro y no tenía razón para temer abrir su puerta, siendo medianoche o no.

El fuerte viento invernal no fue lo que lo congeló en sus pasos. El miró sorprendido a tres hombres del otro lado. Ellos eran claramente del Medio Oriente, cada uno con piel oscura, una barba negra y ojos hundidos, vestidos con chaquetas gruesas color negro y botas. Ambos que flanqueaban cada lado de la salida, eran grandes y larguiruchos; el tercero, detrás de ellos, era corpulento y de hombros anchos, con un ceño claramente pronunciado.

“Reid Lawson”, dijo el hombre alto a su izquierda. “¿Es usted?” Su acento sonó Iraní, pero no era pesado, lo cual sugiere que había pasado una cantidad considerable de tiempo en los Estados Unidos.

La garganta de Reid se sintió seca cuando vio, sobre sus hombros, una camioneta gris estacionada en la calle, sus luces estaban apagadas. “Um. Lo siento”, les dijo. “Deben tener la casa equivocada”.

El hombre alto a su derecha, sin quitar los ojos de Reid, levantó su celular para que sus dos compañeros lo vieran. El hombre a su derecha, el que hacía las preguntas, asintió una vez.

Sin previo aviso, el corpulento se lanzó hacia adelante, engañosamente rápido para su tamaño. Una mano carnosa llegó a la garganta de Reid. Reid se retorció accidentalmente fuera de su alcance, tambaleándose hacia atrás y casi tropezando con sus propios pies. Él se recuperó, tocando el suelo embaldosado con la punta de sus dedos.

Mientras se deslizaba hacia atrás para recuperar el equilibrio, los tres hombres entraron en la casa. Él entro en pánico, pensando sólo en las niñas durmiendo en su cama subiendo las escaleras.

Se volteó y corrió a través del vestíbulo, hacia la cocina y se deslizo alrededor de la isla. Él miró por encima de su hombro — los hombres lo perseguían. Teléfono, pensó desesperadamente. Estaba encima de su escritorio en el estudio, y sus asaltantes bloqueaban el camino.

Él tenía que alejarlos de la casa, y lejos de las niñas. A su derecha estaba la puerta del patio trasero. La abrió y corrió hacia la cubierta. Uno de los hombres maldijo en una lengua extranjera — Árabe, supuso — mientras lo perseguían. Reid saltó sobre el pasamanos de la cubierta y cayó en el pequeño patio trasero. Un golpe de dolor recorrió su tobillo con el impacto, pero lo ignoró. Rodeó la esquina de la casa y se estrelló contra la fachada de ladrillo, tratando desesperadamente de calmar su respiración entrecortada.

El ladrillo estaba helado al toque y la leve brisa invernal cortó a través de él como un cuchillo. Sus dedos de los pies estaban entumecidos — había salido de la casa sólo en calcetines. Los escalofríos le hormigueaban sus extremidades de arriba abajo.

Podía escuchar a los hombres susurrándose entre sí, con voz ronca y urgentemente. Él contó las distintas voces — uno, dos y luego tres. Ellos estaban fuera de la casa. Bien; significa que estaban sólo tras él y no por las niñas.

Necesitaba conseguir un teléfono. No podía regresar a la casa sin poner en peligro a sus chicas. No podía golpear la puerta de un vecino. Espera — había un cajetín amarillo de llamadas de emergencia montado en un poste telefónico bajando la cuadra. Si pudiera llegar hasta allí…

Respiró profundamente y corrió por el oscuro patio, desafiándose a entrar en el halo de luz emitido por los faroles de arriba. Su tobillo latía en protesta y la conmoción por el frío le provocó picaduras en los pies, pero se obligó a sí mismo a moverse lo más rápido que pudiera.

Reid miró sobre su hombro. Uno de los hombres altos lo había descubierto. Él gritó a sus compañeros pero no lo persiguieron. Extraño, pensó Reid, pero no se detuvo a cuestionarlo.

Llegó al cajetín amarillo de llamadas de emergencia, lo abrió y apretó el pulgar contra el botón rojo, el cual enviaría una alerta al despacho local del 911. Él miró por encima de su hombro otra vez. No pudo ver a ninguno de ellos.

“¿Hola?” siseó por el intercomunicador. “¿Alguien puede escucharme?” ¿Dónde estaba la luz? Se supone que haya una luz cuando el botón de llamada sea presionado. ¿Esta cosa siquiera está funcionando? “Mi nombre es Reid Lawson, tres hombres me persiguen, vivo en…”

Una fuerte mano agarró un puñado del corto cabello castaño de Reid y tiró hacia atrás. Sus palabras quedaron atrapadas en su garganta y escaparon como un poco más que un ronco jadeo.

Lo siguiente que supo, fue que tenía una tela áspera sobre su cara que lo cegaba — una bolsa en su cabeza — y al mismo tiempo, sus brazos forzados detrás de su espalda y cerrados con esposas. Él trató de resistirse, pero las fuertes manos lo sujetaban firmemente, doblando sus muñecas casi al punto de romperlas.

“¡Esperen!” logró gritar. “Por favor…” Un impacto golpeó su abdomen tan fuerte que el aire salió de sus pulmones. No podía respirar, menos hablar. Mientras se mareaba, colores nadaban en sus visiones mientras casi se desmaya.

Entonces, estaba siendo arrastrado, sus calcetines raspaban el pavimento de la acera. Lo empujaron hacia la camioneta y cerraron la puerta detrás de él. Los tres hombres intercambiaron palabras guturales extranjeras entre ellos que sonaban acusatorias.

“¿Por qué…?” Reid finalmente se sofocó.

Sintió el punzón agudo de una aguja en la parte superior de su brazo, y luego el mundo se desvaneció.




CAPÍTULO DOS


Cegado. Frío. Retumbado, ensordecido, zarandeándose, adolorido.

Lo primero que notó Reid mientras se despertaba, era que el mundo era negro — no podía ver. El olor agrio del combustible llenó sus fosas nasales. Trató de mover sus palpitantes extremidades, pero sus manos estaban atadas detrás de él. Se estaba congelando, pero no había brisa; sólo aire frío, como si estuviese sentado en un refrigerador.

Lentamente, como si atravesara una niebla, los recuerdos de lo que había ocurrido regresaron a él. Los tres hombres del Medio Oriente. Una bolsa sobre su cabeza. Una aguja en su brazo.

Él entró en pánico, tirando de sus ataduras y agitando las piernas. El dolor abrasó sus muñecas, donde el metal de las esposas se clavó en su piel. Su tobillo pulsaba, enviando ondas de choque sobre su pierna izquierda. Había una intensa presión en sus oídos y no podía oír nada más que el rugido del motor.

Por solo una fracción de segundo, él sintió una sensación de vacío en su estómago — como resultado de una negativa aceleración vertical. Estaba en un avión. Y, por el sonido de este, no era un avión común de pasajeros. El ruido, el sonido intensamente fuerte del motor, el olor a combustible… se dio cuenta de que debería estar en un avión de carga.

¿Cuánto tiempo tenía inconsciente? ¿Con qué le dispararon? ¿Estaban las chicas a salvo? Las niñas. Lagrimas punzaban sus ojos mientras esperaba que estuvieran a salvo, que la policía hubiese escuchado su mensaje lo suficiente y que las autoridades habrían sido enviadas a la casa…

Se retorció en su asiento de metal. Sin importar el dolor y la ronquera de su garganta, se aventuró a hablar.

“¿H-hola?” salió casi como un susurro. Aclaró su garganta y trató de nuevo. “¿Hola? ¿Alguien…?” Se dio cuenta de que el ruido del motor lo opacaría de cualquiera que no estuviera sentado a su lado. “¡Hola¡” trató de gritar. “Por favor… alguien dígame que está…”

Una áspera voz masculina le silbó en Árabe. Reid retrocedió; el hombre estaba cerca, no más de unos pocos pies de distancia.

“Por favor, solo dígame que está pasando”, él suplicó. “¿Qué está pasando? ¿Por qué están haciendo esto?”

Otra voz le gritó en Árabe de modo amenazador, esta vez a su derecha. Reid se contrajo ante la fuerte reprimenda. Esperó que el temblor del avión enmascarara el de sus extremidades.

“Tienen a la persona equivocada”, dijo. “¿Qué es lo que quieren? ¿Dinero? No tengo mucho pero puedo — ¡esperen!” Una mano fuerte se encerró alrededor de su brazo en un agarre claro y, en un instante después, fue arrancado de su asiento. Se tambaleó, tratando de levantarse, pero la inestabilidad del avión y el dolor de su tobillo pudieron más que él. Sus rodillas se doblaron y cayó de costado.

Algo sólido y pesado lo golpeó en la sección media. Un dolor de telaraña sobre su torso. Trató de protestar, pero de su voz sólo salieron sollozos incomprensibles.

Otra bota lo pateó en la espada. Otra más, en la barbilla.

Sin importar la horrible situación, un pensamiento bizarro golpeó a Reid. Estos hombres, sus voces, estos golpes sugieren que todo sea una venganza personal. No sólo se sentía atacado. Se sentía detestado. Estos hombres estaban molestos — y su rabia estaba dirigida hacia él como la punta de un láser.

El dolor disminuyó, lentamente, y dio paso a un frío entumecimiento que engullía su cuerpo mientras se desmayaba.



*



Sufrimiento. Agudo, palpitante, dolor, ardor.

Reid despertó de nuevo. Los recuerdos del pasado… no sabía cuánto tiempo había pasado, tampoco sabía si era de día o de noche, y que si donde estaba era de día o de noche. Pero los recuerdos regresaron, inconexos, como simples cuadros cortados de un rollo de película y dejados en el suelo.

Tres hombres.

El cajetín de emergencia

La camioneta.

El avión.

Y ahora…

Reid se atrevió a abrir sus ojos. Era difícil. Los parpados se sentían como si estuviesen pegados. Incluso debajo de la delgada piel, podía ver que había una luz brillante y severa, esperando del otro lado. Podía sentir el calor en su cara, y veía la red de pequeños capilares a través de sus parpados.

Él echó un vistazo. Todo lo que podía ver era una luz implacable, brillante y blanca, y que ardía en su cabeza. Dios, esta cabeza duele. Trato de gruñir y descubrió, a través de una nueva dosis eléctrica de dolor, que su quijada dolía también. Su lengua se sentía gorda y seca, y probó un montón de centavos. Sangre.

Sus ojos, se dio cuenta — que habían sido difíciles de abrir porque estaban, de hecho, pegados. El lado de su cara se sentía caliente y pegajoso. La sangría le había corrido por su frente y en sus ojos, sin duda por haber sido pateado hasta desmayarse en el avión.

Pero podía ver la luz. La bolsa había sido removida de su cabeza. Si era algo bueno o no, quedaba por verse.

Mientras se ajustaban sus ojos, trató de nuevo mover sus manos en vano. Aún seguían atadas, pero esta vez, no por esposas. Cuerdas gruesas y abultadas lo sujetaban en su lugar. Sus tobillos, también estaban atados a una silla de madera.

Finalmente sus ojos se ajustaron a la dureza de la luz y se formaron contornos confusos. Estaba en un pequeño cuarto sin ventanas con paredes disparejas de concreto. Estaba caliente y húmedo, suficiente para que el sudor le picara en la nuca, sin embargo su cuerpo se sentía frío y parcialmente entumecido.

No podía abrir completamente su ojo derecho y dolió intentarlo. O lo habían pateado ahí o sus captores lo habían golpeado demás mientras estaba inconsciente.

La luz brillante venía de una lámpara delgada de procedimiento en una base con ruedas delgada y alta, ajustada a su altura y brillando hacia su cara. La bombilla halógena brilló intensamente. Si había algo detrás de la lámpara, no podría verlo.

Él retrocedió cuando un sonido pesado hizo eco a través de la pequeña habitación — el sonido de un cerrojo se deslizó a un lado. Las bisagras crujieron, pero Reid no pudo ver una puerta. Se cerró de nuevo en un sonido disonante.

Una silueta bloqueaba la luz, cubriéndolo con su sombra mientras se colocaba sobre él. Temblaba, sin atreverse a mirar.

“¿Quién eres?” La voz era masculina, ligeramente más aguda que sus previos captores, pero fuertemente teñida con un acento del Medio Oriente.

Reid abrió su boca para hablar — para decirles que no era más que un profesor de historia, que tenían al hombre equivocado — pero rápidamente recordó que la última vez que trató de hacerlo, fue pateado en sumisión. En cambio, un pequeño gemido escapó de sus labios.

El hombre suspiró y se retiró de la luz. Algo raspó contra el piso de concreto, las patas de una silla. El hombre ajustó la lámpara para que quedara ligeramente lejos de Reid, y luego se sentó frente a él en la silla, de forma que sus rodillas casi tocaban.

Reid levantó la mirada lentamente. El hombre era joven, treinta como mucho, con piel oscura y una barba negra cuidadosamente recortada. Llevaba gafas redondas y plateadas y un kufi blanco, una gorra sin ala, redondeada.

La esperanza floreció dentro de Reid. Este hombre joven parecía ser intelectual, no como los salvajes que lo atacaron y sacaron de su casa. Quizás podría negociar con este hombre. Quizás estaba a cargo…

“Comenzaremos simple”, el hombre dijo. Su voz era suave y casual, la manera en la que un psicólogo hablaría con un paciente. “¿Cuál es tu nombre?”

“L... Lawson”. Su voz se quebró al primer intento. Tosió y estaba un poco alarmado al ver manchas de sangre tocando el suelo. El hombre ante él arrugó su nariz desagradablemente. “Mi nombre es… Reid Lawson”. ¿Por qué me siguen preguntando mi nombre? Ya les había dicho. ¿Se equivocó inconscientemente con alguien?

El hombre suspiró lentamente, entrando y saliendo a través de su nariz. Apoyó sus codos contra sus rodillas y se inclinó hacia adelante, bajando su voz un poco más. “Hay muchas personas que quisieran estar en este cuarto en este momento. Por suerte para ti, solo somos tú y yo. Sin embargo, no estás siendo honesto conmigo, no tendré otra opción sino que invitar… a otros. Y ellos tienden a carecer de mi compasión”. Se sentó derecho. “Así que te preguntaré de nuevo. ¿Cuál… es… tu… nombre?”

¿Cómo podría convencerlos de que él era él quien decían que era? El rito cardiaco de Reid se duplicó mientras caía en cuenta de algo que lo azotó como un golpe en la cabeza. El muy bien podría morir en esa habitación. “¡Estoy diciendo la verdad!” insistió. Repentinamente las palabras fluyeron de él como el estallido de una represa. “Mi nombre es Reid Lawson. Por favor, solo díganme por qué estoy aquí. No sé qué está pasando. No he hecho nada…”

El hombre le dio una bofetada a Reid en la boca. Su cabeza se sacudió salvajemente. Se quedó sin aliento mientras la picadura irradió a través de su labio recién partido.

“Tú nombre”. El hombre limpió la sangre del anillo de oro de su mano.

“T-te lo dije”, balbuceó. “Mi nombre es Lawson”. Él contuvo un sollozo. “Por favor”.

Se atrevió a mirar. Su interrogador lo miró impulsivamente, fríamente. “Tú nombre”.

“¡Reid Lawson!” Reid sintió que el calor subía por su rostro mientras el dolor se convertía en ira. No sabía que más decir, que querían que dijera. “¡Lawson! ¡Es Lawson! Puedes revisar mi… mi…” No, no podrían revisar su identificación. No tenía su billetera con él cuando el trío de Musulmanes se lo llevaron.

Su interrogador desaprobó, luego llevo su puño huesudo al plexo solar de Reid. El aire de nuevo salió de sus pulmones. Por un completo minuto, Reid no pudo tomar aliento; finalmente vino de nuevo en un jadeo irregular. Su pecho quemaba con fiereza. El sudor goteaba por sus mejillas y quemaba su labio partido. Su cabeza colgaba floja, su barbilla entre sus clavículas, mientras luchaba con una ola de nauseas.

“Tú nombre”, el interrogador repitió con calma.

“Yo… yo no sé lo que quieres que te diga”, Reid susurró. “No sé qué es lo que estás buscando. Pero no soy yo.” ¿Estaba perdiendo la cabeza? Estaba seguro de que no había hecho nada que merecía ese tipo de trato.

El hombre con el kufi se inclinó hacia adelante de nuevo, esta vez tomando la barbilla de Reid gentilmente con dos dedos. Levantó su cabeza, forzando a Reid a mirarlo a los ojos. Sus labios delgados se estrecharon en una media sonrisa

“Mi amigo”, el dijo, “esto se pondrá mucho, mucho peor antes de que mejore”.

Reid tragó y probó cobre al final de su garganta. Él sabía que la sangre era emética; alrededor de dos tazas le causarían el vomito, y ya se sentía mareado y con nauseas.

“Escúchame”, imploró. Su voz sonaba temblorosa y tímida. “Los tres hombres que me secuestraron, vinieron a Ivy Lane 22, mi hogar. Mi nombre es Reid Lawson. Soy un profesor de historia Europea en la Universidad de Columbia. Soy un viudo, con dos jóvenes…” Se detuvo. Hasta ahora sus captores no habían dado ninguna indicación de que sabían sobre sus chicas. “Si no es eso lo que estás buscando, no puedo ayudarte. Por favor. Esa es la verdad”.

El interrogador lo miró fijamente por un largo momento, sin pestañear. Luego gritó algo en Árabe bruscamente. Reid se estremeció ante la repentina explosión.

La bisagra se deslizó de nuevo. Sobre el hombro del hombre, Reid pudo ver sólo el contorno de la puerta gruesa cuando se abrió. Parecía estar hecha de algún tipo de metal, hierro o acero.

Esta habitación, se dió cuenta, estaba hecha para ser una celda de prisión.

Una silueta apareció en el camino. El interrogador gritó algo en su lengua nativa y la silueta se desvaneció. Le sonrió a Reid. “Ya veremos”, dijo simplemente.

Hubo un chirrido indicador de unas ruedas, y la silueta reapareció, esta vez empujando un carrito de ruedas hacia la habitación de concreto. Reid reconoció al portador como el tranquilo y corpulento bruto que vino a su casa, todavía llevaba el ceño perpetuo.

Sobre el carro había una máquina arcaica, una caja marrón con docenas de mandos y diales y con gruesos cables negros enchufados a un lado. Al final del lado opuesto, un pergamino de papel blanco con cuatro agujas delgadas presionadas contra él.

Era un polígrafo — probablemente tan viejo como lo era Reid, pero al final un detector de mentiras. Suspiró en medio alivio. Al menos sabrían que estaba diciendo la verdad.

Lo que podrían hacer con él después… no quería pensar sobre eso.

El interrogador se dispuso a envolver los sensores de Velcro alrededor de los dedos de Reid, un cinturón alrededor de su bicep izquierdo y dos cordones sobre su pecho. Tomó asiento de nuevo, sacó un lápiz de su bolsillo y metió la punta rosada del borrador en su boca.

“Sabes qué es esto”, dijo simplemente. “Sabes cómo esto funciona. Si dices algo que no sea la respuesta a mis preguntas, te haremos daño. ¿Entiendes?”

Reid asintió una vez. “Sí”.

El interrogador presionó un botón y manipuló los mandos de la máquina. El bruto ceñudo se paró sobre su hombro, bloqueando la luz de la lámpara y mirando fijamente a Reid.

Las delgadas agujas bailaron levemente contra el pergamino de papel blanco, dejando cuatro trazos negros. El interrogador marcó la hoja con un garabato, luego devolvió su fría mirada hacia Reid. “¿De qué color es mi sombrero?”

“Blanco”, Reid respondió con calma.

¿Qué especie eres?

“Humano”. El interrogador establecía un parámetro para las preguntas que vendrían — usualmente cuatro o cinco verdades para que él pudiera monitorear las posibles mentiras.

“¿En qué ciudad vives?”

“Nueva York”.

“¿Dónde estás ahora?”

Reid casi tosió. “En u… en una silla. No lo sé”.

El interrogador hizo marcas intermitentes en el papel. “¿Cuál es tu nombre?”

Reid hizo lo mejor para mantener su voz fluida. “Reid. Lawson”.

Los tres hombres ojeaban la máquina. Las agujas continuaban sin perturbarse; no había crestas o valles significativos en las líneas de garabatos.

“¿Cuál es tu ocupación?” pregunto el interrogador.

“Soy un profesor de Historia Europea en la Universidad de Columbia”.

“¿Cuánto tiempo tienes siendo un profesor universitario?”

“Trece años”, Reid respondió honestamente. “Fui profesor asistente por cinco y profesor adjunto en Virginia por otros seis. He sido un profesor asociado en Nueva York por los últimos dos años”.

“¿Alguna vez has estado en Teherán?”

“No”.

“¿Alguna vez has estado en Zagreb?”

“¡No!”

“¿Alguna vez has estado en Madrid?”

“N — sí. Una vez, alrededor de hace cuatro años. Estuve allí por una cumbre, representando a la universidad”.

Las agujas se mantuvieron fluidas.

“¿No lo ven?” Por más que Reid quería gritar, luchó por mantenerse calmado. “Tienen a la persona equivocada. A quien sea que estén buscando, no soy yo”.

Las fosas nasales del interrogador de encendieron, pero por lo demás no hubo reacción. El bruto juntó sus manos frente a él, sus venas se mantenían rígidas contra su piel.

“¿Alguna vez has conocido a un hombre llamado Jeque Mustafar?” el interrogador preguntó.

Reid negó con la cabeza. “No”.

“¡Está mintiendo!” Un hombre alto, larguirucho entró en la habitación — uno de los otros hombres que había asaltado su casa, el mismo que primero le había preguntado su nombre. Se sacudió en largas zancadas con su mirada hostil dirigida a Reid. “Está máquina puede ser vencida. Lo sabemos”.

“Habría alguna señal” replicó el interrogador calmadamente. “Lenguaje corporal, sudor, signos vitales… Todo aquí sugiere que está diciendo la verdad”. Reid no podía ayudar pero pensaba que hablaban en Inglés por su beneficio.

El hombre alto se volteó y caminó a lo largo de la habitación de concreto, murmurando enojado en Árabe. “Pregúntale sobre Teherán”.

“Lo hice”, el interrogador respondió.

El hombre alto giró sobre Reid, echando humo. Reid contuvo el aliento, esperando ser golpeado de nuevo.

En cambio, el hombre reanudó su caminar. Decía algo rápidamente en Árabe. El interrogador respondió. El bruto miró fijamente a Reid.



“¡Por favor!” dijo en voz alta sobre su charla. “No soy quien sea que piensen que soy. No tengo recuerdos de nada de lo que preguntan…”

El hombre alto se calló y sus ojos se expandieron. Casi se golpeo así mismo en la frente, y luego le respondió con entusiasmo al interrogador. El hombre pasivo en el kufi acarició su barbilla.

“Posible”, dijo en Inglés. Se levantó y tomó la cabeza de Reid con ambas manos.

“¿Qué es esto? ¿Qué estás haciendo?” Reid preguntó. Las puntas, de los dedos del hombre, él sentía que bajaban y subían por su cuero cabelludo.

“Quieto”, dijo el hombre rotundamente. Sondeó la línea de su cabello, su cuello, sus orejas — “¡Ah!” dijo bruscamente. Le farfulló a su cohorte, quien se lanzó hacia él y tiró violentamente de la cabeza de Reid a un lado.

El interrogador pasó un dedo a lo largo del mastoideo izquierdo de Reid, la pequeña sección de un hueso temporal justo detrás de la oreja. Había un bulto oblongo debajo de la piel, apenas más grande que un grano de arroz.

El interrogador le gritó algo al hombre alto, y este último rápidamente salió de la habitación. El cuello de Reid dolía por el extraño ángulo del cual estaban sosteniendo su cabeza.

“¿Qué? ¿Qué está sucediendo?” preguntó.

“Este bulto, aquí”, preguntó el interrogador, moviendo su dedo sobre él de nuevo. “¿Qué es esto?”

“Esto es… esto es sólo una protuberancia occipital”, dijo Reid. “La he tenido desde un accidente de automóvil, a mis veinte años”.

El hombre alto regresó rápidamente, esta vez con una bandeja de plástico. La colocó sobre el carro, al lado del polígrafo. Sin importar la poca luz y el extraño ángulo de su cabeza, Reid podía ver claramente que había dentro de la bandeja. Un golpe de miedo apretó su estómago.

La bandeja era hogar de un número de instrumentos plateados y afilados.

“¿Para qué son esos?” Su voz estaba en pánico. Él se sacudió contra sus ataduras. “¿Qué estás haciendo?”

El interrogador soltó un breve comando al bruto. Él dio un paso adelante, y el repentino brillo de la lámpara casi cegaba a Reid.

“Esperen… ¡esperen!” gritó. “¡Solamente díganme lo que quieran saber!”

El bruto se apoderó de la cabeza de Reid con sus grandes manos y lo apretó con fuerza, obligándolo a permanecer. El interrogador escogió una herramienta — un bisturí de hoja delgada.

“Por favor no… por favor no…” El aliento de Reid venía en cortos jadeos. Estaba casi hiperventilando.

“Shh”, dijo el interrogador con calma. “Querrás permanecer como estás. No quisiera cortar tu oreja. Al menos, no por accidente”.

Reid gritó mientras la cuchilla se deslizaba dentro de la piel de su oreja, pero el bruto lo sostuvo en sí. Cada musculo de sus extremidades se puso tenso.

Un extraño sonido llego a sus oídos — una suave melodía. El interrogador estaba cantando una canción en Árabe mientras cortaba en la cabeza de Reid.

Soltó el bisturí sangriento en la bandeja mientras Reid siseaba alientos bajos a través de sus dientes. Luego el interrogador alcanzó un par de pinzas de punta de aguja.

“Me temo que este es sólo el comienzo”, murmuró en la oreja de Reid. “La siguiente parte de verdad va a doler”.

Las pinzas sujetaban algo en la cabeza de Reid — ¿era ese su hueso? —y el interrogador tiró.

Reid chilló en agonía mientras un dolor candente le atravesó el cerebro, pulsando en las terminaciones nerviosas. Sus pies se golpearon contra el piso.

El dolor aumento hasta que Reid pensó que no posiblemente no podría aguantar más. La sangre brotaba de sus orejas y sus propios gritos sonaban como si estuviesen muy lejos. Luego la lámpara de procedimiento se atenuó y los bordes de su visión se oscurecieron mientras caía inconscientemente.




CAPÍTULO TRES


Cuando Reid tenía veintitrés, estuvo en un accidente de automóvil. El semáforo se puso en verde, facilitando la intersección. Una camioneta saltó la luz y se estrelló contra su lado del pasajero delantero. Su cabeza golpeó la ventana. Estuvo inconsciente por varios minutos.

Su única lesión fue una rotura del hueso temporal de su cráneo. Sanó bien; la única evidencia del accidente fue un pequeño bulto detrás de su oreja. El doctor le dijo que era una protuberancia occipital.

Lo gracioso sobre el accidente era que a pesar de que se acordaba del hecho, no podía acordarse de ningún dolor — ni cuándo pasó, y nada después, tampoco.

Pero podía sentirlo ahora. Mientras recuperaba la conciencia, el pequeño parche de hueso detrás de su oreja izquierda zumbaba de manera torturadora. La lámpara estaba brillando en sus ojos nuevamente. El echó un vistazo y gimió ligeramente. El mover su cabeza en menor cantidad enviaba una nueva picadura por su cuello.

Repentinamente su mente brilló en algo. La luz brillante en sus ojos no era del todo de la lámpara.

El sol de la tarde ardía contra un cielo azul sin nubes. Un A-10 Warthog vuela sobre su cabeza, girando a la derecha y sumergiéndose en la altitud sobre los tejados lizos, apagados de Kandahar.

Su visión no era fluida. Venía en destellos, como varias fotografías en secuencia; como si estuviese viendo a alguien bailar bajo una luz estrobostópica.

Estás de pie en el techo beige de un edificio parcialmente destruido, una tercera parte de él desapareció. Traes la culata a tu hombro, el ojo a la mira y la vista en un hombre debajo…

Reid sacudió su cabeza y gruñó. Está en la habitación de concreto, bajo la mirada discerniente de la lámpara de procedimiento. Sus dedos temblaban y sus extremidades sentían frío. El sudor corría por su frente. Estaba entrando en shock. En su posición, podía ver que el hombro izquierdo de su camisa estaba empapado en sangre.

“Protuberancia occipital”, dijo el interrogador con una voz plácida. Luego se rió con sarcasmo. Una mano delgada apareció en el campo de visión de Reid, agarrando el par de pinzas de punta de aguja. Apretado entre sus dientes había algo pequeño y plateado, pero Reid no podía verlo en detalle. Su visión era confusa y la habitación se inclinaba ligeramente. “¿Sabes qué es esto?”

Reid negó con su cabeza lentamente.

“Debo admitir que solamente he visto esto una vez”, dijo el interrogador. “Un chip de supresión de memoria. Es una herramienta muy útil para personas en tu situación única”. Dejó caer en la bandeja de plástico las pinzas ensangrentabas y el pequeño grano plateado.

“No”, Reid gruñó. “Imposible”. La última palabra salió como poco más que un murmullo. ¿Supresión de memoria? Eso era ciencia ficción. Para que eso funcione, tendría que afectar todo el sistema límbico del cerebro.

El quinto piso del Ritz Madrid. Ajustaste tu corbata negra antes de patear la puerta con un tacón sólido justo encima de la perilla de la puerta. El hombre que está adentro estaba desprevenido; se pone de pie y agarra una pistola del escritorio. Pero antes de que pueda nivelarse, tomas la mano de su pistola y la giras de abajo hacia afuera. La fuerza le rompe la muñeca fácilmente…

Reid sacudió la secuencia confusa de su cerebro, mientras el interrogador tomaba asiento en la silla frente a él.

“Me hiciste algo”, murmuró.

“Sí”, el interrogador asintió. “Te hemos liberado de tu prisión mental”. Se inclinó hacia adelante con una sonrisa tensa, buscando algo en los ojos de Reid. “Estás recordando. Esto es fascinante de ver. Estás confundido. Tus pupilas están anormalmente dilatadas, a pesar de la luz. ¿Qué es real, ‘Profesor Lawson’?”

El jeque. Por todos los medios necesarios.

“Cuando nuestras memorias nos fallen…”

Último paradero conocido: Un casa segura en Teherán

“¿Quiénes somos?”

Una bala suena igual en cada idioma… ¿Quién dijo eso?

“¿En quién nos convertimos?”

Tú dijiste eso.

Reid sintió que se deslizaba de nuevo en el vacío. El interrogador lo cacheteó dos veces, llevándolo de vuelta la habitación de concreto. “Ahora, podemos continuar en serio. Así que te preguntaré de nuevo. ¿Cuál… es… tu… nombre?”

Entraste solo a la sala de interrogación. El sospechoso está esposado a un cerrojo asegurado en la mesa. Metes la mano en el bolsillo de tu traje y sacas una placa de identificación con forro de cuero y la abres…

“Reid. Lawson”. Su voz era insegura. “Soy un profesor… de historia Europea…”

El interrogador suspiró decepcionado. Llamó con un dedo al hombre bruto y ceñudo. Un puño pesado se estrelló contra la mejilla de Reid. Un molar rebotó por el suelo en una estela de sangre fresca.

Por un momento, no había dolor; su cara estaba entumecida, palpitando con el impacto. Luego una fresca y nebulosa agonía tomó lugar.

“Nnggh…” trató de formar palabras, pero sus labios no se moverían.

“Te pregunto de nuevo”, dijo el interrogador. “¿Teherán?”

El jeque estaba encerrado en una casa de seguridad disfrazada como una fábrica textil abandonada.

“¿Zagreb?”

Dos hombres Iraníes son aprehendidos en una pista de aterrizaje privada, a punto de abordar un avión a París.

“¿Madrid?”

El Ritz, quinto piso: Una celda de dormir con una bomba de maleta. Destino sospechado: La Plaza de Cibeles.

“¿El Jeque Mustafar?”

Él negoció por su vida. Nos dio todo lo que sabía. Nombres, lugares, planes. Pero él solo sabía demasiado…

“Sé que estás recordando”, dijo el interrogador. “Tus ojos te traicionan… Cero”.

Cero. Una imagen apareció en su cabeza: Un hombre con gafas de aviador y una chaqueta oscura de motorizado. Está en la esquina de alguna ciudad Europea. Se mueve con la multitud. Nadie es consciente. Nadie sabe que está ahí.



Reid trató de sacudir de nuevo las visiones de su cabeza. ¿Qué le estaba sucediendo? Las imágenes bailaban en su cabeza como secuencias ininterrumpidas, pero se negó a reconocerlas como memorias. Eran falsas. Implantadas, de algún modo. Él era un profesor universitario con dos niñas adolescentes y un hogar humilde en el Bronx…

“Dinos que sabes sobre nuestros planes”, el interrogador demandó rotundamente.

No hablamos. Nunca.

Las voces hicieron eco a través de la caverna de su menta, una y otra vez. No hablamos. Nunca.

“¡Esto está tomando mucho tiempo!” gritó el alto Iraní. “Coacciónalo”.

El interrogador suspiró. Él alcanzó el carrito de metal — pero no para encender el polígrafo. En cambio, sus dedos permanecieron sobre la bandeja de plástico. “Generalmente soy un hombre paciente”, le dijo a Reid. “Pero debo admitir, la frustración de socio es algo contagiosa”. Él agarró el bisturí ensangrentado, la herramienta que había usado para cortar el pequeño grano plateado de su cabeza, y gentilmente presionó la punta de la cuchilla contra los pantalones de mezclilla de Reid, cerca de cuatro pulgadas por encima de la rodilla. “Todo lo que queremos saber es lo que sabes. Nombres. Fechas. A quién le has dicho lo que sabes. Las identidades de tus compañeros agentes en el campo”.

Morris. Reidigger. Johansson. Nombres destellaron alrededor de su mente y con cada uno vino una cara que nunca había visto antes. Un hombre joven con cabello oscuro y una sonrisa arrogante. Un chico de cara redonda y mirada amigable en una camisa blanca almidonada. Una mujer con cabello rubio fluido y ojos grises y acerados.

“Y qué fue del jeque”.

De algún modo, Reid se dio cuenta repentinamente de que el jeque en cuestión había sido detenido y llevado a un sitio negro en Marruecos. No era una visión. El simplemente sabía.

Nunca hablamos. Nunca.

Un escalofrío bajó por la espina dorsal de Reid mientras el luchaba por mantener algo de cordura.

“Dime”, el interrogador insistió.

“No lo sé”. Las palabras se sintieron extrañas rodando por su lengua hinchada. Él levantó la vista alarmado y vio a los otros hombres sonriéndole.

Había entendido la demanda extranjera… y respondió de regreso en un impecable Árabe.

El interrogador hundió la punta del bisturí en la pierna de Reid. Él gritó mientras el cuchillo penetraba el musculo de su muslo. Instintivamente trató de alejar su pierna, pero sus tobillos estaban atados a las patas de la silla.

Él apretó los dientes con fuerza, su mandíbula dolía en protesta. La herida de su pierna quemaba ferozmente.

El interrogador sonrió y ladeó su cabeza ligeramente. “Debo admitir, eres más fuerte que la mayoría, Cero”, dijo en Inglés. “Desafortunadamente para ti, soy un profesional”. Se agachó y lentamente le quitó uno de los calcetines ahora sucios a Reid. “No suelo recurrir a esta táctica a menudo”. Se enderezó y miró a Reid directamente a los ojos. “Esto es lo que va a pasar a continuación: Voy a cortar pequeñas piezas de ti y te mostraré cada una. Comenzaré con los dedos de tus pies. Luego los dedos de tus manos. Después de eso… veremos donde estamos parados”. El interrogador se arrodilló y presionó la cuchilla contra el dedo más pequeño de su pie derecho.

“Espere”, Reid suplicó. “Por favor, espere”.

Los otros dos hombres en la habitación se acercaron a ambos lados, observando con interés.

Desesperado, Reid tocó las cuerdas que sostenían las muñecas en su lugar. Era un nudo en línea con dos lazos opuestos, atados con medio enganche…

Un intenso escalofrío corrió desde la base de su espina dorsal hasta sus hombros. El sabía. De alguna forma el solo sabía. Tuvo un sentimiento intenso de déjà vu, como si ya hubiese estado en esa situación antes — o más bien, estas visiones dementes, de algún modo implantadas en su cabeza, le dijeron que lo había hecho.

Pero lo más importante, él sabía lo que tenía que hacer.

“¡Te lo diré!” Reid jadeó. “Te diré lo que quieres saber”.

El interrogador levantó la mirada. “¿Sí? Bien. Primero, sin embargo, todavía voy a remover este dedo del pie. No quisiera que creas que estaba blofeando”.

Detrás de la silla, Reid agarró su pulgar izquierdo con la mano opuesta. Contuvo el aliento y tiró con fuerza. Sintió el chasquido cuando el pulgar se dislocó. Esperó a que el dolor agudo e intenso llegara, pero era poco más que una pulsación sorda.

Una nueva comprensión lo golpeó — esta no era la primera vez que le pasaba.

El interrogador cortó la piel de su dedo y él gritó. Con el pulgar opuesto a su ángulo normal, él deslizó su mano librándose de sus ataduras. Con un lazo abierto, el otro cedió.

Sus manos estaban liberadas. Pero no tenía idea de qué hacer con ellas.

El interrogador levantó la mirada y frunció el ceño confundido. “¿Qué…?”

Antes de que pudiera pronunciar otra palabra, la mano derecha de Reid salió disparada y agarró el primer implemento cercano a él — un cuchillo de precisión de mango negro. Mientras el interrogador trató de levantarse, Reid retiró su mano. La hoja del cuchillo recorrió la carótida del hombre.

Ambas manos volaron a su garganta. La sangre brotó entre sus dedos mientras el interrogador, con los ojos abiertos, colapsaba en el piso.

El enorme bruto gruñó en furia mientras se lanzaba hacia adelante. Él envolvió ambas manos carnosas alrededor del cuello de Reid y las exprimió. Reid trató de pensar, pero el miedo se apoderó de él.

Lo siguiente que supo, fue que levantó de nuevo el cuchillo de precisión y lo hundió dentro de la muñeca del bruto. Torció los hombros mientras empujaba, y abrió una avenida a lo largo del antebrazo del hombre. El bruto gritó y cayó, aferrándose a su grave herida.

El hombre alto y delgado miraba sin creerlo. Como antes, en la calle en frente de la casa de Reid, parecía dudar en acercarse a él. En cambio, buscó la bandeja de plástico y un arma. Agarró un cuchillo de hoja curva y apuñaló directamente al pecho de Reid.

Reid echó el peso de su cuerpo hacia atrás, tumbando la silla y por poco evitando el cuchillo. Al mismo tiempo, forzó sus piernas hacia afuera tan fuerte como pudo. Cuando la silla golpeó el concreto, las patas se separaron del marco. Reid se puso de pie y casi tropezó, sus piernas estaban débiles.

El hombre alto gritó por ayuda en Árabe y luego cortó el aire indiscriminadamente con el cuchillo, una y otra vez en amplios barridos para mantener a Reid a raya. Reid mantuvo su distancia, observando el girar del cuchillo plateado hipnóticamente. El hombre giró a la derecha y Reid se abalanzó, atrapando el brazo — y el cuchillo — entre sus cuerpos. Su impulso lo llevo hacia adelante y, cuando el Iraní tropezó, Reid se retorció y con destreza cortó a través de la arteria femoral en la parte posterior de su musculo. Plantó un pie y giró el cuchillo en dirección opuesta, perforando la yugular.

No sabía cómo lo supo, pero sabía que el hombre tenía alrededor de cuarenta y siete segundos de vida restantes.

Pies golpeaban una escalera cercana. Con los dedos temblando, Reid se deslizó a la puerta abierta y se aplastó contra un lado. El primera cosa que atravesó fue una pistola — inmediatamente la identifico como una Beretta 92 FS — y un brazo le siguió, y luego un torso. Reid giró, atrapó la pistola en el hueco de su codo e introdujo el cuchillo de precisión entre dos costillas. La hoja perforó el corazón del hombre. Un grito quedo atrapado en sus labios mientras se caía al suelo.

Luego sólo hubo silencio.

Reid se tambaleó hacia atrás. Su respiración vino en sorbos poco profundos.

“Oh Dios”, suspiró. “Oh Dios”.

Acababa de matar — no, el había asesinado a cuatro hombres en el lapso de varios segundos. Peor aún era que fue un juego de rodilla, reflexivo, como andar en bicicleta. O repentinamente hablando Árabe. O conocer el destino del jeque.

Él era un profesor. Tenía recuerdos. Tenía hijos. Una carrera. Pero claramente su cuerpo sabía cómo pelear, incluso si él no lo hacía. Sabía cómo escapar de las ataduras. Sabía dónde dar un golpe letal.

“¿Qué me está pasando?” jadeó.

Cubrió sus ojos brevemente mientras una oleada de náuseas se apoderaba de él. Había sangre en sus manos… literalmente. Sangre en su camisa. A medida que la adrenalina disminuía, los dolores se impregnaban a través de sus extremidades por estar inmóviles por tanto tiempo. Su tobillo aún palpitaba por saltar de su cubierta. Había sido apuñalado en la pierna. Tenía una herida abierta detrás de su oreja.

Ni siquiera quería pensar como se vería su cara.

Vete, le gritó su cerebro. Pueden venir más.

“Está bien”, dijo Reid en voz alta, como si estuviese asintiéndole con alguien más en la habitación. Calmó su respiración lo mejor que pudo y escaneó sus alrededores. Sus ojos desenfocados cayeron en ciertos detalles — la Beretta. Un bulto rectangular en el bolsillo del interrogador. Una extraña marca en el cuello del bruto.

Se arrodilló al lado del corpulento hombre y miró fijamente la cicatriz. Era cerca de la línea de la quijada, parcialmente oscurecida por la barba y no más grande que un centavo. Parecía ser algún tipo de marca, quemada en la piel y se veía como un glifo, como una letra en otro alfabeto. Pero no la reconoció. Reid la examinó por varios segundos, grabándolo en su memoria.

Rápidamente hurgó en el bolsillo del interrogador muerto y encontró un antiguo ladrillo de teléfono celular. Probablemente uno desechable, su cerebro le dijo. En el bolsillo trasero del hombre alto, encontró un trozo roto de papel blanco, una esquina manchada con sangre. En una mano con garabatos, casi ilegibles había una larga serie de dígitos que comenzaban con el 963 — el código para hacer una llamada internacional a Siria.

Ninguno de estos hombres tenía una identificación, pero el aspirante a tirador tenía una billetera gruesa en euros, fácilmente unos miles. Reid guardó eso también y, por último, tomó la Beretta. El peso de la pistola se sentía extrañamente natural en sus manos. Calibre de nueve milímetros. Cargador de quince tiros. Cañón de ciento veinticinco milímetros.

Sus manos expulsaron el cargador en un movimiento fluido, como si otra persona más lo estuviese controlando. Trece balas. Lo empujó de nuevo y lo amartilló.

Luego salió de ahí.

Fuera de la gruesa puerta de acero había una sala sucia que terminaba en una escalera que subía. Al final de ella, se evidenciaba la luz del día. Reid subió las escaleras cuidadosamente, con pistola en alto, pero no escucho nada. El aire se hacía más frío mientras ascendía.

Se encontró a sí mismo en una pequeña y sucia cocina, la pintura se desprendía de las paredes y los platos empapados de mugre apilados en el fregadero. Las ventanas eran translúcidas; habían sido manchadas con grasa. El radiador de la esquina estaba frío al tacto.

Reid revisó el resto de la pequeña casa; no había más nadie a parte de los cuatro hombres muertos en el sótano. El único baño tenía peor aspecto que la cocina, pero Reid encontró un kit de primeros auxilios aparentemente antiguo. No se atrevió a mirarse en el espejo hasta que hubiese lavado tanta sangre de su cara y cuello como fuese posible. Todo de la cabeza a los pies picaba, dolía o quemaba. El pequeño tubo de pomada antiséptica había expirado hace tres años, pero lo usó de todos modos, contrayéndose del dolor al presionar las vendas sobre sus cortes abiertos.

Luego él se sentó en el inodoro y sostuvo su cabeza con sus manos, tomando un breve momento para recobrar el control. Puedes irte, se dijo a sí mismo. Tienes dinero. Ve al aeropuerto. No, no tienes un pasaporte. Ve a la embajada. O consigue un consulado. Pero…

Pero acababa de matar a cuatro hombres y su propia sangre estaba por todo el sótano. Y había otro problema más claro.

“No sé quién soy”, murmuró en voz alta.

Aquellos destellos, esas visiones que acosaban su mente, eran de su propia perspectiva. Su punto de vista. Pero el nunca, nunca podría hacer algo como eso. Supresión de memoria, había dicho el interrogador. ¿Acaso era posible? Pensó de nuevo en sus niñas. “¿Están a salvo? ¿Están asustadas? ¿Eran… suyas?

Esa noción lo sacudió hasta el fondo. ¿Qué pasaría si, de alguna manera, lo que pensaba que era real no era real del todo?

No, se dijó a sí mismo firmemente. Ellas eran sus hijas. Él estuvo ahí en sus nacimientos. Él las crió. Ninguna de estas bizarras e intrusivas visiones contradecía eso. Y necesitaba encontrar una forma de contactarlas, para segurarse de que están bien. Esa era su máxima prioridad. No había forma en que pudiera utilizar el celular desechable para contactar a su familia; no sabía si estaba siendo rastreado o quién podría estar escuchando.

Súbitamente recordó el trozo de papel con el número de teléfono en él. Se mantuvo y lo sacó de su bolsillo. El papel manchado en sangre lo miró de vuelta. No sabía de qué se trataba esto o por qué pensaban que era alguien diferente de quién decía que era, pero había una sombra de urgencia bajo la superficie de su subconsciente, algo le decía que ahora estaba involuntariamente involucrado en algo mucho más grande que él.

Sus manos temblaban, marcó el número en el teléfono desechable.

Una voz masculina brusca respondió al segundo tono. “¿Está hecho?” preguntó en Árabe.

“Sí”, respondió Reid. Trató de enmascarar su voz lo mejor que pudo y fingió un acento.

“¿Tienes la información?

“Mmm”.

La voz estuvo callada por un momento largo. El corazón de Reid latía con fuerza en su pecho. ¿Se habrían dado cuenta de que no era el interrogador?

“187 Rue de Stalingrad”, dijo el hombre finalmente. “Ocho p.m.” Y colgó.

Reid terminó la llamada y respiró profundamente. ¿Rue de Stalingrad? Pensó. ¿En Francia?

No estaba seguro de que lo iba a hacer todavía. Su mente se sentía como si hubiera atravesado un muro y descubierto otra cámara del otro lado. No podía regresar a casa sin saber que le estaba pasando a él. Incluso si lo hacía, ¿cuánto tiempo tardarían en encontrarlo de nuevo, y a sus niñas? Solo tenía una pista. Tenía que seguirla.

Puso un piso fuera de la pequeña casa y se encontró en un callejón angosto, cuya boca daba paso a una calle llamada Rue Marceau. Inmediatamente supo dónde estaba — un suburbio de París, a pocos bloques del Sena. Casi se rió. Pensó que estaría saliendo a las calles, devastadas por la guerra, de una ciudad del Medio Oriente. En cambio, se encontró en un bulevar con tiendas y hileras de casas, con transeúntes modestos disfrutando de su tarde casual, amontonados contra la fría brisa de Febrero.

Metió la pistola en la cintura de sus jeans y salió a la calle, mezclándose con la multitud y tratando de no atraer ninguna atención a su camisa manchada de sangre, a sus vendas o a sus evidentes heridas. Abrazó sus brazos cerca de él — necesitaría algo de ropa nueva, una chaqueta, algo más cálido que solo su camisa.

Necesitaba asegurarse de que sus hijas están a salvo.

Luego obtendría más respuestas.




CAPÍTULO CUATRO


Caminar por las calles de Paris se sintió como un sueño — solo que no de la manera que cualquiera esperara o incluso deseara. Reid alcanzó la intersección de Rue de Berri y la Avenida de los Campos Elíseos, siempre un punto de acceso turístico a pesar del clima congelante. El Arco de Triunfo se alzaba varias cuadras hacia el noroeste, la pieza central de la Plaza de Charles de Gaulle, pero su grandeza se perdió en Reid. Una nueva visión destelló por su mente.

He estado aquí antes. Me paré en este lugar y miré esta señal de tránsito. Llevaba jeans y una chaqueta negra de motorizado, los colores del mundo enmudecidos por los lentes de sol polarizados…

Giró a la derecha. Él no estaba seguro de que encontraría en este camino, pero tenía la extraña sospecha de lo reconocería cuando lo viera. Era una sensación increíblemente extraña de no saber a dónde iba hasta que llegó allí.

Se sentía como si cada nueva vista trajera viñetas de vagos recuerdos, cada uno desconectado del siguiente, sin embargo con algo de congruencia. Sabía que el café en la esquina servía los mejores pastis que jamás había probado. El dulce aroma de la pastelería al otro lado de la calle hacía que se le hiciera agua la boca por las sabrosas palmeras. Nunca había probado las palmeras antes. ¿O sí?

Los sonidos lo sacudían. Los transeúntes charlaban ociosamente el uno al otro mientras paseaban por el bulevar, ocasionalmente robando miradas a su cara herida y vendada.

“No me gustaría ver como quedó el otro”, un joven Francés le murmuró a su novia. Ambos se rieron entre dientes.

Está bien, no entres en pánico, pensó Reid. Aparentemente hablas Árabe y Francés. El otro idioma que hablaba el Profesor Lawson era Alemán y algunas frases en Español.

Había algo más también, algo difícil de definir. Debajo de sus rápidos nervios y su instinto de correr, de ir a casa, de esconderse en algún lado, debajo de todo eso había una reserva fría y acerada. Era como tener la mano pesada de un hermano mayor en el hombro, una voz en lo profundo de su mente diciendo. Relájate. Tú sabes cómo hacer todo esto.

Mientras la voz lo acompañó suavemente desde el fondo de su mente, en primer plano estaban sus niñas y su seguridad. ¿Dónde estaban? ¿Qué estaban pensando en ese momento? ¿Qué significaría para ellas si perdieran a ambos padres?

Nunca dejó de pensar en ellas. Incluso mientras estaba siendo golpeado en el sótano de una oscura prisión, incluso si los destellos de estas visiones invadían su mente, él estuvo pensando en las niñas — particularmente en esa última pregunta. ¿Qué les sucedería si hubiese muerto ahí abajo en ese sótano? ¿O si muere haciendo lo más temerario que estaba a punto de hacer?

Tenía que asegurarse. Tenía que contactarlas de algún modo.

Pero primero, necesitaba una chaqueta, y no sólo para cubrir su camisa manchada de sangre. El clima de Febrero se estaba aproximando a los diez grados, pero aún era muy frío para solo una camisa. El bulevar actuaba como un túnel de viento y la brisa era intensa. Se metió dentro de la siguiente tienda de ropa y escogió el primer abrigo que capturó su mirada — una chaqueta marrón oscura de aviador, de cuero y con forro de lana. Extrañó, pensó. Nunca había escogido una chaqueta como esta antes, que pasaba con su sentido de la moda tweed y a cuadros, pero se sintió atraído a ella.

La chaqueta de aviador eran doscientos cuarenta euros. No importaba; tenía un bolsillo lleno de dinero. Él agarro una camisa nueva también, una camiseta gris pizarra y, luego, un nuevo par de jeans, calcetines nuevos y unas botas marrones robustas. Trajo todas sus compras a la caja y pagó en efectivo.

Había una huella dactilar de sangre en una de las facturas. El empleado de labios finos pretendió no darse cuenta. Un destello de luz apareció en su mente:

“Un hombre camina hacia una estación de gasolina cubierto de sangre. Paga por su combustible y comienza a alejarse. El asistente desconcertado lo llama, ‘Oye, hombre, ¿estás bien?’ el tipo sonríe. ‘Oh sí, estoy bien. No es mi sangre’”.

Nunca he escuchado esa broma antes.

“¿Podría usar su vestidor?” Reid preguntó en Francés.

El empleado señaló hacia la parte trasera de la tienda. No había dicho una sola palabra durante toda la operación.

Antes de cambiarse, Reid se examinó a sí mismo por primera vez en un espejo limpio. Jesús, se veía terrible. Su ojo derecho estaba hinchado ferozmente y la sangre manchaba los vendajes. Él tenía que encontrar una farmacia y comprar unos suministros decentes de primeros auxilios. Deslizó sus, ahora sucios y de algún modo sangrientos, jeans bajo su muslo herido, haciendo una mueca de dolor al hacerlo. Algo cayó al suelo, sorprendiéndolo. La Beretta. Casi había olvidado que la tenía.

La pistola era más pesada de lo que hubiese imaginado. Novecientos cuarenta y cinco gramos, descargada, lo sabía. Sosteniéndola como si abrazara a un antiguo amante, familiar y extranjero al mismo tiempo. La dejó y se terminó de cambiar, metió su ropa vieja en la bolsa de compras y metió la pistola en la cintura de sus jeans nuevos, en la parte baja de su espalda.

Fuera del bulevar, Reid mantuvo su cabeza baja y caminó enérgicamente, mirando hacia la acera. No necesitaba que más visiones lo distrajeran en este momento. Tiró la bolsa con la ropa vieja en un cubo de basura en una esquina sin perder el paso.

“¡Oh! Excusez-moi”, se disculpó y su hombro chocó fuertemente contra una mujer que pasaba en un traje de negocios. Ella lo fulminó con la mirada. “Lo siento”. Ella jadeó y se alejó. Él metió las manos en los bolsillos de su chaqueta — junto al celular que había sacado del bolso de ella.

Fue fácil. Muy fácil.

A dos cuadras de distancia, se metió bajo el toldo de una tienda por departamentos y sacó el celular. Respiró en signo de alivio — había seleccionado a una mujer de negocios por una razón y su instinto dio frutos. Ella tenía Skype instalado en el celular y una cuenta vinculada a un número Estadounidense.

Abrió el navegador de Internet del celular, miró hacia el numero de Pap’s Deli en el Bronx y llamó.

La voz de un hombre joven respondió rápidamente. “Pap’s, ¿En qué puedo ayudarlo?”

“¿Ronnie?” Uno de sus estudiantes del año anterior trabajaba a tiempo parcial en el deli favorito de Reid. “Es el Profesor Lawson”.

“¡Oye, Profesor!” dijo el hombre joven brillantemente. “¿Cómo le va? ¿Quiere colocar una orden para llevar?”

“No. Sí… algo por el estilo. Escucha, necesito un gran favor Ronnie”. Pap’s Deli solo estaba a seis cuadras de su casa. En días agradables, caminaba con frecuencia todo el camino para recoger unos sándwiches. “¿Tienes Skype en tu celular?”

“¿Sí?” Dijo Ronnie, con un tono de voz confuso.

“Bien. Esto es lo que necesito que hagas. Anota este número…” Instruyó al chico para que corriera rápidamente hasta su casa, para ver quién, si alguien, estaba allí, y que llamara de regreso al número Estadounidense en el celular.

“Profesor, ¿Está metido en algún de problema?”

“No, Ronnie, estoy bien”, mintió. “Perdí mi celular y una mujer amable me está dejando usar el de ella para hacerle saber a mis niñas que estoy bien. Pero solo tengo pocos minutos. Así que si puedes, por favor…”

“No diga más, Profesor. Feliz de ayudar. Regresaré dentro de poco”. Ronnie colgó.

Mientras esperaba, Reid recorrió el corto tiempo en el toldo, revisando el celular cada segundo por si perdía la llamada. Parecía que una hora había pasado hasta que sonó de nuevo, sin embargo sólo habían pasado seis minutos.

“¿Hola?” Respondió la llamada de Skype al primer tono. “¿Ronnie?”

“Reid, ¿eres tú?” Una frenética voz femenina.

“¡Linda!” dijo Reid sin aliento. “Estoy feliz de que este ahí. Escucha, necesito saber…”

“Reid, ¿qué pasó? ¿Dónde estás?” demandó.

“Las niñas, están en la…”

“¿Qué pasó?” interrumpió Linda. “Las niñas se despertaron esta mañana, enloquecidas porque te habías ido, así que me llamaron y vine de inmediato…”

“Linda, por favor”, trató de intervenir, “¿dónde están?”

Ella habló sobre él, claramente distraída. Linda era muchas cosas, pero buena en crisis no era una de ellas. “Maya dijo que a veces sales a caminar en la mañana, pero ambas puertas, la del frente y la de atrás, estaban abiertas, y ella quería llamar a la policía porque decía que nunca dejabas el celular en casa y ahora este chico del deli aparece ¿y me entrega un celular…?”

“¡Linda!” Reid siseó bruscamente. Dos hombres mayores que pasaban miraron su arrebato. “¿Dónde están las niñas?”

“Están aquí”, ella resopló. “Ambas están aquí, en la casa conmigo”.

“¿Están a salvo?”

“Sí, por supuesto. Reid, ¿qué sucede?”

“¿Llamaste a la policía?”

“Todavía no, no… en la TV siempre dicen que debes esperar veinticuatro horas para reportar a alguien desparecido… ¿Estás metido en algún problema? ¿De dónde me estás llamando? ¿De quién es esta cuenta?”

“No puedo decírtelo. Sólo escúchame. Has que las chicas empaquen un bolso y llévatelas a un hotel. No en ningún lugar cerca; fuera de la ciudad. Quizás a Jersey…”

“Reid, ¿qué?”

“Mi cartera está en el escritorio de mi oficina. No usen la tarjeta de crédito directamente. Saquen un avance de efectivo de cualquiera de las tarjetas que están allí y úsenlo para pagar la estadía. Mantenla abierta sin restricciones”.

“¡Reid! No voy a hacer nada hasta que me digas que está… espera un segundo”. La voz de Linda se volvió apagada y distante. “Sí, es él. Está bien. Yo creo. Espera, ¡Maya!”

“¿Papá? ¿Papá, eres tú?” Una nueva voz en la línea. “¿Qué pasó? ¿Dónde estás?”

“¡Maya! Yo, esto, algo surgió, extremadamente a último minuto. No quería despertarlas…”

“¿Estás bromeando?” Su voz era aguda, agitada y preocupada al mismo tiempo. “No soy estúpida, Papá. Dime la verdad”.

Él suspiró. “Tienes razón. Lo siento. No puedo decirte dónde estoy Maya. Y no debería estar mucho en el teléfono. Sólo haz lo que tu tía diga, ¿está bien? Van a dejar la casa por un corto tiempo. No vayan a la escuela. No deambulen por ningún lado. No hablen sobre mí en el celular o en la computadora. ¿Entendido?”

“¡No, no entiendo! ¿Estás metido en algún problema? ¿Deberíamos llamar a la policía?”

“No, no hagas eso”, él dijo. “No todavía. Sólo… dame algo de tiempo para pensar en algo”.

Ella estuvo en silencio por un largo momento. Luego dijo: “Prométeme que estás bien”.

Él hizo una mueca.

“¿Papá?”

“Sí”, dijo un poco forzado. “Estoy bien. Por favor, solo haz lo que te digo y ve con tu Tía Linda. Las amo a ambas. Dile a Sara que dije eso y abrázala por mí. Te contactaré tan pronto como pueda…”

“¡Espera, espera!” dijo Maya. “¿Cómo vas a contactarnos si no sabes dónde estamos?”

Él pensó por un momento. No podía pedirle a Ronnie que se involucrara más en esto. No podía llamar a las niñas directamente. Y no podía arriesgarse a saber donde estaban, porque eso podría volverse en contra de él…

“Configuraré una cuenta falsa”, dijo Maya, “bajo otro nombre. Lo sabrás. Solamente la revisaré desde las computadoras del hotel. Si necesitas contactarnos, envía un mensaje”.

Reid entendió inmediatamente. Sintió una oleada de orgullo; ella era muy inteligente y mucho más fría bajo presión de lo que él podría esperar ser.

“¿Papá?”

“Sí”, dijo él. “Eso está bien. Cuida a tu hermana. Me tengo que ir…”

“Te amo también”, dijo Maya.

Terminó la llamada. Entonces inhaló. Una vez más, el instinto punzante de correr a casa con ellas, mantenerlas a salvo, empacar todo lo que pudieran e irse, irse a algún lugar…

No podía hacer eso. Sea lo que fuera esto, quien sea que estuviera tras él, tenía que encontrarlo de una vez. Había sido muy afortunado de que no estaban detrás de sus niñas. Quizás no sabían sobre los niños. La siguiente vez, si había una siguiente, pudiese no ser tan suertudo.

Reid abrió el celular, sacó la tarjeta SIM y la partió a la mitad. Dejo caer los trozos en una reja de alcantarilla. Mientras caminaba por la calle, depositó la batería en un cubo de basura y las dos mitades del celular en otros.

Él sabía que caminaba en la dirección general del Rue de Stalingrad, aunque no tenía ni idea de lo que iba a hacer cuando llegara allí. Su cerebro le gritaba que cambiara de dirección, que fuera a otro lado. Pero esa sangre fría en su subconsciente lo obligó a seguir adelante.

Sus captores le habían preguntado qué sabía de sus “planes”. Los lugares que le habían preguntado, Zagreb, Madrid y Teherán, tenían que estar conectados y claramente estaban vinculados a los hombres que se lo llevaron. Independientemente de lo que fueran estas visiones — aún se negaba a reconocerlas como cualquier otra cosa pero — ellas tenían conocimiento de algo que había ocurrido o que estaba por ocurrir. Conocimiento que no sabía. Mientras más pensó en ello, más sintió una sensación de urgencia fastidiando su mente.

No, era más que eso. Se sentía como una obligación.

Sus captores se veían dispuestos a matarlo lentamente por lo que sabía. Y él tenía la sensación de que si no descubría que era esto y que se supone que debía saber, más gente podía morir.

“Monsieur”. Reid se sobresaltó de su meditación por una mujer madura y corpulenta con un chal que gentilmente le tocó su brazo. “Estás sangrando”, dijo en Inglés y señaló su propia ceja.



“Oh. Merci”. Él se tocó su ceja derecha con dos dedos. Un pequeño corte había empapado el vendaje y una gota de sangre bajaba por su rostro. “Necesito encontrar una farmacia”, murmuró en voz alta.

Entonces, aspiró un aliento mientras un pensamiento lo golpeó: Había una farmacia dos cuadras abajo y una arriba. Nunca había estado dentro de ella — no por su propio conocimiento dudoso de todos modos — pero él simplemente lo sabía, tan fácil como sabía la ruta a Pap’s Deli.

Un escalofrío corrió desde la base de su espina dorsal hasta su nuca. Las otras visiones se habían manifestado a través de un estímulo externo, imágenes y sonidos e incluso olores. Esta vez no hubo una visión acompañante. Era un plano recuerdo del conocimiento, de la misma forma que supo donde girar en cada señal de tránsito. De la misma forma en que supo como recargar la Beretta.

Tomó una decisión antes de que la luz se pusiera verde. Iría a su encuentro y obtendría cualquier información que pudiera. Luego decidiría que hacer con ella — quizás reportarla a las autoridades y limpiar su nombre con respecto a los cuatro hombres en el sótano. Dejando que hagan los arrestos mientras él iba a casa con sus hijas.

En la farmacia, compró un tubo delgado de súper pegamento, una caja de vendajes de mariposa, cotonetes y una base que casi igualaba el tono de su piel. Llevó sus compras al baño y cerró la puerta.

Se quitó los vendajes que había pegado erráticamente en su rostro en el apartamento y se lavó la sangre costrosa de sus heridas. A los cortes pequeños les aplicó vendas de mariposa. Para las heridas más profundas, en las que regularmente requerirían suturas, juntó los bordes de la piel y apretó con una gota de súper pegamento, siseando a través de sus dientes todo el tiempo. Luego contuvo su aliento alrededor de treinta segundos. El pegamento quemaba ferozmente, pero disminuía mientras se secaba. Finalmente, alisó la base sobre los contornos de su cara, particularmente a los nuevos creados por sus sádicos captores anteriores. No había forma de enmascarar completamente su ojo hinchado y su mandíbula herida, pero al menos de esta forma menos gente lo miraría en la calle.

El proceso completo tomó alrededor de media hora, y dos veces en ese lapso los clientes golpearon la puerta del baño (la segunda vez una mujer gritaba en Francés que su hijo estaba a punto de estallar). Ambas veces Reid sólo gritó: “¡Occupé!”

Finalmente, cuando había terminado, se examinó de nuevo en el espejo. Estaba lejos de la perfección, pero al menos no se veía como si hubiese sido golpeado en una cámara de tortura subterránea. Él pensó si debió haber ido con una base más oscura, algo que lo hiciese ver más extranjero. ¿Sabía el hombre que llamó con quién se supone que se reuniría? ¿Reconocerían quién era él — o quién pensaban que era? Los tres hombres que vinieron a su casa no se veían muy seguros; ellos tuvieron que revisar una fotografía.

“¿Qué estoy haciendo?” se preguntó así mismo. Te estás preparando para una reunión con un peligroso criminal que probablemente sea un reconocido terrorista, dijo la voz en su cabeza — no esta nueva voz invasiva, la suya propia, la voz de Reid Lawson. Era su propio sentido común burlándose de él.

Entonces esa personalidad lista y asertiva, aquella justo debajo de la superficie, habló. Estarás bien, le dijo. Nada que no hayas hecho antes. Sus manos alcanzaron instintivamente el mango de la Beretta metida en la parte trasera de sus pantalones, oculta por su chaqueta nueva. Tú conoces todo esto.

Antes de abandonar la farmacia, él agarró pocos objetos más: Un reloj barato, una botella de agua y dos barras de caramelo. Afuera, en la acera, devoró ambas barras de chocolate. No estaba seguro de cuanta sangre había perdido y quería mantener alto su nivel de azúcar. Drenó la botella de agua entera y luego le preguntó la hora a un transeúnte. Configuró el reloj y lo deslizó alrededor de su muñeca.

Eran las seis y media. Tenía suficiente tiempo para llegar al lugar de reunión y prepararse.



*



Era casi de noche cuando llegó a la dirección que se le había entregado por teléfono. La puesta de sol sobre París arrojó grandes sombras por el bulevar. 187 Rue de Stalingrad era un bar en el 10mo distrito llamado Féline, un antro con ventanas pintadas y una fachada agrietada. Por otra parte, estaba situada en una calle poblada de estudios de arte, restaurantes Indios y cafés bohemios.

Reid se detuvo con la mano en la puerta. Si entraba, no habría vuelta atrás. Él todavía podía alejarse. No, el decidió, no podría. ¿A dónde iría? De vuelta a cada, ¿para que pudieran encontrarlo de nuevo? ¿Y vivir con esas extrañas visiones en su cabeza?

Él entró.

Las paredes del bar estaban pintadas de negro y rojo, y cubiertas con pósteres de la década de los cincuenta, de mujeres de rostro sombrío, titulares de cigarrillos y siluetas. Era muy temprano, o quizás muy tarde, para que el lugar estuviera ocupado. Los pocos clientes que se juntaban hablaban en voz baja, encorvados protectoramente sobre sus bebidas. Música melancólica de blues sonaba suavemente de un estéreo detrás de la barra.

Reid escaneó el lugar de izquierda a derecha y viceversa. Nadie miró en su dirección y, ciertamente, nadie se veía a los tipos que lo habían tomado como rehén. Tomó una pequeña mesa cerca de la parte trasera y se sentó frente a la puerta. Ordenó un café, aunque lo tuvo en frente de él humeando, la mayor parte.

Un anciano encorvado se deslizó de un taburete y cojeó a través de la barra hacia los baños. Reid encontró su mirada rápidamente atraída por el movimiento, escaneando al hombre. Finales de los sesenta. Displasia de cadera. Dedos amarillentos, dificultad para respirar — un fumador de cigarros. Sus ojos volaron al otro lado del bar, sin mover su cabeza, donde dos hombres de aspecto rudo en general estaban teniendo una silenciosa pero ferviente conversación sobre los deportes. Empleados de fábrica. El hombre de la izquierda no está durmiendo lo suficiente, probablemente el padre de hijos jóvenes. El hombre en la derecha estuvo en una pelea recientemente o, al menos, lanzó un puñetazo; sus nudillos están heridos. Sin pensarlo, se encontró a sí mismo examinando los puños de sus pantalones, sus mangas y la manera en la que sostenían sus codos en la mesa. Alguien con un arma la protegería, trataría de ocultarla, incluso inconscientemente.

Reid negó con la cabeza. Se estaba volviendo paranoico y estos persistentes pensamientos foráneos no ayudaban. Pero entonces, recordó la extraña ocurrencia con la farmacia, el recuerdo de su ubicación con sólo mencionar la mera necesidad de encontrar una. El académico en él habló. Quizás haya algo que aprender de esto. Quizás en vez de resistirse, deberías intentar abrirte.

La camarera era una mujer joven, con aspecto cansado y una melena morena con nudos. “¿Stylo?” preguntó ella al pasar junto a él. “¿Ou crayon?” ¿Bolígrafo o lápiz? Ella buscó en su cabello enredado y encontró un bolígrafo. “Merci”.

Ella alisó una servilleta de cóctel y le puso la punta del bolígrafo. Esta no era alguna habilidad nueva que nunca había aprendido; está era una táctica del Profesor Lawson, una que había usado muchas veces en el pasado para recordar y fortalecer la memoria.

Recordó su conversación, si podía llamarla así, con los tres captores Árabes. Trató de no pensar en sus ojos muertos, la sangre en el piso o la bandeja de implementos afilados, destinados a cortar cualquier verdad que pensaban que él tenía. En cambio, se enfocó en los detalles verbales y escribió el primer nombre de vino a su mente.

Luego murmuró en voz alta. “El Jeque Mustafar”.

Un sitio negro Marroquí. Un hombre que pasó toda su vida en riqueza y poder, pisoteando a aquellos menos afortunados que él, aplastándolos debajo de sus zapatos — ahora asustado de mierda porque sabes que puedes enterrarlo hasta el cuello en la arena y nadie encontraría nunca sus huesos.

“¡Te he dicho todo lo que sé!” Él insistió.

Vamos, vamos. “Mi inteligencia dice lo contrario. Dicen que puedes saber mucho más, pero quizás tengas miedo de las personas equivocadas. Te diré algo, Jeque… ¿mi amigo en la habitación de al lado? Se está poniendo ansioso. Verás, él tiene este martillo — es sólo una cosa pequeña, un martillo de piedra, ¿cómo un geólogo lo usaría? Pero hace maravillas en huesos pequeños, nudillos…”

“¡Lo juro!” El jeque retorcía sus manos nerviosamente. Lo reconociste como un cuento. “Eran otras conversaciones sobre los planes, pero eran en Alemán, Ruso… ¡No entendía!”

“Sabes, Jeque… una bala suena igual en cada idioma”.

Reid volvió al bar de mala muerte. Su garganta se sentía seca. El recuerdo había sido intenso, tan vívido y lúcido como cualquier otro que en realidad había experimentado. Y había sido su voz en su cabeza, amenazando casualmente, diciendo cosas que nunca soñaría decirle a otra persona.

Planes. El jeque definitivamente dijo algo sobre unos planes. Cualquier cosa terrible que estuviera preocupando a su subconsciente, temía la clara sensación de que aún no había ocurrido.

Tomó un sorbo de su café, ahora tibio, para calmar sus nervios. “Está bien”, se dijo así mismo. “Está bien”. Durante su interrogatorio en el sótano, le preguntaron sobre unos compañeros agentes en el campo y tres nombres destellaron por su mente. Anotó uno y luego lo leyó en voz alta.

“Morris”.

Una cara vino inmediatamente a él, un hombre en sus primeros treinta, bien parecido y astuto. Una arrogante media sonrisa con sólo un lado de su boca. Cabello oscuro, estilizado para que luzca joven.

Una pista de aterrizaje privada en Zagreb. Morris corre a tu lado. Ambos tienen sus armas afuera, con los cañones apuntando hacia abajo. No puedes dejar que los dos Iraníes lleguen al avión. Morris apunta entre zancadas y dispara dos veces. Uno agarra al becerro y el primer hombre cae. Tú alcanzas al otro, embistiéndolo brutalmente contra el piso.

Otro nombre. “Reidigger”.

Una sonrisa de niño, cabello bien peinado. Un poco de panza. Él usaría su peso mejor si fuera unos centímetros más altos. El trasero de un montón de nervaduras, pero se lo toma con buen humor.

El Ritz en Madrid. Reidigger cubre el pasillo mientras pateas la puerta y agarras al bombardero desprevenido. El hombre va por el arma en el escritorio, pero eres más rápido. Rompes su muñeca… luego Reidigger te dice que escuchó el sonido desde el pasillo. Eso le revolvió el estómago. Todos se ríen.

El café ya estaba frío, pero Reid apenas lo notó. Sus dedos temblaban. No había duda de ello; cualquier cosa que le estuviera sucediendo, estos eran recuerdos… sus recuerdos. O de alguien. Los captores, tuvieron que cortar algo de su cuello y lo llamaron supresor de memoria. Eso no podría ser verdad; este no era él. Había algo más. Tenía los recuerdos de alguien más mezclados con los suyos.

Reid colocó el bolígrafo en la servilleta de nuevo y anotó el nombre final. Lo dijo en voz alta: “Johansson”. Una figura nadó en su mente. Cabello rubio largo, acondicionado a un brillo. Pómulos fluidos y bien formados. Labios carnosos. Ojos grises, el color pizarra. Una visión destelló…

Milán. De noche. Un hotel. Vino. Maria se sienta en la cama con las piernas dobladas debajo de ella. Los tres primeros botones de su camisa están abiertos. Su cabello está despeinado. Nunca habías notado antes lo largas que son sus pestañas. Dos horas antes la viste matar a dos hombres en un tiroteo y ahora son Sangiovese y Pecorino Toscano. Sus rodillas casi se tocan. Su mirada se encuentra con la tuya. Ninguno de los dos habla. Puedes verlo en sus ojos, pero ella sabe que no puedes. Ella pregunta por Kate…

Reid se contrajo mientras venía un dolor de cabeza, esparciéndose por su cráneo como una nube de tormenta. Al mismo tiempo, la visión se puso borrosa y desapareció. Sacudió sus ojos cerrados y agarró sus sienes durante un minuto completo hasta que el dolor de cabeza disminuyó.

¿Qué demonios fue eso?

Por alguna razón, parecía que el recuerdo de esta mujer, Johansson, había provocado la breve migraña. Incluso más inquietante, sin embargo, era la extraña sensación que lo apretó en el despertar de su dolor de cabeza. Se sentía como… deseo. No, era más que eso… se sentía como pasión, reforzada por la emoción e incluso por un poco de peligro.

No pudo evitar preguntarse quien era esa mujer, pero se la sacudió. No quería incitar otro dolor de cabeza. En cambio, colocó el bolígrafo de nuevo en la servilleta, a punto de escribir el nombre final — Cero. Así es como lo llamó el interrogador Iraní. Pero antes de que pudiera escribirlo o recitarlo, sintió una extraña sensación. Los pelos en su nunca se erizaban.

Estaba siendo observado.

Cuando levantó la mirada de nuevo, vio a un hombre parado en la puerta oscura de Féline, con su mirada fija en Reid como un halcón mirando un ratón. La sangre de Reid se enfrió. Estaba siendo observado.

Este era el hombre con el que debía encontrarse, estaba seguro de ello. ¿Lo reconoció? Los hombres Árabes no habían aparecido. ¿Esperaba este hombre a alguien más?

Dejó el bolígrafo. Lentamente y furtivamente, arrugó la servilleta y la dejó caer en su café frío y medio vacío.

El hombre asintió una vez. Reid asintió de regreso.

Luego el extraño puso su mano detrás, por algo escondido en la parte trasera de sus pantalones.




CAPÍTULO CINCO


Reid se puso de pie con tal fuerza que su silla casi se cayó. Su mano inmediatamente se envolvió alrededor del mango texturizado de la Beretta, caliente por estar en su espalda. Su mente le gritó frenéticamente. Este es un lugar público. Hay gente aquí. Nunca he disparado un arma antes.

Antes de que Reid sacara su pistola, el extraño saco una billetera de su bolsillo trasero. Sonrió a Reid, aparentemente entretenido por su naturaleza nerviosa. Nadie más en el bar parece haberse dado cuenta, excepto por la camarera con el pelo de nido de rata, quién simplemente levantó una ceja.

El extraño se aproximó a la barra, deslizó un billete sobre la mesa y le murmuró algo al bartender. Luego se dirigió a la mesa de Reid. Estuvo detrás de una silla vacía por un largo momento, con una sonrisa delgada en sus labios.

Era joven, treinta a lo mucho, con el cabello muy corto y una barba de dos días. Era algo larguirucho y su rostro estaba demacrado, haciendo que sus afilados pómulos y su barbilla sobresaliente parecieran casi caricaturescos. Lo más encantador eran las gafas negra con montura de cuerno que llevaba, buscando por todo el mundo como si Buddy Holly hubiese crecido en los ochenta y descubierto la cocaína.

Reid pudo notar que él era diestro; él sostuvo su codo izquierdo cerca de su cuerpo, lo que probablemente significaba que tenía una pistola colgada en una funda de hombro en su axila, así que podría sacarla con su derecha, si era necesario. Su brazo izquierdo sujetaba su chaqueta negra de gamuza cerca de él para esconder el arma.

“¿Mogu sjediti?” el hombre preguntó finalmente.

¿Mogu…? Reid no entendió inmediatamente como lo había hecho con el Árabe y el Francés. No era Ruso, pero estaba lo suficientemente cerca para que él pudiera deducir el significado del contexto. El hombre estaba preguntando si podía sentarse.

Reid hizo un gesto a la silla vacía en frente de él y el hombre se sentó, manteniendo metido su codo izquierdo todo el tiempo.

Tan pronto como se sentó, la camarera trajo un vaso de cerveza color ámbar oscuro y la puso delante de él. “Merci”, dijo él. Sonrió hacia Reid. “¿Tu Serbio no es muy bueno?”

Reid negó con la cabeza. “No”. ¿Serbio? Él había asumido que el hombre con el que se reuniría era Árabe, como sus captores y el interrogador.

“En Inglés, ¿entonces? ¿Ou francais?”

“A elección del negociante”. Reid se sorprendió de lo calmado que estaba e incluso de cómo sonó su voz. Su corazón casi brotaba de su pecho del miedo… y si estaba siendo honesto, tenía al menos una pizca de emoción ansiosa.

La sonrisa del Serbio se ensanchó. “Disfruto este lugar. Es oscuro. Está tranquilo. Es el único bar que conozco en este distrito que sirve Franziskaner. Es mi favorita”. Tomó un largo sorbo de su vaso, sus ojos se cerraron y un gruñido de placer se escapó de su garganta. “Qué delicioso”. Él abrió sus ojos y añadió: “No eres lo que esperaba”.

Una oleada de pánico aumentó en las extrañas de Reid. Él lo sabe, su mente le gritó. Sabe que no eres con quien se supone que debía encontrarse y, tiene una pistola.

Relájate, dijo el otro lado, el nuevo. Puedes manejar esto.

Reid tragó saliva, pero de algún modo logró mantener su actitud helada. “Tú tampoco lo eres”, replicó.

El Serbio se rió entre dientes. “Eso es justo. Pero somos muchos, ¿sí? Y tú… ¿tú eres Estadounidense?”

“Expatriado”, Reid respondió.

“¿Qué no lo somos todos?” Otra risita. “Antes de ti, conocí solo a otro Estadounidense en nuestro, um… cuál es la palabra… ¿conglomerado? Sí. Así que para mí, esto no es tan extraño”. El hombre guiñó el ojo.

Reid se puso tenso. No sabía si era una broma o no. ¿Qué pasaría si supiera que Reid era un impostor y lo estaba guiando o haciendo tiempo? Puso sus manos en su regazo para esconder sus dedos temblorosos.

“Puedes llamarme Yuri. ¿Cómo te puedo llamar?”

“Ben”. Fue el primer nombre que vino a su mente, el nombre de un mentor de sus días como profesor asistente.

“Ben. ¿Cómo lograste trabajar para los Iraníes?”

“Con”, Reid corrigió. Entrecerró sus ojos para darle efecto. “Trabajo con ellos”.

El hombre, este Yuri, tomó otro sorbo de su cerveza. “Seguro. Con. ¿Cómo ocurrió eso? A pesar de nuestro intereses mutuos, ellos tienden a ser, uh… un grupo cerrado”.

“Soy de confianza”, dijo Reid sin pestañear. No tenía idea de dónde venían estas palabras, tampoco de la convicción con la que venían. Él las dijo tan fácilmente como si lo hubiera ensayado.

“¿Y dónde está Amad?” preguntó Yuri casualmente.

“No lo pudo lograr”, replicó Reid igualmente. “Envía sus saludos”.

“Está bien, Ben. Dices que el trabajo está hecho”.

“Sí”.

Yuri se inclinó hacia adelante, sus ojos se entrecerraron. Reid pudo oler la malta en su aliento. “Necesito escucharte decirlo, Ben. Dime, ¿el hombre de la CIA está muerto?”

Reid se congeló por un momento. ¿CIA? Como en, ¿la CIA? Repentinamente, todo lo que se habló de los agentes en el campo y las visiones deteniendo terroristas en aeródromos y hoteles tuvieron más sentido, incluso si la totalidad del asunto no lo tenía. Entonces, recordó la gravedad de su situación y esperó que no hubiese dado ninguna señal para traicionar su farsa.

Se inclinó hacia adelante también y dijo lentamente, “Sí Yuri. El hombre de la CIA está muerto”.

Yuri se recostó casualmente y sonrió de nuevo. “Bien”. Levantó su vaso. “¿Y la información? ¿La tienes?”

“Nos dio todo lo que sabía”, le dijo Reid. No pudo evitar notar que sus dedos ya no temblaban debajo de la mesa. Era como si ahora alguien más estuviera en control, como si Reid Lawson estuviera tomando el asiento trasero de su propio cerebro. Decidió no luchar contra eso.

“¿La ubicación de Mustafar?” preguntó Yuri. “¿Y todo lo que les dijo?”

Reid asintió.

Yuri pestañeo varias veces expectante. “Estoy esperando”.

Una realización golpeó a Reid como un peso pesado mientras su mente juntaba el poco conocimiento que tenía. La CIA estaba involucrada. Había algún tipo de plan que podría hacer que muchas personas murieran. El jeque lo sabía y les dijo — le dijo — todo. Estos hombres, necesitaban conocer lo que sabía el jeque. Eso es lo que Yuri quería saber. Sea lo que fuera, se sentía grande, y Reid había tropezado en el medio… aunque ciertamente él sentía como si esta no fuera la primera vez.

No habló por un largo momento, lo suficientemente largo para que la sonrisa se evaporara de los labios de Yuri en una expectante mirada de labios delgados. “No te conozco”, dijo Reid. “No sé a quién representas. ¿Esperas que te de todo lo que sé, y me vaya y confíe que llegue al lugar correcto?”

“Sí”, dijo Yuri, “eso es exactamente lo que espero y precisamente es la razón de este encuentro”.

Reid negó con la cabeza. “No. Verás Yuri, se me ocurre que esta información es demasiado importante para jugar a ‘susurro por el callejón’ y esperar a que llegue a los oídos adecuados en el orden correcto. Es más, en lo que respecta a ti, sólo existe un lugar donde existe — aquí”. Golpeó ligeramente su propia sien izquierda. Era verdad; la información que buscaban estaba, presuntamente, en alguna parte de lo más recóndito de su mente, esperando ser desbloqueada. “También se me ocurre”, continuó, “que ahora que ellos tienen esta información, nuestros planes deben cambiar. Estoy cansado de ser el mensajero. Quiero entrar. Quiero un rol verdadero”.

Yuri sólo se quedo mirando fijamente. Luego dejó salir una risa aguda y al mismo tiempo golpeó la mesa con tal fuerza que sacudió a varios clientes cercanos. “¡Tú!” exclamó, moviendo un dedo. “¡Quizás seas un expatriado, pero aún tienes esa ambición Estadounidense!” se rió de nuevo, sonando muy parecido a un burro. “¿Qué es lo que quieres saber, Ben?”

“Comencemos con a quién representas en esto”.

“¿Cómo sabes que represento a alguien? Por lo que sabes, podría ser el jefe. ¡El cerebro detrás plan maestro!” Levantó ambas manos en un gran gesto y volvió a reír.

Reid sonrió. “No lo creo. Pienso que estás en la misma posición que yo, transportando información, intercambiando secretos, teniendo encuentros en bares de mierda”. Táctica de interrogación — relaciónate con ellos en su nivel. Yuri era claramente un políglota, y parecía carecer del mismo comportamiento endurecido de sus captores. Pero incluso si estuviera en un bajo nivel, sabía incluso más que Reid. “¿Qué tal si hacemos un trato? Me dices lo que sabes y te diré lo que yo sé”. Bajo su voz a casi un susurro. “Y confía en mí. Quieres saber lo que yo sé”.

Yuri acarició su barba descuidada, pensativo. “Me caes bien, Ben. Lo cual es, cómo se dice, um… conflictivo, porque los Estadounidenses usualmente me enferman”. Él sonrió. “Lamentablemente para ti, no puedo decirte lo que no sé”.

“Entonces llévame a quién pueda”. Las palabras salían de él como si pasaran por alto su cerebro y fueran directamente a su garganta. La parte lógica de él (o más apropiadamente, la parte de Lawson de él) gritó en protesta. ¡¿Qué estás haciendo?! ¡Obtén lo que puedas y sal de ahí!

“¿Te importaría dar un paseo conmigo?” los ojos de Yuri brillaron. “Te llevaré para que veas a mi jefe. Allí, puedes decirle lo que sabes”.

Reid titubeó. Sabía que no debía. Sabía que no quería hacerlo. Pero había un extraño sentido de obligación, y había una reserva de acero en el fondo de su mente que le decía de nuevo: Relájate. Tenía un arma. Tenía un conjunto de habilidades de algún tipo. Había llegado tan lejos y juzgando por lo que ahora sabía, esto iba más allá de unos cuantos hombres Iraníes en un sótano Parisino. Había un plan y la participación de la CIA, y de algún modo él sabía que el final del juego era mucha gente herida o peor.

Asintió una vez, su quijada se apretó fuertemente.

“Genial”. Yuri drenó su vaso y se levantó, aun manteniendo metido el codo izquierdo. “Au revoir”. Saludó al bartender. Luego el Serbio guió el camino hacia la parte trasera de Féline, a través de una cocina pequeña y sucia, y salieron por una puerta de acero que daba a un callejón empedrado.

Reid lo siguió en la noche, sorprendido de ver que había oscurecido tan rápido mientras él estaba en el bar. En la boca del callejón había un todoterreno negro, al ralentí, con ventanas teñidas casi tan oscuras como el trabajo de pintura. La puerta trasera se abrió antes de que Yuri la alcanzara, y dos matones salieron. Reid no supo que más pensar de ellos; cada uno era de hombros anchos, imponentes y sin tratar de ocultar las pistolas automáticas TEC-9 que se balanceaban de los arneses en sus axilas.

“Relájense, amigos míos”, dijo Yuri. “Este es Ben. Lo llevaremos a ver a Otets”.

Otets. Ruso fonético para “padre”. O, en el nivel más técnico, “creador”.

“Ven”, dijo Yuri agradablemente. Dio una palmada en el hombro de Reid. “Es un paseo muy agradable. Beberemos champagne en el camino. Ven”.

Las piernas de Reid no querían funcionar. Era arriesgado — muy arriesgado. Si iba en el carro con estos hombres y ellos descubrían quiera era él, o incluso que no era quien dijo que era, bien podría ser un hombre muerto. Sus hijas serían huérfanas y probablemente nunca sabrían que fue de él.

¿Pero qué otra opción tenía? No podía actuar muy bien como si hubiera cambiado de opinión repentinamente; eso sería demasiado sospechoso. Era probable que ya hubiera dado dos pasos más allá del punto de no retorno simplemente al seguir a Yuri hasta afuera. Y si quería mantenerse la farsa lo suficiente, él podría encontrar la fuente — y descubrir que estaba sucediendo en su propia cabeza.

Dió un paso adelante hacia el todoterreno.

“¡Ah! Un momento, por favor”, Yuri agitó un dedo a sus musculosos escoltas. Uno de ellos forzó los brazos de Reid a sus costados, mientras que el otro lo revisó. Primero él encontró la Beretta, metida en la parte trasera de sus jeans. Luego hurgó en los bolsillos de Reid con dos dedos, sacó el fajo de euros y el teléfono desechable, y le entregó los tres a Yuri.

“Esto te lo puedes quedar”, el Serbio le devolvió el dinero. “Estos, sin embargo, nos aferraremos a ellos. Seguridad. Tú entiendes”. Yuri metió el celular y la pistola en el bolsillo interior de su chaqueta de gamuza, y por un breve momento, Reid vió la empuñadura marrón de una pistola.

“Entiendo”, dijo Reid. Ahora estaba desarmado y sin ninguna forma de pedir ayuda si lo necesitaba. Debería correr, él pensó. Sólo comienza a correr y no mires atrás…

Uno de los matones forzó su cabeza baja y la empujó hacia adelante, dentro de la parte trasera del todoterreno. Ambos entraron luego de él y Yuri los siguió, tirando la puerta detrás de él. Se sentó junto a Reid, mientras que los matones encorvados, casi hombro con hombro, se sentaron en un asiento orientado hacia atrás opuesto a ellos, justo detrás del conductor. Una partición de color oscuro los separaba del asiento delantero del auto.

Uno del par tocó la partición del conductor con dos nudillos. “Otets”, dijo bruscamente.

Un pesado y revelador clic cerró las puertas traseras, y con ello llegó la compresión de que lo Reid había hecho. Se había metido en un carro con tres hombres armados sin idea a donde iba y con muy poca idea de quién se suponía que era. Engañar a Yuri no había sido del todo difícil, pero ahora estaba siendo llevado a algún jefe… ¿acaso ellos sabían que él no era quién decía que era? Luchó contra el impulso de saltar hacia adelante, abrir la puerta y salir del auto. No había escape de esto, al menos no por el momento; tendría que esperar hasta que llegaran a su destino y esperar que pudiera salir en una pieza.

El todoterreno rodó hacia adelante por las calles de París.




CAPÍTULO SEIS


Yuri, quién había sido muy hablador y animado en el bar Francés, estuvo inusualmente silencioso durante el paseo en automóvil. Abrió un compartimiento junto a su asiento y sacó un libro muy gastado con una tapa desgarrada — El Príncipe Maquiavelo. El profesor en Reid quería burlarse en voz alta.

Ambos matones se sentaron silenciosamente en frente de él, con los ojos dirigidos hacia adelante como si trataran de mirar agujeros a través de Reid. Él rápidamente memorizó sus características: El hombre en su izquierda era calvo, blanco, con un oscuro bigote de manubrio y ojos pequeños y brillantes. Tenía una TEC-9 debajo de su hombro y una Glock 27 metida en una funda de tobillo. Una cicatriz pálida dentada sobre su pestaña izquierda sugería un mal trabajo de parche (no del todo diferente de lo que Reid tenía que hacer una vez que su intervención de súper pegamento se curara). No podía sabe la nacionalidad del hombre.

El segundo matón era unos tonos más oscuro, con una barba descuidada, llena y una considerable panza. Su hombro izquierdo parecía estar ligeramente hundido, como si estuviese favoreciendo su cadera opuesta. Él también tenía una pistola automática medida en un brazo, pero ninguna otra arma que Reid pudiera notar.

El pudo, sin embargo, ver la marca en su cuello. La piel de ahí estaba arrugada y rosada, levantada ligeramente por ser quemada. Era la misma marca que había visto en el bruto Árabe en el sótano de París. Un glifo de algún tipo, estaba seguro, pero ninguno que reconociera. El hombre con el mostacho no parecía tener una, aunque su cuello estaba oculto mayormente por su camisa.

Yuri no tenía una marca tampoco — al menos no una que Reid pudiera ver. El cuello de la chaqueta de gamuza del Serbio surcaba alto. Podría ser un símbolo de estatus, pensó. Algo que debía ser ganado.

El conductor guió el vehículo a la A4, dejando atrás París y dirigiéndose al noreste hacia Reims. Las ventanas teñidas hicieron la noche toda más oscura; una vez dejaron la Ciudad de las Luces, a Reid le resultó difícil distinguir puntos de referencia. Tenía que confiar en los letreros y señales para saber a dónde se estaban dirigiendo. El paisaje cambio lentamente de un brillo urbano local a una topografía vaga y buhólica, la carretera con una pendiente suave, con la disposición de la tierra y las granjas que se extendían en ambos lados.

Después de una hora de manejo en completo silencio, Reid aclaró su garganta. “¿Está mucho más lejos?” preguntó.

Yuri puso un dedo en sus labios y luego sonrió. “Oui”.

Las fosas nasales de Reid se ensancharon, pero no dijo nada más. Él debió preguntar qué tan lejos lo llevarían; por todo lo que sabía, iban claramente a Bélgica.

La ruta A4 se volvió A334, que a su vez se convirtió en A304 mientras subían cada vez más al norte. Los arboles que marcaban el campo pastoral se hacían más gruesos y cercanos, abetos anchos como paraguas que tragaban las tierras de cultivo abiertas y se convertían en bosques indistinguibles. La inclinación del camino incrementó a medida que las colinas inclinadas se convirtieron en pequeñas montañas.

Él conocía este lugar. Mejor dicho, conocía la región y no por ninguna visión destellante o memoria implantada. Nunca había estado aquí, pero lo sabía por sus estudios que había llegado a las Ardenas, un estrecho montañoso boscoso compartido entre el noreste de Francia, el sur de Bélgica y el noreste de Luxemburgo. Fue en las Ardenas donde el ejército Alemán, en 1944, trató de lanzar sus divisiones armadas a través de la región densamente forestada en un intento de capturar la ciudad de Amberes. Fueron frustrados por fuerzas Estadounidenses y Británicas cerca del río Mosa. El conflicto que siguió fue apodado la Batalla del Bulge, y fue la última gran ofensiva de los Alemanes en la Segunda Guerra Mundial.

Por alguna razón, a pesar de lo grave que era o podría llegar a ser su situación, él encontró algo de consuelo pensando sobre la historia, su vida anterior, y sus estudiantes. Pero luego sus pensamientos transitaron de nuevo a sus niñas solas y asustadas sin tener ninguna idea de dónde estaba o en qué se había metido.

Bastante seguro, Reid pronto vio una señal que advirtió el acercamiento a la frontera. Belgique, se lee en el letrero, y debajo de eso, Belgien, België, Belgium. A menos de dos millas más tarde, el todoterreno redujo la velocidad hasta detenerse en un pequeño puesto con un toldo de concreto en lo alto. Un hombre en un saco grueso y una gorra tejida de lana miró hacia el vehículo. La seguridad fronteriza entre Francia y Bélgica estaba muy lejos de lo que la mayoría de los Estadounidenses estaban acostumbrados. El conductor bajó la ventana y le habló al hombre, pero las palabras fueron silenciadas por la partición cerrada y las ventanas. Reid echó un vistazo a través del tinte y vio que el brazo del conductor se extendía, pasándole algo al oficial fronterizo — un billete. Un soborno.

El hombre con el gorro les hizo señas.

A solo unas pocas millas por la N5, el todoterreno salió de la carretera y entró a un camino estrecho paralelo a la vía principal. No había señal de salida y la carretera estaba apenas pavimentada; era un camino de acceso, probablemente uno creado para vehículos madereros. El coche empujó sobre los surcos profundos de tierra. Los dos matones chocaron uno contra otro en frente de Reid, pero todavía continuaban mirando fijamente hacía él.

Comprobó el reloj barato que había comprado en la farmacia. Habían estado viajando por dos horas y cuarenta y seis minutos. La noche anterior había estado en los Estados Unidos, luego se despertó en París, y ahora estaba en Bélgica. Relájate, su subconsciente lo persuadió. En ningún lugar que no hayas estado antes. Sólo presta atención y mantén tu boca cerrada.

Ambos lados del camino parecían ser nada más que árboles gruesos. El todoterreno continuó, subiendo por la ladera de una montaña curva y bajando nuevamente. Mientras tanto, Reid miró por la ventana, pretendiendo estar inactivo, pero mirando cualquier tipo de referencia o señal que pudiera decirle dónde estaban — idealmente algo que pudiera contar más tarde a las autoridades, si era necesario.

Había luces adelante, aunque desde su ángulo no podía ver la fuente. El todoterreno redujo la velocidad de nuevo y se detuvo lentamente. Reid vio una cerca de hierro negro forjado, cada poste coronado por una espiga peligrosa, que se extendía a cada lado y que desaparecía en la oscuridad. Junto a su vehículo había una pequeña cabina de guardia hecha de vidrio y ladrillos oscuros, una luz fluorescente iluminaba el interior. Un hombre emergió. Llevaba unos pantalones y un abrigo de guisante, con el collar levantado alrededor de su cuello y una bufanda gris abrazada en su garganta. No hizo ningún intento de ocultar su MP7 silenciadora que colgaba de una correa sobre su hombro derecho. De hecho, mientras se acercó al automóvil, agarró la pistola automática, aunque no la levantó.

Heckler & Koch, variante de producción mp7A1, dijo la voz en la cabeza de Reid. Supresor de siete punto un pulgadas. Mira de reflejo Elcan. Cargador de treinta balas.

El conductor bajó su ventana y le habló al hombre por pocos segundos. Luego el guarda rodeó el todoterreno y abrió la puerta del lado de Yuri. Se inclinó y miró dentro del coche. Reid captó el olor del whiskey de centeno y sintió el aguijón de la gélida ráfaga de aire que vino con él. El hombre miró a cada uno de ellos a su vez, su mirada se detuvo en Reid.

“Kommunikator”, dijo Yuri. “Chtoby uvidet’ nachal’nika”. Ruso. Mensajero, para ver al jefe.

El guardia no dijo nada. Cerró la puerta de nuevo y regresó a su poste, presionando un botón en una pequeña consola. La puerta negra de hierro zumbó mientras se hizo a un lado, y el todoterreno se abrió paso.

La garganta de Reid se apretó cuando la completa gravedad de la situación lo presionó. Él había ido al encuentro con la intención de obtener información sobre lo que sea que estuviera pasando — no sólo para él, sino con todas las charlas de los planes, jeques y ciudades extranjeras. Se había metido al auto con Yuri y los dos matones en el calor de encontrar una fuente. Había dejado que se lo llevaran fuera del País y al medio de una densa región boscosa, y ahora ellos estaban detrás un portón alto, resguardado y vigilado. No tenía idea de que cómo iba a salir de esto si algo salía mal.

Relájate. Ya has hecho esto antes.

¡No lo he hecho! Pensó desesperadamente. Soy un profesor universitario de Nueva York. No sé lo que estoy haciendo. ¿Por qué lo hice? Mis niñas...

Sólo déjate llevar. Tú sabes que hacer.

Reid respiró profundo, pero esto hizo poco para calmar sus nervios. Sacó la vista de la ventana. En la oscuridad, apenas podía ver sus alrededores. No había árboles detrás de la reja, sino que había filas sobre filas de viñas, trepando y tejiendo a través de celosías a la altura de la cintura… Era un viñedo. Si era en realidad un viñedo o simplemente un frente, no estaba seguro, pero al menos era algo reconocible, algo que pudiera ser visto por el sobrevuelo de un helicóptero o un dron.

Bien. Eso será útil más tarde.

Si es que hay un más tarde.

El todoterreno condujo lentamente sobre el camino de grave durante aproximadamente una milla más o menos antes de que terminara el viñedo. Ante ellos se encontraba una propiedad palaciega, prácticamente un castillo, construida en piedra gris con ventanas arqueadas y hiedra que subía por la fachada sur. Por un breve momento, Reid apreció la hermosa arquitectura; probablemente tenía como doscientos años, quizás más. Pero no se detuvieron allí, en cambio, el carro dio una vuelta alrededor de la gran casa y detrás de ella. Después de otra media milla, se detuvieron en un pequeño terreno y el conductor apagó el motor.

Habían llegado. Pero a dónde habían llegado, él no tenía ni idea.

Los matones salieron primero, y luego salió Reid, seguido por Yuri. El frío lo dejó sin aliento. Apretó la mandíbula para evitar que sus dientes chasquearan. Sus dos grandes escoltas no parecían molestarse por ello en absoluto.

A unas cuarenta yardas de ellos había una amplia y baja estructura, de dos pisos de altura y varias veces más ancha; sin ventanas y hecha de acero corrugado pintado en beige. Una especie de instalación, razonó Reid — tal vez para la elaboración de vino. Pero lo dudaba.

Yuri gruñó mientras estiraba sus extremidades. Luego le sonrío a Reid. “Ben, comprendo que ahora somos muy buenos amigos, pero aún así…” Él sacó una pequeña tela negra del bolsillo de su chaqueta. “Debo insistir”.

Reid asintió una vez, firmemente. ¿Qué opción tenía? Se volteó, así Yuri podría atar la venda sobre sus ojos. Una fuerte mano carnosa agarró su brazo — uno de los matones, sin duda.

“Ahora entonces”, dijo Yuri. “Adelante hacia Otets”. Una fuerte mano tiró de él hacia adelante y lo guió mientras caminaban en dirección de la estructura de acero. Sintió que otro hombro se frotaba contra el suyo en el lado opuesto; los dos grandes matones lo tenían flanqueado.

Reid respiró uniformemente por la nariz, haciendo lo mejor para mantener la calma. Escucha, su mente le dijo.

Estoy escuchando.

No, escucha. Escucha, y déjate llevar.

Alguien golpeó tres veces una puerta. El sonido era apagado y vacío como el bajo de un tambor. Aunque no pudiera ver, Reid imaginaba en el ojo de su mente a Yuri golpeando con el plano de su puño la pesada puerta de acero.

Chasquido. Un cerrojo deslizándose a un lado. Un silbido, una ráfaga de aire cálido mientras la puerta se abría. De repente, una mezcla de sonidos — vasos que tintinean, líquidos que gotean, cinturones zumbando. El equipo de un vinatero, por su sonido. Extraño; no ha escuchado nada de afuera. Las paredes del interior del edificio son a prueba de ruidos.

La pesada mano lo guió hacia adentro. La puerta se cerró de nuevo y el cerrojo se deslizó de regreso a su lugar. El suelo debajo de él se sentía como concreto liso. Sus zapatos golpeaban contra un pequeño charco. El olor acético de la fermentación era más fuerte, y justo debajo de eso, el aroma más dulce y familiar del jugo de uva. Ellos realmente hacen vino aquí.

Reid contó sus pasos por la suelo de la instalación. Pasaron a través de otro conjunto de puertas y con ello llegó una variedad de nuevos sonidos. Maquinaria — presión hidráulica. Taladro neumático. El tintineo de la cadena de un transportador. El olor a fermentación dio paso a la grasa, al aceite de motor y a la… Pólvora. Estaban fabricando algo aquí; más probablemente municiones. Había algo más, algo familiar, más allá del aceite y la pólvora. Era algo dulce, como almendras… Dinitrolueno. Estaban haciendo explosivos.

“Escaleras”, dijo la voz de Yuri, cerca de su oído, cuando la espinilla de Reid chocó contra el escalón más bajo. La mano pesada continuó guiándolo mientras cuatro series de pisadas subían las escaleras de acero. Trece pasos. Quién haya construido este lugar no debe ser supersticioso.

Al final había otra puerta de acero. Una vez que se cerró detrás de ellos, los sonidos de la maquinaría se ahogaron — otra habitación a prueba de ruidos. Música de piano clásica tocada desde cerca. Brahms. Variaciones sobre un Tema de Paganini. La melodía no era suficientemente rica como para provenir de un piano real; un estéreo de algún tipo.

“Yuri”. La nueva voz era un barítono severo, ligeramente ronco por gritar a menudo o por muchos cigarros. A juzgar por el olor de la habitación, era la última. Posiblemente ambos.

“Otets”, dijo Yuri servicialmente. Él habló rápidamente en Ruso. Reid hizo su mejor esfuerzo para seguir el acento de Yuri. “Te traigo buenas noticias de Francia…”

“¿Quién es este hombre?” demandó el barítono. Por la forma en la que hablaba, el ruso parecía su lengua nativa. Reid no pudo evitar preguntarse cuál podría ser la conexión entre los Iraníes y este hombre Ruso — o entre los matones en el todoterreno, si venía al caso, e incluso el Serbio Yuri. Un trato de armas, quizás, dijo la voz en su cabeza. O algo peor.

“Este es el mensajero de los Iraníes”, respondió Yuri. “Tiene la información que estamos buscando…”

“¿Lo trajiste aquí?” intervino el hombre. Su voz profunda se elevó a un rugido. “¡Se suponía que irías a Francia y te reunirías con los Iraníes, no arrastrar a ‘sus hombres’ hacia mí! ¡Estás comprometiendo todo con tu estupidez!” Hubo un fuerte chasquido — un sólido revés sobre una cara — y un jadeo de Yuri. “¡¿Debo escribir la descripción de tu trabajo en una bala para atravesarla en tu grueso cráneo?!”

“Otets, por favor…” balbuceó Yuri.

“¡No me llames así!” gritó el hombre ferozmente. Una pistola amartillada — una pistola pesada, por su sonido. “¡No me llames por ningún nombre en la presencia de este extraño!”

“¡No es ningún extraño!” gritó Yuri. “¡Él es el Agente Cero! ¡Te he traído a Kent Steele!”




CAPÍTULO SIETE


Kent Steele.

El silencio reinó por varios segundos que se sintieron como minutos. Cientos de visiones destellaron rápidamente a través de la mente de Reid como si estuviera siendo alimentada por una máquina. Servicio Nacional Clandestino, División de Actividades Especiales, Grupo de Operaciones Especiales. Operaciones de Psicoanálisis.

Agente Cero.

Si eres expuesto, estás muerto.

Nunca hablamos. Nunca.

Imposible.

Sus dedos temblaban de nuevo.

Era simplemente imposible. Cosas como los borrados de memoria o implantes o supresores eran materia de teorías de conspiración y películas de Hollywood.

No importaba de todos modos. Ellos supieron todo el tiempo quién era él — desde el bar hasta el paseo en carro y todo el camino hasta Bélgica, Yuri sabía que Reid no era quien decía que era. Ahora estaba cegado y atrapado detrás de una puerta de acero con al menos cuatro hombres armados. Nadie más sabía dónde estaba o quién era. Un nudo pesado de miedo se formó en su estómago y amenazó con causarle nauseas.

“No”, dijo la voz del barítono lentamente. “No, estás equivocado. Estúpido Yuri. Este no es el hombre de la CIA. Si lo fuera, ¡no estarías parado aquí!”

“¡A menos que él viniera aquí a encontrarte!” contraatacó Yuri.

Dedos agarraron la venda y se la quitaron. Reid entrecerró los ojos ante la repentina rudeza de las luces fluorescentes del techo. Parpadeó ante la cara de un hombre de unos cincuenta, con cabello canoso, una barba tupida ceñida a la mejilla, y unos afilados y discernientes ojos. El hombre, probablemente Otets, llevaba un traje gris carbón, con los dos botones superiores de su camisa desabrochados y con vellos grises en el pecho que salían debajo de ella. Estaban parados en una oficina, con las paredes pintadas de rojo oscuro y adornadas con pinturas llamativas.

“Tú”, el hombre dijo en Inglés acentuado. “¿Quién eres?”

Reid tomó un respiro entrecortado y luchó con la urgencia de decirle al hombre que él simplemente ya no lo sabía. En cambio, con voz trémula, él dijo: “Mi nombre es Ben. Soy un mensajero. Trabajo con los Iraníes”.

Yuri, quien estaba de rodillas detrás de Otets, se levantó de un salto. “¡Él miente!” gritó el Serbio. “¡Sé que miente! ¡Él dice que los Iraníes lo enviaron, pero ellos nunca confiarían en un Estadounidense!” Yuri miró maliciosamente. Un delgado riachuelo de sangre brotó del rincón de su boca, dónde Otets lo había golpeado. “Pero sé más. Verás, le pregunté sobre Amad”. Él negó con la cabeza mientras enseñaba los dientes. “No hay ningún Amad entre ellos”.

Le pareció extraño a Reid que estos hombres parecían conocer a los Iraníes, pero no con quién trabajaban o a quién podrían enviar. Estaban ciertamente conectados de alguna manera, pero cuál podía ser esa conexión, él no tenía idea.

Otets murmuró maldiciones en Ruso en voz baja. Luego dijo en Inglés: “Le dices a Yuri que eres un mensajero. Yuri me dice que eres el hombre de la CIA. ¿A qué voy a creer? Ciertamente no te ves como imaginé que Cero se vería. Sin embargo, mi chico encargado idiota dice una verdad: Los Iraníes detestan a los Estadounidenses. Esto no se ve bien para ti. O me dices la verdad o te dispararé en tu rótula”. Levantó la pesada pistola — una Desert Eage TIG Series.

Reid perdió su aliento por un momento. Era un arma muy grande.

Cede, su mente le estimuló.

No estaba seguro de cómo hacer eso. No estaba seguro de que podría pasar si lo hiciera. La última vez que estos nuevos instintos tomaron el control, cuatro hombres terminaron muertos y él, literalmente, tenía sangre en sus manos. Pero no había salida de esto para él — eso es, para el Profesor Reid Lawson. Pero Kent Steel, quien sea que fuera, podría encontrar una manera. Quizás el no sabía quién era, pero no importaría mucho si no sobrevivía lo suficiente para averiguarlo.

Reid cerró sus ojos. Asintió una vez, con un consentimiento a la voz de su cabeza. Sus hombros se aflojaron y sus dedos dejaron de temblar.

“Estoy esperando”, dijo Otets bruscamente.

“No querrías dispararme”, dijo Reid. Él estaba sorprendido de escuchar su propia voz tan calmada y uniforme. “Un disparo a quemarropa de esa arma no me volaría la rodilla. Me rompería la pierna y me desangraría en el piso de esta oficina en segundos”.

Otets encogió un hombro. “¿Cómo es que les gusta decir a los Estadounidenses? No puedes hacer omelets sin…”

“Tengo la información que necesitas”, lo interrumpió Reid. “La localización del jeque. Lo que me dio. A quién se lo di. Sé todo acerca de su plan, y no soy el único”.

Las esquinas de la boca de Otets se curvaron en una sonrisa. “Agente Cero”.

“¡Te lo dije!” dijo Yuri. “Lo hice bien, ¿verdad?”

“Cállate”, rugió Otets. Yuri se encogió como un perro golpeado. “Llévatelo bajando las escaleras y obtén todo lo que sabe. Comienza removiendo sus dedos. No quiero perder tiempo”.

En cualquier día común, la amenaza de que le cortaran sus dedos habría enviado un choque de miedo a través de Reid. Sus músculos se tensaron por un momento, los pequeños vellos de su nuca se pusieron de punta — pero su nuevo instinto luchó contra él y lo forzó a relajarse. Espera, le dijo. Espera por una oportunidad…

El matón calvo asintió bruscamente y agarró de nuevo el brazo de Reid.

“¡Idiota!” Otets chasqueó. “¡Átalo primero! Yuri, ve al archivo de documentos. Debe haber algo allí”.

Yuri se apresuró hacia gabinete de roble de tres cajones en la esquina y lo hurgó hasta que encontró un paquete de cordel grueso. “Aquí”, dijo él, y se lo arrojó al calvo bruto.

Todos los ojos se movieron instintivamente en el aire hacia el paquete de cordeles que giraba en el aire — ambos matones, Yuri y Otets.

Pero no Reid. Él tenía una oportunidad y la tomó.

Tomó su mano izquierda y la arqueó hacia arriba en un ángulo fuerte, golpeando la tráquea del hombre calvo con el lado carnoso de su palma. Él sintió que la garganta cedía bajo su mano.

Cuando el primer golpe llegó, pateó el tacón de su bota izquierda detrás de él y golpeó al matón barbudo en la cadera — la misma cadera que el hombre había estado favoreciendo durante el paseo a Bélgica.

Un jadeo ahogado y húmedo escapó de los labios del hombre calvo mientras sus manos volaban a su garganta. El bruto barbudo gruño mientras su gran cuerpo giraba y colapsaba.

¡Abajo!

El cordel golpeó el suelo. Red también lo hizo. En un movimiento, se agachó y agarró la Glock de la funda del tobillo del calvo. Sin levantar la mirada, saltó hacia adelante, se agachó y rodó.

Tan pronto como saltó, un sonido estruendoso cruzó la pequeña oficina, increíblemente alto. El disparo de la Desert Eagle dejó una impresionante abolladura en la puerta de acero de la oficina.

Reid dejó de rodar sólo a unos pocos pies de Otets y se propulso a sí mismo hacia él. Antes de que Otets pudiera girarse a apuntar, Reid agarro la mano de su arma desde abajo — nunca agarres la corredera, esa es una buena forma de perder un dedo — y la empujó de arriba abajo. El arma se disparó de nuevo, un estruendo penetrante sólo a unos pocos pies de la cabeza de Reid. Sus oídos zumbaron, pero lo ignoró. Giró el arma hacia abajo y a un lado, manteniendo el cañón apuntado lejos de él mientras lo llevaba a su cadera — y a la mano de Otets con él.

El hombre mayor echó su cabeza hacia atrás y gritó cuando su dedo en el gatillo se rompió. El sonido le dio nauseas a Reid mientras la Desert Eagle caía al suelo.

Él giró y envolvió un brazo alrededor del cuello de Otets, usándolo como un escudo mientras apuntaba a los dos matones. El calvo estaba fuera de servicio, jadeando en vano contra una tráquea aplastada, pero el barbudo había perdido su TEC-9. Sin vacilar, Reid disparó tres tiros en rápida sucesión, dos en el pecho y uno en la frente. Un cuarto tiro sacó al hombre calvo de su miseria.

La consciencia de Reid le gritaba desde el fondo de su mente. Acabas de matar a dos hombres. Dos hombres más. Pero esta nueva consciencia era más fuerte, rechazando sus nauseas y su sentido de la preservación.

Puedes entrar en pánico más tarde. No has terminado aquí.

Reid se giró completamente, con Otets en frente de él como si estuviesen bailando, y nivelando la Glock hacia Yuri. El desafortunado mensajero estaba luchando para liberar una Sig Sauer del arnés de su hombro.

“Detente”, ordenó Reid. Yuri se congeló. “Manos arriba”. El mensajero Serbio levantó sus manos lentamente, con las palmas abiertas. Él sonrió ampliamente.

“Kent”, dijo en Inglés, “somos muy buenos amigo, ¿no es así?”

“Saca mi Beretta del bolsillo izquierdo de tu chaqueta y colócala en el piso”, ordenó Reid.

Yuri lamió la sangre de la esquina de su boca y movió los dedos de mano izquierda. Lentamente, metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña pistola negra. Pero no la puso en el piso. En su lugar la sostuvo, con el cañón apuntando hacia abajo.

“Sabes”, él dijo, “se me ocurren que si quieres información, necesitas al menos uno de nosotros con vida. ¿Sí?

“¡Yuri!” rugió Otets. “¡Haz lo que te pide!”

“En el piso”, repitió Reid. No apartó la mirada de Yuri, pero era consciente de que otros en la instalación pudieron escuchar el rugido de la Desert Eagle. No tenía idea de cuantas personas había abajo, pero la oficina era a prueba de ruidos y había maquinaria funcionando en otra parte. Era posible que nadie lo escuchara — o quizás estaban acostumbrados al sonido y pensaban poco en ello.

“Quizás”, dijo Yuri, “tome esta arma y le dispare a Otets. Entonces, me necesitarás”.

“¡Yuri, nyet!” lloró Otets, esta vez más sorprendido que molesto.

“Verás, Kent”, dijo Yuri, “esto no es La Cosa Nostra. Esto es más cómo, uh… un empleado descontento. Ves cómo me trata. Así que, si le disparo, tu y yo, podemos pensar en algo…”

Otets apretó sus dientes y siseó una serie de maldiciones a Yuri, pero el mensajero sólo sonrió ampliamente.

Reid se estaba impacientando. “Yuri, si no bajas el arma ahora, me veré forzado a…”

El brazo de Yuri se movió, solo un leve indicio de que se estaba levantando. El instinto de Reid se activó como un motor cambiando marchas. Sin pensarlo apuntó y disparó. Pasó tan rápido que la corredora de la pistola lo sobresaltó.

Durante medio segundo, Reid pensó que podía haberse perdido. Luego, sangre oscura brotó de un agujero en el cuello de Yuri. Primero cayó de rodillas, con una mano tratando débilmente de frenar el flujo, pero era muy tarde para eso.

Puede tomar hasta dos minutos para desangrarse de una arteria carótida cortada. Él no quería saber cómo sabía eso. Pero sólo tarda de siete a diez segundos en desmayarse por una pérdida de sangre.

Yuri se desplomó hacia adelante. Reid inmediatamente se giró hacia la puerta de acero con la Glock apuntada al centro de masa. Esperó. Su propia respiración era estable y suave. Ni siquiera había sudado. Otets respiró bruscamente, jadeando, protegiendo su dedo fracturado con su mano buena.

Nadie más vino.

Acabo de dispararles a tres hombres.

No hay tiempo ahora para eso. Sal de aquí.

“Quédate”, le rugió Reid a Otets mientras lo soltaba. Pateó la Desert Eagle a la esquina más alejada. Se deslizó bajo el archivador. No tenía uso un cañón como ese. También dejo las pistolas automáticas TEC-9 que tenían los matones; eran enormemente imprecisas, buenas para poco más que esparcir balas sobre un área amplia. En cambio, empujó el cuerpo de Yuri a un lado con el pie y agarró la Beretta. Mantuvo la Glock, metiendo una pistola, y sus manos, en cada uno de los bolsillos de su chaqueta.

“Nos vamos de aquí”, le dijo Reid a Otets, “tú y yo. Irás primero y fingirás que nada está mal. Me vas a llevar afuera y a un carro decente. Porque estas”. Hizo un gesto con sus manos, cada una metida en un bolsillo y agarrando una pistola. “Ambas estarán apuntando a tu espina dorsal. Haz un solo paso en falso, o di una palabra fuera de lugar y te enterraré una bala entre tus vértebras L2 y L3. Si eres lo suficientemente suertudo para vivir, estarás paralizado por el resto de tu vida. ¿Entendido?”

Otets lo fulminó con la mirada, pero era lo suficientemente inteligente como para asentir.

“Bien. Entonces guía el camino”.

El hombre Ruso se detuvo en la puerta de acero de la oficina. “No saldrás de aquí con vida”, dijo en Inglés.

“Mejor espera que lo haga”, rezongó Reid. “Porque me aseguraré de que tú tampoco lo hagas”.

“Otets abrió la puerta y salió al descenso. Los sonidos de la maquinaria vinieron rugiendo de nuevo instantáneamente. Reid lo siguió fuera de la oficina hacia la pequeña plataforma de acero. Miró hacia abajo por encima del pasamanos, mirando hacia el taller en el piso de abajo. Sus pensamientos — ¿Los pensamientos de Kent? — eran correctos; habían dos hombres trabajando en una presa hidráulica. Uno en un taladro neumático. Uno más parado en un pequeño transportador, inspeccionando los componentes electrónicos mientras avanzaba lentamente hacia una superficie de acero en el extremo. Otros dos con gafas y guantes de látex, sentados en una mesa de melamina, midiendo cuidadosamente algún tipo producto químico. Curiosamente, notó que eran una variedad de nacionalidades: Tres eran de cabello oscuro y blancos, probablemente rusos, pero dos eran definitivamente del Medio Oriente. El hombre en el taladro era Africano.

El aroma como de almendra del dinitrotolueno flotaba hacia él. Estaban haciendo explosivos, como había percibido antes por el olor y los sonidos.

Seis en total. Probablemente armados. Ninguno de ellos miró hacia la oficina. No dispararían aquí — no con Otets expuesto y con los químicos volátiles alrededor.

Pero yo tampoco puedo, pensó Reid.

“Impresionante, ¿no?” dijo Otets con una sonrisa. Notó que Reid inspeccionaba el piso.

“Muévete”, él ordenó.

Otets bajó, con su zapato chocando contra la primera escalera de metal. “Sabes”, dijo casualmente, “Yuri tenía razón”.

Sal. Móntate en el todoterreno. Choca contra el portón. Conduce como si lo hubieses robado.

“Si necesitas a uno de nosotros”.

Regresa a la carretera. Encuentra una estación de policía. Involucra a la Interpol.

“Y el pobre Yuri está muerto…”

Entrégales a Otets. Oblígalo a hablar. Limpia tu nombre en los homicidios de siete hombres.

“Así qué, se me ocurre que no me puedes matar”.

He asesinado a siete hombres.

Pero fue en defensa propia.

Otets alcanzó el final, con Reid justo detrás de él con dos manos metidas en los bolsillos de su chaqueta. Sus palmas estaban sudadas, cada una agarrando una pistola. El Ruso se detuvo y miró ligeramente sobre su hombro, no mirando del todo a Reid. “Los Iraníes. ¿Están muertos?”

“Cuatro de ellos”, dijo Reid. El sonido de la maquinaria casi ahogaba su voz.

Otets chasqueó la lengua. “Lástima. Pero de nuevo… eso significa que no estoy equivocado. No tienes pistas, nadie más a quién ir. Me necesitas”.

Estaba poniendo en evidencia el blofeo de Reid. El pánico subió en su pecho. El otro lado, el lado de Kent, luchó contra él de nuevo, como si tragara en seco una píldora. “Tengo todo lo que el jeque nos dio…”

Otets se río entre dientes suavemente. “El jeque, sí. Pero ya sabes que Mustafar sabía muy poco. Él era una cuenta bancaria, Agente. Era blando. ¿Pensaste que le confiaríamos nuestro plan? Si es así, ¿Entonces por qué has venido aquí?”

El sudor hormigueaba en la frente de Reid. Había venido aquí con la esperanza de encontrar respuestas, no sólo acerca de este supuesto plan pero sobre quién era. Había encontrado mucho más de lo que esperaba. “Muévete”, ordenó de nuevo. “Hacia la puerta, lentamente”.

Otets se bajo de la escalera, moviéndose lentamente, pero no caminó hacia la puerta. En vez de eso, dio un gran paso hacia el taller, hacia sus hombres.

“¿Qué estás haciendo?” demandó Reid.

“Poniendo en evidencia tu blofeo, Agente Cero. Si estoy equivocado, me dispararás”. Sonrió y dio otro paso.

Dos de los trabajadores levantaron la mirada. Desde su perspectiva, parecía como si Otets estaba simplemente hablando con un hombre desconocido, quizás un socio de negocios o un representante de otra facción. No hay razón para alarmarse.

El pánico se elevó nuevamente en el pecho de Reid. No quería soltar las armas. Otets estaba a sólo dos pasos, pero Reid no podía agarrarlo y obligarlo a salir por la puerta — no sin alertar a los seis hombres. No podía arriesgar a disparar en una habitación llena de explosivos.

“Do svidaniya, Agente”. Otets sonrió. Sin quitar los ojos de Reid gritó en Inglés: “¡Dispárenle a este hombre!”

Dos trabajadores más levantaron la mirada, mirándose entre sí y a Otets, confundidos. Reid tuvo la impresión de que estos hombres eran trabajadores, no soldados o guardaespaldas como el par de matones muertos de arriba.

“¡Idiotas!” rugió Otets sobre la maquinaria. “¡Este es el hombre de la CIA! ¡Dispárenle!”

Eso llamó su atención. El par de hombres, en la mesa de melanina, se levantaron rápidamente y alcanzaron las fundas de sus hombros. El hombre Africano en el taladro neumático se acercó a sus pies y se levantó una AK-47 al hombro.

Tan pronto como se movieron, Reid saltó hacia adelante, al mismo tiempo tirando de ambas manos — y ambas pistolas. Giró a Otets por el hombro y sostuvo la Beretta contra la sien izquierda del Ruso, y luego levantó la Beretta hacia el hombre con la AK, su brazo descansaba en el hombro de Otets.

“Eso no sería muy sabio”, dijo en voz alta. “Ustedes saben lo que podría pasar si comenzamos un tiroteo aquí”.

La visión de un arma en la cabeza de su jefe hizo que el resto de los hombres entrara en acción. Tenía razón; todos estaban armados, y ahora tenía seis armas apuntándole con sólo Otets entre ellos. El hombre que sostenía la AK miraba nerviosamente a sus compatriotas. Una gota delgada de sudor corría por el costado de su frente.

Reid dio un pequeño paso hacia atrás, persuadiendo a Otets junto a él con un empujón de la Beretta. “Despacio y con cuidado”, dijo tranquilamente. “Si empiezan a disparar aquí, todo este lugar podría volar. Y no creo que quieran morir el día de hoy”.

Otets apretó sus dientes y murmuró una grosería en Ruso.

Poco a poco se fueron alejando, con pequeños pasos a la vez, hacia las puertas de la instalación. El corazón de Reid amenazaba con salir de su pecho. Sus músculos se tensaron nerviosamente, y luego se aflojaron mientras el otro lado de él lo obligaba a relajarse. Mantén la tensión fuera de tus extremidades. Los músculos tensos harán que tus reacciones sean lentas.

Por cada paso que Otets y él daban hacia atrás, los seis hombres daban uno hacia adelante, manteniendo una corta distancia entre ellos. Estaban esperando por una oportunidad, y cuanto más se alejaban de las máquinas, menos probable era que se produjera una explosión involuntaria. Reid sabía que sólo la amenaza de matar accidentalmente a Otets les impedía disparar. Ninguno habló, pero las máquinas zumbaban detrás de ellos. La tensión en el aire era palpable, eléctrica; sabía que en cualquier momento alguno se podría poner ansioso y comenzar a disparar.

Luego su espalda tocó con las puertas dobles. Otro pasó y abrió las puertas, empujando a Otets junto a él con el cilindro de la Beretta.

Antes de que las puertas se cerraran de nuevo, Otets les rugió a sus hombres. “¡Él no sale vivo de aquí!”

Entonces se cerró, y el par de ellos estaba en la habitación de al lado, la sala de vinificación, con botellas tintineando y el dulce olor de las uvas. Tan pronto como entraron, Reid dio la vuelta, con la Glock apuntando al nivel del pecho — todavía manteniendo la Beretta preparada en Otets.

Una máquina embolletadora y taponadora estaba en funcionamiento, pero estaba automatizada en su mayoría. La única persona en toda la amplia habitación era una mujer Rusa de aspecto cansado que llevaba un pañuelo verde en la cabeza. Al ver el arma, y a Reid y a Otets, sus ojos cansados se abrieron aterrorizados de par en par, y levantó ambas manos.



“Apaga aquellas”, dijo Reid en Ruso. “¿Lo entiendes?”

Ella asintió vigorosamente y tiro de dos palancas en el panel de control. Las máquinas zumbaban menos, deteniéndose.

“Vete”, le dijo a ella. Tragó y retrocedió lentamente hacia la puerta de salida. “¡Rápidamente!” gritó con dureza. “¡Fuera!”

“Da”, ella murmuró. La mujer se escabulló hacia la pesada salida de acero, la abrió y salió corriendo hacia la noche. La puerta se cerró de nuevo con un golpe resonante.

“Ahora qué, ¿Agente?” gruñó Otets en Inglés. “¿Cuál es tu plan de escape?”

“Cállate”, Reid apuntó con el arma hacia las puertas dobles de la habitación siguiente. ¿Por qué no habían llegado todavía? No podía seguir adelante sin saber dónde estaban. Si había una puerta trasera en la instalación, podrían estar esperándolo afuera. Si lo seguían, no había forma de que pudiera meter a Otets dentro del todoterreno y alejarse sin que le dispararan. Aquí no había amenaza de explosivos; podrían disparar si quisieran. ¿Se arriesgarían a matar a Otets para llegar a él? Nervios destrozados y un arma no eran una combinación ideal para nadie, ni siquiera para su jefe.

Antes de que pudiera decidir su siguiente movimiento, las poderosas luces fluorescentes sobre su cabeza se apagaron. En un instante fueron sumergidos en la oscuridad.




CAPÍTULO OCHO


Reid no podía ver nada. No había ventanas en la instalación. Los trabajadores en la otra habitación debieron bajar los interruptores, porque incluso los sonidos de la maquinaria en la habitación de al lado se desvanecieron y quedaron en silencio.

Rápidamente buscó el lugar donde sabía que podía estar Otets y se agarró del cuello del Ruso antes de que este pudiera escapar. Otets hizo un pequeño ruido asfixia mientras Reid le tiraba hacia atrás. Al mismo tiempo, una luz de emergencia roja se encendió, apenas una bombilla que salía de la pared junto encima de la puerta. Bañaba la habitación con un brillo suave y espeluznante.

“Estos hombres no son idiotas”, dijo Otets tranquilamente. “No saldrás de aquí con vida”.

Su mente se apresuró. Necesitaba saber donde estaban — o mejor todavía, necesitaba que vinieran a él.

¿Pero cómo?

Es simple. Sabes que hacer. Deja de luchar contra eso.

Reid respiró profundamente por su nariz, y luego hizo la única cosa que tenía sentido en ese momento.

Le disparó a Otets.

El agudo estallido de la Beretta hizo eco en la silenciosa habitación contigua. Otets gritaba de dolor. Ambas manos volaron a su muslo izquierdo — la bola sólo le había rozado, pero sangraba abundantemente. Escupió una larga serie de insultos en Ruso.

Reid se agarró del cuello de Otets y lo tiró hacia atrás, casi de pie, y lo obligó a bajar detrás de la máquina embotelladora. Esperó. Si los hombres aún estaban adentro, definitivamente debieron escuchar el disparo y vendrían corriendo. Si no venía nada, estaban fuera en alguna parte, al acecho.

Recibió su respuesta unos segundos después. Las puertas dobles se abrieron de una patada desde el otro lado lo suficientemente fuerte como para chocar contra la pared detrás de ellas. El primero en pasar fue el hombre con la AK, rastreando con el cañón de izquierda a derecha rápidamente en un amplio barrido. Otros dos estaban justo detrás de él, ambos armados con pistolas.

Otets gruñó de dolor y agarró su pierna firmemente. Su gente lo escuchó, se acercaron a la esquina de la máquina embotelladora con las armas levantadas para encontrar a Otets sentado en el piso, siseando a través de sus dientes con su pierna herida postrada.

Reid, sin embargo, no estaba ahí.

Él se escabulló rápidamente hacia el otro lado de la máquina, permaneciendo agachado. Guardó la Beretta y agarró una botella vacía del transportador. Antes de que se pudieran girar, él estrelló la botella sobre la cabeza del trabajador más cercado, un hombre del Medio Oriente, luego metió la botella rota en el cuello del segundo. Corrió sangre caliente sobre su mano mientras el hombre balbuceaba y caía.

Uno.

El Africano con la AK-47 se giró, pero no lo suficientemente rápido. Reid usó su antebrazo para empujar el cañón hacia un lado, incluso cuando un fusil de balas rompió a través del aire. Se lanzó hacia adelante con la Glock, presionándola bajo la barbilla del hombre, y apretó el gatillo.

Dos



Un disparo más acabó con el primer terrorista — ya que claramente estaba lidiando con eso, él se decidió — este seguía inconsciente en el piso.

Tres.

Reid respiró con fuerza, tratando de que su corazón se ralentizara. No tuvo tiempo de horrorizarse con lo que acababa de hacer, tampoco quería realmente pensar en eso. Era como si el Profesor Lawson hubiese entrado en shock y la otra parte hubiese tomado el control completamente.

Movimiento. A la derecha.

Otets se arrastró por detrás de la máquina y agarró la AK. Reid se volteó rápidamente y le pateó el estómago. La fuerza hizo que el Ruso rodara, sosteniendo su costado y quejándose.

Reid tomó la AK. ¿Cuántas balas fueron disparadas? ¿Cinco? Seis. Tenía un cargador de treinta y dos balas. Si el cargador estaba lleno, aún le quedarían veintiséis balas.

“No te muevas”, le dijo a Otets. Entonces, para sorpresa del Ruso, Reid lo dejó ahí y regresó por las puertas dobles al otro lado de la instalación.

El cuarto de fabricación de bombas estaba bañado con un brillo rojo similar de la luz de emergencia. Reid abrió la puerta de una patada e inmediatamente se arrodilló — en caso de que alguien tuviese un arma apuntada a la entrada — y barrió el cuarto de izquierda a derecha. No había nadie ahí, lo que significaba que tenía que haber una puerta trasera. La encontró rápidamente, una puerta de seguridad de acero entre las escaleras y la pared orientada al sur. Probablemente sólo se abrió desde el interior.

Los otros tres estaban en alguna parte. Era una apuesta — no tenía forma de saber si lo estaban esperando al otro lado de la puerta, o si habían tratado de dar la vuelta al frente del edificio. Necesitaba una forma de cubrir su apuesta.

Esto es, después de todo, una instalación de fabricación de bombas…

En la esquina más alejada del lado opuesto, pasando el transportador, encontró una larga caja de madera aproximadamente del tamaño de un ataúd y llena de cacahuates para empacar. Los escudriñó hasta que sintió algo sólido y lo sacó. Era una caja de plástico negro mate, y él ya sabía lo que había adentro.

La puso sobre la mesa de melanina cuidadosamente y la abrió. Más para su disgusto que para su sorpresa, lo reconoció inmediatamente como un maletín bomba, programado con un temporizador, pero capaz de ser desviado por el interruptor de un hombre muerto como un mecanismo a prueba de fallos.

El sudor goteaba por su frente. ¿En serio voy a hacer esto?

Nuevas visiones destellaron por su mente — fabricantes de bombas afganos perdieron dedos y miembros enteros por incendiarios mal construidos. Edificios que se llenan de humo por un mal movimiento, un solo cable mal conectado.

¿Qué opción tienes? Es esto o recibir un disparo.

El interruptor de hombre muerto era un pequeño rectángulo verde del tamaño de una navaja de bolsillo con una palanca a un lado. Lo cogió con la mano izquierda y contuvo la respiración.

Luego lo apretó.

Nada pasó. Era una buena señal.

Se aseguró de mantener la palanca cerrada en su puño (liberarla detonaría la bomba inmediatamente) y colocó el contador de la maleta en veinte minutos — él no necesitaría tanto después de todo. Luego cogió la AK con su mano derecha y se largó de ahí.

Se estremeció; la puerta de seguridad chillaba en sus bisagras mientras la abría. Saltó a la oscuridad con la AK levantada. No había nadie allí, no detrás del edificio, pero ciertamente habían oído el chillido revelador de la puerta.

Su garganta estaba seca y su corazón aún latía como un timbal, pero se mantuvo de espaldas a la fachada de acero y cuidadosamente facilitó su camino hacia la esquina del edificio. Su mano estaba sudando, agarrando el interruptor de hombre muerto con un agarre de muerte. Si lo soltaba ahora, seguramente estaría muerto en un instante. La cantidad de C4 empacada en esa bomba volaría las paredes del edificio y lo aplastaría, si no fuera incinerado primero.

Ayer mi mayor problema era mantener la atención de mis estudiantes por noventa minutos. Hoy estaba arriesgándose con la palanca de una bomba mientras trataba de eludir terroristas Rusos.

Concéntrate. Alcanzó la esquina del edificio y echó un vistazo alrededor, pegándose a las sombras lo mejor que pudo. Había una silueta de un hombre, una pistola en su mano, de pie como centinela en la fachada este.

Reid se aseguró de que tenía un agarre sólido en el interruptor. Puedes hacer esto. Entonces, salió a plena vista. El hombre se volteó rápidamente y comenzó a levantar su pistola.

“Oye”, dijo Reid. Él levantó su propia mano — no la que sostenía la pistola, sino la otra. “¿Sabes lo que es esto?”

El hombre se detuvo y ladeó su cabeza ligeramente. Luego sus ojos se ensancharon con tanto miedo que Reid podía ver el blanco de ellos a la luz de la luna. “Un interruptor”, murmuró el hombre. Su mirada se movía del interruptor al edificio y viceversa, pareciendo llegar a la misma conclusión que Reid ya tenía — si soltaba esa palanca, ambos estarían muertos en un latido.

El fabricante de bombas abandonó su plan de dispararle a Reid, y en cambio corrió hacia el frente del edificio. Reid lo siguió apresuradamente. Escuchó gritos en Árabe —“¡Un interruptor! ¡Tiene el interruptor!”

Bordeó la esquina del frente de la instalación con la AK apuntada hacia adelante, la culata descansaba en su hombro, y su otra mano sostenía el interruptor de hombre muerto en alto sobre su cabeza. El fabricador de bombas no se detuvo; seguía corriendo, subiendo por el camino de grava que se alejaba del edificio y gritándose a sí mismo con voz ronca. Los otros dos fabricantes de bombas estaban reunidos cerca de la puerta principal, aparentemente listos para entrar y acabar con Reid. Se quedaron desconcertados cuando él llegó a la vuelta de la esquina.

Reid rápidamente inspeccionó la escena. Los otros dos hombres tenían pistolas — unas Sig Sauer p365, capacidad de trece balas con empuñaduras totalmente extendidas — pero ninguno le apuntó. Como había presumido, Otets había escapado a través de la puerta principal y estaba, en ese momento, a medio camino del todoterreno, cojeando mientras sostenía su pierda herida y apoyado a un hombro con un hombre corto y corpulento con una gorra negra — el conductor, asumió Reid.

“Armas al suelo”, ordenó Reid, “o lo volaré”

Los fabricantes de bombas colocaron cuidadosamente sus armas en el suelo. Reid pudo escuchar gritos en la distancia, más voces. Habían otros viniendo desde la dirección de la antigua casa. Probablemente la mujer Rusa les había avisado.

“Corran”, él les dijo. “Vayan y díganles lo que está a punto de pasar”.

No hubo que decírselo a los hombres dos veces. Ellos rompieron en una carrera rápida en la misma dirección en la que su cohorte acababa de irse.

Reid volteó su atención al conductor, quién ayudaba al cojo Otets. “¡Detente!” él rugió.

“¡No lo hagas!” gritó Otets en Ruso.

El conductor vaciló. Reid soltó la AK y sacó la Glock del bolsillo de su chaquete. Ellos habían llegado a poco más que la mitad del camino hacia el auto — cerca de veinticinco yardas. Fácil.

Se acercó unos pasos más y gritó: “Antes de hoy, creía que nunca había disparado un arma. Pues resulta que soy muy buen tirador”.

El conductor era un hombre sensible — o quizás un cobarde, o incluso ambos. Él liberó a Otets, dejando caer a su jefe sin contemplaciones en la grava.

“Las llaves”, ordenó Reid. “Suéltalas”.

Las manos del conductor temblaron mientras sacaba las llaves del todoterreno del interior del bolsillo de su chaqueta. Las tiró a sus propios pies.

Reid hizo un gesto con el cañón de su pistola. “Vete”.

El conductor corrió. La gorra negra cayó de su cabeza pero no lo prestó atención.

“¡Cobarde!” escupió Otets en Ruso.

Reid recuperó las llaves primero y luego se paró sobre Otets. Las voces en la distancia se hacían más cercanas. La casa estaba a media milla de distancia; a la mujer Rusa le habría llevado unos cuatro minutos llegar a pie, y luego otros pocos minutos para que los hombres bajaran hasta aquí. Se dio cuenta de que tenía menos de dos minutos.

“Levántate”.

Otets escupió sus zapatos en respuesta.

“Hazlo a tu manera”, Reid guardó la Glock, agarró a Otets por la parte trasera de su chaqueta de traje y lo arrastró hacia el todoterreno. El Ruso lloró de dolor mientras su pierda disparada se arrastraba por la grava.

“Entra”, ordenó Reid, “o te dispararé en la otra pierna”.

Otets refunfuño en voz baja, siseando a través del dolor, pero se subió al auto. Reid cerró la puerta de un portazo, dio la vuelta rápidamente y se puso al volante. Su mano izquierda aún sostenía el interruptor de hombre muerto.

Encendió de golpe el todoterreno y aceleró. Las llantas giraron, levantando la grava y la tierra detrás de él, y luego el vehículo se lanzó hacia adelante con una sacudida. Tan pronto como volvió al estrecho camino de acceso, sonaron los disparos. Las balas golpearon el lado del pasajero con una serie de fuertes golpes. La ventana — justo a la derecha de la cabeza de Otets — se astillaba en una tela de araña de vidrio agrietado, pero se mantuvo.

“¡Idiotas!” gritó Otets. “¡Dejen de disparar!”

Resistencia a las balas. Pensó Reid. Por supuesto que lo es. Pero él sabía que no duraría mucho. Presionó el acelerador contra el suelo y el todoterreno marchó de nuevo, pasando por delante de tres hombres que estaban a un lado de la carretera mientras disparaban contra el auto. Reid bajó la ventanilla mientras rodaban dos fabricantes de bombas, todavía corriendo por sus vidas.

Luego tiró el interruptor por la ventana.

La explosión sacudió el todoterreno, incluso a su distancia. No escuchó la detonación tanto como la sintió, en lo profundo de su corazón, sacudiendo sus entrañas. Una mirada en el espejo retrovisor no mostró nada más que una intensa luz amarilla, como si estuviera mirando directamente al sol. Manchas nadaron en su visión por un momento y se forzó a mirar adelante hacia el camino. Una bola de fuego naranja voló hacia el cielo, enviando con ella una inmensa nube de humo.

Otets dejó escapar un suspiro quebrado y quejumbroso. “No tienes idea de lo que acabas de hacer”, dijo con calma. “Eres un hombre muerto, Agente”.

Reid no dijo nada. Si se dio cuenta de lo que acababa de hacer — había destruido una significativa suma de evidencia en cualquier caso que se pudiera armar contra Otets una vez que fuera llevado a las autoridades. Pero Otets estaba equivocado; no era un hombre muerto, por lo menos no todavía, y la bomba lo había ayudado a escapar.

Hasta aquí, de todos modos.

Más adelante, la casa se vislumbró, pero no hubo pausa para apreciar su arquitectura esta vez. Reid mantuvo los ojos en línea recta y pasó por encima de él mientras el todoterreno rebotaba sobre los surcos del camino.

Una luz en el espejo captó su atención. Dos pares de faros se balanceaban a la vista, saliendo de la entrada de la casa. Estaban bajas en el suelo y podía escuchar el sonido agudo de los motores sobre el rugido del suyo. Autos deportivos. Pisó el acelerador de nuevo. Serían más rápidos, pero el todoterreno estaba mejor equipado para manejar el camino desigual.

Más disparos rompieron el aire mientras las balas golpeaban el parachoques trasero. Reid agarró el volante con ambas manos, las venas sobresaliendo con la tensión de sus músculos. Él tenía el control. Él podría hacer esto. El portón de acero no podía estar lejos. Iba a cincuenta y cinco por el viñedo; si podía mantener esta velocidad, podría ser suficiente para estrellarse contra el portón.

El todoterreno se balanceó violentamente cuando una bala golpeó la llanta del lado trasero del conductor y explotó. El frente se desvió salvajemente. Reid contraatacó instintivamente, sus dientes se apretaron. La parte trasera se deslizó, pero el todoterreno no se movió.





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No dormirás hasta que hayas terminado con AGENTE CERO. El autor hizo un excelente trabajo creando un conjunto de personajes que están muy desarrollados y que los disfrutarás mucho. La descripción de las escenas de acción nos transporta a la realidad, que es casi como sentarse en el cine con sonido envolvente y 3D (sería una increíble película de Hollywood) . Difícilmente esperaré por la secuela. –Roberto Mattos, Books and Movie ReviewsEn este debut tan anticipado de una épica serie de suspenso y espías, del bestseller #1 Jack Mars, los lectores son llevados a un thriller de acción por toda Europa. Kent Steele como presunto agente de la CIA, perseguido por terroristas, por la CIA y por su propia identidad, deberá resolver el misterio de quién lo persigue, del blanco pendiente de los terroristas – y de la hermosa mujer que sigue apareciendo en su mente. Kent Steele, 38 años, un brillante profesor de Historia Europea en la Universidad de Columbia, tiene una vida tranquila en un vecindario de Nueva York con sus dos hijas adolescentes. Todo eso cambia cuando una noche recibe un golpe en su puerta y es secuestrado por tres terroristas – y se encuentra a sí mismo volando sobre el océano para ser interrogado en una base en París. Ellos están convencidos de que Kent es el espía más letal que la CIA haya conocido. Él está convencido de que ellos tienen al hombre equivocado. ¿Es así?Con una conspiración a su alrededor, con adversarios tan inteligentes como él y un asesino al asecho, el juego salvaje del gato y el ratón lleva a Kent a un camino peligroso – uno que pudiese llevarlo de regreso a Langley – y al sorprendente descubrimiento de su propia identidad. AGENTE CERO es una serie de suspenso y espionaje que te mantendrá pasando páginas tarde en la noche. Una de las mejores series de suspenso que he leído este año. Books and Movie Reviews (con respecto a Por Todos Los Medios Necesarios) También está disponible la serie #1 mejor vendida de Jack Mars, las series de SUSPENSO de LUKE STONE (7 libros) que comienzan con Por Todos Los Medios Necesarios (Libro #1), ¡en descarga gratuita con más de 800 calificaciones de 5 estrellas!

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