Книга - La Casa Perfecta

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La Casa Perfecta
Blake Pierce


En LA CASA PERFECTA (Libro #3), la criminóloga Jessie Hunt, de 29 años, recién salida de la Academia del FBI, regresa para verse acosada por su padre asesino, atrapada en un juego letal del gato y el ratón. Mientras tanto, debe apresurarse a detener a un asesino en un nuevo caso que le lleva hasta las profundidades de los suburbios—y al precipicio de su propia mente. Y se da cuenta de que la clave para su supervivencia depende de que descifre su pasado—un pasado al que no quería volver a enfrentarse.Un thriller de suspense psicológico de ritmo trepidante con personajes inolvidables y suspense que acelera el corazón, LA CASA PERFECTA es el libro #3 de una excitante serie nueva que le hará pasar páginas hasta altas horas de la madrugada.El Libro #4 de la serie Jessie Hunt estará disponible muy pronto.







l a c a s a p e r f e c t a



(un thriller de suspense psicológico con jessie hunt—libro 3)



b l a k e p i e r c e



Traducido al español por Asunción Henares


Blake Pierce



Blake Pierce es el autor de la serie exitosa de misterio RILEY PAIGE que cuenta con trece libros hasta los momentos. Blake Pierce también es el autor de la serie de misterio de MACKENZIE WHITE (que cuenta con nueve libros), de la serie de misterio de AVERY BLACK (que cuenta con seis libros), de la serie de misterio de KERI LOCKE (que cuenta con cinco libros), de la serie de misterio LAS VIVENCIAS DE RILEY PAIGE (que cuenta con tres libros), de la serie de misterio de KATE WISE (que cuenta con dos libros), de la serie de misterio psicológico de CHLOE FINE (que cuenta con dos libros) y de la serie de misterio psicológico de JESSE HUNT (que cuenta con tres libros).



Blake Pierce es un ávido lector y fan de toda la vida de los géneros de misterio y los thriller. A Blake le encanta comunicarse con sus lectores, así que por favor no dudes en visitar su sitio web www.blakepierceauthor.com para saber más y mantenerte en contacto.



Copyright © 2016 por Blake Pierce. Todos los derechos reservados. Excepto por lo que permite la Ley de Copyright de los Estados Unidos de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida de ninguna forma ni por ningún medio, o almacenada en una base de datos o sistema de recuperación sin el permiso previo del autor. Este libro electrónico tiene licencia para su disfrute personal solamente. Este libro electrónico no puede volver a ser vendido o regalado a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, por favor, compre una copia adicional para cada destinatario. Si está leyendo este libro y no lo compró, o no lo compró solamente para su uso, entonces por favor devuélvalo y compre su propia copia. Gracias por respetar el duro trabajo de este autor. Esta es una obra de ficción. Los nombres, los personajes, las empresas, las organizaciones, los lugares, los acontecimientos y los incidentes son producto de la imaginación del autor o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia. Imagen de portada Copyright lassedesignen, utilizada con licencia de Shutterstock.com.


LIBROS ESCRITOS POR BLAKE PIERCE



SERIE DE THRILLER DE SUSPENSE PSICOLÓGICO CON JESSIE HUNT

EL ESPOSA PERFECTA (Libro #1)

EL TIPO PERFECTO (Libro #2)

LA CASA PERFECTA (Libro #3)



SERIE DE MISTERIO PSICOLÓGICO DE SUSPENSO DE CHLOE FINE

AL LADO (Libro #1)

LA MENTIRA DEL VECINO (Libro #2)

CALLEJÓN SIN SALIDA (Libro #3)



SERIE DE MISTERIO DE KATE WISE

SI ELLA SUPIERA (Libro #1)

SI ELLA VIERA (Libro #2)

SI ELLA CORRIERA (Libro #3)

SI ELLA SE OCULTARA (Libro #4)

SI ELLA HUYERA (Libro #5)



SERIE LAS VIVENCIAS DE RILEY PAIGE

VIGILANDO (Libro #1)

ESPERANDO (Libro #2)

ATRAYENDO (Libro #3)



SERIE DE MISTERIO DE RILEY PAIGE

UNA VEZ DESAPARECIDO (Libro #1)

UNA VEZ TOMADO (Libro #2)

UNA VEZ ANHELADO (Libro #3)

UNA VEZ ATRAÍDO (Libro #4)

UNA VEZ CAZADO (Libro #5)

UNA VEZ AÑORADO (Libro #6)

UNA VEZ ABANDONADO (Libro #7)

UNA VEZ ENFRIADO (Libro #8)

UNA VEZ ACECHADO (Libro #9)

UNA VEZ PERDIDO (Libro #10)

UNA VEZ ENTERRADO (Libro #11)

UNA VEZ ATADO (Libro #12)

UNA VEZ ATRAPADO (Libro #13)

UNA VEZ INACTIVO (Libro #14)



SERIE DE MISTERIO DE MACKENZIE WHITE

ANTES DE QUE MATE (Libro #1)

ANTES DE QUE VEA (Libro #2)

ANTES DE QUE CODICIE (Libro #3)

ANTES DE QUE SE LLEVE (Libro #4)

ANTES DE QUE NECESITE (Libro #5)

ANTES DE QUE SIENTA (Libro #6)

ANTES DE QUE PEQUE (Libro #7)

ANTES DE QUE CACE (Libro #8)

ANTES DE QUE ATRAPE (Libro #9)

ANTES DE QUE ANHELE (Libro #10)

ANTES DE QUE DECAIGA (Libro #11)



SERIE DE MISTERIO DE AVERY BLACK

CAUSA PARA MATAR (Libro #1)

UNA RAZÓN PARA HUIR (Libro #2)

UNA RAZÓN PARA ESCONDERSE (Libro #3)

UNA RAZÓN PARA TEMER (Libro #4)

UNA RAZÓN PARA RESCATAR (Libro #5)

UNA RAZÓN PARA ATERRARSE (Libro #6)



SERIE DE MISTERIO DE KERI LOCKE

UN RASTRO DE MUERTE (Libro #1)

UN RASTRO DE ASESINATO (Libro #2)

UN RASTRO DE VICIO (Libro #3)

UN RASTRO DE CRIMEN (Libro #4)

UN RASTRO DE ESPERANZA (Libro #5)


CONTENIDOS



CAPÍTULO UNO (#uc5595f3c-438e-5a24-b7de-27134772ded0)

CAPÍTULO DOS (#u621bf816-6e1e-5645-ad72-af74e514789a)

CAPÍTULO TRES (#u5b87add7-25ed-55a0-9073-8b864c044bcd)

CAPÍTULO CUATRO (#u7c443059-4ea3-5628-80e9-8d56968a0f19)

CAPÍTULO CINCO (#ube27df32-72ec-5360-bd1b-0d476565fc86)

CAPÍTULO SEIS (#u9f932eae-b3b9-5381-b009-59e1db741bc3)

CAPÍTULO SIETE (#u067f6abc-ae8e-52f3-8e45-211fff848ba6)

CAPÍTULO OCHO (#ua1a286ef-3ab0-5d1e-a183-693fc913bb6b)

CAPÍTULO NUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIEZ (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO ONCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DOCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TRECE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CATORCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO QUINCE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO DIECINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIUNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIDÓS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTITRÉS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTICINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISÉIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTISIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTIOCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO VEINTINUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y UNO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y DOS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y TRES (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y CINCO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y SEIS (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y SIETE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y OCHO (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CUARENTA (#litres_trial_promo)

CAPÍTULO CUARENTA Y UNO (#litres_trial_promo)




CAPÍTULO UNO


Eliza Longworth estaba tomando un sorbo largo de su café mientras oteaba el Océano Pacífico, maravillándose ante la vista que tenía a pocos pasos de su dormitorio. En ocasiones, tenía que recordarse a sí misma lo afortunada que era.

Su amiga desde hacía veinticinco años, Penélope Wooten, estaba sentada en una tumbona adyacente en el patio con vistas al cañón de Los Leones. Era un día relativamente despejado de marzo y, en la lejanía, se vislumbraba Isla Catalina. Si miraba a su izquierda, Eliza podía ver las deslumbrantes torres del centro de Santa Mónica.

Era media mañana de un lunes. Ya había enviado a los niños a la guardería y a la escuela y la hora punta del tráfico se había terminado. Lo único que tenían planeado hacer las viejas amigas hasta la hora del almuerzo era pasar el rato en la mansión de tres pisos de Eliza en las colinas de Pacific Palisades. Si no se sintiera tan feliz en este momento, puede que empezara a sentirse un tanto culpable. Sin embargo, cuando la noción se deslizó dentro de su mente, la expulsó de inmediato.

Vas a tener mucho tiempo para estresarte después. Date el gusto de disfrutar del momento.

“¿Quieres que te rellene el café?”, preguntó Penny. “Necesito hacer una pausa de todas maneras”.

“No, gracias. Estoy bien por ahora”, dijo Eliza, antes de añadir con una sonrisa maliciosa, “A propósito, ¿sabes que puedes llamarlo un descanso para ir al baño cuando solo hay adultos presentes, ¿verdad?”.

Penny le sacó la lengua por toda respuesta mientras se incorporaba, desdoblando sus piernas imposiblemente largas para levantarse de la tumbona como una jirafa que se despertara de la siesta. Llevaba su cabello rubio y largo, lustroso, mucho más elegante que el estilo castaño claro a la altura de los hombros que llevaba Eliza, atado en una cola de caballo moderna y utilitaria. Todavía tenía el aspecto de la modelo de pasarela que había sido cuando tenía veintitantos años antes de dejarlo por una vida claramente menos emocionante, pero también mucho menos ajetreada.

Se metió al interior de la casa, dejando a Eliza a solas con sus pensamientos. Casi al instante, a pesar de sus esfuerzos, su mente regresó a la conversación que acababan de tener hacía unos minutos. La reprodujo como si fuera una grabación que no pudiera apagar.

“Últimamente, Gray parece muy distante”, había dicho Eliza. “Nuestra única prioridad ha sido siempre cenar en familia con los niños, pero desde que le han hecho socio de la firma, ha estado yendo a un montón de reuniones por las noches”.

“Estoy segura de que se siente tan frustrado como tú”, le había dicho Penny para reconfortarla. “Una vez se asienten las cosas, seguro que volvéis a vuestra rutina habitual”.

“Puedo entender que pase más tiempo fuera de casa. Lo comprendo. Ahora tiene mayor responsabilidad por el éxito de la firma, pero lo que me incomoda es que no da la impresión de que él tenga ninguna sensación de estar perdiéndose algo por todo ello. Jamás ha expresado ningún reparo por lo que se está perdiendo. Ni siquiera estoy segura de que se dé cuenta”.

“Estoy segura de que sí lo hace”, le había dicho Penny. “Seguramente se siente culpable por ello. Si reconociera lo que se está perdiendo, haría las cosas más difíciles. Apuesto a que lo ha bloqueado de su mente. Yo también hago eso a veces”.

“¿Haces qué exactamente?”, preguntó Eliza.

“Pretender que cierta cosa que estoy haciendo con mi vida y que puede que no sea muy admirable no es para tanto porque admitir que lo es solo haría que me sintiera peor acerca de ello”.

“¿Y qué es lo que haces que es tan terrible?”, preguntó Eliza burlonamente.

“Pues la semana pasada me comí la mitad de una lata de Pringles de una sentada, por decirte una. Y después les grité a los niños porque querían un helado de aperitivo por la tarde. Ahí lo tienes”.

“Tienes razón. Eres una persona horrible”.

Penny sacó la lengua antes de responder. A Penny le gustaba mucho eso de sacar la lengua.

“Lo que quiero decir es que quizá no sea tan olvidadizo como parece. ¿Has pensado en ir a terapia?”.

“Ya sabes que no creo en todas esas tonterías. Además, ¿por qué tendría que ver a un terapeuta cuando te tengo a ti? Entre la terapia de Penny y el yoga, estoy arreglada en el aspecto emocional. Hablando de ello, ¿sigue en pie lo de quedar mañana por la mañana en tu casa?”.

“Por supuesto”.

Al pensar en ello ahora, bromas aparte, quizá no fuera mala idea lo de ir a terapia para parejas. Eliza sabía que Penny y Colton iban cada dos semanas y parecían contar con una mayor fortaleza gracias a ello. Si decidía ir, al menos sabía que su mejor amiga no se lo restregaría por la cara.

Se habían apoyado mutuamente desde que se conocieran en la escuela primaria. Todavía se acordaba de cuando Kelton Prew le tiró de las coletas y Penny le dio una patada en la espinilla. Eso fue el primer día del tercer grado. Habían sido las mejores amigas del mundo desde entonces.

Se habían ayudado mutuamente en innumerables situaciones. Eliza había estado junto a Penny mientras atravesaba su lucha con la bulimia en la secundaria. Durante su segundo año en la universidad, Penny había sido la que le había convencido de que no solo había sido una mala cita, sino que Ray Houson le había violado.

Penny la acompañó cuando fue a hablar con la policía del campus y estuvo presente en la sala del tribunal para ofrecer apoyo moral cuando testificó. Y cuando el entrenador de tenis quiso echarla del equipo y retirarle la beca porque todavía tenía dificultades con el tema meses después, Penny fue donde él y le amenazó con que ayudaría a su amiga a presentar una demanda. Eliza permaneció en el equipo y ganó un premio a la mejor jugadora de conferencias junior del año.

Cuando Eliza tuvo un aborto natural después de tratar de quedarse embarazada durante dieciocho meses, Penny vino a su casa cada día hasta que por fin estuvo lista para salir de la cama. Y cuando diagnosticaron al hijo mayor de Penny, Colt Jr., con autismo, fue Eliza quien llevó a cabo una investigación durante semanas hasta que encontró la escuela que acabó por ayudarle a salir adelante.

Habían pasado por tantas batallas juntas que les gustaba apodarse a sí mismas las Guerreras del Westside, a pesar de que sus maridos pensaran que ese nombre era ridículo. Así que, si Penny le estaba recomendando que considerara terapia para parejas, quizá debiera hacerlo.

Un zumbido proveniente del teléfono de Penny sacó a Eliza de sus pensamientos. Se acercó y lo agarró, lista para decirle a su amiga que alguien se había puesto en contacto, pero cuando vio el nombre en el texto, abrió el mensaje. Provenía de Gray Longworth, el marido de Eliza. Decía:

Estoy deseando verte esta noche. Añoro tu olor. Tres días sin ti son demasiado. Le dije a Lizzie que tenía una cena con un socio. Lugar y hora de costumbre, ¿te parece?

Eliza dejó el teléfono sobre la mesa. De repente, la cabeza le daba vueltas y se sentía débil. Se le cayó la taza de la mano, que se golpeó con el suelo, y se rompió en docenas de esquirlas de cerámica.

Penny salió corriendo de la casa.

“¿Anda todo bien?”, le preguntó. “Escuché cómo se rompía algo”.

Bajó la mirada para señalar a la taza con el café derramado a su alrededor, y después la elevó para mirar el rostro atónito de Eliza.

“¿Qué pasa?”, le preguntó.

Los ojos de Eliza se movieron involuntariamente hacia el teléfono de Penny y vio cómo su amiga le seguía la mirada con la suya. Notó el momento de reconocimiento en la mirada de Penélope cuando cayó en la cuenta de lo que debía haber sorprendido tanto a su querida, vieja amiga.

“No es lo que parece”, le dijo Penny con nerviosismo, descartando cualquier intento de negar lo que ambas sabían.

“¿Cómo pudiste?”, exigió Eliza, apenas capaz de dejar salir las palabras de su boca. “Confiaba en ti más que en nadie en todo el mundo. ¿Y vas y haces esto?”.

Le parecía como si alguien hubiera abierto la puerta de una trampilla por debajo suyo y se estuviera cayendo a un vacío abismal. Todo aquello sobre lo que su vida estaba asentada parecía empezar a desintegrarse delante de sus ojos. Pensó que iba a vomitar.

“Por favor, Eliza,” le rogó Penny, arrodillándose junto a su amiga. “Deja que te explique. Sucedió, pero fue un error, uno que he estado tratando de arreglar desde entonces”.

“¿Un error?”, repitió Eliza, sentándose erguida en su tumbona mientras las náuseas se mezclaban con la ira, haciendo que un hervidero humeante de bilis burbujeara desde su estómago hasta su garganta. “Error es resbalarse en una curva y darse de bruces con alguien. Error es olvidarse de llevarse el uno en una resta. ¡Un error no es dejar que el marido de tu mejor amiga se meta accidentalmente dentro de ti, Penny!”.

“Lo sé”, admitió Penny, con la voz ahogada por el arrepentimiento. “No debería haber dicho eso. Fue una decisión terrible, realizada en un momento de debilidad, estimulada por demasiadas copas de viognier. Le dije que se había terminado”.

“‘Terminado’ me indica que sucedió más de una vez”, notó Eliza, poniéndose en pie de repente. “Exactamente, ¿cuánto tiempo llevas acostándote con mi marido?”.

Penny se quedó de pie en silencio, obviamente debatiendo consigo misma si ser honesta iba a hacer más daño que bien.

“Casi un mes”, admitió finalmente.

De pronto, todo ese tiempo que se había pasado su marido alejado de su familia cobró mayor sentido. Cada nueva revelación parecía venir a darle otro puñetazo en el estómago. Eliza creía que lo único que evitaba que se derrumbara era su sensación de rabia justificada.

“Tiene gracia”, señaló Eliza con amargura. “Ese es más o menos el tiempo que Gray lleva teniendo todas esas reuniones nocturnas con socios sobre las que me dijiste que seguramente se siente mal. Vaya coincidencia”.

“Pensé que podía mantenerlo bajo control…”, empezó a decir Penny.

“No me vengas con esas”, dijo Eliza, cerrándole la boca. “Las dos sabemos que te puedes alterar, pero ¿así es cómo te enfrentas a ello?”.

“Ya sé que esto no va a servir de ayuda”, insistió Penny. “Pero iba a cortar con él. No he hablado con él en tres días. Estaba tratando de encontrar la manera de terminar las cosas con él sin estropearlo todo contigo”.

“Parece que vas a necesitar un plan nuevo”, le escupió Eliza, reprimiendo las ganas de arrojarle las esquirlas de la taza del café a su amiga. Solo sus pies descalzos se lo impedían. Se agarró a su ira, sabiendo que era lo único que evitaba que se derrumbara del todo.

“Por favor, deja que encuentre la manera de arreglar esto. Tiene que haber algo que pueda hacer”.

“Lo hay”, le aseguró Eliza. “Vete ahora mismo”.

Su amiga se le quedó mirando por un instante, pero debió de sentir lo seria que estaba Eliza porque su titubeo no duró mucho.

“Muy bien”, dijo Penny, recogiendo sus cosas y apresurándose para salir por la puerta principal. “Me iré, pero vamos a hablar más tarde. Hemos pasado por muchas cosas juntas, Lizzie. No podemos dejar que esto lo arruine todo”.

Eliza se obligó a sí misma a no soltar vituperios por respuesta. Puede que esta fuera la última vez que veía a su “amiga” y necesitaba que entendiera la magnitud de la situación.

“Esto es diferente”, le dijo lentamente, poniendo énfasis en cada palabra. “En todas las demás ocasiones éramos nosotras frente al mundo, cubriéndonos las espaldas la una a la otra. Esta vez me has apuñalado en la mía. Nuestra amistad se ha terminado”.

Entonces cerró la puerta de golpe en la cara de su mejor amiga.




CAPÍTULO DOS


Jessie Hunt se despertó sobresaltada, sin saber a ciencia cierta dónde se encontraba durante unos instantes. Le llevó un momento recordar que estaba en el aire, en el vuelo del lunes por la mañana desde Washington, D.C., de regreso a Los Ángeles. Echó una ojeada a su reloj y vio que todavía tenía dos horas más antes de aterrizar.

Tratando de no quedarse dormida de nuevo, se despejó con un trago de la botella de agua que había metida en el bolsillo del asiento delantero. Se enjuagó la boca con ella, intentando deshacerse de la sequedad que atenazaba su lengua.

Tenía buenas razones para echarse una siesta. Las diez semanas pasadas habían sido de las más agotadoras de toda su vida. Acababa de completar la Academia Nacional del FBI, un programa de formación intensiva para personal de las fuerzas de seguridad, diseñado para familiarizarles con las técnicas de investigación del FBI.

El exclusivo programa solo estaba disponible para aquellos que fueran nominados por sus supervisores. A menos que le aceptaran en Quantico para convertirse en una agente oficial del FBI, este curso intensivo era la segunda mejor opción.

En circunstancias normales, Jessie no hubiera sido elegible para hacerlo. Hasta hace muy poco, solo había trabajado como criminóloga en ciernes para el L.A.P.D. Entonces, tras resolver un caso célebre, sus activos subieron como la espuma.

En retrospectiva, Jessie entendía por qué la academia prefería oficiales con más experiencia. Durante las dos primeras semanas del programa, se sintió completamente abrumada por el mero volumen de información con que le habían recibido. Había clases de ciencia forense, ley, mentalidad terrorista, y su área de especialidad, ciencia del comportamiento, que enfatizaba la idea de penetrar las mentes de los asesinos para entender mejor sus motivaciones. Y nada de eso incluía el imparable entrenamiento físico que le dejaba todos los músculos doloridos.

Con el paso del tiempo, se empezó a sentir cómoda. Los cursos, que le recordaban a su trabajo como recién graduada en psicología criminal, empezaron a tener sentido. Después de un mes más o menos, su cuerpo había dejado de gritarle por las mañanas. Y lo mejor de todo, el tiempo que se había pasado en la Unidad de Ciencias del Comportamiento le había permitido interactuar con los mejores expertos en asesinos en serie de todo el mundo. Algún día, esperaba formar parte de ese grupo.

Había un beneficio añadido. Como había trabajado tan duro, tanto mental como físicamente, durante casi cada momento de su vida de vigilia, apenas tenía ningún sueño. O al menos, no tenía pesadillas.

En su casa, a menudo se despertaba gritando con un sudor frío cuando los recuerdos de su infancia o sus traumas más recientes se reproducían en su inconsciente. Todavía recordaba su fuente más reciente de ansiedad. Fue su última conversación con el asesino encarcelado Bolton Crutchfield, en la que le dijo que iba a charlar con su padre el asesino muy pronto.

Si hubiera estado en L.A. durante las últimas diez semanas, se hubiera pasado la mayoría de tiempo obsesionándose con la duda de si Crutchfield le estaba diciendo la verdad o le estaba tomando el pelo. Y si estaba siendo honesto, ¿cómo se las iba arreglar para coordinar una conversación con un asesino prófugo si estaba detenido en un hospital mental con medidas de seguridad?

Sin embargo, como había estado a miles de millas de distancia, enfocada en tareas implacablemente difíciles durante casi cada segundo de vigilia, no había podido concentrarse en lo que le había dicho Crutchfield. Seguramente lo volvería hacer muy pronto, pero todavía no. Ahora mismo, estaba simplemente demasiado cansada como para que su mente le jugara una mala pasada.

Mientras se asentaba de nuevo en su sitio, permitiendo que le envolviera el sueño de nuevo, a Jessie se le ocurrió una cosa.

Así que lo único que tengo que hacer para dormir como un bebé el resto de mi vida es pasarme todas las mañanas entrenando hasta que casi vomite, para seguirlo con diez horas de instrucción profesional sin pausa. Suena genial.

Antes de que formara del todo la sonrisa que le empezaba a asomar en los labios, se volvió a quedar dormida.



*



Esa sensación de acogedora incomodidad desapareció en el instante que salió al exterior del aeropuerto de Los Ángeles poco después del mediodía. A partir de ese momento, necesitaba estar en constante alerta de nuevo. Después de todo, como se había enterado antes de dejar Quantico, un asesino en serie al que nunca habían atrapado estaba acechándole. Xander Thurman le llevaba buscando varios meses. Y resulta que Thurman también era su padre.

Tomó un taxi compartido para ir del aeropuerto a su lugar de trabajo, que era la Comisaría de Policía de la Comunidad Central en el centro de Los Ángeles. Oficialmente, no empezaba a trabajar de nuevo hasta mañana y no estaba de humor para charlar, así que ni siquiera se acercó al patio principal de la comisaría.

En vez de eso, se dirigió al cubículo del buzón que le habían asignado y recogió su correo, que le habían reenviado desde un apartado de correos. Nadie, ni siquiera sus compañeros de trabajo, ni sus amigos, ni siquiera sus padres adoptivos, conocían su dirección actual. Había alquilado el apartamento a través de una compañía de alquileres, su nombre no figuraba en ninguna parte del contrato y no había papeleo que le conectara con el edificio.

Cuando recogió su correo, caminó a lo largo del pasillo lateral hasta el parque de vehículos, donde siempre había taxis a la espera en el callejón de al lado. Se montó en uno de ellos y le dijo que le llevara a la zona comercial que estaba situada junto a su edificio de apartamentos, a unas dos millas de distancia.

Una de las razones por las que había escogido este lugar para vivir después de que su amiga Lacy insistiera en que se mudara era lo difícil que era de encontrar y lo todavía más difícil que era entrar al edificio sin permiso. En primer lugar, su estructura de aparcamiento estaba debajo del complejo comercial en el mismo edificio, así que cualquier persona que le siguiera lo tendría muy difícil para determinar hacia dónde se dirigía en realidad.

Incluso si alguien lo averiguaba, el edificio tenía portero y un guarda de seguridad. Tanto la puerta principal como los ascensores requerían de llave de acceso. Y ninguno de los apartamentos tenía el número de unidad en su exterior. Los residentes tenían que recordar qué puerta era la suya.

Aun así, Jessie tomó precauciones extraordinarias. Una vez el taxi, que pagó en metálico, le dejó en su destino, entró al centro comercial. Primero, atravesó a toda prisa una cafetería, moviéndose entre la multitud antes de tomar una salida lateral.

Entonces, cubriéndose su melena castaña a la altura de los hombros con el gorro de la sudadera, atravesó un comedor hasta meterse a un pasillo que tenía unos lavabos junto a una puerta con un letrero que decía “Solo Personal”. Le dio un empujón a la puerta del cuarto de aseo para mujeres para que, si alguien le estaba siguiendo, la viera cerrándose y pensara que ella había entrado al aseo. En vez de ello, sin mirar atrás, corrió hasta la entrada del personal, que era un pasillo alargado con entradas de servicio a todas las tiendas del centro.

Trotó por el pasillo curvado hasta que dio con una escalera y un letrero que decía “Mantenimiento”. Apresurándose a bajar las escaleras lo más sigilosamente posible, utilizó la llave que había conseguido del manager del edificio para abrir también esa puerta. Había negociado una autorización especial gracias a su conexión con el L.A.P.D. en vez de intentar explicar que sus precauciones tenían más que ver con el hecho de que tuviera a un asesino en serie suelto por padre.

Cuando salió, la puerta de mantenimiento se cerró y se bloqueó mientras ella transitaba por un estrecho pasadizo con tuberías a la vista que salían de todos los ángulos y jaulas de metal para salvaguardar maquinaria que no comprendía. Tras varios minutos esquivando y maniobrando todos los obstáculos, llegó a una pequeña alcoba cerca de un enorme calentador.

A mitad de camino del pasadizo, la zona de descanso estaba oscura y era fácil pasarla por alto. Se lo habían tenido que mencionar la primera vez que había estado por aquí. Entró a la alcoba mientras sacaba la vieja llave que le habían dado. La cerradura de esta puerta consistía en uno de esos pestillos de toda la vida. Lo giró, empujó la pesada puerta, y rápidamente la cerró y la bloqueó tras pasar al otro lado.

Ahora ya en la sala de suministros del sótano de su edificio de apartamentos, se había trasladado oficialmente de la propiedad del centro comercial al complejo de apartamentos. Corrió a través de la sala oscura, casi cayéndose encima de una bañera llena de lejía que yacía en el suelo. Abrió esa puerta, pasó a través de la oficina vacía del jefe de mantenimiento, y subió la estrecha escalera que daba al pasillo trasero del piso principal del edificio de apartamentos.

Dobló la esquina para dar con el vestíbulo donde había un grupo de ascensores, y donde podía escuchar a Jimmy el portero y a Fred el guarda de seguridad charlando amigablemente con un residente en el vestíbulo principal. No tenía tiempo para ponerse al día ahora mismo, pero se prometió a sí misma reconectar con ellos más tarde.

Ambos eran dos tipos muy agradables. Fred había sido un policía de patrulla de autopistas que se había retirado prematuramente después de sufrir un accidente de moto mientras estaba de servicio. Le había dejado con cojera y con una enorme cicatriz en su mejilla izquierda, pero eso no impedía que gastara bromas constantemente. Jimmy, que tenía unos veintitantos años, era un joven agradable y servicial que se estaba pagando la universidad con este trabajo.

Caminó a través del vestíbulo hasta el ascensor de servicio, que no era visible desde la recepción, deslizó su tarjeta, y esperó con ansiedad para ver si alguien le había estado siguiendo. Sabía que las posibilidades eran remotas, pero eso no le impidió balancearse nerviosamente de un pie al otro hasta que llegó el ascensor.

Cuando lo hizo, entró, le dio al botón del cuarto piso, y después cerró las puertas. Cuando se abrieron de nuevo, salió disparada por el pasillo hasta llegar a su apartamento. Tras darse un momento para recuperar el aliento, examinó la puerta.

A primera vista, parecía tan corriente como las demás puertas en ese nivel, pero había añadido varias medidas adicionales de seguridad después de mudarse. Primero, dio un paso atrás hasta estar a un metro de la puerta y en línea directa con la mirilla. Un resplandor verdoso que no era visible desde ningún otro ángulo emanaba del borde del agujero, indicando que nadie había forzado su entrada al apartamento. De haberlo hecho, el borde alrededor de la mirilla hubiera sido de color rojo.

Además de la cámara Nest que había instalado en la puerta, también había múltiples cámaras escondidas en el pasillo. Una tenía una vista directa de su puerta. Otra se enfocaba en el pasillo que había delante del ascensor y la escalera adyacente. Una tercera cámara apuntaba en la otra dirección del segundo grupo de escaleras. Las había comprobado todas de camino en el taxi sin descubrir ningún movimiento sospechoso en los alrededores de su casa.

El siguiente paso era el acceso. Utilizó una llave tradicional para abrir el cerrojo, después deslizó su tarjeta y escuchó cómo el otro cerrojo deslizante también se abría. Pasó al interior cuando la alarma del sensor de movimiento se disparó, dejó su mochila en el suelo, e ignoró la alarma mientras volvía a cerrar las dos puertas y colocaba la barra de seguridad deslizante. Fue entonces cuando introdujo el código de ocho dígitos.

Después de eso, agarró la barra luminosa que guardaba junto a la puerta y se apresuró a ir a su habitación. Levantó el marco extraíble junto al interruptor de la luz para revelar un panel de seguridad oculto e introdujo el código de cuatro dígitos para la segunda alarma, la silenciosa, la que iba directamente a la policía si no la desactivaba en cuarenta segundos.

Solo entonces se permitió respirar tranquila. Mientras inhalaba y exhalaba lentamente, caminó por el pequeño apartamento, con la barra luminosa en la mano, lista para cualquier cosa. Examinar todo el espacio, incluyendo los armarios, la ducha, y la despensa, le llevó menos de un minuto.

Cuando tuvo la certeza de que estaba a solas y a salvo, comprobó la media docena de cámaras para bebés que había colocado por todo el piso. Entonces examinó los cerrojos de las ventanas. Todo estaba en perfecto orden. Eso solo le dejaba un sitio que revisar.

Entró al cuarto de baño y abrió el estrecho armario que estaba formado por varios estantes con suministros como papel higiénico extra, un desatascador, algunas barras de jabón, esponjas de ducha, y líquido para limpiar el espejo. Había un pequeño pasador a la izquierda del armario, invisible a menos que uno supiera dónde buscar. Lo giró y tiró, escuchando cómo el cerrojo oculto chasqueaba. El grupo de estanterías se abrió de par en par, revelando un hueco increíblemente estrecho detrás suyo, con una escalera de soga agregada a la pared de ladrillo. El pasadizo y la escalera se extendían desde su apartamento en el cuarto piso hasta un espacio que accedía a la lavandería del sótano. Estaba diseñado como su salida de emergencia de último recurso en caso de que todas sus demás medidas de seguridad le fallaran. Esperaba no necesitarlo jamás.

Reemplazó la estantería y estaba a punto de regresar a la sala de estar cuando se vio de pasada en el espejo del baño. Era la primera vez que se estudiaba a sí misma con detenimiento desde que se había marchado. Le gustaba lo que veía.

En apariencia, no tenía un aspecto tan distinto al de antes. Había pasado por su cumpleaños en el FBI y ahora tenía veintinueve años, pero no parecía más mayor. A decir verdad, pensó que tenía mejor aspecto que antes de irse.

Su cabello todavía era castaño, pero parecía algo más vibrante, menos lacio de lo que estaba cuando había salido de L.A. todas esas semanas atrás. A pesar de sus largos días en el FBI, sus ojos verdes resplandecían con energía y ya no tenía esas sombras oscuras debajo de ellos que se habían hecho tan familiares para ella. Todavía era una esbelta mujer de metro ochenta de alto, pero se sentía más fuerte y más muscular que antes. Sus brazos estaban más torneados y su zona abdominal estaba tensa de las interminables sesiones de abdominales y de lagartijas. Se sentía… preparada.

Pasando a la sala de estar, por fin encendió las luces. Le llevó un segundo recordar que todos los muebles que había en ese espacio eran suyos. Había comprado la mayoría de ellos antes de salir para Quantico. No había tenido muchas opciones. Había vendido todas las cosas de la casa que poseía junto con su exmarido sociópata, en este momento encarcelado. Durante un tiempo después de eso, se había estado quedando a vivir con su vieja amiga de la universidad, Lacy Cartwright. Sin embargo, cuando alguien allanó el lugar para enviarle un mensaje a Jessie cortesía de Bolton Crutchfield, Lacy había insistido en que se marchara, básicamente de inmediato.

Así que ella había hecho exactamente eso, alojándose en un hotel durante semanas hasta encontrar un lugar, este lugar, que encajara con sus necesidades de seguridad. Pero estaba desamueblado, así que se había fundido de golpe una buena parte del dinero de su divorcio en muebles y electrodomésticos. Como se había tenido que ir a la Academia Nacional poco después de comprarlo todo, no había tenido oportunidad de disfrutar de nada de ello.

Ahora esperaba hacerlo. Se sentó en una butaca y se reclinó, relajándose. Había una caja de cartón que decía en su exterior “cosas que revisar” asentada en el suelo junto a ella. La recogió y empezó a revolver en su interior. La mayoría de ello era papeleo con el que no tenía ninguna intención de lidiar en este instante. Al fondo de la caja había una foto de 8x10 de su boda con Kyle.

Se la quedó mirando casi como si no la entendiera, asombrada de que la persona que tenía esa vida fuera la que estaba sentada aquí ahora mismo. Casi una década antes, durante su segundo año en USC, había empezado a salir con Kyle Voss. Se habían ido a vivir juntos poco después de la graduación y se habían casado hacía tres años.

Durante mucho tiempo, la cosa pareció ir sobre ruedas. Vivían en un apartamento genial bastante cerca del centro de Los Ángeles, o D.T.L.A. como se le llamaba a menudo. Kyle tenía un buen puesto en la industria financiera y Jessie estaba sacando su máster. Tenían una vida cómoda. Iban a inauguraciones de restaurantes y pasaban por todos los bares de moda. Jessie era feliz y seguramente hubiera podido continuar así durante largo tiempo.

Entonces, Kyle consiguió una promoción a la oficina de su firma en Orange County e insistió en que se mudaran a una mansión de la zona. Jessie había accedido, a pesar de sus temores. Y no fue hasta este momento que la auténtica naturaleza de Kyle salió a la luz. Se obsesionó con hacerse miembro de un club secreto que resultó ser una fachada para un anillo de prostitución. Comenzó una aventura con una de las mujeres que había allí. Y cuando salió mal, la mató y trató de inculpar a Jessie por ello. Para coronar todo esto, cuando Jessie descubrió su trama, también intentó matarla a ella.

Hasta en este momento, mientras examinada la foto de su boda, no había ni un indicio de lo que su marido era capaz de llegar a hacer. Parecía un apuesto, amigable y tosco futuro amo del universo. Hizo una bola con la foto y la tiró hacia la papelera que había en la cocina. Cayó justo en el centro, lo que le provocó una inesperada sensación de catarsis.

¡Vaya! Eso debe de ser significativo.

Había algo liberador en este sitio. Todo ello, los muebles nuevos, la carencia de recuerdos de carácter personal, incluso las medidas de seguridad que bordeaban la paranoia, le pertenecían a ella. Había conseguido un comienzo nuevo.

Se estiró, permitiendo que sus músculos se relajaran después del largo vuelo en un avión que iba hasta la bandera. Este apartamento era suyo, el primer lugar en más de seis años del que podía decir algo así. Podía comer pizza en el sofá y dejar la caja tirada sin preocuparse de que alguien se quejara de ello. Y no es que ella fuera de las que hacía ese tipo de cosas. Pero la cuestión era, que podía hacerlo.

El pensamiento de la pizza despertó su hambre repentinamente. Se levantó y miró en el frigorífico. No solo estaba vacío, ni siquiera estaba enchufado. Entonces recordó que lo había dejado así a propósito, al no ver razón alguna por la que pagar la cuenta de la electricidad si no iba a estar por aquí en dos meses y medio.

Lo enchufó y, sintiéndose nerviosa, decidió ir de compras al supermercado. Entonces tuvo otra idea. Como no empezaba a trabajar hasta el día siguiente y no era demasiado tarde, había otra parada que podía hacer: un lugar, y una persona, que sabía que acabaría visitando.

Aunque había conseguido sacárselo de la cabeza la mayor parte del tiempo que había pasado en Quantico, estaba el asunto de Bolton Crutchfield. Sabía que tenía que olvidarlo, que él le había estado poniendo un cebo durante su última reunión.

Aun así, tenía que saberlo: ¿Habría encontrado Crutchfield la manera de verse con su padre, Xander Thurman, el Ejecutador de los Ozarks? ¿Habría encontrado la manera de contactar con el asesino de innumerables personas, incluida su madre, el hombre que le había abandonado, con solo seis años, dejándola atada junto al cadáver para que sufriera una muerte inevitable por congelación en una cabaña aislada?

Estaba a punto de descubrirlo.




CAPÍTULO TRES


Eliza estaba esperando cuando Gray llegó a casa esa noche. Llegó a tiempo para cenar, con una mirada en el rostro que sugería que sabía lo que le aguardaba. Como Millie y Henry estaban allí sentados, comiendo sus macarrones con queso con rebanadas de salchicha, ninguno de los padres mencionó una palabra sobre la situación.

No fue hasta que los niños estuvieron acostados que surgió la conversación. Eliza estaba de pie en la cocina cuando Gray entró después de acostar a los niños. Se había quitado su abrigo deportivo, pero todavía llevaba puesta la corbata aflojada y sus pantalones. Eliza sospechaba que era para parecer más creíble.

Gray no era un hombre muy alto. Con un metro ochenta de altura y ochenta y cinco kilos de peso, solo era una pulgada más alto que ella, aunque pesara quince kilos más. Sin embargo, los dos sabían que resultaba bastante menos imponente con camiseta y chándal. El traje formal era su armadura.

“Antes de que digas nada”, comenzó, “te ruego que me dejes explicarme”.

Eliza, que se había pasado gran parte del día dándole vueltas a cómo podía haber pasado esto, se alegró de dejar que su angustia pasara temporalmente a un segundo plano y permitirle que se retorciera mientras trataba de justificarse a sí mismo.

“Adelante”, le dijo.

“En primer lugar, lo siento. No importa qué otras cosas te vaya a decir, quiero que sepas que te pido disculpas. Jamás debería haber dejado que sucediera. Fue un momento de debilidad. Me ha conocido durante años y sabe de sobra mis vulnerabilidades, lo que despertaría mi interés. Debería haber estado alerta, pero caí en ello”.

“¿Qué es lo que estás diciendo?”, preguntó Eliza, tan confundida como dolida. “¿Qué Penny es una loba que te manipuló para que cometieras una infidelidad con ella? Los dos sabemos que eres un hombre débil, Gray, pero ¿me estás tomando el pelo?”.

“No”, dijo él, eligiendo no responder al comentario sobre su debilidad. “Asumo total responsabilidad por mis acciones. Me tomé tres whiskey sours. Le oteé las piernas en ese vestido con el corte lateral. Y ella sabe lo que me pone a cien. Supongo que se debe a todas esas charlas a corazón abierto que habéis tenido las dos a lo largo de los años. Sabía muy bien lo de acariciarme el antebrazo con sus dedos. Sabía qué decir, casi ronroneando en mi oído. Probablemente sabía que tú no habías hecho ninguna de esas cosas en mucho tiempo. Y sabía que no ibas a hacer aparición en esa fiesta de cócteles porque estabas en casa, inconsciente debido a las pastillas para dormir que te tomas la mayoría de las noches”.

Eso se quedó suspendido en el aire durante unos segundos, mientras Eliza trataba de recomponerse. Cuando estuvo segura de que no le iba a gritar, le respondió con una voz sorprendentemente calmada.

“¿Me estás culpando a mí de esto? Porque parece que suena a que dices que no pudiste guardártela en tus pantalones porque tengo problemas para dormir por la noche”.

“No, no lo dije con esa intención”, lloriqueó, retrocediendo ante la ira que había en sus palabras. “Es solo que tú siempre tienes problemas para dormir por la noche. Y nunca pareces muy interesada en quedarte levantada conmigo”.

“Solo para que quede claro, Grayson, dices que no me echas la culpa a mí, pero entonces pasas de inmediato a decir que estoy demasiado colocada de Valium y que no te doy bastante atención de chico grande, así que tuviste que tirarte a mi mejor amiga”.

“¿Qué clase de mejor amiga es para hacer algo así?”, le lanzó Gray desesperado.

“No cambies de tema”, le espetó ella, obligándose a mantener una voz moderada, en parte para evitar despertar a los niños, pero principalmente porque hacerlo era lo único que evitaba que perdiera los estribos. “Ya está en mi lista. Ahora es tu turno. No podías haber venido donde mí y decirme, “mira cariño, realmente me encantaría pasar una velada romántica contigo esta noche” o “cielo, me siento desconectado de ti últimamente. ¿Podemos acercarnos esta noche?” ¿Es que eso no era una opción?”.

“No quería despertarte para molestarte con preguntas como esa”, contestó él, con voz tímida, pero palabras cortantes.

“¿Y así que decidiste que el sarcasmo es la mejor manera de tratar este tema?”, exigió ella.

“Mira”, dijo él, revolviéndose como un escarabajo en busca de una salida, “se ha terminado con Penny. Ella me dijo eso esta tarde y yo estoy de acuerdo. No sé cómo saldremos adelante después de esto, pero quiero hacerlo, aunque solo sea por los niños”.

“¿Aunque solo sea por los niños?”, repitió, asombrada de todas las maneras en que podía fallarle al mismo tiempo. “Lárgate de aquí ahora mismo. Te doy cinco minutos para que hagas una maleta y te metas en tu coche. Reserva un hotel hasta futuro aviso”.

“¿Me estás echando de mi propia casa?”, le preguntó, incrédulo. “¿De la casa que yo he pagado?”.

“No solo te estoy echando”, le susurró llena de ira, “si no estás saliendo del garaje en cinco minutos, llamo a la policía”.

“¿Para decirles qué?”.

“Ponme a prueba”, dijo ella, encendida.

Gray se la quedó mirando. Imperturbable, Eliza caminó hacia el teléfono y lo descolgó. Hasta que no oyó el tono de llamada, él no se puso en marcha. En tres minutos, estaba saliendo a todo correr por la puerta como un perro con el rabo entre las piernas, su bolsa de viaje repleta de camisas y chaquetas formales. Se le cayó un zapato mientras se apresuraba a ir hacia la puerta. No se dio cuenta y Eliza no le dijo nada.

Hasta que no escuchó cómo salía disparado el coche del garaje, no volvió a colgar el teléfono. Bajó la vista a su izquierda y vio que le sangraba la palma de la mano de clavarse las uñas. Ni había notado el escozor hasta este instante.




CAPÍTULO CUATRO


A pesar de que le faltara práctica, Jessie transitó el tráfico desde el centro de Los Ángeles a Norwalk sin demasiados apuros. Por el camino, como una manera de alejar su destino inminente de sus pensamientos, decidió llamar a sus padres.

Sus padres adoptivos, Bruce y Janine Hunt, vivían en Las Cruces, New México. Él era un agente retirado del FBI y ella una profesora jubilada. Jessie había pasado unos cuantos días con ellos de camino a Quantico y tenía pensado hacer lo mismo en su camino de vuelta, pero no tenía suficiente tiempo entre el final del programa y su regreso al trabajo, así que tuvo que olvidarse de la segunda visita. Esperaba volver otra vez muy pronto, sobre todo porque su madre estaba batallando un cáncer.

No parecía justo. Janine llevaba peleando con ello más de una década y eso venía a coronar la otra tragedia a la que se habían enfrentado hacía años. Justo antes de que acogieran a Jessie cuando tenía seis años, acababan de perder a su bebé, también debido a cáncer. Estaban deseosos de rellenar ese hueco en sus corazones, incluso aunque supusiera adoptar a la hija de un asesino en serie, uno que había matado a su madre y le había dejado a ella por muerta. Como Bruce estaba en el FBI, el emparejamiento les resultó lógico a los alguaciles que habían colocado a Jessie en el programa de Protección de Testigos. En teoría, todo tenía sentido.

Alejó esto a la fuerza de sus pensamientos mientras marcaba su número.

“Qué hay, Pa”, dijo. “¿Cómo van las cosas?”.

“Bien”, respondió él. “Tu madre está echándose una siesta. ¿Quieres volver a llamar más tarde?”.

“No, podemos charlar nosotros. Ya hablaré con ella esta noche o lo que sea. ¿Qué está sucediendo por allí?”.

Cuatro meses antes, se hubiera resistido a hablarle a él sin la presencia de su madre. Bruce Hunt era un hombre difícil que no regalaba la confianza y tampoco es que Jessie fuera una bola de peluche mimosa. Los recuerdos que albergaba de sus años jóvenes con él eran una mezcla de alegría y frustración. Hubo excursiones para ir a esquiar, de acampada y de senderismo por las montañas, y vacaciones familiares a México, que solo estaba a sesenta millas de distancia.

Claro que también tuvieron sus concursos de gritos, sobre todo cuando era una adolescente. Bruce era un hombre que apreciaba la disciplina. Jessie, que albergaba años de resentimiento acumulado por la pérdida de su madre, su nombre, y su hogar al mismo tiempo, tendía a portarse mal. Durante sus años en USC y después, seguramente hablaron menos de dos docenas de veces en total. Las visitas de uno a otro lado eran una rareza.

Pero recientemente, la vuelta del cáncer de su madre les había obligado a hablar sin un mediador. Y, de alguna manera, habían acabado por romper el hielo. Hasta se había pasado por L.A. para ayudarle a recuperarse de su herida en el abdomen, después de que Kyle le atacara el otoño pasado.

“Las cosas siguen tranquilas por aquí”, le dijo, respondiendo a su pregunta. “Tu madre tuvo otra sesión de quimioterapia ayer, razón por la que está descansando ahora. Si se siente lo bastante bien, puede que salgamos a cenar más tarde”.

“¿Con toda la banda de la policía?”, le preguntó jocosamente. Pocos meses atrás, sus padres se habían mudado de su hogar a una instalación de vivienda asistida, poblada principalmente por retirados del Departamento del Alguacil de Las Cruces, y del FBI.

“Qué va, solo nosotros dos. Estoy pensando en una cena con velas, pero en alguna parte donde pueda llevar el balde para poner debajo de la mesa en caso de que ella tenga que vomitar”.

“Sin duda, eres todo un romántico, Pa”.

“Lo intento. ¿Cómo van las cosas por allí? Asumo que aprobaste el entrenamiento con el FBI”.

“¿Por qué asumes eso?”.

“Porque sabías que te preguntaría por ello y no me hubieras llamado si tuvieras que darme malas noticias”.

Jessie tenía que reconocer su talento. Para ser ya un perro viejo, todavía veía las cosas bastante claras.

“Aprobé”, le aseguró ella. “Estoy de regreso en L.A. Empiezo a trabajar mañana de nuevo y… estoy haciendo unos recados”.

Jessie no quería preocuparle hablando de su destino real.

“Eso suena nefasto. ¿Por qué tengo la sensación de que no estás de compras en busca de algo de pan?”.

“No tenía intención de que sonara así. Creo que estoy barrida de tanto viaje. Lo cierto es que casi estoy allí ya”, mintió. “¿Te debería llamar esta noche o espero hasta mañana? No quiero interrumpir tu cena de gala con tu balde para el vómito”.

“Quizá mejor mañana”, le aconsejó él.

“Muy bien. Dile hola a Ma. Te quiero”.

“Yo también te quiero”, dijo él, colgándole el teléfono.

Jessie intentó enfocarse en la carretera. El tráfico estaba empeorando y todavía le faltaba media hora de trayecto hasta la instalación del DNR, que llevaba unos cuarenta y cinco minutos de viaje.

La D.N.R., o División No Rehabilitadora, era una unidad especial autónoma afiliada con el Hospital Metropolitano estatal de Norwalk. El principal hospital albergaba a una gran variedad de perpetradores trastornados mentalmente y catalogados como no aptos para servir su condena en una prisión convencional.

Pero el anexo del DNR, desconocido para el público y todavía más para el personal de las fuerzas de seguridad y del sector de salud mental, servía un papel más clandestino. Estaba diseñado para albergar un máximo de diez condenados fuera del sistema común. Ahora mismo, solo había cinco personas allí detenidas, todas ellas hombres, todos violadores y asesinos en serie. Uno de ellos era Bolton Crutchfield.

La mente de Jessie vagabundeó hasta la ocasión más reciente en que había estado allí de visita. Fue su última visita antes de largarse a la Academia Nacional, aunque no le había dicho eso a él. Jessie había estado visitando a Crutchfield con regularidad desde el pasado otoño, cuando había obtenido permiso para entrevistarle como parte de las prácticas de su máster. Según el personal de las instalaciones, casi nunca accedía a hablar con médicos o investigadores. Pero, por razones que no se le aclararían hasta más adelante, se había mostrado de acuerdo en verse con ella.

Durante las siguientes semanas, llegaron a una especie de acuerdo. Le hablaría de los detalles de sus crímenes, incluyendo los motivos y los métodos, si ella compartía algunos detalles de su propia vida. Inicialmente, parecía un trato justo. Después de todo, su meta era convertirse en una criminóloga especializada en asesinos en serie. Que hubiera uno dispuesto a hablar de los detalles de lo que había hecho podría resultar inestimable.

Y, además, resultó que tenía otro bonus adicional. Crutchfield tenía un olfato a lo Sherlock Holmes para deducir información, incluso aunque estuviera encerrado en una celda de un hospital mental. Podía discernir detalles de la actual vida de Jessie solo con mirarla.

Había utilizado esa capacidad, junto con la información sobre el caso que ella le transmitía, para darle pistas sobre varios crímenes, incluido el asesinato de una filántropa adinerada de Hancock Park. Y también le había avisado de que su propio marido no se merecía tanta confianza como había depositado en él.

Por desgracia para Jessie, sus capacidades para la deducción también operaban en su contra. La razón por la que quería reunirse con Crutchfield en primer lugar era porque ella había notado que modelaba sus asesinatos siguiendo los métodos de su padre, el legendario, asesino en serie, jamás atrapado, Xander Thurman. Pero Thurman había cometido sus crímenes en el Missouri rural hacía dos décadas. Parecía una elección al azar, oscura, para un asesino basado en el sur de California.

Lo que pasaba era que Bolton era un gran fan suyo. Y cuando Jessie empezó preguntándole por su interés en esos asesinatos antiguos, no le llevó mucho recomponer el puzle y determinar que la jovencita que tenía delante de él estaba personalmente conectada con Thurman. Con el tiempo, admitió que sabía que ella era su hija. Y le reveló otro detalle, que se había visto con su padre hacía dos años.

Con regocijo en la voz, le había informado de que su padre había entrado a las instalaciones haciéndose pasar por un médico y que se las había arreglado para tener una conversación extensa con el encarcelado. Por lo visto, estaba buscando a su hija, cuyo nombre había cambiado y a quien habían puesto en Protección de Testigos después de que mataran a su madre. Sospechaba que acabaría visitando a Crutchfield en algún momento debido a las similitudes entre sus crímenes. Thurman quería que Crutchfield le contara si aparecía por allí en algún momento y le daba su nuevo nombre y dirección.

Desde ese momento, su relación había estado marcada por una desigualdad que le hacía sentir terriblemente incómoda. Crutchfield todavía le transmitía información sobre sus crímenes y pistas sobre otros. Pero ambos sabían que era él el que tenía todas las cartas en la manga.

Él sabía su nuevo nombre. Sabía el aspecto que tenía. Sabía la ciudad en que vivía. En cierto momento, descubrió que hasta sabía que estaba viviendo con su amiga Lacy y dónde estaba el apartamento. Y aparentemente, a pesar de estar encarcelado en una instalación supuestamente secreta, tenía la capacidad de darle todos esos detalles a su padre.

Jessie estaba bastante segura de que esa era en parte la razón de que Lacy, una aspirante a diseñadora de modas, hubiera aceptado trabajar por seis meses en Milán. Era una oportunidad genial, pero también estaba a medio mundo de distancia de la peligrosa vida de Jessie.

Mientras Jessie tomaba la salida en la autopista, a solo unos minutos de llegar al DNR, recordó que Crutchfield había acabado por tirar del gatillo de la amenaza silenciosa que siempre había pululado en el aire durante sus reuniones.

Quizá fuera porque él había sentido que se iba durante unos meses. Quizá solo fuera por orgullo. Pero la última vez que había mirado al otro lado del cristal para ver sus ojos de trastornado, le había dejado caer una bomba encima.

“Voy a tener una pequeña conversación con tu padre”, le había dicho con su acento cortés y sureño. “No voy a estropear las cosas diciéndote cuándo, pero va a ser deliciosa, estoy bastante seguro de eso”.

Apenas se las había arreglado para sacar de su garganta la palabra “¿Cómo?”.

“Oh, no te preocupes por eso, señorita Jessie”, le había reconfortado. “Solo que sepas que cuando acabemos por hablar, me encargaré de pasarle tus saludos”.

Mientras giraba para entrar a los terrenos del hospital, se planteó la misma pregunta que le había estado reconcomiendo desde aquel entonces, la que solo se podía sacar de la mente cuando estaba concentrada con atención en otros trabajos: ¿lo había hecho de verdad? Mientras ella había estado aprendiendo a atrapar a gente como él y su padre, ¿se habían reunido esos dos por segunda vez, a pesar de las precauciones de seguridad diseñadas para prevenir ese tipo de cosas?

Tenía la sensación de que ese misterio estaba a punto de ser resuelto.




CAPÍTULO CINCO


Entrar a la unidad del DNR era igual que como lo recordaba. Después de obtener la autorización para entrar al campus cotado del hospital a través de una verja protegida por guardias de seguridad, se dirigió a la parte de atrás del edificio principal hacia un segundo edificio más pequeño, de aspecto corriente.

Se trataba de una anodina estructura de acero y hormigón en medio de un aparcamiento sin asfaltar. Solo se divisaba el tejado por detrás de una valla metálica de malla verde y alambre de púas que rodeaba el lugar.

Atravesó una segunda verja custodiada para acceder al DNR. Después de aparcar, caminó hacia la entrada principal, fingiendo ignorar las múltiples cámaras de seguridad que le observaban a cada paso. Cuando llegó a la puerta exterior, esperó a que le dejaran entrar. A diferencia de la primera vez que había venido aquí, ahora el personal le reconocía y le admitían nada más verla.

Pero eso solo pasó en la puerta exterior. Después de pasar por un pequeño patio, llegó a la entrada principal a las instalaciones, que tenía unas gruesas puertas de cristal blindado. Deslizó su tarjeta de acceso, y se encendió la luz verde en el panel. Entonces el guarda de seguridad detrás del escritorio, que también podía observar el cambio de color, le abrió la puerta, completando el procedimiento de acceso.

Jessie se quedó de pie en un pequeño vestíbulo, esperando a que se cerrara la puerta exterior. La experiencia ya le había enseñado que la puerta interior no podía abrirse hasta que la exterior se hubiera cerrado del todo. Una vez lo hizo audiblemente, el guardia de seguridad desbloqueó la puerta interior.

Jessie pasó adentro, donde le esperaba un segundo oficial armado. Recogió todos sus efectos personales, que eran mínimos. Había aprendido con el tiempo que era mucho más conveniente dejar casi todo en el coche, que no corría ningún peligro de ser asaltado.

El guardia le pateó y le hizo un gesto para que pasara por el escáner de ondas milimétricas como los de seguridad de los aeropuertos, que proyectaba una impresión detallada de todo su cuerpo. Cuando pasó al otro lado, le devolvieron sus cosas sin mediar palabra. Era la única indicación de que tenía luz verde para continuar.

“¿Voy a ver a la Oficial Gentry?”, preguntó al agente que estaba sentado detrás del escritorio.

La mujer levantó la vista, con una expresión de absoluto desinterés en su rostro. “Saldrá en un momento. Ve a esperar junto a la puerta de Preparación Transicional”.

Jessie así lo hizo. Preparación Transicional era la sala a donde iban todos los visitantes a cambiarse antes de interactuar con un paciente. Una vez dentro, les pedían que se cambiaran y se pusieran una bata gris de hospital, que se quitaran toda la bisutería, y se limpiaran el maquillaje. Como le habían advertido, estos hombres no precisaban de ninguna estimulación adicional.

Un instante después, la oficial Katherine “Kat” Gentry salía por la puerta de la sala para recibirla. Daba gusto verla. Aunque no es que hubieran empezado precisamente con buen pie cuando se conocieron el verano anterior, ahora las dos mujeres eran amigas, conectadas por su consciencia compartida de la oscuridad que subyace en alguna gente. Jessie había llegado a confiar tanto en ella que Kat era una de las menos de seis personas en todo el mundo que sabían que era la hija del Ejecutador de los Ozarks.

Cuando Kat se le acercó, Jessie admiró una vez más la tipa dura que resultaba ser como jefa de seguridad del DNR. Físicamente imponente a pesar de medir solo uno setenta, su cuerpo de 75 kilos consistía casi por completo de músculo y voluntad de hierro. Previamente comando en el ejército, había servido dos temporadas en Afganistán, y llevaba puestos los mementos de aquellos días en su cara, que estaba agujereada por cicatrices de quemaduras con metralla y tenía una muy larga que empezaba desde debajo del ojo izquierdo para caerle en vertical por la mejilla izquierda. Sus ojos grises estaban calmados, quedándose con todo lo que veían para decidir si se trataba de una amenaza.

Era obvio que no pensaba que Jessie fuera una. Sonrió abiertamente y le dio un gran abrazo.

“Cuánto tiempo sin verte, dama del FBI”, le dijo con entusiasmo.

Jessie estaba recuperando el aliento tras sentirse estrujada en sus brazos, y solo habló cuando la soltó.

“No soy del FBI”, le recordó a Kat. “No era más que un programa de formación. Todavía sigo afiliada con el L.A.P.D.”.

“Lo que tú quieras”, dijo Kat con desdén. "Estuviste en Quantico, trabajando con los mayores expertos en tu campo, aprendiendo técnicas alucinantes que usa el FBI. Si quiero llamarte dama del FBI, es lo que voy a hacer”.

“Si eso significa que no me vas a partir la espalda por la mitad, puedes llamarme lo que tú quieras”.

“A propósito, ya no creo que pudiera hacer eso”, notó Kat. “Pareces más fuerte que antes. Supongo que no solo te hicieron entrenar la mente mientras estabas allí”.

“Seis días a la semana”, le dijo Jessie. “Carreras por el monte, carreras de obstáculos, autodefensa, y entrenamiento de armas. Sin duda alguna, me dieron la patada que necesitaba para ponerme en una forma medio decente”.

“¿Debería preocuparme?”, le preguntó Kat fingiendo preocupación, dando un paso atrás y elevando sus brazos en postura defensiva.

“No creo que suponga ninguna amenaza para ti”, admitió Jessie. “Pero creo que podría protegerme a mí misma frente a un sospechoso, algo que no sentía antes en absoluto. Mirando al pasado, tuve suerte de sobrevivir mis encuentros recientes”.

“Eso es genial, Jessie”, dijo Kat. “Quizá podamos buscar un día que tengamos libre, ir por unas rondas, para mantenerte despierta”.

“Si lo que quieres decir con unas cuantas rondas, es unas cuantas rondas de chupitos, cuenta conmigo. De lo contrario, puede que me tome un pequeño descanso de las carreras diarias y de los puñetazos y esas cosas.”

“Retiro todo”, dijo Kat. “Sigues siendo el mismo ratoncillo que fuiste siempre”.

“Bueno, esa sí que es la Kat Gentry que he acabado conociendo y adorando. Sabía que había una buena razón para que fueras la primera persona que quería ver después de regresar a la ciudad”.

“Me siento halagada”, dijo Kat. “Pero creo que las dos sabemos que no soy la persona que has venido a visitar. ¿Dejamos de remolonear y vamos al grano?”.

Jessie asintió y siguió a Kat al interior de la sala de Preparación, donde la esterilidad y el silencio pusieron punto final al ambiente jocoso de la visita.



*



Quince minutos después, Kat escoltaba a Jessie hasta la puerta que conectaba con el ala de seguridad del DNR donde estaban algunas de las personas más peligrosas del planeta. Ya habían pasado por su oficina para ponerse al día sobre los últimos meses, que habían sido sorprendentemente aburridos.

Kat le informó de que, como Crutchfield le había amenazado con que se iba a ver enseguida con su padre, habían aumentado todavía más las ya estrictas medidas de seguridad. Las instalaciones contaban ahora con cámaras de seguridad adicionales y hasta con mayor comprobación de identidad para visitantes.

No había pruebas de que Xander Thurman hubiera intentado visitar a Crutchfield. Sus únicas visitas habían sido la del médico que venía todos los meses para comprobar sus constantes vitales, el psiquiatra con el que casi nunca intercambiaba ni una palabra, un detective del L.A.P.D. que esperaba, resultó que fútilmente, a que Crutchfield compartiera información sobre un caso sin resolver en el que estaba trabajando; y el abogado que le había asignado el tribunal, que solo aparecía para asegurarse de que no le estuvieran torturando. Apenas había entablado conversación con ninguno de ellos.

Según decía Kat, no había mencionado a Jessie delante del personal, ni siquiera a Ernie Cortez, el agente que supervisaba sus duchas semanales. Era como si ella no existiera. Jessie se preguntaba si estaría enfadado con ella.

“Ya sé que te acuerdas del procedimiento”, dijo Kat, mientras esperaban de pie delante de la puerta de seguridad. “Como han pasado unos cuantos meses, deja que repase los procedimientos de seguridad como medida de precaución. No te acerques al prisionero. No toques la barrera de cristal. Y ya sé que esta te la vas a pasar por alto de todas maneras, pero oficialmente, se supone que no puedes compartir ninguna información personal. ¿Entendido?”.

“Claro”, dijo Jessie, contenta de que le recordara todo. Le servía para ponerse en el estado mental adecuado.

Kat deslizó su placa y asintió ante la cámara encima de la puerta. Desde dentro, alguien les dejó pasar. Jessie se sintió abrumada al instante por la sorprendente ráfaga de actividad. En vez de los cuatro habituales guardias de seguridad, había seis. Además, había tres hombres vestidos con uniforme de trabajo dando vueltas alrededor de algunas piezas de equipo técnico.

“¿Qué pasa?”, preguntó ella.

“Oh, olvidé mencionarlo, vamos a recibir unos cuantos residentes a mitad de semana. Vamos a estar al completo en las diez celdas, así que estamos comprobando el equipo de vigilancia en las celdas vacías para asegurarnos de que todo está en perfecto funcionamiento. También hemos aumentado el personal de seguridad en cada turno de cuatro a seis agentes durante el día, sin incluirme a mí, y de tres a cuatro por la noche”.

“Eso suena… arriesgado”, dijo Jessie diplomáticamente.

“Me mostré en contra”, admitió Kat. “Pero el condado tenía ciertas necesidades y nosotros teníamos las celdas disponibles. Era una batalla perdida”.

Jessie asintió mientras miraba a su alrededor. Las cosas esenciales del lugar parecían ser las mismas. La unidad estaba diseñada en forma de rueda con la base de operaciones en el centro y con pasillos que salían en todas direcciones, y que llevaban a las celdas de los prisioneros. En este momento, había seis oficiales en el espacio ahora abarrotado del centro de operaciones, que parecía un centro de enfermería de un hospital lleno de pacientes.

Algunas de las caras le resultaban nuevas, pero la mayoría le eran familiares, incluida la de Ernie Cortez. Ernie era un espécimen masivo, de más de dos metros y 140 kilos de músculos bien formados. Tenía unos treinta y tantos años y le empezaban a asomar las canas en su cabello negro de corte militar. Ernie esbozó una enorme sonrisa al ver a Jessie.

“Chica Vogue”, le llamó, utilizando el apodo afectuoso que le había dado durante su primer encuentro, en que él había tratado de mostrar su interés, sugiriendo que debería ser una modelo. Le había cerrado el pico a toda prisa, pero él no parecía guardarle ningún rencor.

“¿Cómo va, Ernie?”, le preguntó, sonriendo de vuelta.

“Como siempre, ya sabes. Asegurándonos de mantener a raya a los pedófilos, los violadores, y los asesinos. ¿Y tú?”.

“Básicamente igual”, dijo ella, decidiendo no meterse en detalles sobre sus actividades de los últimos meses con tantas caras desconocidas a su alrededor.

“Así que ahora que has tenido unos cuantos meses para superar tu divorcio, ¿te gustaría pasar algo de tiempo de calidad con el Ernster? Tengo pensado ir a Tijuana este fin de semana”.

“¿Ernster?” repitió Jessie, incapaz de impedir que le saliera una risita.

“¿Qué?”, dijo él, fingiendo ponerse a la defensiva. “Es un apodo”.

“Lo lamento, Ersnter, estoy bastante segura de que tengo planes para el fin de semana, pero pásalo en grande en la pista de jai alai. Cómprame unos Chiclets, ¿de acuerdo?”.

“Ay, vaya”, replicó él, poniéndose la mano en el pecho como si ella le hubiera lanzado una flecha al corazón. “Sabes qué, los chicos grandes también tenemos sentimientos. También somos, ya sabes… chicos grandes”.

“Muy bien, Cortez,” interrumpió Kat, “ya está bien con eso. Me acabas de hacer vomitar un poco dentro de mi boca. Y Jessie tiene asuntos que atender”.

“Hiriente”, murmuró Ernie entre dientes mientras volvía a poner su atención en el monitor que tenía delante. A pesar de sus palabras, su tono sugería que no le importaba demasiado. Kat hizo un gesto para que Jessie le siguiera al pasillo donde estaba la celda de Crutchfield.

“Vas a querer esto,” le dijo, sujetando la pequeña llave electrónica con el botón rojo en el centro. Era su aparato para los casos de emergencia. Jessie lo consideraba algo así como una manta de seguridad digital.

Si Crutchfield le sacaba de sus casillas y ella quería salir de la sala sin que él se enterara del impacto que estaba teniendo en ella, tenía que presionar el botón oculto en su mano. Eso alertaría a Kat, que podría sacarle de la sala con algún pretexto oficial inventado. Jessie estaba bastante segura de que Crutchfield sabía que tenía ese aparato, pero, aun así, se alegraba de que así fuera.

Agarró la llave electrónica, asintió a Kat indicando que estaba lista para pasar, y respiró profundamente. Kat abrió la puerta y Jessie pasó al interior.

Por lo visto, Crutchfield había anticipado su llegada. Estaba de pie, a solo unas pulgadas del cristal que dividía la habitación en dos, sonriéndole abiertamente.




CAPÍTULO SEIS


A Jessie le llevó un segundo despegar su mirada de sus dientes retorcidos y evaluar la situación.

En apariencia, no tenía un aspecto tan distinto de lo que ella recordaba. Todavía tenía su pelo rubio, esquilado casi al rape. Todavía llevaba su uniforme obligatorio de color turquesa. Todavía tenía la cara un poco más regordeta de lo que cabría esperar de un tipo que medía 1,75 metros y pesaba 80 kilos. Hacía que pareciera que estaba más cerca de tener veinticinco años que de los treinta y cinco que tenía en realidad.

Y aún tenía esos inquisitivos ojos marrones, casi avasalladores. Eran la única pista de que el hombre que tenía delante de ella había matado al menos a diecinueve personas, y quizás hasta el doble.

La celda tampoco había cambiado. Era pequeña, con una cama estrecha sin sábanas que estaba empotrada en la pared. Había un pequeño escritorio con una silla incorporada en la esquina de la derecha, junto a un pequeño lavabo de metal. Detrás de eso estaba el servicio, colocado en la parte trasera, con una portezuela deslizante de plástico para dar una mínima sensación de privacidad.

“Señorita Jessie,” ronroneó con suavidad. “¡Menuda sorpresa inesperada encontrarme contigo aquí!”.

“Y, aun así, estás de pie ahí como si estuvieras esperando mi llegada inminente”, le contradijo Jessie, que no quería darle a Crutchfield ni un momento de ventaja. Se acercó y se sentó en la silla detrás de un pequeño escritorio al otro lado del cristal. Kat tomó su posición habitual, de pie y completamente alerta en un rincón de la celda.

“Percibí un cambio en el aire de las instalaciones”, le contestó, con su tono de Luisiana más exagerado que nunca. “El aire parecía más dulce y pensé que podía escuchar cómo piaba un pájaro afuera”.

“Por lo general, no sueles tener tantos cumplidos”, notó Jessie. “¿te importa decirme qué es lo que ha conseguido que te pongas de un humor tan generoso?”.

“Nada en concreto, señorita Jessie. ¿Es que no puede un hombre apreciar la pequeña alegría que resulta de tener una visita inesperada?”.

Algo en el modo que pronunció la última línea hizo estremecer el cuero cabelludo de Jessie, como si el comentario estuviera cargado de significado. Se quedó allí sentada un momento, dejando a su mente que trabajara, ignorando por completo las restricciones temporales. Sabía que Kat le dejaría manejar la entrevista de la manera que ella quisiera.

Dándole vueltas a las palabras de Crutchfield en su cabeza, se dio cuenta de que podían referirse a más de una sola cosa.

“Cuando hablas de visitas inesperadas, ¿te refieres a mí, Crutchfield?”.

Él se la quedó mirando durante varios segundos antes de hablar. Finalmente, con lentitud, la amplia, forzada, sonrisa en su rostro se transformó en una expresión burlona más malévola, y también más creíble.

“No hemos establecido las reglas de juego para esta visita”, le dijo, girándose de repente sobre sus espaldas.

“Creo que hace mucho que han terminado los días de las reglas de juego, ¿no crees, Crutchfield?”, le preguntó. “Hace mucho que nos conocemos, y podemos simplemente charlar, ¿no es cierto?”.

Regresó a la cama empotrada en la pared de la celda y se sentó, con la expresión ligeramente oculta en la penumbra.

“Entonces, ¿cómo puedo estar seguro de que vas a ser tan honesta como quieres que yo sea contigo?”, le preguntó.

“Después de que le ordenaras a uno de tus compinches que entrara al apartamento de mi amiga y le diera un susto tal que todavía no pega ojo por las noches, no estoy segura de que te hayas ganado mi confianza o mi buena voluntad”.

“Sacas ese incidente a colación”, le dijo él, “pero olvidas mencionar las múltiples ocasiones en que te he ayudado, tanto en lo profesional como en lo personal. Por cada supuesta indiscreción que ha habido por mi parte, te he compensado con información que te ha resultado inestimable. Lo único que estoy pidiendo son ciertas garantías de que esto no va a ser solo trabajo mío”.

Jessie le miró con dureza, intentando determinar la buena voluntad que podía mostrar al tiempo que mantenía una distancia profesional.

“¿Y qué es exactamente lo que estás buscando?”.

“¿Ahora mismo? Solo tu tiempo, señorita Jessie. Preferiría que no tardaras tanto en regresar por aquí. Han pasado setenta y seis días desde que me concediste la gracia de tu presencia. Un hombre un poco más inseguro podría ofenderse ante tan larga ausencia”.

“Muy bien”, dijo Jessie. “Prometo visitarte de manera más regular. De hecho, me aseguraré de pasar por aquí al menos otra vez esta semana. ¿Cómo suena eso?”.

“Es un comienzo”, dijo sin entusiasmo.

“Genial. Entonces regresemos a mi pregunta. Antes dijiste que apreciabas la alegría que te producía tener una visita inesperada. ¿Te estabas refiriendo a mí?”.

“Señorita Jessie, aunque siempre sea una delicia regodearme en tu compañía, debo confesar que mi comentario sin duda alguna se refería a otro visitante”.

Jessie podía escuchar cómo se tensaba Kat en el rincón de atrás.

“¿Y a quién te refieres?”, le preguntó, manteniendo el mismo volumen.

“Creo que ya lo sabes”.

“Me gustaría que me lo dijeras tú”, insistió Jessie.

Bolton Crutchfield se volvió a poner de pie, ahora más visible debajo de la luz, y Jessie pudo ver que estaba dándole vueltas a la lengua en la boca, como si fuera un pez en un anzuelo con el que estuviera jugueteando.

“Como te aseguré la última vez que hablamos, pensaba tener una charla con tu papi”.

“¿Y la has tenido?”.

“Sin duda alguna”, respondió tan casualmente como si le estuviera dando la hora. “Me pidió que te transmitiera sus saludos cordiales, después de que le ofreciera los tuyos”.

Jessie le miró de cerca, en busca de cualquier indicio de engaño en su rostro.

“¿Hablaste con Xander Thurman,” reconfirmó, “en esta habitación, en algún momento de las últimas once semanas?”.

“Así es.”

Jessie sabía que Kat estaba deseando hacer sus propias preguntas para intentar confirmar la veracidad de su afirmación y de cómo podía haber sucedido. Pero, en su mente, eso era secundario y podía abordarlo más tarde. No quería que la conversación se desviara del tema así que lo continuó antes de que su amiga pudiera decir nada.

“¿De qué hablasteis?”, le preguntó, intentando mantener un tono de neutralidad.

“Pues bien, tuvimos que ser bastante crípticos, para que los que nos estaban escuchando no descubrieran su verdadera identidad. Pero el tema central de nuestra charla fuiste tú, señorita Jessie”.

“¿Yo?”.

“Sí. Si recuerdas, él y yo hablamos hace un par de años y me advirtió que puede que un día me visitaras. Que tendrías un nombre diferente del que él te había puesto, Jessica Thurman.”

Jessie se estremeció involuntariamente ante el nombre que no había escuchado salir de los labios de nadie más que de sí misma en dos décadas. Sabía que él había visto su reacción, pero no había nada que pudiera hacer por evitarlo. Crutchfield sonrió complacido y continuó.

“Quería saber cómo le iba a esta hija suya perdida hace tanto tiempo. Estaba interesado en todo tipo de detalles, cómo te ganas la vida, dónde vives, el aspecto que tienes ahora, cómo te llamas en este momento. Está deseando reconectar contigo, señorita Jessie”.

Mientras hablaba, Jessie se obligó a sí misma a respirar muy lentamente hacia dentro y hacia fuera. Se recordó cómo destensar el cuerpo y hacer lo mejor posible por parecer tranquila, aunque fuera una fachada. Tenía que parecer imperturbable mientras le hacía la siguiente pregunta.

“¿Y le contaste alguno de esos detalles?”.

“Solamente uno”, dijo con malicia.

“¿Y de cuál se trata?”.

“El verdadero hogar está dónde uno tiene a los suyos,” dijo él.

“¿Qué diablos significa eso?”, exigió Jessie, que sentía cómo se aceleraba por momentos el latido de su corazón.

“Le dije la ubicación del lugar al que llamas hogar”, le dijo, con toda naturalidad.

“¿Le diste mi dirección?”.

“No fui tan específico. Para ser honestos, no conozco tu dirección exacta, a pesar de todo lo que he hecho para descubrirla. Pero sé lo suficiente como para que te acabe encontrando si es listo. Y como ambos sabemos, señorita Jessie, tu papá es muy listo”.

Jessie tragó saliva y reprimió las ganas de ponerse a gritar. Todavía estaba respondiendo a sus preguntas y necesitaba tanta información como pudiera obtener antes de que se detuviera.

“Entonces, ¿cuánto tiempo me queda antes de que venga llamando a mi puerta?”.

“Eso depende de lo que él tarde en reunir las piezas”, dijo Crutchfield encogiendo los hombros de manera exagerada. “Como ya dije, tuve que ser algo misterioso. Si hubiera sido muy específico, hubiera creado señales de alerta para los tipos que monitorean cada una de mis conversaciones. Eso no hubiera resultado productivo”.

“¿Por qué no me dices con exactitud lo que le dijiste? De ese modo, me puedo figurar la línea temporal por mi cuenta”.

“¿Y dónde estaría la diversión en eso, señorita Jessie? De verdad que tienes mi admiración, pero eso me resulta una ventaja poco razonable. Tenemos que darle una oportunidad al hombre”.

“¿Oportunidad?”, repitió Jessie, incrédula. “¿De qué? ¿De ir un paso por delante para acabar destripándome como le hizo a mi madre?”.

“Bueno, eso es de lo más injusto”, replicó, pareciendo calmarse cuanto más se agitaba Jessie. “Podía haber hecho eso en aquella cabaña en la nieve hace todos esos años, pero no lo hizo. Así que, ¿por qué asumir que te quiere hacer daño ahora? Quizá solo quiera llevar a su damita a pasar el día a Disneyland”.

“Perdona si no me siento tan inclinada a darle el mismo beneficio de la duda”, le espetó. “Esto no es un juego, Bolton. ¿Quieres que te visite de nuevo? Necesito estar con vida para hacerlo. No voy a poder darte mucha coba si tu mentor acaba por descuartizar a tu amiguita favorita”.

“Dos cosas, señorita Jessie: en primer lugar, entiendo que son noticias perturbadoras, pero preferiría que no emplearas ese tono tan familiar conmigo. ¿Me llamas por mi primer nombre? No solo es poco profesional, no es propio de ti”.

Jessie mantuvo un incómodo silencio. Incluso antes de que le dijera lo segundo, ya sabía que no le iba a decir lo que ella quería. Aun así, permaneció en silencio, mordiéndose literalmente la lengua en caso de que él cambiara de idea.

“Y en segundo”, continuó, disfrutando claramente de la inquietud de Jessie, “aunque disfruto de tu compañía, no presupongas que eres mi amiguita favorita. No nos olvidemos de la siempre alerta Oficial Gentry ahí detrás. Es todo un bombón, un bombón rancio y podrido. Como le he dicho en más de una ocasión, cuando salga de este lugar, tengo intención de darle un regalo especial de despedida, no sé si me entiendes. Así que no trates de saltarte la cola de las amiguitas”.

“Yo…” comenzó Jessie, esperando que cambiara de idea.

“Me temo que ya se acabó nuestro tiempo”, dijo con voz cortante. Dicho eso, se giró y caminó hacia el diminuto nicho de su celda con retrete y tiró del divisor de plástico, dando por terminada la conversación.




CAPÍTULO SIETE


Jessie giraba la cabeza de un lado a otro, en busca de alguien o algo fuera de lo normal.

Mientras regresaba a su casa, siguiendo la misma ruta tortuosa que había recorrido por la mañana, todas las medidas de seguridad de las que se había sentido tan orgullosa pocas horas antes le resultaban ahora terriblemente inadecuadas.

En esta ocasión, se ató la melena en un moño y la ocultó debajo de una gorra de béisbol y de la capucha de una sudadera que se había comprado de regreso desde Norwalk. Llevaba una pequeña mochila que se enganchaba por delante, abrazándole el torso. A pesar del anonimato adicional que podrían haberle proporcionado, no llevaba gafas de sol porque le preocupaba que limitaran su campo visual.

Kat había prometido que revisaría las cintas de seguridad de todas las visitas recientes de Crutchfield para ver si se habían pasado algo por alto. También dijo que, si Jessie pudiera esperar hasta que terminara su turno, conduciría hasta DTLA, a pesar de que ella vivía al otro extremo en la Ciudad de la Industria, y le ayudaría a asegurarse de que llegaba a salvo a casa. Jessie rechazó la oferta con amabilidad.

“No puedo contar con tener escolta armada a cualquier parte que vaya a partir de ahora”, insistió.

“¿Por qué no?”, le había preguntado Kat solo medio en bromas.

Ahora, mientras descendía por el pasillo que llevaba a su apartamento, se preguntaba si hubiera debido aceptar la oferta de su amiga. Se sentía especialmente vulnerable con la bolsa de las compras en los brazos. Había un silencio sepulcral en el pasillo y no había visto a nadie en absoluto desde que entrara al edificio. Antes de descartarlo sin más, surgió una noción alocada en su cabeza, que su padre había matado a todo el mundo en su piso para no tener que lidiar con complicaciones cuando se le acercara.

La luz de su mirilla estaba verde, lo que le ofreció cierto alivio mientras abría la puerta, mirando a ambos lados del pasillo por si había alguien que se le fuera a tirar encima. Nadie lo hizo. Una vez en el interior, encendió las luces y después cerró todas las cerraduras antes de desactivar las dos alarmas. Inmediatamente después, volvió a activar la alarma principal, poniéndola en función “casa” para poder moverse por el apartamento sin hacer que saltaran los sensores de movimiento.

Colocó la bolsa de las compras sobre el mostrador de la cocina y examinó el lugar, con la barra luminosa en la mano. Le habían concedido su solicitud de un permiso de armas antes de irse a Quantico y se suponía que le darían su arma cuando fuera a trabajar a comisaría al día siguiente. Parte de ella deseaba que ya la hubiera pasado a recoger cuando se presentó por allí para recoger su correo. Cuando por fin tuvo la seguridad de que su apartamento estaba a salvo, empezó a ordenar las compras, dejando fuera el sashimi que había comprado para cenar en vez de una pizza.

No hay como un sushi de supermercado un lunes por la noche para hacer que una chica sin plan alguno se sienta especial en la gran ciudad.

La idea le provocó una breve risa antes de recordar que le habían dado un mapa de su residencia a su padre el asesino en serie. Quizá no se tratara de un mapa completo con direcciones, pero, por lo que había dicho Crutchfield, era bastante como para que él le acabara encontrando con el tiempo. La pregunta del millón era: ¿y cuándo sería exactamente “con el tiempo”?.



*



Hora y media después, Jessie estaba boxeando con una bolsa pesada, y el sudor le rodaba por el cuerpo. Después de terminar su sushi, se había sentido inquieta y había decidido ir a ejercitar sus frustraciones de manera constructiva al gimnasio.

Nunca había sido una gran adepta al gimnasio, pero durante su tiempo en la Academia Nacional había hecho un descubrimiento inesperado. Cuando entrenaba hasta el agotamiento, no le quedaba espacio por dentro para la ansiedad y el temor que le consumían la mayor parte del resto del tiempo. Si hubiera sabido esto hace una década, se hubiera podido ahorrar miles de noches en vela, y hasta las noches repletas de pesadillas interminables.

También podía haberle salvado unas cuantas visitas a su terapeuta, la doctora Janice Lemmon, una célebre psicóloga forense por derecho propio. La doctora Lemmon era una de las pocas personas que conocían cada uno de los detalles del pasado de Jessie. Le había proporcionado una ayuda inestimable durante los últimos años.

En este momento, estaba en convalecencia de un trasplante de riñón y no estaba disponible para concertar sesiones durante unas cuantas semanas más. Jessie se sentía tentada de pensar que podía saltarse del todo estas visitas, pero, aunque puede que fuera más barato ir solo a la terapia del gimnasio, sabía que seguramente habría momentos en que necesitaría hablar con su doctora en el futuro.

Cuando fue a su consulta para ponerse una serie de vacunas, recordaba cómo, antes de su viaje a Quantico, se había estado despertando cubierta de sudor, respirando con dificultad, intentando recordarse a sí misma que estaba a salvo en Los Ángeles y no de vuelta a la pequeña cabaña en los Ozarks de Missouri, atada a una silla, viendo cómo goteaba la sangre del cadáver cada vez más congelado de su madre muerta.

Ojalá todo eso hubiera sido tan solo un mal sueño, pero era todo cierto. Cuando tenía seis años y el matrimonio de sus padres pasaba por problemas, su padre las había llevado a ella y a su madre a la cabaña que tenía en algún lugar aislado. Mientras estaban allí, les había revelado que había estado secuestrando, torturando, y asesinando a gente durante años. Y después le hizo lo mismo a su propia mujer, Carrie Thurman.

Mientras la esposaba las manos a las vigas del techo de la cabaña e intermitentemente, acuchillaba a su madre con un enorme cuchillo, hizo que Jessie, por aquel entonces Jessica Thurman, lo viera todo. Le ató los brazos a una silla y le forzó a mantener los párpados abiertos mientras acababa de descuartizar a su madre del todo.

Después utilizó el mismo cuchillo para hacer un corte enorme en la clavícula de su hija desde el hombro izquierdo hasta la base del cuello. Después de eso, se marchó de la cabaña sin más. Tres días después, conmocionada y con hipotermia, fue hallada por dos cazadores que pasaban por allí de casualidad.

Cuando se recuperó, le contó toda la historia a la policía y al FBI. Sin embargo, para ese momento, su padre se había largado hacía mucho y con él toda esperanza de atraparle. Metieron a Jessica en el Programa de Protección de Testigos de Las Cruces con los Hunt. Jessica Thurman se convirtió en Jessie Hunt y comenzó una vida nueva.

Jessie se sacudió los recuerdos de su mente, moviendo su atención de las vacunas a las patadas con la rodilla con intención de darle a la entrepierna de tu asaltante. Se regodeó en el dolor que sintió en sus cuádriceps cuando golpeaba hacia arriba. Con cada golpe, la imagen de la piel pálida y sin vida de su madre se desvanecía.

Entonces apareció otro recuerdo en su mente, el de su antiguo marido, Kyle, atacándole en su propia casa, tratando de matarla y de inculparla por el asesinato de su amante. Casi podía sentir el escozor del atizador de la chimenea que le había clavado en el lado izquierdo del abdomen.

El dolor físico de ese momento solo era equiparable con la humillación que todavía sentía por haber pasado una década en una relación íntima con un sociópata sin darse cuenta de ello. Después de todo, se suponía que era una experta en identificar estos tipos de personas.

Jessie subió la potencia una vez más, esperando alejar la vergüenza de su mente con una serie de lanzamientos de codo contra la bolsa a la altura donde estaría la mandíbula de su oponente. Sus hombros estaban empezando a quejarse del dolor, pero ella continuó sacudiendo la bolsa, sabiendo que enseguida su mente estaría demasiado cansada como para estar desasosegada.

Esta era la parte de sí misma que no se había esperado descubrir en el FBI, lo duro que podía llegar a entrenar. A pesar de la típica aprensión que sintió al llegar, había pensado que seguramente le iría bien en el lado académico. Se acababa de pasar los tres años anteriores en ese entorno, inmersa en psicología criminal.

Y no le había faltado razón. Las clases de derecho, ciencia forense, y terrorismo le resultaban fáciles. Incluso el seminario de ciencias del comportamiento, donde los instructores eran sus héroes de toda la vida y pensaba que quizá estaría nerviosa, resultó de lo más natural. Sin embargo, en las clases de preparación física, y especialmente en el entrenamiento de autodefensa, era donde más se había sorprendido a sí misma.

Sus instructores le habían demostrado que con su metro ochenta y sus 75 kilos, tenía el tamaño necesario para vérselas con la mayoría de los perpetradores, si estaba adecuadamente preparada. Probablemente, nunca tendría las habilidades de combate personal de una veterana de las Fuerzas Especiales como Kat Gentry. Y salió del programa con la confianza de que podría defenderse en la mayoría de las situaciones.

Jessie se sacó los guantes de un tirón y pasó a la cinta de correr. Echó un vistazo a su reloj, vio que ya eran casi las 8 de la tarde. Decidió que una carrera de cinco millas la dejaría lo bastante exhausta como para permitirle dormir sin sueños por la noche. Esa era una prioridad ya que mañana regresaba de nuevo al trabajo, donde sabía que todos sus compañeros la freirían a preguntas, esperando que ahora fuera una especie de superhéroe del FBI.

Se dio un periodo de cuarenta minutos, presionándose a sí misma para completar las cinco millas a un ritmo de ocho minutos por milla. Entonces les subió el volumen a los cascos. Cuando empezaron a sonar los primeros segundos de “Killer” de Seal, su mente se quedó en blanco, enfocándose solamente en lo que tenía delante de ella. No albergaba la menor noción respecto al título de la canción o de los recuerdos personales que pudiera sacar a la superficie. No había nada más que ese ritmo y sus piernas moviéndose al unísono. Era lo más cerca de la paz que Jessie Hunt podía sentirse.




CAPÍTULO OCHO


Eliza Longworth iba corriendo para llegar hasta la casa de Penny cuando antes le fuera posible. Eran casi las 8 de la mañana, la hora a la que su profesora de yoga solía aparecer.

Había pasado una noche básicamente en vela. Solo cuando llegó el primer rayo del alba le pareció saber qué ruta tomar. Una vez tomó la decisión, Eliza sintió cómo se le quitaba un peso de encima.

Le envió un mensaje de texto a Penny para decirle que la noche en vela le había dado tiempo para pensar, y para reconsiderar si se había precipitado al terminar con su amistad. Tenían que ir a la lección de yoga. Y después, una vez su profesora, Beth, se hubiera ido, podían encontrar la manera de aclarar las cosas.

A pesar de que no había recibido respuesta alguna por parte de Penny, Eliza se dirigió hacia su casa de todas maneras. En el momento que llegaba a la puerta principal, vio cómo Beth conducía por la serpenteante carretera residencial y le saludaba.

“¡Penny!”, le chilló mientras llamaba a la puerta. “Beth está aquí. ¿Sigue en pie la clase de yoga?”.

No obtuvo respuesta así que presionó el timbre y se puso a mover los brazos delante de la cámara.

“Penny, ¿puedo pasar? Tenemos que hablar un momento antes de que llegue Beth”.

Siguió sin obtener respuesta y Beth ya estaba a solo cien metros así que decidió entrar, dejando la puerta abierta para Beth.

“Penny”, gritó. “Te dejaste la puerta abierta. Beth está aparcando. ¿Recibiste mi mensaje? ¿Podemos hablar un minuto en privado antes de empezar?”.

Pasó al recibidor y esperó. No hubo ninguna respuesta. Se movió a la sala de estar donde generalmente recibían las lecciones de yoga. También estaba vacía. Estaba a punto de entrar a la cocina cuando Beth entró a la casa.

“¡Damas, estoy aquí!”, les llamó desde la puerta principal.

“Hola, Beth”, dijo Eliza, girándose para saludarle. “La puerta estaba abierta, pero Penny no me responde. No estoy segura de lo que pasa. Quizá se quedó dormida o está en el baño o algo así. Puedo mirar arriba… si quieres, puedes prepararte algo de beber. Estoy segura de que solo tardará un minuto”.

“No te preocupes”, dijo Beth. “Mi cliente de las nueve y media me ha cancelado así que no tengo prisa. Dile que se tome su tiempo”.

“Muy bien”, dijo Eliza mientras empezaba a subir las escaleras. “Danos solo un minuto”.

Iba a mitad de camino por las escaleras cuando se preguntó si a lo mejor hubiera debido tomar el ascensor. El dormitorio principal estaba en el tercer piso y el ascensor no le hacía la menor gracia. Antes de que pudiera reconsiderarlo en serio, escuchó un grito que venía del piso de abajo.

“¿Qué pasa?”, gritó mientras se giraba sobre sí misma para bajar a toda prisa las escaleras.

“¡Date prisa!”, gritó Beth. “¡Por Dios, corre!”.

Su voz provenía de la cocina. Eliza echó a correr cuando alcanzó el piso de abajo, atravesando la sala de estar a toda prisa para doblar la esquina.

En el suelo de baldosas hispánicas de la cocina, tumbada en un charco inmenso de sangre, estaba Penny. Se le habían quedado los ojos abiertos de terror, y el cuerpo estaba contraído por un horripilante espasmo mortal.

Eliza se apresuró a acercarse a su mejor y más antigua amiga, resbalándose con el líquido espeso al hacerlo. Su pie salió hacia adelante y se cayó de espaldas al suelo, donde todo su cuerpo se bañó de sangre.

Tratando de no echarse a vomitar, gateó y le puso las manos en el pecho a Penny. Hasta con la ropa puesta, estaba fría. A pesar de ello, Eliza le sacudió, como si eso pudiera despertarla.

“Penny”, le rogaba, “despierta”.

Su amiga no le respondía. Eliza miró a Beth.

“¿Conoces alguna técnica de reanimación?”, le preguntó.

“No”, dijo la joven con voz temblorosa, sacudiendo la cabeza. “Pero creo que es demasiado tarde”.

Ignorando su comentario, Eliza intentó acordarse de la clase de reanimación que había tomado hacía años. Era para tratamiento infantil, pero supuso que deberían aplicarse los mismos principios. Abrió la boca de Penny, le echó la cabeza hacia atrás, le cerró los orificios de la nariz con dos dedos, y sopló con fuerza sobre la boca de su amiga.

Entonces se encaramó a la cintura de Penny, puso una mano sobre la otra con las palmas hacia abajo, y presionó la palma de su mano sobre el esternón de Penny. Lo hizo por segunda vez y después una tercera, intentando crear cierto ritmo.

“Oh, Dios”, escuchó murmurar a Beth. Elevó la vista para ver lo que pasaba.

“¿Qué pasa?”, le exigió con firmeza.

“Cuando presionas sobre ella, le rezuma sangre del pecho”.

Eliza bajó la vista. Era cierto. Cada presión causaba una lenta filtración de sangre desde lo que parecían ser unos cortes bastante anchos en su cavidad pectoral. Elevó la vista de nuevo.

“¡Llama al nueve-uno-uno!”, gritó, aunque sabía que no serviría de nada.



*



Jessie, que se sentía sorprendentemente nerviosa, llegó pronto al trabajo.

Con todas las medidas adicionales de seguridad que había dispuesto, decidió salir de casa con veinte minutos de antelación para su primer día de trabajo en tres meses, para asegurarse de llegar antes de las 9 de la mañana, la hora a la que le había pedido el Capitán Decker que apareciera. Pero parece que su capacidad de transitar las curvas y descensos ocultos había mejorado mucho, porque no tardó tanto como esperaba en llegar a la Comisaría Central.

Mientras caminaba desde la zona de aparcamiento a la puerta principal de la comisaría, sus ojos se movían de un lado a otro, en busca de cualquier cosa fuera de lo normal. Entonces recordó la promesa que se había hecho a sí misma justo antes de quedarse dormida la noche anterior. No iba a permitir que la amenaza de su padre le reconcomiera por dentro.

No tenía la menor idea de lo específica o general que fuera la información que le había pasado Bolton Crutchfield a su padre. Ni siquiera podía estar segura de que Crutchfield estuviera diciendo la verdad. De todas maneras, no había mucho más que pudiera hacer al respecto además de lo que ya estaba haciendo. Kat Gentry estaba repasando las cintas de video de las visitas que había recibido Crutchfield. Básicamente, vivía en un búnker. Hoy le iban a dar su arma oficial. Más allá de esto, tenía que vivir su vida. De lo contrario, se volvería loca.

Regresó hasta la zona de oficina principal de la comisaría, más que un tanto aprensiva de la recepción que le darían después de estar fuera tanto tiempo. Por no añadir que la última vez que había estado aquí era solo una criminóloga asesora interina.

Ahora la etiqueta de interinidad había desaparecido y, aunque técnicamente todavía era una asesora, ahora le pagaba el L.A.P.D. y recibía todos los beneficios del cuerpo. Esto incluía el seguro médico que, a juzgar por su experiencia reciente, iba a necesitar a granel.

Cuando puso el pie dentro de la zona central de trabajo, que consistía de docenas de escritorios, separados solamente por unos paneles de corcho, respiró y esperó, pero no pasó nada. Nadie le dijo ni palabra.

De hecho, nadie pareció notar que había llegado. Algunos tenían la cabeza agachada, examinando los archivos de varios casos. Otros estaban concentrados en la gente que tenían al otro lado de la mesa, en su mayoría testigos o sospechosos esposados.

Se sintió ligeramente decepcionada. Aunque más que eso, se sintió como una tonta.

¿Y qué me esperaba, un desfile?

No es como si hubiera ganado el mítico Premio Nobel por su resolución de crímenes. Había ido a una academia de formación del FBI durante dos meses y medio. Estaba bastante bien, pero nadie se iba a poner a aplaudir por ella.

Atravesó silenciosamente el laberinto de escritorios, pasando junto a detectives con los que había trabajado previamente. Callum Reid, de cuarenta y tantos años, levantó la vista del archivo que estaba leyendo. Cuando le hizo un gesto de asentimiento, casi se le caen las gafas de la frente, donde estaban apoyadas.

Alan Trembley de veintitantos años, con sus ricitos rubios y revueltos como de costumbre, también llevaba gafas, pero las suyas estaban sobre el puente de su nariz mientras interrogaba sin piedad a un hombre mayor que parecía ebrio. Ni siquiera cayó en la cuenta de que Jessie había pasado a su lado.

Alcanzó su escritorio, que estaba vergonzosamente ordenado, se quitó de encima la chaqueta y la mochila, y se sentó. Mientras lo hacía, pudo ver cómo Garland Moses se acercaba lentamente desde la sala de descanso, y empezaba a subir las escaleras a su oficina en el segundo piso en lo que básicamente era un cuarto de limpieza.

Resultaba ser una estación de trabajo de lo menos deslumbrante para el criminólogo más célebre que tenía el L.A.P.D., pero a Moses no parecía importarle. De hecho, no había gran cosa que le consiguiera alterar. Con más de setenta años y trabajando como asesor para el departamento más que nada para esquivar al aburrimiento, el legendario criminólogo podía hacer prácticamente lo que le diera la gana. Agente del FBI en el pasado, se había mudado a la costa oeste para retirarse, pero le habían acabado convenciendo para que asesorara al departamento. Le pareció bien, siempre y cuando pudiera escoger sus casos y trabajar las horas que quisiera. Considerando su historial de éxitos, nadie puso ninguna objeción en su momento ni la tenían hasta ahora.

Con un asomo de pelo canoso despeinado, piel cuarteada, y un guardarropa del año 1981, tenía reputación de ser un gruñón en el mejor de los casos, y de francamente grosero en el peor de ellos. Sin embargo, durante la única interacción significativa que Jessie había tenido con él, le había resultado, si no cálido, al menos dispuesto a conversar. Quería hurgar todavía más en su cerebro, pero todavía le daba algo de reparo ponerse a hablar con él directamente.

Mientras él bajaba las escaleras y salía de su campo visual, echó una mirada alrededor, en busca de Ryan Hernández, el detective con el que había trabajado con más frecuencia y con quién ya se sentía lo bastante cómoda como para considerarle un amigo. De hecho, acababan de empezar a llamarse por el nombre de pila, algo de lo más serio en círculos policiales.

Lo cierto es que se habían conocido en circunstancias no profesionales, cuando el profesor de Jessie le había invitado a dar una charla en su clase de psicología criminal en su semestre final en UC-Irvine el pasado otoño. Ryan había presentado un caso de estudio, que solo Jessie de toda su clase había sido capaz de resolver. Más tarde, ella se había enterado de que solo era la segunda persona que lo adivinaba.

Después de eso, se habían mantenido en contacto. Ella le había llamado para pedir ayuda cuando aumentaron sus sospechas sobre los motivos de su marido, pero antes de que él tratara de matarla. Y cuando se mudó de regreso a DTLA, le asignaron a la Comisaría Central, donde él trabajaba.

Habían trabajado en varios casos juntos, entre ellos el asesinato de una filántropa de la alta sociedad, Victoria Missinger. En gran parte, fue gracias a que Jessie descubrió a su asesina que se había ganado el respeto que le aseguraba el curso del FBI. Y no hubiera sido posible sin la experiencia y los instintos de Ryan Hernández.

De hecho, le tenían en tal estima que le habían asignado a una unidad especial en Robos-Homicidios llamada la Sección Especial de Homicidios, o S.E.H. Se especializaban en casos de gran renombre que generaban un montón de interés mediático o escrutinio del público. En general, eso significaba incendios provocados, asesinatos con múltiples víctimas, asesinatos de individuos conocidos y, por supuesto, asesinos en serie.

Además de sus talentos como investigador, Jessie debía admitir que tampoco era mala compañía en absoluto. Tenían una buena comunicación entre ellos, como si se hubieran conocido desde mucho más tiempo. En unas cuantas ocasiones mientras estaba en Quantico, cuando tenía las defensas bajas, Jessie se preguntaba si acaso las cosas hubieran podido ser diferentes de haberse conocido en otras circunstancias. Pero en ese momento, Jessie todavía estaba casada y Hernández llevaba más de seis años con su mujer.

Justo en ese instante el Capitán Roy Decker abrió su despacho y salió afuera. Alto, delgado, y casi completamente calvo excepto por cuatro pelos desmandados, Decker todavía no tenía ni sesenta años, pero parecía mucho mayor, con un rostro cetrino y arrugado que sugería un estrés constante. Su nariz acababa en punta y sus ojillos estaban alerta, como si estuviera siempre a la caza, algo que Jessie daba por sentado.





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En LA CASA PERFECTA (Libro #3), la criminóloga Jessie Hunt, de 29 años, recién salida de la Academia del FBI, regresa para verse acosada por su padre asesino, atrapada en un juego letal del gato y el ratón. Mientras tanto, debe apresurarse a detener a un asesino en un nuevo caso que le lleva hasta las profundidades de los suburbios—y al precipicio de su propia mente. Y se da cuenta de que la clave para su supervivencia depende de que descifre su pasado—un pasado al que no quería volver a enfrentarse.Un thriller de suspense psicológico de ritmo trepidante con personajes inolvidables y suspense que acelera el corazón, LA CASA PERFECTA es el libro #3 de una excitante serie nueva que le hará pasar páginas hasta altas horas de la madrugada.El Libro #4 de la serie Jessie Hunt estará disponible muy pronto.

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