Книга - El Criterio De Leibniz

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El Criterio De Leibniz
Maurizio Dagradi

TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE

Delia Sanz Nieto


Un descubrimiento científico casual es el inicio de una aventura impactante que llega a los límites de la ciencia y empuja para superarlos. Los protagonistas son arrastrados por caminos inusuales e inesperados, y se enfrentan a situaciones completamente fuera de lo normal. La aventura de la ciencia y la tecnología también se convierte en aventura interior para algunos de ellos, que descubren aspectos de su vida privada y de su propia sexualidad desconocidos hasta entonces. En una rica secuencia de eventos interesantes y giros de la trama, la historia envuelve al lector y lo mantiene en suspenso desde el principio hasta el final.












EL CRITERIO DE LEIBNIZ

de

Maurizio Dagradi

Traducción de Delia Nieto Sanz


(Título original: «Il criterio di Leibniz»)



Prefacio




A nadie le gusta leer los prefacios, incluido yo mismo, así que seré breve.


Este libro quiere contribuir a abrir la mente de muchas (demasiadas) personas escépticas que no sienten instintivamente que el universo bulle de vida, o que todavía no han afrontado el problema.

Quien haya intentado explicarles de manera más o menos argumentada, más o menos científica, más o menos filosófica cómo son las cosas en realidad se habrá dado cuenta de que el número de personas a las que ha conseguido convencer seriamente es irrisorio con respecto al número de sujetos interpelados. No sé por qué; no sé si es por el patrimonio genético, o por la información que la persona haya podido recibir en su infancia, o por qué otra razón. El hecho es que esta situación trágica es degradante para la raza humana, que es sólo una de las numerosísimas razas diferentes dispersas en el universo.

Me gusta pensar que en este momento otro iluso y presuntuoso como yo esté escribiendo un prefacio parecido de un libro parecido en el primer planeta de Epsilon Eridani para intentar convencer a sus lectores de que puede haber otras razas con solo dos piernas y dos brazos, y que a lo mejor no respiran formaldehido líquido.



Post-prefacio



Si habéis llegado hasta aquí, os amo. Os amo porque ya tenéis la Chispa, o La queréis encender.

Mientras tanto, decid adiós a los que por ahora no lo han conseguido y ahora me están maldiciendo con las ofensas más sangrientas y más degradantes que su léxico puede exprimir. Irán a la tienda donde han adquirido incautamente este libro, lo tirarán sobre el mostrador con fuerza e intentarán que se les devuelva el dinero o que se lo cambien por otro, mostrando al vendedor incapacitado su enorme indignación por el hecho de que un editor haya tenido el pésimo gusto de publicar una tal porquería. Estos individuos no nos acompañarán nunca en nuestro creer en una Verdad, si es que alguna vez ha habido una que lo mereciese y no fuese una religión, que requiere un acto de fe.



Prólogo



El helicóptero de combate levitaba a diez metros de altura sobre el pantano pestilente, con el rotor de cola parándose a ratos, haciendo que el fuselaje empezase a girar en su sentido natural, opuesto al del rotor principal. Inmediatamente después el rotor de cola volvía a funcionar, y el delicado equilibrio se restablecía de nuevo con peligrosos bandazos hasta la vez siguiente, que podía ser la última. Sin el rotor de cola el helicóptero habría entrado en autorrotación y se habría perdido toda posibilidad de gobernar el aparato.

En la cabina, el piloto luchaba para mantener la estabilidad y la posición, accionando los mandos con una delicadeza y una precisión que contrastaban de manera onírica con su estado: de su hombro izquierdo salía un trozo de cristal proveniente del parabrisas, hundido al menos cinco centímetros en la carne; alrededor de la herida el traje estaba empapado de sangre que se extendía rápidamente hacia el brazo y el tórax del hombre. Muchos otros fragmentos de cristal estaban esparcidos sobre sus rodillas y por el suelo del habitáculo.

A su derecha, el copiloto yacía volcado hacia atrás, sujeto al asiento, degollado por otro trozo de cristal. La sangre borbotaba copiosamente de la carótida seccionada, bombeada sin parar por su corazón ignaro.

El comandante intentaba mantener el helicóptero sobre la posición establecida, pero para ello solo contaba con referencias visuales, ya que cuando el parabrisas había recibido el golpe y los fragmentos les habían saltado encima, al ver la herida de su compañero había vomitado sobre el panel de control, y casi todos los instrumentos habían quedado cubiertos por un líquido amarillento, e invisibles. Con el rotor de cola seriamente dañado, no podía permitirse quitar una mano de los mandos, ni siquiera durante los pocos segundos necesarios para limpiar lo suficiente los instrumentos fundamentales.

Sus únicas referencias eran el horizonte lejano, sobre el cual floraba la luz violeta, innatural, del crepúsculo de ese maldito lugar, y los bosques oscuros a su izquierda, de los que habían surgido pocos minutos antes los otros miembros de la expedición.

En el área de carga, detrás de la cabina de pilotaje, dos soldados yacían en el suelo en posiciones absurdas, como dos sacos de patatas arrojados sin cuidado. El primero era robusto, de mediana estatura, con el pelo negro y la barba de algunos días. Su pierna derecha estaba sujeta con una férula para mantener alineado el fémur destrozado; habían cortado sus pantalones y le faltaba la bota. Toda la pierna estaba cubierta con sangre coagulada. El hombre estaba inconsciente por la pérdida de sangre causada por la brutal fractura. Su ritmo cardíaco era lento y débil, su cuerpo estaba frío, con una palidez mortal.

El segundo soldado era una mujer. Era rubia, con pelo corto, apelmazado por la sangre que goteaba de una herida enorme en la cabeza, sobre la oreja izquierda. Una porción de piel de un diámetro de al menos seis centímetros había desaparecido, junto al pelo que la cubría, y esa deformación resultaba absurda al lado de las facciones suaves de la chica, mandíbula redondeada, barbilla discreta, nariz ligeramente puntiaguda y labios carnosos. Sus ojos estaban cerrados, pero los párpados se movían como a sacudidas, sin llegar a abrirse. Sus labios temblaban, como pronunciando un discurso silencioso, y su cuerpo era recorrido por los escalofríos provocados por la fiebre alta.

Los uniformes de ambos eran completamente anónimos, carentes de cualquier símbolo. Ningún escudo con el nombre, ningún grado, nada que pudiese identificarlos. Eran SAS, Special Air Service, la unidad de fuerzas especiales mejor preparada del mundo. Eran combatientes superiores, preparados para operar y sobrevivir en condiciones imposibles, con cualquier clima y contra cualquier enemigo, rápidos, eficientes, mortales. Sus misiones siempre eran secretas, por lo que su identidad debía ocultarse.

Y ahora estaban inermes y eran sacudidos de un lado para otro con cada bandazo del helicóptero, mientras lo único que impedía que cayeran era una cuerda atada a su cintura y asegurada a un asa del compartimento de carga.

Las armas de a bordo estaban completamente descargadas, incluida la novísima arma de plasma, que ahora se balanceaba medio fundida fuera de su soporte, bajo el vientre del helicóptero. Era el primer prototipo, y no estaba previsto que debiese disparar continuamente durante un periodo prolongado. Y todo esto solo por intentar llegar al punto de contacto y mantener la posición.

—¡Adams! ¡Prepárate para descender! —la llamada llegó fuerte y clara a los auriculares del piloto.

Justo en ese momento el rotor de cola vaciló otra vez, pero el piloto recuperó rápidamente el equilibrio, mientras respondía:

—¡Listo, señor!

Bajo el helicóptero, en la cuenca formada por el giro de las palas sobre el agua pútrida, tres figuras estrechamente reagrupadas eran arrastradas por el flujo cíclico de aire que se abatía violentamente sobre ellas.

El comandante Camden estaba disparando sin cesar hacia los bosques con la ametralladora de campo, sujetándola con el brazo a pesar de su tamaño prohibitivo. El arma estaba caliente y era pesadísima. El soldado apretaba los dientes mientras la sostenía con sus manos quemadas, el dedo contraído sobre el gatillo, los ojos inyectados en sangre, expresando un odio feroz, inextinguible, que se convertía en un torrente de balas que el cañón negro de aquel instrumento de muerte vomitaba sin pausa. Camden estaba cubierto de sangre de los pies a la cabeza, en parte por algunas heridas superficiales en el tórax y en los brazos, pero, sobre todo, por la sangre de los compañeros heridos a los que había ayudado y arrastrado hasta el punto de recogida.

—¡Comandante!

Camden oyó a malas penas a la chica que gritaba para superar el martilleo continuo de la ametralladora. Con los pies firmemente anclados en el fango del pantano, sujetaba por debajo de los brazos a un chico inconsciente, de piel oscura, que yacía boca abajo y estaba medio sumergido en el agua. Su cabeza se balanceaba inerte, la boca entreabierta, los ojos cerrados. De una enorme herida en su abdomen salía parte de sus tripas.

La chica miraba con desesperación hacia el bosque, después al chico herido, después al comandante que seguía disparando. Estaba llegando al límite de sus fuerzas, el pelo negro estaba pegado a la cabeza por el sudor y la mugre, que recubrían todo su cuerpo de color de café con leche, al que se adhería la ropa empapada de fango maloliente.

—¡Mayor! —volvió a llamar, con un grito histérico.

Camden le respondió gritando a su vez, sin dejar de vomitar fuego hacia el bosque.

—¡Ahora tenemos suficiente ventaja para que el helicóptero pueda aterrizar!

»¡Adams! ¡Ahora!

—¡Roger


(#litres_trial_promo), Señor!

Adams inició el descenso, pero cuando estaba a unos seis metros de cota el rotor de cola se paró y el helicóptero entró en autorrotación. El piloto intentó inútilmente hacer funcionar el rotor, al mismo tiempo que maniobraba para intentar elevar el aparato.

—¡Emergencia, emergencia! ¡Quitaos de ahí! —gritó Adams.

Camden percibió el helicóptero fuera de control por el rabillo del ojo, y comprendió la situación inmediatamente. No tenían tiempo para huir, y, de todas formas, ser aplastado por el helicóptero que se precipitaba era preferible al atroz destino que se aproximaba desde el bosque. En su cara se pintó una sonrisa irónica y su mirada se iluminó con una luz diabólica, la expresión de un hombre que mira cara a cara a su propia muerte, y al desafío que se le presenta. Siguió disparando brutalmente en la oscuridad, sin ni siquiera sentir el dolor del metal incandescente o el peso del arma.

La chica comprendió.

—¡No! —gritó desesperada, con toda la energía que le quedaba—. ¡No, no, no! ¡Ahora no! —sollozó desesperada—. Estábamos tan cerca, tan cerca... ¡¿por qué?! ¡¿Por qué?!

Bajó la mirada hacia el chico herido, y un inmenso desaliento le anegó el alma. Estaban a un paso de la muerte, ahora.

Su corazón palpitó.

Y en ese momento terrible, mientras sujetaba a su chico, con el helicóptero que podía aplastarla en cualquier momento, con el tronar de la ametralladora que le descomponía los miembros, y con las piernas sumergidas hasta los muslos en aquella agua fétida, sus pensamientos se centraron en aquello que ella había ignorado durante tanto tiempo, y que había encerrado en una esquina recóndita de su memoria.

Levantó su mirada al cielo, y con las lágrimas que le regaban las mejillas azotadas por el viento cíclico generado por el helicóptero averiado, empezó a rezar.

—Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu Voluntad así en el cielo como en la tierra...




Primera parte


«Estás con nosotros, Ryuu,

estás con nosotros.

Cada noche vendremos contigo sobre el mar negro,

y sabremos que nos estás esperando

con tus fuertes brazos abiertos.

Subirás al barco como la espuma de las olas

y a nuestro lado, junto a nosotros, tirarás las redes,

como las noches pasadas,

cuando tus ojos y tu sonrisa

nos hacían afrontar la tempestad con alegría.»



Noboru.

Capítulo I



Todo empezó de manera casual, como sucede a menudo en estos casos.

El estudiante Marlon se disponía a recoger los instrumentos que estaban sobre la mesa de un laboratorio de física de la Universidad de Manchester, gruñendo, irritado, porque el profesor Drew le había impuesto hacerlo cuando estaba saliendo para a ir a casa.

—Recoge mi experimento, Marlon, antes de irte, ¡de todas maneras no funciona! —le había ordenado.

¿No podía esperar al día siguiente? Ya era tarde, por la noche, ¿quién diablos habría venido a controlar si habían dejado el laboratorio ordenado?

—¡Bah! —suspiró, resignado, Marlon—, el camino de la física pasa también a través de las angustias de los profesores viejos.

Había apoyado su bocadillo de jamón en una placa de acero que habían utilizado para el experimento, ya que acababa de desenvolverlo justo antes de que Drew le diera la orden, y aquella superficie le parecía la más limpia del laboratorio en ese momento.

Iba a coger unos aparatos cuando el gato del laboratorio, de pelo largo anaranjado, saltó ágilmente sobre la mesa, caminó sobre el teclado del ordenador, mordió la parte superior del bocadillo, apartó con sus patas algunas regulaciones micrométricas y, finalmente, saltó al suelo. Todo en unas pocas décimas de segundo.

Marlon dejó escapar un grito ahogado y empezó a perseguir al gato, el cual se refugió en un instante en lo alto de la estantería más alta del laboratorio.

El estudiante llegó furioso al pie de la estantería, agitando los puños en dirección al gato y haciéndolo objeto de adjetivos poco amables, y luego, como persona razonable que era, estimó que la energía requerida para una recuperación incierta del alimento robado era superior a la energía que este le habría proporcionado, así que se calmó y se dio por vencido, pensando que, de alguna manera, así salía ganando él. Dirigió una última mirada de reprobación al gato y volvió a la mesa.

Cuando se encontró delante de los restos de su pobre bocadillo y lo observó, se bloqueó de golpe y, a medida que la conciencia se abría camino en su mente, fue entrando en una especie de trance, con los ojos fuera de las órbitas, disparados, fijos en el bocadillo, mientras un sudor frío salía de su frente y empezaba a gotear copiosamente por su cuerpo, ya de por sí húmedo, con la ropa empapada, las manos temblorosas, los pulmones con espasmos buscando aire desesperadamente.

Más o menos en el centro del bocadillo, un poco hacia arriba a la derecha, faltaba un trozo, y ese trozo no era de una forma cualquiera, lo que habría hecho pensar que era un trozo que el gato había arrancado junto al resto. No, era una porción de unos cuatro centímetros de longitud, ancha un centímetro y ondulada paralelamente a los lados más largos, los horizontales.

No había indicios de quemaduras, migas o residuos de cualquier otro tipo, olores o vapores de combustión. Simplemente, esa parte del bocadillo ya no estaba.

Ese trozo con forma de sándwich había sido ¿desplazado?, ¿desintegrado? ..., ¿qué?

En la cabeza de Marlon pasaron a la velocidad del rayo todas las hipótesis de las que tenía conocimiento, ortodoxas o no, y mientras tanto la catalepsia empezó a retirarse, la respiración tornó progresivamente a la normalidad y él retornó al presente.

Marlon no lo sabía todavía con certeza, pero la Historia de la humanidad estaba en un punto de inflexión crucial.

En ese momento.

Para siempre.

Capítulo II



Prestando mucha atención para no tocar mínimamente la mesa, y con la mirada fija en el gato, ovillado en la estantería a unos diez metros de distancia y dispuesto a mordisquear el trozo de pan, Marlon se movió hacia el teléfono instalado en la pared, a su espalda. Intentó recordar el número de casa de Drew: lo había llamado una vez para pedirle ayuda sobre una tarea. Acababa en 54, ¿o en 45?

—Oh, ¡al infierno!

Compuso el primer número y, después de una breve espera, el profesor respondió al teléfono:

—¡Cof...! ¿Dígame? —el profesor estaba resfriado.

—Profesor, soy Marlon, creo que sería mejor que volviera inmediatamente al laboratorio, hay algo que tendría que ver y...

—¡Marlon! —lo interrumpió Drew, sin mucha ceremonia—, sabes que he tenido un día complicado: el rector me ha comunicado que los fondos para nuestro laboratorio han sido recortados en un cuarenta por ciento y... cof... parece que, encima, no me dejarán jubilarme este año. ¡Espero que sea por una razón muy, muy importante!

—Bueno, profesor, creo que, si no lo quiere también usted, el Nobel será todo para mí.

—¿Qué estás diciendo, Marlon? ¡No tengo tiempo que perder con bromas!

Marlon no perdió la compostura.

—Es su experimento, profesor. Produce un efecto que...

El estudiante percibió una brevísima conmoción y, pocos segundos después, oyó un portazo. Todavía podía oír los ruidos de la casa de Drew. La televisión estaba encendida y soltaba vacuidades como siempre. El profesor ni siquiera había colgado el teléfono.



Marlon volvió a vigilar el experimento, sin olvidarse del gato para evitar un segundo asalto que seguramente habría tenido consecuencias desastrosas. El animal estaba comiéndose el bocadillo a mordiscos pequeños, pero con cada mordisco la comida disminuía inexorablemente, y el gato empezaba a mirar la mesa con discreción.

Drew no llegaba.

Marlon maldijo no haber dado nunca de comer a ese gato, y es que sabía que otros estudiantes se ocupaban de él. Lo que no sabía es que ese día esos estudiantes habían ido a una conferencia y no habían dado de comer al gato, convencidos de que Marlon se habría ocupado de ello.

Mientras tanto el michino había acabado el bocadillo y se estaba estirando, sin quitar los ojos de la mesa. Marlon empezó a sudar, sin saber cómo hacer, cuando oyó el ruido de la puerta de un coche que se cerraba y un corretear rápido por el camino de acceso al laboratorio.

La puerta se abrió de golpe y entró Drew. En cuanto su cabeza pasó por el umbral de la puerta sus ojos abarcaron la escena entera y valoró rápidamente la situación: Marlon estaba inmóvil delante de la mesa, con los ojos fijos en el gato, que parecía seriamente motivado en atrapar un bocadillo sobre la placa del experimento, que parecía todavía montado.

Drew tenía una buena relación con el gato y resolvió el impasse de manera absolutamente banal:

—¡Niels! ¡Fuera!




Con esa orden seca, el gato con un nombre tan importante


(#litres_trial_promo) salió inmediatamente por la ventana del laboratorio, que siempre estaba medio abierta por la noche para permitir la ventilación.

Marlon dio un suspiro de alivio y empezó a relajarse. Fue a cerrar la ventana y comenzó a contar todo al profesor. Le narró los hechos esenciales, ya que los físicos son gente sintética, y acabó con su hipótesis:

—Creo que el gato ha encontrado casualmente una regulación crítica del experimento que produce un desplazamiento o desintegración de la materia sobre la placa. Por ahora no encuentro otra explicación.

Durante el relato, Drew había observado el experimento, y registrado todos los valores indicados por el ordenador, así como la regulación fina de los instrumentos conectados.

—Marlon, aparentemente ha sucedido lo que dices tú, pero sabes bien que para que un experimento sea válido debe ser reproducible. Tenemos que guardar todos los parámetros de la situación actual, y después intentar reproducir el efecto observado.

Antes de nada, sin tocar nada, Drew cogió de un estante una máquina fotográfica digital, equipada con un dispositivo que superponía un retículo de gradación fina a la imagen tomada; fotografió todos los objetos que estaban en la mesa de laboratorio, separadamente y en grupo, desde distintos puntos de vista. La malla permitiría conocer después la distancia y los ángulos exactos entre los distintos objetos, lo cual permitiría restaurar la configuración del experimento. Fotografió incluso la pantalla del ordenador, donde aparecían todos los parámetros de configuración de los distintos instrumentos controlados por él, y luego Marlon guardó todos los parámetros en un fichero.

Descargaron en otro ordenador todas las imágenes tomadas, y los ficheros con los parámetros, hicieron dos copias y las conservaron separadamente: una en la bolsa de Drew y la otra en la chaqueta de Marlon.

Ahora era el momento crucial: tenían que intentar reproducir el efecto.

Drew desplazó el trozo de pan sobre la placa para colocarlo otra vez en la zona de la que había desparecido la materia antes.

—Como no sabemos nada sobre cómo pueda funcionar la cosa, procederemos de manera casual, modificando un parámetro cada vez y observando lo que sucede. Marlon, escoge un parámetro en el ordenador. Empezaremos con este.

Marlon se volvió hacia la pantalla y eligió el primer parámetro sobre el que cayeron sus ojos.

—Modificaré el K22. Ahora está a 1.123,08 V


(#litres_trial_promo). Lo pongo a cero.

El estudiante ejecutó el cambio.

No sucedió nada.

—Aumento con pasos de 10 V. Ahora el K22 está a 10 V, 20 V, 30 V...

Nada.

Llegados a 350 V, Drew dijo a Marlon de aumentar con pasos de 50 V.

—…400 V, 450 V, 500 V…

Nada.

El generador zumbaba de manera siniestra con el aumento de tensión.

—…950, 1.000, 1.050, 1.100, 1.150, 1.200 V…

Nada.

Marlon paró. Dejó de aumentar la tensión.

—Profesor, hemos superado el valor del experimento.

—Lo he visto, Marlon —Drew estaba reflexionando intensamente—. Bien, dale un valor de 1.123,08 V a K22 directamente, como estaba antes.

Marlon cambió el valor con el teclado, y antes de validar el cambio se paró, intercambió una mirada intensa con Drew, los dos centraron su atención en el bocadillo y luego el joven activó el parámetro: instantáneamente, como si fuera lo más natural del mundo, una porción del bocadillo desapareció. Su forma era exactamente igual a la que había desaparecido anteriormente.

Drew se quedó sin aliento. A decir verdad, no había creído que el efecto descrito por Marlon hubiera ocurrido realmente, y pensaba que seguramente habría una explicación convencional.

Asistir directamente a la manifestación del efecto lo había noqueado. Le pareció que se hundía en un vacío que acababa de crearse bajo él, y se tambaleó. Por fortuna estaba sentado y bastó que el estudiante lo sujetase un momento, impidiendo que cayera. Se imaginó lo que debía haber sentido Marlon cuando vio el efecto la primera vez. Necesitó casi un minuto para recuperarse y volver a tener el control total de sí mismo. Ya no sentía el cansancio del día, no tenía sueño, su mente era ahora un instrumento potente y afilado, concentrado totalmente en el experimento.

—Bien, Marlon —dijo Drew con frialdad—, vuelve a poner el K22 a cero y luego a 1.123,08 V otra vez. —Mientras lo decía desplazó convenientemente el trozo de pan.

Marlon hizo lo que se le pedía, y la materia volvió a desaparecer.

Lo intentaron poniendo el K22 a 1.123,079 V, sin resultado.

—Ahora sabemos que el K22 produce el efecto solo si llega directamente al valor crítico. No es una manifestación gradual del fenómeno, ni siquiera para valores cercanos al valor crítico. Parece que estemos ante algo realmente preciso, que, o se manifiesta o no se manifiesta en absoluto, según el valor que demos al parámetro. Bien, ahora probemos con los otros parámetros. Procede ordenadamente, a partir del primero, variándolos gradualmente como hemos hecho con el K22.

Marlon intervino:

—Profesor, queda poco pan; creo que deberíamos probar con otro material antes de pasar a los otros parámetros.

—Mmm, tienes razón.

Drew cogió un bloque de teflón de otra mesa y lo colocó sobre la placa.

Variando el K22 lo hicieron desaparecer también. Obtuvieron el mismo resultado con un trozo de madera, un prisma, una lámina de plomo y el borrador de la pizarra. Vieron que el espesor de la materia que desaparecía era de medio centímetro.



Eran las diez de la noche cuando empezaron a variar los otros parámetros. Habían apagado todas las luces menos una lámpara que estaba sobre la mesa. La luz espectral de la luna entraba por la ventana cercana, iluminando la espalda de dos personas inclinadas sobre una mesa desgastada de un laboratorio de física normal y corriente. Su trabajo era silencioso, monacal. El estudiante seguía al maestro, y el maestro sacaba energía de la intuición del estudiante, joven pero perspicaz. Bastaban pocas palabras, a veces tan solo leves gestos, para que se comprendieran al vuelo y siguieran en perfecta sintonía el análisis de un fenómeno tan portentoso como misterioso.

—Debe ser un intercambio —observó Drew durante las pruebas.

Marlon lo miró con aire interrogativo.

—Si la materia fuera desplazada o se desintegrara, en su lugar quedaría un vacío, y el aire alrededor lo rellenaría inmediatamente, produciendo un ruido seco, como un chasquido. Como no oímos ningún ruido, creo que la materia que desaparece de aquí va a otro sitio, y es sustituida por un volumen de aire que aparece en su lugar. El intercambio debe ser instantáneo y ocurrir en el mismo instante.

«Quién sabe a dónde va a parar todo esto», se preguntó Marlon, «¿a dónde estará apuntando el instrumento?»

En un momento dado apagaron la única lámpara que seguía encendida y hasta la pantalla del ordenador, para observar eventuales efectos ópticos asociados al experimento.

El interior del laboratorio estaba oscuro, salvo por la luz de la luna, que iluminaba débilmente el ambiente.

Ningún ruido, excepto el del ventilador del ordenador que soplaba suavemente y el zumbido tranquilo del generador de alta tensión.

Marlon sintió el impulso de mirar por la ventana y notó algo extraño: la cara que nos parece ver cuando miramos la luna ahora parecía que los observase atónita, como si no se debiera hacer lo que estaban haciendo en el laboratorio.

O no se debiera hacer todavía.

Marlon tuvo un escalofrío, pero se recuperó y activó el intercambio.

El laboratorio cayó en la oscuridad más completa. El estudiante se congeló al instante; la frente se le llenó de gotas de sudor.

—Profesor... —murmuró.

En respuesta, oyó solamente un extraño crujido. No se atrevía a moverse. El sudor aumentaba.

Parecía que el tiempo se hubiera parado.

Siempre oscuro, una oscuridad opresora, como una mano enorme que lo aplastase cada vez más.

La tensión se había vuelto intolerable.

Pasó medio minuto más, después el viento apartó la nube que había tapado la luna, sin que los dos lo supieran, y esta volvió a iluminar con una luz fría la escena.

Marlon miró a Drew.

El anciano profesor tenía los ojos fuera de las órbitas, la cara pálida como un trapo, y se aferraba con las manos a la mesa, fuertemente, con los nudillos blancos por el esfuerzo. Eso era lo que produjo el crujido que había oído poco antes. La seguridad y el autocontrol de Drew habían desaparecido, y en aquel momento tan solo exprimía una cosa: miedo.

—Profesor... —insistió Marlon.

Drew consiguió salir de su pavor, lentamente.

—Enciende la luz, Marlon —susurró con dificultad.

El chico buscó el interruptor y encendió la lámpara. Una luz vívida iluminó la mesa. Sin decir nada, fue hacia la pared y encendió todas las luces del laboratorio.

Parecía que la vida estuviese volviendo, que aquellos instantes de terror estuvieran cancelados por toda esa luz. Drew se levantó de la silla y dio unos pasos. Se secó la frente con un pañuelo.

Marlon volvió a la mesa y observó la placa del experimento. La materia había desaparecido, como siempre. No había nada distinto. El estudiante miró al profesor, que estaba volviendo a su sitio. Sus miradas se cruzaron, y ambos supieron que en aquel momento dramático habían sentido lo mismo.

—Autosugestión. Solo autosugestión. Es tarde, estamos cansados y enfrentándonos a problemas difíciles. Puede suceder... —Drew hablaba, inseguro, intentado recuperar el control de sí mismo.

—Cierto. Será eso —Marlon aprobó, poco convencido, pero sentía que, como persona razonable que se consideraba, tenía que ser como decía su maestro, más anciano y más sabio.

Los dos volvieron al trabajo, pero con menos seguridad que antes.



Los parámetros en el ordenador eran veintiocho, y a las dos de la noche Marlon y Drew acabaron las pruebas. Habían escrito todo, habían salvado todos los datos que habían utilizado, y sus ojos, rodeados por unas sombras negras, desenfocados por la tensión e inyectados en sangre por el esfuerzo visual requerido, expresaban una fatiga indescriptible, pero también la luz de un triunfo que una persona puede sentir pocas veces en su vida.

El incidente ya estaba olvidado.

Capítulo III



Vista la hora que era, Drew pensó que habría sido descortés llevar a Marlon a las habitaciones para estudiantes, solo y agotado, con todo lo que el muchacho había colaborado.

—Marlon, ¿qué te parecería venir a dormir a mi casa? Mi hermana estará unos días con una amiga suya en Leeds y podrías usar su habitación.

—Gracias, profesor, acepto encantado —respondió agradecido el chico, que estaba completamente exhausto.

Para evitar que al día siguiente alguno alterara el experimento, aunque fuera involuntariamente, Drew pegó en la puerta del laboratorio una hoja donde había garabateado: «LABORATORIO INFESTADO POR ESCARABAJOS. ¡NO ENTRAR!», después fueron al coche de Drew y en poco tiempo estuvieron en su casa, situada apenas fuera del perímetro de la Universidad.

«Menos mal que vive cerca...», pensó Marlon, sea porque el profesor había podido llegar rápidamente al laboratorio, sea porque se sentía tan cansado que se le cerraban los ojos. Necesitaba dormir absolutamente.

Caminaron hacia el ingreso y después de que Drew se peleara un rato con las llaves pudieron, finalmente, entrar.

El padrón de casa condujo al estudiante a la habitación de la hermana y le dio las indicaciones esenciales con respecto al baño y a la cocina, y luego propuso:

—Escucha, Marlon, ahora nos ponemos el pijama y nos lavamos los dientes como niños buenos, pero ¿qué dirías de beber un trago para descargar la tensión, antes de dormir?

El estudiante no se tenía en pie del sueño, pero tuvo que reconocer que también él tenía la tensión nerviosa al máximo, lo cual habría podido mantenerlo despierto toda la noche. Además, no había cenado, pero a esa hora, ¿quién tenía ganas de comer y, sobre todo, de preparar algo? Saltarse una comida no era el fin del mundo para él, así que aceptó.

—Buena idea, también será una especie de celebración, ¿no?

En un cuarto de hora estaban acomodados en los sillones del salón con un güisqui excelente en las manos. El calor agradable de los primeros sorbos les había relajado bastante, y la conversación era tranquila.

—Este es un día especial, Marlon —estaba diciendo Drew—, muy especial. Tenemos un instrumento que produce un efecto totalmente nuevo, ni siquiera teorizado, por lo que sé. Será necesario tomar en consideración las teorías físicas corrientes y ver si es posible explicar este efecto con ellas, o si, por el contrario, hay que construir una teoría nueva que lo haga. Habrá mucho trabajo que hacer, para mí y mis compañeros dispersos por todo el mundo, una vez que les haya informado del experimento.

—Será un trabajo bonito, sin duda. Me gustaría participar en ese estudio...

—¿Tenías dudas sobre ello? Después de todo, es gracias a ti que el mundo conocerá este efecto, y puedes estar seguro de que de ahora en adelante te espera solo una cosa: un montón de trabajo. De hecho, tendrás que seguir con tu plan de estudios tal y como estaba programado, y además te implicarás en cuerpo y alma en este nuevo desafío. Felicidades, Marlon, vas a ser famoso y al mismo tiempo vas a tener que trabajar más que un grumete fregando la cubierta de un barco. ¿Qué más puedes pedir? —Drew se dirigía a Marlon en tono paternal, satisfecho del trabajo del chico.

—Bueno, en este momento, pediría una buena cama —respondió sonriente Marlon, al mismo tiempo que terminaba su licor.

—Totalmente de acuerdo —dijo Drew—. A propósito, ¿cómo te llamas?

—¡Marlon! ...Ah... ejem... Joshua Marlon. Josh.

Drew lo miró con simpatía.

Aquel chico de color chocolate había tenido la suerte y la agudeza de capturar un fenómeno que, si no, habría podido permanecer desconocido para la humanidad por quién sabe cuánto tiempo.

«Un punto más para los negros», meditó. «Hacía falta. Se lo merecían. Al demonio los que querían discriminarlos. El mundo empieza a girar en el sentido justo, gracias al cielo, y creo que...», Drew volvió al presente, dándose cuenta de que el güisqui empezaba a tomar el control.

—Buenas noches, Josh.

—Buenas noches, profesor Drew.



Poco después Drew estaba en su cama, solo como siempre en su vida de solterón.

Había conocido alguna mujer, hace mucho tiempo, pero habían sido amistades o poco más. Él no había profundizado en la relación, y ellas, después de un poco, lo habían dejado, con la impresión de que no se pudiese construir nada con ese tipo que parecía tener siempre la cabeza en las nubes.

Seguramente la física ocupaba toda la vida de Drew, pero él también era un hombre, independientemente de todo lo demás, y la verdadera razón por la que no había podido construir nada en el aspecto sentimental era su hermana.

Timorina Drew vivía con él desde siempre. A sus cincuenta años, diez menos que su hermano, ella tampoco estaba casada, y se ocupaba de ambos y de la casa de manera tan ejemplar que Drew se sentía muy agradecido por todo lo que ella hacía. La presteza de su hermana le permitía, de hecho, dedicarse totalmente a su trabajo, cosa que normalmente consumía toda su energía.

De hecho, Drew había evitado casarse, inconscientemente, porque temía que su mujer no pudiera estar a la altura de su hermana, limitando su disponibilidad para sus actividades, algo inconcebible para él. Además, la eventual esposa habría podido entrar en conflicto con Timorina, y esto también le habría resultado insoportable, porque él sentía que tenía una deuda enorme con su hermana, y con su mujer habría debido tener las atenciones de un marido. Se habría encontrado en un callejón sin salida del que no habría sabido cómo salir.

En resumidas cuentas, Drew tenía sus complejos y esto no hacía fácil su vida, aunque él no se daba cuenta de ello.

Timorina, por su parte, lo sometía a chantaje psicológico, como muchas mujeres saben hacer sin que el hombre se dé cuenta, y lo inducía a hacer algunas tareas que ella simplemente no tenía ganas de hacer, proponiéndolas a Drew como trabajos que «solo tú sabes hacer bien».

Uno de estos era cortar el césped delante de la casa.

Tenía una superficie de unos doscientos metros cuadrados y con el cortacésped que tenían hacía falta una hora. No era mucho, pero últimamente la hermana lo asaltaba los domingos por la mañana, un momento sagrado para él, durante el cual habría querido relajarse completamente y permanecer en el sillón escuchando música clásica. Hasta hace un par de meses él cortaba el césped los sábados por la tarde, pero entonces Timorina había empezado a invitar a sus amigas, que antes invitaba los domingos, justo el sábado, y sostenía que no podía tomar el té con el ruido del motor del cortacésped.

Drew se había adaptado, pero estas últimas semanas esto estaba empezando a resultarle insoportable, y había tenido una idea.

Pensó que, como profesor de física que era, habría podido construir un dispositivo que pudiera quemar instantáneamente la hierba por encina de una altura dada, obteniendo un resultado parecido al del cortacésped.

Drew sospechaba que, con un retículo de conductores en el jardín, y generando un campo eléctrico con un alto potencial a, digamos, cinco centímetros sobre la hierba, podría quemarla en una cierta longitud, obteniendo el mismo efecto que al cortarla.

No se le pasó por la cabeza, ingenuo él, que su hermana pudiera no aceptar las marcas de las quemaduras en la hierba, y que él habría tenido que volver al cortacésped como siempre.

En todo caso, de todo esto había salido el dispositivo que ahora reposaba en la mesa del laboratorio.

Si hubiese sabido que la «amiga de Leeds» que Timorina visitaba desde hace poco los domingos, y esta vez todo el fin de semana más el lunes, era un simpático señor de mediana edad que en aquel preciso momento estaba haciendo gimnasia con su hermana en una buena cama de matrimonio.

Capítulo IV



Marlon se despertó pronto, al amanecer. Normalmente no tenía ninguna dificultad para levantarse por las mañanas, y esta vez, a pesar del cansancio de la noche anterior, no fue diferente. Pero se quedó un poco en la cama, reflexionando sobre todo lo que había ocurrido, y volvió a preguntarse a dónde estarían mandando el material. ¿Quizá a una pagoda japonesa? ¿A un desierto australiano? ¿O quizá a algún pueblo africano remoto?

«Bah! Si hay una manera de descubrirlo, ¡lo descubriremos!» concluyó filosóficamente.

Bajó a la cocina y encontró a Drew, que estaba preparando un copioso desayuno para dos.

Se saludaron y atacaron con gusto los huevos con panceta acompañados de un buen té.

Hablaron poco mientras comían, porque no tenían mucho tiempo.

Acabado el desayuno Drew llamó a la secretaría de la Universidad para informar de que llegaría tarde.

Marlon, sin embargo, no tenía clases esa mañana, así que estaba libre.

Se prepararon y salieron.

Lo primero que hicieron fue ir a ver a un notario amigo de Drew. Después de unas explicaciones breves, el notario ordenó preparar un documento en el que se declaraba que en una cierta fecha los señores Lester Drew y Joshua Marlon habían descubierto un efecto físico, descrito sucintamente, y que este efecto era producido por un instrumento construido por Drew y oportunamente regulado por Marlon. Del gato no se hablaba.

Después de firmar, entraron en el coche y Drew condujo hasta el aparcamiento cercano al despacho del rector.

Se hicieron anunciar y pocos minutos después entraron.

El rector McKintock ocupaba ese despacho de manera espartana y sin florituras. Solo lo esencial y lo útil tenían cabida en ese local. El aspecto mismo del rector emanaba sobriedad y eficiencia.

—Drew, amigo mío, ¿qué puedo hacer por ti? —Tan solo una ojeada a Marlon, sin saludarlo.

—Hola, McKintock. Tengo un descubrimiento.

Lo escueto de la afirmación de Drew hizo que la frente del rector se arrugara, colocándose la fría máscara que presentaba en su puesto de trabajo. Esa máscara debía expresar autocontrol y también control total sobre todo y sobre todos, y eso era una ayuda valiosa para mantener la escala jerárquica como debía.

McKintock sabía que Drew era bueno, pero no esperaba que, con sesenta años, el físico produjese algo especial, después de una vida transcurrida a la sombra de la enseñanza, digna pero anónima.

—¿Un descubrimiento? ¿Cuál?

—Mi estudiante Marlon y yo hemos creado un aparato capaz de intercambiar volúmenes de espacio de manera instantánea y con poco gasto de energía.

El rector era profesor de filología, y la física era para él un mundo completamente etéreo e incomprensible. Conceptos como el espacio-tiempo, la relatividad o incluso la estructura del átomo le eran del todo extraños.

Creyó comprender lo que Drew había dicho, y lo miró con una sombra de sarcasmo. Después cogió simultáneamente un pisapapeles y el estuche de sus gafas, se cruzó de brazos y los cambió de sitio.

—No me parece un descubrimiento importante, Drew. Yo también lo puedo hacer con mis propias manos y sin la ayuda de instrumentos, como puedes ver.

—Estupendo, ¿pero tienes los brazos suficientemente largos para hacerlo entre Manchester y Pequín? —Drew conocía las lagunas científicas de McKintock, así como su propensión al sarcasmo, así que decidió responder con la misma actitud.

—¿Cómo? ¿Pequín? —El rector estaba confuso.

—Así es, Pequín —afirmó Drew—. Nuestro instrumento es capaz de efectuar el intercambio a una distancia que creemos que depende de cómo lo regulemos, pero seguramente hablamos de kilómetros, cientos, por no decir miles.

—¿Qué quieres decir con «creemos»? —McKintock ya había retomado el control de la situación.

—Que hemos trabajado esta noche y hemos conseguido obtener muchos datos fundamentales sobre el funcionamiento del dispositivo, pero todavía debemos establecer a dónde apunta el instrumento y cómo modificar esas coordenadas. Como el intercambio no ha ocurrido en el mismo laboratorio, obviamente, por el momento este es un dato que todavía tenemos que determinar.

Drew se había dado cuenta demasiado tarde de que ese «creemos» le había hecho perder la ventaja que tenía sobre el rector, y esto podría resultar problemático.

En ese momento se oyó un altercado en la secretaría. Un portazo, pasos rápidos y una voz femenina estridente que agredía a la secretaria, después otra vez pasos rápidos, con ruido de tacones, y la puerta del rector que se abría de par en par, de golpe, con la profesora Bryce entrando como una furia y llegando hasta la mesa, ignorando a los que estaban dentro.

A través de la puerta abierta, la secretaria, consternada, alargó los brazos y sacudió la cabeza, comunicando así al rector que no había podido pararla.

—¡Rector McKintock! —exclamó la mujer con voz alterada, casi gritando—, ¡esta vez es demasiado, realmente! ¡Mire lo que he encontrado esta mañana en la silla de mi despacho!

La profesora blandió una bolsa de plástico transparente, que contenía numerosos objetos de distintos colores.

—He llegado esta mañana a mi despacho, me he sentado..., pero encima de todas estas cosas. Mire qué asco: cristal, metal, plástico, y, oooh, ¡sobras de comida! Me han estropeado la falda y no sé si conseguiré arreglarla. Los estudiantes de segundo año se han pasado de la raya esta vez, y espero que usted tome las medidas necesarias. ¡En lo que me respecta, ya sé cómo ponerlos en su sitio!

Durante la diatriba, Marlon y Drew habían palidecido de golpe: habían reconocido en el contenido de la bolsa los materiales que habían intercambiado por la noche. El misterio del destino del instrumento estaba resuelto, pero ahora tenían un problema mucho más inmediato.

McKintock había permanecido impasible frente al enfado de Bryce, de hecho, bromas similares ocurrían con una cierta frecuencia y él consideraba que este caso fuese uno de tantos, sin poder relacionar el descubrimiento de Drew con los objetos del escándalo.

Drew comprendió la situación, y vio que la profesora estaba demasiado enfadada como para aceptar explicaciones: buscaba solo venganza. Así que dejó que el rector se apañase por sí mismo.

McKintock asumió una expresión severa de reprobación.

—Tiene toda la razón, profesora Bryce. Esos estudiantes no saben qué son la disciplina o el respeto hacia los profesores, y puede estar segura de que tomaré medidas inmediatamente para que se aplique un castigo ejemplar, tras el cual no tendrán ningunas ganas de hacer otra cosa que no sea estudiar.

Bryce aceptó la respuesta asintiendo con la cabeza secamente, después giró sobre sus tacones y salió a grandes pasos del despacho, dirigiéndose al aula de biología, su materia, para imponer su castigo personal a los estudiantes de segundo año con un examen escrito. Les daría una tarea imposible y la calificaría para que bajase la media de todos.

Esos chicos iban a ser las primeras víctimas del Intercambio.



En el despacho del rector, mientras tanto, el ambiente estaba volviendo a la normalidad después de ese paréntesis de furia, y Drew retomó la palabra.

—McKintock, olvídese de esos estudiantes. Esas cosas son nuestras. Ahora sabemos dónde apuntaba el instrumento: a unos trescientos metros al este del laboratorio de física.

El rector miró a Drew con aire interrogativo.

—¿Quieres decir que habéis sido vosotros, esta noche, los que habéis mandado todo eso a la silla de Bryce?

—Así es. He reconocido los objetos. Todos tenían la forma que esperábamos y los materiales eran los mismos. Los hemos mandado nosotros.

McKintock cambió radicalmente de expresión, intentó controlarse, pero en pocos segundos estalló en carcajadas, y tanto Drew como Marlon se asociaron sin retenerse.

—Con todos los sitios a donde podían ir a parar, y van justo al despacho de Bryce... ¡ja...ja...ja! —el rector reía como un loco.

—¿Has visto su cara? Parecía el apocalipsis en forma de mujer... ¡je... je...je! —dijo Drew, imitándolo.

Marlon reía de manera desenfrenada, sujetándose la tripa.

La hilaridad general duró unos cuantos segundos, y después, gradualmente, volvieron a la normalidad.

McKintock fue el primero en hablar.

—Bien, querido Drew, parece que tu descubrimiento es un descubrimiento de verdad, ya que yo no tengo unos brazos de trescientos metros de longitud y no habría podido hacerlo —miró al profesor de física con aire provocador—, así que ahora ¿qué intenciones tienes?

Drew no reaccionó a la provocación, limitándose a levantar la ceja con falso estupor.

—Quiero hacer público el descubrimiento, y quiero compartir los detalles del experimento con mis compañeros en el extranjero con cuyas universidades colabora la nuestra, para que lo puedan reproducir y estudiar. Necesitamos su ayuda para poner a punto la teoría que...

—Calma, calma, Drew. No tan rápido —lo interrumpió el rector—. Hacer público el descubrimiento está bien, pero comunicar todos los detalles no me parece oportuno. Sabes, nuestro ateneo necesita dinero, mucho dinero, y si este descubrimiento puede traérnoslo debemos guardar los detalles para nosotros mismos y aprovechar al máximo la ventaja que tenemos, es decir, ser los únicos en el mundo que poseen esta tecnología.

Drew se quedó paralizado durante unos instantes. No esperaba un comportamiento de ese tipo. Él siempre había visto la ciencia como algo que compartir con los otros, para que la humanidad pudiese progresar lo más rápidamente posible y de manera armoniosa, en el interés común. Tenía que luchar.

—McKintock, ¡maldito escocés! —exclamó con rabia apenas controlada—, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? Por un puñado de monedas que no se notarían en una Universidad como la nuestra, que ya está más financiada que el resto de Gran Bretaña, ¿pretendes que el descubrimiento de Marlon permanezca confinado entre estas cuatro paredes? ¿Cómo puede progresar la ciencia? ¿Cómo puede progresar la humanidad? Imagínate si... —buscó un ejemplo que el rector pudiese comprender—, si Guillermo Marconi no hubiese compartido la invención de la radio. Si ahora quisieses comprar una radio tendrías que ir a ver a sus descendientes, suponiendo que todavía construyeran radios, o bien olvidarte de ello y buscar otra cosa que te tuviera compañía mientras conduces hasta Liverpool cuando vas a ver a tu amiguita. Por ejemplo, un carillón.

McKintock no perdió la compostura.

—¿Y cómo crees que podría conseguir dinero con tu descubrimiento de otro modo?

—Bueno, organizando seminarios, escribiendo artículos en revistas del sector...

—Drew, sin duda alguna eres un físico óptimo, pero no tienes ningún sentido práctico. ¿No has pensado que tu instrumento, convenientemente regulado, podría permitir transferir materiales con fines comerciales? Actualmente, si queremos mandar un paquete de Manchester a Pequín debemos utilizar un correo que necesita días, en el mejor de los casos, y cuesta muchísimo. Con tu dispositivo la transferencia sería instantánea y, haciendo pagar, no sé, la mitad de lo que cuesta por correo, sería realmente interesante para todos. ¿Tienes idea de cuántos paquetes se mandan desde Manchester en un día? Yo no, pero supongo que serán miles. Extiende el mercado a Inglaterra, a Europa, al mundo...

Drew estaba confundido. No había pensado en esa posibilidad y ahora empezaba a comprender el punto de vista del rector, pero esto no lo distrajo de su cruzada por la ciencia.

—Escuche, McKintock, las aplicaciones comerciales siempre podremos estudiarlas a su debido tiempo, pero ahora es indispensable construir una teoría que explique el funcionamiento del aparato y permita regularlo correctamente. Sin esta teoría el dispositivo es inutilizable, a menos que quiera limitarse a mandar caramelos a la silla de Bryce. El efecto del intercambio está completamente fuera de toda teoría conocida, y es muy difícil que Marlon y yo solos, incluso con la ayuda eventual de nuestros compañeros de aquí, podamos llegar a un resultado satisfactorio en un tiempo razonable. Cuando tengamos la teoría tendremos que construir más aparatos y estudiar cómo mejorarlos y hacerlos más eficaces. O sea, necesitamos la ayuda de las mejores mentes del circuito, y esto no es negociable —concluyó Drew con firmeza.

El rector sopesó atentamente los argumentos de Drew, y finalmente convino que para ganar dinero con el dispositivo era necesario saber cómo funcionaba y por qué funcionaba.

—De acuerdo, Drew, me has convencido. Hagamos lo siguiente: seleccionemos un grupo reducido de científicos de quien podamos fiarnos, acordamos con ellos una compensación adecuada, compartimos la información e intentamos llegar lo más rápidamente posible a la definición de la teoría de la que hablas. Cuando tengamos la teoría y los aparatos funcionando como queremos, solo entonces, haremos público el descubrimiento. Hasta ese momento no podréis hablar de ello con nadie sin mi autorización.

Drew no estaba satisfecho. Era un idealista y no podía concebir que todo se redujese a una cuestión de vil dinero.

—Pero el progreso, la ciencia... —inició con tono amargo, pero McKintock lo interrumpió.

—El mundo progresará y la ciencia se enriquecerá con vuestro descubrimiento, pero no veo nada malo en que contribuya también a aumentar los ingresos de esta universidad. Necesitamos dinero de verdad, Drew, y créeme cuando te digo que tengo que atrapar al vuelo todo lo que sea para conseguir unos céntimos más. Bueno, estamos de acuerdo —estableció por su cuenta—, prepara la lista de los científicos con los que quieres hablar y tráemela. Empezaremos inmediatamente.

Drew capituló, desmoralizado.

—Bien —replicó con tono apagado—, nos vemos esta tarde.

Se levantó y, seguido por Marlon, que no había dicho ni una palabra durante todo el encuentro, salió del despacho.

El aire fresco de marzo entró en sus pulmones, vivificante, y eliminó la sensación de opresión que sentían. El cielo azul presentaba algunas estrías de cirros blancos. El sol brillaba con fuerza.

Marlon intervino:

—Ha sido difícil, ¿eh?

Drew no respondió.

El Nobel tendría que esperar.

Capítulo V



—¡Oooah!

Era de noche y Marlon estaba haciendo el amor salvajemente con Charlene Bonneville, su novia. Llevaban más de una hora con el asunto, y durante todo ese tiempo habían hecho tanto ruido que el gran final no pasó desapercibido. Desde las habitaciones adyacentes llegaron reacciones de distintos tipos.

—¡Basta! ¡No lo soportamos más! ¡Queremos dormir!

—¡Vamos, Charl! ¡Que vean de qué estamos hechos nosotros, los psicólogos!

—Esa mulatita te pone a cien, ¿eh?

—¡Si te atrapo mañana te rompo las piernas!

Pero Marlon ya no sentía nada. Después de su actuación se había derrumbado al lado de Charlene, boca arriba, y se había dormido inmediatamente, empapado en sudor, y en estado cataléptico. Ciertamente, esa era la condición a la que estaba abonado esos días. Todavía llevaba el preservativo, y la chica se rio al ver lo ridículo que resultaba Marlon en esa situación. Su participación en el acto sexual había sido portentosa, como siempre, de hecho, a ella también le gustaba hacer el amor intensamente, usando todo su cuerpo y realizando una actividad física notable, pero, como muchas otras mujeres, mantenía el control de la situación. Su mente estaba siempre despierta y atenta a cómo se desarrollaban las cosas. Valoraba y juzgaba, y memorizaba para el futuro.

Marlon, por el contrario, se dejaba llevar completamente por los instintos primarios, se volvía un animal gobernado por las hormonas y se comportaba como tal. El final de sus coitos era a menudo pirotécnico, pero aquella noche había llegado a un paroxismo superior a todas las otras veces.

Charlene fue al baño para darse una ducha, pensativa.

El tan vituperado instinto femenino es una realidad; de hecho, ella sentía que había algo nuevo en su novio. A lo mejor se sentía más atraído por ella, pero no le parecía probable, porque Marlon estaba tan enamorado de ella que una atracción mayor no habría sido posible.

El agua caliente se deslizaba agradablemente por su cuerpo, la masajeaba generosamente y la relajaba, después de tanta actividad.

«No, es otra cosa», pensó Charlene, «más de una vez parecía que estuviese a punto de decirme algo, esta noche, pero siempre se ha retenido. Quién sabe por qué».

Cerró el grifo de la ducha y se envolvió en un albornoz amarillo, suave y esponjoso.

Se secó vigorosamente, frotando con energía todo el cuerpo, y dejando que el tejido absorbiera el agua del pelo, y luego encendió el secador.

«No debería ser difícil de descubrir», concluyó con una sonrisa maliciosa.

Capítulo VI



Esa misma tarde, el rector McKintock había acabado la enésima jornada de trabajo en la Universidad. Había sido un día duro, como siempre. Gobernar una estructura mastodóntica como aquella era una tarea extremadamente compleja y también ingrata, ya que las decisiones que tomaba en beneficio de alguien descontentaban a otro, y, con un orgánico de más de diez mil docentes, la estadística funcionaba de modo preciso e inexorable: cualquier cosa que hiciese estaba destinada a proporcionarle cada día un nuevo enemigo. Un enemigo que él intentaría reconquistar más tarde, aceptando quizá alguna moción sin cavilar demasiado; algo que le habría procurado nuevos enemigos en algún otro departamento.

Y bien, ese era su trabajo, y su destino. Amado, respetado, y al mismo tiempo odiado y despreciado. E incluso por las mismas personas con algunas semanas de diferencia.

Si al menos hubiera podido tener un enemigo bien identificado, sabría de quién protegerse. Al contrario, mientras andaba por los caminos que ya verdeaban y que comunicaban los distintos edificios del complejo universitario, o mientras atravesaba un despacho lleno de empleados, o incluso pasando por los pasillos entre las aulas, le parecía caminar por un sendero controlado por francotiradores, dispuestos a dispararle al primer falso movimiento. El profesor que hoy le saludaba sonriente podía ser el mismo que en un mes o dos le faltaría al respeto y lo ridiculizaría con sus compañeros.

Era una vida difícil, pero es la que él había escogido, y para la cual había sido elegido, hace ocho años. La recompensa era, además, grande. Gobernaba la Universidad más importante del país y esto le daba un prestigio inmenso, una afirmación personal que pocos podían sentir, y que muchos le envidiaban.

Y por eso estaba solo.

Solo como un perro callejero. Desde lo alto de su gran poder, la distancia con las personas que lo rodeaban era tal que las relaciones humanas eran imposibles.

Su mujer se había ido hacía ya muchos años, desechándolo como a un organismo defectuoso que solo funcionaba en el ámbito profesional, alimentado por la presunción y la satisfacción de sí mismo, mientras en casa, como marido, era totalmente inútil e incapaz. No sabía comprenderla, no sabía ni siquiera cómo razonaba una mujer, siempre concentrado en su promoción a puestos más importantes y prestigiosos, pero al mismo tiempo áridos y disociados de los sentimientos. No tenían hijos, así que cuando ella se cansó de vivir como una mera conocida con privilegios cambió su dirección e hizo llevar la causa del divorcio por una amiga suya que era abogado. No habían vuelto a hablar.

Al principio McKintock no se dio cuenta realmente de lo que había ocurrido. No pasaba mucho tiempo en casa, y, cuando estaba, no era lo que se dice propenso a las relaciones familiares. El estrés del trabajo lo descargaba en esos momentos, y tener a su mujer a su alrededor le fastidiaba bastante. Prefería estar aislado, en el jardín o en la biblioteca.

Sin embargo, una semana después de que ella se hubiera ido, McKintock encontró a la chica de la limpieza poniendo unas maletas al lado de la puerta. Preguntada sobre ello, ella había adoptado un aire avergonzado y le había informado de que su esposa había dispuesto el envío de sus objetos personales a su nueva dirección.

Como despertándose de un sueño que se tiene con los ojos abiertos, él miró a su alrededor, buscando instintivamente a su mujer, y solo entonces asumió la situación real.

Se cerró en sí mismo, dominado por el sentimiento de culpa, pero al mismo tiempo incapaz de superar la barrera que él mismo había creado durante tantos años de vida conyugal estéril.

Y comenzó su vida de hombre solitario. Solamente un poco más solo de lo que lo había estado antes.

Hasta que conoció a Cynthia.

Alrededor de un año antes había decidido pasar una semana de vacaciones atendiendo una conferencia en Birmingham, de tres días, por lo que tuvo que ir a un hotel.

Una noche estaba en el bar, después de un día escuchando a unos iluminados de la mitología griega que debatían animadamente sobre las distintas traducciones posibles de las inscripciones en la tapa de una urna desenterrada recientemente en Corinto.

Eso le había dado de comer, eso, la materia en la que él era un experto y de la que él había hecho su propia especialidad, enseñándola durante años y años, anteponiéndola a importantes programas de investigación y colaborando como consultor con las mayores instituciones mundiales dedicadas a la conservación de la cultura clásica.

Todo esto hasta que la carga de ser rector lo proyectó en una nueva dirección, muy organizativa y muy poco cultural, aunque con la halagüeña contrapartida del poder. Desde entonces se contentaba con seguir los proyectos de los demás, consultar las publicaciones nuevas sobre el tema y participar en seminarios cuando podía.

Aquella noche no tenía sueño, y, sentado en la barra del bar del hotel, disfrutaba meditabundo un güisqui añejo de pura malta. Era el único cliente allí, a pesar de que no era demasiado tarde. El dependiente estaba dando brillo por tercera vez a los vasos de cristal. Las luces débiles y el tinte de madera gastada que caracterizaba la decoración le transmitían tranquilidad, y hacían que se sintiera muy a gusto.

Iba a tomar otro sorbo de licor cuando, inesperada e invencible, la fragancia de un perfume increíblemente femenino lo envolvió, cogiéndole completamente al desprovisto y dejándolo aturdido por un instante. Se quedó paralizado, como si se hubiera vuelto de piedra, y el perfume lo sumergió del todo. A su izquierda había aparecido una mujer muy bien vestida, de maneras elegantes y seguras, que, de pie, algo alejada de la barra, hizo su pedido:

—Un jerez, por favor.

Su voz era cálida, de contralto, perfectamente controlada, como de una persona acostumbrada a hablar en público, a un público culto y atento.

McKintock la miró por el rabillo del ojo, intentando no mostrar ningún interés.

La mujer lo ignoraba completamente. Era de mediana estatura, de piel clara, y pelirroja, con el pelo recogido con una pinza de color de marfil. Su silueta tenía proporciones muy femeninas.

Llevaba un traje escocés de exquisita factura, con la falda adherente hasta las rodillas, perfecta, los zapatos de charol marrón oscuro, con tacón alto y sutil, las medias negras. La chaqueta cubría una camiseta blanca con un escote evidente pero comedido. En la solapa un broche dorado en forma de «C» destacaba con sutileza. Llevaba un collar de oro finamente trabajado, y unos pendientes con un generoso brillante iluminaban con mil luces los lóbulos de sus orejas.

Su expresión era amable, y su cara era de rasgos delicados, pero bien definidos. Sus ojos, de color verde claro, acompañaban la nariz bien proporcionada y levemente aguileña. Los labios sutiles, pero no demasiado, estaban a tono con el mentón, apenas marcado.

Maquillaje ligero de color pastel. Solo alguna sombra sutilísima de arrugas en la frente y en las mejillas de la mujer, seguramente cercana a los cincuenta años.

El dependiente le sirvió el jerez, posando la copa en la barra del bar sin hacer el mínimo ruido, y desapareció en el local de servicio detrás de la vitrina del bar.

La mujer alargó la mano derecha, con dedos largos y finos y con una manicura exquisita, las uñas esmaltadas de madreperla, y cogió delicadamente el vaso. Mientras lo levantaba, McKintock no pudo retenerse, quizá embriagado por ese perfume y esa visión, y levantó también su vaso, diciendo con voz mesurada:

—¡Salud!

Ella giró levemente la cabeza en su dirección, y al mismo tiempo inclinándola hacia delante. Esbozó una leve sonrisa y respondió sin inflexiones de la voz:

—Salud.

Después volvió a mirar delante de ella y bebió un pequeño sorbo de su licor, mientras McKintock se tragaba de una sola vez todo lo que le quedaba del suyo.

Y se quedó así, con el vaso vacío en la mano, dándose cuenta solamente entonces de que se había bebido tres cuartos de su contenido de un solo trago. El güisqui lo estaba inundando de un calor agradable, y el perfume de la mujer lo embriagaba y despertaba en él sensaciones olvidadas mucho tiempo atrás. Y, sobre todo, ella estaba allí, a un metro de distancia, increíblemente atractiva y perfecta, aquella que podría haber sido su mujer ideal, si alguna vez él hubiera pensado que había un tal prototipo.

Sin ni siquiera darse cuenta de lo que hacía, dejó el vaso, bajó del taburete y dio un paso hacia la mujer, la sonrió y tendió amigablemente su mano, diciendo tímidamente:

—¿Me permite? Soy Lachlan McKintock.

Ella posó su copa, se giró hacia él y le dio la mano con elegancia.

—Cynthia Farnham, es un placer.

—Cynthia... —McKintock se quedó atónito. Después siguió, con voz baja y tranquila—: Es uno de los apodos de la diosa Artemisa, hija de Zeus y de Leto, hermana gemela de Apolo. Nació en la isla de Delos, en la cima del monte Kynthos, del que deriva el nombre Cynthia. Diosa de la luna, era extremadamente bella y fue una de las divinidades más amadas de la Antigua Grecia. Y... —dejó de hablar, incierto.

Mientras él hablaba, Cynthia había empezado a sonreír, complacida.

—¿Y...? —le urgió inclinando la cabeza ligeramente hacia la izquierda.

Ahora ya McKintock no podía echarse atrás. La suerte estaba echada.

—... espero no tener el mismo final que Acteón. Era un príncipe de Tebas que, cuando fue a cazar, descubrió a Artemisa mientras ella se daba un baño, desnuda. Se escondió y se quedó observándola, pero estaba tan fascinado que, sin darse cuenta, pisó una rama. El ruido lo descubrió, y Artemisa se sintió tan ultrajada por la mirada fija de Acteón que le lanzó agua mágica y lo transformó en un ciervo. Sus perros creyeron que era una presa y lo hicieron pedazos, matándolo. —Hizo una pausa, vacilante, y luego repitió—: Espero no tener el mismo final que Acteón...

Ella rio, divertida.

—No veo perros por aquí.

McKintock respiró, aliviado, y rio a su vez, después, retomó la palabra en un tono confidencial:

—Uf, por esta vez estoy a salvo. Discúlpeme si la he molestado —dijo, y volvió a su taburete.

—No hay de qué excusarse. A mí también me gusta charlar relajadamente, después del día que he tenido. ¿Lachlan, ha dicho? ¿Cuál es su origen?

McKintock se relajó.

—Es un nombre gaélico, y parece que significa «proveniente del lago», o, a lo mejor, «guerrero belicoso».

—Prefiero la primera acepción. ¿Qué opina usted?

—Ciertamente. Estoy de acuerdo. —McKintock se sentía realmente a gusto hablando con Cynthia. Era agradable conversar con ella, y tanto o más encontrar inmediatamente puntos en común. ¡Hacía mucho tiempo que sus relaciones con los demás consistían únicamente en silencios estresantes, decisiones amargas y pomposos discursos públicos!

McKintock propuso a la mujer:

—¿Qué le parece si nos sentamos? —Sugirió, señalando un agradable espacio anexionado al bar, con mesas bajas y cómodos sillones.

Ella miró el reloj y estimó la propuesta durante un momento, cosa que angustió a McKintock, hasta que dijo:

—Claro, todavía es pronto.

Cogió su copa y se dirigió, junto con él, hacia el salón. Se instalaron uno enfrente del otro, con una mesa baja entre los dos.

Ella bebió un sorbo de jerez; McKintock, que no tenía ya nada que beber, se giró hacia la barra del bar e hizo un gesto al dependiente, que acababa de volver. El camarero llegó rápidamente y McKintock se dirigió de nuevo a Cynthia:

—¿Puedo permitirme invitarle a algo? ¿Le apetece picar algo, salado o dulce? ¿Un helado?

Ella reflexionó y luego se decidió:

—¿Por qué no? Algo salado, gracias.

McKintock pidió una tónica, y el camarero se fue a preparar todo.

Cynthia cruzó las piernas y asumió una pose poco espontánea.

—¿A qué se debe su presencia en Birmingham? —le preguntó.

—He venido por la conferencia sobre la mitología griega. Soy profesor de Letras Clásicas y quiero mantenerme al día.

—Ah, entiendo. Por eso sabía todo de Artemisa. Pero... —añadió con algo de malicia— ¿y si le hubiese mandado un cerdo salvaje?

Eso fulminó a McKintock. Se puso rojo hasta la punta del pelo, sintiéndose un perfecto imbécil. Cynthia sabía todo de Artemisa, ¡todo! Había estado jugando con él hasta ese momento, y él no se había dado cuenta.

—Habría acabado como Adonis, muerto por el cerdo salvaje que le envió Artemisa —constató, avergonzado. Después tuvo una idea.

—Pero era lógico: ¿quién mejor que la diosa en persona podría conocer sus propias leyendas?

Cynthia sonrió, halagada.

—Esta vez seré magnánima Sobre todo porque esta diosa se ocupa de inversiones, más que de culebrones del Olimpo.

McKintock sonrió ahora, y se sintió feliz de haberla conocido. Era una mujer culta e inteligente, increíblemente fascinante.

El camarero trajo las cosas. Como Cynthia había acabado su jerez entre tanto, McKintock la miró interrogativo, y ella pidió:

—Una tónica para mí también, por favor.

Comenzaron a picotear los aperitivos, que eran muy diversos y sabrosos. Por algún momento estuvieron en silencio, hasta que McKintock le preguntó:

—¿Así que inversiones? Interesante. Debe ser un trabajo de gran responsabilidad.

—Efectivamente —confirmó ella—. Hay que considerar que quien decide investir espera tener beneficios, o al menos conservar el capital investido, en el peor de los casos. Eso depende del perfil de riesgo del inversor. Cuanto más alto es el riesgo, y entonces hablamos de invertir mayoritariamente en acciones, mayores pueden ser los beneficios, con la condición de que la inversión sea a un plazo de, por lo menos, cinco años. Este período es suficientemente largo para permitir que las acciones aumenten de valor en el tiempo, aunque estén sometidas a fuertes variaciones a corto plazo ligadas a los altibajos del mercado. Lo que cuenta es la tendencia, en este caso, porque si las acciones son de las llamadas sanas, su valor aumentará irremediablemente, excepto en caso de guerras, revoluciones, o perturbaciones a nivel nacional o mundial. Si el inversor está razonablemente seguro de no necesitar el dinero invertido, al menos por la duración mínima necesaria para este tipo de operaciones, es muy probable que después de algunos años se encuentre con unos beneficios significativos. Cierto, nadie conoce el futuro, por lo que el riesgo de perder dinero existe, es real, pero la economía presenta ciertos movimientos cíclicos que permiten hacer previsiones razonables e invertir en consecuencia.

Mientras tanto el camarero había llevado la tónica para Cynthia, que bebió un sorbo y continuó:

—El extremo opuesto es el riesgo bajo, es decir, la inversión en valores de renta fija. En ese caso, el horizonte temporal es mucho más breve; puede ser incluso menor de un año. Estos valores, de hecho, dan un rendimiento bajo pero seguro, por lo que son aconsejables para quienes no quieren arriesgar nada, se contentan con pocos beneficios y saben que tendrán el capital disponible cuando lo necesiten.

Entre los dos extremos están las inversiones mixtas, en las que se elige invertir una parte del capital en acciones y una parte en valores fijos, en proporciones variables según la disposición al riesgo. De este modo es razonable esperar que, si una parte de la inversión no va bien durante un cierto periodo, la otra sí lo haga, lo cual deja al inversor más tranquilo. Mi trabajo es guiar al inversor para que elija la forma más apropiada para él. Como es el dinero del cliente lo que se arriesga en la operación hay mucha competencia, y hacen falta mucha conciencia y mucho sentido de la responsabilidad al aconsejar un tipo de inversión u otro. El error no está permitido. O mejor, no se pueden cometer dos errores, porque después del primero debemos cambiar de trabajo.

Tomó otro sorbo de tónica y le miró:

—Le estoy aburriendo, ¿verdad?

McKintock la escuchaba fascinado durante todo este tiempo. Esa voz cálida que exponía con tanto dominio conceptos áridos como los de las finanzas, esos ojos verdes que miraban lejos mientras hablaba, lo habían hechizado completamente.

—No, para nada —respondió convencido—. Es un tema muy interesante. He hecho algunas inversiones, como muchos, pero debo reconocer que no he conocido a nadie que me hablara de ello como usted lo acaba de hacer.

Ella cogió una galleta salada y le preguntó alegremente:

—¿Y cómo van sus inversiones? —comenzando a mordisquear la galleta; con pimiento y anchoas, muy rica.

McKintock bebió algo de tónica mientras reflexionaba y respondió:

—A decir verdad, no lo sé. Ahora que lo pienso, hace mucho que no me ocupo de ello. Quién sabe cómo va mi dinero. Intentaré controlarlo un día de estos.

Ya..., un día de estos. Como para muchas otras cosas, ese día no llegaría nunca, ocupado como estaba con su trabajo y distanciado, inconscientemente, de todo lo que no tenía nada que ver con la universidad. De repente se dio cuenta de que había dejado demasiadas cosas por su cuenta, sin su control. Las amistades, las inversiones, su soledad.

La soledad.

Sintió, hasta lo más profundo de su alma, lo solo que estaba. Y desde cuánto tiempo lo estaba.

En ese momento McKintock se vio a sí mismo. Vio en lo que se había convertido. Un personaje potente y prestigioso de cara al mundo.

Y un miserable en el ámbito personal.

La miró fijamente a los ojos.

—Me preguntaba... —empezó dubitativo— me preguntaba si... —se interrumpió de nuevo—, me preguntaba si podría ser tan amable de ocuparse de mis inversiones —concluyó casi susurrando.

Cynthia lo miró, asimismo, y mientras él hablaba, leyó en sus ojos lo que llevaba dentro. Leyó la soledad, y la estatura de la persona.

No lo dudó ni un segundo.

—No me apetece dormir sola esta noche.

Lo dijo con tal naturalidad que McKintock no se dio cuenta del significado real de sus palabras.

Solo tras algunos instantes lo comprendió, y una fortísima emoción se apoderó de él. Se le humedecieron los ojos, y con los labios temblando alargó una mano para tomar delicadamente la de ella, que le sonrió con naturalidad.

Cogieron sus vasos y se dirigieron al ascensor, cogidos de la mano.

El camarero los vio marcharse.

«Guau, qué velocidad», pensó.

Miró con perplejidad el plato que estaba sobre la mesa.

«¿Habrán sido los aperitivos?».



La habitación de Cynthia era muy similar a la suya, amplia, con cama de matrimonio, un armario grande, un escritorio cómodo y sillones para relajarse. La televisión vía satélite y el bar eran accesorios suficientes para el ocupante. La decoración era cuidada, como correspondía a un hotel de máxima categoría como aquel. Los cuadros en las paredes representaban paisajes de Yorkshire, con páramos verdes poblados de brezo continuamente agitados por el viento.

El baño era muy acogedor, con los sanitarios novísimos y perfectamente higienizados. La ducha lujosa con cabina de cristal invitaba a usarla, y Cynthia empezó a prepararse enseguida. Se quitó la pinza del pelo para liberarlo, moviendo la cabeza a izquierda y derecha para desenredarlo. Le llegaba a los hombros, y revelaba un sofisticado corte escalonado. Se quitó la chaqueta y la colocó cuidadosamente en la percha. No se quitó los elegantes zapatos. Aún no. Cuando bajó la cremallera de la falda McKintock se sintió desvanecer, y para esconder su reacción le preguntó si podía ir a su habitación a coger sus efectos personales.

En cuanto salió de la puerta, con la frente empapada en sudor y el corazón batiendo salvajemente, se preguntó si no estaba cometiendo una locura. Mientras avanzaba por el pasillo con paso mecánico y cogía el ascensor para bajar al primer piso, donde estaba su habitación, se acordó de que ya no estaba casado. Estaba divorciado desde hacía años, y debía considerarse un hombre libre para poder buscar otras oportunidades. Metió rápidamente en la maleta una muda, un traje planchado y los accesorios para la higiene personal, luego cerró la puerta y se dirigió tranquilo hacia el segundo piso, habitación 216.

Llamó, pero no hubo respuesta. Movió la manija y vio que Cynthia había dejado la puerta abierta para él. No era un sueño, entonces, lo que estaba viviendo.

Entró y sintió el sonido del agua de la ducha. Dejó la maleta al lado del armario y vio que la puerta del baño estaba abierta.

Y a través de ella vio a Cynthia.

Dentro de la cabina de cristal, bajo el masaje tranquilo del agua calentísima, se pasaba una esponja llena de espuma por el pecho, bajo los senos generosos, por el estómago y por el abdomen. Estaba girada tres cuartos respecto a la puerta, con la pierna izquierda ligeramente desviada de la rodilla para abajo. Ella lo vio y no se movió ni un milímetro. Le sonrió y empezó a enjabonarse los brazos, las axilas, los lados.

McKintock habría querido encontrar la fuerza para separarse de aquella visión, al menos por una cuestión de respeto, pero no fue así.

Era bellísima. Maravillosa.

Permaneció como encantado, observando ese cuerpo magnífico, lleno e increíblemente sensual.

Ella empezó a pasar la esponja por las ingles, lentamente, metódicamente, y a echar para atrás la cabeza rítmicamente.

La mirada de McKintock siguió los movimientos irresistibles de la esponja, con los ojos fuera de las órbitas, incapaz de moverse.

Hasta que se dio cuenta de que ella lo estaba mirando, sonriente y burlona.

Cynthia llenó de agua el tapón del gel de ducha y se lo lanzó por del techo abierto de la ducha.

McKintock se despertó de golpe, como tocado por una descarga eléctrica, y enrojeció completamente de la vergüenza. Comprendió cómo debió sentirse el pobre Acteón de la leyenda. ¡Oh, Artemisa! ¿Cuántos hombres has destruido con tu belleza? Ahora yo también me he mojado con el agua mágica: ¿me transformaré en ciervo?

Cynthia echó una carcajada y se pasó la esponja rápidamente por la espalda, los glúteos y las piernas, luego se enjuagó abundantemente girando bajo la ducha y pasándose los dedos entre los cabellos para eliminar todo el champú. Cerró el grifo y dejó que el agua resbalase por su cuerpo, se cepilló el pelo y finalmente abrió lentamente la cabina, salió y se puso de espaldas para ponerse el albornoz que McKintock sujetaba para ella.

Se lo puso y se dio la vuelta. La sintió cálida, perfumada de gel de ducha de lavanda, con el pelo mojado y la piel congestionada por el agua calentísima. Terriblemente deseable.

Se movió para salir del bajo; McKintock no consiguió resistir y le apoyó las manos en los hombros, plantándose de frente a ella sin saber bien qué hacer. Cynthia lo miró con cara de reproche:

—¡La ducha!

Él soltó su presa y la dejó pasar, descorazonado.

Cynthia salió del baño, se ató el cinturón del albornoz y cogió el secador de su maleta, después volvió a entrar y empezó a secarse el pelo delante del espejo parcialmente empañado.

McKintock salió entonces y se desnudó, dejando su ropa en un espacio libre del armario, y las gafas en el escritorio. Preparó un pijama en el lado izquierdo de la cama.

Con cincuenta y ocho años cumplidos estaba bastante en forma. Como buen escocés comía poco, además le gustaba caminar rápidamente durante largos periodos, sobre todo dentro de la estructura universitaria. Usaba el coche solo cuando era indispensable, y esto le había ayudado a mantener un buen tipo. Solo un ligero esbozo de grasa en aquel hombre magro de mediana estatura, con el pelo gris y la mirada penetrante, de ojos castaños.

Entró en la ducha con una toalla alrededor de la cintura, y cuando la quitó y abrió el agua permaneció girando hacia la pared.

Cynthia no se dignó a mirarlo durante todo el tiempo. Siguió usando el secador con mano segura, con un resultado final envidiable. A pesar de la edad, su pelo era voluminoso y brillante. El tinte reproducía fielmente el que había sido su color original, solo parcialmente manchado de blanco si el rojo oscuro artificial no lo hubiese cubierto perfectamente, y sin dejar ver ni un milímetro de raíces.

Volvió a llevar el secador a la habitación. McKintock todavía se estaba duchando.

Se quitó el albornoz, cogió el perfume del neceser y disparó el aerosol repetidamente a su alrededor, creando una nube. Se introdujo en la nube y dio vueltas durante unos segundos, dejando que su cuerpo desnudo absorbiese aquella fragancia, después se puso un camisón de seda brillante de un ligero verde azulado que le llegaba hasta el muslo, sin ropa interior. Se sentó en un sillón, medio tumbada en una pose lánguida.

Tenía los brazos apoyados relajadamente sobre los reposabrazos, la cabeza apoyada en el respaldo e inclinada a la izquierda, la pierna derecha en ángulo recto y con el pie desnudo sobre la moqueta, con la pierna izquierda estirada hacia delante.

Las suaves temperaturas templaban agradablemente el ambiente de aquella noche de primavera.

Cynthia cerró los ojos, dejándose llevar por esa sensación dulce.

Después de un minuto McKintock salió del baño con el albornoz puesto y se dirigió hacia donde había dejado su pijama, pero durante el recorrido pasó por delante de Cynthia. La vio en el sillón, etérea como una ninfa, rosa como una flor maravillosamente nueva, y sintió su perfume mágico. Una descarga de adrenalina recorrió su cuerpo de los pies a la cabeza, y cayó de rodillas delante de ella. Posó sus dedos sobre su muslo derecho, delicadamente, apenas rozándola. La piel era extremadamente suave, cálida e hidratada. Recorrió unos centímetros con sus dedos, en dirección al tobillo, y después besó dulcemente la rodilla redondeada. Con la otra mano acarició el exterior del muslo derecho, y después movió la mano hacia el interior, besando primero un muslo y luego el otro. La seda del camisón resbalaba hacia arriba a medida que él avanzaba, hasta que la ingle quedó al descubierto. McKintock se encontró delante del pubis, cuyo pelo estaba cortado en forma de rectángulo formado con precisión geométrica, con el borde superior un centímetro por encima de la vulva y los lados verticales a dos centímetros de los labios mayores. Besó la cavidad de la ingle izquierda, y fue avanzando a lo largo de la semicircunferencia por encima del monte de Venus, besando cada tres centímetros hasta llegar a la ingle derecha. Apoyó ardientemente los labios sobre el clítoris, dudó, luego se limitó a besarlo, con sus labios ahora secos. La besó sobre el vientre, liso y tónico, y alrededor del ombligo, y después besó también este. Colocó sus manos sobre las costillas, le besó el estómago, luego el seno izquierdo, cálido y pleno, y pasó al derecho, frotando voluptuosamente la boca y la nariz.

En ese momento Cynthia abrió los ojos de golpe y con la mano derecha le aferró el pene, y sujetándolo como se sujeta una linterna, le hizo ponerse de pie, se levantó del sillón y maniobrando el pene como una palanca de mando hizo que McKintock se tumbara en la cama de través, con las piernas hacia abajo. Se quitó el camisón y se sentó a horcajadas encima de él, con el busto erecto, y con la mano izquierda manipuló sus labios grandes para facilitar la entrada del pene en su vagina, luego rodeó su cuello con sus dedos y empezó a moverse rítmicamente arriba y abajo. Cuando llegaba abajo del todo giraba el vientre hacia delante para frotar con el clítoris la piel de él. El ritmo era perfecto y regular, con el descenso más lento e intenso que el ascenso.

McKintock estaba como en un trance, y con las manos apoyadas en las rodillas de Cynthia la miraba con adoración extasiada. Ella se movía con una gracia y un dominio de sí misma tales que parecía una criatura divina. Mientras la acariciaba toda entera con la mirada, notó bajo las axilas dos cicatrices sutiles en forma semicircular, de forma idéntica. Al principio no comprendió, luego se acordó de que un cirujano amigo suyo le había contado que uno de los sistemas usados para implantar prótesis de silicona en el pecho era practicar un corte justo por debajo de la axila, para esconder la cicatriz. Así que ese era el secreto de esos senos tan llenos y sensuales. McKintock no se sintió decepcionado. Al contrario.

«¡Qué más da!», pensó. Si ese era el resultado, era feliz de estar disfrutándolo.

Esos senos danzaban delante de sus ojos, mientras Cynthia se movía arriba y abajo con la mirada ausente y la boca abierta. Un gemido nasal bajo acompañaba el final de cada bajada, hasta que empezó a acelerar el ritmo, más rápido y más rápido, más rápido y más rápido, dando cada vez más fuertes golpes contra él, con el gemido que se había convertido en un «¡oooh!» gutural con cada golpe. Cuando los golpes alcanzaron una furia salvaje, con el cuerpo de Cynthia tenso hasta el espasmo y cubierto de sudor, ella separó sus manos del cuello de él y lanzó un grito agudísimo, estridente y prolongado, mientras su cuerpo se estiraba y se contraía rítmicamente por el orgasmo, e iba perdiendo la coordinación

McKintock había asistido incrédulo a aquella exhibición. Nunca en su vida había visto algo así. Ni siquiera sabía que una mujer pudiese ser capaz de todo eso.

Cynthia se calmó, el orgasmo terminó y su respiración volvió a ser regular. Lo miró a la cara, con los ojos que lanzaban rayos y dejó caer un golpe violentísimo en la mejilla izquierda.

—¡Imbécil! —exclamó, luego se separó de él y se dejó caer de espaldas en la cama, durmiéndose inmediatamente.

McKintock no movió un músculo y se quedó mirando el techo, humillado, con la mejilla que ardía como un carbón ardiente.

Había eyaculado en cuanto Cynthia había comenzado a moverse más rápido.



En medio de la noche.

Cynthia tenía el sueño ligero y se despertó inmediatamente, cuando su cerebro percibió un cambio en el ruido de fondo. Hasta ahora la habitación había permanecido prácticamente silenciosa, pero ahora una voz estaba murmurando algo.

Girando levemente la cabeza, Cynthia buscó el origen de aquella voz y, en la luz que habían dejado encendida, vio a McKintock hablando dormido. Todavía estaba tumbado como ella lo había dejado, con solo el albornoz abierto, y su timbre de voz se volvía más claro con cada palabra que pronunciaba:




Canto a Artemisa, la del arco de oro,

tumultuosa, virgen veneranda,

que hiere a los ciervos, que se huelga con las flechas,

hermana de Apolo, el de la espada de oro;

la cual, deleitándose en la caza

por los umbríos montes y las ventosas cumbres,

tiende su arco, todo él de oro, y arroja dolorosas flechas.


Cynthia reconoció enseguida el Himno de Omero número XXVII, titulado «A Artemisa», dedicado a esta diosa.

Lo conocía muy bien porque, de todos los himnos que se habían escrito en honor de Artemisa, ese era su preferido.

McKintock seguía impertérrito, como si estuviese repitiendo una lección:




Tiemblan las cumbres de las altas montañas,

resuena horriblemente la umbría selva

con el bramido de las fieras

y se agitan la tierra y el mar abundante en peces;

y ella, con corazón esforzado,

va y viene por todas partes

destruyendo la progenie de las fieras.


De hecho, la actuación era intensa y expresiva, participativa. En la mente de McKintock aquel canto debía estar impreso con toda la carga interpretativa que se le presuponía, y que salía durante su declamación inconsciente.




Mas cuando la que acecha las fieras se ha deleitado,

regocijando su mente,

desarma su arco

y se va a la gran casa

de su querido hermano Febo Apolo,

al rico pueblo de Delfos,

para disponer la bella danza

de las Musas y de las Gracias.


Aquí Cynthia empezó a recitar en voz baja, siguiendo a McKintock.




Allí, después de colgar el flexible arco y las flechas,

se pone al frente de los coros y los guía,

llevando el cuerpo graciosamente adornado;

y aquellas, emitiendo su voz divina,

cantan a Leto, la de hermosos tobillos,

como infante que vino al mundo

superior a los demás inmortales

por su inteligencia y por sus obras.

Salud,

hija de Zeus y de Leto, de hermosa cabellera;

mas ya me acordaré de ti

con otro canto


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El himno se acababa, glorioso y magnífico, dejándole una profunda satisfacción.

Muchos años antes había buscado el origen de su nombre y se había imbuido en el mito de Artemisa; se había apasionado de tal forma que había aprendido todo sobre ella de memoria, y ahora se sentía complacida de que McKintock la alabase incluso en el sueño

Se irguió para sentarse en la cama, desnuda como estaba, y sonrió con ternura maternal al hombre que dormía. Cogió la manta que estaba apoyada cerca de la almohada, la desdobló y la extendió delicadamente sobre el tronco y las piernas de McKintock, tapándolo; después se metió debajo de la manta, apagó la luz y se giró sobre el costado, durmiéndose inmediatamente.



McKintock iba pensando en su primer encuentro mientras cerraba la puerta de su despacho esa noche.

Cynthia había cambiado su vida, y desde hacía un año él había empezado a sentirse un hombre más completo, más feliz. En promedio, iba una vez por semana a pasar la noche en su casa, en Liverpool, y cuando llegaba el día establecido, las tareas del día le eran menos pesadas, y conseguía incluso tomar algunas cosas con filosofía. De hecho, normalmente todos los problemas, pequeños y grandes, eran para él obstáculos igual de importantes que había que eliminar absolutamente lo más pronto posible, esforzándose de tal manera que a veces resultaba obsesivo. Pero cuando sabía que por la noche iría a casa de Cynthia su visión cambiaba, estaba más relajado, y los obstáculos menos difíciles pasaban a un segundo plano, a veces incluso pasaban al día siguiente.

Salió del despacho y montó en su coche. Llegó a Oxford Road, que atravesaba el complejo universitario a lo largo, y se dirigió hacia el norte. Torció a la derecha en Booth Street East y un poco después giró a la izquierda en Upper Brook Street. Un poco más adelante giró otra vez a la izquierda para subir por la rampa de acceso a la calle elevada Mancunian Way. El tráfico era moderado a aquella hora, y un calabobos ligero y persistente bañaba el parabrisas del coche; el limpiaparabrisas aseguraba una visibilidad perfecta.

Desde la Mancunian podía ver algo de su Manchester, la ciudad en la que había nacido y que amaba más que ninguna otra. No podría distraerse demasiado, sin embargo, porque aquella carretera era conocida por la alta incidencia de accidentes.

El motor ya estaba suficientemente caliente y el climatizador empezó a soplar aire caliente en el habitáculo.

La Mancunian pasó a ser Dawson Street y desde allí McKintock giró a la izquierda en Regent Road. En la rotonda siguió derecho por la M604, que comenzaba en ese punto, y empezó a relajarse.

Encendió la radio y puso el canal que daba las noticias a aquella hora.

«... manifestaciones de los estudiantes en la plaza Tien An Men no dejan de disminuir. Este tercer día de protestas ha registrado numerosos enfrentamientos y cargas policiales. Varios estudiantes han sido arrestados, y los periodistas deben permanecer a una cierta distancia. Por ahora está prohibido hacer fotografías o imágenes de televisión. La insistente demanda de democracia parece no poder hacer mella en el firme muro que opone el gobierno, y la represión es por ahora la única respuesta a los desfiles pacíficos en la plaza...».

«Pobres», pensó McKintock, «lo están pasando realmente mal, ellos. Querían un poco de libertad y en su lugar les llueven palos. Y los soldados tienen que golpearlos, porque si no, no comen, y son ellos los que se llevan los palos, o peor aún. China está lejos de nosotros, en todos los sentidos...».

En ese momento se acordó del encuentro con Drew.

Ya, Drew, que, de punta en blanco había sacado de su sombrero aquel descubrimiento, junto con ese estudiante de color. ¿Cómo se llamaba? No se acordaba. Las implicaciones, sin embargo, las recordaba, y bien. Si de verdad había una aplicación comercial para aquel fenómeno, sería muy útil en el ateneo. Desde que el gobierno de Howard había decidido recortar los fondos a la Universidad de Manchester para destinar una cantidad mayor a otros centros él luchaba para mantener el ateneo al mismo nivel, pero era prácticamente imposible. Cualquier actividad tenía un coste, y si el coste no estaba cubierto la actividad no se podía desarrollar. Sin discusiones. Sin peticiones. Había que renunciar. Y el orgullo del sistema universitario británico estaba deslizándose hacia un segundo plano. Era algo inaudito, absurdo, y, sin embargo, estaba pasando.

«Equidad e igualdad», había sido el lema de Howard, y lo estaba poniendo en práctica demasiado bien, ese bastardo.

Las luces de Salford volaban a los lados de la carretera, mientras la lluvia fina se había reducido a un goteo esporádico sobre el cristal.

Un tráfico discreto circulaba en dirección opuesta. Eran los que volvían a la ciudad después de haber estado fuera por el trabajo.

A medida que él avanzaba el número de coches iba disminuyendo progresivamente, y cuando llegó a la altura de Alder Forest, y la M602 se convirtió en la M62, se encontró en campo abierto.

La idea de transportar paquetes con el sistema de Drew le había venido improvisadamente, quizá estimulada por un documental sobre el comercio mundial que había visto hacía unos días, en el que habían mostrado líneas de transporte para paquetes de varios tamaños, siempre llenas y siempre en movimiento. Era impresionante ver cuánta mercancía era enviada por correo o por compañías de mensajería. Sin duda, el transporte de mercancías era un enorme negocio, y poseer un método totalmente innovador, inmediato, seguro y de bajo coste sería ciertamente un golpe ganador. Sin concurrencia. La tecnología sería únicamente suya, y podrían ganar todo lo que quisieran. Vistas las dimensiones del asunto, tenía la sensación de que la universidad podría permanecer en el nivel en el que siempre había estado.

Cierto, cómo conciliar una gestión puramente administrativa, como la de un ateneo, con una gestión netamente comercial, como era la del transporte internacional, era una cuestión que había que estudiar a fondo. También sería necesario comprobar si la ley permitía una combinación tal, incluso siendo por el bien de la universidad. Habría que consultar con expertos en el tema lo más pronto posible.

Sintonizó la radio en un canal de música clásica y durante unos minutos estuvo escuchando a Bach. La «Passacaglia en Do menor» era una obra excelsa, muy superior a la mucho más famosa «Tocata y Fuga en re menor», y la escuchó con gran placer.

Mientras tanto las pequeñas ciudades que atravesaba iluminaban brevemente el oscuro paisaje del Noroeste. McKintock solo identificó alguna, absorto como estaba en escuchar la música: Risley, Westbrook, Rainhill.

Al acabarse la Passacaglia apagó la radio, para mantener dentro de sí la sensación de elevación que le transmitía la obra. El placer sublime que experimentaba lo colocaba en un estado de gracia, y se sentía pletórico. El cansancio del día era un recuerdo, y cuando, pasado Broadgreen, terminó la autopista y empezó a acercarse a Liverpool tras tomar la Edge Lane Drive, se sintió electrizado con la idea de ver a Cynthia, de pasar la velada y la noche con ella. Era una mujer excepcional. Le daba todo lo que un hombre puede desear. La necesitaba. La amaba con locura.

La quería.

Capítulo VII



Drew no podía dormir.

La discusión con McKintock lo había turbado más de lo que habría creído. Pensaba ser suficientemente sólido como para no dejarse influenciar por las escaramuzas verbales, y ahora había que verlo ahí tumbado en la cama mirando el techo, escuchando estoicamente el tictac estentóreo del reloj, ese viejo despertador mecánico al que estaba tan apegado. Él, que se ocupaba fundamentalmente de física teórica mediante excursiones sorprendentes con los métodos matemáticos más abstractos y abstrusos con el fin de demostrar las leyes que gobiernan el universo ante sus estudiantes, tenía encima de su mesilla un despertador de agujas y al que había que dar cuerda. El despertador constituía un anclaje a las cosas simples, que funcionaban sin dificultad, y que funcionarían siempre, gracias a una tecnología anticuada, quizá, pero fácilmente comprensible y reproducible, cosa que en su campo de estudio era totalmente impensable. Necesitaba un lugar seguro en el que refugiarse tras las jornadas vividas en medio de teorías intangibles, y ese puerto era el despertador. Esa noche, sin embargo, su tictac no lo relajaba, sino que agitaba todavía más el curso de sus pensamientos.

Durante el día, entre dos lecciones, había empezado a crear un elenco de posibles compañeros que podría involucrar en la investigación del fenómeno. Había incluido, sin dudarlo, a Nobu Kobayashi, quien, por sus investigaciones sobre las altas energías, dispondría seguramente de los instrumentos necesarios para trabajar de manera eficaz sobre el problema; después había añadido a Radni Kamaranda, un matemático brillante que había podido construir el modelo matemático de un proceso físico complejo en un periodo de tiempo irrisorio respecto a lo que habrían necesitado los especialistas. Como el fenómeno que debían estudiar estaba ligado, muy probablemente, a la manipulación del tejido espaciotemporal, un físico relativista de gran valor como Dieter Schultz podría encontrar materia prima para sus fabricaciones. También necesitaba el elemento clave del grupo, alguien dotado de una intuición tal que pudiera ver la solución escondida dentro del revoltijo enorme de información y conjeturas. Alguien que, en el momento justo, pudiera comprender la verdadera esencia del fenómeno, y sintetizar instantáneamente los elementos desordenados que tuviera a su disposición, abriendo así el camino a sus compañeros.

Solo conocía una persona con esta cualidad innata, que, por otro lado, le había generado grandes complicaciones. Jasmine Novak había publicado algunos artículos sobre la teoría de las cuerdas, en los que su capacidad para intuir lo que otros no conseguían ni siquiera entrever emergía con una claridad tan cristalina que la hacían parecer como un ser sobrehumano. Drew sabía que nunca habría sido capaz de igualarla, y sabía, por lo tanto, que Novak era la persona que podría llevarlos directamente hasta la solución. Pero Novak también era una mujer.

Él no conseguía relacionarse adecuadamente con las mujeres, y temía no ser capaz de trabajar de manera serena y provechosa con una científica de ese calibre. Además, Novak era orgullosa y rebelde; un espíritu independiente que no hacía compromisos con los que estaban a su alrededor. Veía su vida como la única justa y posible; en caso de conflicto era más que capaz de abandonar todo sin importarle las consecuencias. En resumidas cuentas, era una mujer difícil y él no sabía cómo gestionarla, pero la necesitaba. La había añadido, resignado, al final de la lista, el último nombre de un pequeño grupo de científicos que habría intentado desvelar las leyes que gobernaban un fenómeno físico de tal envergadura que podría cambiar el curso de la historia humana, si llegaran a comprenderlo.

Volvió a pensar en Kobayashi y las altas energías. Después de todo, el experimento que Marlon había hecho funcionar no necesitaba tanta energía; todo cabía en una mesa de laboratorio, estaba constituido por un generador de unos miles de voltios, dos fuentes de alimentación de baja tensión, electrodos, placas, una bobina y varios aparatos de regulación, además del ordenador para controlarlo todo. No parecía que hiciera falta nada demasiado especial para obtener el efecto, pero Drew se dijo que debían obtener la solución lo más rápidamente posible, y para ganar tiempo era mejor recurrir a los mejores científicos.

«Lo más rápido posible...», se repitió Drew a sí mismo. «Pero... ¿por qué?». ¿Para que McKintock pudiera iniciar su actividad de mensajería internacional para financiar la Universidad? Aquello se había convertido, en apariencia, en el fin último de su descubrimiento, pensó con amargura. Pero no podía reducirse a eso; él no lo aceptaría. Es cierto que la Universidad podría tener la exclusiva del hallazgo para su aplicación en sistemas de transporte de mercancías, pero todas las demás aplicaciones deberían estar a disposición de todos. Y no podría ser de otro modo para un descubrimiento científico tan revolucionario

Transportar personas, por ejemplo, como en el famoso teletransporte a menudo presente en las historias de ciencia ficción, debería ser una aplicación más importante que el mero movimiento de mercancía. Habría permitido una interacción directa e inmediata entre individuos que vivieran a mucha distancia; podrían organizarse reuniones de trabajo pocos minutos antes de su comienzo, con intervinientes dispersos por todo el mundo, y que tras el encuentro podrían volver en un instante a sus actividades propias.

Un enfermo podría ser tratado por los mejores especialistas independientemente del lugar en el que estos operaran habitualmente, y sin los tiempos ni los costes del transporte convencional.

El lugar de trabajo o de estudio podría ser cualquiera con un sistema de transporte como aquel. El padre podría trabajar en Sidney, la madre en Toronto, el hijo estudiaría en Dallas y, por la noche, irían todos juntos a cenar a un restaurante en Venecia.

El modo de vida cambiaría radicalmente, con consecuencias sociales tan potentes que dejarían a todo el mundo perplejo. Por otro lado, ¿estaría bien poner en las manos del hombre un instrumento de tal calibre? ¿Para qué lo habría utilizado? ¿Las guerras? ¿Cómo habrían sido? Espantosas, de solo pensarlo.

Pero, quizá, si el método de transporte estuviera realmente al alcance de todos se podrían evitar, con mucha probabilidad, los abusos más que probables de un único propietario. La Tierra encontraría un nuevo equilibrio y una nueva era de paz, y el hombre sería más libre de pensar y de progresar.

«¡Qué utopía!», se dijo Drew. «¿Cómo puedo hacerme ilusiones de que, justamente, gracias a este descubrimiento, el hombre pueda hacerse mejor?». Nunca había sido así en toda la historia humana, independientemente de los instrumentos de los que se disponía.

No había nada que hacer, ya sabía que tenía entre las manos algo extraordinariamente revolucionario, pero en vez de estar excitado y anticipar la gloria que habría obtenido, estaba lleno de desconsuelo y amargura. Este nuevo descubrimiento podría, quizá, llevar a la humanidad a la ruina, y los libros de historia recordarían que él, Drew, fue el máximo responsable de todo aquello, el que había iniciado todo.

Pero, pero... también era verdad que, a pesar de sus errores y sus locuras delirantes, la humanidad había avanzado de todas formas. Cierto, dejando atrás un enorme rastro de muertes de inocentes. Pero la evolución había continuado, tanto de la tecnología como de la ética. ¡Quién sabe si esta vez los seres humanos podrían demostrar más raciocinio y más respeto por los otros...! Le costaba creérselo, pero ¿quién era él para decidir qué era lo mejor para la raza humana? Él era un científico que había tropezado por total casualidad con un fenómeno inesperado y excepcional, o, mejor, gracias a la perspicacia de su estudiante, el fenómeno se había revelado y ahora se preparaban para estudiarlo. Sin Marlon, quizá nunca se habría producido el descubrimiento, en vista de las circunstancias absolutamente casuales que habían tomado parte en él, y la humanidad no habría podido conocer ni utilizar el fenómeno, ni para bien ni para mal.

Tenía que esforzarse al máximo en su estudio y su comprensión, con una teoría que lo explicase y permitiera utilizarlo. Se lo debía a la ciencia, a Marlon y a sí mismo. Si McKintock quería usarla para sostener la universidad, que lo hiciera. La Universidad de Manchester era todo para Drew, le había dado trabajo durante treinta años, un trabajo prestigioso al lado de muchos premios Nobel; era su casa durante muchas más horas al día que su propio domicilio, y los compañeros y los alumnos lo respetaban. Gracias a la universidad podría colaborar con otros científicos como él, vinculados a los ateneos más importantes del globo. Se sentía en deuda, y donar al menos una parte de los beneficios del descubrimiento a la universidad le parecía una manera de devolver lo recibido.

El techo no era tan oscuro como hasta ese momento; se asomó por la ventana y vio que la aurora ya había disuelto la noche, irradiando una claridad portentosa y creciente sobre Manchester; el preludio de un amanecer espléndido. La misma aurora que él estaba viviendo en la dilución progresiva del misterio científico que habría intentado, junto a sus compañeros, transformar en el amanecer de un conocimiento superior para la humanidad.

Se levantó, en absoluto cansado, y descubrió que tenía muchísima hambre. Se preparó un desayuno sustancial y lo consumió con satisfacción, pensando mientras tanto en cuál sería la hora más correcta para llamar a los colaboradores que había elegido para el proyecto. Tenía que llamar inmediatamente a Kobayashi, porque en Osaka ya era por la tarde. Justo después tendría que llamar a Kamaranda, porque trabajaba en Raipur, en el noreste de la India. Schultz en Heidelberg y Novak en Oslo estaban mucho más cerca de su huso horario, por lo que a ellos podría llamarlos más tarde durante la mañana.

Se vistió y salió al encuentro del alba, derecho a la Universidad, y al inicio de una aventura que lo llevaría donde él no habría podido imaginar jamás.

Capítulo VIII



Drew llegó a su estudio después de haber atravesado patios vacíos y de haber recorrido pasillos desiertos. Todavía era demasiado pronto para que hubiera estudiantes, empleados o profesores en el campus, como ya sabía por las otras veces en las que había llegado a primerísima hora a la universidad. Le gustaba vivir ese momento en el que el inmenso ateneo parecía dormir en la bruma matinal, como un leviatán yaciendo para descansar, pero poseedor de la potencia que en poco tiempo se habría liberado durante la acción. Buscó el número de Kobayashi en su agenda y llamó. Respondió una voz sutil, en japonés.

—Moshi moshi


(#litres_trial_promo).

—Drew desu ga, Kobayashi-san onegaishimasu


(#litres_trial_promo)? —respondió Drew con su japonés básico.

—Buenos días, profesor Drew —la interlocutora conmutó inmediatamente al inglés, al reconocerlo—. Soy Maoko. El profesor Kobayashi me ha hablado de usted. Desgraciadamente, ahora está dando una clase, pero acabará dentro de poco. Lamento muchísimo no poder ponerles en comunicación ahora mismo, profesor.

Drew se acordó de cuando lo había visto la última vez, hace unos meses, en una conferencia; Kobayashi le había hablado de su brillante alumna, Maoko Yamazaki, que estaba saltando cursos y acabaría la carrera antes de los tiempos convencionales. Era un placer poder hablar con alguien con tales dotes, y, al mismo tiempo, apreciaba la exquisita educación de la que los japoneses hacen gala durante las conversaciones. La muchacha sentía verdaderamente no poder ponerlo en comunicación con Kobayashi; no fingía de manera hipócrita como habría hecho un occidental.

—Le agradezco su amabilidad, Maoko-san


(#litres_trial_promo). ¿Sería tan amable de pedirle que me llamara en cuanto volviera? Es muy importante —preguntó Drew.

—Por supuesto, profesor. ¿Puede darme su número...? ¡Oh! ¡Aquí está el profesor Kobayashi! Se pone inmediatamente. Le deseo que tenga un buen día.

«Increíble», pensó Drew, «Maoko sabía que Kobayashi iba a volver muy pronto y, sin embargo, para no hacerme esperar, había preferido que me llamara él más tarde. Un occidental habría dicho simplemente: espere un momento, llegará dentro de poco. Verdaderamente, tenemos mucho que aprender de los japoneses, en lo que a educación se refiere».

—¡Drew-san, amigo mío! —exclamó Kobayashi en el teléfono con alegría—. ¿Qué te hace llamar a un comedor de arroz como yo?

—Hola, Kobayashi. Necesito tu ayuda en una investigación bastante complicada. ¿Tienes tiempo para mí?

—Por supuesto, Drew-san. Acabo de terminar un trabajo para el nuevo acelerador de partículas que están construyendo en Chiba y tengo unas semanas de descanso. ¿Qué necesitas exactamente?

—He topado con un fenómeno extraño que requiere un profundo estudio. Se manifiesta solo en presencia de cantidades precisas de energía y me gustaría comprender el mecanismo que lo gobierna. Como trabajas cotidianamente con los niveles de energía que me interesan, he pensado que podrías ocuparte de esta parte de la investigación. ¿Qué opinas?

Kobayashi se sentía halagado.

—Tu petición me honra. Acepto sin dudarlo. ¿Cómo piensas proceder?

—Sobre todo, necesito que vengas a Manchester para que te pueda mostrar el fenómeno y el montaje que lo produce. Después, junto a los otros científicos del grupo que estoy formando, intentaremos construir la teoría que explique lo que pasa. ¿Te parece bien?

—Naturalmente, Drew-san. ¿Quiénes son los demás?

—Kamaranda para los cálculos, Schultz para la relatividad y... ejem..., Novak para la estructura fina de la materia.

—¿Novak? ¿Jasmine Novak? —soltó Kobayashi, pero se contuvo enseguida—. Drew-san, amigo mío, sabes que he tenido discusiones muy desagradables con Jasmine Novak. No consigo ponerme de acuerdo con ella. En la última conferencia, en Berna, se levantó en medio del público al final de mi exposición y proclamó: «Profesor Kobayashi, ¿está usted convencido realmente de lo que dice? He identificado, en su exposición, tres, y digo bien, tres, errores fundamentales de apreciación...» y a partir de ahí empezó a deshacer trozo a trozo mi tesis, con los científicos del público escuchándola como si fuera un oráculo y yo haciendo el papelón del principiante. Te lo ruego, Drew-san, amigo, ¿no tienes ninguna alternativa?

Drew estaba al corriente del numerito de Novak con Kobayashi, pero no, no tenía ninguna alternativa.

—Nobu-san, querido amigo, eres el mejor en tu campo y nadie puede igualarte. Novak tiene un carácter difícil pero también una mente excepcional; por eso precisamente pudo encontrar algunos puntos en tu trabajo que ella consideraba «errores fundamentales» pero que, sin embargo, para todos los demás, parecían solo detalles que había que afinar. Justamente, necesitamos una mente como la suya en nuestro grupo. ¿Crees que podrás trabajar con ella?

Kobayashi cedió:

—De acuerdo, Drew-san, amigo mío. Lo haré por ti y por la ciencia. Pero te lo ruego, deja que venga Maoko-san también. Es excepcional y me ayudará a soportar a Jasmine-san.

Drew estaba exultante.

—Por supuesto, Nobu-san. Será un honor para mí tener en mi grupo a una brillante estudiante como es la señorita Yamazaki. En unas horas te informaré de la fecha de la reunión en Manchester. Te doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón.

—Soy yo quien está agradecido, Drew-san. Hasta pronto. ¡Konnichiwa!


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—¡Konnichiwa, Nobu-san!

Drew se sentía inmensamente aliviado por haber conseguido la participación de Kobayashi a pesar de las dificultades que sabía que se iban a presentar, y la idea de añadir a Maoko, por parte de Kobayashi, era la garantía de una convivencia aceptable en el seno del grupo.

La cultura japonesa coloca a la mujer en una posición subordinada con respecto al hombre, por eso era normal que Kobayashi no viera de buen ojo a la emancipadísima Jasmine Novak. Maoko daría a Kobayashi la impresión de que él seguía teniendo el control y, al mismo tiempo, sería la intermediaria entre él y Novak, tanto en lo científico como en lo humano, para la serenidad de todos y el éxito del proyecto.

Ahora, Kamaranda.

El teléfono estuvo sonando mucho rato, hasta que una voz femenina respondió directamente en inglés:

—Dígame —dijo alguien en un tono apático.

—Soy el profesor Drew, de Manchester. ¿Está el profesor Kamaranda?

—Está bajo la higuera, reflexionando —dijo la mujer con tono molesto.

—¿Podría ir a buscarlo?

—Ahora no. Estoy ocupada.

Drew pasó al ataque, impaciente.

—Tengo que hablar con él urgentemente. ¡Vaya a llamarlo inmediatamente!

En absoluto impresionada, la mujer se puso más impertinente.

—Voy en cuanto pueda. Llame dentro de una hora.

Drew perdió los estribos.

—¡Escucha, imbécil, ve inmediatamente a llamar a Kamaranda, si no tendrás que vértelas con él, que te devolverá a la calle para que duermas en las aceras!

Entonces la mujer reaccionó, y cómo:

—¡Bastardo colonialista de mierda! Tus padres masacraron a poblaciones inocentes, incluidos mujeres y niños; nos exprimíais hasta matarnos para enriqueceros y ganar honores para la zorra de vuestra reina. Si crees que voy a mover el culo para servirte, ¡puedes morirte ya! —Y colgó violentamente.

Drew estaba furioso. Se vio a sí mismo con el teléfono mudo en la mano; por la rabia tuvo el impulso de golpearlo contra el escritorio como si fuera un martillo, pero hizo una respiración profunda, cerró los ojos, y se calmó rápidamente.

¡Justo esa mañana había tenido que toparse con la nieta de las víctimas del colonialismo! Y qué bien hablaba inglés, ¡parecía de Birmingham! Pero no conocía mucho la historia de la India: en la época de Gandhi, cuando presumiblemente sus padres habían sufrido la opresión inglesa, estaba el rey, y no la reina.

En todo caso, ahora, ¿qué podía hacer? Esa mujer le iba a impedir comunicar con Kamaranda; no le pasaría jamás sus llamadas. Y él tenía prisa ¡demonios!

Además, la mujer debía haber visto el número en la pantalla del teléfono, y había comprendido que la llamada venía de Gran Bretaña: por eso había respondido en inglés. Ahora estaría atenta, y si Drew volviera a llamar sería inútil y contraproducente.

En ese momento entró Marlon. Habían quedado a las ocho en el despacho de Drew y el chico era puntual. Tuvo una idea.

—¡Hola Marlon! Escucha, ¿conoces a alguien que esté estudiando en India, en Raipur?

—Buenos días, profesor. Déjeme pensar... ¡Ah, sí! Thomas Chatham está haciendo allí su doctorado. Lo conozco bien. ¿Por qué lo pregunta?

Drew volvió a tener esperanza.

—Un pequeño favor. ¿Podrías llamarle y pedirle que fuera a buscar al profesor Kamaranda? Está bajo la higuera, donde suele ir para reflexionar sobre los problemas de matemáticas; tendría que pedirle que me llamara lo más rápidamente posible a este número.

La petición extrañó mucho a Marlon, pero como conocía las excentricidades de Drew no hizo más preguntas. Buscó el número de su amigo en su móvil y usó el teléfono fijo del laboratorio para llamarlo.

Chatham respondió enseguida. Acababa de terminar la última clase del día; le vendría bien darse un paseo para ir a buscar al iluminado de Kamaranda. Lo encontró, efectivamente, bajo la higuera, con la expresión absorta de un gurú en plena meditación. Le transmitió el mensaje y, diez minutos más tarde, sonaba el teléfono de Drew.

—Buenos días, con Drew.

—Hola, Drew. Soy Kamaranda. Cuéntame. —Kamaranda era un hombre sintético que iba directamente al grano, sin hacer historias.

—Perdona si te he molestado, pero me gustaría proponerte un trabajo de investigación sobre un fenómeno físico particular. Necesito tu capacidad para crear modelos matemáticos para trabajar sobre la teoría del fenómeno. ¿Te apuntas?

—¿Cuándo y dónde?

—Aquí, en Manchester, en cuanto puedas. Tienes que verlo con tus propios ojos y...

—Mañana por la tarde, según Greenwich, estaré allí.

—¡Estupendo! Gracias, Radni. Hasta mañana.

Drew se relajó. Había podido salir del lío en que se había metido, aunque no había sido completamente por su culpa, gracias a la ayuda de los dos estudiantes. Eran unos buenos chicos.

—Gracias por tu ayuda, Marlon. Ven, te invito a un té.

Mientras caminaban por el pasillo hacia la cocina de la universidad, Marlon no pudo resistir a la curiosidad:

—Profesor Drew, perdone mi indiscreción, pero me parece que el profesor Kamaranda ha sido increíblemente rápido para aceptar el trabajo; quién sabe si ya está preparando las maletas. ¿Es normal?

—No sabría decirte, Marlon. A lo mejor necesita solo cambiar de aire —no le habló de la bruja del teléfono; podría ser, de hecho, que le hubieran endosado la mujer a Kamaranda solo porque era de la familia de alguien importante, aunque fuera completamente inepta para el trabajo. Era posible que el matemático estuviese en conflicto continuo con ella, y la oportunidad de escaparse a Manchester se le presentaba como un salvavidas inesperado. Si hubiese contado a Marlon la conversación con la mujer, habría tenido que explicarle también las razones de su desmotivación, y como Marlon era un estudiante negro, Drew pensó que sería mejor no sacar el tema de la época colonial y todos sus delitos, que, ciertamente, no era menos graves que los que se perpetraron contra las poblaciones africanas deportadas como esclavos. Esto podría haber molestado a Marlon, o incluso ofenderle, lo cual no habría sido positivo para el ambiente del grupo de investigación. Mejor no sacar ciertos temas.

La cocina estaba dotada de todo lo necesario para preparar un típico té al estilo inglés, con algunas teteras, varias tazas, una placa de cocina para calentar el agua, los tés más consumidos, tanto en bolsas como a granel, platos, azúcar, y un surtido discreto de pastelillos y galletas. No faltaba la leche, que debía ser añadida rigurosamente al final de la preparación. Según los adeptos a la ortodoxia del té original, los ingleses habían arruinado aquella bebida deliciosa al añadir la leche, cosa probablemente cierta, pero, si a ellos les gustaba así, ¿por qué hacer un problema de ello? Para gustos no hay colores: ¿qué deberían decir los italianos, entonces, al ver que los americanos cocinan la pizza en la parrilla?

Drew hirvió el agua, vertió un poco en la tetera para calentarla por dentro, la vació, añadió tres cucharillas de hojas de Darjeeling, su té preferido: una cuchara por taza y una más para la tetera, según la tradición. Añadió el agua hirviendo y dejó la infusión cuatro minutos, el tiempo necesario para conseguir la concentración ideal para él.

—Otra cosa, profesor —retomó Marlon—, ¿quién va a pagar a los científicos a los que ha convocado? El profesor Kamaranda, por ejemplo, ha aceptado el encargo simplemente y mañana estará aquí. ¿Quién va a pagar el viaje, los gastos de la estancia, la prestación profesional?

—La Universidad de Manchester tiene una convención anual con muchas universidades, gracias a la cual los científicos que trabajan en los distintos centros que la han suscrito reciben su sueldo como si permanecieran en su universidad de origen; los gastos son reembolsados automáticamente porque entran dentro de las categorías previstas en los presupuestos. Como el movimiento de personas es bastante equilibrado entre las distintas universidades, el equilibrio final no se ve alterado prácticamente, pero todas las universidades obtienen un beneficio desde el punto de vista científico, gracias a la contribución de los cerebros que emigran durante un cierto periodo de tiempo.

—Entiendo. Entonces, los compañeros que ha elegido ¿vienen todos de universidades dentro del convenio con Manchester?

—Exacto, Marlon. Cuando le di la lista a McKintock ayer por la tarde para su visto bueno, lo primero que miró fue precisamente eso. Él tiene que hacer que las cuentas cuadren. Independientemente del aspecto económico, además, para los científicos, las estancias suponen un beneficio desde el punto de vista intelectual y cultural, ya que la colaboración directa con los compañeros de otros centros es siempre estimulante y atractiva. Observar métodos distintos para enfocar los problemas, confrontar sus puntos de vista, por muy distantes que sean, o incluso solamente trabajar en un entorno distinto al habitual, hace surgir conceptos nuevos a menudo, enriqueciendo la ciencia y las mentes que viven esa experiencia.

—Me parece evidente—. Marlon cogió la caja con los pasteles mientras Drew llenaba las tazas. Se sentaron en una mesa baja y tomaron el té, ejecutando ese rito tan importante para los ingleses, y que les produce una satisfacción que define uno de los aspectos fundamentales del espíritu británico.

Después volvieron al despacho y Drew llamó a Schultz. Este respondió directamente, algo bastante extraño teniendo en cuenta que, por lo que Drew sabía, el alemán siempre hacía responder a sus becarios, e iba al teléfono solo por cuestiones fundamentales.

—Ja


(#litres_trial_promo)?

—Soy Drew, de Manchester, hola, Dieter.

—¡Oh! Hola, Lester. ¿Qué tal estás?

—Bien, gracias. ¿Y tú? ¿Sigues ocupado con tu barco?

Schultz había comprado un barco de segunda mano en bastante mal estado un año antes, y estaba intentando repararlo para ir a pescar al río Néckar.

—Todo bien por aquí. Todavía entra agua en el barco; pensaba que había reparado todas las grietas, pero, evidentemente, alguna escapó a mi control. De todas formas, en estos momentos no tengo tiempo para ocuparme de ella; todos mis becarios están de visita en los distintos observatorios europeos de ondas gravitacionales y yo me he quedado aquí a cuidar del cuartel.

—¿No has ido con ellos? —Drew estaba perplejo.

—No. Han ido con un compañero que se ofreció amablemente a acompañarlos —dijo Schultz sonriendo—. Al menos esta es la versión oficial. La verdad es que Hoffner quería irse de vacaciones en junio, aunque solo podría haberlas tomado en julio. Creo que su mujer lo estaba chantajeando: seguramente ella tenía vacaciones en junio y pretendía irse de viaje con su marido. Para contentarlo le dije que le sustituiría en junio si él fuera con los estudiantes en mi lugar; aceptó al vuelo. Mejor pasearse arriba y abajo por laboratorios subterráneos con los estudiantes novatos que sufrir la venganza de tu esposa —y volvió a sonreír.

—Entiendo. Bien, Hoffner tiene toda mi simpatía. —Drew suspiró—. De todas formas, Dieter, te he llamado porque me gustaría que colaboraras en el estudio de un fenómeno experimental muy particular que hemos descubierto aquí. ¿Podrías?

Schultz lo pensó un momento.

—A ver... ¿Tendría que ir allí?

—Sí, es indispensable. Tengo que mostrarte el fenómeno cuando ocurre, y el aparato que lo produce. Además, serías parte de un grupo de investigación que estoy constituyendo con este objetivo, y tenemos que trabajar todos juntos.

—Está bien. ¿Cuándo quieres que esté allí?

—Ejem... —Drew se sentía incómodo—. Kamaranda llega mañana por la tarde.

—¿Mañana por la tarde? —exclamó Schultz, sorprendido—. Como aviso no es demasiado tarde, ¿verdad, Lester?

Reflexionó unos segundos y luego añadió:

—En resumidas cuentas, ahora no tengo que seguir a ningún estudiante y me pueden sustituir con las clases; Ebersbacher, que es muy brillante. De acuerdo, hablaré con el rector y me organizo para estar en Manchester pasado mañana.

—Muchísimas gracias, Dieter. No te arrepentirás, ya lo verás.

—Eso espero —rio de nuevo Schultz—. No te pregunto si también estará Kamaranda. Prefiero las sorpresas. ¡Hasta pronto, Lester!

—Adiós, Dieter.

A Schultz le gustaban las sorpresas, pero también el riesgo, que ahora se presentaba en la última persona a la que tenía que llamar: Jasmine Novak.

Drew mandó a Marlon a fotocopiar los recibos de unas compras. No quería que asistiera a posibles discusiones con la noruega, ni que lo viese sometido por esa valquiria. Mejor no arriesgarse.

—Hallo


(#litres_trial_promo)? —Voz masculina en el teléfono.

—Soy Drew, de la Universidad de Manchester. Estoy buscando a la profesora Jasmine Novak.

—Buenos días, profesor. Está aquí. Voy a buscarla.

—Gracias, que tenga un buen día.

Drew oyó a lo lejos unas voces en noruego, y después el teléfono cambió de mano.

—Novak al aparato.

El acento nórdico era solo un detalle en esa voz gélida como hielos del círculo polar Ártico.

—Soy el profesor Drew, de la Uni...

—... de la Universidad de Manchester, ya lo sé. Me lo ha dicho mi compañero, ¿qué creía?

«Empezamos bien», pensó Drew. Intentó recurrir a sus mejores habilidades.

—Gracias por dedicarme tiempo. La llamo por una cuestión muy importante que solo usted podría resolver. Por una serie de casualidades he topado con un efecto físico absolutamente extraordinario, de una tal complejidad que requiere las mejores mentes para poder ser explorado y explicado. Por eso me he permitido llamarla, con la esperanza de que usted pueda formar parte del grupo de investigación que estoy creando con este fin. Su intuición y su capacidad de síntesis son conocidas en todo el mundo y ...

—¿Qué efecto? —Novak era completamente indiferente a los halagos de Drew y seguía siendo tan fría como al principio. Mostraba interés por el efecto, sin embargo, y eso ya era muy buen signo.

—Lo siento, profesora Novak, pero se me ha ordenado mantener todo en secreto y no puedo hablar de ello al teléfono. Se dará toda la información únicamente a los miembros del grupo. Espero vivamente que usted quiera ser parte de él. —Drew lo había hecho lo mejor que podía. Ahora era el turno de Novak.

—¿Quién estará en el grupo?

Drew se esperaba esta pregunta, pero se acongojó igualmente.

—Kamaranda, Schultz y... —dudó— ... Kobayashi —concluyó en un susurro.

—¿Kobayashi? —repitió Novak—. ¿Kobayashi? ¡Ja, ja, ja! —explotó con una potente carcajada—. ¡Qué elección más buena, profesor Drew! ¡Será un placer cantarle las cuarenta a ese incompetente machista y engreído!

Drew estaba aturdido, aunque se esperaba una reacción de ese tipo. La noruega se estaba partiendo de risa solo con la idea de poder discutir con Kobayashi. Qué locura. Aquella mujer debía tener cuentas muy pesadas con los hombres, para comportarse de esa manera. De todas maneras, había aceptado el encargo implícitamente, y esto era un resultado que Drew no pensaba poder conseguir tan fácilmente. Sabía que estaba poniendo al pobre Kobayashi en las garras de Novak, pero también sabía que Maoko actuaría como moderadora y las cosas no serían seguramente difíciles. Al fin y al comandante, se trataba de científicos a punto de estudiar un problema complejo, y la investigación debía ser la prioridad número uno.

—¿Sería posible para usted estar en Manchester pasado mañana? —preguntó Drew fingiendo que ignoraba la hilaridad de su compañera.

Tras un momento de pausa, la noruega respondió casi con simpatía:

—Creo que sí. Delegaré mis tareas a mis compañeros. Tengo curiosidad por ver ese fenómeno del que habla. —Y entonces volvió el hielo del Ártico—: espero que sea verdaderamente algo inédito y no una tontería como otros descubrimientos falsos.

Drew tembló, pero mantuvo el control.

—No se arrepentirá, profesora Novak. Le agradezco enormemente que haya aceptado mi invitación. La espero con ansia. De nuevo gracias y nos vemos dentro de poco.

—Adiós —se despidió ella.

Drew estaba en el séptimo cielo. Había conseguido formar el equipo e iban a empezar a trabajar sobre el fenómeno dentro de unos días.

Llamó a Kobayashi para informarle de la fecha de la reunión. A pesar de tener tan poco tiempo para prepararse, el japonés lo aceptó y confirmó su presencia ese día.

Marlon volvió con las fotocopias y Drew lo puso al corriente del acuerdo con los científicos del recién nacido grupo de investigación.

—Profesor —observó el estudiante—, estaba pensando que cuando mostremos el efecto a los compañeros, la profesora Bryce no podrá estar en su despacho, y nosotros tendremos que recuperar, sin que ella lo sepa, todo el material que hayamos mandado allí; si no, habrá problemas. La escena en el despacho del rector le preocupaba.

—Tienes razón, Marlon —convino Drew—. Tenemos dos alternativas: o, de acuerdo con McKintock, la informamos sobre el experimento y le pedimos que colabore, o hacemos todo cuando ella no esté en el despacho. En este caso, entonces, tendremos que pedir al rector las llaves de ese despacho —reflexionó un momento y concluyó—: Veamos qué dice McKintock. Que decida él.



—¿Es una broma? —saltó McKintock—, Bryce me da ya suficientes problemas como para añadir esto. Tiene que ser parte del grupo, no hay otra alternativa. Además, cuando hagas experimentos con animales será útil tener una bióloga.

Drew no había pensado en ello, pero el rector tenía razón.

—¿Crees que estará disponible para una reunión ahora? —preguntó Drew.

Por toda respuesta, McKintock llamó directamente a su secretaria.

—Señorita Watts, ¿dónde está la profesora Bryce en este momento? —esperó unos segundos, escuchó la respuesta y añadió—: Muy bien. Gracias. ¿Puede pedirle que venga a mi despacho inmediatamente? Perfecto. De nuevo, gracias.

La señorita Watts era un modelo de eficacia. Inteligente, intuitiva y despierta, era el brazo operativo del rector, y él la tenía en su máxima consideración.

—Bryce acababa de tomar una pausa. Debería estar aquí en breves instantes —les informó McKintock.

Drew notó que el rector tenía unas enormes ojeras y una expresión adormecida. Debía haber pasado la noche con su amiga; siempre estaba así al día siguiente. Drew lo envidiaba, pero tenía que admitir que no se había esforzado mucho para estar con una mujer. Evidentemente, McKintock era mejor que él, o había tenido más suerte.

—El grupo de investigación estará aquí dentro de dos días, McKintock. Esperamos empezar a trabajar enseguida —lo informó Drew.

El rector miró a Marlon. Lo estudió bien y luego le dirigió la palabra por la primera vez desde que había comenzado esa historia.

—Así que tú eres el estudiante de Lester —dijo, pensativo—. Este, aquí... —señaló a Drew bromeando—, dice que eres tú quien ha visto el efecto producido por su montaje. ¿Es verdad?

Marlon se sentía embarazado e intimidado frente a la figura más alta de la universidad.

—Ejem..., sí, señor. Así es. Gracias a las características únicas del dispositivo que construyó el profesor Drew, y a una serie de coincidencias afortunadas, he tenido el privilegio de observar la manifestación del fenómeno. Ahora tenemos que estudiarlo a fondo y con el grupo de investigación creado por el profesor...

En ese momento la profesora Bryce abrió la puerta de par en par y entró con paso militar con la taza de té todavía en la mano, y, sin decir nada, cogió una silla y la golpeó con fuerza contra el suelo, al lado del escritorio; se sentó y miró al rector con ojos encendidos.

—¿Entonces? —preguntó con arrogancia.

McKintock estaba acostumbrado a la actitud provocadora de esa mujer y ya no reaccionaba nunca ante ella.

—Estimada profesora Bryce, Megan... —intentó suavizar la situación llamándola por su nombre, pero ella, por toda respuesta, entornó el ojo derecho y curvó las comisuras de la boca hacia abajo; posó la taza sobre la mesa con violencia, salpicando con el té caliente las notas del rector y una pequeña ánfora antigua de adorno, se cruzó de brazos y lo miró aún más letalmente.

—¿Sí, Lachlan? —dijo con voz burlona.

McKintock suspiró.

—Necesitamos su ayuda para una investigación...

—Si habéis perdido las llaves, llamad a un bedel. ¡Yo tengo cosas mejores que hacer!

—¡Maldición, Bryce! —explotó McKintock, dando un puñetazo sobre la mesa y haciendo que salpicara el té fuera de la taza. Esta saltó en la silla, asustada. Y el rector volvió a hablar, con violencia:

—Si la he mandado llamar es porque la necesito, si no fuera así habría evitado gustosamente este trance, porque no siento ningún placer teniéndola cerca, ¿está claro?

La profesora estaba pálida como una vela y lo miraba tensa, sin mover un músculo.

McKintock retomó la palabra, más calmado.

—Ya conoce al profesor Drew. Este es su estudiante de física, Joshua Marlon. —Bryce entrecerró los ojos mirando a Marlon y volvió a mirar al rector, atónita. Este continuó.

—Han descubierto un fenómeno físico revolucionario y van a empezar a estudiarlo con un grupo de investigación con los mejores científicos, elegidos por Drew. Como la investigación incluirá, en un momento dado, formas biológicas, creemos que usted podría ser la persona justa para esta tarea. ¿Va a ser de los nuestros? —concluyó con decisión.

Bryce permaneció inmóvil durante unos segundos, después se relajó y respiró por primera vez desde que McKintock había golpeado el escritorio con el puño. En ese momento había dejado de respirar.

—Señores, disculpen mi comportamiento. Rector, ¿uso de formas biológicas, ha dicho? ¿Con qué fin?

McKintock miró a Drew, que intervino de manera jovial, como si no hubiera pasado nada.

—Profesora, debo informarle de que esta investigación es secreta. — Bryce entornó los ojos. Drew continuó:

—Podemos desplazar materia, de manera instantánea, entre dos lugares distantes. Los objetos que encontró el otro día en su silla llegaron desde nuestro laboratorio, en el que Marlon y yo estábamos haciendo unos experimentos sobre el efecto apenas descubierto. Discúlpenos por el disgusto que le hemos causado, pero no podíamos saber a dónde iba a parar la materia. —Bryce abrió los ojos como si fueran a salirse de sus órbitas, y después volvió a escuchar con atención.

Drew siguió explicando:

—Con el grupo de científicos que he seleccionado, intentaremos construir una teoría que explique el fenómeno, tras lo cual podríamos intentar desplazar seres vivos, plantas y animales. Su ayuda es fundamental.

—¿Por qué me lo pedís a mí? Hay muchos biólogos muy buenos por aquí —preguntó la profesora.

—El instrumento que produce la trasferencia está regulado para que el destino sea la silla de su despacho, pero es una casualidad. No sabemos todavía cómo variar estas coordenadas, así que la primera fase de la experimentación comprenderá también su despacho. ¿Querrá ayudarnos?

La expresión de Bryce cambió completamente. Ahora estaba alegre, como una estudiante en sus primeros experimentos en el laboratorio. A lo mejor era aquella la verdadera profesora Megan Bryce: una científica que necesitaba tan solo un desafío al que hacer frente, que la alejase de la monotonía de la enseñanza con estudiantes pasotas e irrespetuosos.

—¡Por supuesto, profesor Drew! —exclamó—, pero esto tendrá un coste...

Drew la miró con expresión interrogativa, y ella continuó:

—Ahora sé a quién tengo que mandar la cuenta de la lavandería que limpió mi falda —le guiñó un ojo y salió, sonriente, del despacho.

Los tres hombres se quedaron en silencio durante unos instantes, y después McKintock concluyó:

—Es una buena mujer, en el fondo. Debe ser que está muy estresada por la vida que lleva. Hay que comprenderla. Pero creo que este proyecto la motiva mucho, y será bueno para ella y para vuestra investigación.

—¡Amén! —comentó Drew.

—Bueno, Lester —dijo el rector— ¿has comprobado si el laboratorio donde tienes el experimento sigue estando cerrado? Ordené que lo cerraran de manera oficial cuando me lo pediste.

—Era nuestra próxima etapa —respondió Drew levantándose, seguido por Marlon—. Nos veremos en cuanto todos los científicos estén aquí. Adiós, Lachlan.

—Adiós, rector McKintock —se despidió Marlon con respeto.



La puerta del laboratorio seguía sellada, y un cartel bien hecho había sustituido al trozo de papel escrito apresuradamente por Drew la noche del descubrimiento.

El profesor quitó los sellos y los dos volvieron a entrar por primera vez desde entonces. Todo estaba como lo habían dejado. Los numerosos laboratorios de la Universidad de Manchester permitían que el hecho de cerrar uno no supusiera un problema para las actividades curriculares.

Salieron y Drew volvió a sellar la puerta con adhesivos nuevos que había cogido previamente en la secretaría.

Volvieron al despacho de Drew y pasaron el resto del día reorganizando los apuntes del experimento, preparando tablas de datos y gráficos y una breve redacción sobre las acciones realizadas y los resultados obtenidos, para poder ofrecer a los miembros del grupo de investigación un cuadro sintético pero definitivo del problema que iban a estudiar. Era un punto de partida discreto, pero Drew intuía que el camino que debían recorrer iba a ser largo y complicado.

Al día siguiente Drew dio las lecciones que le correspondían, mientras Marlon permaneció en su habitación, estudiando.

Esa noche llegó Kamaranda a Manchester. Cogió un taxi para ir directamente al alojamiento que se le habían reservado en el campus, y desde allí llamó a Drew para informarle de su llegada. Cenó y se fue a dormir. A la mañana siguiente, mientras esperaban a los demás científicos, que llegarían a lo largo del día, fue a Sackville Park, justo fuera del campus, y se sentó a meditar en el banco a los pies de la estatua de Turing


(#litres_trial_promo). Para él era como estar bajo su higuera.



Kobayashi, Maoko y Schultz llegaron por la tarde. Novak llegó por la noche.

La primera reunión estaba prevista al día siguiente por la mañana, a las nueve, en el laboratorio del experimento.

La aventura iba a comenzar.

Capítulo IX



Unos sentados en las sillas y otros en los taburetes, los participantes se dispusieron en semicírculo alrededor de la mesa sobre la que el artilugio que Drew había construido parecía un prototipo anónimo para un experimento de electrodinámica. El profesor estaba cercano a las regulaciones micromecánicas, mientras Marlon estaba sentado frente al ordenador.

Drew empezó a hablar.

—Parece ser que el montaje que tenéis frente a vosotros es capaz de intercambiar dos porciones de espacio distantes. Es decir, lo que está en el punto A se intercambia instantáneamente con lo que está en el punto B.

Al oír este anuncio, a Schultz casi se le salieron los ojos de sus órbitas, quizá previendo la relación con lo que sus estudios sobre la relatividad ya habían insinuado.

Kamaranda permaneció absorto, como en meditación, mientras Kobayashi empezó a observar con una leve sonrisa el generador de alta tensión y las conexiones entre los distintos componentes del dispositivo. Maoko, a su lado, miró el montaje con expresión escéptica.

Novak observaba la escena con frialdad, sin mostrar ninguna reacción, mientras Bryce sonreía con una sonrisa de anticipación.

McKintock estaba sentado con los brazos cruzados, esperando.

—Ahora haremos una demostración del efecto. Nuestro punto A está sobre esta placa —continuó Drew, señalando la posición—. El punto B está sobre la silla de la profesora Bryce, en su oficina, a trescientos metros de aquí. Hemos colocado una cámara que enfoca a su silla, a la que hemos conectado la pantalla que está al lado de la placa.

Drew cogió un bloque de plástico blanco de una caja y lo colocó sobre la placa.

—Observad el trozo de plástico y la pantalla.

Todos fijaron sus ojos en el punto indicado.

Con voz baja, Drew ordenó a Marlon:

—¡Vamos!

Marlon apretó una tecla y el bloque de plástico despareció de la placa y apareció en el campo de la cámara, en medio del aire, cayendo inmediatamente sobre la silla de la profesora Bryce.

A todos los presentes se les cortó la respiración por el desconcierto. Algunos se pusieron de pie y se acercaron para examinar la placa de la que había desaparecido la materia.

Novak estaba pálida, mucho más blanca de lo que su condición de noruega le otorgaba.

Kobayashi había dejado de sonreír. Con el ceño fruncido observaba el invento, mientras Maoko tenía los ojos desorbitados por el estupor.

Schultz estaba radiante. De pie al lado de la mesa, miraba la pantalla como si se viera el nacimiento de su primer hijo.

McKintock estaba satisfecho y disfrutaba ya de los beneficios para la Universidad, mientras Kamaranda parecía ya meditar sobre el modelo matemático de lo que acababa de ver.

—¡Profesora Bryce! —exclamó Marlon.

Todos se volvieron hacia la silla ocupada por ella.

La profesora se había desmayado y yacía, abandonada, contra el respaldo, con la cabeza vuelta hacia atrás y los brazos inertes a los lados.

El rector se situó delante de ella y la agitó vigorosamente por los hombros.

—¡Megan! ¡Megan! —la llamó, gritando.

Bryce no reaccionaba, por lo que McKintock le dio dos fuertes bofetadas y la llamó de nuevo:

—¡Megan! ¡Megan!

La mujer abrió los ojos y se agitó, incorporándose, desorientada. Estaba pálida como un cadáver.

—¿Qué... ha pasado? —preguntó.

—Se ha desmayado, profesora Bryce —respondió el rector—, ¿cómo se siente?

—Mejor, gracias. Estoy un poco mareada, pero se me pasará. Me arden las mejillas. No lo entiendo —dijo Bryce, dándose un masaje en la cara.

McKintock comenzó a reír, mientras todos los demás se miraban con expresión divertida.

—Marlon, haz un té para la profesora, rápido. Con mucho azúcar, mejor —dijo Drew.

El estudiante se retiró al rincón del laboratorio que servía de cafetería y empezó a preparar la tetera.

—¿Ha desayunado por la mañana, profesora Bryce? ¿Podría ser que tuviera un nivel bajo de azúcar en sangre? —preguntó Drew.

—Sí, he desayunado —respondió la mujer—. No ha sido la falta de alimento lo que ha hecho que me desmaye, ¡sino la gran emoción que he sentido al ver funcionar el experimento!

Todos la miraron, perplejos.

—¿Pero, no lo entendéis? —exclamó Bryce—. Con un instrumento como ese podremos conseguir muestras de lugares inaccesibles, como los fondos oceánicos, el núcleo terrestre, ¡el interior de los seres vivos! Y sin ningún esfuerzo. Pensad a la curación de enfermedades. No hará más falta abrir un vientre para extirpar masas tumorales de manera estimativa e incompleta. Bastará regular correctamente el aparato sobre la silueta del tumor y realizar el intercambio. El tumor desaparecerá del cuerpo del enfermo, sin que tenga que ver siquiera un bisturí. ¡Nos encontramos frente a una nueva era en el campo de la biología y de la medicina!

—Aquí tiene el té, profesora —dijo Marlon acercándole la taza, que ella tomó con gratitud.

—Tome alguno de estos —intervino Maoko, ofreciéndole unos dulces que llevaba en una bolsa—. Son muy nutritivos.

—Gracias, señorita Yamazaki —aceptó Bryce. Bebió unos sorbos de té y después comenzó a mordisquear las pastas—. ¡Qué buenos! ¿De qué están hechos?

—Son productos naturales, sin colorantes ni conservantes —declaró inocentemente Maoko. Omitió precisar que estaban hechos fundamentalmente de judías Azuki, ya que conocía la dificultad de los occidentales para apreciar dulces que no estuvieran basados en harina de algún cereal.

La profesora Bryce comía con apetito y se había recuperado completamente.

Los otros se habían relajado, mientras tanto, y habían vuelto a sus puestos.

—No había pensado a todas estas implicaciones —admitió McKintock, pensativo, que hasta entonces sólo había pensado en el transporte de objetos—. En efecto, las posibilidades de aplicación son enormes. Con este sistema podremos revolucionar la ciencia y la técnica.

—Por eso estamos aquí —dijo Drew, dirigiéndose a todos ellos—. Tenemos que estudiar este fenómeno y llegar a controlarlo. Durante los experimentos que hemos hecho hasta ahora Marlon y yo hemos conseguido cambiar la forma y la dimensión de la materia desplazada, pero nunca hemos podido cambiar el destino, el punto B, no sabemos por qué. El material que os hemos dado esta mañana contiene la información sobre el dispositivo, y los informes de cada transferencia de materia que hemos realizado, con los parámetros correspondientes, las regulaciones micrométricas, la energía utilizada y el resultado obtenido. Ahora tenemos que encontrar la base teórica del experimento.

—¿A qué debía servir esta máquina? —preguntó Kobayashi—. ¿Por qué la construiste, al principio?

—Quería hacer experimentos sobre una ionización a baja energía de los gases —mintió Drew, para no revelar su tentativo pueril de liberarse del yugo de su hermana con el corte de césped.

—Entiendo. —Kobayashi empezó a ojear la documentación—. ¿Has intentado sustituir este generador y ver si el efecto se sigue produciendo? —preguntó, señalando una parte del esquema.

—No, Nobu. No hemos modificado nada, para no arriesgarnos a perder para siempre la posibilidad de realizar el experimento con éxito.

—Muy bien, Drew-san. Lo primero que hay que hacer, sin duda alguna, es construir un sistema idéntico a este y ver si funciona.

Drew no lo había pensado.

Era obvio que Nobu tenía razón.

—Marlon, haz una copia de la lista de elementos y consigue rápidamente todos los elementos disponibles comercialmente. Algunas partes las construimos a mano. Me ocuparé de ello personalmente. —Miró a su grupo de investigación—. Compañeros, ¿qué pensáis de todo esto?

Schultz estaba hablando con Kamaranda. Interrumpió lo que decía y se dirigió a Drew.

—Lester, nos parece muy extraño que hayas podido producir un efecto tan revolucionario con un método tan simple. Piénsalo un poco. Han pasado ya dos siglos que el hombre experimenta con los campos electromagnéticos, usando las máquinas más complejas con los enfoques más variados. En todo este tiempo, es sorprendente que nadie se haya topado nunca con este fenómeno.

—Yo también estoy sorprendido, amigos míos. Por eso tenemos que comprender por qué se produce, y así podremos comprender también por qué todavía no lo había observado nadie.

—Tiene que estar produciéndose una distorsión extrema en el tejido espacio temporal —y volvió a hablar con Kamaranda. Los dos se acercaron a una pizarra y empezaron a escribir ecuaciones, a trazar gráficos con ejes inclinados, corregir y volver a escribir. El resto del laboratorio había dejado de existir para ellos.

—Bien, señoras y señores —dijo McKintock—, les recuerdo que este trabajo es absolutamente confidencial. No debéis hablar de ello con nadie, y por ninguna razón. Yo vuelvo a mi despecho, y espero sus noticias. Gracias por su valiosa colaboración —concluyó, y se marchó.

—Profesor Drew, ¿ha intentado poner una muestra en el punto B, dejando vacío el punto A, y activar el aparato? —intervino Jasmine Novak por primera vez, desde el inicio de la reunión.

—Todavía no. Podemos hacerlo ahora. Profesora Bryce, ¿viene conmigo?

—¡Por supuesto! —respondió ella alegremente. El té y las pastas habían cumplido con su función.

Se dirigieron al despacho de Bryce, mientras Novak permanecía en el laboratorio estudiando la información.

Una vez en su despacho, Bryce cogió de su silla el trozo de plástico que habían transferido, y lo observó con atención, girándolo en todas las direcciones. Parecía perfectamente íntegro. Drew, mientras tanto, se dio cuenta de que no conocía con precisión la posición del punto B, sino solo una indicación aproximativa: un poco sobre el asiento de la silla. Por lo tanto, no podía colocar la muestra como habría hecho con el punto A. Miró a su alrededor y vio un trozo de espuma de poliestireno en una caja de productos químicos en una estantería. Tenía cincuenta centímetros de largo, y unos treinta de ancho y de alto. Convenía a su propósito. Lo apoyó sobre la silla, vertical, esperando que el punto B quedara en su interior.

—Me quedaré aquí para reorientar la muestra si hiciera falta —dijo Bryce.

—De acuerdo. Estaremos en contacto por teléfono. Permanezca lejos de la silla.

La profesora sonrió, al mismo tiempo que asentía, y Drew volvió al laboratorio.

—Ahora intentaré transferir espuma de poliestireno de B a —anunció.

Maoko cerró la carpeta con los documentos y se acercó al ordenador.

—Profesor, ¿puedo? —le preguntó.

Drew vio que Kobayashi se había acercado a los instrumentos y miraba sonriente las regulaciones micrométricas.

¡Ya habían leído todos los informes y sabían utilizar el dispositivo! Drew estaba incrédulo.

—¡Te lo ruego! —aceptó Drew, calurosamente.

Maoko se sentó frente al ordenador, verificó los parámetros y miró a Kobayashi. Este inclinó su cabeza como gesto afirmativo. La muchacha presionó la tecla de activación e, instantáneamente, apareció un cubo de unos cinco centímetros de lado sobre la placa denominada «punto A».

Novak había observado todo en silencio.

—Profesor Drew, pregunte a Bryce si ha notado algún efecto en la muestra en el momento de la transferencia —solicitó.

Durante el experimento, Bryce había permanecido fuera del campo de la cámara, que encuadraba el bloque de poliestireno colocado sobre la silla; aparentemente seguía en la misma posición en la que lo había puesto Drew.

El físico cogió el teléfono y marcó el número del despacho de Bryce. Ella respondió inmediatamente.

—¿Sí?

—Hemos hecho una transferencia exitosa hace unos treinta segundos. ¿Ha notado algo particular, sonidos, vibraciones u otro?

—Absolutamente nada. Si no me lo hubiera dicho, habría jurado que no había pasado nada. Y, sin embargo... —entró en el campo visual que se mostraba en la pantalla, cogió el poliestireno y lo puso delante de la lámpara de su escritorio, para observarlo por transparencia—, sí, a esta altura hay un punto en que la luz pasa más fácilmente. Diría que es un área de unos cinco centímetros de lado.

—Perfecto, gracias, profesora. Espere un momento, por favor.

Miró a Novak interrogativamente.

—Hasta ahora hemos intercambiado materia sólida y aire —dijo ella—. Probemos ahora sólido y sólido.

Drew asintió.

—Profesora, por favor, coloque el poliestireno para que haya materia sólida en el punto B.

—De acuerdo.

Mientras tanto, Bryce había marcado un círculo en una cara del bloque de espuma con un rotulador, a la altura del punto en que la materia había desaparecido. Colocó el mismo bloque de poliestireno, pero esta vez girado ciento ochenta grados. El punto B correspondía a una parte intacta de la muestra.

Drew cogió un cubo de hierro de su caja de muestras, de cinco centímetros de lado, y lo colocó sobre la placa.

—Preparados —dijo a sus compañeros japoneses.

Maoko activó el aparato e inmediatamente después Bryce exultó por teléfono:

—¡Funciona! El bloque se ha vuelto más pesado, he visto como se ha hundido más en la silla. Esperad un momento.

Levantó el bloque de espuma y notó el aumento de peso. El examen a contraluz confirmó que el bloque de hierro estaba contenido en el de poliestireno, después de haber sido intercambiado desde el punto A por un trozo de poliestireno de idéntico tamaño, el cual aparecía ahora sobre la placa en el laboratorio de física.

Observar ese intercambio directamente, mirando la placa y la pantalla a su lado, fue una experiencia extraordinaria para todos; cuando Maoko apretó la tecla de activación los dos bloques cambiaron de lugar, simplemente, como si fuera lo más natural del mundo.

—Tengo la impresión de que el fenómeno tiene que ver con la geometría intrínseca del espacio, y que prescinde completamente de lo que el espacio contiene —observó Novak. Se acercó a Kamaranda y Schultz y les contó este último experimento, así como sus consideraciones. Los dos estudiosos se miraron, después el hindú levantó los hombros y borró toda la pizarra. Se quedaron pensando un momento, y después volvieron a escribir, con los comentarios de Novak sobre algunos detalles de las ecuaciones. En general seguía una breve discusión, después modificaban la ecuación, y continuaban.

Así pasaron algunas horas.

Bryce fue a dar unas lecciones; sus estudiantes se preguntaron ese día qué podría haber pasado: no era seca y exigente como solía, sino que parecía colmada de una felicidad interior, de cuya causa no tenían ninguna pista.

Kobayashi y Maoko empezaron a cambiar parámetros y regulaciones micrométricas en el dispositivo de una manera más sistemática y organizada que Drew y Marlon aquella noche determinante. Drew les había dado un gran número de muestras para las pruebas, y pudieron realizar numerosos experimentos. Hacia mediodía, sin embargo, Kobayashi se puso de pie con rabia y lanzó varias imprecaciones en japonés, después apoyó las manos sobre la mesa del laboratorio y observó con hostilidad el montaje. Había algo que no cuadraba. Antes de realizar el último intercambio habían configurado una regulación compleja, derivada de todos los apuntes y los esquemas que habían escrito y que estaban apoyados ordenadamente sobre la mesa de al lado. Pero el resultado no era el que esperaban.

—¿Por qué no se desplaza el punto B? ¡Maldita sea! —exclamó Kobayashi.

Maoko tenía una expresión oscura y mostraba una frustración evidente. Ella también se levantó, y cogió unos apuntes para releerlos por enésima vez en busca de algún error.

—No hay errores, Kobayashi-san —declaró tras unos instantes—. Es como si hubiera otra placa polarizada que mantiene el campo en la misma posición.

—¡Pero no hay otras placas, Maoko-san! —respondió irritado el japonés—. Hay algo que no vemos, algo que se nos escapa. Y, además, ¿dónde estaría esa tercera placa, según tú?

Maoko miró hacia arriba, al techo.

—Allí, profesor —dijo, señalando arriba.

—¡Drew-san! —llamó Kobayashi con voz tensa.

Drew estaba construyendo unas piezas para construir la segunda máquina. Se acercó a grandes pasos a los japoneses.

—Dime, Nobu.

—¿Qué hay sobre el falso techo?

Drew lo miró con la boca abierta.

—¿Sobre el techo? —preguntó, estupefacto—. ¿Qué quieres decir con «sobre el techo»?

—Dentro del techo —insistió, impaciente Kobayashi. Cuando no conseguía resolver un problema se volvía irascible—. ¿Podría haber metal, que tú sepas? ¿Una enorme y larga placa de metal?

Drew lo miró aturdido, después, de golpe comprendió lo que le estaba preguntado su compañero japonés.

—En el techo no lo sé, pero sé lo que hay sobre el techo— respondió—. Hay un laboratorio de ciencia de los materiales. Vamos a verlo.

Seguido por Kobayashi y Maoko, Drew salió del laboratorio y empezó a subir las escaleras. Abrió con violencia las puertas del laboratorio, dejando paralizados a los estudiantes que estaban trabajando allí, y se dirigió a la zona que debería estar sobre su montaje.

Justo allí, tendida en el suelo, había una placa cuadrada de hierro galvanizado, de unos pocos milímetros de espesor y dos metros de lado.

—¡Aquí lo tenemos! —gritó Kobayashi, señalando un lado de la placa.

Maoko lo vio y comenzó a asentir, descargando con un suspiro profundo la tensión acumulada durante esas horas.

—No comprendíamos por qué el punto B no se desplazaba, hiciéramos lo que hiciéramos. Ahora está claro —explicó, exultante—. Esta placa hace de placa secundaria con respecto a la placa del punto A. Ambas son paralelas, y esta tiene una tensión de referencia cero, porque está conectada a la tierra —y señaló el mismo punto que antes había identificado Kobayashi.

Siguiendo el dedo de la muchacha, Drew vio que el borde de la placa tocaba la tubería de desagüe del lavabo del laboratorio. El tubo metálico estaba conectado al sistema de descarga, que acababa en la tierra, en algún sitio. Como la tierra era la referencia de tensión cero para muchos sistemas de alimentación eléctrica, aquella placa resultaba jugar un rol extraño en el experimento de Drew.

—Si esta placa no hubiera estado aquí, o no hubiera estado conectada a la tierra, mi dispositivo no habría producido nunca el fenómeno que estamos estudiando —observó Drew—. Increíble.

—Estas son las coincidencias que hacen progresar al género humano, amigo mío —declaró Kobayashi, satisfecho.

Drew se dirigió a los estudiantes, que los miraban desconcertados.

—¡Tú! —dijo a un chico con aire de ser espabilado—, ¡ve ahora mismo a llamar a tu profesor!

—No tienes por qué enfadarte, Drew. Llevo aquí un buen rato.

Una voz tranquila y sardónica salió de detrás de una cortina de estudiantes, seguida por su propietario.

—Oh, ejem..., perdona, Morton... —dijo, embarazado, Drew—, es que esta placa de metal es un elemento fundamental del experimento que estamos conduciendo abajo. ¿Te importaría dejarla donde está por algunas horas?

—No hay ningún problema, estimado compañero —le respondió Morton con serenidad—. Sigue trabajando tranquilamente. Pero... —dijo, mirándolo con una sonrisa—, ¡me debes un trago!

—Cuenta con ello, Morton, gracias.

Mientras volvían abajo, Kobayashi habló con Maoko, y luego tradujo para Drew.

—Ahora tenemos que construir una placa secundaria más práctica. Bastará con una placa cuadrada de veinte centímetros de lado y de un milímetro de espesor. La fijaremos a un soporte regulable y la colocaremos inicialmente a diez centímetros sobre la placa del punto A. Por supuesto, la conectaremos a la tierra para que tenga el mismo comportamiento eléctrico que la placa del laboratorio de ciencias de los materiales.

Drew se puso a trabajar en ello inmediatamente y en una hora la placa secundaria estaba lista.

Kobayashi la colocó como había pensado, y después buscó una muestra en la caja de Drew para ponerla en el punto A. La caja estaba completamente vacía: habían usado todo lo que habían puesto a su disposición.

—¿No hay nada más que podamos utilizar? —preguntó Kobayashi con impaciencia.

—Déjame que piense... —Drew miró a su alrededor y, como no encontró nada, cogió un vaso de plástico lleno de agujas transparentes de cristal y se lo dio al japonés.

—Usa esto. No sé qué es, pero creo que no es nada especial.

Kobayashi colocó el vaso en la placa del punto A y después, sin tocar ninguna regulación, hizo un gesto a Maoko, que pulsó la tecla de activación.

Al instante, una fuerte explosión sacudió el laboratorio. Todos se tiraron al suelo, aterrorizados. Drew no podía respirar y la lanzó hacia la puerta. La abrió de par en par y volvió dentro a ayudar a los demás.

Novak estaba tirada en el suelo, boca abajo, inconsciente. Schultz y Kamaranda se estaban levantando en ese momento; jadeantes sujetaron a la noruega, cogiéndola por debajo de los brazos uno y el otro por los pies, y la llevaron a fuera.

Maoko y Kobayashi habían salido por su propio pie y estaban respirando a grandes bocanadas.

Drew se había recuperado bastante bien y se precipitó hacia Novak. Kamaranda la estaba sacudiendo fuertemente, mientras Schultz le mantenía las piernas algo elevadas, para favorecer la circulación. En pocos segundos la mujer recuperó la consciencia y, con ayuda de sus compañeros, se puso de pie.

Mientras tanto habían llegado numerosas personas de las zonas cercanas.

Drew minimizó el incidente para no llamar la atención sobre su investigación secreta.

—Ha explotado una alimentación, nada de particular. Ya sabéis lo que pasa, cosas viejas, no hay dinero para renovar el material, y así pasan estas cosas.

Estudiantes y compañeros de los otros laboratorios asintieron con comprensión y, viendo que las personas implicadas estaban bien, aunque también algo aturdidas, volvieron a sus tareas.

En ese momento volvió la profesora Bryce.

Había oído la explosión de lejos, mientras se dirigía al laboratorio, y se había dado prisa para llegar.

—¿Qué habéis hecho? —preguntó, preocupada, viéndolos en ese estado, con la ropa estropeada y el pelo sucio y despeinado.

—Todavía no lo sabemos —respondió Drew, mirando a su alrededor, desconfiado, para asegurarse de que no había nadie que pudiera oírlos.

Volvieron con cautela al laboratorio.

La mesa con el experimento estaba intacta.

Drew dio la vuelta al laboratorio y de repente vio lo que había pasado.

En la zona de la cafetería, la botella de agua había explotado.

Era una botella de diez litros y no había quedado ni un hilo de plástico del material que la constituía.

A su alrededor, todos los objetos metálicos estaban corroídos y echaban humo. La pared estaba ennegrecida y, en el suelo, el líquido incoloro se mezclaba con fragmentos caídos de los objetos dañados.

—Pero ¿qué habéis hecho? —preguntó de nuevo Bryce.

Kamaranda, Schultz y Novak miraron inquisitivos a Drew y a los dos japoneses.

—Bueno... hemos construido una nueva pieza para la máquina, la hemos montado y hemos intentado transferir una muestra. Eso es todo —dijo Drew, inseguro.

Maoko y Kobayashi miraban delante de ellos sin expresión alguna.

—¿Una muestra? ¿Qué muestra? —se informó, alarmada, Bryce.

—Ejem... —empezó Drew—, como nuestras muestras se habían acabado busqué por el laboratorio y encontré un vaso lleno de cristales transparentes con forma de aguja... estos de aquí —y señaló un vaso idéntico al primero, en un estante.

La profesora Bryce palideció.

—¡Desgraciado! —gritó— ¡eso es yoduro de berilio!

Todos los presentes la miraron con expresión embobada.

—¿No lo entendéis? —gritó todavía más fuerte—. ¡El yoduro de berilio es fuertemente higroscópico y reacciona violentamente con el agua! Y la reacción produce ácido yodhídrico, ¡uno de los ácidos más corrosivos! Tenéis suerte se seguir estando enteros. ¿Pero cómo se os ha ocurrido mandarlo a la botella de agua?

Los dos japoneses seguían sin hablar, pero Drew los miró con intensidad.

—No podíamos prever dónde estaría el punto B con la nueva placa —dijo Kobayashi con una voz átona—. Este ha sido el primer experimento, y en función de este resultado podremos comenzar a calibrar una escala dimensional para situar el destino de los intercambios.

Maoko asintió fríamente.

—¿Os dais cuenta del peligro que habéis ocasionado? —exclamó Novak—. Esa muestra podía acabar en cualquier lugar, ¡incluso dentro de una persona!

—¿Y entonces? —la confrontó Maoko —. ¿A lo mejor usted es una gran científica y tenía otra solución? ¿Nos habéis dado algún elemento que nos permitiera calibrar la máquina? ¡No! Así que nosotros teníamos que experimentar. Y el riesgo estaba aceptado. Nosotros también estábamos en este laboratorio. ¡El problema de vosotros, occidentales, es que para vosotros la muerte es lo peor que puede ocurrir, mientras que, para nosotros, orientales, es también una cuestión de honor! ¡Morir de manera honorable, realizando una gran empresa, es uno de nuestros valores supremos! —concluyó la pequeña japonesa con los ojos en llamas y apretando los puños.

Novak iba a responder, pero Drew intervino para calmar los ánimos.

—Calma, por favor. En efecto, no veo cómo podríamos haberlo hecho de otra manera, sin una teoría consolidada. ¿Pero cómo ha llegado el yoduro de berilio a un laboratorio de física?

Nadie respondió, pero la profesora Bryce cogió el vaso que quedaba y se lo llevó. Aquella mañana había llegado a la reunión con dos vasos, que debía llevar a su laboratorio para algunos experimentos rutinarios, y los había dejado temporalmente en un estante. El desmayo y toda la actividad posterior, con los intercambios de muestras entre el laboratorio y su despacho, le habían hecho olvidar sus muestras completamente.

Capítulo X



Marlon había tenido suerte.

Buena parte de los elementos necesarios para la construcción de la segunda máquina la había encontrado en otros laboratorios de física y de ingeniería electrónica. El resto lo consiguió por un proveedor cerca de la universidad, al que pudo llegar en bicicleta.

Todo cabía en una caja de tamaño mediano y que pesaba algunos kilos; como ya era mediodía fue a comer a la cafetería de la universidad, llevando la caja consigo.

Como cada día, la comida en la cafetería era la ocasión de ver a Charlene. En cuanto ella lo vio con aquella caja y una expresión jadeante comprendió que algo estaba sucediendo, probablemente relacionado con el extraño comportamiento de Joshua desde hacía algunos días. Esa actitud misteriosa, esa tensión interior que se entreveía a pesar de los esfuerzos del chico por disimularla, la convencían más y más que su novio portaba un gran secreto, tan secreto que no podía contárselo ni siquiera a ella.

Intentó provocarlo.

—¿Qué tal? —preguntó deliberadamente con un tono ansioso—. Me tienes preocupada, Joshua. Estás taciturno, no hablas de tus estudios, ¡y ni siquiera has venido a verme a mi habitación! —acabó, con malicia.

—Oh, sí, perdona, amor mío —intentó tranquilizarla Marlon—, estoy preparando un dispositivo complicado y estoy muy concentrado en el trabajo.

—¿Así que no tienes tiempo para mí? —respondió ella, molesta.

—¡No, no es eso! Es que se trata de un experimento muy delicado que... —miró a su alrededor con aire circunspecto —que solo puedo hacer yo. Si sale bien, tendré un éxito tal en mi carrera que nadie podrá igualarme —concluyó, susurrando en su oído.

No había mentido y tampoco había revelado informaciones reservadas. Estaba a gusto con su conciencia y esperaba haber satisfecho a su novia.

—Ah, es eso entonces —Charlene respondió con una falsa expresión de alivio. Marlon era un libro abierto para ella, que tenía un instinto natural para captar las mentiras. Además, el hecho de estudiar psicología le había permitido estudiar las microexpresiones faciales, lo cual la había apasionado de tal manera que había empezado a estudiar por su cuenta todo lo que había encontrado sobre el tema, en paralelo a los cursos normales de su facultad. Veía con toda claridad que Marlon estaba tratando con algo enorme y no quería que ella lo supiera. Y había más, mucho más que un posible resultado brillante de sus estudios. Algo lo tenía en vilo y al mismo tiempo lo llenaba de entusiasmo. Si él no quería o no podía decírselo tenía que ser algo muy, muy secreto.

—Muy bien Joshua. Me alegro —le mintió descaradamente.

Marlon suspiró aliviado y volvió a comer, pensando haber acabado con las preguntas.

Charlene le ofreció una sonrisa y atacó su ensalada con apetito.

«Creo que te voy a dar una pequeña sorpresa, amor mío», pensó para sí, y comenzó a preparar una estrategia para conseguir de una vez por todas, una respuesta.

No podía soportar, de ninguna manera, que su novio tuviese secretos con ella.

Capítulo XI



Marlon acabó de comer sobre la una, se despidió de Charlene y volvió al laboratorio.

Durante el trayecto se cruzó con la profesora Bryce; tenía una expresión oscura y lo ignoró cuando él fue a saludarla.

En cuanto abrió la puerta del laboratorio se dio cuenta de que había ocurrido algo grave. Todos tenían la ropa sucia y arrugada, y, en el laboratorio, reinaba el caos. Un humo acre se desprendía todavía de las partes metálicas atacadas por el ácido, la zona de descanso estaba destrozada y muchos instrumentos parecían dañados definitivamente. Por suerte, el montaje para los intercambios estaba intacto, gracias a un armario que lo había protegido de la explosión.

Notó un mal humor generalizado y, sobre todo, una hostilidad evidente entre Maoko y Novak, que se miraban con expresión arisca.

Cuando lo vio entrar, Drew lo llamó.

—Hemos provocado una explosión, Marlon —le explicó el profesor con aire grave.

Drew le contó lo que había ocurrido esa mañana y acabó con la descripción del accidente. El estudiante lo escuchó con preocupación creciente.

—Profesor, esto significa que, en cada intercambio que intentemos hacer a partir de ahora no sabremos dónde está el punto B —dijo, mostrando sus temores—. Me parece muy peligroso. ¿Qué podemos hacer?

—Por ahora, parar. Como ves —dijo Drew, señalando a sus compañeros y a sí mismo—, todos necesitamos hacer una pausa y comer. ¿Has encontrado el material?

Marlon asintió y posó la caja sobre una mesa cercana.

—Muy bien, Marlon. ¿Tú has comido ya?

—Sí, profesor.

—Perfecto. Quédate aquí vigilando. Nosotros vamos a recargar las pilas. —Llamó a los demás—. Compañeros, ¿todos de acuerdo para hacer una pausa?

Todos asintieron vigorosamente.

—Muy bien. Nos vemos aquí otra vez, digamos a las... —propuso al mismo tiempo que miraba el reloj—, a las cuatro.

Los científicos salieron y Marlon se quedó solo.

Intentó ordenar el laboratorio, aunque la tarea era ardua. Abrió las ventanas de par en par para crear una corriente de aire que se llevara el humo que todavía quedaba. Se puso unos guantes y, escoba en mano, recogió todos los fragmentos que vio por el suelo. Los trozos más pequeños habrían ido seguramente a los huecos entre los muebles y a los rincones más inaccesibles del local; difícil encontrarlos sin desmontar todo y desordenando todavía más el laboratorio. Esos fragmentos los iban a encontrar durante los próximos años, poco a poco, los más fervientes a la limpieza y los estudiantes que trabajaran allí. Ninguno de ellos sabría cómo habían llegado allí, a los lugares más recónditos, fragmentos de metal corroído y de plástico fundido.

Algunos trozos, además, no se encontrarían nunca. Ya eran parte del edificio, y el recuerdo silencioso de un experimento del que no se podía hablar, pero que era una piedra angular del progreso científico.



Cuando acabó de limpiar, Marlon liberó completamente una mesa y, con un paño húmedo con detergente, limpió el plano y después colocó todos los elementos que había encontrado, alineándolos y clasificándolos por tipología. Faltaban las piezas hechas a mano que Drew estaba preparando.

Cogió, de otra mesa, un ordenador similar al que usaban para el experimento y lo colocó también en la mesa limpia, después instaló los mismos programas que había en el otro. Completó la instalación con los parámetros que habían guardado en el disco la noche del descubrimiento.

Vio que la pizarra estaba llena de ecuaciones, gráficos y dibujos extraños que, intuyó, intentaban representar configuraciones posibles de una distorsión espaciotemporal. Intentó seguir el hilo del razonamiento expresado allí, pero se dio cuenta de que no tenía suficientes conocimientos para comprender todo. Podía comprender por dónde habían empezado, evidentemente, la relatividad general, pero el desarrollo era oscuro. Había habido numerosas correcciones, de lo que deducía que esas mentes prodigiosas luchaban fuertemente para penetrar la esencia de ese fenómeno portentoso. Distinguió con claridad tres escrituras distintas, que se alternaban de manera completamente casual. La intuición de uno era la solución del problema que había bloqueado a otro, y el trabajo en la pizarra representaba con la máxima evidencia cómo los profesores estaban aunando sus facultades para convertirse en un único supercientífico, sin que cada individuo fuese mejor que otro.

Eso era el auténtico espíritu de la investigación en grupo, y Marlon estaba feliz de formar parte de él.

Todavía estaba mirando la pizarra cuando llegaron Maoko y Kobayashi. Estaban discutiendo animadamente, en japonés, algo completamente incomprensible para él. Por el tono de voz y los gestos, le parecía comprender que Maoko quería absolutamente hacer una cosa y que Kobayashi intentaba disuadirla.

Lo vieron y dejaron de discutir.

—Oh, hola, Marlon-san —lo saludó Kobayashi—. Bien, has encontrado todo el material para la segunda máquina. Podemos empezar a construirla ahora mismo. Seguiremos con los experimentos más tarde —concluyó con energía, mirando a Maoko directamente a los ojos y haciendo énfasis en el «más tarde».

La muchacha hizo una mueca y fue a buscar su cartera, donde estaba el plano de la máquina.

Marlon consiguió los distintos cables, tornillos, y una variedad de accesorios para el montaje. Después colocó sobre la mesa las herramientas necesarias: alicates, destornilladores, tijeras e incluso un taladro eléctrico para perforar agujeros



Kobayashi y él empezaron a perforar la placa soporte, mientras Maoko daba las indicaciones con las medidas. Después montaron los elementos verticales del esqueleto del dispositivo. Colocaron algunos componentes en estos elementos y los conectaron a una caja eléctrica de conexiones sujeta a la placa. Prepararon con cuidado un imán que formaba un circuito resonante junto con un condensador constituido por dos placas una en frente de la otra, y cuya distancia se podía regular con un tornillo micrométrico. Regularon la distancia a tres milímetros exactamente, el mismo valor con el que estaba calibrado el condensador de la máquina original.

Después de cada fase de montaje, Maoko verificaba que las conexiones y las regulaciones correspondieran perfectamente a lo que indicaban los documentos.

Colocaron el generador de alta tensión en la placa de soporte y lo conectaron a la caja de conexiones y al imán.

Los parámetros que iban modificando durante los experimentos influían en la tensión, la corriente y la forma de la onda producida por el generador, por lo que conectaron este componente al ordenador para controlarlo.

Mientras fijaban los soportes para dos retículos de ionización llegó Drew, seguido en muy poco tiempo por Novak, Schultz y Kamaranda.

—Veo que habéis avanzado. Fenomenal —dijo Drew, observando el trabajo realizado. Fue a coger una caja y se la dio a Marlon—. Aquí están las piezas que he construido esta mañana. Faltan la placa del punto A y la placa secundaria —miró a Kobayashi, incierto.

El japonés le devolvió la mirada con aspecto serio.

—La máquina tiene que ser exactamente igual, Drew-san —dijo—. Si el comportamiento es idéntico al de la máquina original, sabremos que el efecto de intercambio es una realidad científica, reproducible y utilizable. Si no, tendrás que olvidar todo lo que hemos hecho hasta ahora.

Los científicos noruego, hindú y alemán ya estaban en la pizarra, concentrados en una ecuación particular.

Drew estaba contra las cuerdas y no tenía alternativas.

Fue al banco mecánico y preparó las dos placas.

Cuando se las llevó a Kobayashi, vio que todo lo demás ya estaba montado. Maoko estaba guiando a Marlon para la regulación de una distancia micrométrica


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—Un poco más... más... no, ¡demasiado! —La muchacha medía con un micrómetro digital el espacio entre dos retículos de ionización—. Hacia atrás despacio... sigue... despacio... ¡para! Un poco más, pero poco, poco... cuidado... y... ¡para!

Marlon retiró inmediatamente su mano del tornillo de regulación, sin rozarlo.

Maoko se enderezó, respiró, y volvió a inclinarse sobre la mesa para repetir la medida y comprobar que correspondía a los datos iniciales.

—Cuatrocientos treinta y siete micrómetros. Perfecto. Fija el tornillo.

Marlon abrió y cerró varias veces la mano, para relajar los músculos cansados, y después la acercó lentamente al tornillo de regulación micrométrica para, con la máxima delicadeza, apretar la arandela de fijación concéntrica. Aguantaba la respiración para no provocar movimientos indeseados de la mano. Se retiró y miró a Maoko.

Ella no había quitado los ojos del micrómetro en ningún momento.

—Bien —declaró, mirando seriamente la pantalla del instrumento.

Miró a Drew.

—En nuestra opinión —dijo, mirando a Kobayashi, que aprobó con la cabeza—, esta regulación es probablemente la más crítica del proyecto. Durante la generación de energía necesaria para que ocurra el intercambio, los retículos producen un campo ionizado especial que genera un efecto secundario en el espacio a su alrededor, se acopla con las placas del punto A, la primaria y la secundaria, y, de alguna manera, provoca el intercambio.

—El ordenador da la orden al generador de alta tensión para que genere un impulso de energía de una duración de medio segundo —continuó Kobayashi—. Hemos observado que cambiar la duración del impulso influye poco sobre el funcionamiento. El efecto se produce siempre del mismo modo, con la condición de que la duración sea de al menos dos décimas de segundo. Por encima de ese umbral no se manifiestan cambios en el resultado del intercambio. Suponemos que el campo ionizado de los retículos alcanza la intensidad óptima cuando se impone, al menos durante el intervalo de tiempo mínimo, un valor de 1.123,08 V al parámetro K22 con una distancia entre los retículos de 437 micrómetros. Otros parámetros del sistema varían las dimensiones y la forma de la materia intercambiada, y queda por determinar qué determina las coordenadas del destino, para lo que hay que experimentar a partir del punto B, que la placa secundaria ha desplazado a este laboratorio.

—Bien —asintió Drew, serio—. Sigamos.

Montaron las placas A y A2, como habían denominado la placa secundaria, y Maoko controló de nuevo todas las conexiones y las regulaciones.

Marlon se sentó frente al ordenador, lanzó el programa necesario y comprobó la comunicación con el generador. Funcionaba perfectamente. Se volvió hacia los demás con expresión interrogante.

Drew estaba angustiado. Todo estaba listo para ensayar la segunda máquina, pero él tenía pavor de que el intercambio ocurriera en el interior de una persona. Habría sido un desastre, una tragedia para su carrera y para el futuro de la ciencia. Incluso para la víctima, para ser sinceros.

Kobayashi lo miraba como un samurái habría mirado a un compañero que no se atrevía a suicidarse por honor. Drew sentía el desprecio de su amigo, pero no podía cambiar su manera de sentirse. No tenía miedo solo por sí mismo, sino por todos los demás.

Maoko colocó los puños sobre sus caderas, inclinó la cabeza y se puso a mirarlo de soslayo, molesta, esperando.

Marlon lo miraba, nervioso.

Drew dudó todavía, inseguro, pero finalmente se decidió.

—De acuerdo —dijo, con resolución—. Intentémoslo.

Maoko se acercó al ordenador y miró a Marlon intensamente. Él entendió y se levantó enseguida, incluso aliviado de que le hubieran relegado de esa responsabilidad.

Maoko se sentó e introdujo los valores de todos los parámetros, y luego miró a Drew.

—Una muestra, por favor —dijo con voz seca, como el viento que azota la cima del monte Fuji.

Drew miró alrededor, después eligió un pequeño prisma de cristal y lo situó en la placa primaria.

Maoko miró a Kobayashi, que observó por última vez los instrumentos para asegurarse de que todo era correcto, y después afirmó con un gesto de la cabeza.

La joven acercó el dedo a la tecla de activación, dirigió su mirada a la muestra, e hizo un ademán para apretar la tecla, cuando un grito de Novak la paralizó al instante.

—¡Quietos! —chilló, corriendo hacia la mesa de experimentación seguida por Schultz y Kamaranda—. ¡No actives la máquina! ¡Todos quietos! —ordenó, agitadísima.

Maoko retiró la mano del teclado y miró con odio a Novak.

—Hemos comprendido cómo se definen las coordenadas —continuó la mujer noruega—. Están directamente relacionadas con la distancia entre la placa primaria y la secundaria según una función matemática que analizaremos más tarde, pero el problema es que, según nuestro trabajo, hay una relación particular con la longitud de Planck


(#litres_trial_promo).

Drew la miró atónito.

—¿Qué quieres decir exactamente?

—Quiero decir que algunos de vuestros estimados parámetros influyen sobre las coordenadas de destino, más de lo que cabría esperar, pero sólo si se ajustan a valores muy específicos y de acuerdo con combinaciones bien definidas —anunció triunfalmente—. Hasta esta mañana el destino se encontraba en el despacho de la profesora Bryce solo porque la relación con la distancia entre la placa del punto A y la placa en el laboratorio encima de este no cambiaba con una combinación de los parámetros oportunos. Cuando habéis montado la nueva placa secundaria el experimento ha funcionado igualmente, solo que, al ser menor la distancia entre las placas, el destino del intercambio también se ha reducido. Hemos encontrado una función aproximada que puede explicar este comportamiento. Por suerte para todos nosotros, no habéis encontrado las combinaciones cruciales con vuestros experimentos. Hay tres parámetros, el K9, el K14 y el R11, que, según lo que hemos comprendido, componen una triada de traslación. La triada desplaza el punto B de una mera posición relacionada con la distancia entre la placa A y la placa A2, corregida con la función que he mencionado, a una posición en el espacio completamente arbitraria. Y cuando digo arbitraria quiero decir «donde sea» —Kamaranda y Schultz asentían vigorosamente.

—Quiere decir... —balbuceó Drew.

—Quiero decir, egregio profesor Drew, que configurando correctamente la triada podemos situar el punto B en una posición cualquiera del universo conocido —concluyó Novak con los ojos brillantes y la expresión animada.

Drew estaba como loco. Había aguantado la respiración durante la explicación de la científica y ahora le faltaba el oxígeno.

Marlon tenía un sudor frío causado por todo lo que acababa de aprender, mientras Kobayashi y Maoko sonreían satisfechos. Quién sabe por qué.

—La longitud de Planck aparece en la ecuación de la traslación para establecer posiciones discretas del punto B —explicó Schultz—. Esto significa que, por ejemplo, podemos situar el punto B en la superficie de Júpiter, en las coordenados con latitud 30º N y longitud 125º E, y ni un metro más lejos, más cerca, arriba o abajo. La destinación alternativa más cercana podría estar a 100 kilómetros de distancia. Esto es solo un ejemplo, cuidado, porque todavía tenemos que encontrar los valores reales, y además hay que experimentar con la triada.

—Entonces... —tentó Drew.

—Entonces —intervino Kamaranda— si la máquina que acabáis de construir presenta alguna diferencia, por pequeña que esta fuera, estructural o de regulación, el destino se desplazará. En vez de donde estaba la botella de agua, ahora destruida, el punto B se encontraría en otro sitio, siendo la magnitud del desplazamiento proporcional a la longitud de Planck según la función que hemos encontrado.

—¡La máquina es igual! —exclamó Maoko con rabia, pero Kobayashi posó su mano sobre el brazo de la chica para calmarla.

—Hemos situado los retículos de ionización a 437 micrómetros de distancia —dijo el científico japonés—. El instrumento que hemos usado para calibrar la distancia tiene una resolución de un micrómetro, por lo que el valor exacto puede variar entre 436,5 y 437,4 micrómetros


(#litres_trial_promo). Supongamos que la distancia sea de 436,9 micrómetros. ¿Dónde estaría el punto B?

Novak, Kamaranda y Schultz volvieron a la pizarra, borraron una zona que no era indispensable y desarrollaron la función basándose en los datos reales recibidos de sus compañeros. La ecuación era compleja y tardaron unos minutos, hasta que Schultz anotó el resultado en una hoja y los tres volvieron a la mesa con el dispositivo.

—Suponiendo que no queremos modificar la triada —dijo el alemán—, es decir, dejando los parámetros como están, el punto B estaría a unos 18,6 metros respecto a la botella de agua. La dirección del desplazamiento no sabemos determinarla todavía, así que imaginaos una esfera de 18,6 metros de radio centrada en la posición de la botella. Pues bien, el nuevo punto B estará en un punto cualquiera de la superficie de esa esfera.

Drew miró por la ventana.

Ya era de noche. Había pocas personas por las avenidas de la Universidad cercanas al laboratorio. En los pisos superiores seguramente ya no había nadie, y lo mismo en los locales adyacentes. La superficie de la esfera imaginaria pasaba también bajo la tierra, además. ¿Podrían pasar tuberías de gas por allí? Drew pensaba que no. Una opresora sensación de impotencia se mezclaba con resignación se apoderó de él. Sentía como si tuviera una roca sobre el pecho que le impedía respirar. Fue a la puerta, la abrió y salió a respirar el aire fresco de su Manchester. Respiró unas bocanadas profundas, repetidamente, mientras los demás lo miraban desde dentro.

¿Podía pedir permiso a McKintock para realizar un experimento así? No, el rector lo habría ridiculizado por haber montado todo aquello y después no ser capaz de controlarlo.

Tenía que asumir su responsabilidad, y también los riesgos asociados.

Volvió a entrar y se dirigió a Schultz.

—¿Cuál sería el radio de la esfera imaginaria si el retículo de ionización estuviera a 436,5 micrómetros? ¿Y con 437,4?

—Unos 62 kilómetros en el primer caso, y 15 en el segundo. —Ya lo habían calculado, previendo la pregunta—. Y si la distancia fuera 436,99 micrómetros, la esfera tendría un radio de pocos metros, pasando por nuestros cuerpos —añadió Schultz para concluir.

Drew abrió mucho los ojos durante un segundo, después le dominó una sensación de cansancio.

¿Cómo podía experimentar con una tolerancia tan amplia?

No podía. Y al mismo tiempo no tenía alternativas.

—Hagámoslo —dijo con voz seria, bajando la cabeza y mirando al suelo con ojos vacíos.

Todos se colocaron alrededor de la mesa con la segunda máquina. Novak estaba cubierta de sudor frío, mientras que Marlon se apartó un poco, como si esto pudiera protegerlo de alguna manera.

Maoko observó de nuevo todo el sistema y después presionó la tecla con decisión.

Una masa roja y densa apareció en lugar del prisma de cristal, desecha, y comenzó a fluir lentamente por la placa.

Plop.

Plop.

Todos los presentes palidecieron.

Drew vomitó allí donde estaba, cayendo después de rodillas sobre su propio vómito.

Las piernas de Novak cedieron y tuvo que agarrarse a una estantería, pálida como un cadáver.

Kamaranda y Schultz se quedaron de piedra, y los japoneses no mostraron ninguna reacción.

Marlon tenía los ojos y la boca abiertos de par en par, aterrorizado.

Después de unos segundos, sin embargo, mirando la masa roja, notó algo.

Se acercó para ver mejor.

Había algo, en medio de esa pasta.

Cogió unas pinzas y, con un cuidado extremo, la introdujo en la masa.

Dudó un momento, después cerró el pico de la pinza sobre un trozo sólido.

Retiró la pinza con mucha atención y dejó caer el objeto encontrado sobre la mesa.

Los demás seguían sus movimientos como si estuvieran en un trance, menos Drew que seguía arrodillado, impresionado.

Marlon examinó el objeto durante unos momentos, después cogió un vaso de cristal y lo llenó con agua de un grifo del laboratorio.

Cogió el objeto con la pinza y lo sumergió en el agua, sin soltarlo. Lo sacudió varias veces para limpiarlo, y el agua del vaso se tornó de color rosa.

Alzó la pinza lentamente para sacar el objeto limpio.

Una sonrisa se dibujó en su rostro, y emitió un sonoro suspiro de alivio.

—Profesor —llamó—, profesor Drew...

Drew sacudía la cabeza, y daba la espalda a todo el mundo, como si no quisiera saber nada.

—Profesor —insistió Marlon—. Todo está bien, profesor. Mire esto.

Drew se levantó con dificultad, sin ganas, y se acercó reluctante.

Lo que vio lo dejó de piedra.

Marlon sujetaba un trozo de plástico rosa con la pinza, al que estaba sujeta una etiqueta estampada.

—Esta es la salsa de tomate que pongo todos los días sobre mi filete —explicó el estudiante—. El comedor de la Universidad la compra directamente a Italia, a un productor artesano, y la guardan en un refrigerador que está a unos veinte metros al este de aquí.

»Está muy rica, ¿sabe? —añadió—. Está aromatizada con orégano, mi especia preferida.

Capítulo XII



Maoko estaba volviendo a su apartamento, caminando despacio por las avenidas del campus, iluminadas por farolas de estilo victoriano. El aire de la noche era refrescante y energizante, después de un día como aquel.

Estaba muy cansada, pero, al mismo tiempo, excitada por los resultados obtenidos.

Era increíble que en un solo día hubieran podido construir una segunda máquina que funcionaba, y, además, llegar a una aproximación a la teoría del fenómeno. Drew había elegido bien su equipo, y la unión de esos expertos había tenido un resultado excepcional.

Estaba feliz de que Kobayashi la hubiera traído con él. Sabía haber contribuido de manera importante a la investigación, y esto la llenaba de orgullo. Después de todo, había conseguido calibrar el retículo de ionización con solo 0,1 micrómetros de error, un valor extremadamente reducido, puesto que había usado un calibrador con resolución de un micrómetro.

Llegó delante de la puerta de su apartamento, en una zona más bien aislada del campus. Giró la llave en la cerradura y abrió la puerta. Estaba dando el primer paso hacia el interior cuando un ruido precipitado la hizo girarse de golpe.

De la oscuridad surgió Novak, que se situó delante de ella con ojos incendiados.

—¡Señorita Yamazaki! —la interpeló bruscamente—. ¿Cómo se ha permitido, hoy, dirigirse a mí de ese modo? ¡Usted, una mera estudiante! —de manera impulsiva dio un paso hacia delate y pasó el umbral de la puerta—. ¡En todos mis años de enseñanza no he encontrado nunca nadie tan insolente como usted! —siguió, hablando con desprecio—. Quizá en vuestro país de comedores de arroz estáis acostumbrados a trataros como perros los unos a los otros, pero aquí, en occidente... ¡fff!

Maoko le había tapado la boca con una mano, cerrándosela con fuerza. Con la otra mano la agarró por la muñeca derecha y al mismo tiempo clavó su mirada en los ojos de la mujer noruega. Entonces Maoko abrió los suyos de manera innatural, sin parpadear, y sus pupilas negras parecieron agrandarse desmesuradamente, irradiando una luz hipnótica que entraba en los ojos de Novak y la iba paralizando.

Con un pie dio un golpe a la puerta para cerrarla y, después, mirándola fijamente todavía, le quitó la mano de la boca muy lentamente.

Novak permaneció inmóvil, con los labios medio abiertos y los ojos fuera de sus órbitas.

Maoko retiró delicadamente el bolso de su hombro y después, lentamente, le tomó la muñeca izquierda y la colocó sobre la derecha que ya estaba sujetando, cruzándolas y manteniéndolas juntas con una sola mano.

Sin quitar la mirada, buscó algo en un cesto de paja sobre un mueble cercano con la mano libre y sacó un rollo de cuerda. Tanteó hasta encontrar el extremo justo, lo sujetó e hizo caer el resto al suelo con destreza.

Lentamente dio unos giros de cuerda alrededor de una muñeca, después alrededor de la otra, y acabó dando unas vueltas alrededor de las muñecas cruzadas, sujetando todo con un nudo doble.

Novak estaba completamente paralizada.

Maoko dejó correr una pequeña longitud de cuerda para mantenerla en tensión con las muñecas de Novak, alzados a la altura de su abdomen.

Dobló ligeramente las rodillas y con la otra mano recogió el rollo, con un movimiento veloz de los ojos apuntó, y con estilo magistral lo lanzó por encima de un gancho en hierro macizo fijado al techo del que colgaba una lámpara de estilo antiguo.

Del rollo, que había caído cerca de ella, tomó el otro extremo de la cuerda, y con las dos manos empezó a tirar lentamente, levantando las muñecas de Novak hacia arriba.

Siguió tirando, palmo tras palmo, hasta que los brazos de la mujer noruega estuvieron sobre su cabeza y empezaron a tensarse. Novak emitió un gemido sofocado, pero lo calló inmediatamente, mientras seguía mirando delante de sí con una mirada ausente.

Maoko tiró más, lentamente pero firmemente. Ahora los brazos estaban estirados al máximo y comenzaban a levantar el peso del cuerpo. Novak empezó a gemir de manera sumisa, continuamente, mientras la frente se le llenaba de sudor.

Maoko tiró un poco más, hasta que los pies de la mujer noruega estuvieron levantados con un ángulo de unos sesenta grados con respecto al suelo. En ese momento ató el extremo libre de la cuerda a un robusto toallero fijado a la pared, al lado del fregadero de servicio de la cocina.

Del cesto de paja cogió un trozo de cuerda más corto y ató los tobillos uno contra el otro, y después se alejó para ver el resultado de su trabajo.

La mujer noruega colgaba del techo, tensa y perfectamente vertical, apoyada ligeramente, en vertical, sobre la punta de sus pies, que eran el único punto de apoyo que le quedaba.

Ya no gemía. Ahora respiraba lentamente, jadeando, y todo el cuerpo se le había cubierto de sudor por la tensión muscular.

La camiseta había salido de la falda, descubriendo una parte de su abdomen sudoroso.

«No está mal», se felicitó Maoko a sí misma.

Cerró la puerta con llave, se quitó el abrigo y los zapatos y fue al baño; después se preparó un té japonés. Degustó algunas de sus pastas y finalmente se acomodó en un sillón para leer una novela. Había sido un día largo y ajetreado; sentía la necesidad de relajarse. Las aventuras amorosas de la protagonista del libro la llevaron a un mundo fantástico, pero también muy real; los japoneses tienen una sensibilidad particular por los matices y los detalles, y su nivel de introspección es superior. Sobre todo, las mujeres; escuchan todo el tiempo e interaccionan con el entorno de una manera profunda.

Midori era una estudiante de letras enamorada de Noboru, un pescador joven que vivía en un pueblo costero a cien kilómetros de distancia. Se habían conocido en un parque, un año antes, con ocasión del florecimiento de los cerezos


(#litres_trial_promo), y se habían enamorado perdidamente. Cada pensamiento de ella era un pensamiento de él; habían descubierto que se comprendían tan profundamente que se consideraban una sola persona, indivisible. Pero Noboru tenía un trabajo durísimo. Salía con la barca en medio de la noche, con los compañeros, para pescar, y el mar estaba agitado a menudo. Uno de los chicos había caído al agua, una vez. Gritaba, en la oscuridad, pero no podían verlo. Lanzaron varios salvavidas hacia el lugar de donde provenía la voz, pero ola tras ola la voz se había ido alejando. Hasta que se hizo el silencio. Solo oían el murmullo violento e indiferente de las olas que golpeaban la embarcación, y agitaban la red en el mar oscuro.



Estás con nosotros, Ryuu,

estás con nosotros.

Cada noche vendremos contigo sobre el mar negro,

y sabremos que nos estás esperando

con tus fuertes brazos abiertos.

Subirás al barco como la espuma de las olas

y a nuestro lado, junto a nosotros, tirarás las redes,

como las noches pasadas,

cuando tus ojos y tu sonrisa

nos hacían afrontar la tempestad con alegría.



Noboru había escrito esta elegía a su amigo perdido, y la había mandado a Midori en una de sus numerosas cartas. Ella había llorado por él, y por Ryuu, a pesar de que no lo había conocido. Noboru era un poeta, con un ánimo dulcísimo y sensible, pero la vida que llevaba no le permitía exprimir su talento como merecía.

Ella lloraba también por eso, hija de una familia acomodada, con posibilidad de estudiar y de viajar, pero obligada a esconder su relación porque sus padres nunca habrían aceptado que se casara con un pescador pobre. Noboru no tenía familia; lo habían abandonado al poco de nacer, y había pasado de un orfanato a otro hasta que creció lo suficiente para poder trabajar. La economía del pueblo en el que vivía estaba basada en la pesca, por lo que ser pescador había sido su destino inevitable. No podía llamarlo por teléfono, porque los padres de Midori habrían podido descubrir todo. Así que le escribía a través de una compañera de su escuela, que le daba las cartas que recibía y mandaba las que iban dirigidas al muchacho.

El día en que se conocieron, en el parque, un gorrión jugueteaba cerca de ellos, picoteando el terreno y observándolos de tanto en tanto. Midori se había convencido en ese momento de que el pájaro era su mensajero. Todas las tardes se sentaba en el jardín y se acercaba al pájaro más cercano y le hablaba, le decía lo que tenía que contar a Noboru, y escuchaba su piar, que llevaría el mensaje a su amor, muy lejos. Después, por la noche, se levantaba y abría la ventana, despacísimo para no hacer ruido, y se dejaba envolver por el viento, el mismo viento que ella suponía que estaría agitando las velas y el pelo de su amado en aquel mismo instante.

«Ah, Midori, Midori», pensó Maoko, «qué romántica eres. Y qué triste estás».

Miró a la mujer noruega para ver cómo estaba.

No se podía decir que estuviera mal. Había cerrado los ojos y respiraba con regularidad, sin jadeos. Se había acostumbrado a la posición. De vez en cuando movía ligeramente las puntas de los pies para ajustar su precario equilibrio. Ya llevaba media hora allí.

«Bueno, vamos a llevar a la cama a esta gaijin


(#litres_trial_promo)», se dijo, «ya es hora».

Dejó el libro y se acercó silenciosamente a Novak. Esta pareció no darse cuenta.

Maoko cogió la cuerda tensa con sus dos manos, en la parte que iba desde el punto de fijación del toallero hasta el gancho del techo, y tiró con decisión algunos centímetros. Novak abrió los ojos de golpe y gimió con un sonido nasal; tenía la garganta seca desde hacía un buen rato.

Tendió la cuerda en tracción durante casi medio minuto y después fue soltándola lentamente. Novak expiró ruidosamente por la boca e inclinó la cabeza hacia delante, moviéndola de derecha a izquierda, levantándola y dejándola caer otra vez.

Maoko acercó una silla por detrás de la noruega, después desató la cuerda del toallero y empezó a relajarla poco a poco. A medida que Novak descendía Maoko la iba empujando hacia la silla, para que acabara sentada allí. Cuando, finalmente, Maoko dejó la cuerda, Novak yacía en la silla con las manos atadas sobre su vientre, las piernas dobladas hacia un lado con los tobillos atados y la cabeza abandonada hacia atrás, sobre el respaldo.

Maoko llenó un vaso de agua y, levantándole la cabeza con una mano, le hizo beber pequeños sorbos. Dejó el vaso y le desató los tobillos, después deshizo los nudos de las muñecas y desenrolló la cuerda, liberándola.

La cuerda había dejado profundas marcas de color rojo oscuro. Maoko empezó a masajearle las muñecas con un movimiento delicado y, al mismo tiempo, firme. Al principio Novak protestó un poco, pero luego se calmó, al sentir que, poco a poco, volvía la circulación. Maoko siguió con el masaje casi un minuto más, y después, sujetándola por las muñecas, la hizo ponerse en pie. Puso su bolso sobre su hombro. Cuando estaba colocando la bandolera Novak puso una mano sobre la suya, con su rostro que expresaba una mezcla de agradecimiento y de una manifiesta confusión interna.

Maoko la miró a los ojos.

—Ve a dormir, Novak.

—Yo... —intentó decir, con voz dubitativa.

—Ve a dormir, Novak —repitió Maoko, retirando la mano y abriéndole la puerta.

Novak se detuvo un momento, indecisa, y luego se dirigió lentamente hacia la puerta, apoyó una mano en el marco y se volvió de nuevo Maoko.

En la cara de la japonesa solo había una expresión indescifrable.

La noruega se dio la vuelta, reluctante, y se dirigió con pasos inciertos hacia su alojamiento, un poco más lejos.

Capítulo XIII



—Pero ¡¿qué ha pasado?! —exclamó Timorina Drew al ver a su hermano llegar a casa.

Drew se miró por primera vez esa noche.

Después de las pruebas con la segunda máquina, con el medio incidente de la salsa de tomate, había mandado a todos a descansar y había limpiado su vómito del suelo del laboratorio. No podía pedir a nadie que lo hiciera, ni siquiera a alguien del servicio de limpieza. ¿Cómo habría explicado lo que había pasado? Él habría quedado fatal en cualquier caso. Además, limpiándolo, evitaba que vinieran a curiosear.

Y así acabó con la chaqueta y la camisa pringados de vómito amarillo y granuloso. Los pantalones, por otro lado, eran un desastre indescriptible. De las rodillas para abajo estaban cubiertos de una pasta maloliente y asquerosa, resultado de vomitar y de limpiar el vómito.

Drew no había llevado cuidado para no mancharse más y ese era el resultado. Un traje oscuro de buena calidad estaba en condiciones lamentables, y su hermana se lo haría pagar.

—He cogido frío. Me he sentido mal. ¿Qué puedo hacerle? —mintió, tratando de justificarse.

—Ah, ¿sí? —fue la respuesta comprensiva de su hermana—. ¡Acabo de arreglar el otro traje, ese que, sin decirme nada, has dejado encima de la cama este mediodía!

Drew se sobresaltó. Vaya. Estaba el traje que había sufrido la explosión de por la mañana.

El tono de reproche aumentó.

—Ese solo estaba cubierto de polvo y arrugado. «Solo» por así decir, porque hacen falta horas para lavar y planchar perfectamente la chaqueta, los pantalones, la camisa y la corbata. Tú, es evidente que no te das cuenta, si no, ¡no habrías venido ahora así! —dijo, señalándolo con la mano.

Drew no respondió y se fue al baño a desnudarse. Se quitó todo. Metió la camisa blanca y la ropa interior en la lavadora. No lavaba nunca, así que intentó entender cómo funcionaba aquello: giró la rueda de la programación hasta el símbolo del algodón e hizo empezar el ciclo. Puso la chaqueta y los pantalones en la bañera y, con la ducha, lavó todo el vómito. Usó agua fría porque, por lo que sabía, no encogía la ropa. Esperaba haberlo hecho bien. Dejó todo en el baño y se dio una ducha, después fue a la habitación y se puso el pijama. Y entonces tuvo una idea fulgurante. ¡El detergente! No había puesto el detergente. Corrió hacia el baño, pero ya era demasiado tarde. Timorina estaba allí y estaba mirando por la puerta de la lavadora, moviendo la cabeza. Se enderezó y miró a Drew con expresión de compasión, mientras seguía moviendo la cabeza.

—Ve a dormir, Lester. Ya hago yo esto —dijo, resignada.

Drew suspiró y se retiró a su habitación.

¡Si al menos Timorina supiera todo lo que había pasado ese día en el laboratorio! Desmayos, explosiones, terror, agitación. Pero también el triunfo de la ciencia. Un paso determinante hacia una nueva era de la historia humana. Sabía que era un idealista, pero sentía en lo más profundo de sí mismo que ya se dirigían hacia el éxito, y que esos incidentes eran muy poco comparados con el enorme resultado que les esperaba.

Se tumbó en la cama.

Oía a Timorina en el baño, pasando un cepillo por la ropa para limpiarla a fondo. Claro, eso es lo que había que hacer. Pero él, ¿cómo podía saberlo? Él pensaba en la física, flotaba en las alturas estratosféricas del pensamiento, las conquistas de la mente, la reunión del día siguiente para hacer un balance de la investigación...

Se deslizó hacia el sueño dejando la luz encendida.

Soñó que estaba en una habitación amarilla, justo después en una roja, y después otra vez en la amarilla y otra vez en la roja, pasando de una a la otra improvisadamente, sin transición perceptible, a una velocidad en aumento, cada vez más rápido, cada vez más rápido, hasta que empezó a marearse y ya no podía ver nada. Como ruido de fondo oía el rumor del agua junto con voces excitadas hablando frenéticamente, pero no podía entender lo que decían. Era prisionero de ese torbellino de luces y colores, sin control sobre él, incapaz de pensar o de emprender una acción cuando, de repente, se despertó.

El despertador sonaba con violencia, con su martillo golpeando la generosa campana de bronce, y se desplazaba por la mesilla con las vibraciones provocadas por el mecanismo en acción.

Drew se enderezó de golpe, empapado en sudor, trastornado, completamente desorientado. No sabía dónde estaba, le faltaba el aire y agitaba los brazos para poder respirar. Después de unos segundos comenzó a tranquilizarse; movió la cabeza hacia los lados para despejar su cerebro y se volvió para mirar el despertador. Había avanzado hasta el borde de la mesilla y estaba a punto de caer. Lo atrapó justo a tiempo y apretó el botón para silenciar la campana. Se quedó con el despertador sobre su vientre un rato, todavía atónito; después lo puso en la mesilla y se levantó. Eran las siete y media; la reunión era a las nueve. Se dio otra vez una ducha, para deshacerse de ese sudor, tomó un buen desayuno y salió. Por suerte Timorina estaba regando sus flores en la parte trasera del jardín, así que salió por la parte delantera para evitar ser interceptado. Había evitado otra charla maternal...



En el laboratorio estaban todos, McKintock incluido.

—¿Cómo está la situación? —se informó el rector.

Drew tomó la palabra, seguro de sí mismo.

—Magnífica, por usar un eufemismo. Ayer, mis compañeros —y con un amplio movimiento de su brazo abarcó a todos los científicos, incluido Marlon—, consiguieron, en un solo día, obtener una teoría de base sobre el fenómeno, a construir otro prototipo de la máquina y a realizar numerosos experimentos de intercambio con éxito.

McKintock estaba sinceramente impresionado.

—Entonces, ¿cuándo podremos empezar a usar la máquina con fines prácticos?

—Estamos en la fase de la teoría de base, que tiene que ser perfeccionada —precisó Drew—. Debería ser fácil proyectar, y luego construir, una máquina más grande.

Schultz y Kamaranda se miraron un momento, con caras serias, pero McKintock no se dio cuenta.

—Bien. Gracias a todos. Drew, voy a mi despacho. Espero noticias.

—Eh, un momento, McKintock —lo paró Drew.

El rector ya estaba en la puerta y se dio la vuelta con expresión interrogativa.

—En uno de los experimentos de ayer, trajimos, por casualidad, e insisto en que fue por casualidad, un trozo de botella de salsa de tomate del almacén del comedor, aquí cerca —explicó Drew—. Sería necesario eliminar todos los residuos antes que alguno se dé cuenta y empiece a hacer preguntas.

—¿Esto es todo? —preguntó, divertido, el rector. Se acercó al teléfono interno y llamó a su secretaria.

—¿Señorita Watts? Soy yo, buenos días. ¿Podría hacer que me trajeran las llaves del almacén del comedor ahora mismo, si fuera tan amable? Delante de la puerta del almacén, gracias. Sí. Gracias de nuevo.

Miró al estudiante.

—¡Marlon! —lo llamó por su nombre, tras un momento de duda.

Marlon se dio cuenta inmediatamente, orgulloso porque el rector recordaba cómo se llamaba.

—¡Sígueme! —ordenó McKintock con autoridad.

Salieron y fueron al almacén del comedor. Después de unos minutos llegó un celador en bicicleta y le dio las llaves que había pedido, y después se fue tan rápido como había llegado.

—Aquí tienes —McKintock puso las llaves en las manos de Marlon—. Abre, coge lo que tienes que coger, cierra con cuidado y después lleva las llaves inmediatamente a mi secretaria. ¿Está claro?

—Por supuesto. Gracias, rector McKintock.

El rector se despidió y se fue hacia su despacho, canturreando.

Marlon entró y encontró enseguida el palé manchado con salsa de tomate. El bote dañado era fácilmente accesible, por suerte. Lo retiró y constató que el prisma transferido estaba dentro. Limpió todo lo mejor que pudo con unos clínex que llevaba encima, y después cerró y fue a devolver las llaves. Qué lástima toda esa salsa desaprovechada. Estaba buenísima.



Cuando volvió al laboratorio notó que el ambiente estaba bastante serio.

—El problema está aquí —estaba diciendo Schultz, señalando la pizarra—. La triada de traslación queda completamente definida por los parámetros K9, K14 y R11, pero la función que la gobierna muestra claramente que la energía necesaria para el intercambio aumenta con el cubo de la distancia.

—Veo —constató Drew, observando la función—. ¿Habéis calculado algún caso práctico?

—Kamaranda y yo hemos estado despiertos hasta las dos de la noche para encontrar una escapatoria a este comportamiento del sistema, pero no lo hemos conseguido. Según están las cosas ahora, para intercambiar a 100 kilómetros de distancia hacen falta 64 kilovatios, que no es mucho, pero para intercambiar a 200 kilómetros ya harían falta 512 kilovatios. Eso es la energía que usa una fábrica de producción mediana.

Y para 1000 kilómetros hacen falta 64 megavatios


(#litres_trial_promo) —añadió Kamaranda—. Haría falta una central eléctrica pequeña.

—Por eso el sistema intercambia sin problemas a distancias pequeñas. Para los 300 metros que hay de aquí al despacho de la profesora Bryce hemos usado, por lo tanto... solo 2 milivatios —calculó Drew rápidamente, escribiendo en la pizarra—. Menos de lo que sirve para encender un LED.

—Esta característica es fantástica para las aplicaciones a corta distancia, que podrían ser las de diagnóstico o las terapéuticas —intervino Bryce.

—Ya —asintió Drew—. Pero las largas distancias son impensables. Imagínate explorar el universo.

Suspiró, dejando caer los brazos a los lados. McKintock estaría contento, de todas formas, porque solo el poder curar a gente significaría grandes entradas de dinero, pero él era un físico, y sus compañeros le habían propuesto, inicialmente, abrir las puertas del universo. Él había proyectado ya exploraciones inimaginables, y ahora volvía a estar encadenado al suelo.

No podía digerirlo. Tenía que haber otra solución.

—Esto es solo el principio —declaró—. Si trabajamos a fondo, a lo mejor encontramos algún factor que elimine esta limitación.

—Ya lo estamos haciendo —comentó secamente Novak.

Bryce notó que ese día la noruega llevaba una camisa con mangas largas, y con los puños abotonados.

«Extraño», había pensado. «Ayer llevaba mangas cortas. Acostumbrada como tiene que estar a los climas fríos Inglaterra en marzo debería parecerle cálida. Quién sabe por qué ha cambiado». Una mujer no podía pasar por encima de estos detalles.

Maoko, mientras tanto, observaba la pizarra con los brazos cruzados.

Kobayashi estudiaba por enésima vez los datos iniciales, y de vez en cuando comprobaba algún cálculo desarrollándolo en una hoja a parte.

—¿Y si, mientras mejoramos la teoría, experimentáramos con las formas biológicas? —propuso Marlon.

Drew miró a la profesora Bryce.

—Empecemos con vegetales —aceptó ella—. Voy a buscar muestras.

—Mientras tanto voy a conseguir un instrumento más preciso que nuestro micrómetro. Tenemos que calibrar la segunda máquina —dijo Drew, dirigiéndose al laboratorio de metrología.

Marlon comenzó a preparar la primera máquina, mientras los dos japoneses se ocuparon de la segunda. Discutían en su idioma sobre algunos detalles técnicos mientras esperaban el instrumento de medida.

Media hora más tarde Bryce colocaba sobre la placa A de la primera máquina una hoja de lechuga.

Activaron el mecanismo y la hoja apareció donde antes estaba la botella de agua. La bióloga la cogió y la examinó con un microscopio portátil que había traído también. Después de unos minutos separó los ojos de los oculares.

—Parece perfecta. Las venas, los estomas, las células. Por lo que puedo ver, todo está bien.

Drew asintió satisfecho.

Probaron con flores, tubérculos, una seta e incluso un bonsái en su tiesto.

Todas las muestras aparecían absolutamente inalteradas tras la transferencia.

Mientras tanto Maoko había vuelto a calibrar la distancia entre las placas de la segunda máquina usando un instrumento más preciso.

Pusieron una judía en la placa de la máquina dos y activaron el proceso. La judía reapareció a unos tres metros a la izquierda de la botella de agua, el punto exactamente equidistante entre las dos máquinas.

Bryce examinó rápidamente la semilla y la consideró perfecta.

—Pasamos a la carne —anunció.

Formaba parte de la colección de muestras que había llevado.

Extrajo una caja llena de filetes de una bolsa térmica.

Marlon la miró con gula; ya tenía hambre, y solo eran las once de la mañana.

La profesora Bryce lo miró con una sonrisa irónica y le dio la bolsa vacía, para que la pusiera en otro sitio. Marlon le guiñó un ojo, apreciando la broma, y fingió que estaba decepcionado.

Bryce cogió un cuchillo del rincón con la cafetería del laboratorio y cortó un trozo de filete de forma cuadrada y de unos cuatro centímetros de lado. El espesor de la muestra era de unos ocho milímetros.

La transferencia con la máquina dos y el examen al microscopio demostraron que todo funcionaba bien.

Marlon lo probó.

—El sabor es el que cabe esperar. Ídem la consistencia. Diría que la transferencia no lo altera en absoluto.

—Es lo que tendría que pasar, ya que la teoría dice que la máquina intercambia directamente dos volúmenes de espacio independientemente de su contenido —comentó Drew—. ¿Qué le parece si probamos con una forma animal? —preguntó a Bryce.

La profesora permaneció pensativa por un tiempo, y luego se decidió.

—Sí, intentémoslo. Tendríamos que realizar análisis de biología molecular con las muestras ya transferidas, para estar totalmente seguros, pero hasta ahora los resultados obtenidos corroboran la teoría del intercambio de espacio.

Reflexionó otra vez.

—Por cuestiones de bioética, empezaremos con formas de vida privadas de sistema nervioso. Si algo no va bien, no les habremos hecho sufrir. Nos vemos después de comer. —Y, diciendo eso, se marchó.

Drew y los demás se concentraron en la teoría, buscando una solución al problema de la potencia.

—Se nos escapa algo —dijo Schultz—. Por lo que hemos comprendido hasta ahora, la activación de la máquina crea un conector extradimensional entre los volúmenes de espacio determinados por las placas A y B. El Conector se mantiene durante el tiempo de Planck


(#litres_trial_promo) y en ese instante los dos espacios son intercambiados.

—Si es realmente extradimensional, eso quiere decir que estamos deformando una dimensión muy densa —intervino Kobayashi—. Solo así se puede justificar la necesidad de una potencia tan elevada al aumentar la distancia.

—Eso parece —convino Schultz.

—Intentemos visualizar el problema, quizá nos ayude —intervino Kamaranda. Retomó un tono catedrático, como si estuviese dando una lección a sus estudiantes—. Vivimos en un espacio que percibimos como tridimensional, con las dimensiones conocidas de longitud, anchura y altura. Pero también sabemos que la gravedad deforma el espacio, y esto nos supone una dificultad porque no podemos concebir una situación tal. Así que usamos la clásica similitud de la alfombra elástica, en la que una superficie elástica, la alfombra, representa el espacio tridimensional. Si colocamos un objeto en la alfombra, esta se deformará, cediendo bajo el peso del dicho objeto. Cuanto más pesado sea el objeto mayor será la deformación, es decir, la deformación de la alfombra. Digamos masa en lugar de peso, ya que la masa es independiente de la gravedad, pero, sin embargo, la genera. Así vemos que cuanto mayor es la masa, mayor es la deformación. Si colocáramos sobre la alfombra otro objeto, de masa inferior al primero, rodaría en la deformación, acercándose al objeto de masa mayor. Este comportamiento lo definimos como atracción gravitacional. En realidad, el objeto de masa menor también deforma el espacio, por lo que también ejerce una atracción gravitacional sobre el objeto con más masa, pero en una magnitud menor. Con la analogía de la alfombra elástica, que es bidimensional, podemos comprender el concepto de deformación del espacio a causa de la gravedad; esta, de hecho, deforma la alfombra en una dirección perpendicular al plano de la alfombra, y así añade una dimensión más a su geometría. Ahora supongamos que cogemos nuestra alfombra elástica y la colocamos en una placa de gel, que, como sabemos, es un sólido elástico coloidal, deformable a voluntad. La máquina que estamos estudiando subsiste en el espacio tridimensional, que está representado por la alfombra elástica, y, aparentemente, cuando se activa, accede directamente a la placa de gel, que representa una dimensión añadida; hace condensar, o deformar, una porción de gel, generando un canal, el Conector, que está sujeto en sus extremos a la alfombra elástica, es decir, el espacio normal, y que intercambia entre ellos los fragmentos de espacio a los que está conectado. Después del intercambio el Conector se disuelve y el gel vuelve a su estado normal.

Kamaranda hizo una pausa tras la larga exposición, y después continuó con su razonamiento.

—Evidentemente, el gel es muy denso, por lo que hace falta mucha energía para condensarlo. Por alguna razón que no conocemos, el Conector tiene una duración igual al tiempo de Planck, a pesar de que el suministro de energía es mucho más largo en el tiempo. Dura medio segundo, ¿verdad? —preguntó, dirigiéndose a Kobayashi, que asintió, y añadió:

—Debe haber algo que impide que la existencia del Conector sea más larga que el tiempo de Planck. ¿Qué sucedería si el Conector durase más tiempo? ¿Se volverían a intercambiar los dos fragmentos de espacio desplazados? ¿Se desencadenaría una oscilación continua de intercambio de los dos espacios? No veo que esto sea un problema para la geometría del espacio. Simplemente, desactivando la máquina los dos espacios se encontrarían en la última configuración establecida. Pero puede suceder también que, si el Conector durase más tiempo de lo que dura el tiempo de Planck, se manifestase una paradoja, cuyas características no puedo imaginar en este momento, y que una ley de la naturaleza por ahora desconocida interviniera para impedirlo.

Permanecieron todos en silencio, meditando sobre las consideraciones del matemático hindú.

Tras algunos minutos Novak se levantó de golpe, con la cara pálida.

—¡Dios mío! —exclamó con voz sofocada.

Todos la miraron asustados.

—No hay ninguna paradoja —continuó, sombría—. ¡Lo que hay es una violación!

Se acercó a la pizarra y borró una parte de las ecuaciones que habían deducido con tanto esfuerzo, como si fueran garabatos de algún estudiante irrespetuoso. Dibujó la alfombra elástica de Kamaranda, en una perspectiva de tres cuartos, y un tubo estilizado que, pasando por debajo, unía dos puntos de la alfombra.

—Esto es el Conector, como lo hemos denominado —dijo, señalando el tubo—. En cuanto lo generamos comienza el intercambio. Estamos en el momento 0 del proceso. El volumen de espacio A se activa y entra en el Conector, cómo y de qué manera todavía no lo sabemos, y comienza a viajar hacia el extremo opuesto. Al mismo tiempo, el volumen de espacio B hace lo mismo desde su posición y empieza a viajar hacia la salida opuesta en el Conector. Pasa un intervalo de tiempo igual al tiempo de Planck y los dos espacios llegan a su destino, salen del Conector y se posicionan cada uno donde estaba antes el otro espacio. Estamos en el tiempo 1 y el proceso ha terminado.

Hizo una pausa para crear tensión.

—Pero entre el tiempo 0 y el tiempo 1 —dijo con una voz que crecía en intensidad—, ¿qué hay en el lugar de los espacios que están viajando en el Conector? —concluyó gritando histéricamente.

Por un momento pareció que el tiempo se paraba.

—No... —dijo Kamaranda con la mirada vacía.

—¡Pues sí! —gritó ella todavía más fuerte—. ¡Está la Nada! —anunció con ferocidad.

A Drew se le puso de punta todo el pelo.

Kobayashi abrió la boca y se le cayó la mandíbula completamente.

La cara de Schultz era una máscara rígida, esculpida en una expresión de total desamparo.

Marlon miraba fijamente delante de sí, como si estuviese ausente.

Maoko, sin embargo, observaba complacida a Novak, y sonreía de una manera extraña.

—La Nada, ¿lo comprendéis? —siguió la mujer noruega—. Probablemente es ahí donde va a parar toda la energía que resulta de nuestros cálculos, una energía que se escapa de nuestro universo, alterando el balance energético. Es una violación del postulado de Lavoisier, según el cual nada se crea ni se destruye, solo se transforma. Quizá es por eso por lo que el Conector puede durar como mucho el tiempo de Planck; si no, la Nada absorbería toda la energía cercana. Si le diésemos suficiente tiempo, ¡podría absorber la energía del universo entero!

Se hizo un silencio de ultratumba en el laboratorio.

Era como si el frío de una oscuridad más profunda de cuanto se pueda imaginar hubiera caído sobre ellos y hubiera congelado sus mentes y sus conciencias.

Novak permaneció de pie al lado de la pizarra, con la tiza en la mano.

Pasó más de un minuto sin que nadie moviera un músculo, hasta que Kobayashi se acercó a la pizarra, cogió una tiza e hizo unos cálculos en una zona del encerado todavía libre.

—No —dijo finalmente —, no puede ser así. La función de la triada de traslación indica que la potencia aumenta solo con el cubo de la distancia, independientemente del volumen del espacio intercambiado. Por lo tanto, suponiendo que este volumen permanece constante, eso definirá cuánta «Nada» absorberá la energía que utilizamos en el experimento mientras los dos espacios viajan hacia su destino. No veo por qué al aumentar la distancia de intercambio y manteniendo fijo el volumen la Nada debería aumentar su capacidad de absorción.

Novak lo miró con ojos desorbitados, mientras reflexionaba furiosamente.

Después de algunos segundos se estremeció visiblemente, palideciendo todavía más.

—No..., no..., es una locura..., inconcebible —balbuceó—. No puede ser.

—¿El qué, profesora Novak? —preguntó alarmado Kobayashi.

—¡Esto! —y Novak señaló el Conector dibujado en la pizarra.

Los demás la miraron embobados.

—Pero ¡¿no lo entendéis?! —gritó—. ¡Estamos deformando la Nada directamente! ¡El Conector se forma en la Nada! ¡Está hecho de Nada! ¡El espacio A entra en la Nada y vuelve a emerger en el lugar del espacio B, que acaba en el del espacio A pasando por la Nada!

Esto llevó a todos a una desorientación total. Era como si el suelo les faltara bajo los pies. Como si todas las certezas, todas las bases sobre las que habían construido su conocimiento hubieran sido barridas completamente y de manera imprevista.

—Pero ¿cómo puede?... ¿cómo puede algo que existe...? —osó Drew—... ¿algo que existe... entrar en la Nada, dejando, por lo tanto, de existir, y reaparecer de la Nada, volviendo a existir con las mismas propiedades iniciales, pero en un otro lugar?

Novak se puso la mano sobre la frente y se apoyó en la pizarra. Parecía que se estuviera mareando. Maoko se le acercó y la tomó por un brazo, haciéndola sentarse en una silla cercana. Fue a buscar un vaso de agua, que la científica noruega aceptó con una mirada agradecida.

—Esta es una cuestión puramente filosófica —respondió Novak, con una voz baja, apagada, mientras bebía—. O mejor, sería una cuestión puramente filosófica si no estuviéramos frente a una manifestación experimental de manipulación de la Nada. La Nada no existe, y no puede ser definida, porque la misma definición haría que dejara de ser la Nada. Y nosotros la estamos manipulando. Intuyo que es así. No veo otra solución. Al aumentar la distancia del intercambio aumenta también la longitud del Conector construido de la Nada y hecho de Nada. Como, evidentemente, la Nada absorbe la energía que se le presenta con la máxima eficiencia, consigue que el Conector mismo devore toda esta energía. Al aumentar la longitud del Conector aumenta de manera desproporcionada la energía necesaria para generarlo y mantenerlo durante un tiempo igual al tiempo de Planck. El Conector realiza el intercambio, eso sí, pero a un precio inasequible para distancias de cierta magnitud.

De nuevo silencio, pero esta vez, en los rostros de Drew, Schultz, Kamaranda, Marlon y Kobayashi se leía claramente la admiración por las intuiciones geniales de Novak. Habían visto que la mente de aquella mujer veía lo que ellos no podían ver, y llegaba a donde ellos no podían llegar. Al mismo tiempo, sus caras expresaban la desesperación por la derrota que aquellas intuiciones decretaba, por los obstáculos insuperables que definían.

—Es una locura... una pura locura... —murmuraba Schultz negando con la cabeza en signo de negación.

Pasaron así unos minutos, y luego, plácidamente y de manera informal, Maoko fue a sentarse cerca de la esquina de la mesa, cerca de donde estaba sentada Novak. La miró de arriba abajo y le habló con un tono amistoso, sorprendiendo a los presentes que antes ni siquiera se habían dado cuenta del vaso de agua que le había llevado.

—Profesora Novak, su disertación muestra que no hay soluciones posibles al problema que se nos presenta, ya que nuestro universo es un sistema aislado y el dispositivo, básicamente, traslada energía fuera de este sistema, alterando su equilibrio energético.

Novak asintió lentamente.

—Pero si en lugar de considerar nuestro universo como un sistema aislado lo considerásemos simplemente un sistema cerrado


(#litres_trial_promo), en el interior de un sistema más grande, ¿no cree que podríamos estudiar más fácilmente su comportamiento?

Novak miró a Maoko con los ojos fuera de sus órbitas, atónita.

Nadie osaba hablar, vista la enorme trascendencia de aquella hipótesis.

Tras unos instantes Schultz se alzó, con el ceño fruncido, y anduvo hasta la pizarra, llevando consigo papel y bolígrafo. Copió en un folio todas las ecuaciones esenciales, y después borró todo.

Comenzó a escribir rabiosamente con la tiza, partiendo de las ecuaciones fundamentales de la termodinámica y sustituyendo los factores con porciones de los resultados obtenidos con su teoría.

Drew y Marlon se acercaron rápidamente a él a ayudarlo, mientras Kamaranda, detrás de ellos, controlaba con atención la corrección formal de aquel desarrollo matemático. Kobayashi observaba absorto la pizarra, en la que estaba tomando cuerpo una concepción del universo nueva y revolucionaria.

Ninguno vio que, todavía sentada sobre la mesa unos metros más atrás, Maoko pasaba delicadamente su pequeña mano entre los cabellos rubios de Novak, acariciándola.

Capítulo XIV



A las dos de la tarde la profesora Bryce entró en el laboratorio con una caja de la que, de vez en cuando, provenían ruidos imprevistos.

Se dio cuenta de que nadie se había movido de allí, nadie había ido a comer todavía. Algunos estaban en la pizarra, retocando ecuaciones y corrigiendo gráficos, mientras otros, en las mesas libres, escribían frenéticamente sobre hojas de papel, y hacían cálculos ayudándose con una calculadora. De vez en cuando alguno consultaba los resultados, copiaba un número y lo introducía en sus ecuaciones, y después desarrollaba los pasos sucesivos.

Bryce dejó la caja en un estante y se sentó en una esquina, esperando. Debía ser una fase crucial, se veía por el frenesí con el que sus compañeros estaban trabajando, y por sus caras cansadas por la concentración extrema y el esfuerzo.

Kamaranda estaba en una mesa, inclinado sobre un folio. Acabó el último pasaje y escribió el resultado final. Repasó rápidamente su desarrollo y asintió; después se levantó, cogió el papel y fue a hablar con Schultz.

—La entropía es de 415 J/K


(#litres_trial_promo).

Schultz tomó el valor y lo introdujo en una función en la pizarra.

—Kobayashi. ¿Tienes la energía?

El japonés estaba terminando de resolver una integral bastante compleja. Levantó una mano para pedir que esperaran un momento, mientras tecleaba en la calculadora. Realizó los últimos cálculos y apuntó el resultado en su folio. Verificó todo rápidamente, y todo le pareció correcto.

—163.000 J


(#litres_trial_promo) —anunció.

Schultz introdujo asimismo ese valor, y en ese momento Drew le llevó el resultado de su trabajo y del de Marlon.

—Considera un espesor del revestimiento de dos mil millones de años luz. Es la mejor aproximación que te podemos dar, por el momento.

El alemán escribió el número en una ecuación cercana al dibujo de una esfera revestida por una funda concéntrica.

Novak estaba en la pizarra con Schultz y comenzó a desarrollar las ecuaciones con los datos apenas recibidos.

Desde una mesa Maoko se levantó radiante y se dirigió a la pizarra con los datos iniciales en una mano y sus apuntes en la otra. Señaló una tabla de la teoría de Drew y Marlon con un dedo.

—¡Existe! ¡Es el parámetro R6! —declaró triunfante—. Debe ser de 190 microvoltios.

Schultz escribió 190x10


en el lugar de la incógnita de una fórmula y realizó los cálculos. Después esperó a Novak, que llegó rápidamente con sus resultados. Schultz los usó inmediatamente junto a los suyos propios en una nueva ecuación.

Trabajó febrilmente durante algunos minutos, observado por sus compañeros.

Llegó al paso final y dudó.

La ecuación estaba reducida a pocos factores, y estaba casi asustado de dar el último paso y conocer el resultado.

Se frotó los ojos enrojecidos y ojerosos, inspiró profundamente y resolvió la ecuación.

Permaneció observando el último número que había escrito a la derecha del signo igual, como si no lo viera realmente.

No podía creerlo.

Pero era exactamente así.

Novak asentía, imitada por Kamaranda y Drew. Maoko y Kobayashi se sonreían el uno al otro, mirando alternativamente la pizarra y a los compañeros. Marlon se apoyó en una mesa, exhausto.

—El sistema termodinámico resulta en equilibrio —anunció Schultz, por pura formalidad—. Si consideramos el universo como un sistema termodinámico cerrado, en el interior de un revestimiento de un espesor de dos mil millones de años luz, y regulando oportunamente el parámetro R6 identificado por la señorita Yamazaki, podemos calibrar la triada de traslación para poder intercambiar volúmenes de espacio entre aquí y algún lugar del universo conocido con la resolución de la longitud de Planck. El volumen intercambiado ahora entra en la ecuación de manera distinta a antes, pero ahora la potencia máxima necesaria para el intercambio de un volumen de un metro cúbico, a una distancia de 10 mil millones de años luz, es de 5 gigavatios. Una potencia notable, desde luego, y que requiere una central eléctrica dedicada exclusivamente, por supuesto, pero posible.

La profesora Bryce se acercó.

—¿Puedo saber qué ha pasado?

—Hemos reconfigurado la concepción del universo —dijo Drew con una voz cargada de emoción—. El funcionamiento peculiar de la máquina de intercambio nos ha llevado a modificar el modelo sobre el que se ha basado la ciencia hasta ahora. A partir de ahora habrá que considerar un sistema termodinámico constituido por un envoltorio espeso al interno del cual se encuentra nuestro universo conocido. El envoltorio y nuestro universo pueden intercambiar energía en ambos sentidos, manteniendo así un equilibrio energético constante. Este modelo sigue respetando la ley de conservación de la energía. En este modelo, el envoltorio es una simple metáfora que nos permite manejar la termodinámica del sistema en su totalidad, y hacerla funcionar. Desde el punto de vista espacio temporal, sin embargo, no lo consideramos una entidad física, quiero decir, una especie de funda, ya que en realidad es adyacente, a nivel dimensional, al tejido espacio temporal del universo conocido. Esto hace que la máquina funcione, ya que cada punto de nuestro universo es adyacente a un punto del envoltorio. Cuando activamos la máquina, por lo tanto, la placa A accede al punto adyacente en el envoltorio, como si se abriera una puerta, y genera un canal de transferencia que hemos llamado Conector, que está ligado en su otro extremo a otro punto de nuestro universo, y que queda determinado por los parámetros que fijamos nosotros mismos. Un parámetro crucial, el R6, hace que el intercambio de volúmenes entre los espacios A y B pueda ocurrir usando una cantidad de energía razonable.

La bióloga solo había entendido en grandes líneas la explicación de Drew, pero le bastaba. Lo importante era que funcionase.

—Tendremos que dar un nombre a este nuevo modelo —dijo Marlon.

—¡Es verdad! —aprobó Kamaranda, el gurú de los modelos matemáticos—. Yo propongo llamarlo simplemente el Sistema. Es fácil de recordar y rápido de usar.

—Estoy de acuerdo —convino Drew—. ¿Qué os parece? —dijo, dirigiéndose a los demás.

—Por mí, bien —dijo Schultz, y los otros asintieron satisfechos.

—Perfecto —concluyó Drew—. Y ahora, ya vale. ¡A comer! —ordenó con autoridad.

Marlon salió el último. En el umbral de la puerta, se giró para mirar la pizarra, en la que la ecuación final para el cálculo de la potencia se mostraba esplendorosa. Era increíblemente simple, a pesar del trabajo hercúleo que había costado deducirla, y en su forma final, simplificada, se presentaba como


(#litres_trial_promo),










en la que:

P = potencia en vatios

d = distancia de intercambio, en metros

V = volumen intercambiado, en metros cúbicos



Bryce ya había comido, así que se quedó en el laboratorio, corrigiendo unos trabajos de sus alumnos que había llevado.

Todos los demás se fueron a marcha forzada a la cafetería de la universidad, hambrientos y agotados.

Cuando entró y vio la sala casi vacía, Marlon se dio cuenta de que por no haber podido ir a comer a la hora normal no había podido ver a Charlene. A lo mejor se había enfadado, pero esperaba que al explicarle que había estado trabajando intensamente en su experimento se le pasaría.

El comedor todavía ofrecía un menú discreto y todos se sirvieron generosamente. Se separaron en varias mesas para permitir que disminuyera la tensión de aquel esfuerzo que habían realizado codo con codo, durante muchas horas. Comieron prácticamente en silencio, y las pocas frases que intercambiaron concernían la meteorología, un argumento clásico y relajante que no implicaba esfuerzo alguno.

Tomaron su tiempo y solo sobre las cuatro volvieron perezosamente al laboratorio. Ese día habían revolucionado la ciencia, no hacía falta hacer mucho más.

Encontraron a Bryce negando con la cabeza, triste, mientras trazaba gruesas líneas rojas sobre el trabajo de un estudiante.

Se giró hacia el grupo que entraba y movió el aire con la hoja.

—Según este alumno, una solución de agua y cloruro de sodio al 15% es una mezcla explosiva si se calienta a 38ºC a presión atmosférica. Los productos de la reacción que él ha calculado son tan falsos que no sé si dejarle seguir con los experimentos programados en el curso que todavía quedan. Tengo miedo de que se ponga a competir con alguien que conozco, especialista en explosiones imprevistas —y guiñó un ojo a Drew.

El físico sonrió de manera condescendiente y se sentó medio espatarrado en una silla, con los dedos cruzados sobre su estómago y mirando a Bryce con una plácida expresión de paz interior.

—Profesora Bryce, su estudiante podría ser un genio incomprendido, que a lo mejor solo necesita encontrar su camino —dijo, de buen humor.

—Sí, el camino... ¡de la agricultura! —bromeó la bióloga—. Paciencia, esto quiere decir que pasará un mes más estudiando este examen; ¡le deseo buena suerte!

—Entonces, ¿qué nos ha traído, profesora? —se informó Drew.

—Un paramecio —respondió ella, cogiendo la caja del estante—. Como sabéis, es unicelular y se alimenta de bacterias. El ejemplar que tengo aquí mide una

Sacó una caja transparente de dentro de la gran caja. En el interior había un frasco con una solución acuosa.

—Es un ejemplar único sumergido en una solución nutriente. Si el intercambio no lo daña seguirá alimentándose normalmente.

Dio la caja a Drew, que miró a Kobayashi.

El japonés señaló la máquina dos, y Drew colocó la muestra en la placa correspondiente.

Liberaron la zona del punto B y colocaron un taburete cubierto por una toalla, para recibir la muestra que iba a llegar y evitar que rebotara y cayera a tierra.

Maoko activó el intercambio sin modificar ningún parámetro.

La caja transparente se materializó donde esperaban. Marlon la recuperó y la ofreció a Bryce, que la colocó inmediatamente bajo el microscopio.

Entornó los ojos en los oculares y permaneció unos segundos en observación, después exultó.

—¡Se está alimentado! ¡Está bien! —y volvió a mirar, excitada—. ¡Es fantástico! Y..., un momento... ¡qué curioso..., qué coincidencia! —Esperó un poco más, dejándolos con la respiración cortada, y exclamó—: ¡se ha reproducido! Excepcional. Esta es la prueba evidente de que el intercambio no le ha afectado lo más mínimo. Mírelo usted mismo —ofreció, sonriente, a Drew.

El físico miró en el microscopio, ajustó el enfoque, y finalmente vio dos pequeños paramecios que nadaban tranquilamente en la solución nutriente.

Dejó el microscopio a los demás, ansiosos de admirar la primera forma de vida animal transferida con la máquina.

Era un resultado histórico.

Todos sonreían entusiasmados y se felicitaron recíprocamente.

Aquel día sería un hito en la historia del hombre.

—¿Qué más hay ahí dentro? —preguntó Drew, señalando la caja.

Bryce sacó una pequeña caja con un gusano, otra con una rana pequeña y, al final, una jaula en cuyo interior un hámster danzaba de aquí para allá sobre una estera de paja.

—¡Gusano! —anunció Bryce, dando la caja concernida a Drew, que la cogió y observó durante un momento el anélido rojo que se contorneaba alegremente.

—¡Buen viaje! —le deseó Drew, confiado, a la lombriz.

Intercambio.

Perfecto.

El gusano llegó a su destino contento como antes, con gran alivio de los científicos.

Ahora ya confiaban plenamente en la máquina y en la teoría que la gobernaba, así que pasaron inmediatamente al experimento con la rana.

El animal estaba tranquilo en su caja agujereada, y, llegada felizmente al punto B, saltó un poco para conseguir de nuevo una postura cómoda tras la caída sobre el taburete. Bryce le ofreció una mosca que hizo pasar por un agujero de la caja, y la rana, con un movimiento rápido de la lengua, la atrapó enseguida y la tragó.

— El animalillo tiene apetito, ¿eh? — observó, contento, Drew.

—Ahora pasamos a los mamíferos —declaró solemnemente Bryce, levantando a medias la jaula con el hámster—. ¿Lo hacemos? —preguntó por pura formalidad a Drew.

Él señaló directamente la placa A, y Bryce, con aire pomposo, posó la jaula sobre ella.

Maoko apretó la tecla de activación.

La jaula permaneció, mientras el hámster, libre, apareció en el punto B, y cayó sobre la toalla, saltó del taburete y corrió velocísimo hacia la esquina opuesta del laboratorio.

—¡Aaah!

Un chillido agudísimo rasgó el aire, mientras una muchacha salía de detrás de un armario y se precipitaba hacia la silla más cercana, subiéndose encima. Se llevó los dedos a la boca y siguió chillando.

—¡Aigh!

Todos los presentes se giraron, asustados, para mirarla.

Después de unos instantes, Drew reaccionó.

—¿Y tú quién eres? —gritó desaforadamente.

El hámster se metió debajo de un armario, para esconderse, y la muchacha dejó de gritar.

—¡Charlene! —gritó Marlon, presa del estupor más absoluto.

—¿Quién? —preguntó Drew.

—Ejem... es Charlene. Ejem... mi novia —dijo Marlon, sonrojándose completamente por la vergüenza.

—¿Qué? —exclamó Drew, entornando los ojos con aire amenazador—. ¿Tu novia? —dijo, dando mucho énfasis a la palabra.

—Pues... sí. Mi novia. —Se acercó a Charlene, ayudándola a bajar de la silla.

La muchacha miró insegura hacia el escondite del hámster y se dirigió rápidamente hacia la puerta.

—¿Dónde cree que va, señorita? —la apostrofó Drew con una voz poderosa.

—¡Quiero salir de aquí inmediatamente! —respondió ella, con tono desafiante.

—¡Ahora no! —dijo, bloqueando su salida situándose delante de la puerta.

Marlon estaba desesperado. Se había puesto una mano en la frente y sacudía la cabeza. Sudaba copiosamente y no sabía si ponerse del lado de Charlene o de Drew. Era un lío, y sentía que él era el responsable.

—Profesor Drew, se lo ruego. Déjeme hablar con usted.

Drew lo ignoró.

—¿Qué está haciendo aquí? —interrogó Drew con aspereza.

—Yo... —comenzó la muchacha, pero enseguida se desmontó y enrojeció. Sabía que no se había comportado en absoluto correctamente.

—Solo quería ver qué estaba haciendo mi novio —respondió con sinceridad, y también con cierta amargura—. Hace varios días que veo que tiene la cabeza en otra parte, está nervioso, pero también pensativo, y me he dado cuenta de que me esconde algo, ¡y me miente! —terminó mirándolo a los ojos.

Marlon alzó los suyos al cielo y alargó los brazos, derrotado.

—¿Qué podía decirte? —intentó explicarle—. Estamos haciendo experimentos y...

—¿Qué ha visto, señorita? —Drew lo interrumpió bruscamente, dirigiéndose a Charlene.

—Yo... —comenzó temerosa—, he visto... He visto lo que había que ver.

Todos en el laboratorio se habían situado en torno a ella y la miraban con hostilidad, menos Marlon que se quedó aparte, destrozado.

—Bien —constató Drew—, ya no hay nada que hacer. Desde este momento, forma parte de este grupo de investigación. Supongo que es usted estudiante. ¿Estudiante de...?

—Psicología —respondió Charlene, con cautela.

—Bien, señorita Charlene, estudiante de psicología. —Drew miró la puerta detrás de él, para asegurarse de que estaba bien cerrada—. Usted hoy, aquí, ha asistido a la experimentación de un sistema para transferir materia de un lugar a otro de manera instantánea y que es absolutamente revolucionario. Vista su preparación en humanidades supongo que no le interesan las implicaciones científicas de nuestro trabajo, pero dejaré a Marlon el placer de explicárselas, si le parece oportuno. El fenómeno fue descubierto de manera casual por su novio al utilizar de manera totalmente involuntaria una máquina que yo había construido. Las personas que ve aquí —dijo, señalando a los presentes—, han sido elegidas por mí para descubrir el mecanismo de funcionamiento de la máquina y la teoría que la justifica. Y esto es lo que hemos hecho. Hoy hemos experimentado con formas de vida vegetales y animales. —Cuando oyó la palabra «animales» Charlene miró nerviosa hacia el armario bajo el cual se escondía el hámster—, y hemos encontrado una teoría sólida. Se encuentra usted en presencia de los científicos más grandes de hoy en día. Le presento al profesor Schultz, físico de la universidad de Heidelberg.

Charlene dio la mano al profesor, que se lo devolvió con un apretón fuerte y sincero.

—El profesor Kamaranda, matemático, de Raipur. El profesor Kobayashi, físico de altas energías, de Osaka. —Con cada apretón de manos Charlene sentía que la emoción iba aumentando dentro de ella, como un río crecido. Le parecía estar en presencia de los dioses—. La profesora Novak, física de la Universidad de Oslo. La señorita Yamazaki, estudiante del profesor Kobayashi.

Maoko miró a Charlene con una mirada crítica, pero después le dio la mano calurosamente.

—La profesora Bryce, bióloga de nuestra universidad —continuó Drew—, y yo, profesor Lester Drew, físico y tutor de su novio.

—Es un honor conocerlos —declaró emocionada Charlene—. Por favor, perdónenme por haberme infiltrado en su laboratorio y haber creado este problema. Pero intenten comprenderme: no sabía lo que estaba haciendo Joshua y..., lo he hecho sin pensar. De nuevo, les pido perdón.

—Lo hecho, hecho está —concluyó Drew—. Pero ahora debe darse cuenta de que todo lo que ha visto y todo lo que aprenderá a partir de ahora será absolutamente secreto. Absolutamente. ¿Lo entiende? El rector McKintock en persona dirige este proyecto y ha ordenado la máxima discreción. Usted no podrá, bajo ningún concepto, repito, bajo ningún concepto, hablar de ello con nadie. ¿Está claro?

—Sí. Está claro. Lo entiendo —respondió Charlene, todavía arrepintiéndose, pero también orgullosa de haber entrado en ese grupo.

—Y, bueno —añadió Drew, guiñándole un ojo—, una psicóloga siempre puede ser de ayuda.

Charlene sonrió, y al mismo tiempo Bryce la cogió por el codo y la alejó, hacia el escondite del hámster.

—Bien, señorita aspirante a psicóloga Charlene, novia del alumno Marlon, como rito de iniciación en esta cofradía de la Universidad de Manchester, tiene que ayudarme a recuperar el roedor fugitivo —sentenció, y le puso un trozo de cartón en la mano.

Charlene palideció.

—¡No! ¡No, no puedo!

—¿Cómo dice? —la miró a los ojos con una actitud amenazante.

—Eh, bueno. —Charlene se dio cuenta de aquel era el precio que pagar por su desfachatez—: En efecto, solo es un pequeño... un ratoncito pequeño —dijo, temblando.

—¡Es un hámster, no un ratón! —la corrigió Bryce con acritud—, y muchas familias lo tienen como animal doméstico, así que no debe temer nada. Doble el cartón en ángulo recto, sí, así, y apóyelo sobre estos lados libres del armario—, dijo, mostrándole dónde colocarlo. Después se agachó y puso un brazo contra el último lado libre del armario apoyado contra la pared, dejando solo una pequeña abertura. Metió la mano por ella y buscó en el espacio circunscrito. Tras pocos instantes lo atrapó. Retiró lentamente la mano y se levantó, presentando al mundo el primer mamífero desplazado con la máquina.

El animal estaba bien, a juzgar por su comportamiento enérgico.

Charlene dio unos pasos atrás, impresionada por el animal a pesar de todo.

Bryce metió el roedor en la caja de muestras, que tenía agujeros para permitir que respiraran los ejemplares transportados en ella.

—Y ahora, ¿queréis explicarme qué ha sucedido en el último intercambio? —preguntó, dirigiéndose a los compañeros que estaban a su alrededor.

—Es fácil, profesora —respondió Kobayashi—. Con la excitación de los experimentos realizados con éxito no nos hemos dado cuenta de que la jaula era más grande que el volumen de espacio para el que la máquina estaba configurada. La jaula es un cubo de unos ocho centímetros de lado, mientras que nosotros habíamos calibrado solo para cuatro centímetros de lado. El resultado es que solamente el animal, dentro del volumen calibrado, ha sido transferido, junto a un trozo del suelo de la jaula. El resto ha permanecido en la placa A.

—¿Queréis decir que... —insinuó Bryce, tensa—, que, si el hámster no hubiera estado completamente dentro del volumen destinado al intercambio, habríamos desplazado solo una parte del animal? ¿Se habría quedado un trozo en la jaula?

—Sí, así es —confirmó Kobayashi, para nada turbado por esa posibilidad.

Bryce suspiró.

—Entonces hemos tenido suerte —asintió repetidamente, pensativa—. En todo caso, es un riesgo que había que correr. Sin embargo, comprendéis que desde el punto de vista ético la experimentación se puede hacer solo y únicamente cuando no hay alternativas. Con los resultados prometedores de los experimentos anteriores no tenía la más mínima duda de que algo podría haber salido mal. Por eso he puesto la jaula sobre la placa con tanta desenvoltura. ¡Este hámster ha sido afortunado! Con la velocidad a la que se mueve habría podido estar en cualquier lugar de la jaula en el momento del intercambio. Estoy contenta de que haya salido todo bien —concluyó, golpeando con un dedo la caja en la que el animal se movía sin parar, corriendo de aquí para allá.

Marlon, mientras tanto, se había acercado a Charlene. La llevó a parte y le preguntó en voz baja:

—Dime una cosa. ¿Cómo has hecho para entrar en el laboratorio sin que nadie te viera?

—No te he visto en el comedor —respondió ella—. Estaba preocupada. Por la tarde, cuando iba a la biblioteca, te he visto salir del comedor junto al grupo aquí presente. Os he seguido desde lejos y os he visto entrar aquí. He dado la vuelta al edificio y he encontrado la ventana del baño abierta. He entrado por allí y he podido esconderme detrás del armario sin que me viera nadie. He visto los experimentos. Lo demás ya lo sabes.

—Has entrado por el baño —le sonrió Marlon, enamorado. La acarició con la mirada—. Como un filme policíaco de serie B —y se rio divertido.

—¡Justo así, graciosillo! —replicó Charlene maliciosamente, dándole una patada en el pie.

—Señoras y señores, por hoy basta —anunció Drew en voz alta—. Diría que hoy no nos podrían haber salido mejor las cosas. Gracias a todos. ¡Nos vemos mañana!

El grupo se disolvió y cada uno se dirigió a su alojamiento.

Otro día histórico llegaba a su fin.

Capítulo XV



Midori miró por la ventana a un punto lejano, invisible.

Allí estaba el jardín de los cerezos, en el parque en el que había conocido a su amado Noboru.

Era el atardecer, y la muchacha escribía a su novio.

«Hoy estoy muy cansada.

La lección de historia del Japón medieval es realmente insoportable. ¿Qué más me da lo que pasara en esa época? Yo estoy viviendo ahora. Es ahora cuando no puedo estar contigo, y me duele el corazón de lo mucho que te echo de menos.

Dentro de dos semanas tengo el examen de historia y no consigo retener las nociones. Me saldrá mal, lo sé. Y mis padres se preguntarán por qué, después de una buena carrera universitaria, mi rendimiento ha bajado tan notablemente.

No, no es justo, ni por ellos, que me quieren, a pesar de todo, y esperan que llegue a una buena posición social, ni para mí, porque si no termino los estudios solo podré hacer tareas domésticas, precarias y mal remuneradas. ¿Por qué las mujeres japonesas están tan discriminadas? Es una sociedad marchita, dominada por machos autoritarios que deciden todo y dejan a la mujer mirando ese techo transparente a través del cual ellos gobiernan nuestras vidas.

Pero yo no quiero quedarme en la sombra.

Estudiaré, sí, estudiaré más que nunca, también Historia, sí, y me licenciaré y seré profesora, ganaré lo suficiente y podremos casarnos, y tú saldrás de esa barca y dejarás de ser pobre. Y tú también podrás estudiar, como yo, y serás poeta: tienes el talento, Noboru, y tienes que complementarlo con los estudios».

Midori levantó la pluma de la hoja y se pasó las manos por los ojos, para secar las lágrimas que se deslizaban por su rostro copiosamente. Sufría terriblemente. Pero también era fuerte y racional. Sabía luchar.



Maoko cogió el pañuelo y se secó los ojos. El desgarro de Midori la había conmovido. Ese amor atormentado se escapaba de las páginas del libro y le llegaba al corazón, haciéndola llorar cada vez.

Con un suspiró pasó la página, pero justo en ese momento alguien llamó a la puerta.

Un golpe discreto, casi tímido, habría podido decir.

Perpleja, miró el reloj a la luz de la lámpara: eran las diez de la noche, ¿quién podía ser, a esa hora?

Se levantó de la cama, dejó el libro y se dirigió a la puerta. No había mirilla, así que se acercó con precaución.

—¿Sí? —preguntó sin abrir.

—Novak —fue la simple respuesta.

Maoko levantó los ojos al cielo, suspirando, luego encendió la luz principal, abrió la puerta y dejó entrar a la noruega; volvió a cerrar con llave, anticipando lo que iba a pasar.

Tenía razón.

Jasmine Novak llevaba un abrigo marrón claro con detalles de tartán, de una calidad óptima. Zapatos marrones con tacón bajo y el pelo recogido en una coleta. No llevaba bolso.

Se había parado apenas había entrado. Esperó a que Maoko se pusiera frente a ella, después, con un gesto controlado, se desabrochó el abrigo empezando por arriba, botón a botón, con un ritmo regular. Cuando llegó al final, cogió las aletas del abrigo a la altura del pecho y las abrió lentamente, de manera perfectamente simétrica.

Estaba completamente desnuda.

Maoko sabía que las mujeres escandinavas eran desinhibidas, pero no se esperaba un comportamiento así.

Novak separó las dos partes del abrigo hasta que la prenda comenzó a deslizarse por sus hombros. La dejó resbalar suavemente por sus brazos, detrás de sí, y, cuando iba a caer al suelo, lo sujetó con las manos, lo dobló a media altura y lo colocó ordenadamente en el respaldo de un sillón cercano.

Después fijó su mirada en los ojos de la japonesa y tendió los brazos hacia delante, cruzando las muñecas.

Maoko sostuvo la mirada, de manera aséptica, y después observó las muñecas: solo quedaba una leve irritación donde habían estado las cuerdas la noche anterior. Esto supuso una gran satisfacción para ella, porque confirmaba su maestría del Shibari, el arte japonés de la cuerda. Se dedicaba a ello paralelamente a sus estudios universitarios, por el gran contenido estético que contenía ese arte, y quería llegar a Nawashi, o maestra.

Habría podido realizar una escultura refinada, usando cuerdas artísticamente sobre el cuerpo escultural de Novak, pero no creía que conociese el Shibari y, menos todavía que hubiera ido para ofrecerse como modelo para esa forma de arte.

No, la mujer noruega quería otra cosa, y lo estaba pidiendo con los ojos encendidos, y con el cuerpo desnudo que se ofrecía sin reservas a la mirada de Maoko.

Tenía la piel clara, como correspondía a su procedencia, y el pelo rubio le llegaba hasta los hombros con un corte cuadrado sencillo pero preciso.

El rostro sin maquillaje era delicado, iluminado por ojos de color azul claro correctamente espaciados y decorados por cejas rubias arriba y pecas claras abajo.

La nariz era pequeña y un poco levantada, la boca sutil con labios de color rosa claro.

El mentón regular, con una pequeña cavidad que, junto al corte de los labios, daba una impresión de impertinencia.

Los pómulos se mostraban apenas, y las mejillas eran tersas y suaves. Las orejas eran pequeñas y bien formadas. El cuello largo y sutil estaba en perfecta armonía con la cara.

Los hombros tenían una anchura comedida y proporcional a la altura de la mujer, de un metro setenta, y los músculos bien definidos mostraban una actividad física regular. Las clavículas emergían ostentosamente, tensando la piel y confirmando la mucha tonicidad de ese cuerpo.

El esternón y las costillas también dibujaban la imagen de un esqueleto perfecto, con una caja torácica pequeña y extremadamente femenina que llegaba a una cintura estrecha y sensual.

Los senos eran de dimensión contenida, bien sostenidos por la musculatura de aquella mujer que tendría unos treinta y tres o treinta y cuatro años.

Vientre plano con abdominales evidentes, fruto de entrenamientos de carreras o de bicicleta.

Las piernas eran una maravilla. La longitud del fémur y la de la tibia tenían la proporción ideal, y resaltaban la musculatura de los muslos y la pantorrilla. Los tobillos finos completaban ese cuadro envidiable.

Maoko observó los brazos largos y delgados, tónicos como todo lo demás, y las manos, con dedos finos y elegantes. Con una mano la cogió por las muñecas cruzadas y la condujo lentamente hasta la cama individual.

—Quítate los zapatos —le ordenó con voz tranquila pero firme.

Novak hizo lo que se le pedía, y después Maoko se colocó detrás de ella y la hizo ponerse de rodillas sobre la cama, haciéndola avanzar hasta el centro, y girada sobre el lado más largo. Cogió sus manos y se las puso detrás de la espalda, después cruzó sus muñecas de nuevo y los sujetó con una mano.

—Separa las rodillas —ordenó de nuevo.

La noruega obedeció.

—Más —añadió.

Novak separó un poco más las rodillas, manteniendo los muslos derechos para sujetar el cuerpo.

—Bien. —Las rodillas estaban a medio metro de distancia una de la otra—. Busto derecho. Cabeza alta. Mira hacia delante.

La noruega se enderezó, ayudada por la tracción de los brazos estirados hacia atrás y sujetos por Maoko a la altura de las muñecas cruzadas.

Levantó la cabeza orgullosamente y miró delante de ella.

—No te muevas —ordenó la japonesa.

Le soltó las muñecas lentamente y se alejó de la cama.

Novak no se movió ni un milímetro.

Maoko fue al armario, situado detrás de Novak, y por lo tanto fuera de su campo visual, y cogió un pañuelo amarillo de seda pura, volvió al lado de la cama y rodeó las muñecas de la noruega, cruzadas, con él. Hizo un nudo simple, apretó moderadamente y cerró el atadijo con otro nudo.

Novak respiraba con regularidad, en espera, manteniendo con precisión la posición que le había sido impuesta.

Maoko llevaba un pijama con camisa y pantalón largo, blanco con personajes Kawaii


(#litres_trial_promo). Se quitó el pijama y se quedó con la ropa interior de color blanco.

Volvió al armario y cogió dos guantes de látex de la bolsa del laboratorio. Se los puso haciéndolos estallar ruidosamente cuando acabó.

Fue a la cama, de rodillas detrás de Novak, con movimientos suaves para no desestabilizarla.

Apoyó sus tobillos sobre los de la noruega para mantenerla mejor en esa posición, y después apoyó sus manos en su cadera. Novak se estremeció y dejó escapar un suspiro, apenas audible, pero se controló enseguida y volvió a la inmovilidad que debía mantener.

Con movimientos simétricos, Maoko deslizó sus manos de los muslos a los glúteos adyacentes, acariciándolos. Eran sólidos y bien sostenidos. Siguió lentamente hacia arriba, subiendo por la espalda y apretando con los pulgares en la cavidad de la espina dorsal. Mientras avanzaba seguía con los pulgares el contorno de cada vértebra, y al mismo tiempo marcaba, con los otros dedos, cada costilla. Mantenía una presión constante que estimulaba las terminaciones nerviosas de esas zonas, muy sensibles, y Novak sintió escalofríos. Un sudor frío cubrió su frente y su espalda, pero apretó los dientes para no moverse. Maoko sonrió para sí, apreciando la reacción de la noruega, así como el autocontrol que demostraba tener.

Las manos llegaron a la base del cuello. Con los pulgares masajeó intensa y repetidamente las vértebras cervicales, después pasó a los omoplatos y, manteniendo continuamente una presión sobre la piel, llevó las manos hacia delante, a la parte inferior de la caja torácica. Las deslizó despacísimo hacia arriba, acogiendo progresivamente los senos. Cuando los índices encontraron el obstáculo de los pezones Maoko prosiguió del mismo modo, manteniendo la misma presión, obligándolos a ceder. Después aumentó el espacio entre el índice y el dedo medio para dejarlos emerger de nuevo. En cuanto recuperaron su volumen, erectos y rígidos, dejó de mover las manos. Permaneció así unos instantes, sujetando los senos con delicadeza. Novak estaba cubierta de sudor y respiraba de manera apenas perceptible, presa de una tensión extrema.

La japonesa cerró entonces, lentamente, el índice y el dedo medio, uno contra el otro, comprimiendo los pezones en medio. La noruega abrió los ojos de par en par, y la boca, y no puedo contener un «¡Oooh!» sofocado.

—¡Silencio! —le ordenó Maoko en un susurro.

Novak se paralizó en ese estado, con los ojos muy abiertos y respirando por la boca abierta; seguía sudando.

La japonesa separó lentamente los dedos, liberando los pezones, que ahora aparecían aplastados en su base, cerca de la aureola donde estaban apoyados los dedos. Volvieron a su diámetro original, elásticamente, en pocos segundos.

Maoko esperó unos segundos más, después repitió el proceso. Esta vez apretó más fuerte, casi eliminando el espacio entre los dedos. Novak cerró la boca de golpe y apretó los dientes, aguantando la respiración, y consiguió no emitir ningún sonido. Maoko liberó los pezones de nuevo y estos tardaron un poco más en recuperarse. Esperó un poco y volvió a apretar los dedos, apretándolos fuertemente uno contra el otro. Aguantó así unos segundos, durante los cuales Novak permaneció rígida con los ojos tensos y los labios tan tensos que se estaban volviendo blancos.

Al final Maoko abrió los dedos gradualmente, de milímetro en milímetro, y esta vez los pezones permanecieron aplastados durante muchos segundos. Volvieron poco a poco, mientras la noruega sudaba profusamente a medida que las delicadas nervaduras señalaban la reactivación progresiva y dolorosa de la circulación.

Maoko dejó los senos deslizando las manos sobre la caja torácica y hacia los costados, pasando sobre la sutil cintura y parando en la cadera, por donde había comenzado.

Las dejó allí un momento.

La respiración de Novak volvió a ser regular y el sudor comenzó a secarse.

La temperatura de la habitación en esa noche de marzo era agradable para aquel cuerpo desnudo.

La luz de la lámpara en la mesilla era de color blanco frío, apropiado para la lectura gracias al contraste elevado que producía en las páginas impresas, mientras que la lámpara en el centro de la habitación emitía una suave luz ligeramente amarilla. El cuerpo pálido de Novak estaba teñido uniformemente de ese amarillo, y había asumido una tonalidad cálida y agradable, mientras el blanco de la lámpara de la mesilla, proyectado en tres cuartos por detrás, creaba sombras bien definidas en los bordes de los omoplatos y la oquedad entre los glúteos. Inmóvil como estaba, la noruega parecía una escultura expuesta en un museo e iluminada por faros convenientemente dispuestos. Era bellísima.

«Ahora veremos», se dijo Maoko con una sonrisa maliciosa.

Lentamente, deslizó las manos hacia el abdomen, con los dedos juntos. No ejercía ninguna presión, pero podía sentir bajo los dedos cómo se tensaban los haces musculares. Inexorable, se fue acercando a las ingles, mientras Novak había vuelto a sudar y a respirar agitadamente, a pesar de seguir manteniéndose rígida y en posición. Colocó los dedos medio, anular y meñique en la cavidad inguinal, cruzó los pulgares justo sobre la vulva y dejó los índices levantados. Permaneció así medio minuto, durante el cual la mujer noruega casi no se atrevió a respirar; su corazón batía velozmente y con potencia, hasta tal punto que Maoko podía sentirlo tronar, imperioso, en la caja torácica. Bajó los índices hacia la vulva y los usó delicadamente para separar los labios grandes. Bajo la sutil barrera de látex podía percibir el calor de la piel, húmeda por la excitación. Separó los labios con determinación hasta que la entrada de la vagina estuvo completamente abierta. Novak estaba tensa a punto del espasmo, con el corazón que batía violentamente, incontrolable. Se sentía completamente expuesta e indefensa y, consternada, sentía cómo el aire frío entraba en su vagina y circulaba en su interior, amplificando la sensación de vulnerabilidad que sentía. No sabía qué iba a pasar, a pesar de lo cual no movió ni un músculo.

Maoko la dejó así durante algo más de un minuto, atada e inmóvil, completamente sudada y con el rostro rígido como una máscara, con su esencia más íntima descubierta y puesta a merced del mundo.

Improvisamente Maoko separó los índices, deslizándolos sobre el interior de los labios grandes y luego los liberó de golpe: hicieron un ruido nítido pero húmedo, como el de una mano que golpea una superficie mojada. Quitó las manos de las ingles de Novak y se quitó los guantes dejándolos del revés. Bajó de la cama de rodillas y fue a tirarlos.

Novak no se movió.

Maoko volvió rápidamente a la cama y le desató las muñecas, dejando el pañuelo en la mesilla. No había marcas profundas, ya que había estado atada durante poco tiempo, y había apretado poco. Además, Novak había permanecido inmóvil todo el tiempo y no había forzado la atadura, con lo que no se había dañado la piel.

—Arrodíllate —ordenó Maoko, apoyando un dedo en cada costado para guiarla.

La noruega dejó la posición recta que mantenía y apoyó los muslos sobre las pantorrillas. Los brazos estaban relajados a los lados.

Maoko quitó un cojín que estaba sobre la cama y lo dejó sobre el sofá.

—Túmbate —añadió. La sujetó por los hombros y la ayudó a tumbarse boca arriba.

Sujetándola por las muñecas colocó los brazos sobre su cabeza, apoyados en la cama y flexionados de modo que las manos estuvieran a unos veinte centímetros de distancia, con las palmas giradas hacia arriba.

Le puso el pañuelo en las manos.

—Mantenlo tenso. Mira al techo —le dijo.

Ella obedeció y tensó el pañuelo con las manos apoyadas en la cama, después fijó la mirada en el techo, pintado de blanco.

—Separa —indicó con una voz neutra, apoyando las manos en el interior de sus muslos. Le hizo separarlos hasta que las rodillas estuvieron a una distancia de sesenta centímetros, mientras los pies estaban girados relajadamente hacia el centro de la cama.

La japonesa volvió al armario y cogió otro par de guantes, después fue a la cocina y cogió unos palillos japoneses de un cajón


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Novak siguió por el rabillo del ojo los movimientos de Maoko, pero cuando esta se dio la vuelta para volver a la cama volvió a mirar el techo rápidamente.

La japonesa se acostó a la derecha de Novak y la miró con expresión crítica, empezando por los pies y siguiendo por las piernas, el abdomen, el tórax y la cara, hasta las manos, que tensaban el pañuelo diligentemente. El sudor se había secado casi completamente. Verificó de nuevo que estaba mirando el techo y se inclinó sobre su vulva.

Con el pulgar y el índice de la mano izquierda separó los labios cerca de la unión superior, a la altura del clítoris. El órgano asomó la cabeza por el prepucio clitoriano. Era pequeño, pero bien definido, rosa fuerte, y terso por la excitación. Maoko articuló los palillos en la mano derecha y tocó las puntas una contra la otra dos veces, con un tic tic seco de madera, de la que estaban hechos, y después los acercó a la vulva y, con gran precisión cogió el clítoris por las puntas como si fuera una tierna gamba.

Apretó un poco, lo mínimo que bastaba para sujetar bien la presa, e inmovilizó su mano. El clítoris era prisionero de los palillos, ligeramente presionado por las puntas que lo sujetaban por los lados. Miró la cara de Novak. Seguía mirando fijamente el techo, pero había abierto los ojos de par en par y tenía la frente perlada de sudor. La boca estaba medio abierta y parecía emitir un «oooh» silencioso.

Satisfecha por el autocontrol que demostraba la noruega, Maoko movió con atención extrema las puntas de los palillos, describiendo un círculo en el sentido contrario a las agujas del reloj, deformando el clítoris en consecuencia. El movimiento era de pocos milímetros, pero las seis mil terminaciones nerviosas que llegaban al órgano transmitían unas impactantes oleadas de placer al cerebro de la mujer noruega.

Novak emitió un gemido y contrajo visiblemente los abdominales.

—¡Contrólate! —siseó Maoko.

Novak se paralizó, y después relajó el abdomen lentamente, y tendió con fuerza el pañuelo entre las manos, convirtiéndolo en la válvula de escape de la extrema tensión a la que estaba sometida.

La japonesa continuó con el movimiento rotatorio dando tres vueltas en un sentido, después otras tres en el sentido contrario, alternativamente, para equilibrar la tensión sobre el clítoris. Durante el proceso, todo el cuerpo de Novak se recubrió nuevamente de sudor. Tiraba fuerte del pañuelo, para controlarse más, y los bíceps emergían con evidencia, contraídos y bien modelados.

Tres vueltas hacia un lado, tres vueltas hacia el otro, continuamente, sin descanso. El clítoris estaba ahora de color rojo oscuro, y erecto.

Después de unos dos minutos Maoko vio que la cara de Novak estaba enrojeciendo también y que su respiración se aceleraba. Los abdominales se estaban contrayendo involuntariamente y, de la garganta de la mujer, salía una especie de gemido que iba aumentando de volumen. Estaba a punto de llegar al orgasmo, y Maoko abrió súbitamente los palillos liberando el clítoris de manera improvisa. Soltó también los labios, que se cerraron.

—¡Aaah! —se lamentó Novak con un sonido nasal, mientras la excitación era interrumpida de golpe. Estaba decepcionada, ansiosa por concluir y llegar al clímax, pero todo se había parado inesperadamente.

Levantó la cabeza y miró con rabia a Maoko, pero esta volvió a colocarla como estaba.

—¡Pórtate bien! ¡Baja la cabeza! —le gritó, apoyando su mano izquierda en su frente y empujándola hacia abajo.

Novak retornó a su posición, irritada. Resopló a modo de protesta, pero luego se relajó y volvió a mirar al techo y a tirar del pañuelo.

Su cara estaba volviendo a tener un color normal y el sudor se secaba rápidamente.

Maoko esperó un poco. Cuando le pareció que se había calmado lo suficiente, apoyó su mano izquierda sobre su abdomen y comenzó a acariciarlo, ligeramente, haciendo círculos, para apreciar la piel lisa y los músculos tónicos que la esculpían. Novak cerró los ojos, sumisa. Respiraba con regularidad, tranquila, inspirando por la nariz y expirando por la boca medio cerrada. En un estado de gran relajación, aflojó el agarre del pañuelo.

En ese momento Maoko introdujo delicadamente el dedo medio de su mano derecha en la vagina, con la palma de la mano hacia arriba. Pareció que Novak no reaccionase. Añadió el índice y empujó un poco más arriba. Entonces Novak abrió los ojos, con la mirada vacía, parecía ausente. Maoko empujó un poco más, de manera que el anular y el meñique también entraron; su pequeña mano empezó a penetrar la vagina de Novak. La mujer noruega abría los ojos más y más a medida que Maoko entraba dentro de ella. Extrañamente, no empezó a sudar, sino que palideció, desbordada por las sensaciones indescriptibles que estaba experimentando.

La mano de Maoko continuaba a subir por el canal vaginal lubricado por la excitación, y el dedo pulgar también entró. La entrada a la vagina estaba dilatada y envolvía firmemente el diámetro máximo de la mano, de unos ocho centímetros. Empujando más, Maoko introdujo la mano completamente, y la entrada se cerró, húmeda, alrededor de la muñeca.

Ahora Novak parecía medio adormentada; tenía los párpados medio cerrados y no mostraba reacciones evidentes. Parecía completamente abandonada a la posesión de la parte más íntima de su cuerpo, y parecía expresar una aceptación total.

Con enorme coordinación Maoko había seguido acariciándole el abdomen, para que estuviera tranquila. Entonces cerró la mano derecha sobre el centro del vientre y apretó ligeramente. Después movió los dedos índice y medio dentro de su compañera, frotando las yemas contra la pared vaginal anterior. Los movía lentamente de forma circular, explorando, con los nudillos apoyados contra la pared del fondo a causa del pequeño espacio. Continuó explorando minuciosamente hasta que encontró lo que buscaba. Una zona rugosa, no más grande de una moneda, centrada en el eje de simetría de la vagina. Novak tenía el punto G


(#litres_trial_promo), y Maoko lo había encontrado.

La mujer noruega reaccionó inmediatamente.

—¡Aaah! —suspiró con voz alta, tirando el pañuelo y tensando los abdominales.

Maoko no dijo nada.

Empezó a pasar los dedos sobre el punto G, arriba y abajo, con una presión moderada y con un ritmo de un pasaje por segundo. De vez en cuando hacía fuerza con la otra mano sobre los abdominales, para que no se moviera. Novak empezó a levantar la cabeza de la cama, con el cuerpo contraído y la boca abierta en forma de «O», emitiendo un «Oooh...» continuo y gutural. Dejó el pañuelo y llevó los brazos hacia delante, agarrándose con las manos a los laterales del colchón y apretándolo con fuerza. Con cada pasaje de los dedos dentro de ella, la noruega subía y bajaba con la cabeza y parte del busto.

Maoko seguía impertérrita con su estimulación y dejaba que Novak se moviera libremente. Era lo que quería: la había contenido hasta ese momento para que explotase en el orgasmo supremo que una mujer pueda sentir.

Ahora el rostro de la mujer noruega era una máscara descompuesta, roja y empapada en sudor. También era rojo el cuello, del que las arterias emergían hinchadas y con fuertes pulsaciones; junto con los tendones tensos hasta el espasmo dibujaban una estructura manifiesta de tabla de anatomía cada vez que levantaba el busto. Su cuerpo brillaba cubierto de sudor y bajo las ingles la sábana estaba empapada de líquido vaginal.

Maoko arqueó ligeramente los dedos y, en vez de usar la punta de las yemas como había hecho hasta ese momento, comenzó a pasar las uñas por el punto G. Eran las uñas de una científica acostumbrada a hacer pequeñas manualidades, no demasiado largas y nada afiladas. Las pasó con decisión sobre la carne sensible en el interior de Novak, una y otra vez, mientras esta apretaba el colchón de manera espasmódica y jadeaba. Unos pocos segundos más, y la mujer noruega echó la cabeza hacia atrás improvisamente y gritó salvajemente con todo el aire que tenía en el cuerpo.

Maoko puso rápidamente su mano izquierda sobre su boca para que no se oyera por todas partes aquel grito tremendo.

Los abdominales de Novak se contraían y se relajaban a un ritmo frenético, descargando la energía devastadora de aquel orgasmo como nunca antes había sentido. El grito continuaba, sofocado por la mano de la japonesa.

Maoko esperó.

Pasaron muchos segundos hasta que las contracciones del cuerpo de Novak comenzaron a disminuir. El grito se fue atenuando hasta que cesó, y poco a poco la mujer noruega volvió a apoyar la cabeza en la cama. Soltó el colchón y abandonó los brazos a los lados. Maoko le quitó la mano de la boca y empezó a acariciarle el abdomen de nuevo. Delicadamente, empezó a sacar la mano derecha de su vagina. Se deslizaba fácilmente en el canal inundado de fluido vaginal, y los músculos estaban relajados por la dilatación a la que habían estado sometidos. En pocos segundos la mano estuvo fuera y Maoko constató que el guante había permanecido entero, a pesar de que había usado las uñas con decisión. Se alegró por esto, ya que para los japoneses la higiene es algo fundamental, y que persiguen de manera obsesiva.

Miró a Novak. Yacía inmóvil en la cama, con los ojos ausentes mirando el techo. La respiración se estaba volviendo regular. La cara retomaba poco a poco su color natural y el sudor se estaba secando rápidamente. Un minuto después dormía tranquila, con la boca medio abierta y la cabeza levemente girada hacia la derecha.

Maoko bajó de la cama, moviéndose con cuidado para no despertarla; tiró los guantes, apagó la luz principal y volvió a ponerse el pijama. Con extrema delicadeza, tiró de la manta a los pies de la cama y tapó a Novak para que no cogiera frío, después fue al armario y cogió una pequeña manta. Apagó la lámpara de la mesilla y, a tientas, fue hasta el sillón. Se tumbó de lado y se tapó con la manta.

Miró en la oscuridad durante unos minutos, pensativa, y finalmente se durmió.

Capítulo XVI



Drew se había ido del laboratorio junto a los demás y se estaba dirigiendo a casa. Ya era casi de noche y quería descansar, cerrar ese día infernal. ¡Había pasado alguna que otra cosa! La existencia tranquila y regular del maduro profesor de física se había puesto patas arriba de forma inesperada con ese descubrimiento increíble. Estos últimos días le habían hecho vivir cosas portentosas, con un ritmo trepidante, en un aumento continuo de gloria y emoción, mucho más de lo que había sentido el resto de su vida.

Caminando por la pequeña avenida, su mirada se posó casualmente en el edificio que albergaba el despacho del director.

«Tengo que decírselo», pensó.

Estaba cansado, pero se dirigió en aquella dirección de todas formas.

La luz se filtraba por la ventana de McKintock. Drew sabía que trabajaba más de lo que debía.

La señorita Watts ya se había marchado, así que llamó directamente a la puerta del despacho.

—Adelante —respondió una voz cansada—. Ah, eres tú, Drew. Entra, por favor, amigo mío. —En ese «amigo mío» había un afecto sincero, que Drew percibió. Quizá, en el fondo, McKintock no era solamente una máquina de dar órdenes siempre en busca de dinero. ¿O quizá sí? En este caso, esa manifestación inusual de amistad habría sido solo un agradecimiento por los beneficios que el rector preveía gracias al descubrimiento de Drew y Marlon, los cuales, por lo tanto, merecían ser tenidos en gran consideración.

Cierto, las ganancias serían para la Universidad, pero McKintock era un idealista, y hacer prosperar el ente que dirigía era un objetivo vital para él. Lo era hasta el punto de que se identificaba con la universidad misma, así que todo el bien que le hacía se lo hacía a sí mismo. Y por esto estaba todavía allí, trabajando, avanzando con prácticas administrativas que habrían podido ser gestionadas al día siguiente. Pero el rector sabía demasiado bien que podría surgir cualquier problema que habría impedido realizar esos trámites, lo cual habría provocado nuevos problemas, en una reacción en cadena que era mejor no comenzar.

—Lo hemos conseguido, McKintock —anunció Drew con voz cálida—. Tenemos la teoría de base y podemos estimar la energía necesaria para intercambiar distintos volúmenes a distancias dadas.

—Perfecto —se alegró el rector—. ¿Y hasta qué distancia podemos llegar?

—Podemos llegar a todas partes —respondió simplemente Drew, sentándose—.

—Es decir, ¿hasta Pequín, Moscú, Ancorage? ¿Dónde queramos?

—Allí, y no solo.

—¿Cómo «no solo»? —McKintock estaba un poco perdido. Reflexionó un momento—. ¿A la luna? —preguntó con ironía.

—La luna está a la vuelta de la esquina, para esta máquina —respondió Drew, sereno—. El Intercambio se puede realizar con un punto cualquiera del universo conocido.

McKintock no tenía ni idea de lo grande que era el universo conocido, ni cuánto se conocía del universo mismo. Para él la luna y los planetas del sistema solar constituían todo el universo que él conocía.

— El universo es muy grande, McKintock. La estimación actual ronda los noventa y tres mil millones de años luz. Imagina una esfera de ese diámetro.

McKintock lo miró estupefacto. ¿Qué sabía él lo que era un año luz?

Drew se dio cuenta de que tenía que explicárselo. No le apetecía, pero era necesario.

—Un año luz es la distancia que recorre un rayo de luz en un año. Como la luz viaja a una velocidad de unos trescientos mil kilómetros por segundo, en un año recorre más de nueve billones de kilómetros.

McKintock abrió mucho los ojos. Nueve mil millones de kilómetros. Las distancias a las que él estaba acostumbrado eran las que él podía recorrer con el coche. Diez kilómetros, cien, doscientos kilómetros, y no mucho más.

Nueve billones de kilómetros. No podía imaginar una distancia similar.

—Bien —continuó Drew, observando, divertido, la perplejidad del rector—, por lo que sabemos el universo tiene un tamaño de noventa y tres mil millones de veces esos nueve billones de kilómetros, o sea, unos ochocientos mil trillones de kilómetros.

McKintock miraba a Drew con ojos perdidos.

—No te preocupes, McKintock. Yo tampoco puedo imaginarme esta distancia. Nadie puede. No está hecha a medida del hombre. Lo importante, sin embargo, es que a nivel matemático eso es un número como cualquier otro, y por lo tanto se puede trabajar con él. Y todavía más importante es que con nuestra máquina podremos explorar cualquier región del universo que queramos. Esto es importante. Piensa al progreso de la ciencia. Todos los tesoros de conocimiento que nos esperan. Es increíble que nos haya pasado a nosotros, pero ha sucedido, y soy inmensamente feliz de vivir en esta nueva era que está comenzando.

McKintock permaneció en silencio durante un tiempo. Tenía que digerir todo lo que acababa de oír. Se sentía oprimido por la inmensidad de aquellas distancias, de esos conocimientos de los que había hablado Drew. Estaba como aplastado bajo aquella masa inconmensurable que imaginaba que estaba sobre ellos.

—Pero... ¿y alguna aplicación más..., digamos, cotidiana? —preguntó, inseguro.

—Ah, claro. Se me olvidaba —respondió Drew—. Podemos construir máquinas pequeñas, estructuradas convenientemente, que permitirían trabajar en el campo médico. Podrán eliminar masas tumorales del cuerpo, sin intrusión. Las biopsias se convertirán en una simple consulta en absoluto traumática. Piensa lo que esto conllevará. Bastará regular la máquina sobre la posición, la forma y la dimensión de lo que se quiere extraer, activarla, y, en menos de lo que canta un gallo, esa masa estará fuera del cuerpo. El espacio que ocupaba podrá ser ocupado, por ejemplo, por solución fisiológica, o productos similares. No soy médico, así que no puedo adentrarme en los detalles. Ya lo pensarán los especialistas.

Omitió deliberadamente citar la posibilidad de desplazar seres vivos, esperando que al rector no se le ocurriera.

Iluso.

—Dime una cosa, Drew —comenzó McKintock con aire indagador—, ¿qué tamaño pueden tener las cosas que podrían transportarse?

«¡Ay!», pensó Drew, anticipando lo que venía.

—Bien —respondió de forma evasiva—, todavía no lo sabemos bien —lo cual era verdad—. Tenemos que construir una máquina más grande y ver qué puede hacer —y esto también era verdad. Apretó los puños que tenía sobre sus piernas, escondidos por el escritorio. No le gustaba mentir, y se sentía mal.

—Uhm, entiendo —respondió el rector asintiendo lentamente, serio. Era un gran conocedor de la gente y veía cuando su interlocutor le estaba escondiendo algo.

—Por casualidad —retomó con aire de poco interés—, ¿habéis experimentado con alguna forma viva?

«Vale», capituló Drew en su fuero interno. Pero aún hizo un último intento desesperado.

—¿Por qué me lo preguntas? —probó.

—Así, por pura curiosidad —respondió McKintock, esta vez con sorna—. He visto pasar a Bryce por la ventana, con algunas cajas, y me preguntaba si a lo mejor contenían cobayas para tu laboratorio. Sabes, he tenido la impresión de que dentro de esos contenedores se agitase algo nervioso. ¿Qué puedes contarme?

—Muy bien. No se te puede esconder nada, McKintock —se rindió Drew—. Efectivamente, hemos experimentado el intercambio con plantas y animales, y todo ha funcionado bien, al menos por lo que hemos podido ver hasta ahora —dijo, y dio un profundo respiro—. No quería escondértelo, solo quería tener tiempo para experimentar más para poder confirmarlo.

—Entiendo —y esta vez el rector aceptó con comprensión, apreciando la corrección de Drew—. Pero, en teoría, en teoría, digo bien, ¿sería en principio posible desplazar personas? —preguntó, mirando fijamente al físico a los ojos.

Drew no tenía escapatoria, así que no alargó más la cosa.

—Sí. En teoría, sí. Cuando tengamos la máquina apropiada y hayamos experimentado todo lo que haga falta con ella, y si legalmente se puede hacer, sí, podremos desplazar a gente —concluyó, diciendo todo de una vez.

McKintock estaba radiante de alegría. El cansancio del día se había disipado como con un golpe de viento que lo hubiera llevado lejos. Se levantó y pasó por detrás del escritorio. Le dio la mano a Drew, apretándola calurosamente.

—Fantástico, amigo mío. Increíble y fantástico —le felicitó con sinceridad.

—Gracias, McKintock. Ahora, me voy a casa. Estoy realmente cansado. Hasta mañana.

—Adiós, Drew. Hasta mañana —se despidió el rector, y lo vio salir encorvado de su despacho.



Drew llegó a casa y lo primero que hizo fue darse una ducha.

La extrema tensión del día fluyó junto con el agua sucia y él se dio cuenta de que tenía muchísima hambre. Su hermana había preparado la cena, como correspondía a una persona perfecta y estricta como era ella, y comieron juntos charlando de todo y de nada.

—¿Cómo está tu amiga de Leeds? —preguntó Drew dentro de esa dinámica—. Ahora vas a verla todos los fines de semana. ¡Tenéis que tener muchos intereses en común! Por cierto, ¿cómo se llama?

Timorina levantó la ceja derecha, sorprendida por ese interés inesperado por sus cuestiones personales. Drew le preguntaba raramente sobre asuntos que la concernían personalmente, inmerso como estaba en su trabajo y sus estudios.

Además de sorprenderse se dio cuenta de que su hermano estaba muy animado.

—Estás contento esta noche, Lester —le respondió, observándolo—. ¿A qué se debe?

—Resultados excelentes en una investigación. No sucede a menudo —explicó vagamente, ya que no podía entrar en detalles—. ¿Y tu amiga, entonces?

Timorina comprendió que Drew solo tenía ganas de conversar y que el entusiasmo que le mostraba se debía a la felicidad que sentía por el éxito de la investigación de la que había hablado.

—Jenny es una señora estupenda —comenzó, sonriendo—. La conocí en una exposición de pintura hace unos meses. Hemos descubierto que tenemos casi los mismos pintores preferidos, y por eso he decidido frecuentarla. Tiene varios cuadros valiosos y una buena colección de libros sobre pintura. Cuando nos vemos siempre encontramos detalles estimulantes sobre los que hablar. Te aseguro que para los apasionados de pintura un cuadro ofrece muchos matices, detalles que quizá no has notado antes y que ahora saltan a la vista inesperadamente. Empezamos a analizar la obra y nos gusta confrontar nuestras respectivas valoraciones sobre ella: pueden ser la técnica, el objetivo del cuadro, la condición mental del autor. Es un placer discutir con ella. Es culta e inteligente, una persona muy interesante —concluyó con esa voz siempre controlada que la distinguía.

—¡Vaya! ¡Felicidades! —se alegró Drew—. Es una amistad magnífica. Me alegro por ti. —Cogió la última patata, pero dejó el tenedor en el aire—. ¿Por qué no la invitas para que venga la próxima vez? Nosotros también tenemos algunos cuadros que podríamos enseñarle —y metió la patata en la boca.

—Nuestros cuadros no son del tipo que estamos estudiando —mintió cándidamente Timorina—. Cuando pasemos al expresionismo podría invitarla. Aunque ella también tiene una colección impresionante de esta corriente. Ya veremos —concluyó, sonriendo.

Nunca le hablaría de Cliff. Se había enamorado perdidamente de aquel hombre que conoció en el museo, y le parecía que, si se lo revelara, se podría estropear la imagen de castidad y perfección que su hermano tenía de ella. No sabía bien cómo comportarse, porque, aunque era la primera vez en sus cincuenta años de vida que se había enamorado así, también era cierto que podría compartir su felicidad con su hermano. Habían vivido siempre juntos desde que sus padres murieron, y no había habido un día en que Lester no le hubiera agradecido la atención que ella tenía con él. Era un hombre distraído, sí, y pensaba siempre en la física, cierto, pero le demostraba continuamente, con palabras y con su comportamiento, lo perfecta, importante e indispensable que era ella. ¿Cómo podía esconderle esto?

Pero por ahora era mejor así. Temía que, si hubiese revelado su historia de amor tan pronto, después de tan solo unos meses, y luego le hubiera ido mal, la tragedia habría sido peor. Tanto para ella, como para la imagen que de ella tenían, como para su hermano, al que no quería disgustar.

No quería reflexionar sobre la rígida educación religiosa, mojigata y represiva a la que había sido sometida. Se le había impuesto no mirar a los chicos ni pensar en ellos, ya que eran fuente de pecado y de perdición. Y es lo que había hecho, o mejor, había tenido que hacer, mientras sus compañeras de clase tonteaban con los muchachos que pululaban por allí, salían con ellos, se dejaban, cambiaban de novio y, adultas, se casaban y formaban una familia. No, ella no había podido. Con dieciséis años su corazón había batido fuertemente por un chico; lloraba de noche, en la cama, apretando fuerte contra sí la almohada, como si le estuviese abrazando a él, inundando la sábana con lágrimas ardientes, pero todo en el silencio más total. No podía dejar que la oyera su madre, que, en la habitación adyacente, tenía el sueño ligero. Unos días más tarde, sin embargo, él había empezado a salir con una rubia insignificante de otra clase, un año más joven. Cuando Timorina lo descubrió fue terrible. No se había atrevido a intentar nada durante mucho tiempo, y otra lo había hecho en su lugar. Ahora ya era demasiado tarde, y la rabia se apoderó de ella. Se rebeló en su mente contra el mundo, contra sus padres, contra sí misma, cobarde. Pasó días reprimiendo su furia interior, desahogándose con los estudios y con la gimnasia, para la que tenía excelentes aptitudes. Cuando acabó la tormenta, decidió que no miraría nunca más a los chicos, porque podría volver a sufrir otra vez, desilusionarse, y desesperarse. No, ya había tenido suficiente con el amor, a pesar de que no lo había experimentado de verdad.

Se hizo profesora de gimnasia e inició su vida profesional en una escuela pública en la que todavía se practicaba su profesión. Ignoró o rechazó hábilmente proposiciones que le hicieron algunos y se construyó una sólida fama de solterona empedernida. No le pesaba el estar sola. Tenía que ocuparse de su hermano, en todo caso, y él merecía todo su respeto y sus atenciones.

Aquel día, sin embargo, en el museo de Leeds había sucedido lo que ella nunca pensó que podría suceder. Estaba admirando un cuadro que representaba un paisaje marino cuando un hombre en la cincuentena se puso también a mirar la obra, a su lado, observó la escena dibujada y la comentó con naturalidad, con una voz profunda, y como hablando consigo mismo.

—Ese azul del agua que se desvanece en el naranja del anochecer es increíble.

Timorina se volvió hacia él, sorprendida. Estaba pensando exactamente lo mismo.

—Hay algo en su técnica que no consigo comprender —había dicho sin darse cuenta—. Yo diría que es óleo. Le habrá añadido algún pigmento inusual, quizás hecho por sí mismo —había reflexionado el hombre en voz alta, sujetándose el mentón con la mano derecha y llevando el brazo izquierdo en horizontal sobre el estómago, para sostener el codo derecho.

—Es posible —le había respondido Timorina—. Pero el efecto no es uniforme. ¿Ve aquí? —y se había acercado al cuadro, señalando un punto. Él también se acercó y siguió sus indicaciones—. Cerca de la barca el gradiente es menor. Si fuera un pigmento en el óleo supongo que lo habría utilizado para toda la parte del mar, mientras que la barca, que está plenamente bañada por la puesta de sol, parece emerger como una entidad separada.

Él la miró lleno de admiración.

—Tiene razón. No lo había notado —le había respondido con entusiasmo—. Veo que es usted una especialista. Felicidades. ¿Qué piensa de la playa?

Y allí empezaron una supuesta conversación sobre el cuadro, diseccionando la técnica, el período artístico, la psicología del pintor, la calidad del lienzo e incluso la iluminación de aquella ala del museo, que juzgaron imperfecta para un disfrute correcto de la obra.

Tras dos horas el guarda había tenido que invitarlos a dirigirse hacia la salida porque tenía que cerrar.

Ni siquiera se habían presentado, después de toda esa charla, y él le tendió la mano.

—Cliff Brandon. Ha sido un placer para mí.

—Timorina Drew —le había respondido ella, apretándosela calurosamente—. Un placer también para mí.

—¡Qué hambre! —dijo él, mirándola sonriente, esperando una reacción.

Ella lo había mirado y no había podido evitar apreciar aquella cara sincera y simpática.

—Yo también tengo hambre —había dicho alegremente.

Media hora después estaban sentados en un restaurante italiano no lejos del museo, paladeando una abundante ración de lasaña. Siguieron hablando de pintura durante un buen rato, y después, sin darse cuenta, empezaron a hablar de sí mismos. Él estaba solo, divorciado desde hacía algunos años, y sin hijos. Su mujer lo había dejado por otro, después de muchos años de matrimonio, porque «necesitaba estímulos nuevos», había dicho.

Timorina había levantado las cejas maravillada, preguntándose cómo se podía dejar un hombre tan simpático, y tuvo que constatar, que a pesar de haberlo conocido apenas, se sentía en perfecta sintonía con él. Una sensación de calor crecía en su interior, y las manos casi le temblaban. Nunca había sentido nada parecido, antes, así que decidió deshacerse de su voto de castidad. Con una media sonrisa lo miró a los ojos.

—¿Vives lejos? —preguntó, tratándole directamente de tú.

—No sabía cómo pedírtelo —le respondió él—. Me siento tan a gusto contigo...

—¡Sssh! —lo interrumpió Timorina, colocando su dedo índice sobre los labios, haciéndole un gesto para que callara. Se levantó y se dirigió hacia la recepción. Él fue rapidísimo a para adelantarla y pagar la cuenta.

Una hora más tarde, sobre las ocho y media de la tarde su ropa estaba desperdigada por el suelo alrededor de la cama de Cliff, y Timorina estaba perdiendo su virginidad.



Recordando aquella tarde determinante pocos meses atrás, Timorina se electrizó, pero consiguió impedir que su hermano se diera cuenta. Sustancialmente le había dicho la verdad, sobre el museo, la pintura, las discusiones técnicas; la única diferencia consistía en la persona. Por el momento, se repitió a sí misma, se lo guardaría para ella. Más tarde, quizá, si las cosas se consolidaran, se lo contaría.

Se levantó y comenzó a quitar la mesa. Drew la ayudó y después se dirigió a su sillón. Estaba a punto de sentarse, pero cambió de idea.

—Oye, ¿te molesta si voy a tomarme una cerveza?

—Ya ves tú. No vuelvas muy tarde. Y no bebas demasiado —le advirtió.

—Tranquila —respondió afablemente.

Drew fue a su habitación y, con rapidez, se puso un traje deportivo. Bajó y se despidió de su hermana.

—Hasta luego. Adiós.

—Adiós.

La puerta se había cerrado apenas detrás de Drew y Timorina ya estaba sentada en el sillón. Con una sonrisa de oreja a oreja cogió el teléfono y compuso un número.

Llamaba a Cliff.



Drew se dirigió con buen paso a su cervecería preferida. Estaba en un callejón cerca de la Universidad y, a veces iba allí para respirar ese olor de madera antigua, bancos rígidos y grifos de cerveza enormes. Le gustaba ese mundo a la antigua usanza, con las luces tenues y los colores cálidos de los tiempos pasados. Lo frecuentaban mayoritariamente hombres maduros, como él, pero había visto también parejas de novios jóvenes que sabían apreciar una buena cerveza saboreada de la manera correcta en el lugar correcto.

El aire era fresco, incluso frío a aquella hora, y Drew lo respiró a pleno pulmón, revitalizándose a cada paso. Amaba su Manchester, formaba parte de aquella ciudad, y sentía que la ciudad formaba parte de él.

¿Y qué le hacía encontrar su Manchester ahora?

Pues bien: Schultz, que venía hacia él mirando a todos los lados un poco desorientado y caminando con paso titubeante. Cuando pasaba cerca de una farola su figura de guerrero teutónico emergía de la oscuridad como un tímido habitante de las tinieblas, para, después, desaparecer unos metros más lejos.

Drew sonrió divertido, porque encontraba la escena ridícula. Agitó la mano y lo llamó.

—¡Dieter! ¡Amigo mío!

Schultz miró en su dirección y agudizó la mirada.

—¡Oh! ¡Drew! —lo llamó, reconociéndolo solo después de unos instantes—. Amigo mío, ¡estoy feliz de encontrarme contigo! Estoy buscando un lugar agradable para cenar y no consigo orientarme. ¿Qué me aconsejas?

—Ningún consejo, ¡te invito! Estaba yendo a mi cervecería preferida, y allí ofrecen también una excelente cocina británica típica. Estoy seguro de que podrás satisfacer tu apetito de la mejor manera, y regar tu cena con una cerveza buenísima. ¡Por aquí! —Y lo cogió por el brazo haciéndole invertir el sentido de la marcha.

—Oh, bien, gracias, Lester —aceptó Schultz, siguiéndolo motivado—. Después del laboratorio he vuelto a mi alojamiento y te confieso que me desplomé sobre la cama con la ropa puesta. Me he dormido profundamente y me he despertado hace poco tiempo, con un hambre horrible. Me alegro de haberme cruzado contigo.

—Yo también me alegro. Una cerveza en compañía es lo mejor para hombres cansados tras un día como el nuestro —y le guiñó un ojo.

—A propósito de hombres cansados, ¡mira por quién viene por allí! —Schultz señaló con el dedo delante de sí, a unos cincuenta metros de distancia.

Drew siguió las indicaciones de su amigo. Estaban pasando por el parque Sackville, y una figura oscura estaba sentada, erecta, sobre el banco de Turing, al lado de la estatua del genio.

—¿No te parece que es...? —preguntó Schultz.

—Sí —confirmó Drew, aguzando la vista—. Sí, es él.

—Kamaranda —concluyó Schultz, asintiendo.

Caminaron en silencio hasta que llegaron delante del individuo, y allí mismo se pararon.

Kamaranda estaba inmerso en su meditación, como cabía esperarse. Pasó algún segundo y después, dándose cuenta de su presencia, se activó. Levantó la mirada y los reconoció. Una sonrisa e pintó en su cara del color del café, y se levantó sin decir ni una palabra. Se dirigió con ellos a la cervecería.



La taberna Ole Sinner estaba incrustada en un bloque de lo más corriente que bordeaba una calle pequeña y poco iluminada. Un farol amarillo evidenciaba la entrada del local, y una mesa de madera con una inscripción grande, groseramente grabada, estaba apoyada al lado de la puerta. La inscripción estaba pintada de color rojo oscuro, y algo desgastada por el paso del tiempo, como desgastaba estaba también la mesa que cada día desplazaban para barrer la acera y que luego volvían a colocar en su sitio. El aspecto exterior era típico del siglo XVIII. Una gran aldaba de bronce estaba fijada a la madera maciza de la puerta y daba la impresión de que había que usarla para que abrieran la puerta. Para nada. En cuando los tres hombres se acercaron a la entrada, un posadero con delantal y bigote al estilo de la época de la revolución industrial abrió la puerta. Les saludó amablemente y los llevó directamente a una mesa libre. Schultz y Kamaranda estaban perplejos, pero Drew les explicó el truco.

—Hay una célula fotoeléctrica sobre la puerta. Cuando alguien se acerca a menos de tres metros de la entrada, la fotocélula hace sonar un timbre en el interior y el posadero viene a abrir. Siempre está moviéndose y casi siempre llega a tiempo para abrir, y, si no, te lo encuentras en el umbral dándote la bienvenida. Da gusto ser recibido con hospitalidad.

Sus compañeros asintieron vigorosamente mientras se sentaban. En un mundo en el que el individualismo estaba volviéndose la filosofía de vida predominante, en el que el desinterés por los otros era la práctica cotidiana y el respeto hacia los demás ya no se enseñaba ni a los niños, encontrar un lugar en el cual se entusiasmaban con tu llegada y donde se esforzarían para agradarte te alegraba el corazón

Drew sonrió jovialmente, mirando a sus compañeros consultar el menú, satisfechos. Por su parte, él consultó la lista de cervezas, a pesar de que ya sabía lo que iba a pedir.

—¿Qué nos aconsejas, Drew? —preguntó Schultz, instalándose mejor en la pesada silla de madera maciza. Debía tener mucha hambre.

Kamaranda leía toda la lista rápidamente, esforzando los ojos en la luz difusa del local.

—Eso, ¿qué nos aconsejas? Tú aquí eres como el dueño de la casa —dijo el hindú, asociándose al alemán.

—Yo ya he comido, así que me tomaré una cerveza. Para vosotros, diría un buen bistec Balmoral, que es un bistec hecho en la sartén con champiñones, güisqui, nata y diversas especias. Está buenísimo y es muy nutritivo.

Los dos buscaron el plató en el menú y leyeron la descripción detallada.

—Muy rico, sin duda —aprobó Kamaranda. Schultz asintió convencido y cerró el menú, apoyándolo a un lado.

—Yo me tomaré una old ale —dijo Drew—. Es oscura, con mucha malta y tiene unos 6 grados. Creo que sería perfecta también para vuestro plato.

Schultz era un buen bebedor de cerveza, en tanto que alemán, y aceptó inmediatamente. Kamaranda se agregó, justo cuando llegaba el tabernero para tomar el pedido. Tenía una pequeña libreta de papel amarillo cuadriculado y una tiza desgastada por el uso. Drew pidió en nombre de todos y el tabernero se fue.

El local estaba medio lleno, cerca de siete u ocho mesas, casi todas ocupadas por gente de su edad. Pero había también una mesa con dos chicas que tenían ante ellas una jarra enorme de cerveza oscura y un plato ahora ya casi vacío. Tenían pinta de ser estudiantes universitarias, pero extranjeras. Con el pelo negro y las facciones latinas, Drew habría dicho que eran italianas o españolas. Reflexionó un poco, y después se acordó. ¡Pues claro! Las había visto caminar juntas por las avenidas de la universidad estos últimos meses, y una vez se había cruzado con ellas mientras hablaban con un compañero suyo, profesor de inglés. Concluyó que estaban allí para aprender inglés.

«Bien —se dijo Drew—, es bonito que haya jóvenes que sepan disfrutar de los placeres de la tradición inglesa». Y que esas chicas extranjeras estuvieran justo allí por esa razón le hacía muy feliz. Sentía que eso creaba un puente entre ellos, los profesores de siempre, y los miembros de nuevas generaciones que un día tomarían en sus manos el bastón de mando de la cultura y continuarían el trabajo esencial que era el bien más valioso de la humanidad: la difusión del conocimiento y el avance de la ciencia.

Estaba inmerso en esos pensamientos mientras Kamaranda y Schultz conversaban a dos. Pasado un rato el tabernero volvió con una bandeja grande y pesada para llevar todo lo que habían pedido.

La apoyó a medias en un lado de la mesa y distribuyó los platos y las cervezas. Solo de ver los platos se les hacía la boca agua, y las cervezas monumentales eran irresistibles. Cada uno de ellos aferró su jarra y la levantó en el aire para brindar.

—¡Al nuevo universo! —proclamó Drew en voz alta.

—¡Al Sistema! —declaró Kamaranda.

—¡A nosotros! —añadió Schultz, entusiasmado.

Los vecinos de mesa levantaron sus jarras y se unieron al brindis.

Bebieron ávidamente ese néctar de los dioses, fuerte, seco y sabroso, y después los dos extranjeros atacaron sus platos apetitosos.

Aquel era un momento de fiesta.

Aquella era su noche.

Se lo habían merecido.

Capítulo XVII



Cuando salió Drew, McKintock se quedó solo en su despacho. La puesta al día que acababa de recibir sobre el proyecto, con esas noticias tan positivas sobre el potencial de la máquina le había afectado enormemente. No conseguía concentrarse en las prácticas que estaba preparando; seguía pensando en los usos del nuevo dispositivo revolucionario. Curar las enfermedades actuando directamente en el interior del cuerpo, desplazar objetos a distancias inimaginables..., ¡transportar gente! Le parecía ser una lombriz que acabara de sacar la cabeza de la tierra por primera vez, y se estuviera dando cuenta de lo ilimitado y atractivo que era el mundo exterior. Una sensación de inmensidad se había apoderado de él, dejándolo sin aliento en el umbral del infinito.

Se esforzó para definir los últimos detalles de la práctica que iba a entregar a la señorita Watts por la mañana, para la redacción final. Su sentido del deber era inalienable, incluso en ese momento de exaltación, y era esto lo que hacía de él el hombre que él era.

Escribió la última nota y apoyó la pluma sobre el escritorio, y después tuvo una idea fulminante.

Se levantó de golpe, con las manos apoyadas al lado del documento, y se dijo: «¿Por qué no?».

Para celebrar el gran evento iría a ver a Cynthia, a pesar de que no era el día programado. Cierto, no podría decir la verdadera razón de aquella visita inesperada, pero seguramente ella se alegraría de verlo y pasarían una buena velada juntos.

Cerró deprisa el despacho, fue a su coche, y se sumergió en el tráfico nocturno, con dirección a Liverpool. Afortunadamente encontró varios semáforos verdes y en poco tiempo se encontró en la oscuridad, conduciendo hacia el oeste, cruzando solo algunos coches en la autopista tranquila. Condujo más rápidamente de lo normal, aunque siempre respetando los límites de velocidad, como hacía siempre, y rápidamente, sin darse cuenta, salió de la noche y entró en la pequeña ciudad costera.

El elegante barrio residencial donde vivía Cynthia estaba rodeado por el verde de un parque creado con ese fin con árboles de crecimiento rápido, macizos de flores de colores y césped cortado cada día al estilo inglés. Era una zona nueva, en la que los apartamentos refinados se armonizaban bien con el paisaje. McKintock dejó el coche en el amplio aparcamiento del edificio que contenía el apartamento de Cynthia y, a grandes pasos, llegó al panel de los timbres. Sonriendo, presionó el botón «Farnham», y esperó.

Pasó un buen minuto y no tuvo respuesta.

Perplejo, llamó de nuevo.

Después de medio minuto, una voz enfermiza salió por el altavoz.

— Mmm, ¿sí? ¿Qué pasa? ¿Quién es?

Era Cynthia, pero como no la había oído nunca antes.

McKintock se turbó.

—Soy Lachlan. Perdona mi visita imprevista, Cynthia, pero... ¿no estás bien?

—No..., no. Sube, Lachlan —y le abrió la verja.

McKintock entró veloz y cerró la verja detrás de él, recorrió con rapidez el camino que llevaba al edificio y entró en el portal. Con expresión preocupada llamó al ascensor; por suerte estaba ya en el piso bajo y la puerta se abrió inmediatamente. Aplastó el botó número cuatro y esperó impaciente hasta llegar arriba.

Cuando la puerta corredera se abrió, salió y giró a la derecha, encontrándose frente a la puerta blindada del apartamento de Cynthia.

Estaba entornada. La empujó con cuidado y, sorprendido, vio que el apartamento estaba completamente a oscuras. Buscó el interruptor a tientas, pero una voz le detuvo.

—Cierra la puerta y no enciendas la luz, por favor. —Era ella, con el mismo timbre de sufrimiento de antes.

McKintock cerró cuidadosamente la puerta y se encontró en la oscuridad más absoluta.

—Cynthia, pero ¿qué...?

—Me duele la cabeza, Lachlan. Un dolor de cabeza tremendo, y no soporto la luz.

—Oh... ah... eh... ¿qué puedo hacer? Me gustaría estar a tu lado... —balbuceó titubeante.

—Conoces el apartamento. Intenta llegar aquí, pero ¡no enciendas la luz! —concluyó con un lamento.

—Oh... eh... de acuerdo. Lo intentaré.

Sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad y McKintock avanzó lentamente, paso a paso y tocando el muro, hacia el salón. La voz de Cynthia provenía de allí. Eran seis o siete metros, pero en la oscuridad total parecían un kilómetro. A mitad de distancia McKintock se sintió un poco más seguro y aceleró, pero enseguida la mano que tocaba el muro chocó con un adorno. Este cayó pesadamente al suelo con un ruido estruendoso.

—¡Aaah! —chilló Cynthia, sobrepasada por el dolor.

—¡Maldi...! —soltó McKintock, parándose en seco.

—¡Tampoco soporto el ruido! ¡Lleva cuidado! —gritó, presa del sufrimiento.

McKintock estaba empapado en sudor. No encontró otra solución que ponerse a cuatro patas y avanzar así, de rodillas, hacia la voz.

Tanteando, se dio cuenta de que el objeto que había caído era una pesada estatua de ébano que representaba un guerrero africano armado con una lanza. Esperaba que no se hubiera roto; le disgustaría causar pérdidas a Cynthia.

—Ya estoy casi. —Avanzó un poco más y llegó a su destino—. Aquí estoy. Querida, ¿qué tal estás? —le preguntó acurrucándose cerca del sillón sobre el que Cynthia estaba tumbada.

—Mmm, estoy mal —respondió ella, con una voz quejumbrosa—. Me siento mal, tan mal...

Él buscó su mano y se la cogió con delicadeza.

—Lo siento. Si lo hubiera sabido... si hubiera imaginado... lo siento —se sentía mal como no se había sentido quizá nunca en toda su vida. Al menos, no por una situación similar—. Pero ¿desde cuándo estás así? Nunca te he visto en este estado.

—Habla en voz baja, por favor —le suplicó Cynthia con una voz débil.

—Oh, perdona —susurró McKintock—. Perdóname, querida. Entonces, ¿qué te pasa?

—Me pasa que me duele la cabeza, ¿no lo ves? —respondió ella, irritada. Se sentía mal, era evidente, y sus reacciones no eran normales.

McKintock prefirió quedarse en silencio durante un rato para que ella se calmase.

Estuvo así unos cinco minutos, y después, en voz baja, intentó comunicarse.

—¿Puedes decirme algo?

—En cuanto he vuelto del trabajo me ha venido este dolor de cabeza —le respondió con dificultad, susurrando—. No sé ni qué hora es...

—Son las ocho —la informó McKintock, después de mirar su reloj con cuadrante fosforescente.

—Entonces hace dos horas que estoy así.

—¿Has comido?

—No. Cuando estoy así no puedo comer. Tendría náuseas y vomitaría todo. También me duele mucho el estómago. Tengo migrañas. Ese es mi problema. Como el de muchas mujeres.

A McKintock se le encogía el corazón. Había llegado allí en el peor momento posible, la había molestado y la había hecho sufrir todavía más con todo el jaleo que había montado, y ahora no tenía ni idea de qué hacer para ayudarla.

—¿Qué puedo hacer por ti, para que te encuentres mejor? —osó—. ¿Has tomado algo? No sé, una pastilla, un analgésico... algo que te ayude en estos casos.

Cynthia tragó y después tosió fuertemente, sujetándose el estómago con una mano.

—Sí, he tomado la única medicina que normalmente me hace algún efecto, pero la he vomitado enseguida, así que es como si no hubiera tomado nada. —Tosió otra vez, como si tuviera náuseas de nuevo—. Y no puedo tomar ninguna otra cosa. ¡No menciones más la posibilidad de que trague algo! —concluyó, lamentándose y algo nerviosa.

—No, no, está bien —consintió McKintock, consternado. Acurrucado allí, con uno de sus mejores trajes arrugado y por el suelo como un trapo, se dio cuenta de que tenía hambre. Había pensado cenar con ella, pero esto era imposible en vista de la situación. ¿Qué podía hacer? Intentó negociar un compromiso.

—Escucha, si te cojo del brazo y te llevo despacio a la cama, ¿te ayudaría? Cierro la puerta de tu habitación y así estás a oscuras y sin ruidos que te molesten, estás tranquila y seguramente más cómoda que en el sillón. ¿Qué te parece? —concluyó persuasivo, en voz baja.

—Mmm, bien —aceptó Cynthia con un susurro—. Pero ¿por qué no quieres estar conmigo? —le preguntó.

—Eh..., no es que no quiera estar contigo. De hecho, he venido para verte. Lo que pasa es que llego directamente de la universidad y no he comido, y quería ir a la cocina y...

—¡Aaah! ¡No hables de comer! ¡Te lo había dicho! —y tosió otra vez como si estuviera a punto de vomitar.

—Perdona, perdona, pero... ¿cómo te lo podía explicar, si no contándote la situación y... —Se calló de golpe, contrito, y esperó a que le pasase el ataque de tos. Un poco después se calmó, y entonces McKintock, sin decir nada más, la cogió por el brazo y, en la oscuridad a la que ahora ya se había adaptado, la llevó a su habitación. La ayudó delicadamente a tumbarse en la cama y la tapó con una manta que cogió del armario. Ella musitó un «mmm...» y se apoyó una mano en la frente. McKintock le acarició la mano y salió, cerrando la puerta sin hacer ruido.

La luz del pasillo le deslumbró en cuanto la encendió. Sus pupilas se habían dilatado al máximo durante todo ese tiempo en la oscuridad, y ahora una cantidad exagerada de luz había alcanzado sus retinas antes de que las pupilas recibieran la orden de reducirse y pudieran obedecerla. Parpadeó un par de veces y rápidamente volvió a ver con toda normalidad. Lo primero que hizo fue ir a recoger la estatua que se había caído. Comprobó su estado y se quedó aliviado al ver que estaba perfectamente íntegra. La apoyó delicadamente en el estante que la albergaba y finalmente pudo ir a la cocina. Cerró la puerta para aislar todavía más los ruidos eventuales que pudieran llegar a la habitación, y después con movimientos lentos y silenciosos abrió varios cajones y puso la mesa.

Tenía muchísima hambre.

Abrió la nevera y buscó una cerveza. Afortunadamente había un par de botellas, una de su marca preferida y otra que gustaba a Cynthia. Cogió su preferida y se sirvió rápidamente un generoso vaso del que bebió abundantemente. Se sintió refrescado al instante. Entonces se quitó la chaqueta y la apoyó en el respaldo de la silla. Volvió a abrir la nevera para buscar algo que comer. No había mucho. Cynthia comía poco para mantenerse en forma, y lo que comía era normalmente comida sana, con poca grasa y más bien vegetariano.

Al parecer compraba el tipo de comida que le gustaba a él solo cuando habían programado una visita. Con un cierto desconsuelo cogió una bandeja de quesos variados, otra con verduras a la plancha y una botellita con salsa tártara. Cogió una bolsa de colines sin grasa de la despensa y se sentó a comer.

Se sirvió generosamente. Con el hambre que tenía, la pobreza del surtido pasaba a un segundo plano. Regando todo con la cerveza, en todo caso, al final se sintió satisfecho. En realidad, él tampoco comía en abundancia, pero no renegaba de platos seguramente más calóricos de los que formaban parte de la dieta de Cynthia.

«Mañana tendré que hacerle la compra», se dijo. No quería que ella se encontrara sin nada que comer la noche siguiente. Sabía que comía fuera a mediodía, pero necesitaría algo para cenar. Al día siguiente, antes de volver a Manchester, pasaría por un supermercado cercano y le compraría quesos, verdura e incluso algún capricho que sabía que le gustaba pero que intentaba evitar por las calorías que contenía.

Se quedó un momento más en la mesa. Después fue a la ventana y se quedó mirando fuera con los brazos cruzados. Desde allí podía ver Park Road, por la cual aún transcurría algo de tráfico. Al fondo estaba la bahía, negra e invisible, punteada por las luces de algunas naves de línea y los cargos amarrados. Era una ciudad bonita, Liverpool, con su verde, su línea urbanística y su puerto. Situada en el estuario del río Mersey, que desembocaba en el mar de Irlanda, había sido fundada en el siglo XIII. Durante mucho tiempo había sido protagonista del tráfico marítimo a nivel mundial, y ahora el turismo constituía una parte importante de su economía. A McKintock le gustaba pasear por los muelles junto a Cynthia cuando podía pasar tiempo con ella. El perfume del mar le daba energía, y el continuo ir y venir de las embarcaciones le daba la sensación de que aquél era el mecanismo interno que hacía girar el mundo. En un cierto sentido era así, ya que el movimiento de personas y de mercancías era el fundamento del comercio global y del trabajo. Ahora las cosas cambiarían, gracias a la invención de Drew. Quién sabe cómo sería el mundo, de allí a unos años. Esperaba que fuera mejor. Había que jugar las cartas justas, moverse con cuidado. Pediría que le devolvieran los numerosos favores que había hecho durante años a diversas personalidades clave del sistema británico. Seguramente rompería la confianza, pero valdría la pena. Sí, todo iba a salir bien, lo sentía. Permaneció reflexionando unos instantes más con los ojos fijos en la bahía, después apartó su mirada y volvió a la mesa. Quitó la mesa en pocos minutos y lavó lo que había usado, sin hacer ruido, y después se acercó para ver cómo estaba Cynthia. Salió de la cocina dejando la luz encendida, entornó la puerta y apagó la luz del pasillo. En el ambiente iluminado débilmente por el filo de luz No provenía ningún sonido del interior; apoyó la mano en la manija, la descendió con suavidad y entró. Cynthia dormía profundamente, boca arriba tal como la había dejado él, y con los brazos relajados a cada lado del cuerpo. Inspiraba y expiraba por la boca medio abierta, de manera regular, tranquilizante. Evidentemente, el dolor de cabeza se le había pasado lo suficiente como para permitirle dormir. Por no arriesgarse a despertarla salió de la habitación y fue a desnudarse al baño, donde se lavó rápidamente y se preparó para ir a dormir. Pero su pijama estaba en el armario de la habitación, y, si lo abría, podría hacer ruido. Así que renunció; el apartamento estaba a una temperatura agradable. Dejó la ropa sobre un sillón en el salón, apagó la luz de la cocina y, en ropa interior, volvió a entrar en la habitación. Entró muy lentamente en la cama de matrimonio, a Cynthia le gustaba dormir cómodamente, y se tumbó junto a ella, al lado de la puerta. Cynthia estaba sobre las sábanas, pero cubierta por la manta que él le había puesto antes, y prefirió dejarla como estaba para no correr el riesgo de despertarla.

Se relajó, dejándose condicionar por la respiración rítmica de Cynthia, y en pocos minutos se durmió.

Las luces de los coches en Park Road se hicieron cada vez menos numerosas hasta que desaparecieron, dejando la carretera desierta, iluminada solo por las filas de farolas a los lados. En la bahía no se movía nada, y las luces de posición de las naves estaban inmóviles, dando la sensación de que los propios barcos dormían, tendidos en el agua oscura.

En el apartamento el silencio era total, interrumpido solo por la respiración de Cynthia, que seguía profundamente dormida.

Sobre las tres de la noche, en la oscuridad, una voz suave se superpuso a esa respiración.

—Los llevaremos, sí, los llevaremos por todas partes... a ellos y a sus cosas... —McKintock hablaba dormido—, ... y los paquetes, y los contenedores, llevaremos todo... sí, con la Máquina... de acá para allá, aprietas un botón y ya has llegado... ni te das cuenta de que ya has llegado... —farfullaba, pero se le podía entender—: con tu Máquina, Drew, pero ¿cómo has podido inventarla?... has cambiado la historia, Drew...

A unos cien metros del edificio, un furgón con una insignia de instalador de antenas estaba aparcado cerca de otro edificio, como si el técnico hubiera ido a casa a dormir después de un duro día de trabajo. Las dos antenas sobre el techo del furgón eran pintorescas; dos parábolas blancas que miraban una a la derecha y la otra a la izquierda, orientadas ligeramente hacia arriba. Hacían buena publicidad de la actividad declarada por la insignia pegada a la chapa marrón del vehículo, aunque de la antena derecha salía un cable escondido que, a través de un agujero estanco en el techo del furgón entraba en la zona de carga. Allí, las paredes internas estaban cubiertas por instrumentos electrónicos. Diversos receptores de radio de categoría militar estaban empilados, unos sobre los otros, en un módulo rack


(#litres_trial_promo). Cada receptor podía captar un cierto número de bandas de frecuencia, distintas para cada uno y en orden creciente, de modo que aquel bastidor podía recibir cualquier señal de radio que un transmisor pudiera generar. Al lado del módulo de los receptores estaba el de los analizadores de espectro. Estos visualizaban la forma de la onda radio recibida y la mostraban en una pantalla. Después de los analizadores estaban los decodificadores, en otro módulo con aparatos capaces de descodificar


(#litres_trial_promo) mensajes en código, hasta los más complejos. Seguía otro módulo rack con las grabadoras, en las que los mensajes recibidos eran memorizados de manera estable para un análisis posterior. El último contenía la sección audio del sistema, capaz de procesar el sonido recibido y eliminar el ruido de fondo, potenciando las voces y los sonidos particulares para extraer la información de interés. Un ordenador estaba conectado al conjunto de módulos, y servía para configurar el funcionamiento de los distintos componentes.

En aquel momento solo había un receptor encendido, sintonizado alrededor de 7 GHz, y el analizador de espectro al que estaba conectado mostraba una banda horizontal verde en cuyo interior se movían barras verticales naranjas y rojas. El parpadeo de una luz verde del aparato de decodificación indicaba que este estaba operando regularmente y sin errores. Dos grabadoras en paralelo guardaban silenciosamente la información recibida en sus discos duros, para proporcionar dos copias distintas del material.

La voz de McKintock se oía indistintamente de los auriculares de los cascos que llevaba un hombre, vestido con estilo informal, sentado delante del ordenador. Al lado del gran monitor, una taza de té medio vacía, la segunda de la serie de aquella noche. El hombre estaba relajado contra el respaldo, con las manos sobre su regazo, la cabeza inclinada y los ojos cerrados, escuchando.

«Los llevaremos, sí, los llevaremos por todas partes... a ellos y a sus cosas... ». La voz de McKintock era visualizada en la pantalla del ordenador como una línea horizontal ondulada que variaba continuamente de amplitud, «... y los paquetes, y los contenedores, llevaremos todo... sí, con la Máquina... de acá para allá, aprietas un botón y ya has llegado... ni te das cuenta de que ya has llegado...». El hombre que escuchaba abrió los ojos de golpe y levantó la cabeza «con tu Máquina, Drew, pero cómo has podido inventarla... has cambiado la historia, Drew...». Se levantó y se acercó al ordenador. Modificó algunos controles con el ratón para mejorar la amplificación de la voz de McKintock. Previamente había filtrado la respiración de Cynthia y no se oía prácticamente nada por los auriculares. Arrugó la frente, observando los componentes de la voz de McKintock en el monitor que iluminaba su rostro con su luz tenue

«... el universo a nuestra disposición, increíble, el universo entero... con la Máquina...».

El hombre desplazó uno de los auriculares de los cascos para liberar una oreja. Cogió un teléfono militar cifrado y compuso un número de cinco cifras.

Un segundo después alguien levantó el auricular del teléfono llamado, pero no dijo nada.

—Pásame a Spencer —dijo el hombre.



Final de la primera parte




Segunda parte


Cuando bajó el último obrero, parecía que solo quedara el conductor, sentado en su puesto.

Sin embargo, tras unos segundos apareció otra figura en la escalera del autobús.

Bajó los escalones despacio, con calma, revelándose poco a poco.

Capítulo XVIII



La aurora coloreaba con sus matices el cielo de Manchester. Las nubes habituales ocupaban esta vez solo una parte del firmamento, escondiendo al oeste las últimas estrellas que, de todas formas, se desvanecían en el incipiente amanecer, y exponiendo al este una bóveda en la que el espectro de color rojo estaba aumentando, inexorablemente, de intensidad. Las bandas con mayor longitud de onda, de color rojo oscuro, empujaban hacia arriba aquellas con longitud de onda menor, violetas, naranjas, amarillas, hasta llegar al límite del espectro y desaparecer en el blanco definitivo de la temperatura nominal del sol. Cada día, en todo el planeta, este espectáculo se repetía con precisión matemática, pero Inglaterra lo disfrutaba un poco menos a causa de la capa de nubes que ya formaba parte de su cultura y de la imagen que los demás tenían de ese país. A pesar de ello, el amanecer era el desencadenante, el inicio de un nuevo día para la mayor parte de la gente. El sol que surge es la metáfora del despertar de la naturaleza y de los seres vivos que la pueblan. Pero muchos de ellos trabajan también por la noche, o exclusivamente de noche, mientras los demás duermen, para obtener así resultados que serían inalcanzables de otra manera. Algunos de estos estaban reunidos en una sala en ese momento, y escuchaban con extrema atención una grabación que reproducía un equipo de alta fidelidad.

«Los llevaremos, sí, los llevaremos por todas partes... a ellos y a sus cosas... y los paquetes, y los contenedores, llevaremos todo... sí, con la Máquina... desde aquí hasta allá, aprietas un botón y ya has llegado... ni te das cuenta de que ya has llegado...». Uno de los presentes estaba inclinado sobre el escritorio, con los brazos cruzados apoyados en él y la mano derecha sobre los labios, concentrado «... con tu Máquina, Drew, pero cómo has podido inventarla... has cambiado la historia, Drew... el universo a nuestra disposición, increíble, el universo entero... con la Máquina...».

El hombre inclinado sobre la mesa permaneció absorto unos segundos, y después, sin moverse, se dirigió al que estaba a su izquierda, sentado cerca del ordenador.

—Déjame oírlo otra vez.

Spencer recurrió al ratón para mandar la grabación al principio, e hizo clic sobre el icono Play por tercera vez desde que había comenzado la reunión.

«Los llevaremos, sí, los llevaremos por todas partes... a ellos y a sus cosas...». El hombre volvió a escuchar, concentrado, y en un momento dado comenzó a asentir lentamente cada vez con más convicción. «... el universo a nuestra disposición, increíble, el universo entero... con la Máquina...». El hombre se irguió y se apoyó contra el respaldo de la silla. Se frotó los ojos para eliminar el cansancio.

—Algo tienen que tener —afirmó—. ¿Trenton?

—Es posible, sí, yo también lo creo —concordó el hombre a su derecha—. ¿A qué hora te ha llamado Boyd?

—Un poco después de las tres —respondió Spencer—. En lugar de las típicas estupideces que dice cuando duerme, McKintock había empezado a hablar de esta «Máquina» inventada por un cierto Drew y..., bueno, el resto lo habéis oído. Boyd vio que esas palabras tenían algún sentido y decidió llamar inmediatamente.

—Boyd ha trabajado bien. ¿Creéis que la mujer ha podido oírlo?

—Creemos que no, señor Farnsworth —respondió Spencer—. Ha tenido dolor de cabeza toda la tarde y McKintock la llevó a la cama. Se durmió profundamente e, incluso cuando él hablaba, ha seguido respirando de la misma manera. Hemos extraído su respiración de la grabación unos diez minutos antes de las palabras de McKintock, y hasta diez minutos después; la hemos analizado en ritmo y en profundidad y no ha cambiado de manera apreciable. No, creemos que no ha oído nada.

—Bien —aprobó Farnsworth—. Muy bien. —Miró fijamente delante de sí, pensando.

»Es la primera vez que habla de una cosa de ese tipo —dijo, y miró a Spencer, que confirmaba asintiendo—, por lo que tiene que ser algo que lo ha impresionado profundamente. Es el rector de la Universidad de Manchester, y con los medios de los que dispone, los laboratorios, los profesores, los investigadores, es posible que se haya encontrado con un descubrimiento excepcional. Sí, es muy posible. Quiero saber más —concluyó—. Traedlo.

Spencer se levantó de golpe y salió a grandes pasos de la sala. Los tiempos eran fundamentales. Entró en un local de unos cincuenta metros cuadrados con las paredes cubiertas de módulos con receptores, descodificadores, analizadores de espectro y ordenadores, similares a la instrumentación del furgón de Boyd, pero multiplicados por veinte. Unas quince personas trabajaban en los distintos puestos, transcribiendo conversaciones grabadas en los distintos puntos de escucha, descifrando mensajes codificados y comunicando con los compañeros en el terreno.

Spencer fue a su puesto e, inmediatamente, levantó el auricular del teléfono militar encriptado del que disponía. Compuso un número de cinco cifras y esperó.

En el furgón, Boyd vio parpadear el testigo del teléfono. Los sonidos estaban excluidos para que no se oyera nada desde fuera del vehículo, sobre todo, oídos indiscretos. Separó un auricular del casco y apoyó el teléfono en su oreja, sin decir nada.

—¿Todavía está allí? —preguntó simplemente Spencer.

—Sí. Sigue durmiendo. —Boyd constató que eran las seis de la mañana mirando el reloj del ordenador. Acababa de beberse la cuarta taza de té, junto con un pan brioche, su desayuno. Una noche de vigilancia más que llegaba a su final.

—Bien —respondió Spencer—. Vamos a por él.

—Está bien. Me coloco en posición. —Colgó el teléfono sin añadir nada más.

Miró una pantalla al lado del ordenador, en la que cuatro cuadrantes mostraban las imágenes tomadas por otras tantas cámaras escondidas a lo largo del perímetro del furgón, detrás de bulones falsos o disimuladas como sensores de ayuda al aparcamiento. Solo había una persona a la vista, detrás de la furgoneta, y estaba pedaleando en su bicicleta, alejándose. Llevaba una mochila a la espalda, y Boyd sabía que era un estudiante que salía temprano por la mañana para ir a la escuela.

Sin quitar los ojos de la pantalla se puso un mono de antenista sobre la ropa, abrió la puerta que comunicaba la zona de carga con la cabina del conductor, y se sentó al volante. Con ese mono parecía realmente un tipo que estuviera yendo a trabajar. Encendió el motor y salió del aparcamiento. Lo había aparcado marcha atrás, la noche anterior, para poder salir rápidamente sin tener que maniobrar, si fuera necesario. Conduciendo lentamente llegó hasta el aparcamiento en el que McKintock había dejado su coche. Aparcó, de nuevo marcha atrás, y apagó el motor. El coche del rector estaba a unos diez metros, delante a la izquierda, respeto al morro de la furgoneta. Volvió a la zona de carga y cerró la puerta interna de comunicación tras de sí. La instrumentación había seguido funcionando, y el ordenador no indicaba movimientos ni conversaciones en el apartamento mientras él conducía esos cien metros que separaban los dos aparcamientos. Se volvió a colocar los cascos y se puso a escuchar de nuevo, esta vez observando continuamente la pantalla con las imágenes de las cámaras. La que estaba a las nueve


(#litres_trial_promo) encuadraba el edificio que albergaba el apartamento en el que McKintock estaba durmiendo. A la derecha de aquel marco Boyd podía ver también el morro del coche del rector, mientras la cámara a las doce mostraba el resto del coche y una amplia porción del aparcamiento.

Sobre las seis y cuarto, un sedán de color gris metalizado con los cristales tintados entró en el aparcamiento y se situó en uno de los sitios libres más al fondo, lejos de la entrada.

El teléfono de Boyd parpadeó de nuevo. Levantó el auricular y escuchó.

—Unidad dos —dijo una voz anónima—. ¿Novedades?

—Ninguna —respondió Boyd.

A las seis y media empezaron a llegar sonidos de actividad a los cascos de Boyd. Cynthia se levantó llena de energía y fue inmediatamente al baño. Varios sonidos contextuales indicaron a Boyd el lavado minucioso que realizó la mujer. Cuando estuvo lista fue a despertar a McKintock. Él seguía durmiendo como un tronco, como si hubiese pasado una noche agitada y necesitase recuperarse. Cynthia lo empujó con un pie, haciéndolo girar sobre sí mismo, y empezó a incordiarlo.

—¡Despierta, perezoso! ¿Qué has estado haciendo esta noche? ¿Has tenido que satisfacer un harem entero de fogosas concubinas? ¡Ja, ja, ja! —Empezó a reír cuando McKintock se irguió sobresaltado mirando a derecha e izquierda para despejar su cerebro.

»¿Qué haces en calzoncillos y camiseta? ¿Dónde está tu pijama? ¡Ja, ja, ja! —Se burló de él.

—Uf, ¡en tu armario! —exclamó él saltando de la cama y cogiéndola por los hombros. Ella le dejó hacer, y él le dio un beso fuerte en la frente.

—¿Qué tal estás? —le preguntó, mirándola, perdidamente enamorado—. ¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?

—Sí, estoy muy bien, y tengo un hambre feroz. Por eso... —dijo, resistiendo a su tentativo para llevarla hasta la cama—, por eso ahora ¡vamos a comer! —Se soltó y escapó hasta la cocina, riendo.

McKintock la vio irse corriendo, ligera como una mariposa, con aquel cuerpo lleno e irreprimible que le impresionaba cada vez que la veía. Tenía un deseo enorme de hacer el amor con ella, pero comprendía que Cynthia llevaba sin comer desde el mediodía del día anterior, así que no sería posible.

Fue al baño y se preparó, vistiéndose deprisa, pero con atención, y después fue a la cocina.

En ese rato Cynthia había preparado huevos, beicon y pan tostado, y, entre los dos devoraron todo en pocos minutos.

—Como habrás notado, me comí todo el queso y las verduras que tenías en la nevera. Tenía muchísima hambre.

Cynthia asentía aprobando, mientras masticaba los últimos bocados.

—Antes de volver a Manchester iré a comprar todo lo que necesitas.

—No hace falta. Lo haré al volver del trabajo, esta tarde.

—Pero no, no quiero que pierdas tiempo. Me he comido yo tu comida, por eso me parece justo que yo la reponga —insistió.

—Bueno, de acuerdo, si es tan importante para ti —aceptó finalmente Cynthia mientras levantaba el vaso de zumo de pera y lo llevaba a sus labios.

McKintock la miró beber, abrumado por el deseo, como todas las demás veces. Cuando bebía zumo de fruta, Cynthia levantaba la barbilla y tragaba rítmicamente, con movimientos de la garganta tan sensuales que a él le invadía un arrebato salvaje por poseerla, penetrarla con todo su ser y colmarla de sí. Ella lo sabía perfectamente, y jugaba a provocarlo cándida y pérfida como todas las mujeres sexys y conscientes de su atractivo sexual. Cuando el vaso estaba prácticamente vacío Cynthia lo inclinó más hacia arriba e hizo caer las últimas gotas directamente sobre la lengua, sabiendo muy bien que en aquel momento McKintock alcanzaría el máximo grado de excitación. De hecho, él estaba rojo como un pimiento y aferraba con fuerza el borde de la mesa, con los nudillos blancos por la contracción muscular.

Después de la última gota Cynthia dejó el vaso encima de la mesa con decisión. El golpe fuerte sacudió a McKintock y le hizo abrir mucho los ojos, y jadear.

—Ahora... ahora... —balbuceó.

—¡Ahora es el momento de ir a trabajar! —exclamó ella señalando el reloj colgado de la pared.

Lentamente, mecánicamente, McKintock se dio la vuelta y miró el reloj, como un autómata, y, de golpe, se dio cuenta de lo tarde que era. ¡Las siete y media! Como tenía que ir al supermercado, ¡llegaría a Manchester a media mañana! ¡La universidad empezaría el día sin él! ¡No era posible! ¿Qué podía hacer?

Cynthia lo miraba divertida, sabiendo muy bien que la universidad era todo para él, a parte de ella misma, naturalmente. Riendo, lo sacó del impasse.

—Lachlan, ve a Manchester, tranquilo —le dijo, con expresión comprensiva—. Compraré yo misma lo que me hace falta. A propósito, ¿a qué se debió esta visita improvisada ayer?

—Oh, bien, gracias. Gracias, siento haber creado desorden. Ah, sí... ayer estaba tan contento por unos buenísimos resultados de una investigación que quise celebrarlo viniendo aquí. Pero llegué en el momento equivocado. Lo siento.

—La próxima vez que estés tan contento, ¡llámame! Estaré lista para celebrarlo contigo —y le hizo un guiño lleno de coquetería.

Él enrojeció de nuevo y se levantó de la mesa, luchando consigo mismo para separarse de ella.

Boyd oyó, por los cascos, cómo McKintock cogía sus cosas, la puerta que se abría y un sonoro beso de despedida.

—Guau —pensó— esta vez me he librado. Cynthia Farnham era una verdadera furia sexual, y cada vez que McKintock iba a verla le tocaba escuchar orgasmos estratosféricos, con gritos y gruñidos primordiales. Ella lo usaba como un mero instrumento sexual para su propia satisfacción suprema, y cuando él no aguantaba tanto como ella pretendía le abofeteaba e incluso lo insultaba. Era un juego cuyo fin era el placer recíproco, muy carnal, y a McKintock le convenía así. Boyd intuía que aquel hombre debía haber tenido antes una relación fría y tranquila, y estar ahora con una mujer de ese calibre, esa fuerza, debía ser para él la apoteosis del placer. Cierto, también en otras vigilancias Boyd había podido escuchar actividad sexual de varios tipos, pero esta lo perturbaba especialmente y le impedía mantener la distancia.

«Si yo tuviera una mujer así...», imaginó también esta vez, con un suspiro, como todas las otras veces. Cuando recuperó el control llamó al coche gris con el teléfono encriptado.

—Está saliendo —anunció simplemente.

—Recibido —respondió sucintamente su interlocutor.

Boyd volvió al puesto del conductor y cogió un periódico. Lo apoyó en el volante y fingió estar leyendo, mientras con el rabillo del ojo controlaba el edificio. Un minuto más tarde vio a McKintock salir del portal y dirigirse a grandes pasos hacia el aparcamiento, hacia él. Se veía que tenía prisa. Cuando McKintock estuvo a unos diez metros de su propio coche, Boyd encendió el motor y, despreocupadamente, se acercó a la salida del aparcamiento, como si se estuviera yendo. McKintock no se dio ni cuenta de la furgoneta que pasaba junto a él, dominado por las prisas de marcharse. Unos segundos después el coche gris empezó a moverse a su vez, acercándose lentamente al coche del rector. Cuando este estuvo a un par de metros de distancia de su coche y comenzó a extender el brazo hacia la puerta, la furgoneta dio un volantazo a la derecha, tapando la visión del aparcamiento desde el edificio, y, al mismo tiempo, el coche gris aceleró de golpe y fue a pararse justo delante del coche de McKintock. Dos hombres salieron de él saltando como dos muelles, y se situaron a ambos lados del rector. Uno le mostró un distintivo por unos instantes, mientras el otro lo cogía por un brazo.

—¡Policía! Rector McKintock, ¡venga con nosotros!

Él se quedó de piedra, sin palabras. Los dos lo arrastraron sin ceremonias hacia el coche gris; uno de ellos abrió la puerta posterior derecha y, empujándole la cabeza para que se agachara, lo hizo entrar, sentándose a su lado inmediatamente después. Bajó unas cortinas de las ventanas para ocultar el interior del coche y luego hizo un gesto al tercer hombre, que estaba al volante. Este hizo avanzar el coche unos metros, hacia la furgoneta, y esperó.

En ese momento McKintock recuperó la palabra.

—Pero... pero... ¿qué pasa? ¿Por qué me hacéis esto? ¿Qué he hecho?

—Tranquilo, rector McKintock, solo tenemos que hacerle unas preguntas. Será rápido, ya verá.

—Pero... pero ¡tengo que ir a Manchester! ¡Y tengo que ir inmediatamente!

—Justamente, allí es a donde vamos. Tranquilícese.

—Pero... y mi coche... ¿cómo haré? No puedo dejarlo aquí.

—El coche también va a Manchester. Tranquilo. Relájese.

—Pero... ¿y las llaves? Las tengo yo... ¿cómo podréis...? —Desorientado, miró al hombre sentado a su lado. Este devolvió la mirada con una expresión significativa—. Ah... entiendo... no las necesitáis...

Fuera, el último hombre ya había entrado en el coche de McKintock y había encendido el motor; estaba listo para salir.

Durante la acción Boyd había salido del furgón y había fingido controlar un neumático, para justificar delante de posibles observadores la extraña maniobra que había realizado. En cuanto vio al coche gris que venía hacia él comprendió que la operación estaba acabada y volvió a entrar veloz como un rayo en su vehículo, conduciéndolo a continuación a una velocidad moderada, como si no hubiera pasado nada. El coche gris salió del aparcamiento y lo adelantó, ágil y silencioso, seguido por el coche de McKintock a pocos metros de distancia.

El aparcamiento permaneció indiferente, esperando a los propietarios de los otros vehículos. Estos llegarían poco a poco.

La acción entera no había durado más de diez segundos.



En un cuarto de hora el pequeño convoy ya estaba en la autopista hacia Manchester, avanzando a una velocidad sostenida, y manteniéndose constantemente en el carril para adelantar. El conductor del primer coche, el que llevaba a McKintock, procedía con seguridad y concentración. Estaba acostumbrado a desenvolverse en las situaciones más complicadas, y el tráfico de primera hora de la mañana no era nada comparado con las persecuciones que realizaba de vez en cuando. No decía nada, pero controlaba sistemáticamente que el coche de McKintock los siguiese a poca distancia. Su compañero de conducción, en el coche del rector, era un experto como él, especialista en atacar repentinamente cualquier tipo de vehículo del cual hubiera que tomar el control instantáneamente, sometiendo eventualmente al conductor hostil y saliendo rápidamente hacia la destinación justa, incluso evitando al mismo tiempo del fuego enemigo.

El hombre sentado detrás junto a McKintock levantó las cortinas, y el paisaje campestre empezó a desfilar veloz a su lado.

McKintock, mientras tanto, había podido relajarse, y había empezado a reflexionar. ¿Qué podía querer la policía de él? ¿Había hecho, quizá, algo grave? ¿Qué acto suyo podía justificar una captura de ese tipo? Porque se sentía capturado, sí, lo habían cogido como si fuera un delincuente a la salida de un bar oscuro. ¿Cómo osaban? Él era el rector de la Universidad de Manchester. Tenía que haber un error. Recuperó su valor y pasó al contraataque.

—Escuche, señor —se dirigió al hombre sentado a su lado.

—¿Sí? —respondió este, mirándolo con aire de suficiencia.

—Enséñeme su distintivo otra vez, si no le importa.

—Cuando lleguemos —fue la respuesta, seguida de una mirada penetrante y significativa, acompañada de una mano que, de manera despreocupada, metía bajo la chaqueta, cerca de la axila izquierda.

McKintock siguió inevitablemente ese movimiento y se asustó. Decidió que no era el momento de hacer más preguntas. A pesar de todo, aquellos parecían realmente ser policías y no le habían tocado ni un pelo, después de todo, así que se relajó contra el asiento y esperó a que los hechos siguieran su curso. Sentía una enorme curiosidad, además; curiosidad y preocupación, porque no podía imaginar qué podían querer de él.

Fuera lo que fuera, lo iba a descubrir pronto. Antes de lo que hubiera creído se dio cuenta de que estaban entrando en Manchester, con su coche pisándoles los talones como si estuviera enganchado con una cuerda de acero. El hombre junto a él bajó las cortinas de las ventanillas, e incluso colocó un tejido más grueso que separaba los puestos delanteros de los traseros. También bajó un parasol delante de la luna trasera, de manera que el paisaje que les rodeaba resultaba completamente oculto. McKintock no podía saber hacia dónde se dirigían en el interior de Manchester, que conocía tan bien.

Después de unos veinte metros el coche se paró.

El hombre que estaba a su lado salió del coche y le abrió la puerta.

—Salga —le ordenó secamente.

McKintock salió, titubeando, y se encontró en un aparcamiento subterráneo, con muros de cemento armado bien acabado y pocas luces, aquí y allá, en las paredes. Su coche ya estaba aparcado al lado, y el hombre que lo había conducido lo estaba cerrando con un mando a distancia negro, extraño y anónimo. Lo cogieron por los codos, pero él hizo un gesto de que iba a colaborar.

Uno de los hombres asintió, y, caminando a su lado, lo condujeron hasta un ascensor estropeado en la pared frente a ellos. Entraron, McKintock y los otros tres, y uno de ellos apretó un botón blanco, sin número. Los otros botones tampoco tenían número, en realidad.

«Vaya, qué ascensor más raro», pensó McKintock.

Un breve ascenso y después la puerta se abrió a un pasillo blanco sucio, sucio en el sentido de que las paredes tenían moho, marcas de zapatos, surcos hechos por respaldos de sillas y, pareció a McKintock, extrañas marcas de color rojo oscuro. Algunas parecían casi huellas parciales de manos, como si alguien manchado de sangre se hubiera apoyado en la pared, manchándola. Esperaba estar interpretando mal. Mientras tanto la comitiva llegó hasta una puerta de madera blanquecina, desconchada y sucia como las paredes. Uno de los tres la abrió y lo acompañó dentro, obligándolo a sentarse en una silla del mismo estilo que lo demás, cerca de una mesa que había visto tiempos mejores.

El hombre cerró la puerta y se sentó en otra silla, a esperar. Los otros dos se fueron. El que se había quedado era el mismo que había estado junto a McKintock en el asiento posterior durante el viaje.

—¿Pero qué sitio es este? ¿Dónde me habéis llevado? —soltó, irritado, McKintock. Estaba acostumbrado a entornos de un nivel completamente diferente. Olía a humedad y a rancio, y en el suelo corrían sin ser molestadas algunas cucarachas. Las esquinas superiores de la habitación estaban cubiertas de telarañas gruesas y amarillentas, cargadas de polvo. Algunas arañas negras vivían tranquilamente en su interior, a la espera de alguna presa.

El hombre lo ignoró, y McKintock comprendió que habría sido inútil insistir.

Después de unos minutos se abrió la puerta y entró un hombre de unos sesenta años, con un buen traje azul y ojos con montura de concha.

—Buenos días, señor McKintock. Me llamo William Farnsworth, responsable de los Servicios de Seguridad.

¿«Servicios de Seguridad»? ¿Qué era? —se preguntó McKintock.

—Buenos días —respondió, hostil—. ¿Por qué me habéis traído aquí? ¿Qué queréis de mí? ¿Qué sitio es este? —preguntó cada vez más agresivo.

—Le hemos traído aquí —respondió Farnsworth, enfatizando fuertemente la primera sílaba, con voz imperiosa—, porque usted sabe algo que podría ser de importancia capital para este país —dijo, haciendo una pausa para crear más efecto—. Porque usted ama Inglaterra, ¿verdad? —dijo, jugando la carta del patriotismo, mirándolo brutalmente a los ojos.

—Eh... bueno... claro. Claro que amo Inglaterra. —Farnsworth derribaba una puerta abierta, porque McKintock era un británico leal y fiel, y amaba incluso a la reina, al contrario de muchos otros conciudadanos suyos. Completamente desmontado, cedió las armas—. ¿Qué queréis saber? Estoy a vuestra disposición.

—Tenemos conocimiento de un proyecto en el que está implicado —informó Farnsworth mirándolo a los ojos, pero esta vez sin animadversión—. Un proyecto que concierne una cierta Máquina capaz de desplazar cosas y personas a distancias medidas en la escala universal, e inventada por un cierto Drew. ¿Qué puede decirnos al respecto?

McKintock permaneció en estado de shock.

¿Cómo podían saber esto?

Ni siquiera él lo sabía hasta la noche anterior. ¿Cómo lo habían hecho? Era imposible que nadie hubiera hablado de ello, y, sin embargo, tenía que haber ocurrido, no cabía otra posibilidad. Palideció como un cadáver, después enrojeció violentamente, y finalmente encontró las palabras.

Suspiró profundamente antes de responder.

—No sé cómo han podido saberlo, pero eso que usted ha descrito de manera tan concisa es la realidad. Explicaré todo, pero al menos dígame qué son estos Servicios de Seguridad de los que ha hablado, y quién es usted realmente.

—Después —respondió secamente Farnsworth—. Se lo aseguro, sabrá todo a su debido tiempo. Mientras tanto, este es mi distintivo, si le sirve para tranquilizarse. —Agitó delante de sus ojos, brevemente, unas siglas similares a las que había visto durante la «captación» en el aparcamiento de Liverpool.

McKintock suspiró nuevamente, y comenzó a contar.

—Hace una semana un profesor de física de mi Universidad, el profesor Drew, vino a verme junto con un estudiante suyo, Joshua Marlon. Este muchacho había descubierto, por pura casualidad, un efecto producido por un dispositivo construido por Drew con otro objetivo. Él había informado a su profesor y, juntos, habían analizado el efecto. Resulta que el dispositivo puede intercambiar dos volúmenes de espacio recíprocamente, a la distancia que se quiera, incluso a una escala cósmica, con todo lo que contienen. Esto significa que la Máquina, como la llamo yo, puede ser regulada para apuntar a su compañero aquí —y señaló al otro hombre—, y transportarlo instantáneamente a otro sitio, poniendo en su lugar cualquier otra cosa. Si quisiera —y aquí McKintock empezó a disfrutar, tomándose una pequeña revancha—, podría ser transportado al fondo del mar, y en su lugar aparecería una buena salpicadura de agua salada —concluyó, levantándose de golpe de la mesa.

El hombre sentado se movió nervioso en su silla y miró serio a su jefe.

Farnsworth había abierto los ojos de par en par, impresionado, pero había recuperado el control rápidamente.

—Bien. O sea, que es verdad. ¿Y ya han hecho pruebas con esta... ... Máquina?

—Existe un pequeño prototipo capaz de desplazar objetos de pequeño tamaño. Con la ayuda de un equipo de científicos de entre los mejores del mundo, el profesor Drew ya ha podido construir la teoría del funcionamiento de la Máquina, y justo ayer por la tarde me había hecho partícipe de los resultados de las pruebas. Por eso me sorprende que ya estén al corriente de todo ello. Ahora —añadió, y miró directamente a los ojos a Farnsworth—, ¿puedo saber cómo han podido saberlo? Me debe esta explicación.

—Tenemos nuestros métodos. Y no se los puedo revelar, porque entonces se volverían ineficaces. Pero visto que ha colaborado, le diré esto: Los Servicios de Seguridad que yo coordino se ocupan de recoger información de todo tipo que pueda ser de interés para el país, y somos muy buenos haciendo nuestro trabajo.

—El Servicio Secreto, pues —constató McKintock.

—Sí —respondió simplemente Farnsworth—. Y si le revelo esta información es porque estoy convencido de que usted es realmente un patriota, y, por el puesto que ocupa, deduzco que es una persona con un gran sentido de la responsabilidad. La tecnología de la que dispone, sin embargo, puede ser de un valor incalculable para Gran Bretaña, en una magnitud que usted quizá no se haya comprendido todavía.

«¿Y cómo habría podido?», pensó McKintock, «solo me dijeron ayer por la noche lo que la Máquina puede hacer...»

—Porque, como sabrá —continuó Farnsworth—, nuestro país está viviendo un período de estancamiento económico y político. Con la tecnología que ha descrito, con la Máquina, Gran Bretaña tendría una ventaja tecnológica incalculable respeto a todos los demás países, y esto hace automáticamente que su proyecto tenga una importancia fundamental. De todo esto resulta que la Máquina se convierte a partir de ahora en un Secreto de Estado, y nadie, y digo nadie, puede saber de su existencia sin mi autorización. ¿Cuántas personas están al corriente?

Durante todo este tiempo McKintock se había limitado a escuchar y a asentir. La directiva de confidencialidad era la misma que él había impuesto a Drew y a los otros, y ahora se encontraba él mismo teniendo que asumirla. Así funcionaban las cosas.

Contó mentalmente.

—Unas diez, incluyéndome.

—¿Tantas? —se alarmó Farnsworth, perplejo—. ¿Qué relación tienen estas personas con usted? Quiero decir, ¿son de confianza? ¿Podrían revelar a otros la existencia de la Máquina?

—No. Yo mismo les impuse que el proyecto debía mantenerse en secreto, y estoy seguro de que han mantenido el pacto. Son todos científicos o colaboradores de integridad probada, y es su interés, al menos en esta fase de estudio y pruebas, que el proyecto se mantenga en secreto. Sabe, tendrán todo el mérito con las publicaciones científicas, el efecto será nombrado en honor a ellos, y todo eso —dijo y frunció el ceño, pensativo—. A pesar de todo, debo suponer que alguno de ellos haya hablado. Si no, no se explica cómo habéis podido obtener la información.





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Un descubrimiento científico casual es el inicio de una aventura impactante que llega a los límites de la ciencia y empuja para superarlos. Los protagonistas son arrastrados por caminos inusuales e inesperados, y se enfrentan a situaciones completamente fuera de lo normal. La aventura de la ciencia y la tecnología también se convierte en aventura interior para algunos de ellos, que descubren aspectos de su vida privada y de su propia sexualidad desconocidos hasta entonces. En una rica secuencia de eventos interesantes y giros de la trama, la historia envuelve al lector y lo mantiene en suspenso desde el principio hasta el final.

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