Книга - El Hombre Que Sedujo A La Gioconda

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El Hombre Que Sedujo A La Gioconda
Dionigi Cristian Lentini


Esta es la historia del hombre que conquistó y sedujo a la mujer que, indescifrablemente inmortalizada por Leonardo de Vinci, sedujo al mundo con su mirada. Es la historia de Tristano, un joven diplomático pontificio con un pasado misterioso y sombrío que, entre estrategias y engaños, entre aventuras y complots, entre intrigas y guerras de la Italia del Renacimiento, cumplió brillantemente sus misiones, una tras otra, utilizando el arte que mejor conocía, el arma más poderosa: la seducción. Pero llegó el momento en que el destino le encargó la tarea más importante… Un investigador independiente del CNR de Pisa, experto en criptografía y blockchain, encuentra por casualidad en el archivo de una abadía toscana un extraño archivo encriptado que contiene una increíble, extraordinaria e inédita historia… de la cual no puede desprenderse: En una fría noche en la que la historia ensayaba el Renacimiento, mientras los señores de Italia se aniquilaban unos a otros por el efímero control de las fugaces fronteras de sus países, un joven diplomático pontificio con un misterioso pasado prefirió probar su mano en el arte de la seducción en lugar de la guerra. ¿Quién era él? No era un príncipe, ni un líder, ni un prelado, no tenía ningún título oficial… y sin embargo hablar con él era como conferir directamente con el Santo Padre, se movía con facilidad en el complejo tablero político de aquel período pero nunca dejaba rastro alguno, escribía la historia todos los días pero nunca aparecía en ninguna de sus páginas… estaba en todas partes y sin embargo era como si no existiera. De un señorío a otro, de un reino a una república, entre estrategias y engaños, entre aventuras y complots, Tristano cumplió con éxito sus misiones… hasta que el destino le encargó la tarea más importante: descubrir quién era realmente. Para ello tuvo que descifrar una carta de su verdadera madre, mantenida durante 42 años oculta por la casta de los poderosos de la época. Para ello, tuvo que cruzar aquel increíble intersticio temporal indemne de una extraordinaria e inaudita concentración de personajes (estadistas, caudillos, artistas, literatos, ingenieros, científicos, navegantes, cortesanos, etc.) que han cambiado de forma significativa, drástica e irreversible el curso de la historia. Para ello, tuvo que seducir a la mujer que, indescifrablemente inmortalizada por Leonardo da Vinci, sedujo al mundo con su mirada.





Dionigi Cristian Lentini

El Hombre que Sedujo a la Gioconda




CON MOTIVO DEL quingentésimo ANIVERSARIO


DE LA MUERTE DE LEONARDO DA VINCI










La historia que aquí se narra es mera ficción y producto de la imaginación del autor


La información, las referencias y las menciones históricas que contiene tienen el mero propósito de dar veracidad a la narración


Cualquier referencia o analogía a hechos, episodios, personajes o lugares que realmente existieron es puramente casual


Versión original en italiano (2019):


L’uomo che sedusse la Gioconda


[Con motivo del quingentésimo aniversario de la muerte de Leonardo da Vinci]


Esta obra está protegida por la ley de derechos de autor


Se prohíbe toda reproducción no autorizada, incluso parcial


© Dionigi Cristian Lentini – 2020


Traducción de Jorge Ledezma Millán



A mi tío


Don Giovanni Lentini




Prólogo




“Hola semental ;-) Estuviste fantástico esta noche. No pienses demasiado en ello: no siempre puedes ser John Holmes… :-) En cuanto llegue a la oficina te enviaré algo sobre ese monje donjuán del que te hablé. Que tengas un buen día.”


Tal era el mensaje privado que Francesca acababa de enviarle mientras se dirigía hacia la abadía en su anticuado convertible de metano.

Ni siquiera había escuchado llegar la notificación. De hecho, estaba hablando por teléfono con el profesor De Rango, quien por 33ª vez lo había recomendado para hacer un buen trabajo y sobre todo para saludar al padre Enzo, el abad amigo del rector… y sabe Dios cuántos otros directores y dirigentes.



"Es increíble cómo la red de telefonía celular está tan extendida en esta remota área montañosa", pensó.


Después de exactamente veintisiete segundos, decidió implementar el plan de emergencia previsto en tales casos por el protocolo de supervivencia…….. : "simulación de pérdida repentina de señal, colocándolo en un estado indetectable durante los próximos 30 minutos".

Claudio, de 40 años, un investigador externo del Instituto de Informática y Telemática del CNR de Pisa, con ocho años de cheques y contratos temporales en su currículum vitae, había sido enviado en un viaje de emergencia para lo que los anglosajones llaman “Damage assessment and disaster recovery", en la práctica, una intervención para evaluar el daño y restaurar los datos del archivo digital de una antigua abadía toscana que 48 horas antes había sufrido un ataque cibernético por parte de un habilidoso hacker ruso.

Obviamente la idea de pasar toda la semana en una biblioteca medieval recuperando pergaminos digitalizados, reinstalando sistemas operativos, analizando discos de oración y escuchando cantos gregorianos (sin quizás ni siquiera tener acceso a una película pornográfica), mientras que el mundo exterior se ocupaba de la cadena de bloques y la criptografía, no le parecía particularmente excitante.

En el último año no había producido ninguna publicación científica. Y no porque no hubiese investigado lo suficiente o no hubiese logrado resultados concretos… …quizás simplemente porque no había encontrado nada realmente interesante que valiese la pena compartir con el resto del planeta. Por ello, a la primera oportunidad, solían burlarse de él sus colegas, quienes, a diferencia de él, publicaban y patentaban cada flatulencia que emitían en el aire después de una comilona de frijoles en Valleriana.

En resumen, aquella mañana ni siquiera su CD de "Hotel California" de The Eagles podía levantarle el ánimo.

Llegó a la cima de la abadía a las 9:37 a.m., justo cuando las guitarras de Don Felder y Joe Walsh terminaban uno de los solos más hermosos de la historia del rock.



"Oh, doctor, bienvenido a nuestra casa. El Reverendísimo Padre lo esperaba desde ayer… Venga, venga, le explicaré todo".


Un cordial y alarmado fraile le dio la bienvenida, señalando inmediatamente el camino hacia el archivo violado.

La situación era menos grave de lo que había imaginado: el servidor principal estaba caído, un troyano ransomware había encriptado la mitad de todo con una clave AES de 2048 bits y exigía un rescate de 21 bitcoins, la mayoría de los frailes ni siquiera sabían qué eran ransomware y un bitcoin, pero afortunadamente la restricción (sólo lectura/escritura) para acceder a los permisos de los archivos en el archivo de copia de seguridad se había mantenido … y también – luego dicen que no es cierto que los monjes tienen suerte- la última copia disponible que el procedimiento de sincronización automática y copia de seguridad había producido 16 horas y 18 minutos antes del ataque. En resumen, si no hubiera estado en un lugar sagrado, nuestro investigador sin duda habría exclamado: "¡¿Qué demonios…?!"

Por tanto, la gran mayoría de la información estaba a salvo. Sólo era cuestión de erradicar la infección y restaurar unos 9 terabytes de escaneos de manuscritos y libros digitalizados, para después devolverlos manualmente desde los discos de copia al disco principal. Lo que alivió aún más a Claudio fue que aquella operación se podía realizar también desde Pisa, evitando así que su ya estropeado paladar entrara en contacto con los suculentos platos de aquel infame restaurante con tres estrellas en la Guía Michelin llamado "refectorio".

Así que, después de sólo 4 horas, Claudio le dio las instrucciones necesarias para la restauración del host al fraile que le pareció más despierto, retiró los elementos esenciales del estante, cargó todo en el automóvil y regresó a casa.

Ah, mientras tanto el smartphone había empezado a recibir la señal de nuevo y el punto rojo de la derecha indicaba dos mensajes:

– El primero, del siempre simpático profesor De Rango, decía textualmente: "¡Ni siquiera los novatos más banales hacen más uso de tales trucos! ¡Ese teléfono ahí arriba tiene una gran recepción! Entiendo que te rompo los… ¡¡¡pero es importante!!! Avísame tan pronto como lo hayamos resuelto. Gracias".

"Sí, 'nosotros'… " pensó.

– El segundo mensaje, de Francesca, contenía una foto de un extracto de periódico de hacía dieciocho años.

Su novia, en efecto, al enterarse del viaje de Claudio a dicho monasterio, había conseguido sacar, de los archivos del periódico local para el que trabajaba, una copia del artículo que narraba la oscura historia de la muerte del Padre Sergio, un joven fraile rompecorazones, asesinado por un marido celoso que no soportaba que su mujer acudiese a confesarse tan a menudo.

El cadáver había sido encontrado frente a un retablo en un escenario espantoso a medio camino entre "El Código Da Vinci" y "Seven", entre "El Nombre de la Rosa" e "Instinto Básico".

Desde entonces el caso había sido desestimado, pero nadie había logrado entender lo que significaba realmente la palabra escrita con sangre y que el luminol del R.I.S. había revelado sobre el hábito del pobre clérigo: "sinemensura".

Probablemente, de hecho, casi seguramente, si no hubiera leído dicho artículo, con más de 37000000 archivos para analizar y la final de Roland Garros en la TV, el investigador no se habría detenido en aquel pequeño directorio del sistema de archivos del último disco llamado "Padre Sergio".

En su interior, encontró docenas de archivos de poemas de amor, fotos de bellas mujeres jóvenes y un solo archivo de extensión ".axx", un formato encriptado protegido por contraseña.

Claudio sabía muy bien que la probabilidad de adivinar la contraseña (de 11 caracteres de 95 posibles) era de casi 0,00000000000000000175 % y que con un ataque de fuerza bruta de 100000 intentos por segundo podría tardar unos 1.000 millones 803 millones de años en descubrirla, pero, por una vez, dejó de lado los números y decidió hacer un solo intento:

Escribió “sinemensura” y allí, como si fuera el cofre abierto del tesoro de un pirata, comenzó a emerger la historia más bella que jamás hubiese leído.




I

La Guerra de Ferrara



Noviembre 1482

El gélido viento de aquella tarde de invierno no azotaba a los mirlos del Castillo de San Giorgio tanto como el viento de la pasión que corría por sus venas palpitantes.

Era el mes de noviembre del Anno Domini de 1482, Mantua estaba helada, desierta… y Beatriz estaba acostada en la cama de su habitación con una mirada soñadora, fija en las águilas imperiales que adornaban el techo… y una imaginación recién descubierta saturaba su mente… pensamientos indecibles que, para una dama de su rango, estaban cerca de la indecencia. Sabía que cuando el parloteo de los sirvientes Gonzaga dejara el piano nobile, él, el encantador diplomático ahora señor de su juicio, llegaría, cuidadoso y aprovechando la temeraria ausencia de su primo y prometido (el marqués, junto a su padre, había estado luchando durante dos días bajo las murallas de Ferrara en la vigorosa defensa de la familia Este, amenazada por los venecianos del conde Roberto di San Severino).

En efecto, Girolamo Riario, codicioso señor de Imola y Forlì, bajo el patrocinio de su tío Sixto IV, con el objetivo declarado de tomar posesión del Ducado de Ercole d'Este en poco tiempo, había logrado persuadir al dux de Venecia de la necesidad de declarar la guerra a Ferrara, culpable de amenazar durante algún tiempo el monopolio del comercio de la sal en Polesine.

La Casa de Este, sin duda más refinada que militarizada, estaba relacionada, no casualmente, con el Rey de Nápoles (Hércules se había casado con la hija de Fernando de Aragón, Eleanor) y había podido forjar alianzas con los vecinos señoríos italianos, incluyendo el de Ludovico María Sforza conocido como el moro, a quien el Duque de Ferrara había prometido casar con una de sus hijas en tiempos menos turbulentos.

Así, toda la península se dividió pronto en dos bloques armados: por un lado el Estado Pontificio con Sixto IV, Imola y Forlì con el Riario, la República de Venecia, la República de Génova, el Marquesado de Monferrato y el Condado de S. Según Parma; por otra parte el Ducado de Ferrara con Ercole d'Este, el Reino de Nápoles con Fernando de Aragón, el Ducado de Milán con Ludovico il Moro, el Marquesado de Mantua con Federico Gonzaga, el Ducado de Urbino con Federico da Montefeltro, el Señorío de Bolonia dominado por Giovanni Bentivoglio y la República de Florencia con Lorenzo de' Medici.

Después del verano las tropas venecianas tenían una clara ventaja: habían conquistado Rovigo, asediado Ficarolo, tomado Argenta y ahora asediaban también Ferrara. La situación se había vuelto aún más crítica para los Estensi desde que el líder más experimentado de la coalición anti-veneciana, el infame Federico da Montefeltro, había muerto de fiebre palúdica en septiembre.

De manera inesperada, el pontífice, que entre tanto había derrotado a los napolitanos en Campomorto, decidió repentinamente poner fin a las hostilidades de su parte, llevando a cabo negociaciones con el Rey de Nápoles. Ludovico il Moro, quien, de hecho, trabajaba en la diplomacia, había logrado convencer a los asesores más cercanos del Santo Padre de que la rápida expansión de la Serenissima en el norte de Italia corría el riesgo de hacerse más peligrosa y amenazadora, tanto para Milán como para Roma; por lo tanto, continuar aquella costosa guerra sólo para satisfacer las locas ambiciones del Riario no era en absoluto conveniente para nadie.

Era de esperarse que Venecia, a un paso de la victoria final, obviamente no tuviese intención alguna de retirarse, al contrario, quería cerrar el juego, antes de que el invierno se volviera aún más riguroso.

Aquella tarde los lagunari, aprovechando una jugada temeraria de sus adversarios, habían decidido lanzar un nuevo ataque desde el norte contra la guarnición de Francesco Gonzaga, quien se esforzaba al máximo por resistir a la fuerza contraria, concentrada más que nunca en la estrategia defensiva y totalmente ajena a lo que estaba a punto de suceder en los suntuosos salones de su bello palacio…

Fueron sólo dos golpes en la puerta: parecía que el joven pretendiente estuviese tocando una campana, como el pesado péndulo de su mente, que ahora oscilaba entre el pudor extremo y la extrema audacia.

No es que ella despreciara el peligro en el cual se encontraba su marqués, luchando entre las ballestas y los arcabuces, pero también requería de verdadero coraje sostener aquella llave, girarla y permitir que su amante cruzara aquel umbral, el último baluarte de un corazón ya profanado.

Mientras el fuego de la chimenea extendía la sombra de la puerta que se abría en la habitación, y el intrépido caballero entraba, Beatriz se dio la vuelta y dejó caer sensualmente al suelo su tocado de perlas.



"Dime que no es un pecado", suplicó.


El joven se agachó lentamente, tomó el colgante, colocó sus manos en las caderas de la dama y, rozando su cuello con sus labios, susurró la primera, la única frase de aquella noche:



"Ciertamente lo es. Pero aún más pecaminoso sería desperdiciar este momento".


En ese instante, ella cerró los ojos, e, ignorando la amarga noticia de que al día siguiente vendría del campo de batalla, se volvió suavemente y se entregó a la pasión. Y mientras su prometido era humillado por la caballería veneciana, ella, como una amazona en una silla de montar, se exaltaba a sí misma, libre por una noche para ser ella misma.

Así que, cuando incluso el extremo combate de espadas en el campo cesó y el último leño de la chimenea se consumió, el nuevo amanecer no llegó para notificar la cada vez más inminente caída de Ferrara… sino tan sólo la enésima conquista de Tristano Licini dei Ginni.




II

El joven Tristano



Da Bérgamo a Roma

Tristano era un distinguido joven de veintidós años, brillante, culto y refinado; su esbelta constitución y las proporciones de su físico hacían de él lo que solía llamarse "un hombre apuesto"; a pesar de su corta edad, ya era un diplomático autorizado de los Estados Pontificios y, por lo tanto, estaba bien afianzado en todos los tribunales italianos. Sin embargo, no tenía una sede fija, era enviado de vez en cuando por la Santa Sede en misión a las Señoríos de la península (y no sólo), a veces sin el conocimiento de los propios embajadores oficiales, para encargarse de los asuntos más delicados, confidenciales y a menudo secretos. Todos los Señores e interlocutores notables sabían que hablar con él equivalía a dialogar directamente con el Santo Padre, sin embargo no tenía ningún título nobiliario, su pasado era un misterio para todos, su nombre nunca aparecía en ningún documento oficial, se vestía mucho mejor que muchos condes y marqueses pero no portaba ningún honor ni blasón en su pecho, Mostraba una disponibilidad casi ilimitada de dinero pero no era hijo de ningún banquero o comerciante, se movía con facilidad en el tablero político pero nunca dejaba rastros, escribía todos los días la historia pero nunca aparecía en ninguna de sus páginas… estaba en todas partes y sin embargo era como si no existiera.

En sus primeras tres décadas de vida había crecido en la provincia de Bérgamo, en la frontera con los territorios de la República de Venecia, donde había recibido una buena educación cultural y una educación sexual y sentimental no convencional. Huérfano de padre y, cuando aún era un adolescente, también de madre, vivía con su abuelo, un noble viejo y cansado ahora en decadencia que, a pesar de todo, siempre se jactaba con orgullo de provenir de una familia de origen frederiano que, en la época de las Cruzadas, se había emparentado con miembros de familias toscanas tan nobles como ahora prácticamente extinguidas; el anciano, sin embargo, seguía gozando de un cierto respeto entre el pueblo y entre la gente del campo, algo que se reflejaba también en el jovencísimo Tristano. En la edad escolar este fue confiado al cuidado de los dominicos primero y luego de los franciscanos, revelando desde el principio cierta propensión a la lógica y la retórica, aunque cada domingo por la mañana enfurecía a sus tutores religiosos al preferir la visión angelical de la llegada de las jóvenes novicias a la iglesia, al estudio de los clásicos, el griego y el latín. A veces se le veía triste, quizá por la ausencia paterna, pero nunca malhumorado, tenía un temperamento vivaz pero siempre sereno, un aire alerta pero nunca impertinente y un rostro limpio que lo hacía muy apreciado por todos en el pueblo, especialmente por las damas.

Acababa de cumplir 12 años cuando un episodio que más tarde reaparecería frecuentemente en sus sueños de adulto le abriría las puertas de un nuevo mundo, algo muy alejado de las reglas monásticas a las que estaba acostumbrado y de las virtudes cardinales que leía todos los días en los libros: Era una calurosa tarde de principios de verano, las puertas y las vistas del scriptorium de la biblioteca estaban abiertas de par en par para permitir que la corriente de aire hiciera menos pesadas dichas lecturas; Tristano tenía en la mano un tomo sobre San Agustín de Hipona, cuya historia le fascinaba particularmente y, sentado en una isla cerca de la ventana, se preparaba para zambullirse en el grueso ejemplar cuando notó un extraño movimiento en la calle a esa hora: Antonia, una viuda inconsolable, regresaba del cementerio, avanzando a paso rápido por la calle desierta, casi arrastrando a su hija, quien no había aprendido a caminar sino hasta los dos años. La joven y desafortunada muchacha parecía tener prisa por llegar sin ser vista a su destino; al poco tiempo, haciéndose cada vez más circunspecta, desvió su trayectoria ligeramente hacia la derecha y, tan pronto como llegó al local del boticario, entró en él. Inmediatamente después, el dueño, inclinado y con la cabeza fuera de la puerta, echó una rápida mirada a la derecha y a la izquierda, y cuando volvió a entrar, cerró la puerta, la cual se abrió de nuevo sólo media hora después, para dejar salir a la madre y a la hija. Dicha dinámica se repitió casi de manera idéntica el sábado siguiente, intrigando tanto a Tristano que la tentación de seguir investigando se hizo casi incontenible para el adolescente. Así que planeó esconderse en un viejo cofre que un peón de su abuelo utilizaba para abastecer a la esposa del boticario, una dama adinerada que, junto con sus dos hijas, preparaba destilados, hidrolizados y perfumes para el laboratorio de su marido. Tan pronto como la carga estuvo lista, Tristano vació del cofre el equivalente de su peso y se acomodó en este, dejando que el trabajador la cargara en el vagón y completara su transporte sin sospechar, yendo directamente a la botica como era su rutina. Una vez allí, escondido en su caballo de madera, como Ulises en Troya, esperó el momento en que el ayudante del herbolario saliera a pagar al dependiente y salió del cofre que había sido colocado entre las diversas bolsas de cereales y hierbas que llenaban la habitación. En ese momento sólo quedaba esperar… Y de hecho, poco después de que el campanario de la iglesia tocara la Novena, la bella Antonia, con su pequeña, entró puntualmente en la semioscuridad; esperándola en la entrada estaba el apuesto alquimista que, como un lobo en la presa, se aventuró a su generoso pecho, empujando a la mujer hacia la puerta fija de la puerta; y mientras con la mano derecha bloqueaba la parte móvil de esta, con la izquierda hurgaba bajo la túnica de la atractiva dama, que, abandonando la mano de la pequeña, se desataba al mismo tiempo el gorro que un momento antes recogía su larga cabellera cobriza. El joven miraba incrédulo lo que ocurría en medio de aquel éxtasis de hierbas medicinales, especias, raíces, velas, papel, tinturas, colores… Después de las primeras efusiones, el boticario se soltó y dio a la joven madre el tiempo justo para acomodar mejor a la niña en un asiento con una muñeca de trapo y paja, luego la tomó de la mano y, mientras la llevaba al cuarto de atrás, le preguntó sarcásticamente: "Dime, ¿qué le dijiste hoy a Don Berengario en el confesionario?”. El ímpetu entre ambos amantes se volvió mayor que antes: a los resueltos y susurros siguieron los gemidos; tan pronto como el audaz espía movía el telón con dos dedos, veía a los dos amantes fornicando pecaminosamente entre hierbas, semillas, perfumes, aguas aromáticas, aceites, ungüentos…

Así comenzó su educación sexual, que pronto corroboró, como toda disciplina que se precie, con la teoría (procurando la ayuda de algunos textos considerados por sus preceptores como prohibidos) y la práctica (provocando pensamientos impuros en algunas jóvenes novicias).

Su primera relación real con una mujer fue con Elisa di Giacomo, la hija mayor de un campesino que trabajaba en la finca. Dos años más tarde, la bella Elisa acompañaba gustosa a Tristano en sus largos paseos por los senderos de la montaña, embrujada por sus historias, sus planes… y a menudo los dos terminaban inevitablemente haciendo el amor en alguna cabaña o refugio de la zona.

De hecho, estaban juntos en la celebración del día de cosecha cuando un puñado de soldados extranjeros llegaron galopando en medio de la fiesta, pasaron a un lado de los trabajadores y los alarmados transeúntes y llegaron frente a la alcoba rural, rodeándola. El hombre más alto de la fila, quien portaba una brillante armadura como nadie había visto en aquellos lares, desmontó de su caballo, se quitó el casco y, golpeando la puerta de una patada, para total azoro de los asombrados tortolitos, irrumpió:



"¿Tristano Licini de’ Ginni?".


"Sí, señor, soy yo", respondió el joven, recogiendo sus pantalones y tratando de ocultar el cuerpo semidesnudo de su asustada compañera con el suyo propio.

"Mi nombre es Giovanni Battista Orsini, Señor de Monte Rotondo. ¡Vístete! Debes seguirme a Roma inmediatamente. Tu abuelo ya ha sido informado y ha dado su permiso para que dejes estos lugares y te mudes lo antes posible a la casa de mi noble tío, Su Ilustrísimo y Reverendo Señor Cardenal Orsini. Mi tarea es escoltarte, incluso por la fuerza si fuese necesario, ante su santa persona. Por favor, no te resistas y sígueme".

Y así, arrancado de su microcosmos provincial en el que había encontrado su equilibrio, con sólo 14 años de edad, Tristano dejó para siempre aquellas pobres tierras de endebles fronteras para alcanzar y renacer como hombre en la opulenta ciudad que Dios había elegido para su asiento terrenal, en las eternas Urbs de los Césares, en el caput mundi…

Después de 7 días de agotador viaje, habiendo llegado exhausto a la residencia del cardenal en Monte Giordano, el joven huésped fue inmediatamente confiado al cuidado de un sirviente y poco después llevado a la presencia del ilustre cardenal Latino Orsini, un destacado exponente de la facción romana de Guelph, Supremo Capellán y Arzobispo de Taranto, ex Obispo de Conza y Arzobispo de Trani, Arzobispo de Urbino, Cardenal Obispo de Albano y Frascati, Administrador Apostólico de la Arquidiócesis de Bari y Canosa y de la Diócesis de Polignano, así como Señor de Mentana, Selci y Palombara, et cetera et cetera.

Durante el corto trayecto, Tristano escudriñó las severas miradas de los bustos de mármol de los ilustres antepasados de la noble familia, sostenidos por ménsulas con protuberancias en forma de leones y rosas, el símbolo distintivo de los Orsini. Las preguntas en su mente crecían fuera de toda proporción, persiguiéndose, superponiéndose unas a otras.

Aquel salón con ventanas, intercaladas con pilastras, coronado por tímpanos curvos con cabezas de león y piñas, águilas coronadas, serpientes, etc.… le parecía infinito.

Su Gracia estaba en su polvoriento estudio, intentando firmar docenas de papeles que dos diligentes diáconos le entregaban con ritual pericia.

Tan pronto como se dio cuenta de que el joven había llegado, levantó la cabeza poco a poco, girándola ligeramente hacia la entrada; lentamente, con los ojos fijos en el muchacho y manteniendo el codo sobre la mesa, levantó el antebrazo izquierdo, con la palma abierta, para anticiparse a su ayudante suspendiendo el paso de otros documentos. Se puso de pie y se acercó al recién llegado sin prisa, como si buscara el mejor ángulo para apreciar mejor sus rasgos; acarició su rostro con benevolencia, para después poner sus dedos bajo su barbilla.



"Tristano", sussurrò… "finalmente, Tristano".


Luego colocó una mano sobre su cabeza y con la otra lo bendijo dibujando una cruz en el aire.

El muchacho, aunque lleno de miedo y asombro, lo miraba fijamente para escudriñar cada mínimo movimiento de su boca y ojos, y encontrar algo que pudiese de alguna manera revelar la razón de su inmediato traslado. El cardenal, sosteniendo en su mano el precioso crucifijo que adornaba su pecho, se volvió con un chasquido hacia la vidriera y, avanzando, se anticipó a él diciendo:



"Pareces inteligente, muchacho. Seguramente te preguntarás la razón de este coercitivo traslado a Roma… "


Después de una breve pausa, continuó:



"Todavía no ha llegado el momento de que lo sepas. Aún no… Solo debes saber que si estás aquí es por tu bien, por tu protección y por tu futuro. Y, de nuevo, por tu bienestar y el de la Santa Iglesia de Roma es que no debes saberlo. En estos tiempos oscuros, fuerzas diabólicas conspiran juntas contra el bien y la verdad. Tu madre lo sabía. Ese rosario alrededor de tu cuello es suyo, nunca te lo quites, es su protección, su bendición.

Si hay algo precioso en ti se lo debes sólo a ella, que te dio a luz con su carne a esta vida temporal y con su corazón a la vida eterna. Ella, en su infinito amor maternal, antes de reunirse con nuestro Señor, te confió a nuestra persona y desde entonces hemos guardado un turbio secreto que cuando llegue el momento, sólo entonces, te será revelado. Veritas filia temporis".

"Señor, te lo ruego", intervino entonces Tristano con voz temblorosa "como todo buen cristiano necesito conocer la verdad…" y, sosteniendo su corazón palpitante con la fuerza del coraje, añadió: "La vida de los santos y sobre todo la de San Agustín nos enseñan a buscar la verdad, la misma verdad que ahora me ocultas".


El prelado se dio la vuelta y, mirando severamente, pero casi con suficiencia ante la reacción del adolescente, respondió:



"Te respondo como lo hizo Ambrosio de Milán a quien indignamente citas: 'No Agustín, no es el hombre quien encuentra la verdad, este debe dejar que la verdad lo encuentre a él'. Y como el entonces joven de Hipona, tu viaje hacia la verdad acaba de empezar".


Incluso antes de que alguien se atreviera a pronunciar otra palabra, miró a su acompañante y concluyó:



"Puedes irte ahora".


Tristano, mudo y aturdido, fue retirado del lugar y, después de algunos días, vestido según los cánones de esa casa secular, de Mons. Ursinorum fue trasladado a la Curia con el sobrino del cardenal.

Giovannni Battista, a pesar de las insistentes protestas del joven, nunca dio explicaciones válidas a esas misteriosas reticencias (tal vez no lo sabía o tal vez se veía obligado a guardar silencio) … pero se limitó a cumplir plenamente la tarea que le había encomendado su tío, iniciando inmediatamente al huérfano en la mejor formación diplomática, … habiendo, entre otras cosas, tenido ya la oportunidad de comprobar que el muchacho no se inclinaba en absoluto por la vida mística y religiosa.

Este último, en la intimidad de las noches, a veces recordaba las palabras de aquel primer encuentro con el cardenal Latino, impotente ante las preguntas que le asediaban la mente: ¿por qué no podía o no debía saberlo? ¿Por qué y de quién debía ser protegido? ¿Por qué su humilde madre habría revelado y confiado a un ilustre prelado un secreto arcano sobre él? ¿Por qué aquel secreto era tan peligroso para él e incluso para toda la Iglesia?

En otras ocasiones había pensado en los lugares y personas de su infancia pero, ahora confiado definitivamente por su único pariente vivo a este ilustre nuevo protector, no podía dejar de aprovechar la ocasión para probar lo que había escuchado enfáticamente de los relatos de los padres dominicos; por lo tanto, se concentró en sus estudios y pronto se adaptó a los círculos eclesiásticos romanos, a las suntuosas habitaciones de la Curia, a los monumentos gigantescos, a los majestuosos palacios, a los suntuosos banquetes…

… tempora tempore, era como si ese tipo de vida siempre le hubiera sido familiar. No pasaba un día sin que desarrollara nuevas experiencias; no pasaba un día sin que agregara nuevas nociones a su bagaje cultural; no pasaba un día sin que conociera a nuevas personas: príncipes y criados, artistas y cortesanos, ingenieros y músicos, héroes y misioneros, parásitos y pusilánimes, prelados y prostitutas. Una continua e inagotable palestra de la vida…

Conocer a tanta gente como fuese posible, de cada clase, de cada origen, de cada extracción, de cada cultura, de cada credo, de cada linaje, entrar en su mundo, encontrar información útil, analizar cada pequeño detalle, escrutar a fondo cada alma humana, … era después de todo la base de su profesión. Y aparentemente aquello lo llevó a convertirse en un amigo de todos. En realidad, de la inestimable multitud de hombres y mujeres que había conocido en su vida, el diplomático sólo podía contar con unos pocos amigos verdaderos, tres de los cuales conoció en esos mismos años y con los cuales compartía un íntimo secreto:

Jacopo, un monje benedictino, un fino alquimista, erudito en botánica, brebajes, pociones, perfumes, pero también fabricante de excelentes licores y digestivos. Compartía con Tristano la pasión por los clásicos patrísticos y la búsqueda filosófica de la verdad. A una edad muy temprana había matado con un alambique a su maestro, un viejo pedófilo impotente que había abusado repetidamente de sus estudiantes. El cadáver, disuelto en ácido, nunca fue encontrado.

Verónica, criada por su madre en un burdel veneciano, había aprendido ya desde muy joven el arte de la seducción que practicaba en Roma desde hacía algunos años; su casa de citas era frecuentada todos los días por pintores, hombres de letras, soldados, ricos comerciantes, banqueros, condes, marqueses y, sobre todo, prelados de alto rango. La chica ya no tenía ninguna familia en el mundo, excepto una hermana gemela que nunca había conocido, de cuya misteriosa existencia sólo sabía Tristano.

Ludovico, hijo y ayudante del sastre personal de la familia Orsini, muy refinado, creativo, extravagante, extrovertido, experto en los más dispares tejidos, telas y accesorios, siempre informado sobre las novedades y tendencias de los países italianos y europeos. ¿Su secreto? … se sentía más atraído sexualmente por los hombres que por las mujeres y, aunque nunca se había atrevido a revelarlo, sentía una admiración y un afecto particular por Tristano que a veces trascendía el ámbito de lo meramente amistoso.

Tan pronto como podía, libre de las cargas de la Curia, entre una misión y otra, el embajador diplomático frecuentaba con gusto a sus amigos… Después de cada misión, tan pronto como regresaba a Roma, solía visitarlos, contarles acerca de las dinámicas aventureras que había experimentado y obsequiarles un recuerdo.

En el verano de 1477 el cardenal Orsini cayó gravemente enfermo; llamó inmediatamente a su protegido, que se encontraba en la abadía de Santa María de Farfa. Tristano corrió como un rayo, pero cuando llegó a Roma el palacio ya estaba de luto. Mientras subía al piso principal, la sala que subía hasta la cabecera estaba llena de príncipes fúnebres y notables que susurraban: el alto cardenal había muerto en vano y con él la posibilidad de conocer por su voz el arcano misterio que envolvía el pasado del joven funcionario.

Desafortunadamente, el cardenal no había dejado nada que pudiese revelar algo. Tampoco el testamento del prelado hacía la más mínima mención del secreto mencionado tres años antes.

En los días siguientes a su muerte, Tristano investigó la vida sagrada de Latino, buscando en la biblioteca del palacio… pero no encontró nada, ninguna pista relevante… excepto una sola página arrancada de un viejo diario de viaje. El documento se refería a una importante misión del cardenal Orsini en Barletta en el año MCDLIX. Los manuscritos del cardenal estaban casi todos escritos y conservados con una perfección tan maníaca que la falta de una hoja de papel, además mal cortada, habría sido rápidamente rellenada y arreglada, si no por el mismo Latino, sí por sus cuidadosos bibliotecarios, y esto por un momento había atraído las sospechas de Tristano; desgraciadamente no había nada más que pudiera revelar alguna pista o hipótesis digna de mayor investigación. Por lo tanto, decidió suspender todas las investigaciones y regresar a la Curia, donde podría continuar su labor diplomática bajo la égida de Giovanni Battista Orsini, quien, mientras tanto, había recibido el tan solicitado nombramiento como protonotario apostólico.

En sus primeras misiones diplomáticas fuera de los confines de los Estados Pontificios, Tristano estaba flanqueado por el Nuncio Papal Fray Roberto da Lecce, pero pronto sus excepcionales habilidades de diligencia, prudencia y discreción convencieron a Giovanni Battista y a sus consejeros para confiarle cuestiones cada vez más críticas y delicadas para las que necesariamente debía gozar de cierta independencia y autonomía.

El complejísimo contexto de la Guerra de Ferrara era uno de ellas. No sólo los señores de la península, por diversos motivos y a diferentes niveles, estaban implicados, sino que también en el Estado de la Iglesia la situación se complicaba cada día más y exigía a los ajedrecistas superiores que pudieran jugar al menos dos partidas al mismo tiempo: una externa y otra, quizás más peligrosa para la Santa Sede, interna; de hecho en Roma se habían creado dos facciones: los Orsini y los Della Rovere, en apoyo del Papa, contra el principado de Colonna, respaldado por los Savelli.

En resumen, la vida no era nada fácil para nuestro joven diplomático: el aliado afable y locuaz de la cena anterior podía muy bien convertirse en el curso de una noche en el amargo y deplorable enemigo de la mañana siguiente, el peón que había que quitar en el tablero de ajedrez para evitar el estancamiento o para dar aliento al enroque, la pieza que había que cambiar para lanzar el ataque final…

Ya después del verano de aquel 1482, el cambio en la política pontificia comenzó a hacerse evidente. La Santa Sede había decidido poner fin a la guerra y Tristano había sido enviado a la corte de los Gonzaga precisamente para mostrar el cambio de voluntad de Roma hacia Ferrara y Mantua. Al mismo tiempo, disfrutando de la máxima acogida de los anfitriones y teniendo libre acceso a las refinadas habitaciones del palacio, el joven de 22 años no podía permanecer insensible a las llamadas de las jóvenes cortesanas que desfilaban delante de él en aquellas frías tardes de invierno.




III

Alessandra Lippi



El encuentro con Pietro Di Giovanni y la parada en Prato

Al primer resplandor del sol de Mantua, Tristano, abandonado en los brazos de Morfeo después de estar con su jovencísima amante, había regresado recientemente a su habitación; trataba de disfrutar de un merecido sueño, cuando una voz insistente bajo su ventana lo trajo de vuelta a la realidad:



"Su Excelencia… Su Excelencia… Mi señor…"


Un soldado con un pequeño pergamino en la mano demandaba urgentemente su atención.

La carta tenía el claro sello papal y ordenaba a Tristano que regresara a Roma lo antes posible.

Así, sin esperar siquiera la fama del campo de batalla, el oficial pontificio tuvo que abandonar la ciudad de Virgilio con su escolta, pero no sin antes entintar rápidamente dos diligentes mensajes: uno para el marqués Federico, disculpándose por la repentina partida y confirmando con seguridad el renovado apoyo del Santo Padre hacia él y el duque de Ferrara; el otro para su Beatriz, agradeciéndole el haber compartido generosamente con él aquella noche y deseándole el encuentro con ese amor necesitado que la promesa nunca pudo darle.

Cabalgó durante todo el día, parando sólo en Bolonia para refrescar los caballos, antes de cruzar los Apeninos Emilianos hacia Florencia.

Al día siguiente, cruzando un compacto y silencioso bosque de hayas, un disparo de ballesta cruzó ligeramente el camino del joven fideicomisario pontificio, levantando en vuelo una bandada mixta de tordos y palomos. Mientras que instintivamente Tristano y sus hombres frenaban y se preparaban con sus armas en la mano, en la misma trayectoria, un caballo marrón exhausto y sangrante, pasó a su lado como un rayo. Lo montaban un hombre y una joven que le sujetaba las caderas. Poco después, cuatro jinetes más y luego dos más, en obvia persecución de los primeros.

Impulsivamente, el osado embajador decidió unirse a la caza en el denso bosque de hojas caducas, obligando a los dos de la escolta a hacer lo mismo.

Sin embargo, tan pronto como el bosque se abrió en un claro ligeramente inclinado, los tres frenaron y, ocultos en el arbusto, trataron de entender lo que estaba pasando, manteniendo su distancia.

El corcel color marrón cayó al suelo; los dos jóvenes, sin su cabalgadura, trataron en vano de atrincherarse en una pequeña cabaña semiabandonada, ahora alcanzada por sus perseguidores; dos de ellos bajaron de sus caballos con sus espadas desenvainadas, mientras que los otros cuatro rodeaban la casucha.

Mientras su protegida intentaba con todas sus fuerzas abrir la maltrecha puerta, el joven, unus sed leo, se preparaba para enfrentarse a los dos matones con una daga. A pesar de la evidente inferioridad numérica, el hombre logró detener la embestida por la derecha y después de golpear al primer oponente en el bajo vientre, se volvió hacia el segundo por la izquierda, esquivando el golpe y apuñalándolo en el costado. Cogió una espada, miró rápidamente hacia la mujer, mientras tanto rodeado por el resto de los jinetes, reanudó la lucha con el primer oponente, logrando con unos pocos golpes desarmarlo y reducirlo, a pesar de su tamaño, con los hombros en el suelo. Pero al mismo tiempo, el grito desesperado de ayuda de su compañera llamó su atención; volviéndose hacia la mujer, arrojó su espada como si fuese una jabalina en el pecho del bruto que se precipitaba contra él, recibiendo a su vez un dardo de ballesta en el hombro por parte del último jinete que quedaba en la silla; nada pudo hacerse cuando otros dos se acercaron por detrás de él y le cogieron con una malla metálica similar a las utilizadas en la caza, arrojándole al suelo e inmovilizando inmediatamente sus miembros con un cinturón.



"No, Pietro…" gritó la joven desesperada. "¡Déjenlo! Es a mí a quien quieren", estalló en lágrimas.

"Detente", dijo el jefe, "No lo mates todavía", y, señalando a la pobre chica, continuó: "Vamos a divertirnos primero".

"¡Bastardos!" gritó el prisionero mientras se retorcía y trataba, en vano, de liberarse de sus ataduras. "¡Sinvergüenzas, cobardes, hijos de un perro!"


Uno de los maleantes sujetó a la aterrorizada chica del cabello, le arrancó la ropa y la forzó contra la pared del cobertizo, inmovilizándole los brazos, y mientras otros dos le ataban las piernas con una cuerda, comenzó a colocarle un trapo en la boca para amortiguar los gritos.

En ese momento, Tristano, incapaz de permanecer impasible ante tan abominable violencia, decidió finalmente intervenir: salió al descubierto con sus hombres e, irrumpiendo en escena, atacó heroicamente a aquella atroz manada de hienas lujuriosas. Los maleantes, aunque pocos, seguían siendo superiores en número y no se amedrentaron: la tensión aumentó de nuevo. Pero mientras uno de los bravucones se subía de nuevo los pantalones, Tristano reconoció el lirio de los Medici en el friso de la capucha, e incluso antes de que el ballestero comenzara a tensar su arco contra uno de los suyos, levantando el puño al cielo, los convocó:



"Detente, te lo ordeno, en nombre del señor Lorenzo de Médicis" y regiamente estiró su brazo hacia adelante y luego a la derecha y de nuevo a la izquierda, contra cada uno de los cuatro esbirros. "Tengo veinticinco hombres en mi comitiva listos para arrestaros y entregaros a las galeras de mi amigo Lorenzo", añadió.


El más grande, entonces, reconociendo en el anillo la efigie de su señor, y temiendo por lo tanto graves repercusiones contra él, ordenó inmediatamente a sus hombres que arrojaran sus armas; también trató de esbozar excusas por lo que había sucedido, pero Tristano lo silenció inmanentemente:



"Lárgate, delincuente".


Los cuatro, temerosos, montaron sus caballos y desaparecieron en el bosque de hayas.

Los soldados papales, aún incrédulos por la manera en que el joven oficial había resuelto el asunto, liberaron rápidamente a los dos jóvenes y, vendando sus heridas lo mejor que pudieron, los subieron en un caballo.

Así, reanudaron su viaje cuando el sol comenzó a ponerse a su derecha.

Por la noche llegaron a Prato, donde Tristano conocía a alguien que tal vez podría ocuparse de los dos desgraciados, lo cual le permitiría continuar su viaje hacia Roma lo antes posible.

Cerca de la Piazza del Duomo, dos chicas acababan de regalar una barra de pan a un mendigo con frío y se preparaban para volver a casa. Tristano saltó repentinamente de su caballo, señaló a las dos jóvenes y exclamó:



"¡Alessandra!"


La más delgada de las dos se dio la vuelta, miró un momento a quien se había atrevido a pronunciar su nombre a esa hora tardía y, recibiendo de la vista la confirmación de lo que ese sonido acababa de despertar en su baúl de recuerdos, respondió:



"Tristano"


En un instante la chica corrió para encontrarse con él y libre de cualquier convención o inhibición, ya que entre ella y el chico habían compartido algo más, echó los brazos alrededor de su cuello, cerró suavemente los ojos y apretó la cabeza con fuerza sobre el pecho del forastero.

Alessandra era la agraciada hija de Lucrezia Buti y del difunto pintor florentino Filippo Lippi. Su madre, Sor Lucrezia, había sido monja en el monasterio de Santa Caterina, obligada por la familia a una monacalización forzada. Su padre, capellán del convento del mismo monasterio de Prato, ya era reconocido en vida como uno de los mejores pintores de su tiempo y por ello muy a menudo recibía encargos por parte de las jerarquías eclesiásticas y las familias adineradas para pintar obras muy importantes, sobre todo de temas bíblicos y hagiográficos. Fue durante uno de estos trabajos que los dos se conocieron. La atracción fue inevitable e irrefrenable… ella era muy hermosa y sensual, él sumamente carismático y sensible: los dos religiosos se enamoraron locamente. La relación pecaminosa entre los muros sagrados del convento duró algún tiempo, durante el cual Sor Lucrezia se prestó voluntariamente a modelar algunos cuadros de Fray Felipe, hasta que éste, con ocasión de la procesión del Sagrado Corsé, decidió secuestrar a su amada y con ella comenzar una nueva vida como concubina, sin tener en cuenta la sensación, el escándalo y la desaprobación general. Obviamente la Iglesia se opuso fuertemente al vínculo entre los dos, calificándolo de lujurioso e incluso diabólico; sólo años más tarde, gracias a la intercesión de Cosme de' Medici, protector de Lippi, con el Santo Padre, los dos fueron finalmente rehabilitados y obtuvieron la disolución de sus votos. Así que unos años más tarde nació la hermosa Alessandra.

Tristano había conocido y frecuentado a la chica de manera casual durante sus estancias de adolescente en Florencia en la casa de los Médicis y había quedado inmediatamente impresionado y atraído de alguna manera, incluso más que por sus rasgos suaves, por su apertura de mente, extroversión e independencia intelectual, características que ciertamente había heredado de ambos padres, mediante las cuales encarnaba intrínsecamente el modus cogitandi et operandi.

Ahora la veía a una distancia de casi un lustro, aún más hermosa, aún más femenina.

Los dos entraron en la casa, mientras el resto de la compañía esperaba fuera.

Tristano estuvo ahí justo el tiempo suficiente para contarle a la casera lo que había ocurrido unas horas antes y después los dos amigos salieron de nuevo al exterior, invitando a los transeúntes a entrar en la casa. Alessandra, a pesar de lo tarde que era, mandó llamar a un médico, arregló las habitaciones de los huéspedes y le aseguró generosamente a Tristano que ella y su madre se encargarían de la completa recuperación de los dos heridos.

Así, mientras una copa de vino acompañaba las amenas historias del huésped y acentuaba el enrojecimiento de las mejillas de la graciosa anfitriona, Ipno y su Oneiroi descendieron lentamente sobre la ciudad de Prato.

Al día siguiente, inmediatamente después de los elogios de la mañana, el joven funcionario, agradeciendo debidamente la hospitalidad recibida, reanudó con su escolta el viaje a Roma, donde le esperaba su protector… y con éste otra emocionante misión a cumplir.

Por lo tanto, era necesario compensar unas pocas horas de viaje, posiblemente evitando otros eventos inesperados.

A no más de cien pies de la ciudad, en el polvoriento camino a Florencia, los tres caballeros papales acababan de empezar a acelerar su ritmo cuando se les unió un hombre a caballo con un llamativo vendaje entre el brazo y el hombro.



"Señores… señores, por favor. Deténganse…"


El jinete sin aliento era el tipo salvado por Tristano y justo antes confiado, junto con su mujer, al cuidado de la casa Lippi. El oficial papal tuvo que detenerse nuevamente.



"Le ruego, mi señor, escúcheme", continuó suplicando, "lo que ha hecho y probado es más noble que cada blasón que adorna su pecho y cada corona que adorna el escudo de su casa".


Luego, bajándose de su caballo, se postró ante el diplomático:



"Permítame mostrarle mi eterna gratitud y ofrecerle mis servicios tan sólo como un pago parcial de la deuda impagable que contraje con usted cuando Su Excelencia nos salvó a mí y a mi mujer de la ferocidad asesina de esas bestias. Durante toda la noche no pude evitar pensar en lo que había pasado, y he tomado mi decisión: si lo acepta, le ofrezco, sin pedir nada a cambio, mi humilde espada, y le juro lealtad mientras me permita servirle".


Tristano, para el alto cargo que ostentaba, no le faltaba ciertamente protección y francamente hasta entonces siempre se las había arreglado por su cuenta… pero vio en los ojos de ese hombre que imploraba una luz particular y un sentido de gratitud sincero, leal, desinteresado y poco común. Tanto que, sin que aquel humilde individuo añadiera nada más, preguntó:



"¿Cómo te llamas, gamín?"

"Pietro Di Giovanni, mi señor", respondió el hombre levantando la cabeza.

"Levántate, Pietro. No tengo escudos de armas, ni casas para lucir, pero aprecio tu gratitud y acepto tus servicios. Pero ahora, si te importa tanto, antes de que lo pienses, monta tu caballo y partamos sin más demora".


Y así el equipo reanudó la carrera hacia la Ciudad Eterna.




IV

El anillo del Magnifico



Giuliano de’ Medici y Simonetta Vespucci

Pietro, un hombre maduro, de aspecto tosco pero no demasiado rudo, era muy hábil con la espada (gracias a la herencia de su padre, quien había asistido a la escuela boloñesa de Lippo Bartolomeo Dardi); estaba dotado de una excelente técnica y, aunque ya no era muy joven, tenía una preparación física justa; no le gustaba llamarse a sí mismo mercenario, pero, como muchos otros, hasta entonces se había ganado la vida ofreciendo sus servicios a uno u otro señor, participando en las muchas batallas y luchas que animaban a toda la península en aquellos años.

Durante el viaje, en un momento de marcha más moderado, el espadachín flanqueó a Tristano y, teniendo cuidado de no llevar el hocico de su caballo por delante del de su nuevo señor, se atrevió a preguntar:



"¿Puedo hacerle, Su Excelencia, una pregunta?"

"Ciertamente Pietro, habla", respondió el distinguido funcionario, girando la cabeza unos grados hacia su atrevido ayudante".

"¿Cómo consiguió ese anillo, señor? ¿Es realmente el anillo del Magnífico?".


Tristano guardó silencio unos momentos, esbozando una media sonrisa, pero luego, resolviendo que podía confiar en ese hombre, al que conocía desde hacía solo unos días pero que ya comenzaba a apreciar, dejó atrás la reserva y comenzó su historia:



"Han pasado ya siete años desde que el Cardenal Orsini me llevó con él a Florencia por primera vez, siguiendo a una delegación médica creada especialmente para llevar asistencia a Su Excelencia Reverendísima, Rinaldo Orsini, Arzobispo de Florencia, que había estado enfermo sin ningún signo de remisión durante más de dos semanas. Llegados a la ciudad, mientras el médico y sus aprendices -entre los que se encontraba también mi amigo Jacobo- fueron enviados inmediatamente a la diócesis a la cabecera del prelado sufriente, el cardenal me llevó con él a la casa de la Virgen Clarisa, sobrina y esposa de Lorenzo de Médicis, el Magnífico Messère.

Todavía recuerdo la dulce y maternal mirada con la que la mujer Clarice me acogió y me ofreció su mano. Me presentó a su familia y amigos e inmediatamente puso todas las comodidades del palacio a mi disposición. Todas las noches sus banquetes eran atendidos por hombres de letras, humanistas, artistas, cortesanos y… especialmente mujeres hermosas.

La más bella de todas, la que aún hoy nadie puede igualar y destituir de mi trono de ideal, era Simonetta Cattaneo Vespucci.

La noche en que la vi por primera vez, llevaba un vestido de día brocado y forrado en terciopelo rojo, que dejaba a la vista un generoso escote, preciosamente bordeado por una gamurra negra, que se adhería perfectamente al pecho turgente y guardaba hasta sus pies las suaves formas del cuerpo admirado y deseado. La mayor parte de su cabello rubio y ondulado caía sobre los hombros, suelto, mientras que sólo unos pocos estaban hábilmente reunidos en una larga trenza enriquecida con cuerdas y perlas muy pequeñas. Unos cuantos mechones rebeldes enmarcaban aquel rostro armonioso, fresco, radiante y etéreo. Tenía ojos grandes y melancólicos, muy sensuales, por lo menos tan sensuales como aquella media sonrisa que esbozaban sus labios aterciopelados y entreabiertos, realzada por un pequeño hoyuelo en la barbilla, roja, del mismo color del día.

Si no hubiera recibido más tarde la terrible noticia de su muerte, todavía creería que era una diosa encarnada en un perfecto envoltorio femenino.

Sólo tenía un defecto: ya tenía un marido… realmente celoso. Con sólo 16 años se había casado en su Génova con el banquero Marco Vespucci, en presencia del Dux y de toda la aristocracia de la república marítima.

Era muy querida (y al mismo tiempo envidiada) en la sociedad; en aquellos años se había convertido en la musa favorita de muchos hombres de letras y artistas, entre ellos el pintor Sandro Botticelli, un viejo amigo de la familia Medici, que estaba platónicamente enamorado de ella y que en ese entonces pintaba sus retratos por todas partes: incluso el estandarte que había realizado para el carrusel de aquel año y que ganó épicamente Giuliano de' Medici, retrataba su rostro etéreo.

Al día siguiente fueron invitados a un banquete en la villa de Careggi que el Magnífico había organizado en honor de la familia Borromeo con la intención implícita de presentar a una de sus hijas a su hermano Giuliano, quien, sin embargo, como y quizás más que muchos otros, había perdido claramente la cabeza por Cattaneo. Después de las primeras galanterías, de hecho, Giuliano dejó la habitación e invitó a los invitados al jardín, donde la mujer de Vespucci, aprovechando la ausencia de su marido, le había estado esperando desde esa mañana en un viaje de negocios.

Entre un curso y otro, Lorenzo deleitaba a sus invitados declamando agradables sonetos compuestos por él mismo. Por otro lado, si era necesario, algunos de los ilustres invitados respondían en rima, animando agradablemente el simposio. Además de los nobles amigos y familiares, en aquella mesa estaban sentados estimados académicos neoplatónicos como Marsilio Ficino, Agnolo Ambrogini y Pico della Mirandola, así como varios miembros del Consejo Florentino.

A pesar de ser el jefe establecido de la familia más rica y poderosa de Florencia y de convertirse cada vez más en el árbitro indiscutible del equilibrio político de la península, Lorenzo tenía sólo veintiséis años y poseía el indudable mérito de haber sido capaz de construir a su alrededor una corte joven, brillante, pero al mismo tiempo prudente y capaz. En unos días de conocimiento se convirtió en un modelo a seguir, un concentrado de valores a los cuales aspirar. Pero lo que objetivamente los diferenciaba y que nunca podría haber igualado, aparte de los once años de edad, era el hecho de que él pudiera contar con una familia sólida y unida: su madre, la mujer Lucrezia, lo era, más aún desde la muerte de su pariente Piero, su omnipresente cómplice y consejero; Bianca, su dulce y querida hermana, era una gran admiradora de su hermano mayor, no perdía nunca la ocasión de alabarlo y cada vez que pronunciaba su nombre en público sus ojos brillaban; Giuliano, un hermano menor sin escrúpulos, a pesar de sus diferencias veniales y su impertinencia, también había estado siempre a su lado, aunque involucrado en todos sus éxitos y fracasos políticos; Clarice, a pesar de haberse enterado de algunas traiciones matrimoniales, nunca había dejado de amar a su marido y siempre lo habría apoyado contra todos, incluso contra su propia familia si hubiera sido necesario. Era agradable ver aquella corte familiar alrededor de la cual la ciudad, con elegante subordinación y reverencia, acudía a cada fiesta, cada celebración, cada banquete. Y aquella era una ocasión ejemplar, a la que, como otras, había tenido el privilegio de asistir.

Sin embargo, antes de que el confitero hiciera su entrada triunfal en la habitación, escuché un perro ladrando repetidamente fuera de la villa e instintivamente decidí salir y ver qué es lo que alteraba al animal para que este tratase de atraer la atención de sus dueños. Al entrar en el jardín, descubrí a Giuliano y a Simonetta revolcándose en el suelo sin control de sus miembros: Vespucci, jadeando y con los ojos y la boca bien abiertos, temblaba como una hoja; su amante, en cambio, intentaba arrancarle la ropa, alternando espasmos y jadeos… Sin demora volví a casa y, aprovechando un descanso, con la mayor discreción pedí a Lorenzo que me siguiera.

Precipitados en el lugar, vimos los dos cuerpos yaciendo en el suelo. Lorenzo me ordenó que llamara inmediatamente al médico; aunque intentó sacudir la cabeza y el pecho de su hermano menor, este no reaccionó en absoluto, ni a los golpes ni a su voz. Después de un tiempo, empezaron las convulsiones.

La situación era crítica y muy delicada. Después de unos momentos, en la cara del Magnífico, la excitación y el desconcierto se convirtieron en pánico y en una sensación de impotencia. Aunque había querido pedir ayuda a cualquiera de los presentes en su casa que pudiera ofrecérsela, sabía que el hecho de que el público encontrara a los dos jóvenes en tales condiciones, además de provocar un enorme escándalo, habría supuesto para él y su familia la pérdida del importante apoyo político de Marco Vespucci, en ese momento el equilibrio de un Consejo ya socavado por los Pazzi (el noble Jacopo de' Pazzi, sin duda alguna, habría aprovechado la situación para reclamar el control de la ciudad).

Ni siquiera la repentina llegada del médico y el boticario tranquilizaron a Lorenzo, que siguió preguntándome sobre lo que había visto antes de su llegada. En efecto, los galenos, aunque formularon inmediatamente la hipótesis de un envenenamiento, no pudieron identificar la sustancia responsable y, por consiguiente, indicar un posible remedio. Mientras tanto, llegó también Agnolo Ambrogini, el único, además de su madre, en el que Lorenzo confiaba ciegamente; se le encomendó la tarea de inventar una excusa adecuada para los invitados, que con razón empezaron a notar y acusar la ausencia del propietario. Con la ayuda de Agnolo los cuerpos fueron rápida y secretamente trasladados a un refugio cercano.

Me di cuenta entonces de que donde el cuerpo de Simonetta estaba ahora mismo tendido había una pequeña cesta de manzanas y bayas, todas aparentemente comestibles e inofensivas. Tomé una baya de arándano entre dos dedos y la apreté. En un instante recordé que Jacopo unos meses antes en Roma me había mostrado una planta muy venenosa, llamada "atropa" y también conocida como "cereza de Satanás", cuyos frutos se confundían fácilmente con las bayas del arándano común, pero a diferencia de estas últimas eran, aún en pequeñas cantidades, letales. El macerado de las hojas de atropa era utilizado a menudo por las mujeres jóvenes para pulir sus ojos y dilatar sus pupilas con el fin de parecer más seductoras. Mi hipótesis fue aceptada como posible por el doctor y confirmada por el hecho de que ambos moribundos mostraban manchas azules en sus labios. Sin embargo, el médico afirmó que en tal caso no habría cura conocida, lanzando al propietario a la más desesperada resignación.

La dinámica se aclaró días después: alguien, a sueldo de Francesco de' Pazzi, había sustituido furtivamente los arándanos por la atropa en aquella cesta de frutas que Donna Vespucci había compartido entonces con su amante. Giuliano se había envenenado a sí mismo rasgando, en un juego erótico, las bayas venenosas directamente de la boca de la bella Simonetta. Y así, después de unos minutos, la poderosa droga produciría sus efectos.

Aún sorprendido por la rapidez del efecto, me atreví entonces a entrometerme por segunda vez y propuse a messèr Lorenzo hacer un intento extremo, consultando a la delegación papal hospedada en la diócesis. El Magnífico, haciéndome prometer guardar el máximo secreto, aceptó y con gran prisa me escoltaron hasta donde estaba Jacopo, con quien regresé poco después. Mi amigo benedictino analizó los frutos de la solanácea y le dio a los moribundos un antídoto de las tierras desconocidas de África. Después de una hora más o menos, los síntomas disminuyeron, la temperatura corporal comenzó a bajar y después de ocho días los dos jóvenes se recuperaron completamente.

Junto con la parca, todos los sospechosos fueron retirados, dentro y fuera de los muros. De hecho, cuando Marco Vespucci regresó a la ciudad con sus banqueros, no notó nada: era aún más rico, Simonetta era aún más hermosa, Giuliano estaba aún más enamorado… pero, sobre todo, Florencia era aún más Medici.

Incluso el arzobispo, poco a poco, parecía recuperarse; así que comenzamos a prepararnos para regresar a Roma. Pero primero, el Magnífico, como muestra de su afecto y estima, así como de su gratitud, quiso rendir homenaje a través de lo que todos consideraban uno de los mayores reconocimientos de la república: el anillo de oro de seis bolas, paso universal dentro de los territorios de la ciudad… y no sólo.

Desde entonces lo he llevado siempre conmigo, como un precioso testimonio de la amistad de Lorenzo y como un eterno recuerdo de aquellos dos desdichados amantes que, como París y Helena, se arriesgaron varias veces para convertir Florencia en Ilio.


A lo largo de la narración, Pietro, fascinado y embelesado por la extraordinaria naturaleza de los hechos, la capacidad de oratoria del narrador y la abundancia de detalles, no osó proferir palabra alguna.

Esperó unos segundos después del final feliz para asegurarse de no profanar aquella increíble historia y, dando un apretón a su vendaje, dijo finalmente con orgullo:



"Gracias, Signore. Servirle no sólo será un honor para mí, sino un placer".


Después de dos días de viaje, el Camino de Casia reveló la magnificencia de Roma y aunque los hombres y los animales estaban muy cansados, ante esa sola vista las almas recuperaron el vigor y los cuerpos su fuerza. Tristano preparó su caballo y aceleró la marcha.




V

La condesa de Forlì



Girolamo Riario y Caterina Sforza

Esperándole en las habitaciones del protonotario no estaba Giovanni Battista sino un clérigo regordete que le invitó a unirse al ocupado Monseñor directamente en la Basílica de San Pedro, donde había sido urgentemente convocado por el Pontífice. Allí los encontró a los dos, en medio de un serio encuentro, frente al monumento funerario de Roberto Malatesta, el héroe de la batalla de Campomorto.

Al lado de Sixto IV estaba su sobrino, el siniestro Capitán General Girolamo Riario, a quien Tristano ya conocía por haber sido uno de los principales participantes en la fallida conspiración de Florencia cuatro años antes, durante la cual se volvió contra sus amigos Lorenzo y Giuliano de' Medici, lo cual le costó la vida a este último.

No había sido pagado por haber recibido de su tío los señoríos de Imola y Forlì, después de no haber tomado posesión de Florencia y no haber conquistado Urbino, el insaciable Riario corría ahora el peligro de ver disminuir definitivamente sus ambiciones para Ferrara.

La República de Venecia, como ya se había dicho, seguía haciendo oídos sordos a las advertencias y excomuniones del Papa; de hecho, después de retirar sus embajadores de Roma, amenazó cada día la frontera milanesa y los territorios de la Iglesia en Romaña. Y eso era lo que ahora preocupaba al viejo Sixtus IV más que cualquier otra cosa.

Antes de que fuera irremediablemente demasiado tarde, se decidió entonces jugar la carta aragonesa: se decidió enviar a Tristano a Nápoles con el rey Fernando para intentar convencerle, después de Campomorto, de que firmara un nuevo acuerdo de coalición (en el que participarían también Florencia y Milán) contra la Serenísima. En realidad, Giovanni Battista no estaba muy entusiasmado con esta solución y, por el contrario, había propuesto que podía tratar directamente con el Dux, pero dada la firme determinación del Santo Padre, finalmente tuvo que poner buena cara, aceptando la tarea.

El más satisfecho con la solución deliberada era obviamente Girolamo, que veía en aquel movimiento el último rayo de esperanza para poder sentarse como protagonista en la mesa de los ganadores y finalmente poner sus manos en la ciudad estense.



"Monseñor Orsini" invocó este último antes de que el Santo Padre despidiera a los presentes. "Por favor, tenga la cortesía, Su Magnitud y nuestro honorable embajador, de aceptar la invitación a un sobrio banquete que mi señora y yo celebraremos mañana por la tarde en mi humilde palacio de Sant'Apollinare para inaugurar el período de la Santa Natividad".


Giovanni Battista, deferente, aceptó agradecido.

Tristano, que no se había pronunciado deliberadamente ante el capitán, al final de la reunión, en un asiento separado, también fue persuadido por su protector de aceptar la invitación sin más reticencias. Bajando la escalera de la basílica de Constantino, Orsini le dijo:



"Mañana por la mañana a la tercera hora te esperaré en mi oficina para los detalles de Mantua, pero primero envía una rápida confirmación a Riario. ¡Puedes rechazar la invitación del sobrino del Papa, pero no la de su hijo!"


Poco después se subió a su carruaje y desapareció en medio de las atestadas calles de la ciudad.

El joven diplomático estaba agotado y aquella última indiscreción, además haberla sentido algo forzada, le había hecho perder la palabra; entró en la primera posada que vio abierta y, después de comer algo, envió a Pietro y a los dos caballos a un refugio temporal; mientras se ponía el sol, se fue caminando a casa.

Sin embargo, cuando llegó a su casa, las emociones de aquel día parecían no haber terminado aún…

Desde la calle captó por un momento una tenue luz de vela que iluminaba el piso superior de la residencia.

Desenvainó su espada y con cautela subió al nivel superior y de nuevo vio aquel brillo que iluminaba el dormitorio… Luego otro brillo más intenso y una tercera vela…



"¿Quién está ahí?" Preguntó, al tiempo que sacaba una daga de un escudo en la pared." "¡Salga!" Y de una patada, abrió la puerta ya entreabierta de la habitación.


Una risa impertinente rompió la tensión y ante sus ojos aparecieron las suaves curvas de un cuerpo femenino que conocía bien. Era su Verónica.



"Dime, oh mi héroe. Mis oídos están impacientes por oír tu voz", susurró la inconfundible voz de su amante.

"No tanto como mis manos por sacudir tus caderas, querida, respondió Tristano colocando su espada en un asiento, luego se acercó a la joven prostituta y, dejando caer su capa color azul marino en el suelo, acudió a su encuentro.


La chica sonrió mientras acercaba su dedo índice a su boca. Negó con la cabeza y se soltó su cabello rizado. Se quitó la camisa y lo empujó hacia la cama, añadió:



"Tendrás que ganarte tu historia de héroe".


Y entre la risa y los habituales juegos eróticos a los que estaban acostumbrados, el cansancio desapareció de repente.

Al día siguiente, habiendo recuperado sus fuerzas y el elegantísimo abrigo de lana negra que le había encargado al buen Ludovico antes de partir hacia Mantua, el joven diplomático acudió, ob torto collo, al banquete de Riario.

El flamante palacio, que había sido edificado sobre las ruinas de un antiguo templo dedicado a Apolo, era hermoso. Había sido diseñado por el maestro de Forlì Melozzo di Giuliano degli Ambrosi para satisfacer los aires de grandeza de Girolamo y el refinado gusto de su joven y bella dama: Caterina Sforza, hija natural del difunto Duque de Milán, Galeazzo, y de su amante, Lucrezia Landriani.

La amable e indiferente anfitriona acogió con su esposo, veinte años mayor, a los preciosos huéspedes en el maravilloso patio, a pesar del aire particularmente frío de aquella noche. Llevaba una gamurra larga y ajustada con un sensual borde de encaje negro que contrastaba con el color claro de su piel. El vestido se sujetaba con cuerdas en la espalda y se completaba con mangas separadas bordadas con hilos de oro, hechas de telas abigarradas y artísticamente cortadas y unidas por cordones, desde cuyos cortes se hinchaba la camisa blanca. Su cabello estaba recogido en un velo muy sensual engullido por perlas y trémolos dorados.

Tan pronto como le tocó a él, el Riario le presentó el invitado a su esposa:



"Su Excelencia Tristano de' Ginni, en quien Su Santidad deposita su total confianza y bendición", dijo, como para enfatizar que él era el hombre del que dependía el éxito de la próxima empresa y luego la fortuna de la familia.

"Una fama extraordinaria le precede, señor", enfatizó Caterina, dirigiéndose al apuesto aludido.

"Extraordinaria es la elaboración de su magnífico colgante grabado en buril con la técnica superlativa de los maestros franceses de la fundición a la cera perdida, señora", replicó el joven diplomático con prontitud, mirando fijamente su largo cuello y mirando a sus ojos, profundos y orgullosos de pertenecer a un linaje de gloriosos guerreros pero al mismo tiempo melancólicos, revelando un alma insatisfecha, fieles indicadores de la típica infelicidad de la riqueza ostentosa.


Tristano fue acaparado por ellos, no salió ni un momento durante la noche y aprovechando la ausencia temporal de su marido, entretenido fuera de la sala por cardenales y políticos, se atrevió a invitar a la dama a una bassadanza.

Ella, desde el período milanés, estaba acostumbrada a practicar diversas actividades, también consideradas inconvenientes para su sexo y para su rango: era una hábil cazadora, tenía una verdadera pasión por las armas y una marcada propensión al mando heredada de su madre, le encantaba probar su mano en los experimentos de botánica y alquimia. Era una temeraria y amaba a los temerarios.

Aunque tenía los ojos de todos en ella, no pudo negarse.



"Me encanta la escultura griega de Policleto y Fidias. ¿Y a usted, mi señora? "Tristano le preguntó mientras los movimientos de baile permitían que su boca se acercara a su oreja.

"Sí, es sublime. A mí también me encanta", respondió Caterina sonriendo.

"¿Ha presenciado la colección de arte del Palacio Orsini? Hay cuerpos de mármol hercúleos que no tienen precio", añadió el atrevido caballero.

"Oh", la noble dama fingió estar asombrada y disgustada, "me imagino… Usted también, señor, debería ver las pinturas de mi Melozzo, que guardo celosamente en mi palacio", respondió voluptuosamente antes de que el final de la pieza musical los separara.


Durante el resto de la noche la refinada dama de la casa ignoró las atenciones del joven seductor que, por el contrario, no podía ver y oler nada más que el brillo y el olor de aquella piel que apenas había tocado.

La cena terminó y uno tras otro los comensales abandonaron el exitoso banquete.

Tristano ya estaba en el patio cuando una le fue entregada una nota en un papel doblado…

"Las obras de mi Melozzo están en la logia del piso principal".

Y así como no podía rechazar la invitación del hijo del Papa, tampoco podía rechazar la de su estimada nuera. Volvió a entrar y siguió a la sirvienta al piso de arriba, donde esperó con impaciencia el momento en que Caterina pudiera finalmente soltarse su larga cabellera rubia, bajo la cual descubriría la intensidad de sus labios, de color escarlata, así como las heridas de los innumerables sufrimientos que había sufrido.

Caterina tenía una psiquis compleja… y la complejidad de la psiquis de una mujer es algo que un buen seductor puede observar mejor en dos situaciones muy particulares: en el juego y entre las sábanas.

Hasta el amanecer del nuevo día no se perdonó a sí misma, ni siquiera cuando entre lágrimas le confió a Tristano la violencia que había sufrido desde niña.



"A veces los secretos sólo pueden ser confiados a un extraño", dijo. Inmediatamente después comenzó su conmovedora historia:

"Yo no era la prometida de Girolamo Riario, pero todo estaba arreglado para que mi prima Costanza, que entonces tenía once años, se uniera ante Dios y los hombres con ese animal rabioso. Sin embargo, en la víspera de la boda, mi tía, Gabriella Gonzaga, exigió que la consumación de la unión legítima tuviera lugar sólo después de tres años, cuando la pequeña Costanza hubiese alcanzado la edad legal. Ante esta condición, Girolamo, furioso, anuló el matrimonio y amenazó con terribles repercusiones para toda la familia por la grave vergüenza sufrida. Así fue que, como se hace con un anillo astillado, mis parientes me sustituyeron por la prima rechazado, consintiendo todas las demandas del despótico novio. Sólo tenía diez años".


Tristano, aturdido, sintió que sólo podía abrazarla fuertemente y secar las lágrimas que caían por su rostro.




VI

El Asedio de Otranto



Ahmet Pascià y la liga contra los turcos

Después de unos días, habiendo ultimado los últimos detalles, según lo establecido, el incansable funcionario pontificio partió hacia Nápoles.

Acompañándole en su misión secreta estaba el valiente Pietro, ya totalmente recuperado e impaciente por conocer la ciudad napolitana de la que su padre tanto le había hablado desde temprana edad.

Para Tristano, en cambio, no era en absoluto la primera vez y, tras la habitual insistencia impertinente de su escudero, empezó a narrar lo que había sucedido casi tres años antes:



"Estaba tan emocionado y lleno de curiosidad como tú ahora. Imagínate, conocía Nápoles sólo en un viejo mapa benedictino ilustrado por mi difunto abuelo para mostrarme el lugar donde mi madre había servido en la corte a una edad temprana. Después conocí al Hermano Roberto, mi maestro y guía, en aquel entonces conocido como Hermano Roberto Caracciolo de Lecce, en la maravillosa capilla real de Nápoles y juntos nos apresuramos a advertir al Rey Fernando de Aragón del inminente peligro turco en la costa este.

Una sentida carta del Gran Maestre de los Caballeros Hospitalarios había informado poco antes al Papa de los intentos de la República de Venecia de empujar a los otomanos a llevar a cabo una expedición contra la península italiana y específicamente contra el Reino de Nápoles. Esto obviamente despertó una indecible preocupación no sólo para los aragoneses sino para toda la cristiandad.

Sin embargo, Ferrante (el nombre que sus súbditos habían dado al Rey Fernando), no sólo permaneció sordo a las advertencias sobre los turcos, sino que pronto, irresponsablemente, ordenó en su lugar la retirada de 200 soldados de infantería de Otranto para emplearlos contra Florencia.

Así, el gran visir Gedik Ahmet Pasha, después de un intento fallido de arrebatar Rodas a los Caballeros de San Juan, desembarcó sin ser molestado con su flota en la costa de Brindisi, dirigiendo su atención a la ciudad de Otranto. Inmediatamente envió una delegación a aquellos muros blancos, garantizando a los otrantinos que respetaría su vida a cambio de una rendición inmediata e incondicional. Este último, sin embargo, no sólo rechazó las condiciones del mensajero turco, sino que lamentablemente lo mató, desatando la previsible ira del feroz Ahmet Pasha.

En el verano los turcos irrumpieron en la ciudad como bestias sedientas de sangre y en pocos minutos arrasaron con todo lo que se les oponía.

La catedral era el refugio extremo para mujeres, niños, ancianos, discapacitados, habitantes aterrorizados, el último bastión en el que atrincherarse cuando todas las demás defensas habían caído: los hombres reforzaron las puertas, las mujeres con sus pequeños en brazos, en una línea a lo largo del árbol cosmogónico de la vida, pidieron a los religiosos la última comunión… y como los primeros cristianos elevaron a Dios un triste canto litúrgico esperando el martirio; la caballería irrumpió por la puerta, los demonios entraron apresuradamente, estos se abalanzaron sobre la multitud, sin hacer distinción alguna; el Arzobispo ordenó a los infieles que se detuvieran en vano, pero sin hacer caso él mismo fue ferozmente golpeado y decapitado junto con los suyos; ni mujeres ni niños se libraron de la ciega furia asesina. Mujeres nobles saqueadas y desnudadas, las más jóvenes violadas repetidamente en presencia de sus padres y maridos sujetados por el cuello, asesinadas en honor y alma ante sus cuerpos. Desde la catedral, la violencia más cruel y brutal se extendió a toda la ciudad. 800 hombres lograron en primera instancia escapar en una colina pero, también bloqueados por los jinetes del jefe bárbaro, llegaron uno por uno a ras de cimitarra. La población fue exterminada abominablemente: de cinco mil habitantes al final del día sólo quedaban vivos unas pocas docenas, salvados a cambio de la conversión al Corán y el pago de trescientos ducados de oro.

Sólo cuando estas noticias atroces llegaron a la corte, Ferrante comprendió el enorme pecado de subestimación cometido y decidió confiar la reconquista de esas tierras a su hijo Alfonso.

Paternalmente, el Santo Padre escribió a todos los señores de Italia, pidiéndoles que dejaran de lado sus rivalidades internas para enfrentar juntos la amenaza otomana y a cambio concedió a los adherentes de la Liga Cristiana constitutiva una indulgencia plenaria. Dada la gravedad y la criticidad de la situación, la Curia asignó 100.000 ducados para la construcción de una flota de 25 galeras y el equipamiento de 4000 soldados de infantería.

El llamamiento de Sixto IV fue contestado por el Rey de Nápoles, el Rey de Hungría, los Duques de Milán y Ferrara, las Repúblicas de Génova y Florencia. Como era de esperar, no hubo apoyo de Venecia, que había firmado un tratado de paz con los turcos sólo el año anterior y no podía permitirse que quedasen bloqueadas de nuevo las rutas comerciales con el Oriente.

A pesar de la tardía pero impresionante movilización cristiana, los otomanos no sólo lograron mantener la Tierra de Otranto y parte de la Tierra de Bari y Basilicata firmemente en sus manos, sino que también estaban listos para apuntar con el ejército al norte a la Capitanata y al oeste a Nápoles.

Sólo gracias a nuestra diplomacia pudimos interceptar un mensaje de Mohammed II en Anatolia; convenientemente modificado y empaquetado, lo hicimos entregar a Ahmet Pasha con uno de nuestros sinones. El capitán turco mordió el anzuelo: con dos tercios de su tripulación abandonó temporalmente Otranto para embarcarse hacia Vlora; durante la travesía fue rodeado por los barcos preparados de la Liga Cristiana y finalmente, tras meses de conquistas y victorias, sufrió una derrota devastadora, tan pesada que se vio obligado a huir con un pequeño barco a Albania.

La noticia de la victoria naval y más aún de la temible huida del jefe bárbaro elevó la moral de los napolitanos y de sus aliados… El duque Alfonso logró reorganizar un discreto ejército de mercenarios apoyado por fin también operativamente por los otros señores católicos, que entonces vieron la posible reconquista de Otranto y de Apulia. España envió 20 barcos y Hungría 500 soldados seleccionados.

Fue uno de los asedios navales más imponentes que la historia recuerde: el colosal asedio de Otranto".


Mientras tanto, los caballos empezaban a cansarse y necesitaban agua limpia. Tristano miró a su alrededor y suspendió su épica narración.

Pietro estaba como siempre hechizado y aturdido, soñador, como los niños a quienes se les cuentan por primera vez los poemas homéricos o virgilianos.



"¿Y luego qué? ¿Qué ocurrió? ¿Cómo terminó, señor?"

"Después de la muerte de Mohammed II, el nuevo sultán prohibió a Ahmet Pasha regresar a Italia. A finales del verano del año pasado, agotados por el hambre, la sed y la peste, los otomanos se rindieron y los aragoneses finalmente recuperaron el control de la ciudad. Según algunos, el notorio líder turco está en prisión o incluso ha sido ejecutado por sus verdugos en Edirne. "O quam cito transit gloria mundi" concluyó Tristano.

"¿Perdón, Excelencia?"

"Nada Pietro, nada. Démonos prisa. "Los generosos y grandes pechos de la sirena Parthenope nos esperan…"


Y después de preparar su corcel, aceleró su ritmo. Galopando atrás iba un Peter aún más confundido.




VII

Don Ferrante y los motivos de Nápoles



La emboscada y la fámula

Después de dos días llegaron a una capital soleada y ajetreada, en medio de un colorido mercado con todo lo que pudiese saltar a la imaginación más disparatada: desde fruta a muebles, desde pescado a cuerdas de cáñamo, desde música a esculturas, desde dulces a ganado, desde reliquias a prostitutas.



"Quien emprenda un viaje a Nápoles debe prepararse para conocer al menos a 3 dioses: pasta, mozza y struffoli", dijo Tristano, bromeando con su compañero.

"Espero conocerlos a todos pronto, signore", respondió Pietro.


Dejaron los caballos en un pequeño y estrecho establo y siguieron a pie a través de los callejones y pasadizos en los cuales estaba instalada aquella desordenada feria regional.

Pero pronto los dos forasteros se dieron cuenta de que los seguían. Trataron de mezclarse entre la multitud, entre las tiendas de los puestos, abriéndose paso entre los comerciantes foráneos, pero aquellos tétricos sujetos parecían conocer aquel ambiente mejor que nadie y ciertamente no tenían problema en mantener sus siniestros propósitos. Pietro decidió entonces enfrentarse a ellos; le dijo a Tristano que se desviara por un estrecho callejón secundario y, en cuanto el hombre salió de la esquina, sacó su espada del costado, tratando de disuadir a sus perseguidores.

A estos se unieron inmediatamente otros dos, que también estaban bien armados.

De manera burlona y amenazante, comenzaron a acercarse, agachándose y arqueándose como lobos sobre su presa. Después de algunas vueltas, comenzó la lucha: el de la mano oscura con plumas detuvo el doble ataque, desde la derecha y desde arriba, de Pietro, y se dobló en la cintura haciendo que este último se echara hacia atrás. El otro, con una coreografía más viva, tenía un vistoso pomo octogonal con un precioso conjunto de lapislázuli; girando, levantó su espada hacia el cielo, invitando a Tristano a hacer lo mismo; luego cargó el tajo sobre los cinco del joven pontífice, quien prontamente sostuvo el golpe, contraatacando con un hierro largo y una patada en el muslo del oponente. Mientras tanto, el tercero, que usaba un brazalete a rayas, sacó una culata y se apresuró a dar apoyo al primero, alternando con este contra el espadachín de Bolonia; dio un buen golpe, que di Giovanni bloqueó levantando el brazo y girando la espada hacia abajo; luego marcó un amplio arco en el aire y respondió al golpe obligando al oponente a cambiar de guardia.

Mientras el aire se sobrecalentaba con las chispas de las cuchillas y las hendiduras causadas en las otras, se adentraba inconscientemente en los callejones semi-azulados de la ciudad vieja.

Pietro hizo entonces un movimiento con la espalda y dio un pequeño paso hacia adelante con un gesto amenazante; luego, tras otro gesto de vacilación, se dispuso a atacar: blandió rápidamente la espada de abajo hacia arriba y con un magistral juego de la muñeca hizo un corte de derecha a izquierda obligando al esbirro a ensanchar el brazo y dejar el cuerpo al descubierto; luego bloqueó la hoja con el escudo. Inexorablemente, le atravesó el pecho con el arma.

En el otro frente Tristano estaba en serias dificultades, luchando con un oponente bien entrenado, muy rápido en el avance con la rodilla izquierda, golpeando con la derecha y viceversa, simulando con las rotaciones del cuerpo, cambiando el ritmo y la guardia, buscando cualquier incertidumbre en la ahora tambaleante defensa del diplomático. Pietro trató por un momento de ayudarlo y le habría dado algo si no hubiera tenido también su hueso duro para desplumar.

De repente, desde arriba, unas enormes sábanas blancas remendadas y hundidas a los lados cayeron sobre las cabezas de los dos napolitanos; estas fueron aprovechadas temporalmente. Un silbido de un scugnizzo mostró providencialmente a Tristano y a su ayudante una vía de escape y, cuando los buenos pudieron reanudar la persecución, una pequeña puerta en un sótano hipogeo ya se había tragado a los dos desconocidos, manteniéndolos a salvo por un tiempo.

Habiendo escapado del peligro, estos últimos pudieron finalmente volver al callejón que entre tanto había sido ocupado por algún pobre desgraciado, pero no pudieron ver ni agradecer a esos mendigos de la calle, a quienes probablemente debían sus vidas; ¡habían desaparecido increíblemente, al igual que la bolsa de dinero del buen Pietro!

En resumen, después de una espontánea y obediente reprimenda, los dos se rieron bastante y llegaron a Castel Nuovo por la tarde.

Allí fueron inmediatamente recibidos con el mejor homenaje y respeto por el viejo soberano que, aunque enemistado con el Papa, conservaba para Tristano un particular sentido de gratitud y una consideración que iba más allá de sus respectivos papeles públicos: probablemente veía en él a su amigo Latino.

En efecto, el cardenal Orsini, entonces legado apostólico, había sido quien llevó el proyecto de investidura otorgado por el Papa Pío II y asistido por el cardenal Trevisan, el arzobispo de Nazaret en Barletta, Giacomo de Aurilia, el arzobispo de Taranto y otros numerosos prelados, el 4 de febrero de A. D. 1459, con una fastuosa ceremonia en la plaza frente al castillo de Barletta, coronó a Fernando I de Nápoles bendiciéndolo con el triple título de Rey de Sicilia, Jerusalén y Hungría. El episodio y los acontecimientos de los días siguientes a la coronación habían sido anotados por Latino en aquella página de su diario extrañamente desgarrada y misteriosamente desaparecida del archivo personal del cardenal.

Don Ferrante y Don Tristano se encerraron en cónclave por más de dos horas.

Antes de su partida, el funcionario papal se había ocupado personalmente de eliminar el principal obstáculo diplomático que entorpecía cualquier relación de la Santa Sede con la corte napolitana: había dispuesto que la secretaría real se enterara de algunas misivas secretas, obviamente falsas, que el embajador veneciano en Nápoles enviaba a su dux. En aquellos comunicados el soberano napolitano era descrito como inepto, vano y libertino. La reacción aragonesa fue inmediata.

Gracias a la posterior repatriación del hombre de la Serenísima y a la estima personal del rey, la conversación fue extremadamente cordial y, al final, aunque don Ferrante no había tomado ninguna decisión, a Tristano le pareció que el soberano estaba bien dispuesto a considerar las razones expuestas y a analizar el escenario previsto.

Y de hecho, no se equivocó en absoluto: dos días después recordó al joven alumno del difunto cardenal Orsini y le informó verbalmente que el Reino de Nápoles participaría en la nueva alianza contra Venecia. El mando se confiaría a su hijo Alfonso, duque de Calabria, que también actuaría como capitán de la liga. El acuerdo se formalizaría más tarde y se haría oficial el día de Navidad.

Tristano estaba encantado.

Después de una deliciosa cena de pasteles y tortas navideñas, ciertamente no desdeñada por los barones y los más corteses representantes de la nobleza napolitana, el joven decidió retirarse a su hospedaje para tratar de relajarse sumergiéndose en una bañera caliente generosamente preparada por Su Majestad.

La anciana que había preparado tan cuidadosamente el baño para él, mientras ponía la última ropa de cama en un armario, insistió en mirarlo. Pero el funcionario entumecido no le prestó tanta atención, inmerso en sus pensamientos y preguntas sin resolver al menos como lo estaba en aquella bañera humeante.



"Tienes los mismos ojos. Tu madre era una mujer santa". dijo la mujer antes de desaparecer detrás de la puerta de la habitación.


El soñador se dio la vuelta. Aquellas palabras lo llamaron como un timbre a la realidad.



"Espera", gritó en vano.


¿Cómo conocía esa mujer a su madre? ¿La conocía o había trabajado con ella durante el tiempo que estuvo en ese tribunal? Tristano debió saberlo… Saltó de la bañera y, haciendo su mejor esfuerzo, se puso rápidamente la camisa, los pantalones y las botas y se apresuró a buscarla en el palacio.

Al descender al piso de servicio, escuchó inconfundibles gemidos humanos, separados por gemidos más agudos mezclados con chirridos regulares de tablones de madera, provenientes de la habitación al pie de la escalera.

El pastelero, sublime creador de las deliciosas arquitecturas de azúcar que dominaban en las mesas de los banquetes de palacio, así como los dulces de almendras, se encargaba de embutir a las jóvenes que al final del día ordenaban la cocina. En ese momento, sin embargo, el joven embajador no tenía tiempo para ese tipo de espectáculo y, echando una mirada fugaz, se fue.

Más allá de las cocinas, en un estrecho pasillo, vislumbró una buena mitad del perfil corpulento de una mujer, tendida en el suelo, de espaldas, en la puerta abierta de una habitación, con la luz de la chimenea iluminando su rostro, como si alguien hubiera intentado llevar el cuerpo después de aterrizarlo. Era la anciana que Tristano estaba buscando.

La sirvienta tenía los ojos como platos y la boca medio abierta, no respiraba. En el suelo de la habitación notó una pequeña piedra de color azul profundo, probablemente parte de una gema de lapislázuli similar a las que estaban colocadas en el pomo del arma del perseguidor unos días antes.

Sin embargo, escuchó ruidos que venían del pasillo y decidió irse antes de que alguien notara su presencia, difícil de justificar, en aquel lugar inconveniente.

A la mañana siguiente, junto con su ayudante, dejó el castillo. A la sombra de una torre, Pietro reconoció entre los secuaces del Duque de Calabria, a uno de los hombres que había atentado contra su seguridad el día de su llegada e informó en silencio a su señor. Este último, sin embargo, dado el resultado diplomático alcanzado y la situación aún turbulenta, decidió no pronunciar palabra alguna, y entre los saludos, se puso en movimiento.





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Esta es la historia del hombre que conquistó y sedujo a la mujer que, indescifrablemente inmortalizada por Leonardo de Vinci, sedujo al mundo con su mirada. Es la historia de Tristano, un joven diplomático pontificio con un pasado misterioso y sombrío que, entre estrategias y engaños, entre aventuras y complots, entre intrigas y guerras de la Italia del Renacimiento, cumplió brillantemente sus misiones, una tras otra, utilizando el arte que mejor conocía, el arma más poderosa: la seducción. Pero llegó el momento en que el destino le encargó la tarea más importante… Un investigador independiente del CNR de Pisa, experto en criptografía y blockchain, encuentra por casualidad en el archivo de una abadía toscana un extraño archivo encriptado que contiene una increíble, extraordinaria e inédita historia… de la cual no puede desprenderse: En una fría noche en la que la historia ensayaba el Renacimiento, mientras los señores de Italia se aniquilaban unos a otros por el efímero control de las fugaces fronteras de sus países, un joven diplomático pontificio con un misterioso pasado prefirió probar su mano en el arte de la seducción en lugar de la guerra. ¿Quién era él? No era un príncipe, ni un líder, ni un prelado, no tenía ningún título oficial… y sin embargo hablar con él era como conferir directamente con el Santo Padre, se movía con facilidad en el complejo tablero político de aquel período pero nunca dejaba rastro alguno, escribía la historia todos los días pero nunca aparecía en ninguna de sus páginas… estaba en todas partes y sin embargo era como si no existiera. De un señorío a otro, de un reino a una república, entre estrategias y engaños, entre aventuras y complots, Tristano cumplió con éxito sus misiones… hasta que el destino le encargó la tarea más importante: descubrir quién era realmente. Para ello tuvo que descifrar una carta de su verdadera madre, mantenida durante 42 años oculta por la casta de los poderosos de la época. Para ello, tuvo que cruzar aquel increíble intersticio temporal indemne de una extraordinaria e inaudita concentración de personajes (estadistas, caudillos, artistas, literatos, ingenieros, científicos, navegantes, cortesanos, etc.) que han cambiado de forma significativa, drástica e irreversible el curso de la historia. Para ello, tuvo que seducir a la mujer que, indescifrablemente inmortalizada por Leonardo da Vinci, sedujo al mundo con su mirada.

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