Книга - La Sombra Del Campanile

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La Sombra Del Campanile
Stefano Vignaroli


Año 2017: la joven estudiosa Lucia Balleani, está ordenando y clasificando los textos de la biblioteca de la fundación  Hoenstaufen mientras trabaja en el antiguo palacio que había sido la residencia de la noble familia Baldeschi – Balleani, de la que es una descendiente directa. Una serie de visiones ligadas a lo que le había ocurrido a su homónima Lucia Baldeschi, llevará al lector a descubrir junto a ella una oscura historia ocurrida en el mismo lugar 500 años antes.

La joven Lucia Baldeschi es sobrina del malvado Cardenal, tejedor de oscuras tramas con la finalidad de centralizar tanto el poder temporal como eclesiástico en sus manos. Lucia, muchacha dotada de una inteligencia especial, se hace amiga de un tipógrafo, Bernardino, junto al cual compartirá la pasión por el renacimiento de las artes, de la ciencia y de la cultura, que caracterizan al período en toda Italia. Tendrá que elegir por fuerza entre el deber de obedecer a su tío, que la ha hecho crecer y educar en palacio ante la ausencia de sus padres, y el amor apasionado por Andrea Franciolini, hijo del Capitano del Popolo1 y víctima designada de la tiranía del Cardenal. La historia es contada a través de los ojos de Lucia Balleani, una joven estudiosa descendiente del noble linaje. En 2017, exactamente 500 años después de los hechos, ésta última descubre antiguos documentos en el palacio de la familia y reconstruye toda la compleja historia de la que se había perdido el rastro.









Índice


Índice

Prefacio (#ulink_81476cbd-862d-5d31-826a-298a25deb025)

Introducción (#ulink_8327f292-d9c9-55ec-a1a7-85199d85c68e)

Capítulo 1 (#ulink_8a981133-e1d1-560f-9e31-c7dc01bdebd0)

Capítulo 2 (#ulink_dbb2b459-9b8d-57fd-9791-b7698c873f9c)

Capítulo 3 (#ulink_4992663e-25e6-5c83-be45-ea0f4b49d033)

Capítulo 4 (#ulink_47256dbd-83f3-51aa-bcfd-7fcaa4e03b41)

Capítulo 5 (#ulink_fd2d573b-9f0d-512c-9096-d6303d933a5b)

Capítulo 6 (#ulink_41eb2c85-5266-513f-9576-2bfbe7a94be3)

Capítulo 7 (#ulink_a0506af8-6ff0-5ae5-9f67-e636feea9afc)

Capítulo 8 (#ulink_117f278c-69a9-5b3b-b50a-3fd4549e8c6a)

Capítulo 9 (#ulink_f98447f9-ea49-56d9-9fef-753cc6909588)

Capítulo 10 (#ulink_f48a4d5d-1387-5b80-a374-944fda605887)

Capítulo 11 (#ulink_0b890975-670d-553a-9933-046069467909)

Capítulo 12 (#ulink_05e2d9fd-294a-57f3-be30-427a5f48b8b4)

Capítulo 13 (#ulink_8f119117-4bf3-59d3-9c21-63d56e240273)

Capítulo 14 (#ulink_8d5b7908-7998-5917-9975-b410afab45dc)

Capítulo 15 (#ulink_e48d7454-59a3-5ea5-82f2-6da6b8b1c8ca)

Capítulo 16 (#ulink_4446d5d8-04b8-5e9a-a426-4f75615aed4f)

Capítulo 17 (#ulink_b15754f9-3fe3-57c6-a96e-b1d13f80044f)

Capítulo 18 (#ulink_d73f6847-8390-5a3b-8adb-aa77fe41e575)

Capítulo 19 (#ulink_5726e463-d5aa-5560-868e-426b28697f30)

Capítulo 20 (#ulink_dd06ce7d-3404-5d67-a818-d2a43438d546)

Capítulo 21 (#ulink_8306f3c7-9615-5039-b809-7a96230b7dd8)

Capítulo 22 (#ulink_8cd2e149-139e-5f4c-9d7b-d78cb5a66290)

Referencias bibliográficas (#ulink_a7fbf6c5-7056-5243-b547-4e1d931eab6f)


Stefano Vignaroli



La sombra del campanile



Traductora: María Acosta Díaz


A Giuseppe Luconi y Mario Pasquinelli,

ilustres conciudadanos que son

parte de la Historia de Jesi.


© 2015 Amici di Jesi

© 2020 Tektime

Todos los derechos de reproducción, distribución y traducción están reservados.

Los párrafos sobre la historia de Jesi han sido extraídos y libremente adaptados de los textos de Giuseppe Luconi.

Ilustraciones del profesor Mario Pasquinelli, amablemente cedidas por los herederos legítimos.

En la cubierta: Jesi ― Portalón de Palazzo Franciolini ― Foto de Franco Marinelli

Traducción al español de María Acosta Díaz

Sitio web: http://www.stedevigna.com

Email de contacto: stedevigna@gmail.com


Stefano Vignaroli



El impresor



La sombra del campanile




Prefacio


Jesi ya no os parecerá la misma cuando hayáis leído El Impresor. El primer episodio de la trilogía, La Sombra del Campanile, es la última novela de Stefano Vignaroli: en ella se narran las vivencias paralelas de la joven y encantadora archivista Lucia Baldeschi y de su homónima antepasada, que vivió 500 años antes. Le ha legado un misterio, cuyos rastros se esconden entre las piedras, la arquitectura y los textos históricos de la ciudad.

Novela apasionante e hipnótica. Cierto, porque, sin darse cuenta, el lector acaba por asumir el punto de vista de la estudiosa, a ojos de la cual calles y palacios pierden su austera e indiferente belleza, para convertirse en testigos solemnes de un tétrico pasado. Pasadizos secretos, bosques infestados de bandoleros, valerosos guerreros y despiadados mercenarios, presuntas brujas y doncellas indefensas, altos dignatarios de la Iglesia y frailes, nobles y plebeyos. Son estos los que llenan y animan la acción, en un constante crescendo de tensión, en el que los lugares no hacen de fondo sino que se convierten en parte integrante y sugestiva de una narración fascinante. Una novela histórica en todos los sentidos, también, y sobre todo, por la capacidad del autor de revivir usos y costumbres de una sociedad, la de Jesi. Hoy como ayer rica en virtudes pero no exenta de defectos y vilezas. A los cuales nadie, ni siquiera la protagonista, tan auténtica y veraz, resultará inmune.



Marco Torcoletti




Introducción


Después de haber publicado tres novelas del género thriller/policíaco, me parecía casi imposible el abordaje de una novela histórica. Pero la pasión por la historia de mi ciudad fue la motivación adecuada idóneo para enfrentarme a este nuevo trabajo. Es obvio que personajes y hechos, a pesar de aprovechar acontecimientos históricos realmente documentados, son, en gran parte, fruto de mi fantasía. He querido dejar invariables los nombres de lugares y de familias importantes de Jesi, justo para conseguir que la narración sea lo más verosímil posible. Si he conseguido el propósito, el mismo de todos los escritores, de interesar al lector y hacer que permanezca pegado a la páginas del libro hasta la palabra fin, será el público quien lo juzgará. Yo lo he dado todo, compete a los lectores la ardua sentencia.



La trama se desarrolla en una Jesi renacentista, rica de arte y cultura, en la que están surgiendo nuevos y suntuosos palacios sobre los restos de la antigua ciudad romana.

La joven Lucia Baldeschi es sobrina del malvado Cardenal, tejedor de oscuras tramas con la finalidad de centralizar tanto el poder temporal como eclesiástico en sus manos. Lucia, muchacha dotada de una inteligencia especial, se hace amiga de un tipógrafo, Bernardino, junto al cual compartirá la pasión por el renacimiento de las artes, de la ciencia y de la cultura, que caracterizan al período en toda Italia. Tendrá que elegir por fuerza entre el deber obedecer a su tío, que la crió y educó en palacio ante la ausencia de sus padres, y el amor apasionado por Andrea Franciolini, hijo del Capitano del Popolo


y víctima designada de la tiranía del Cardenal.

También se cuenta la historia a través de los ojos de Lucia Balleani, una joven estudiosa descendiente del noble linaje. En 2017, exactamente 500 años después de los hechos, ésta última descubre antiguos documentos en el palacio de la familia y reconstruye toda la compleja historia de la que se había perdido el rastro.



Stefano Vignaroli.




Capítulo 1


La magia no es brujería

Paracelso



Bernardino sabía que vivía en unos tiempos en los que era realmente peligroso imprimir un texto sin haber obtenido la aprobación eclesiástica. Si, además de eso, el texto era blasfemo y ofendía a la Iglesia oficial, sacando a relucir doctrinas contrarias a ella, corrían el riesgo de acabar en la hoguera no sólo los libros impresos sino también el autor y el editor. Su imprenta, en Vía delle Botteghe, marchaba bien. Hacía poco que había comenzado el siglo XVI y Bernardino era se había dado a conocer como tipógrafo en toda Italia por haber sustituido los caracteres móviles de impresión de madera por los de plomo, mucho más resistentes y duraderos. Con el mismo cliché conseguía imprimir un millar de copias frente a las trescientas que sus predecesores de la escuela alemana estampaban con los estereotipos de madera, aunque el manipular aquel metal le estaba creando bastantes problemas de salud. Había comprado, hacía ya más de treinta años, la imprenta de Federico Conti, un veronés que había hecho su fortuna en Jesi, creando la primera edición impresa en toda Italia de la Divina Comedia del gran poeta Dante Alighieri. Conti había alcanzado en poco tiempo la cima de su fortuna, de la misma manera que rápidamente había caído en desgracia. Bernardino había aprovechado la ocasión y había adquirido la estupenda imprenta por cuatro cuartos. Con la calma y la paciencia propias de aquellos que provienen del condado Jesino, (Bernardino era originario de Staffolo), había hecho crecer su actividad hasta el máximo nivel, sin enfrentarse con las autoridades, siempre honrado y respetado. Hasta ahora, la obra más importante a la que se había dedicado, había sido la Storia de Jesi, desde sus orígenes hasta el nacimiento de Federico II, basada sobre todo lo que se había transmitido por tradición oral y por documentos históricos, antiguos manuscritos, contratos, mapas y todo aquello que se conservaba en los palacios de las nobles familias de Jesi: Franciolini, Santoni y Ghislieri. En la preparación de la obra habían trabajado Pietro Grizio y él mismo; aunque no era un auténtico escritor, en realidad, a base de estampar pruebas de impresión, había adquirido una fantástica familiaridad con la lengua italiana. Una obra que todavía no había terminado y que sería impresa por sus sucesores sólo en el año 1578, después de un notable trabajo de revisión y acabado. Una obra que sería durante mucho tiempo la más importante fuente histórica sobre la ciudad de Jesi y en la que se inspirarían, aproximadamente dos siglos después, y aún más, Baldassini para sus Memorie Historiche dell’antichissima e regia città di Jesi y Annibaldi para su Guida di Jesi, desaparecida nada menos que en los primeros años del siglo XX. Una obra grande e importante, todavía en marcha, que había dejado pendiente, para publicar un librito que había sido encargado por una muchacha de unos veinte años. ¿Qué había pasado por la cabeza de Bernardino para imprimir un opúsculo dedicado al culto pagano de la Diosa Madre y a la curación con las hierbas medicinales? El Inquisidor jefe de la ciudad, el Cardenal Artemio Baldeschi, podría irrumpir en su taller de un momento a otro, a lo mejor instigado por algún otro tipógrafo celoso por sus éxitos. Y todo esto por hacer un favor a la sobrina del Cardenal, Lucia Baldeschi. ¿A los cincuenta años había perdido la cabeza por aquella doncella?

No, era improbable, decía para sus adentros el impresor. No podría seguramente mantener una noche de amor con una joven potranca, aunque… Aunque la sola idea de poder acariciarle las manos con las suyas le excitaba un poco, pero mandaba aquellos impulsos a los ángulos más recónditos de su mente.

A cambio de la impresión del manual, la joven bruja había prometido a Bernardino una cura eficaz para la ciática que lo afligía desde hacía años y un ungüento que le protegería de la absorción del polvo de plomo a través de la piel agrietada de las manos.

―La culpa de tu anemia y de los dolores de hueso son del plomo que manejas cada día. Se absorbe a través de la piel e inhalando su polvo mientras se respira. Si quieres vivir mucho más tiempo sigue mis consejos.

Lucia era una mujer joven, en ese momento tenía veinte años, más bien alta, morena, con los ojos color avellana siempre en movimiento, siempre a la búsqueda de todo tipo de detalles. No se le escapaba nada de lo que sucedía a su alrededor, tenía un oído finísimo y también la capacidad de la clarividencia; además, era capaz de curar, con las hierbas y los remedios naturales, una gran variedad de enfermedades. Esto era lo que sabía oficialmente quien la conocía. En realidad, Lucia estaba dotada de unos poderes desconocidos para la mayor parte de las personas normales pero intentaba no revelarlos a nadie, sobre todo por el hecho de que vivía bajo el mismo techo que su tío. Era un niña de nueve años cuando, mientras asistía a la quema de Lodomilla Ruggieri en la plaza pública, se había quedado conmocionada por el espectáculo escalofriante de la ejecución. La abuela la mantenía cogida de la mano en medio de la multitud que esperaba que la condenada saliese de la fortaleza, en la cima de la Salita


della Morte. La mujer, montada en un mulo, con las manos atadas a las riendas, los vestidos rotos que dejaban al descubierto su desnudez, estaba visiblemente destrozada por las torturas que los inquisidores le habían infligido con el fin de que confesase sus pecados. Tenía un ojo morado, un hombro dislocado y, cuando le hicieron bajar del mulo, casi no era capaz de tenerse en pie. Fue atada al palo, con los brazos en alto, de manera que no se desplomase sobre las rodillas. A continuación fue dispuesta la madera debajo de sus pies y alrededor de sus piernas. Un sacerdote se le acercó con la cruz:

―¿Reniegas de Satanás?

Por toda respuesta Lodomilla había escupido a la cruz y al sacerdote y las llamas habían prendido en el montón de leña. Los gritos de la mujer que se quemaba eran inhumanos, Lucia no podía soportarlos y había pensado con intensidad que si en ese momento se produjese una lluvia torrencial el agua apagaría el fuego y, de alguna forma, la pobrecilla se podría salvar. Miró al cielo y lo vio cargarse enseguida de nubes negras que amenazaban lluvia. Lucia comprendió que bastaba que el pensamiento ordenase a las nubes que lloviese y se desencadenaría el diluvio. La abuela, que conocía las capacidades de la niña, a la que había comenzado a enseñar los rudimentos de la magia, la paró a tiempo.

―Si no quieres tener el mismo fin que Ludomilla, frena tus instintos. Es la Diosa la que ha llamado a nuestra amiga, de lo contrario con sus artes mágicas se habría librado de las llamas. Dentro de poco dejará de sufrir y su espíritu será acogido por la Buena Diosa.

Se sintió el estruendo de algún trueno pero no cayó ni una sola gota de agua. Las nubes se desvanecieron y el cielo se serenó. El azul de la jornada de finales de mayo era atravesado solamente por una columna de humo negro que se alzaba desde la pira. Lodomilla era ya un tizón ardiente sin vida. Alguien continuó tirando haces de leña y alimentando el fuego hasta que de la bruja no quedaron más que cenizas.

Desde aquel día Lucia había intuido que, con sus poderes, podía dominar los diversos elementos de la naturaleza, poniéndolos a su servicio, tanto para el bien como para el mal. Su abuela había intentado guiarla en el camino para conseguir el control de sus artes mágicas, le había enseñado a reconocer las hierbas medicinales, las que curaban y las tóxicas, las que tenían actuaban como estupefaciente y las que poseían presuntos poderes mágicos. Le había enseñado a pronunciar encantamientos y a realizar talismanes y, cuando cumplió los catorce años, le había dicho:

―Sólo las brujas más poderosas logran controlar los cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. La unión de estos está representada por la quintaesencia, por el espíritu, que puede liberarse hacia lo alto, hacerte volar y, desde el cielo, permitirte ver cosas que de otra manera no verías. Puedes ver el pasado, prever el futuro, conversar con los espíritus de nuestros antepasados o escuchar lo que yo, o un ser querido, querría decirte sin estar cerca de ti. Puedes penetrar en la mente de los otros y leer sus pensamientos más íntimos. Creo que tu puedes ser capaz de usar todas estas facultades, pero recuerda, úsalas siempre para hacer el bien. La magia negra, la que algunos usan para fines malvados, antes o después, se vuelve contra quien la practica.

Mientras hablaba de esta manera había abierto un arcón y había dado a la nieta un antiguo manuscrito, en el interior de un estuche de piel negra sobre el que estaba grabado un pentáculo, una estrella de cinco puntas inscrita en un círculo. Era el diario de la familia que pasaba de madre a hija, en este caso de abuela a nieta porque la mamá de Lucia había muerto cuando ella era todavía muy pequeña. El diario en que cada bruja incluía sus experiencias, los sortilegios inventados, las curaciones hechas, las experiencias mágicas que cada una de ellas había podido experimentar, de manera que el conocimiento y la sabiduría aumentasen con el tiempo. Lucia había comprendido que ahora ya era capaz de controlar los cuatro elementos cuando, concentrándose, conseguía materializar una esfera semi fluida que fluctuaba entre sus manos unidas en forma de copa, apartándose de sus palmas un poco. La esfera no era otra cosa que su espíritu, una mezcla de colores que, girando, en ciertos momentos, se mezclaban entre ellos produciendo infinitas tonalidades, en otros se dibujaban como si cada elemento quisiese recuperar su naturaleza y separarse de los otros. Reconocía el aire por el color amarillo, la tierra por el color verde, el agua por el color azul y el fuego por el color rojo. Podía ordenar a cada uno de esos elementos que hiciese lo que su mente deseaba, para el bien o para el mal. Si, por ejemplo, quería utilizar el fuego, su mente seleccionaba aquel elemento y desde la esfera podía partir una bola de fuego, más o menos grande, según sus exigencias. Encender el fuego en el brasero era lo más sencillo del mundo: bastaba con que la leña estuviese dispuesta para ser encendida, una pequeña bola ígnea era dirigida por Lucia hacia ella y enseguida tenía un bonito fuego crepitante. Pero aquellos poderes también podían ser peligrosos. Un día, una chavalita de su misma edad, llamada Elisabetta, la había apostrofado por la calle, burlándose de ella porque ya había cumplido quince años y ningún joven le había prestado atención.

―Dicen que eres una bruja, ningún hombre te querrá, porque las que son como tú hacen el amor sólo con el diablo. El hecho es que, aquel con quien os apareáis, no es el diablo sino el cabrón de Tonio, el labriego que tiene las tierras más allá del río.

Lucia le lanzó una bola de fuego tan grande como nunca la había hecho hasta el momento y los vestidos y los cabellos de la desgraciada se incendiaron. Luego invocó al aire, levantó los brazos sobre la cabeza y, con movimientos circulares de los mismos, dio origen a un remolino que se separó de ella en dirección a la otra muchacha. El viento alimentó aún más las llamas, Elisabetta sintió el dolor lacerante sobre su piel y comenzó a chillar. Entonces Lucia se acordó de las recomendaciones de la abuela y sintió piedad por aquella impertinente. Invocó al agua e hizo desencadenar un imprevisto chubasco, luego pidió a la tierra que le suministrase unas hierbas para hacer una cataplasma para aplicar sobre las quemaduras de la muchacha. Después de todo, no había sucedido nada grave, la muchacha sólo tenía la túnica medio quemada y la piel enrojecida, ni siquiera se habían formado ampollas. Tendría que cortarse el pelo, dado que los que le quedaban se habían encrespado de tal manera que la hacían parecer un puerco espín, pero ya le crecerían.

―No te cruces más en mi camino, la próxima vez podría no conseguir frenarme.

―Bruja, te denunciaré a las autoridades. Acabarás ardiendo viva. En la hoguera. En la plaza pública. Y yo estaré observando mientras las llamas te consumen. ¡Bruja! ¡Bruja!

Aquellas palabras le trajeron a la mente la ejecución de la bruja Lodomilla, a la que había asistido de niña. Sin decir nada más y sin invocar otra vez a sus poderes, Lucia se alejó de aquel lugar, esperando que el posible relato de Elisabetta no fuese tomado en serio y volvió a casa, en el Palacio Baldeschi, un enorme edificio que se asomaba a la Plaza del Mercado. Se había acabado la ampliación del palacio hacía unos pocos años, sobre la base de una construcción que se remontaba a más de tres siglos antes, por la voluntad de su tío, el Cardenal Artemio Baldeschi, que además era el hermano de su abuela. La suntuosa mansión estaba ubicada entre la nueva iglesia de San Floriano y la Catedral. Ésta última era una magnífica iglesia de estilo gótico, embellecida por hermosísimas agujas en la fachada, por un interior amplio de tres naves, capaces de acoger a más de dos mil fieles. Por desgracia había sido construida sobre la base del templo de Júpiter y de las antiguas termas romanas, sin que, quien la había construido en su día, se hubiese preocupado mucho por afianzar los cimientos, dado que la construcción era inestable y se debería tirar para hacer sitio a una nueva iglesia dedicada al patrón de la ciudad, San Settimio, cuyas reliquias habían sido conservadas en la cripta de la antigua catedral. Por ahora, el Cardenal celebraba la Santa Misa cada domingo en la iglesia de San Floriano y había conseguido también que el convento anejo, que debía ser destinado a los frailes de la orden de los Dominicos, se convirtiese, en cambio, en la sede del Tribunal de la Santa Inquisición, siendo él el Inquisidor Jefe. Los dominicos habían sido relegados a un convento en el valle, realizado en una vieja construcción del siglo XII, cerca de la iglesia de San Bernardo y del convento de las hermanas Clarisas del Valle.



A Lucia se le encogió el corazón cuando, después de pasados unos días, fue llamada por su tío abuelo Artemio


a su estudio, en la otra ala del palacio, diferente a la que habitaban ella y su abuela. El estudio del tío era una habitación enorme, amueblada de manera espléndida, las paredes embellecidas con tapices, el suelo recubierto en parte con una enorme alfombra. Toda una pared estaba ocupada por una librería que contenía textos sagrados y profanos, manuscritos de encomiable factura y algunos textos impresos, entre los que se encontraba una copia de la Divina Comedia de Dante Alighieri, realizada algunos años atrás por Federico Conti en su imprenta de Jesi. Lucia habría dado cualquier cosa por poder consultar esos textos pero siempre se lo habían prohibido taxativamente.

El olor de los terciopelos que recubrían sillas y butacas contribuían a convertir el aire de la estancia en pesado e irrespirable, casi al límite de la asfixia. Las ventanas que daban a la plaza permitían al Cardenal dar una ojeada al corazón neurálgico de su ciudad, manteniendo bajo control a sus ilustres conciudadanos, pero siempre estaban cerradas herméticamente para impedir a los ruidos de la plaza y de las calles molestar la concentración del más alto prelado del lugar. El cargo cardenalicio le permitía estar por encima de cualquier otro cargo político, pudiendo impugnar incluso cualquier decisión del Capitano del Popolo que residía en el cercano Palazzo del Governo. El poder que le había conferido el Papa Alessandro VI y que había sido confirmado por sus sucesores, Pio III, Giulio II y Leone X, era, de hecho, respetado y temido por todas las otras autoridades locales.

El Cardenal ofreció la mano anillada a la nieta para que la besase, luego la invitó a sentarse en una de las imponentes sillas dispuestas enfrente de su escritorio.

―Lucia, mi querida sobrina, ya no eres una niña y es el momento adecuado para encontrarte un hombre que sea un digno marido. Si en tu mente no hay ningún otro joven, querría proponerte al hijo del Capitano del Popolo, Andrea. Tiene veinte años, es un joven guapo y es muy bueno tanto cabalgando como utilizando las armas.

Se volvió hacia ella mientras limpiaba las lentes de sus gafas, de exquisita factura veneciana, con un pequeño paño. A la espera de que la joven respondiese, echó un poco de hálito sobre sus lentes, las frotó con cuidado con el paño y volvió a ponerse las gafas, mirando fijamente y de manera penetrante a los ojos de Lucia.

El Cardenal, que frisaba los sesenta, a parte de los cabellos grises, era todavía una persona fuerte, robusta, alta y esbelta; los ojos marrones de mirada aguda resaltaban sobre la piel clara del rostro que, a pesar de la edad, no aparecía todavía surcado por arrugas evidentes. Sólo en aquellos raros momentos en que sonreía se le formaban, a los lados de los ojos, unas patas de gallo. Lucia sabía que no era aquel el motivo por el que había sido llamada e intentaba penetrar en la mente del tío para saber qué quería realmente, pero sus pensamientos estaban sellados detrás de barreras invisibles y muy resistentes. La abuela la había advertido, el tío Artemio formaba parte de la familia y, como todos sus miembros, estaba dotado de poderes quizás incluso más fuertes que los de todos ellos. Sin embargo, aparentemente y a los ojos del pueblo, él había dedicado su viada a combatir la brujería y la herejía.

―Si también él es un brujo, ¿por qué lucha contra sus iguales? ―le había preguntado un día Lucia a la abuela.

―Porque es debido a sus derrotas que él consigue aumentar sus poderes. No le des nunca la espalda, nunca te fíes de él, si descubriese que eres una criatura con grandes poderes, aunque seas su sobrina nieta, no dudaría en condenarte a la hoguera y observar cómo te quemas mientras tus poderes se transfieren a él. Cuando estés en su presencia, no pienses, él lee tus pensamientos, incluso los más escondidos y además te impide que leas los suyos.

¡Y era verdad! En aquel momento Lucia estaba experimentando que no conseguía de ninguna manera penetrar en su mente, era como si no tuviese pensamientos, sin embargo debería tenerlos.

―Debería saber si me gusta, conocerlo y entender si puedo enamorarme de él.

―¡Enamorarse, menuda palabra! En las familias nobles como la nuestra uno se casa en base a un contrato. La familia encuentra un buen partido para la muchacha y ella honrará al marido que le han escogido. Pero quiero llegar a un pacto contigo. Yo y el Capitano del Popolo, Guglielmo dei Franciolini, organizaremos una fiesta en la que tendréis oportunidad de conoceros, tú y Andrea. Y ahora vete, ya te diré cuándo tendrá lugar la fiesta.

Sin responderle, Lucia se levantó de la silla y estaba a punto de irse cuando el Cardenal le dirigió otra vez la palabra.

―¡Ah, me olvidaba! ―dijo, casi como si fuese una cosa a la que no daba ninguna importancia ―Me han dicho que hace algunos días has ayudado a una compañera tuya a la que se le habían incendiado los vestidos. ¡Brava! Nosotros, los Baldeschi, debemos distinguirnos en esta ciudad y mostrar que ayudamos al prójimo en cualquier tipo de circunstancias.

En ese momento Lucia tuvo la percepción de la mente del tío que estaba investigando los lugares más remotos de su cerebro. Todavía no conseguía imponerse no pensar pero intentó recordar la escena en su mente de manera distinta a cómo había ocurrido realmente. Perfecto, Elisabetta se había acercado a la hoguera que el maestro tintorero había encendido enfrente de su taller al comienzo de la bajada del Fortino, para poner a cocer la enorme cacerola con agua donde debería sumergir los tejidos para teñir con sus colores llamativos. Un trozo del sayal de la chiquilla había sido lamido por las llamas que habían ascendido en un santiamén y habían llegado hasta quemarle los cabellos. Por suerte, de repente se había puesto a llover y Lucia, que pasaba por allí por casualidad, había observado su piel enrojecida y había sacado del morral un frasco de ungüento a base de áloe vera y semillas de lino, un remedio natural para las quemaduras que preparaba la abuela.

―¡Brava, estoy orgulloso de ti! ―repitió el Cardenal.

Lucia salió de la habitación esperando en el fondo de su corazón haber engañado al tío, aunque no podía estar segura.

Si sabe que soy realmente una bruja y tengo poderes que él podría envidiarme ¿qué hará? ¿Me tendrá bajo control hasta que no esté seguro de mis capacidades para, más tarde, enviarme sin piedad a la hoguera y observar como muero entre las llamas? Pero ¿entonces por qué me propone un marido? ¡Bah! Quizás es un juego político. Casar a su sobrina nieta con el hijo del Capitano del Popolo aumentará todavía más su poder temporal en esta ciudad, en la que aún muchos habitantes se proclaman gibelinos. No me asombraría que el tío quiera centralizar sobre él tanto el poder religioso como el político. Estate atenta, Lucia, y no te dejes embaucar ni por el tío ni por este joven Andrea.

Habría querido saber más sobre Andrea antes de conocerlo en la fiesta oficial. Quién sabe cuándo tendría lugar este evento. Si el tío lo había planteado, era seguro que no tardaría mucho en organizarlo.

Inmersa en sus pensamientos, atravesó el largo pasillo que la llevaba al ala del palacio en la que vivía. Ya en el fondo del pasillo descendió la escalinata, encontrándose en el piso de abajo, en el vestíbulo enfrente del portalón de entrada. Debería haber subido la escalera que había enfrente de ella para llegar a sus dependencias. A su derecha, a través de una puerta de madera, se podía acceder a los establos. Morocco, su corcel preferido, percibió su presencia y relinchó para saludar a la muchacha que fue tentada a empujar la puerta lo necesario para meterse dentro e ir a acariciar al negro caballo. Pero su atención fue atraída por otra puertecilla de madera que conducía a los subterráneos del palacio. Habitualmente aquella puerta estaba cerrada pero aquel día, sorprendentemente, estaba entreabierta. La abuela le había advertido más de una vez que no se aventurase en los subterráneos. Allí abajo había un laberinto en el cual era fácil perderse, representado por las calles y las estancias de las antiguas construcciones de la época romana. De hecho, todos los edificios más recientes apoyaban sus cimientos sobre las antiguas construcciones romanas. La curiosidad de Lucia era demasiado fuerte. Pensaba que si aquellos rincones, los que ahora eran túneles, galerías y bodegas, hubieran estado en un tiempo habitados, los espíritus de los antiguos habitantes podrían hablar con ella, contarle historias, confiarle sus miedos y sus sentimientos. A fin de cuentas el Palacio Baldeschi surgía justo coincidiendo con lo que en tiempos de los romanos era la acrópolis, el foro, el centro comercial y político de la ciudad. Allí estaban los templos, allí estaban las termas, un poco más allá, donde ahora se alzaba el novísimo Palazzo del Governo, había un enorme anfiteatro; más cerca, próxima a las murallas occidentales de la ciudad, la gran cisterna para el aprovisionamiento del agua.

Allá abajo habrá una oscuridad total, pensó Lucia. Necesitaré una fuente de luz.

Entró en el establo y dio dos caricias a Morocco que reclamó la zanahoria que la muchacha habitualmente le llevaba como regalo. Lucia la sacó del bolsillo y el animal se dio prisa en cogerla con delicadeza, con los labios, de sus manos. Acarició al caballo sobre el morro mientras buscaba con la mirada una linterna. La vio, la desenganchó del clavo en la que estaba colgada, comprobó que estuviese cargada de aceite, luego concentró su mirada sobre la mecha que, en unos segundos, se encendió. Reguló la llama al mínimo, salió del establo y se aventuró por las irregulares escaleras que se dirigían hacia las vísceras de la tierra. Aunque la Tierra era uno de los elementos sobre los que tenía el control, en ese momento le tenía un poco de miedo. Casi parecía que aquella escalera no terminaría nunca, de lo larga que era. Pero quizás era sólo una impresión de Lucia. Finalmente llegó con el pie al último escalón. Había mucha humedad allí abajo, a la muchacha se le estaba congelando el sudor encima y el aliento se condensaba en pequeñas nubecitas de vapor. Levantó la llama de la linterna. Había distintos pasillos, delimitados por antiguos muros de piedra y rústicos ladrillos. Uno, longuísimo, se perdía en la oscuridad delante de ella. La abuela le había dicho que existía un largo pasillo que podía ser utilizado durante los asedios para traspasar las líneas enemigas y procurar provisiones para el pueblo asediado y armas para los defensores de la ciudad. Tal pasadizo rebasaba incluso los alrededores de la residencia de campo de la familia Baldeschi, al comienzo del camino para Monsano, una población situada a algunas leguas de distancia de Jesi y desde siempre un aliado histórico de nuestra ciudad. A su derecha, un pasadizo llevaría hasta los subterráneos de la catedral, quizás incluso hasta la cripta que acogía las reliquias de San Settimio. El pasadizo a su izquierda la podría conducir tanto a la base de la iglesia de San Floriano como a la antigua cisterna romana. Quién sabe si ésta última estaba todavía llena de agua, se preguntaba Lucia. Decidió ir hacia su derecha, hacia los subterráneos de la Catedral y, en poco tiempo, se encontró en una pequeña capilla cuadrada. Cuatro estatuas de mármol blanco, sin cabeza, a modo de columnas, sostenían la bóveda de crucería de la capilla. Con toda probabilidad eran estatuas que, en su momento, habían embellecido las termas romanas. Privadas de las cabezas, que yacían acumuladas en un ángulo escondido y oscuro, habían sido utilizadas, por quien había proyectado la catedral, como columnas. En el centro de la capilla, debajo del arco sujetado por los arcos góticos, un pequeño altar de piedra hacía de marco a una teca que contenía las reliquias del primer obispo de Jesi, Settimio. El santo, como muchos cristianos de la época, había sido martirizado por orden de las autoridades romanas. El gobernador romano que dirigía la ciudad de Jesi había ordenado su decapitación, después de que Settimio hubiese convertido al cristianismo a gran parte de la población, incluida la hija del mismo gobernador. Settimio había sido considerado un peligroso enemigo del Imperio de Roma y ajusticiado. Los huesos habían sido robados por los primeros cristianos para salvarlos de la profanación de los paganos y escondidos tan bien que, durante siglos y siglos, nadie supo donde estaban. El santo fue decapitado en el año 304 y sus restos mortales fueron encontrados sólo después de 1.165 años en Alemania. Por consiguiente, habían sido devueltos a aquel lugar de culto sólo unos cincuenta años antes.

¡Qué extraña es la humanidad!, se dijo Lucia para sus adentros. El mismo tratamiento que los romanos reservaban a los primeros cristianos que eran perseguidos, ahora la Iglesia Católica parece reservarlo a quien no piensa como ella: quien se aparta de la doctrina oficial es tachado de herejía y puede acabar muerto en la plaza pública. Brujas, herejes, hebreos… son procesados y puestos en la hoguera, sólo porque, a lo mejor, han tenido el valor de manifestar sus propias ideas y sabiduría. Pero, ahora la Iglesia se desquita con los herejes; puede que un mañana, en un futuro, cualquier otra facción tomará el control y puede que sean de nuevo los cristianos los perseguidos. ¿Por qué en este mundo no es posible la justicia? ¿Qué Dios es éste que permite que en el mundo, pero sobre todo en el corazón del hombre, exista tanta maldad?

Mientras seguía el recorrido de sus pensamientos un débil rayo de luz generado por un sol cercano al crepúsculo consiguió filtrarse desde una pequeña ventana con parteluz, situada en lo alto, enfrente del ábside de la catedral que estaba encima, yendo a iluminar aquella zona en que habían sido amontonadas las cabezas de las estatuas romanas. La atención de Lucia se paró en algunos detalles que no había conseguido notar antes, allí, cerca de aquellas cabezas esculpidas en piedra muchos siglos antes. En el suelo de tierra batida había sido dibujado una especie de pentáculo, distinto del que habitualmente veía dibujado en la cubierta del diario de la familia que le había sido entregado con anterioridad por su abuela. El dibujo parecía asimétrico, representaba una estrella de siete puntas generada trazando una línea continua en el interior de un círculo. Cada punta de la estrella cortaba un punto de la circunferencia, enfrente de cada uno de ellos habían sido escritos unos caracteres hebraicos, de los que Lucia no conocía el significado. Coincidiendo con cada uno de los siete puntos se podía ver el rastro de cera caída, dejada por una vela que había sido encendida. En el centro de la figura dos muñecas de trapo, realizadas con paja alrededor de la cual se habían envuelto vestidos en miniatura. Representaban a una mujer anciana y a una muchacha: los vestidos de la anciana estaban quemados mientras que la joven tenía un alfiler clavado a la altura del pecho. Lucia tuvo un sobresalto, el corazón comenzó a latirle a lo loco, en un santiamén había comprendido todo. En aquel lugar habían sido realizados ritos de magia negra y las muñecas simbolizaban a su abuela y a ella. Era evidente que alguien las quería ver sufrir, e incluso muertas. ¿Quién? ¿Quién podía ser? Una sola persona podía haber bajado allí. La iglesia que estaba encima ahora ya estaba cerrada, prohibida para los fieles desde hacía más de un año, y por lo tanto la cripta no podía ser accesible desde la catedral. El pasadizo que había recorrido ella estaba cerrado por una puerta constantemente bloqueada y la llave sólo la tenía su tío, el Cardenal, el Inquisidor jefe Artemio Baldeschi. Era verdad, hacía mucho tiempo que en Jesi no tenían lugar ejecuciones capitales, la última hoguera se había encendido seis años antes, en la que había perdido la vida Lodomilla. Ahora el Cardenal debía aplacar su sed, su necesidad de víctimas, su deseo de asistir al sufrimiento y a la muerte directamente bajo sus ojos, bajo su mirada. Ya, porque al contrario de la mayoría de los inquisidores que, una vez pronunciada la condena, entregaban la víctima al brazo secular de la ley, evitando presenciar el suplicio de los que había condenado, Artemio a menudo contemplaba la ejecución en primera fila, a veces cogiendo la antorcha y prendiendo fuego a la pira. Parecía que sentía un gusto sádico al ver a su víctima retorcerse entre las llamas, continuaba mirándola fijamente hasta el fin y por un motivo concreto: capturar el alma del condenado en el momento mismo en que abandonaba su cuerpo mortal.

Entristecida por estas reflexione, atemorizada por lo que había visto, Lucia aferró la linterna y se precipitó hacia las escaleras con la mente ocupaba por un único temor. ¿Encontraría la puerta abierta? ¿Y si el tío se hubiese acordado de no haberla cerrado y hubiese vuelto a atrancarla? ¿O si quizás lo había hecho adrede, para inducirla a bajar y enterrarla viva? No, no hubiera sido bastante para Artemio, él debía ver en la cara el sufrimiento de la propia víctima, no sería algo propio de él dejarla morir allí. Quería sólo atemorizarla y lo había conseguido. La pequeña puerta de madera estaba abierta, Lucia salió al vestíbulo, volvió a poner la linterna donde la había cogido, ni siquiera miró a Morocco y salió corriendo al aire libre, a la plaza, todavía con el corazón sobrecogido.

Casi era la puesta de sol de un cálido día de finales de mayo y la luz rojiza del sol regalaba unos colores espectaculares a la estupenda plaza en la que tres siglos antes había nacido el Emperador Federico II di Svevia


. Se dijo a sí misma que debería buscar el significado de los símbolos descubiertos en la cripta en el Diario de Familia, en aquel valioso manuscrito que le había entregado la abuela. Pero ahora debería calmarse y decidió dar un pequeño paseo por la ciudad. Atravesó la plaza hasta llegar al lado opuesto, giró a la izquierda y descendió por la Costa dei Longobardi, para llegar a la parte más baja de la población, donde vivían mercaderes y artesanos. Los edificios eran menos suntuosos con respecto a los de la parte alta de la ciudad pero, de todas formas, estaban ennoblecidos con elementos decorativos, con refinados portales y molduras alrededor de las ventanas. Las fachadas estaba casi todas embellecidas con enlucidos, pintados en color pastel, como el azul celeste, el amarillo, el ocre, el naranja suave; por lo general no se dejaban los ladrillos a vista, como en cambio sucedía en los edificios señoriales del centro. Como recordatorio de que aquellas moradas habían sido construidas gracias al dinero ganado por quien las habitaban, a menudos sobre los arquitrabes de los portales o las ventanas del primer piso aparecían frases como De sua pecunia o Suum lucro condita – Ingenio non sorte. En el fondo de la Costa dei Longobardi, girando a la derecha, en poco tiempo se podía llegar a la iglesia dedicada al apóstol Pietro, hecha construir por la comunicad longobarda residente en Jesi en la segunda mitad del siglo trece. Principi Apostolorum – MCCLXXXXIIII, se leía encima del portal; quien había grabado la fecha no se acordaba muy bien de cómo se escribían los números en latín o quizás nunca lo había sabido al ser un arquitecto de origen bizantino, ya habituado a tener que lidiar con las cifras árabes, mucho más simples de memorizar. Enfrente de la iglesia, el Palazzo dei Franciolini, acabado de construir, era la residencia del Capitano del Popolo, Guglielmo dei Franciolini. También él había hecho su fortuna como mercader dado que, después del descubrimiento del Nuevo Mundo, nuevos canales comerciales habían sido abiertos y muchas mercancías nuevas habían llegado incluso hasta Jesi. Quien había podido, había aprovechado la ocasión y había conseguido en poco tiempo acumular notables riquezas. Lucia se paró bajo el rico portal del palacio, limitado por dos columnas y por algunos azulejos cuadrados de piedra arenisca, decorados con representaciones de Dios y símbolos de la época romana. Con toda probabilidad, al excavar los cimientos del edificio, habían sido descubiertos elementos decorativos de una casa de algún patricio romano y estos habían sido reutilizados para adornar el portal. Lucia reconoció al dios Pan, Bacco, la Diosa Diana, y luego también los lirios de tres puntas y… una estrella de seis puntas formada por dos triángulos entrecruzados – extraño, ¿no era por casualidad el símbolo de los hebreos? –y otra estrella de cinco puntas, un pentáculo


y… una estrella de siete puntas inscrita en una circunferencia, igual en todo a la que había visto poco antes en la cripta. Estos últimos dibujos no podían remontarse a la época romana y, de hecho, observando con atención las baldosas sobre los que estaban realizados, se notaba que éstas eran de factura diversa, más recientes respecto a las otras, quizás hechas con el fin de decorar el portal. ¿Pero qué significado tenía todo esto? En aquella plaza convivía lo sagrado con lo profano: por un lado la iglesia dedicada al principal de los apóstoles, Pedro, el primer Papa de la historia del cristianismo, de la otra figuras paganas y símbolos que podían acusar al dueño de la casa de ser un herético. Y sin embargo el tío Cardenal estaba en buenas relaciones con los Franciolini, ¡incluso le había propuesto al hijo como su prometido! Cuanto más miraba aquellos símbolos más pensaba Lucia que en aquel lugar hubiese algo mágico. Quizás aquel palacio había sido construido sobre las ruinas de un templo pagano y había mantenido sus peculiaridades. Intentó concentrarse, abrir su tercer ojo a las visiones, invocó a su espíritu, para liberarlo hacia arriba y que escrutase los elementos que de otra manera no habría visto. Entre sus manos juntas, en forma de copa, se estaba materializando la bola semi fluida de distintos colores, cuando el portalón del palacio se abrió de par en par de repente, mostrando en la penumbra a un joven que llevaba puesta una ligera armadura de batalla, montando un potente caballo, a su vez, con la cabeza cubierta para protegerse de eventuales golpes que le podían ser infligidos por espadas o lanzas.

El caballero mantenía en la mano derecha el estandarte de la República Jesina, constituido por el león rampante adornado con la corona real. En cuanto el portalón se abrió completamente, incitó al caballo a salir al exterior, casi arrollando a Lucia que estaba allí delante. La muchacha, atemorizada, se desconcentró y la esfera desapareció enseguida. El caballo, enfrente del obstáculo imprevisto, se encabritó dando patadas al aire con las patas delanteras. Lucia sintió una pezuña a poca distancia de su cara pero no se dejó llevar por el pánico y clavó su mirada en los ojos azul marino del caballero, que tenía la visera del yelmo alzada. Durante un momento se perdió en aquellos ojos, el caballo se tranquilizó y el caballero respondió a la mirada de la damisela, mirando fijamente, a su vez, a los ojos color avellana de la muchacha. Hubo un momento de calma, de total silencio, el cruce de dos miradas parecía haber parado el tiempo.

¿Quién era aquel guapo caballero, preparado para una hipotética batalla en defensa de su ciudad? ¿Quizás era Andrea? Si hubiera sido así, ¡tendría que estarle agradecida a su malvado tío! Pero quizás los Franciolini tenían otros hijos. No tuvo tiempo de abrir la boca porque después de unos segundos, las campanas de la iglesia de San Pietro comenzaron a sonar y a ella, poco a poco, se unieron las de la iglesia de San Bernardo, luego las de San Benedetto y, en fin, las de San Floriano. Lanzando una última mirada a Lucia, el caballero incitó a su caballo, llegando a la limítrofe Piazza del Palio, el enorme espacio en el interior de los muros, dominado por el Torrione di Mezzogiorno. En breve, otros caballeros armados se pusieron alrededor de aquel que estrechaba en su mano el estandarte, luego llegó también gente a pie, armada de ballestas, puñales y cualquier tipo de arma que pudiese ser usada contra el enemigo.

―¡Los anconitanos nos están atacando! ―gritó el noble Franciolini ―Los han avistado nuestros vigías desde el Torrione di Mezzogiorno. Hoy, 30 de Mayo de 1517, nos preparamos para defender los muros de nuestra ciudad.

Todas las puertas se cerraron, la mayor parte de los hombres de a pie se dispusieron sobre el adarve mientras que los caballeros se reunieron en el espacio interior de Porta Valle, preparados para una salida contra el enemigo. Pero por esa noche, el ejército anconitano, guiado por el Duca Berengario di Montacuto, no se acercó a Jesi, quedó acampado más abajo, a pocas leguas de la población de Monsano, semi escondido en el bosque ribereño cercano al río Esino.

Durante algunos días se mantuvo la alerta. Al anochecer las escoltas llegaban hasta el adarve para reforzar la guardia habitualmente delegada en algunos vigías y desde los muros se escuchaba la advertencia de un canto que la población, desde hacía bastantes años, no oía:








El Capitano del Popolo había impuesto el toque de queda a los ciudadanos. A las nueve de la noche quien no subía al adarve de los muros debía retirarse a su casa. Pero la guardia estaba destinada a descender muy pronto. Para la noche del 3 de Junio estaba prevista la fiesta en el Palazzo Baldeschi, en la que sería anunciado el noviazgo de la sobrina del Cardenal, Lucia, con el más joven de los hijos de la casa Franciolini. En esos días, cada vez que Lucia cruzaba la mirada con su tío, aunque no era capaz de leer sus pensamientos, en su rostro veía dibujada una sola palabra: traición. Pero no conseguía imaginar qué interpretación dar a aquella palabra, al mismo tiempo tan sencilla y tan compleja.











Capítulo 2


Guglielmo dei Franciolini, Capitano del Popolo de Jesi, era un sabio administrador y sabía perfectamente que no era el momento adecuado para consentir una suntuosa fiesta justo en los días en que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad. Pero no podía ir contra el Cardenal, renovando una vez más las desavenencias entre la autoridad civil y la eclesiástica. Precisamente unos años antes, el Palazzo del Governo había sido terminado e inaugurado con la bendición del mismo Papa Alessandro VI que había concedido a la ciudadanía jesina continuar utilizando el león con la corona real, siempre y cuando en la ciudad y en el condado fuese respetada la autoridad eclesiástica. Tanto que, sobre la fachada del palacio, se podía leer, encima del símbolo de la ciudad, la frase Res Publica Aesina – Libertas ecclesiastica – MD. Y por lo tanto el famoso Papa Rodrigo Borgia había concedido una cierta libertad a la República Jesina, con tal de que se sometiese al poder de la Iglesia. Con este acuerdo, a los jesinos les fueron perdonados los horrores perpetrados en el resto de Le Marche por el hijo del Papa, Cesare Borgia, que se había propuesto convertirse en señor absoluto de la Romagna, de Umbria y de Le Marche con la crueldad y la traición. Era historia pasada, de hace casi veinte años atrás, pero de todas maneras Guglielmo debía respetar los pactos. Además, eran justo los esponsales de su hijo Andrea con la sobrina del Cardenal los que sellaban aún más el acuerdo entre güelfos y gibelinos de su ciudad. A fin de cuentas, el enemigo estaba acampado desde hacía unos días en las orillas del río, mucho más abajo, y no daba muestras de moverse. En aquellas noches con el toque de queda, los vigías y los guardias no habían observado movimiento; las fogatas del campamento eran bien visibles, casi como si fuesen mantenidas encendidas a propósito durante toda la noche por los anconitanos. El temor, para nada infundado, de Guglielmo y su hijo Andrea, era que todo fuese un truco. Quizás los enemigos esperaban refuerzos para atacar o quizás atraían la atención de los jesinos sobre aquel pequeño campamento mientras el grueso del ejército aparecería por otro lugar. Las primeras horas de la tarde del jueves 3 de junio habían sido particularmente cálidas. Mientras Guglielmo se preparaba para la ceremonia, ayudado por algunos siervos para vestir los elegantes y coloridos hábitos de brocado que contribuían a aumentar de manera notable su producción de sudor, terminaba de impartir las órdenes a los comandantes de sus soldados.

―A partir de vísperas


todas las puertas de la ciudad deberán ser cerradas. Disponed también cadenas en las calles principales de manera que, en caso de irrupción del enemigo, se pueda obstaculizar su avance.

El lugarteniente lo interrumpió.

―El Cardenal ha dado órdenes opuestas, mi Señor. Quiere que todas las puertas de la ciudad se dejen abiertas de manera que los nobles que residen en el condado tengan fácil acceso a la ciudad para llegar a su palacio y a la fiesta. No podemos contradecirle.

―¡Reforzad la guardia en los muros! ―gritó el Capitano batiendo un puño sobre la mesa subrayando su orden.

―También sobre esto tengo mis dudas con respecto a hacerlo. El Cardenal, en aras de la seguridad, quiere la mayor parte de la guardia armada alrededor de su palacio.

―¡El Cardenal, el Cardenal! ―Guglielmo estaba poniéndose rojo por la ira y por el calor ―¡De esta manera corremos el riesgo de entregar la ciudad al enemigo! Así será, pero cerraremos todas las puertas de la ciudad al anochecer. Dejaremos abierta sólo la puerta de San Floriano, desde donde los nobles rezagados podrán llegar con facilidad al Palazzo Baldeschi. Nunca hemos sufrido asaltos desde la parte occidental de la ciudad. El enemigo asalta siempre el Valle, llegando desde la llanura del Esino. Sería demasiado engorroso para un ejército llegar desde la parte de las colinas. Además, en la parte occidental los muros son mucho más altos y dentro de la puerta de San Floriano tenemos un fortín dotado con una bombarda, para una defensa suplementaria. Preparad mi caballo y llamad a mi hijo. Es hora de irnos: desfilaremos en procesión con los caballos enjaezados y con armadura por las calles del centro antes de llegar al Palacio del Cardenal.



Asados de la más variada clase de animales de caza, sopas, ensaladas y pasta, ya a últimas horas de la tarde habían sido dispuestas sobre la gran mesa en la que se colocarían los huéspedes. El Cardenal tenía a Lucia cogida de la mano mientras que los siervos rociaban los asados, en particular las grullas, los pavos y los cisnes, con zumo de naranja y agua de rosas, con el fin de convertirlos en más apetitosos. Los filetes de ternera, una vez cocidos, eran completamente cubiertos de especies y azúcar. Una particular atención se había reservado a los acompañamientos, verduras de todas clases y colores que, más que para ser comidas, servían para alegrar los ojos de los comensales y estimular el apetito. En las soperas se exhibían sopas de verduras de distintos colores. Las sopas, que habitualmente eran servidas como postre, tenían un sabor dulce, estaban condimentadas con azúcar, azafrán, semillas de granada y hierbas aromáticas. El auténtico caldo, el que había sido preparado haciendo cocer una mezcla de carnes, verduras y especias en agua, se utilizaba como primer plato, sorbe todo en el campo y en los castillos de la nobleza ciudadana. El caldo se bebía mientras que la carne, quitada del caldo, se comía aparte y se servía con hierbas aromáticas. El Cardenal había dado orden a los cocineros de no servirlo, ya que había dado orden, en cambio, de cocinar una novedad, originaria de la Corte de Carlo VIII, los macarrones, obtenidos de la sémola del trigo modelado en forma de gusanos y condimentados con una salsa a base de aceite de oliva, mantequilla y nata. En dos mesas aparte habían sido colocados los dulces, tartas de manzanas y bizcochos, y la fruta, manzanas, membrillos, castañas, nueces y frutos del bosque. Los vinos de las jarras eran los típicos del condado, Verdicchio y Malvasia. Sólo dos jarras contenían un vino rojo, un valioso regalo hecho al Cardenal por el Granduca de Portonovo algunos años antes. En la mesa de los dulces, en cambio, el vino era el de guindas, proveniente del campo de Morro d’Alba.

―Los huéspedes comenzarán a llegar en cualquier momento ―dijo el Cardenal volviéndose a Lucia, liberándola finalmente del apretón de su helada mano. La joven no había conseguido comprender cómo su tío tuviese las manos siempre tan frías, casi como si la sangre no corriese por sus venas. Ni siquiera el contacto prolongado con la suya, mucho más cálida, había sido capaz de aumentar la temperatura de la de Artemio.

―Vamos a prepararnos.

Hablando de este modo, se retiró a sus aposentos para acicalarse con gran pompa mientras dos jóvenes siervas se acercaron a la sobrina. La conducirían al tocador para dedicarse a ella, dándole primero un baño perfumado, luego embelleciéndola y al fin haciéndole vestir un suntuoso traje de seda verde. Mientras se dejaba cuidar Lucia volvía a pensar en los ojos de Andrea Franciolini. En esos días se había informado y el hermoso caballero con el que había cruzado la mirada sólo durante un momento era justo su prometido. Y se había enamorado de sus ojos, de su rostro, de su apostura, era como si, desde siempre, hubiera existido una afinidad alquímica con él. Lo sentía ya parte de sí misma, parte de su misma alma, todo su cuerpo vibraba con el pensamiento de que dentro de poco podría hablar con él, conocerlo mejor, fijar su mirada en sus ojos, que non le podrían, seguramente, ocultarle nada. Se asomó desde la ventana de la habitación sintiendo, sin embargo, una extraña sensación: el cielo de aquella larga jornada que estaba yendo hacia el crepúsculo estaba del color del plomo. Un manto bochornoso, de humedad, atenazaba la ciudad, infundiendo en su corazón la sensación de que algo feo ocurriría pronto y que esta cosa tendría repercusiones a largo plazo. No conseguía imaginárselo, ni siquiera con sus poderes proféticos. La mente del tío, como de costumbre, también ese día estaba herméticamente cerrada, pero cuando miraba sus ojos sólo una palabra continuaba resonando en su cabeza: Traición. ¿Por qué? Hubiera querido materializar su esfera, lanzarla a lo alto del cielo para que observase por ella, pero no podía hacerlo ahora, delante de testigos. Mientras la sierva rubia y alta acababa de anudar el vestido detrás de la espalda, la de complexión más menuda y con el cabello oscuro, le hacía ponerse las joyas, collares y brazaletes de oro y piedras preciosas, de exquisita factura, hechos diseñar por el Cardenal aposta para ella por los joyeros de la escuela de Lucagnolo. En ese momento Lucía sintió una especie de mareo, notó una punzada en el corazón como si alguien lo estuviese atravesando con un puñal o con una espada. Se dejó caer en la silla mientras perdía el conocimiento durante unos segundos.

―Mi Señora, mi Señora, ¿cómo os sentís? ―la voz de la sierva morena llegaba amortiguada a sus oídos.

―No es nada, es sólo culpa del calor, de este maldito bochorno y de la emoción. Ya estoy mejor.

Lucia no había asociado su sensación a lo que, dentro de un rato, ocurriría a pocos pasos de su palacio, a su amado Andrea.



Ejecutora de la bárbara agresión de aquel día fue la soldadesca de Francesco Maria della Rovere, duque de Montefeltro y ya Portaestandarte de la Iglesia. Puesto que el nuevo pontífice, Leone X, le había despojado de su estado él, para vengarse, había contratado como mercenarios a soldados españoles y gascones y, después de haber saqueado muchos castillos devotos al papa, se había dirigido a Jesi, con el fin de conquistar esta fortaleza papal con la ayuda de los anconitanos guiados por el Duca di Montacuto y gracias al secreto apoyo del más alto cargo eclesiástico de la ciudad, el Cardenal Baldeschi. Como había prometido el Cardenal, la soldadesca proveniente de las colinas al occidente de Jesi, encontró la puerta de San Floriano abierta, acabaron fácilmente con los guardias del fortín, atacados por sorpresa y en poco tiempo se encontró en la Piazza del Mercato, justo en el momento en que el cortejo del noble Franciolini, proveniente de la Vía delle Botteghe, llegaba a la misma plaza.

Franciolini y los suyos no estaban preparados para la batalla, no llevaban puestas las armaduras, iban a una fiesta y llevaban consigo sólo armas ligeras.

―¡Traición! ―gritó Guglielmo bajando del caballo y enfrentándose a un español armado de espada y daga. ―Encadenad la calles, no dejéis que vayan hacia abajo o abrirán las puertas al ejército de Ancona y nos encontraremos atenazados por dos ejércitos.

Sólo con la fuerza de los brazos y su corto puñal había ya tirado por tierra a dos españoles, dejándoles en un charco de sangre. Guglielmo era un hábil guerrero y era rápido en deshacerse los enemigos. En cuanto veía al adversario titubeante le plantaba el cuchillo en el corazón, luego lo extraía, limpiaba la hoja en su ropa y volvía a combatir. La vanguardia enemiga, de hecho, no llevaba armadura y era fácil derrotarlos. Pero los enemigos salían desde la Via del Fortino por decenas, por centenares, como un río desbordado cuyos márgenes no consiguen contener las aguas. Un ballestero español vio el blanco y apuntó su arma contra Andrea que todavía se mantenía orgulloso encima de su caballo. El joven se había encontrado otras veces en el fragor de la batalla y no había hecho caso al hecho de que, en aquel momento, no llevaba una armadura sino un colorido traje de brocado. Hizo encabritar al caballo para lanzarse a la refriega cuando fue golpeado en el muslo derecho. Otras flechas alcanzaron tanto al caballo como al caballero. Andrea cayó al suelo, por lo menos con cuatro dardos que lo atravesaban. Su caballo, herido en pleno pecho, se cayó sin vida sobre él. Intentó, sin conseguirlo, escabullirse de la masa pesada del animal pero las fuerzas le estaban abandonando. Guglielmo, al darse cuenta de que el hijo estaba en tierra, se giró hacia él, distrayéndose del combate y torciendo peligrosamente la espalda al enemigo para ir a ayudarle. Vio los párpados de Andrea que se cerraban, lo llamó, pero no hubo respuesta. Comprendió que su hijo menor ahora ya estaba perdiendo el sentido, quizás a punto de morir. Justo en ese momento una larga hoja lo atravesó penetrando por detrás de la espalda, abriéndose camino entre las costillas, destrozando el corazón y saliendo por el pecho, acompañada por un potente chorro de sangre. Guglielmo abrió los ojos de par en par que, en aquel momento, estaban todavía mirando fijamente a su aguerrido hijo agonizante.



Después de vencer con facilidad a aquel pequeño grupo de hombres, españoles y gascones se propagaron por las callees de la ciudad. Algunos subieron Via delle Botteghe hasta la Porta della Rocca, sorprendiendo a los soldados de guardia, matándolos y abriendo la puerta. Otros bajaron para abrir la Porta Valle y Porta Cicerchia y favorecer el ingreso en la ciudad del ejército anconitano, que desde hacía días no esperaba otra cosa que ese momento. Si bien cogidos por sorpresa los habitantes intentaron organizar una defensa en el interior del núcleo habitado, estimulados por algunos nobles, en particular por Fiorano Santoni, que congregó enseguida un escuadrón de gente que, encadenadas las calles como había predispuesto el Capitano del Popolo, se apresuraron a combatir al enemigo por calles, callejones y plazas. Pero éste último, fortalecido por la participación de los anconitanos, era demasiado numeroso y los jesinos, desanimados por los gritos y los lloros de las mujeres y de las muchachas, abandonaron la defensa.








Sobre todo los mercenarios a sueldo de Francesco Maria della Rovere, estaban ansiosos por saquear, y los habitantes, considerando que no habían podido ayudar a su patria, intentaron por lo menos poner a salvo sus bienes, pero tampoco en esto tuvieron éxito: los gentilhombres ricos fueron hechos prisioneros y sus mujeres, que había intentado escapar con las joyas a las iglesias, se vieron atrapadas por los españoles también en el interior de los lugares sagrados, donde ellos no desdeñaron despojarlas de todo lo de valor que llevaban encima y de violarlas. Llegado a un cierto punto, una mujer, una tal Eleonora Carotti, de porte orgulloso y masculino, consiguió darle una bofetada a un gascón que le estaba poniendo las manos en el pecho para quitarle las joyas que allí había escondido y al mismo tiempo aprovechar para palparla. Se encontró entre él y otro grupo de soldados españoles. Si el gascón abofeteado se había quedado de piedra, sin reaccionar, los otros no se habían echado atrás, habían tirado a la doncella al suelo, la habían desnudado y, asegurándose que era una mujer a todos los efectos, la habían violado uno tras otro, manteniendo un cuchillo en su garganta. El último soldado, alcanzado su mal sano placer, hundió el cuchillo degollándola sin piedad.

El saqueo de Jesi duró ocho días, muchos palacios fueron incendiados, algunos con los habitantes dentro de sus habitaciones, culpables del hecho de que los saqueadores no habían encontrado bastante dinero o joyas para llevarse.

No respetaron nada, ni las cosas sagradas, ni por los religiosos, y muchos sacerdotes fueron torturados y martirizados, con el fin de que confesasen el qué lugares secretos habían escondido los ornamentos de las iglesias. El saqueo se extendió a todo el condado y ningún lugar, ni en la ciudad ni en el campo, fue perdonado.



El Palazzo Baldeschi, que había estado cerrado durante todo el tiempo, al octavo día abrió las puertas al Granduca Francesco Maria della Rovere y al Duca Berengario di Montacuto que fueron recibidos en audiencia por el Cardenal. Este último, de hecho, se había arrogado el derecho de negociar la rendición con los adversarios, no estando ya presente en la ciudad autoridad civil o eclesiástica de más alto grado que él.

―Habéis rebasado los límites. Los acuerdos eran que no encontraríais obstáculos y deberíais matar a Franciolini y al hijo, adueñándoos de la ciudad. Una conquista fácil, en cambio durante días y días habéis sembrado terror, destrucción y muerte ―gritó el Cardenal volviéndose a los dos duques.

―Ningún ejército que se respete, sobre todo si está constituido por mercenarios, renuncia al botín de guerra ―replicó della Rovere en tono sosegado, casi aburrido, concentrando su mirada sobre la uña del dedo meñique de la mano derecha, quizás lamentándose por el hecho de que durante los combates ésta se había roto. ―Nosotros hemos mantenido la palabra dada. Ahora, vos debéis mantener la vuestra y nos retiraremos en orden, dejándoos señor indiscutible de esta ciudad.

―¡Que así sea! ―continuó el Cardenal Baldeschi, haciendo de tripas corazón y, de todas maneras, satisfecho en su interior de cómo había ido la operación; si muchos ciudadanos se habían perdido la vida, peor para ellos, no era un gran problema. ―Como había prometido, intercederé ante el Santo Padre para que a vos, Granduca della Rovere, os vengan restituidas tierras y títulos. Podréis retiraros a Urbino y ser respetado por siempre por vuestros súbditos. Por lo que respecta a Ancona, querido Duca, dentro de un mes haré depositar en las cajas de vuestra ciudad diez mil florines de oro que servirán para ampliar y fortificar el puerto pero deberá ser garantizada la escala comercial a los mercaderes de la ciudad de Jesi. Y ahora, retirad vuestros ejércitos.

Francesco Maria della Rovere finalmente dio orden a sus tropas de abandonar la ciudad. Los invasores se fueron con una caravana de más de mil bestias cargadas con un montón de cosas excelentes, además de un gran botín en dinero, joyas y piezas de artillería. Por su parte, el Duca di Montacuto, no fiándose del todo de la palabra del Cardenal, retiró el grueso del ejército pero dejó una guarnición en Jesi que solamente se iría después de que la ciudad vencida hubiese pagado lo pactado.



En esos días, Artemio Baldeschi, estaba demasiado concentrado en el curso de los acontecimientos para darse cuenta de lo que estaban haciendo su hermana y su sobrina y ni siquiera se había percatado de que la muchacha, desde aquel famoso jueves por la noche, había desaparecido. Habían advertido su ausencia, perfectamente, las dos siervas, la rubia y la morena, Mira y Pinuccia, que esperaban el seguro arrebato del Cardenal en el momento en que por fin la notase. Las dos sirvientas sabían bien que, desde aquella noche, Lucia se había encerrado en la mansión de los Franciolini, empeñada en curar a Andrea, herido gravemente en la confrontación con el enemigo y sabían bien que si el tío de la muchacha llegaba a enterarse se enfurecería aún más.

La noche de la fiesta, Lucia, en cuanto se acabó de vestir, salió al balcón del palacio que se asomaba a la plaza de abajo y que dominaba la misma, para observar el cortejo de los nobles Franciolini que llegaba desde el lado opuesto, desde la Via delle Botteghe. Estaba cayendo la noche y parecía que todo marchaba bien, que todo estuviese tranquilo, y la mala sensación que había sentido poco antes ya había desaparecido. Pero, de repente, desde la Via del Fortino, habían comenzado a desembocar hombres armados, cada vez más numerosos, que habían comenzado enseguida una batalla con los hombres del cortejo que seguía al Capitano del Popolo. Había visto a su amado Andrea herido por las flechas y había visto a Guglielmo herido de muerte en la espalda. Aquel bellaco con una enorme espada había aprovechado su momento de distracción, en que había visto herido a su hijo, para golpearlo por detrás. Lucia no podía asistir imponente a aquel horror, debía correr en ayuda de Andrea que, además de las flechas, estaba oprimido por el peso de su caballo que le había caído encima, quizás sin vida. Se precipitó por las escaleras y llegó hasta el vestíbulo; estaba a punto de abrir el portal de la entrada cuando se dio cuenta de que los combates se habían extendido por toda la plaza y que no era el momento para salir desde ahí. Entró en los establos y localizó la puertecilla lateral de servicio, aquella utilizada por los mozos de cuadra, que daba al callejón. La puerta de madera estaba cerrada con una cadena desde el interior, le fue fácil abrirla y encontrarse en una callejuela oscura y hedionda, a pocos metros de distancia de la antigua cisterna romana. Unos pocos pasos y estaría en la plaza, por el lado de la iglesia de San Floriano. Para no hacerse notar por la multitud de combatientes y atravesar la plaza indemne debía utilizar una estratagema. Precisamente unos días antes, la abuela le había enseñado una especie de conjuro de invisibilidad. No es que éste la convirtiese en invisible en el auténtico sentido de la palabra pero conseguía que pudiese pasar desapercibida a los ojos de los demás. Esperaba que funcionase, recitó la fórmula y comenzó a atravesar la plaza, manteniéndose en todo momento a ras de los muros, primero del convento, luego de la iglesia de San Floriano, luego los de un palacio de reciente construcción, luego del Palazzo Ghislieri, llegando a la esquina donde tanto Via del Fortino como Via delle Botteghe desembocaban en la plaza. Si había llegado allí gracias al conjuro de invisibilidad o porque nadie se había fijado en ella, completamente ocupado en la batalla, no lo podría decir. El hecho es que había llegado hasta su amor agonizante. Lo habían atravesado cuatro flechas, dos en la pierna derecha, una en el hombro izquierdo, la última traspasaba de parte a parte el brazo derecho a la altura del músculo bícipe. Había perdido mucha sangre y estaba semi inconsciente, la pierna izquierda aplastada contra los adoquines por el peso del tronco del caballo. Lucia se concentró en la bestia muerta, ordenando con la mente su parcial levitación. El cambio de posición del animal fue casi imperceptible pero bastó para que, comenzando a tirar de Andrea mientras lo aferraba por las axilas, la muchacha consiguiese librarlo de aquella mala posición. Los ojos del joven, como por arte de magia, volvieron a brillar, mirando fijamente a los de la muchacha durante un tiempo que ella creyó sublime, luego se voltearon hacia dentro, mientras Andrea perdía completamente la consciencia. Lucia no se desesperó, apoyó dos dedos sobre la yugular de su amado y pudo advertir, si bien, una débil pulsación.

No todo está perdido, pensó. ¡Todavía no lo ha abandonado la vida! Pero debo actuar con rapidez si quiero ponerlo a salvo.

Confiándose a sus poderes, pero sobre todo en la fuerza de la desesperación y en el profundo amor que por segunda vez le habían inspirado sus ojos, comenzó a arrastrar su cuerpo inerte, dándose cuenta de que no estaba ni siquiera haciendo un esfuerzo sobrehumano. Extendió su conjuro de invisibilidad a su joven amor y se dirigió por la Costa dei Longobardi para llegar al Palazzo Franciolini. Ninguno de los hombres que estaban combatiendo en las calles se dignó mirarles, continuaban cruzando las armas y combatiendo como si Lucia, con su pesado fardo, ni siquiera existiese. Cuando estuvo delante del portón de la mansión de Andrea, colocó en el suelo su cuerpo exánime y se paró otra vez sobre aquella baldosa decorada que tanto le había llamado la atención, la que representaba un pentagrama de siete puntas. Pero no era el momento de dejarse llevar por las distracciones. Aferró la aldaba del portalón y comenzó a golpearlo con todas sus fuerzas. Uno de los sirvientes de la casa Franciolini, un moro musculoso con un turbante en la cabeza, que el Capitano del Popolo había comprado como esclavo en un viaje a Barcelona, abrió el portalón un poquito, para asegurarse de que no fuesen enemigos los que llamaban a la puerta. Cuando se dio cuenta de la situación, en un abrir y cerrar de ojos, hizo entrar a la muchacha y arrastró adentro al joven señor.

―Por Alá y por Mahona, bendito sea su nombre, que sea perdonado por haberlos nombrado. ¿Qué ha ocurrido con el Capitano?

―El Capitano está muerto y si, ¡en vez de perder el tiempo en invocar a tus dioses, no haces lo que te digo, el mismo fin tendrá también tu joven señor!

―No parece que se pueda hacer mucho por él. Dentro de un momento su alma lo dejará para reunirse con las de sus antepasados, y la de su padre, que Alá lo tenga en su gloria.

―No era musulmán, así que Alá no lo tendrá en la gloria. Todavía podemos hacer algo por él. Llévalo al dormitorio y colócalo sobre la cama, luego sigue mis instrucciones y déjanos solos.




Capítulo 3


Alí hizo exactamente lo que Lucia le había ordenado. En la despensa había encontrado todas las hierbas que necesitaba la muchacha, incluso la corteza de sauce, de la que no tenía claro su uso. En cocina nunca se había utilizado, sin embargo sus señores tenían una buena provisión en tarros lacrados con cuidado. Sólo entonces, el sirviente moro se había dado cuenta de que la despensa era más una herboristería que un depósito de cosas para comer. También había de esas, sí, pero muchas de las hierbas contenidas en los tarros sabía bien que eran utilizadas por hebreos y hechiceros con fines contrarios a los enseñados tanto por su religión como por la católica. A fin de cuentas, el Dios cristiano y el musulmán se parecían mucho y, si un hombre estaba destinado a morir, el propio Dios lo acogería en su gloria y sería feliz a su lado. No se podía pretender salvar la vida a quien ya estaba destinado a alcanzar al propio Padre Omnipotente en el reino de los cielos. Esto pensaba Alí mientras atravesaba la Piazza del Palio y remontaba con grandes zancadas la Costa dei Pastori, mirando bien de no toparse con los disturbios que se habían extendido hasta allí. Se paró delante del portón que le habían indicado, aquel en el que, sobre la ojiva, estaba escrito Hic est Gallus Chirurgus.

¡Otro brujo!, rumió para sus adentros Alí. Se hace llamar cirujano pero sé perfectamente que es el hermano de Lodomilla Ruggieri, la bruja quemada viva en Piazza della Morte hace unos años. Si no presto atención y no me alejo de esta gente, también yo acabaré mis días en una pira ardiente. Y también mis señores están metidos en esto hasta el cuello, ¡ahora entiendo a qué especie de herejes he servido durante años!

A continuación, se dio cuenta en su mente que, al pertenecer a otra religión, la Inquisición no podría procesarlo y decidió llamar a la puerta. Un hombre alto, robusto, con potentes bícipes, los cabellos largos recogidos detrás de la nuca en una cola y la barba sin afeitar desde hacía días, lo miró de arriba a abajo. También Alí era robusto: en su país de origen, en el Alto Nilo, era un campeón de lucha libre, no había nadie que consiguiese abatirlo, por lo que se enfrentó a su mirada y le dijo lo que tenía que decirle.

―He comprendido, cojo mis instrumentos y te sigo. Espérame aquí, Palazzo Franciolini está cerca, pero prefiero hacer el trayecto en tu compañía. Siendo dos podremos hacer frente mejor a los posibles facinerosos.

Gallo desapareció unos minutos en el interior de su mansión y reapareció con una pesada bolsa de piel de becerro que contenía los instrumentos de su trabajo y que, a juzgar por el aspecto, debían ser muy pesados. Atravesaron la plaza pasando al lado de la gente que combatía duramente. El cirujano reconoció a un amigo suyo en un jesino que estaba siendo abatido a golpes de espada e hizo el amago de ir a socorrerlo. Pero Alí estuvo diligente al tirarle del brazo para que desistiese del intento. No era el momento de hacerse notar y empeñarse en una batalla que ahora ya había tomado un rumbo muy feo para los habitantes de la ciudad. Era más urgente ayudar a su joven señor. Alí y Gallo se metieron rápidamente en el portal del Palazzo Franciolini que el moro se apresuró a atrancar desde el interior. No metería las narices fuera ni por todo el oro del mundo hasta que los combates no se hubieran acabado, no sabiendo que, de un momento a otro, le vendría impuesta una salida para un encargo todavía más peligroso del que había llevado a término.

Alí observó a Gallo extraer con delicadeza tres flechas del cuerpo de Andrea mientras que Lucia, a su lado, taponaba la sangre que salía en cuanto el arma puntiaguda era extraída, utilizando paños recién lavados y aplicando el emplasto a base de hierbas que ella misma habría preparado en la cocina. La última flecha, la que atravesaba el brazo del joven de parte a parte, no quería saber nada de salir a pesar de que Gallo tiraba de ella con decisión.

―¡Hijos de mala madre, han utilizado flechas de alas, sólo van hacia delante, no se consigue arrancarlas! Deberé romper la cola y hacer salir la flecha hacia delante, haciendo una incisión con el bisturí en la piel del brazo al lado del agujero de salida, pero me arriesgaré a provocar una hemorragia fatal. ¿Lista para taponar?

―Sí ―respondió Lucia ―¡estoy preparada!

Alí se dio cuenta de que sólo la fuerza de la desesperación impedía a Lucia desmayarse, aunque probablemente la vista y el olor ferroso de la sangre ya estaban embotando sus sentidos. Al darse cuenta de que la muchacha no conseguiría ayudar a Gallo Alía respiró profundamente y, en cuanto el cirujano acabó de extraer la flecha, se lanzó a taponar la copiosa hemorragia. En menos de un segundo la pieza que tenía entre las manos se había teñido de rojo y le hacía percibir al tacto una sensación viscosa realmente desagradable. Nuca había sentido nada igual Alí en toda su vida pero debía darse ánimos. Gallo arrancó un trozo de sábana atándolo alrededor del brazo de Andrea, por la parte alta del mismo.

―No podemos dejar el brazo tan apretado por mucho tiempo o lo perderemos y luego me veré obligado a amputarlo a causa de la gangrena que se formará. Necesito un potente coagulante y cicatrizante y el más potente es el extracto de placenta humana. Alí, debes ir a ver a la comadrona, ella siempre tiene a disposición placentas secas y...

―¡Pero la comadrona vive fuera de la Porta Valle, es demasiado peligroso ir a aquella zona!

―Entonces creo que habrá poco que hacer por el muchacho.

Por suerte, Alí conocía un pasaje que, a través de los sótanos del palacio, conducía fuera de los muros, cerca de la muralla, donde una corporación de trabajadores del condado, guiados por la familia Giombini, estaban construyendo un nuevo molino para la molienda de los cereales. En cuanto salió de la portezuela que se abría en los muros de levante, bien escondida por un espeso arbusto, se arrepintió a la vista del molino que estaba en construcción, que había sido en parte destruido hasta los cimientos por la furia de los enemigos. Pero no podía pararse en aquel detalle. La estructura semi derruida le ofreció cobijo de la vigilancia de la soldadesca anconitana que continuaba entrando en la ciudad desde Porta Valle. Alí se dirigió con decisión hacia la pequeña iglesia de Sant'Egidio, cerca de donde vivía Annuccia, la comadrona. Ésta última, cuando vio al moro, en ese momento se atemorizó, pensando que entre los invasores hubiera también sarracenos, luego reconoció a Alí y lo hizo entrar en la casa.

―¿Te has vuelto loco para deambular por estos sitios? Estaba a punto de dejarte seco con esto ―le dijo Annuccia mostrando el morillo de la chimenea que estrechaba en un puño. ―¡Realmente no estaba dispuesta a rendirme y dejarme violar por esa canalla!

―Necesito ayuda para mi señor, Annuccia. Al Capitano lo ha matado el enemigo y el joven señor está herido y necesita urgentemente una cura.

Después de unos minutos, Alí salía de la casa de la comadrona, custodiando celosamente lo que ésta última le había confiado y por lo que había debido desembolsar unos bonitos tres sueldos de plata. Volvió a alcanzar la portezuela de acceso y regresó al palacio de los Franciolini, entregando a Gallo el valioso paquete. El cirujano cogió la placenta seca, la metió en una cacerola de agua caliente, añadió algunas hierbas, entre las que se encontraba la Garra del Diablo y en aproximadamente media hora obtuvo un emplasto denso, de olor desagradable, que dispuso en un tarro de arcilla. Alí cogió con la mano el recipiente y siguió a Gallo a la habitación de Andrea, donde Lucia estaba acabando de limpiar de sangre el cuerpo semi desnudo del joven. El cirujano desató el rudimental torniquete mientras que la muchacha ponía sobre la herida un abundante estrato de emplasto, enrollando luego una venda muy apretada, pero no demasiado, alrededor del miembro herido. Andrea, en su semi inconsciencia, hizo un gesto de dolor que alegró a todos los allí presentes: todavía estaba vivo y despierto, aunque muy débil.

―Más no puedo hacer. Los próximos días necesitará ayuda continua, la fiebre subirá, deberéis refrescarle la frente con paños fríos y hacerle ingerir infusiones de corteza de sauce, esperando que consiga superar no sólo la abundante pérdida de sangre sino también la infección que se formará. Si de esta herida comienza a salir pus verde, podéis comenzar a despediros de él. Si, en cambio, veis pus amarilla, lo que los cirujanos definimos como bonum et laudabile significará que está en el camino de curarse. Pero tú, Lucia, no te quedes aquí mucho tiempo: tu tío muy pronto notará tu ausencia y entonces creo que tendrás problemas. Enseña al moro a asistir a su joven amo y vuelve a casa.

―¡Jamás! ―contestó la joven ―Estaré a su lado hasta que se cure. Es mi prometido y quiero estar cerca de él en este momento.

―¿Prometido, dices? Boh, creo que la intención auténtica de tu tío era la de no hacerle llegar hasta el altar. No soy un adivino pero pienso que la fiesta de hoy era toda una farsa para que el enemigo encontrase las puertas abiertas y matar al Capitano del Popolo y a su hijo menor. ¿Te das cuenta de que ahora tu tío es la máxima autoridad tanto política como religiosa de Jesi? Haz lo que te parezca pero no creo que el Cardenal se ponga contenta al saber que estás cuidando al hijo menor de la casa Franciolini.

Gallo recogió su instrumental, lo limpió con cuidado, lo puso de nuevo en la bolsa, se despidió de la muchacha con una sonrisa y del moro diciendo un:

―Salam Aleikum, la paz sea contigo, hermano, y gracias por tu valiosa ayuda.

―Aleikum as salam, gracias a ti por las valiosas curas que has dado a mi señor, estoy seguro que saldrá de esta.

―Quizás de las heridas ―sentenció Gallo, cerrando el pesado portón a su espalda ―Pero no ciertamente de las garras del Cardenal Artemio Baldeschi.



En los siguientes cuatro días Andrea fue aquejado por la fiebre acompañada por escalofríos y delirios. Lucia había estado a su lado todo el rato, haciendo exactamente todo lo que le había aconsejado Gallo y todo lo que sabía por haberlo aprendido de la abuela Elena. Mientras deliraba, Andrea a menudo nombraba a la bruja Lodomilla, hablaba de los símbolos extraños dibujados en la baldosa del portal junto con el pentáculo de siete puntas, hablaba de un hebreo que lo había iniciado en una forma de conocimiento particular, nombraba a veces al rey bíblico Salomón, a veces a una de las mujeres del Emperardor Federico II, Jolanda de Brienne. A menudo pronunciaba, entre otras palabras confusas, el nombre de un lugar, también conocido por ella: Colle del Giogo. Aquella localidad, que se encontraba en el cercano Appennino, a un par de días de viaje de Jesi, le hacía recordar el rito con el cual, algunos meses antes, había entrado oficialmente a formar parte de la secta de las brujas adoradoras de la Buena Diosa. Algunos días antes del equinoccio de primavera, la abuela había dicho a Lucia que estuviese preparada, ya que la noche del 21 de marzo, irían con las otras adeptas y adeptos de la congregación al Colle del Giogo, en las montañas de Apiro.

―El tío dice que son ritos paganos, que la mayor parte de los adeptos son herejes y brujos para enviar a la hoguera ―Lucia tenía un poco de miedo pero la curiosidad prevalecía sobre el temor ―¿No crees que será peligroso participar en esta reunión, en este Sabbath, como lo llamas?

La abuela había encogido los hombros, como diciendo que le daba lo mismo lo que pensase el hermano, y le había respondido con mucha naturalidad.

―Cuando hablamos de divinidades hablamos de entidades sobrenaturales que, con su infinita bondad, pueden señalarnos el camino a seguir, vías que sólo con nuestros ojos no conseguiríamos ver jamás. Ahora, si el verdadero Dios es el Padre Omnipotente proclamado por tu tío, el Jahvé invocado por el hebreo que habita en la cabaña más cercana al río, el Alá en el que creen los musulmanes, el Zeus de los griegos o el Júpiter de los antiguos romanos, ¿dónde está la diferencia? Cada uno puede llamar a Dios a su manera y recibir de él los mismos favores, independientemente del nombre con el que se dirige a él. Y si existen hombres y mujeres aquí en la tierra, también en el cielo o en el Olimpo o en el jardín de Alá, habrá divinidades que sean mujeres. La que nosotros adoramos como la Buena Diosa era conocida por los romanos con el nombre de Diana. Mira, observa la fachada de nuestro palacio. Observa arriba: ¿qué es lo que ves en un nicho entre las ventanas del último piso?

―La imagen sagrada de la Madonna, de María, de la madre de Gesù, acompañada por la frase Posuerunt me custodem, me pusieron a mi para proteger esta morada.

―Por lo tanto, es la Madonna, la Santa Madonna a la que adoramos. Pero recuerda que todos nuestros lugares sagrados, que nosotros definimos como cristianos, católicos, han sido erigidos sobre antiguos templos paganos y las antiguas divinidades han sido sustituidas por las nuevas. La misma catedral, aquí al lado, ha sido edificada encima de las antiguas termas romanas, y la posición de la cripta corresponde a la ubicación del templo que los romanos habían dedicado a la Dea Bona, otro nombre de Diana. Como puedes ver, tienen muchas cosas en común las distintas religiones. En el mismo lugar donde nos reuniremos dentro de unos días, la imagen antigua de la Buona Dea ha sido sustituida por una estatua de la Madonna, en el interior de un tabernáculo. El lugar es, lo mires como lo mires, sagrado y mágico y siempre hay alguien que adorna la imagen con lirios frescos y de colores. Es nuestra forma de continuar adorando a la Diosa, aunque bajo la imagen de María, madre de Jesús.

Lucia creía que la abuela tenía una cultura nada desdeñable, quizás por haber tenido acceso a la lectura de libros prohibidos, conservados en la biblioteca de la familia. Quizás había conseguido acceder a la sabiduría custodiada bajo llave por el tío Cardenal, puede que sin que éste último lo supiese, o quizás porque hace décadas, cuando Elena era todavía una niña, los libros podían ser consultados libremente. Luego Artemio se había arrogado el título de Inquisidor y había puesto bajo llave todo lo que era contrario a la Fe oficial. Y ya había sido un éxito que no hubiera hecho un gran hoguera con aquellos textos tan valiosos como había oído que habían hecho otros prelados insignes en otras ciudades de Italia y de Europa.

―Entendido, abuela, lo importante es creer en la entidad buena, que nos quiere y nos ayuda, prescindiendo de su nombre.

Al contrario de lo que Lucia se esperaba y que había escuchado contar de quien temía a las llamadas brujas, el rito se desarrolló con toda tranquilidad. Ningún macho cabrío se presentó para reclamar su virginidad, ninguno de los participantes intentó violarla o hacerle firmar juramentos con su sangre. El camino para llegar a Colle del Giogo no había sido agradable. Pasada la esclusa de Moje, el sendero que flanqueaba la orilla del río Esino a menudo se perdía en medio de la maleza. Lucia no conseguía entender cómo hacía la abuela para no extraviarse y encontrar el rastro del antiguo sendero incluso después de haberse desorientado durante muchas leguas en el bosque, sin aparentes puntos de referencia. Llegadas a un cierto punto debieron vadear el río y continuar ascendiendo por un camino de tierra que subía la cuenca excavada por un impetuoso torrente que descendía desde la montaña. Llegaron a Apiro a la hora de comer y fueron acogidos por una pareja de jóvenes esposos, Alberto y Ornella, que les ofrecieron pan negro y carne de ciervo seca. Ambos tenían una niña de unos tres años, con dos grandes ojos azules y los cabellos rizados y castaños; jugaba con una muñeca de trapo cerca del hogar, divirtiéndose mientras la vestía con pequeños trajes de colores, realizados con trocitos de tela. Parecía que no le importaba lo que iban a hacer sus padres, junto con las recién llegadas, esa misma noche,

―¿Cómo haréis con la niña? ―preguntó Elena a la joven pareja.

―Oh, no hay problema, a las siete la pequeña está ya en el mundo de los sueños en su jergón. De todas formas, hemos pedido a Isa, nuestra vecina, de venir a darle una ojeada. ¡Lo hará con gusto!

Lucia, que siempre había dormido en un cómodo lecho, no imaginaba cómo hiciese esta gente para dormir en aquellos montones de paja trenzada.

¡Estarán llenos de pulgas!, pensaba, sintiendo escalofríos ante la idea de que a la noche siguiente le tocaría en suerte dormir allí también a ella. Mejor muerta que tumbarse en una de esas cosas.

La ceremonia de iniciación de la nueva adepta se desarrolló según un antiguo ritual. Era noche cerrada cuando Lucia y la abuela, acompañadas por sus anfitriones, se sumergieron en el frío lacerante de la montaña. Los campos todavía estaban recubiertos de una ligera capa de nieve y el camino estaba iluminado por el disco brillante de la luna llena que resplandecía enorme en el cielo, como la muchacha no la había visto jamás. Subiendo Colle del Giogo, en ciertos puntos se podía hundir en la nieve hasta las rodillas y era difícil avanzar, pero en cuanto llegaron al claro al que se dirigían, Lucia se asombró de cómo el lugar estuviese casi todo libre de la blanca cubierta y el prado estuviese plagado de pequeñas flores de colores, blancas, lilas, fucsia, violetas, amarillas...

―Se llaman campanillas de invierno porque son las primeras flores que salen en cuanto se empieza a derretir la nieve pero su verdadero nombre es Crocus y sus estigmas secos pueden ser utilizados tanto como condimento de cocina como por sus propiedades medicinales.

―Abuela, ¿cómo es que en este lugar la temperatura sea más agradable? ―preguntó la muchacha con curiosidad.

―Se dice que es un lugar mágico pero en realidad la temperatura es mitigada gracias a la presencia de una fuente de agua caliente. Aquí el subsuelo es rico en manantiales sulfurosos y es por esta razón que la temperatura es más alta. Desde hoy aprenderás que la mayor parte de los fenómenos que la gente común señala como mágicos tienen en realidad un explicación lógica, racional: basta saber buscarla. Nos acusan de ser brujas pero no hacemos más que aprovechar conocimientos antiguos y fenómenos naturales para nuestros fines. Mira, se dice que hace trescientos años, más o menos, llegó a este remoto lugar una de las mujeres de Federico II, el emperador de Svevia, para guardar algo que su marido le había mandado esconder con celo, ya que provenía de Tierra Santa, de Jerusalén. Las leyendas y la tradición dicen que este objeto era una piedra mágica, una piedra que el arcángel Miguel había entregado a Abraham o quizás, incluso la llamada piedra filosofal que buscaban los antiguos alquimistas. Esta es la leyenda, la verdad la conocerás dentro de poco. Y, ahora, entremos en la gruta. ¡No les hagamos esperar!

La más anciana de las participantes era una mujer de largos cabellos grises, la piel del rostro marchita por las arrugas. Vestía una larga túnica azul sobre la cual, a la altura del pecho, brillaba un talismán dorado asegurado al cuello por una cadena también de oro labrado. Había encendido una fogata en el interior de la cueva, tirando cada cierto tiempo a las llamas unos polvos que, de vez en cuando, provocaban una llamarada de color distinto, ahora amarilla, luego verde, ahora azul, luego de un rojo intenso. Con cada llamarada que iluminaba su rostro pronunciaba unas extrañas palabras que los allí presentes interpretaban disponiéndose alrededor de la fogata, ya cogiéndose de la mano y dando vueltas en círculo, ya alejándose e inclinándose según los deseos de la Anciana Sabia, ahora cogiendo manojos de hierbas y tirándolos al fuego, o bien sentándose en el suelo en el máximo silencio. Llegado a un cierto punto, la única persona que había quedado en pie era la anciana maestra. Tenía en la mano un gran libro sobre cuya cubierta resaltaba el dibujo de un pentáculo, justo igual que el que estaba incluido en el diario de familia que le había entregado la abuela algún tiempo atrás, y la frase escrita en caracteres góticos Clavicula Salomonis.

―En virtud de los poderes que me ha conferido esta congregación yo, Sara dei Bisenzi, acojo en nuestra comunidad a la novicia Lucia Baldeschi. Ella es la elegida, aquella que me sustituirá un día y será designada la guía de todos vosotros. Por lo tanto, Lucia, acércate y jura obediencia y fidelidad sobre este libro, escrito de puño y letra por el antiguo Rey Salomón, y traído hasta aquí entre inmensos peligros por Jolanda, que perdió su vida después de llegar a su meta final. Es gracias a su hija Anna que el libro y sus enseñanzas nos han sido legadas y, cada cierto tiempo, una de nosotras tiene la obligación de conservarlo y protegerlo.

Mientras decía estas palabras la anciana se sacó el medallón y pasó con delicadeza la cadena alrededor del cuello de Lucia. El talismán dorado representaba una estrella de cinco puntas, el sello de Salomón. El mismo dibujo fue hecho en la tierra por la anciana por medio de una vara puntiaguda y la muchacha se tuvo que extender de manera que su cabeza, sus manos y las extremidades de los brazos abiertos y sus pies al extremo de las piernas abiertas, correspondieran con exactitud con las puntas de la estrella. Sara cogió un poco de aceite de oliva, señalando con él de manera secuencial la mano izquierda, el pie izquierdo, el pie derecho, la mano derecha y la frente de Lucia.

―Agua, aire, tierra, fuego: tú sabes como dominar los cuatro elementos. Ellos pueden ser invocados y usados indistintamente por cada uno de nosotros pero sólo tu espíritu es capaz de reunirlos y potenciar al máximo sus poderes y sus cualidades. ¡Recuérdalo Lucia! Usarás tus poderes para hacer el bien y combatirás, hasta el punto de sacrificar tu propia vida, contra cualquiera que quiera abusar de ti y de tus capacidades para fines malvados. ―Luego echó agua en la mano izquierda de la muchacha, todavía extendida, sopló sobre su pie izquierdo, echó un puñado de tierra sobre el pie derecho y acercó un bastoncito candente a la mano derecha. Al final besó su frente ―Y ahora levántate. Tu largo camino ha comenzado.

La ceremonia de iniciación había sido, por lo tanto, sencilla, no había sido traumática como la muchacha había temido. El rito se había desarrollado tal como había sido transmitido desde tiempos inmemoriales, sin coacciones, sin ninguna violencia, sin intervenciones de extrañas figuras que pareciesen machos cabríos u otro tipo de bestias. El Demonio, realmente, no se escondía entre los participantes del rito. Lucia estaba confusa pero comenzaba a comprender muchas cosas, que la abuela la ayudaría a definir en los meses siguientes. La magia, la brujería, de la manera que creía hasta ese momento, no existía. La abuela le había explicado cuáles eran las fronteras del pensamiento humano, como cada individuo estaba dotado de una enorme potencialidad vinculada al uso del mismo pero que solo unos pocos eran capaces de ejercitar ciertas funciones, ya sea por capacidad innata, ya sea por el ejercicio. Pero entonces, se preguntaba Lucia, ¿la esfera fluctuante que se materializaba entre sus manos era sólo fruto de su fantasía, de su sugestión? ¡Y sin embargo era capaz de visualizarla! Ya, pero sólo ella, los otros no la veían. Y, de todas formas, había probado sus efectos devastadores lanzando una bola de fuego hacia aquella chiquilla, Elisabetta, que se había visto realmente envuelta por las llamas. Y era capaz de leer los pensamientos del que estaba frente a ella, y era capaz de escuchar las voces de los espíritus, y conseguía prever el futuro de alguna manera. ¿Todo esto cómo se explicaba?

―Para todo hay una explicación racional ―le había dicho la abuela una noche delante de la chimenea encendida ―Algunos de nuestros adeptos, a tenor de lo hecho en el pasado por antiguos estudiosos, de los que algunos textos han huido del fuego de las autoridades eclesiásticas, han abierto el cráneo de cadáveres de hombres y mujeres para estudiar su contenido, el cerebro. La superficie de nuestro cerebro no es lisa sino que presenta pliegues, que son llamados por los estudiosos de anatomía circunvoluciones y que son capaces de aumentar muchas veces la superficie útil de este importante órgano nuestro. No es el corazón, como todos dicen, la sede de nuestros sentimientos, es el cerebro su depositario. De la misma manera todos nuestros recuerdos, cercanos o lejanos, están aquí guardados. Es el cerebro el que nos permite reconocer los sonidos, los colores, los olores, nos hace asociar los objetos con un nombre, nos hace aprender los símbolos de la escritura de forma que las personas más inteligentes, o las más afortunadas si quieres, son capaces de leer, escribir y hacer las cuentas. Es el cerebro, además, el que envía a nuestros ojos los sueños mientras reposamos. Y si ya todo esto te parece mucho, debes saber que para todo esto sólo se utiliza una pequeñísima parte de la superficie cerebral. El resto son potencialidades enormes pero desconocidas para la mayoría. Así que, quien consigue entrenar las áreas infrautilizadas del propio cerebro, consigue llevar a cabo actividades que el común de los mortales ni siquiera pueden soñar. Y he aquí que se pueden percibir conversaciones pronunciadas en un lugar, incluso en tiempos remotos. Cada palabra pronunciada deja su rastro en el aire, nada se pierde. Si tú puedes oír estas conversaciones, estas palabras, no significa que estés hablando con los espíritus, no es posible conversar con personas desaparecidas hace meses o años o siglos pero es posible escuchar lo que ellos han dicho hace mucho tiempo.

―¿Y la clarividencia?

―Esto es un poco más complicado, pero incluso aquí los estudiosos han especulado que quien prevé el futuro capta ondas cerebrales de alguien que tiene la intención de poner en marcha determinados comportamientos. Y es por esto que la clarividencia se limita a un período breve, no es posible conocer el futuro a largo plazo. ¡Quien afirma que puede hacerlo, es un charlatán!

―¿Y el hecho de poder mover objetos, hacerlos levitar o encender una lámpara sólo con la fuerza del pensamiento?

―Justo, también éstas son potencialidades del cerebro humano desconocidas para la mayor parte de los individuos. Ejercitando y entrenando las áreas del cerebro que son capaces de utilizar los elementos que están a nuestro alrededor a nuestro favor, podemos hacer de todo. Nosotros estamos acostumbrados a usar los cinco sentidos que conocemos, la vista, el tacto, el oído, el gusto y el olfato, sin ni siquiera imaginar cuál es la potencia efectiva de nuestro cerebro. Los antiguos sabían perfectamente cómo utilizar ciertos poderes, de manera que pudieron construir obras mastondónticas sin el mínimo esfuerzo. Observa los romanos, cuando llegaron para conquistar Egipto, no se podían explicar cómo habían hecho los egipcios, mucho tiempo antes de su llegada, para construir obras colosales, como las pirámides y la esfinge. Los enormes bloques de piedra con los que habían sido construidos no podían ser movidos ni siquiera por un centenar de esclavos que trabajasen juntos.

―¿Quieres decir que...?

―No quiero decir nada: extrae tus propias conclusiones.

Lucia cada día estaba más fascinada por los discursos de la abuela. Las disquisiciones sobre el cerebro la habían entusiasmado, pero incluso estaba más interesada por la curación de enfermedades con las hierbas medicinales. Durante la primavera, muchas veces con la abuela había ido de nuevo hasta Colle del Giogo, pero también en la campiña y en los bosques en torno a Jesi, para la recolección de hierbas medicinales. Cada vez la abuela le explicaba las propiedades y el uso de una determinada hierba: el beleño, la trementina, el regaliz, la peligrosa belladona. Elena había prometido a Lucia que, a partir del final del verano y durante todo el otoño siguiente, le enseñaría a reconocer las setas, a distinguir las comestibles de las venenosas, a prevenir y curar las intoxicaciones debidas a éstas últimas, y cómo utilizar las esporas de determinados hongos sobre las heridas infectadas. Pero en esos últimos días de primavera, el curso de la historia había dado un giro por lo que, en aquel momento, se encontraba asistiendo al joven Franciolini, herido por los enemigos de la ciudad.

Ya hacía más de diez días que Lucia estaba atareada junto a la cabecera de la cama de Andrea cuando el muchacho recuperó el conocimiento. Cuando éste abrió los ojos Lucia se sintió observada de manera extraña. Leía en aquellos ojos el desconcierto del joven que, quizás, creía que ya estaba muerto, que había llegado al paraíso y tenía un ángel que le cuidaba. Es verdad, era un noble y, como tenía servidores en la Tierra, seguramente su cabeza lo llevaba a pensar que tendría sirvientes allí, en el Paraíso. Pero luego, poco a poco, Lucia comprendió que Andrea estaban comenzando a reconocer las paredes, los muebles y los adornos de su habitación.

―¿Quién eres, que me cuidas, sin que yo te conozca? ¿Qué le ha ocurrido al resto de mi familia? ¿Y mis siervos? ¿Dónde está Alí? ¡Que te parta un rayo, miserable turco! Cuando lo necesito siempre se las ingenia para desaparecer, a lo mejor lo encuentras con el culo hacia arriba rezando a su dios… ―comenzó a decir Andrea, con las mejillas enrojecidas por la fiebre, agitándose de tal manera que un acceso convulso de tos consiguió interrumpir la mitad de su discurso. Lucia cogió la mano del joven entre las suyas, intentando tranquilizarlo y, al mismo tiempo, gozando de su contacto físico.

―Debéis estar tranquilo o caeréis de nuevo en la inconsciencia y en el delirio febril. Y no debéis despotricar contra Alí. ¡Si no fuese por él estaríais bajo tierra! En cuanto a mi… bueno, yo soy Lucia Baldeschi, vuestra prometida ―al pronunciar estas palabras un leve enrojecimiento se apoderó de los pómulos de la muchacha, que pudo en ese momento hundir sus ojos color avellana en los azules del muchacho, ojos magnéticos, que atraían su rostro, sus labios y todo su cuerpo hacia él.

―No imaginaba que el Cardenal me tuviese reservado un regalo semejante. ¿No me estáis mintiendo? El enemigo nos ha arrollado antes de llegar al palacio del Cardenal, ¡y creo que esto no es ajeno a la emboscada!

Con la ayuda de la rabia que sentía se levantó un poco y Lucia se apresuró a colocarle las almohadas detrás de la espalda para ayudarle a sostenerse.

―¡Debía haber imaginado que era un truco, además de un matrimonio político! Vuestro tío se ha puesto de acuerdo con los enemigos para matar a mi padre, a mí, dispersar mi familia y centralizar en él los poderes civil y religioso, después de haber pagado con dinero a los invasores. Pero ¿qué invasores? ¡El Duca de Montacuto y el Archiduque de Urbino seguro que estaban de acuerdo con él! Apuesto a que tampoco se sabe dónde está mi madre, quizás ha sido raptada, o quizás también ha sido asesinada por el enemigo. ¿Y tú? ―después e haber usado el usted de cortesía había vuelto a tutear a Lucia, como se hacía con los siervos. ―No eres la sobrina del Cardenal Baldeschi, no puedes serlo, él no permitiría nunca que su sobrina estuviese a mi lado. Tú eres una sirvienta, una mujerzuela enviada por el Cardenal porque todavía no estoy muerto y debes elegir la ocasión adecuada para acabar conmigo. ¡Venga, coraje! ¿Dónde escondes el puñal? Clávalo en mi pecho y acabemos de una vez por todas, de todas formas estas heridas me llevarán a la muerte en pocos días. Será mejor acortar el sufrimiento.

Mientras hablaba de esta manera cogió el brazo de Lucia y lo atrajo hacia sí. Se encontraron con sus respectivos rostros a poquísima distancia el uno del otro, cada uno sentía el respiro jadeante del otro acariciar sus mejillas. Lucia leyó en los ojos del joven Franciolini el miedo a morir no la maldad. El instinto hubiera sido el de retirarse, en cambio reaccionó al contrario, apoyó con cuidado sus labios sobre los de él. No tuvo tiempo ni de sentir la aspereza de la barba no afeitada desde hacía días que fue abrumada por un torbellino de lenguas que se entrelazaban, manos que buscaban la piel desnuda bajo los vestidos, caricias que la aislarían de la realidad para alcanzar alturas celestiales y luego sensaciones nunca sentidas, hasta alcanzar un inmenso placer, acompañado, sin embargo, de un profundo dolor. Ahora era su sangre y provenía de las partes íntimas violadas por aquel dulce encuentro; nunca había sentido nada igual en su vida pero se sentía satisfecha.

―¿Cómo se os ha podido siquiera ocurrir que yo estuviese aquí para mataros? Os amo, os he amado desde el primer momento en que os he visto, hace algunos días, cuando salíais de este palacio montado en vuestro caballo. Os he salvado la vida, os he curado y ahora me habéis convertido en mujer y yo os estoy agradecida.

Acabó de librarse de los vestidos y, completamente desnuda, se metió en la cama al lado de su amor. Le abrió el camisón, comenzó a acariciarle el pecho, a besárselo, luego cogió su mano y la guió para acariciar sus túrgidos senos. Y hubo besos y caricias y suspiros durante interminables y mágicos minutos. Luego ella se puso a horcajadas sobre su vientre y, guiada por su instinto que le decía que actuase de esa manera, comenzó a balancearse arriba y abajo, al principio lentamente, para luego aumentar el ritmo de forma progresiva, hasta llegar de nuevo al orgasmo.

El orgasmo provocó que Andrea se sumergiese de nuevo en la inconsciencia. La muchacha habría querido hablarle con dulzura pero con el claro objetivo en su mente de llevar el tema hasta los símbolos ligados al extraño pentáculo de siete puntas, visto en los subterráneos de la catedral, vuelto a ver sobre el portal de Palazzo Franciolini y nombrado por Andrea en sus delirios. Había tantos temas de los que hubiera querido hablar con él, ahora que había vuelto en sí, pero en ese momento era imposible.

Mientras Lucia recuperaba sus vestidos del suelo y se volvía a arreglar, sintiendo todavía en sus entrañas sensaciones que estimulaban la palpitación de su zona íntima, a sus orejas llegaron voces excitadas desde la entrada del palacio.

―¡No podéis entrar en esta mansión, no tenéis permiso! ―estaba gritando Alí. Luego su voz se debilitó hasta apagarse.

―Arrestad al moro, matadlo si opone resistencia. Y registrad el edificio. El Cardenal quiere enseguida a la condesita Lucia en palacio. En cuanto al joven Franciolini, si todavía está vivo, arrestadlo sin hacerle daño. Deberá ser procesado por alta traición y herejía. No lo mataremos nosotros sino la justicia, aquella divina y la de los hombres. Y el castigo será ejemplar para hacer comprender al pueblo a quien debe someterse: ¡a Dios y a su Santidad el Papa!

Lucia había reconocido la voz de quien había pronunciado estas últimas palabras, el dominico Padre Ignazio Amici, que junto con su tío presidía el tribunal local de la Inquisición, cuando la puerta de la habitación se abrió de par en par y en su arco se dibujaron las sonrisas desdeñosas y satisfechas de dos guardias armados.




Capítulo 4


La cultura es la única cosa que nos hace felices

(Arnoldo Foà)



El sonido insistente del despertador consiguió catapultar de nuevo a Lucia a la realidad cotidiana. Con la misma mano con la que había logrado acallar el despertador, a tientas había encontrado sobre la mesilla de noche el paquete de cigarrillos. Ahora ya era una costumbre encender el primer cigarrillo en cuanto se despertaba, pero en los últimos tiempos lo hacía incluso antes de abandonar la cama. Luego llegaba hasta el baño con el palito humeante en la boca, se dedicaba a asearse y a maquillarse aspirando de vez en cuando una calada de humo, echaba la colilla al váter y se iba a la cocina para prepararse el café, después del cual se encendía otro cigarrillo, concentrándose sobre el nuevo día de trabajo que le esperaba. En el puesto de trabajo no se permitía fumar de ninguna manera por lo que, si ocasionalmente le pasaba por la cabeza que aquel vicio a la larga sería muy nocivo, consideraba superado cualquier reparo mientras miraba la punta roja iluminarse cada vez que inhalaba.

¡Mi cuerpo necesita su dosis de nicotina, diga lo que diga ese puritano del decano de la fundación!, se encontraba a menudo pensando Lucia, encendiéndose el tercer cigarrillo del día, el que le permitía la satisfacción de llegar a una hora decente antes de la pausa prevista para el desayuno. En el año 2017 la primavera había sido muy lluviosa y, a pesar de que era a finales del mes de mayo, la temperatura todavía no había alcanzado la media estival; así que, sobre todo por la mañana a la hora de salir, todavía hacía fresco y era difícil decidir cuán fuese el vestido más adecuado para ponerse. Una rápida ojeada al guardarropa, mientras se ponía unos leotardos ligeros, color carne, casi invisibles, la decisión cayó ese día sobre un vestido rojo de manga larga pero no invernal, de la largura adecuada para dejar descubiertas las piernas poco más arriba de las rodillas. Un poco de carmín, un cepillado a los cabellos castaños naturalmente ondulados, un poco de lápiz de ojos para resaltar el color avellana de sus ojos, una última calada al cigarrillo, cuya colilla estaba perfectamente puesta en el cenicero, y Lucia Balleani, veintiocho años, un metro y setenta y cinco centímetros de belleza austera, además de inalcanzable para el común de los mortales, licenciada en Lettere Antiche


, especializada en historia medieval, estaba lista para enfrentarse al impacto con el ambiente exterior. Era la última descendiente de una noble familia de Jesi, los Baldeschi-Balleani y, por ironías del destino, a pesar de su nacimiento nunca había conseguido vivir y habitar en la suntuosa residencia de la familia en la Piazza Federico II, ni tampoco en la estupenda villa en las afueras de Jesi, ahora se encontraba trabajando en aquel palacio. Había aceptado de buena gana el encargo que le había hecho la Fundación Hoenstaufen, que había encontrado allí su sede natural, justo en la plaza en que la tradición dice que, en el año 1194, había nacido Federico II de Svevia, príncipe y más tarde Emperador de la casa Hoenstaufen. Como todas las familias nobles, a partir de los años 50 del siglo pasado, con el final de la aparcería, con el fin de los inmensos latifundios agrarios heredados desde tiempos inmemoriales, ni siquiera los Baldeschi-Balleani fueron inmunes a jugarse la mayor parte de los bienes familiares, vendiéndolos o mal vendiéndolos al mejor postor, con tal de mantener el estilo de vida al que estaban habituados. La rama de los Baldeschi, un poco más sabia, se había mudado en parte a Milano, donde habían puesto en pie una pequeña pero rentable empresa de diseño y arquitectura, en parte a Umbria, donde gestionaba una soleada casa rural en medio de las verdes colinas de Paciano. A la rama de los Balleani le habían caído las migajas y el padre de Lucia continuaba con tenacidad y poco provecho a sacar adelante la hacienda agrícola que consistía en trozos de terreno esparcidos entre las campiñas de Jesi y Osimo. Lucia era una muchacha, además de hermosa, realmente inteligente. Gracias a los sacrificios del padre había podido hacer el bachillerato en Bologna y licenciarse con muy buenas notas. Su pasión era la historia, en especial la medieval, quizás porque sentía fuertemente, dentro de ella, por un lado la pertenencia a la ciudad que había visto nacer a uno de los más ilustres emperadores de la historia y por otro a la familia que, por primera vez, había dado un Signore


a Jesi. De hecho, había sido la gibelina familia Baligani (el apellido se había transformado con el tiempo en Balleani) la que en el año 1271 había instituido la primera Signoria en Jesi. Con muchos contratiempos, Tano Baligani, a veces con el bando de los güelfos, otras con el bando de los gibelinos, según de donde soplase el viento, había intentado conservar el dominio de la ciudad, contra otras familias nobles, en particular contra los Simonetti, los cuales también habían tomados las riendas del mando de la ciudad en ciertas épocas. En los dos siglos siguientes los Balleani se emparentarían con la familia Baldeschi, que había dado a la ciudad algunos Obispos y Cardenales, con el fin de sellar un tácito acuerdo entre güelfos y gibelinos, sobre todo para hacer frente al enemigo exterior y contener las miras expansionistas de los Concejos


limítrofes, en particular de Ancona pero también de Senigallia y Urbino. Y es por esta pasión suya que el decano de la fundación Hoenstaufen había querido contratar a Lucia para la reorganización de la biblioteca del palacio que había pertenecido a la noble familia. Biblioteca que se enorgullecía de piezas realmente raras, como una copia original del Códice Germánico de Tácito, pero que nunca se habían clasificado correctamente. Aparte de la clasificación de los libros allí presentes, Lucia tenía otros intereses, de los que había intentado hablar con el decano, como el de recopilar todas las fuentes históricas sobre la ciudad de Jesi presentes tanto en éstas como en otras bibliotecas de la zona, con el fin de imprimir una muy interesante publicación. O también la de cartografiar el subsuelo del centro histórico, rico de vestigios pertenecientes a la época romana, con el fin de conseguir una reconstrucción de la antigua ciudad de Aesis lo más parecida a la realidad.

―Tienes unas ideas muy buenas, eres joven y estás llena de entusiasmo, y te entiendo, pero la mayor parte de los accesos a los subterráneos está prohibido, dado que se debe pasar por los sótanos de palacios privados, cuyos propietarios la mayoría de las veces no dan su consentimiento.

El anciano decano escudriñaba a la muchacha con sus ojos gris verdoso desde detrás de las lentes de las gafas. La barba gris no lograba ocultar el sentimiento de desaprobación que sentía con respecto al cigarrillo electrónico, del que, de vez en cuando, Lucia aspiraba una calada de vapor denso y blanquecino, que en el transcurso de unos segundos se diluía en el aire de la habitación.

―No es necesaria la exploración física de los subterráneos. Se podría hacer que sobrevolase la ciudad un helicóptero para obtener registros con el radar. La técnica ahora es esta y da óptimos resultados ―intentaba insistir Lucia para ver realizados uno de sus más grandes sueños.

―Quién sabe cuánto dinero sería necesario para un proyecto de ese tipo. Tenemos fondos pero son bastante limitados. Italia todavía no ha salido de la crisis económica que la aflige desde hace años ¿y tú me quieres proponer unos proyectos faraónicos? La cultura es hermosa, soy el primero en afirmarlo, pero debemos mantener los pies en la tierra. Mira lo que puedes hacer explorando los subterráneos de este palacio. Comunican directamente con la cripta del Duomo, quién sabe si no podrás sacar a la luz algo interesante. Pero hazlo fuera de las horas por las que se te paga. Tu misión aquí está bien definida: ¡reorganizar la biblioteca! ―el decano estaba a punto de dejar a la muchacha cuando se dio la vuelta ―¡Una última cosa! Electrónico o no, aquí dentro no se fuma. Te agradecería que evitases usar ese chisme mientras trabajas.

Con un gesto teatral Lucia se sacó el cigarrillo del cuello al que estaba colgado con el cordoncito correspondiente, apagó el interruptor y lo volvió a poner en el estuche que metió dentro del bolso. Del mismo sacó un paquete de cigarrillos y el encendedor y llegó hasta el vestíbulo para ir a fumar en paz un auténtico cigarrillo en el exterior.

El martes 30 de mayo de 2017 se presentaba, desde primeras horas de la mañana, como una mañana tranquila, clara, de finales de primavera. El cielo estaba azul y, a pesar de que el sol estuviese todavía bajo, Lucia fue deslumbrada por la luz en cuanto cerró a sus espaldas el portal de su casa. Había encontrado un óptimo alojamiento, alquilando un apartamento reestructurado en Via Pergolesi, en el centro histórico, a unos cien metros de su puesto de trabajo. Pero lo que era más interesante para ella era el hecho de encontrarse justo en el palacio que había albergado, en la planta baja, una de las primeras imprentas de Jesi, la de Manuzi. El enorme salón destinado a tipografía había sido utilizado a través del tiempo para otros fines, incluso como gimnasio y sala de reuniones de algunos partidos políticos. Pero esto no le quitaba la fascinación a aquel sitio. Después de salir por el portón y haber atravesado un pequeño patio, Lucia habitualmente se demoraba mirando el arco por el que se salía a la antigua calle adoquinada, Via Pergolesi, en otro tiempo el Cardo Massimo de la época romana, luego renombrada Via delle Botteghe o Via degli Orefici, por las actividades prioritarias que se habían desarrollado en distintos períodos. De los antiguos talleres de un tiempo, en efecto, había quedado bien poco. Muchas tenían las rejas bajadas desde hacía ya muchos años y las que estaban abiertas ostentaban en los escaparates bienes y servicios que con la antigüedad, con el fasto y el esplendor de los negocios de joyería de un tiempo, compartían bien poco. El cartel turístico ensuciado por las cagadas de las palomas indicaba que el arco del Palazzo dei Verroni no era de origen romano, como su aspecto podía hacer creer, sino que había sido realizado en el siglo XV por un tal Giovanni di Gabriele da Como, arquitecto que había trabajado al lado del más famoso Francesco di Giorgio Martini en la construcción del cercano Palazzo della Signoria. Tanto que alguien en el pasado había atribuido también ese arco a Di Giorgio Martini. Según Lucia, los romanos no debían ser del todo ajenos a esa obra que se asomaba al Cardo Massimo. A lo mejor los arquitectos renacentistas se habían limitado a restaurar un antiguo arco, cuyos vestigios habían sobrevivido a los siglos y al devastador terremoto del año 848.

Unos pocos pasos entre los austeros palacios del centro histórico fueron suficientes para hacer pasar a Lucia de la umbrosa Via Pergolesi a la luminosa Piazza Federico II. Faltaban todavía unos minutos para las ocho, hora en la que debía comenzar a trabajar. Le daría tiempo de fumar otro cigarrillo antes de entrar en el palacio, pero su atención fue atraída por las cuatro estatuas de mármol que hacían las veces de cariátides del balcón del primer piso. Durante un momento tuvo la impresión de que los cuatro telamones estuvieran animados, casi como si quisiesen venir hacia ella para hablarle, para contarle viejas historias de hacía siglos, de las que se había perdido la memoria. Tuvo una especie de mareo que le hizo imaginar el balcón, no sujetado por las poderosas estatuas, inclinarse peligrosamente hacia el suelo y le trajo a la memoria el sueño que ahora ya, desde hacía muchas noches, la hacía protagonizar una historia ocurrida exactamente hacía cinco siglos, en estos mismos días del año y en esos lugares. Las imágenes de los sueños discurrían por su cerebro durante el sueño como las escenas de una novela por entregas. Eran tan claras que Lucia se encarnaba en su homónima antepasada como si estuviese reviviendo su vida pasada, al mismo tiempo como intérprete y como espectadora.

¡Sugestión, sólo sugestión!, repetía por enésima vez la joven a sí misma. Todo es culpa de los libros con los que estoy trabajando y de las partes que faltan de la Storia de Jesi. ¡Mi inconsciente me hace inventar la parte que falta en el libro!

Respiró profundamente dos veces, fue a un banco, se sentó y observó que la fachada del palacio estaba allí, íntegra e indemne. Decidió atravesar la plaza, ir al bar y tomarse un café solo bien cargado, antes de entrar a trabajar. Aquella distracción la retrasaría unos minutos pero daba igual ya que el decano no llegaba nunca antes de las nueve. Consumido rápidamente el café y ya salida del Bar Duomo, en unos cuantos pasos llegó al lado de la plaza en la que confluía Via Pergolesi. A su izquierda la entrada a la cuesta de Via del Fortino, a su derecha el comienzo e la Costa Lombarda, a través de la cual se podía llegar a la parte más baja de la ciudad. Justo debajo de sus pies, en una gruesa baldosa de bronce estaba grabado el plano de la antigua Aesis. Un poco más allá, la misma inscripción en varias lenguas, incluido el árabe, sobre las baldosas blancas alrededor de todo el perímetro de la plaza: El 26 de diciembre de 1194 nace en esta plaza el Emperador Federico Segundo de Svevia. Otro mareo, otra visión. Ahora la plaza ya no tiene el aspecto actual. La fuente de los leones, con el obelisco, no está ya en el centro sino que hay un espacio completamente libre. El Duomo, del lado opuesto a aquel en que se encontraba, era una construcción blanca, de dimensiones más exiguas respecto a como estaba habituada a verlo, de estilo gótico, con agujas y arcos ojivales, una especie de Duomo di Milano en pequeño. El campanile estaba a la derecha de la fachada, aislado y en posición avanzada con respecto a la iglesia. El Palazzo Baldeschi, a la izquierda con respecto a la catedral, era distinto, más macizo, más suntuoso; por encima de la fachada, como un adorno, tres arcos de piedra, cogidos quién sabe de qué antigua construcción romana y puestos allí arriba de manera postiza, como elemento decorativo, con ninguna utilidad. La estatua de la Madonna con el niño Gesù en brazos estaba ya presente en un nicho entre las ventanas del último piso, mientras que no había ni rastro de los cuatro telamones que sostenían el balcón del primer piso. Es más, el balcón, aunque no estaba del todo ausente, era bastante pequeño con respecto al que estaba habituada a ver. Todo el lado derecho de la plaza estaba ocupado, en lugar del Palacio Episcopal y de Palazzo Ripanti, por una enorme fortaleza, una especie de castillo, adornado con la típica arquitectura y las almenas gibelinas de cola de golondrina. En la parte izquierda la iglesia de San Floriano con su cúpula y su campanile y el palacio Ghislieri, todavía sin terminar, rodeado por los andamios de los albañiles. Lucia echó un vistazo hacia el comienzo de la Via del Fortino, donde estaba el taller de un tintorero, delante del cual el artesano había encendido un fuego para poner a hervir el agua en un caldero con una costra de humo negro. Una chavalita se había acercado peligrosamente al fuego y un borde de su vestido se había incendiado. En unos segundos la muchacha se había encontrado envuelta por las llamas. Lucia hubiera querido correr hacia ella para ayudarle pero no conseguía moverse ni un paso. Se horrorizó mientras oía resonar en sus oídos los gritos desesperados de la muchacha. Luego una, dos gotas de lluvia, un chubasco y las llamas se apagaron. La sensación de no tener los pies en la tierra. Lucia estaba tumbada sobre el adoquinado. Cuando volvió a abrir los ojos vio el azul del cielo, un cielo del cual no podía haber caído ni siquiera una gota de lluvia. Un hombre distinguido, vestido de manera elegante, con un maletín en la mano, intentó ayudarle a levantarse.

―¿Se encuentra bien?

―Sí, sí ―y rechazando cualquier tipo de ayuda Lucia se levantó ―Ha sido sólo un mareo, una bajada de tensión. ¡Todo está bien, gracias!

Atravesó la plaza que ahora tenía el aspecto de siempre, a buen paso, para intentar llegar al puesto de trabajo lo antes posible, antes de que el decano pudiese darse cuenta de su retraso, pero tenía bien grabadas en la mente las imágenes que había vivido hacía unos minutos.

Sugestión, sólo sugestión, nada más que sugestión. ¡No hay otra explicación lógica para los sueños y ahora para las visiones!

Y sin embargo, una voz en su subconsciente parecía decirle que eran recuerdos, que eran episodios que había vivido en otra vida, en un pasado remoto, como una persona distinta, pero que siempre tenía el mismo nombre: Lucia.



Entró en el palacio, subió la escalinata que conducía al primer piso y puso en marcha el ordenador de su puesto de trabajo. La tentación de dar una ojeada a sus perfiles de las diversas redes sociales se había quedado en nada por culpa de la inspección que aquel idiota del decano verificaba puntualmente, por medio del servidor, de los archivos log de su ordenador y le reñía si se había permitido navegar por Internet por motivos no estrechamente ligados al trabajo. Por lo tanto abrió el fichero de trabajo de Excel en el que estaba clasificando los textos y los archivos de Access en el que grababa los datos para tener una base de datos completa de la biblioteca. Cada texto era luego escaneado y metido en una memoria en un archivo PDF, que había que subir al sitio web de la fundación, para una posterior consulta. Los textos con los que estaba trabajando aquellos días, y que quizás habían sido el motivo desencadenante de sus sueños y sus recientes visiones, eran una Storia di Jesi, editada por Manuzi, justo el Benardino Manuzi que en el siglo XVI tenía una imprenta en el palacio en el que ella vivía, y un librito, cuya autora era Lucia Baldeschi, que se titulaba Principi di medicina naturale e guarigione, con le erbe. Además tenía sobre la mesa un manuscrito de unas pocas páginas, según ella atribuible también a Lucia Baldeschi, que intentaba describir el significado y la simbología de un singular pentáculo de siete puntas. Los tres era auténticos rompecabezas, Lucia no se daría por vencida hasta que no hubiese desentrañado los misterios que se escondían dentro de cada uno de aquellos textos. La Storia di Jesi era realmente interesante, un trabajo comenzado por Bernardino Manuzi, tipógrafo en Jesi, sobre la base de documentos antiguos y de tradición oral, y llevado a término gracias también a la contribución de otros autores. Sobre su mesa había una copia original del libro, impresa por el propio Manuzi, a la que se le habían arrancado unas cuantas páginas, quién sabe en qué lejana época, quién sabe por quién, quién sabe por qué motivo. Justo las páginas que hacían referencia a un período doloroso de la historia de Jesi, desde el 1517 al 1521, periodo señalado por el saqueo di Jesi y por el gobierno del Cardenal Baldeschi que, gracias al hecho de estar al frente del Tribunal de la Inquisición, había perseguido y hecho ajusticiar a muchos individuos sólo porque obstaculizaban su poder. Y Lucia Baldeschi era su sobrina nieta. Un tío inquisidor y una sobrina que se dedicaba a la medicina natural y a la curación con las hierbas, consideradas en aquel tiempo prácticas de brujería. ¿Cómo podían convivir y quizás vivir en el mismo palacio? El hecho de que los escritos de Lucia Baldeschi estuvieran allí, hacía que se inclinase por la teoría de que hubiese vivido allí, y seguramente aquella también había sido la morada del Cardenal. El Tribunal de la Inquisición tenía su sede allí cerca. A principios del siglo XVI, justo por voluntad del Cardenal, había sido transferido desde el convento de San Domenico al más incómodo complejo de San Floriano, mientras que el Torrione di Mezzogiorno había permanecido como la sede de la prisión en la que eran retenidos y torturados los procesados. Quién sabe de qué trataban aquellas páginas arrancadas del libro; quizás se contaba una escabrosa historia en el que el tío abuelo acusaba a su sobrina de brujería, la encerraba en los calabozos del Torrione di Mezzogiorno o en las más cómodas del Complesso di San Floriano, hacía que la torturasen y finalmente arder en la hoguera en la plaza pública. Es cierto, esta historia hubiera enfangado la memoria del Cardenal Baldeschi, y de esta manera alguien de la familia habría arrancado aquellas páginas para hacer desaparecer el rastro.

Comenzaba a hacer calor y Lucia abrió el ventanal de la habitación, justo el que daba a la balconada sostenida por las cuatro extrañas estatuas, teniendo cuidado de cerrar la gran mosquitera, de manera que entrara el aire pero no los fastidiosos insectos. En ese momento hizo su aparición el decano que reprochó a Lucia con la mirada, una mirada inquisidora, que parecía querer interpretar en el gesto de abrir la ventana el deseo, por parte de la joven, de querer encender un cigarrillo.

¡No te satisfaré, vieja cariátide! No fumo aquí dentro, no sólo para no soportar tus improperios sino por respeto a los valiosos objetos, los libros, los estucos, los cuadros, que se conservan aquí dentro, farfulló para sus adentros Lucia mientras observaba la semejanza entre el decano, el casi setentón Guglielmo Tramonti, y el Cardenal Artemio Baldeschi, así como lo veía todos los días en un retrato colgado de las paredes de la sala y así como le aparecía en sus recientes sueños.

―Aunque aquí dentro no hay aire acondicionado, mejor tener las ventanas cerradas. ¡Sudar nunca ha hecho mal a nadie, mientras que el aire podría ser nocivo para las obras que tenemos guardadas!

Lucia vio al decano dirigirse hacia el ventanal pero, en vez de cerrarlo como debía ser su intención, abrió la mosquitera y se asomó a la balaustrada metálica del balcón. En un momento, el decano desapareció. Lucia fue corriendo hacia el balcón y miró abajo. El cuerpo de Guglielmo Tramonti yacía exánime sobre el adoquinado de la plaza, con el rostro vuelto hacia el suelo, vestido de Cardenal y rodeado por una mancha rojiza, que se expandía poco a poco, constituida por su misma sangre. ¿Cómo había podido suceder? ¿De dónde provenía toda aquella sangre? ¡La altura no era excesiva! ¿Quizás se había roto el cráneo y su líquido vital lo estaba abandonando por una herida que se había abierto en la frente? ¿Y los vestidos? ¿Cómo era posible que llevase puesto el hábito purpurado? ¡Hacía unos segundos no lo llevaba! Levantó la mirada para buscar los detalles de la plaza y la vio de nuevo como era en la visión que había tenido poco antes, cuando había salido del bar: la plaza de una ciudad renacentista. La voz del decano, proveniente de su espalda, la devolvió a la realidad. Se encontró observando con cuidado las lápidas con las que, en la fachada que daba a la iglesia de San Floriano, se recordaba a Giordano Bruno como víctima de la tiranía sacerdotal. Todo estaba en su lugar, la fuente con el obelisco, el Complesso di San Floriano, la Catedral, los Palazzi Vescovili, el Palazzo Ghislieri. Un poco más adelante, sobre el campanile del Palazzo del Governo ondeaba la bandera tricolor.

―¿Y bien? Digo que cierres la ventana y ¿tú que haces, sales al balcón? Pero… ¿estás segura de que te encuentras bien, muchacha? Estás muy pálida, ¿quieres volver a casa?

―No, no, gracias, estoy bien. Ya ha pasado todo, sólo ha sido un mareo. Instintivamente he necesitado salir para oxigenarme, para coger un poco de aire fresco. Pero ya está todo bien, puedo volver al trabajo.

―Bien, pero me gustaría que te planteases seguir un control médico. ¿No será que estás embarazada?

―Todavía no ha venido a verme el Espíritu Santo ―concluyó irónicamente Lucia, acompañando estas últimas palabras con un gesto evasivo de la mano. Cogió el libro sobre la Storia di Jesi y comenzó a escanear las primeras páginas. Cuando llegó a la décima página abrió el programa OCR en el ordenador y se puso a corregir manualmente los errores, lo que le permitía leer noticias para ella desconocidas.



LA LEYENDA DE UN REY



La historia de Jesi comienza en un lejano día de hace tres mil años. Un comienzo sin espectadores. Un pequeño grupo de gente remonta el curso de nuestro río, en fila por la orilla izquierda. Avanza lentamente, abriéndose camino entre la espesa maleza y los altos chopos que se reflejan en las aguas del río.

Es gente extraña, con un nombre extraño, pelasgos les llamaban en su tierra, los rostros bronceados, marcados por el cansancio de un viaje largo y aventurado. Llevan indumentaria raída, algunos visten pieles de animales que parecen salvajes. Los rostros de los hombres están encuadrados por melenas y barbas densas que interminables jornadas de sol han convertido en áridas, estropajosas.

Son los supervivientes de una flotilla de pequeños y veloces barcos que han vencido la batalla contra las tempestades del Adriático. Han desembarcado hace unos días en la desembocadura de aquel río que ahora rompe en mil destellos los rayos del sol. Emigrados de su tierra que ha sido la patria de los ancianos, de sus héroes cantados por un poeta ciego por los pueblos de la lejana Grecia, van en busca de una nueva tierra, de una nueva patria.










Y helos aquí que han llegado, después de una marcha extenuante, a los pies ed un monte crecido como por arte de magia en el corazón del valle que los había acogido allí abajo, en la desembocadura del río. Todo alrededor, bosques hasta donde se perdía la mirada, cubrían las colinas circundantes. Y el silencio de una naturaleza adormecida desde hace milenios. Desde siempre.

Un hombre, de aspecto venerable y majestuoso, con la enseña del grupo, señala aquel promontorio que parece casi un isla emergida deliberadamente, en el medio del valle, para acoger a los náufragos. Y se dirige en esa dirección. Los otros lo siguen, manteniendo su paso, sin hablar. En la parte más alta de la colina, el anciano rey mira hacia lo lejos, descubriendo un paisaje maravilloso, dibujado con las centenares de tonalidades de un verde inmenso, trazado apenas por el sinuoso rastro del río que se pierde abajo, hacia el mar.

El anciano rey, volviéndose ahora hacia los suyos, hace una señal de asentimiento y todos dejan en tierra sus pobres haberes. Así que han encontrado finalmente la tierra prometida, han llegado a la meta del largo peregrinar por mares y tierras.

Ésta, de ahora en adelante, será nuestra nueva patria.

Y de esta manera fue que el rey Esio fundó la ciudad de Jesi.



Así que los primeros jesinos eran griegos, fugados de la ciudad destruida de Troya. Como Eneas, que con los suyos había remontado las costas del Tirreno para instalarse en el Lazio, el Rey Esio había encontrado el camino más sencillo remontando el Adriático y llegando a la desembocadura del Esino. Lucia se había entusiasmado con la historia y los sueños y las visiones estaba ahora relegadas en un rincón lejano de su mente. Su cerebro y su fantasía ya estaban en funcionamiento.

Estos datos y estas noticias podrían ser utilizadas para una hermosa publicación o, por qué no, para la elaboración de una novela histórica ambientada en esta zona, comenzó a pensar Lucia meditando incluso sobre las posibles ganancias.





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Año 2017: la joven estudiosa Lucia Balleani, está ordenando y clasificando los textos de la biblioteca de la fundación Hoenstaufen mientras trabaja en el antiguo palacio que había sido la residencia de la noble familia Baldeschi – Balleani, de la que es una descendiente directa. Una serie de visiones ligadas a lo que le había ocurrido a su homónima Lucia Baldeschi, llevará al lector a descubrir junto a ella una oscura historia ocurrida en el mismo lugar 500 años antes.

La joven Lucia Baldeschi es sobrina del malvado Cardenal, tejedor de oscuras tramas con la finalidad de centralizar tanto el poder temporal como eclesiástico en sus manos. Lucia, muchacha dotada de una inteligencia especial, se hace amiga de un tipógrafo, Bernardino, junto al cual compartirá la pasión por el renacimiento de las artes, de la ciencia y de la cultura, que caracterizan al período en toda Italia. Tendrá que elegir por fuerza entre el deber de obedecer a su tío, que la ha hecho crecer y educar en palacio ante la ausencia de sus padres, y el amor apasionado por Andrea Franciolini, hijo del Capitano del Popolo1 y víctima designada de la tiranía del Cardenal. La historia es contada a través de los ojos de Lucia Balleani, una joven estudiosa descendiente del noble linaje. En 2017, exactamente 500 años después de los hechos, ésta última descubre antiguos documentos en el palacio de la familia y reconstruye toda la compleja historia de la que se había perdido el rastro.

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