Книга - El Secreto Del Viento — Deja Vù

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El Secreto Del Viento - Deja Vù
Alessandra Montali


Historia de Francesca, una mujer joven en busca de su verdadera identidad, escondida por el polvo del tiempo en recuerdos y dejavù jamás olvidados.

Historia de Francesca, una joven y rica joyera de Como, que después de acabar su historia con su pareja, decide dejar la ciudad para cortar por lo sano con su vida. Se muda a un pequeño pueblo, donde, años atrás, había transcurrido unos días por razones de trabajo. Vuelve a coger las riendas de su existencia, buscando un nuevo trabajo que le permita vivir y hacer nuevos amigos. Será justo en este pequeño pueblo con sus antiguas joyas históricas y con un viento impetuoso que silba y susurra  enviándole extraños dejavù de una chiquilla rubia con un pequeño antojo en forma de fresa detrás de la oreja. Francesca comprende que esa chiquilla es ella misma de pequeña. Entonces comienza una peligrosa búsqueda de la que fuera su vida y de porqué se le había olvidado. Durante toda la historia un misterioso personaje sigue en silencio los pasos de la joven, sin mostrar nunca su rostro ni sus intenciones reales. El viejo amor reaparecerá pero esta vez se encontrará con una nueva Francesca, ya nada dispuesta a comprometerse. Será la última pieza de la historia la que, sin faltar los golpes de efecto, le devolverá la increíble verdad.



Translator: María Acosta







Alesssandra Montali



EL SECRETO DEL VIENTO

Dejavù



© 2021 - Alesssandra Montali



Traducido por María Acosta




CAPÍTULO I


La luz del día que estaba despuntando se filtraba entre las viejas persianas del pequeño apartamento. Francesca se había despertado hacía poco y permanecía acurrucada bajo el calor de las mantas de lana que le había traído la dueña de la casa.

Cuando el despertador se puso a sonar se lo pensó dos veces antes de sacar fuera la mano para pulsar el botón y silenciarlo.

–¡Qué frío! –pensó, retirando enseguida el brazo.

Escudriñó entre las persianas y se dio cuenta de que afuera la jornada prometía buen tiempo.

Se estiró, desperezándose, se puso las mantas tapando la cara y se quedó quieta durante unos segundos inmersa en el silencio de la habitación.

–Debo levantarme… ¡Debo encontrar un trabajo! –la voz retumbó en la estancia.

Apartó las mantas y se levantó cubriéndose enseguida con la bata de lana. Luego abrió la ventana y con la punta de los dedos empujó hacia afuera las persianas que chirriaron de manera poco alentadora. La luz entró en la habitación e iluminó la pequeña estancia amueblada con un estilo antiguo.

Francesca, con los brazos cruzados y el aire absorto, estaba inmóvil al lado de la cama contemplando la que desde hacía dos noches era su nueva residencia. Dio unos pasos hacia el espejo sobre la cómoda, se paró para mirarse y le costó reconocerse: ¿aquella muchacha con el cabello corto y oscuro era ella?

Todavía no se identificaba con aquel nuevo corte y sobre todo con aquel color. Durante veintiocho años siempre había sido rubia y con el cabello largo, más abajo de los hombros. Apoyó los codos sobre la cómoda y se dijo que no había sido una gran elección. También se había teñido las cejas y ahora el resultado final no le gustaba en absoluto.

Encendió el teléfono móvil y esperó unos segundos con la esperanza de escuchar el sonido de los mensajes que, puntualmente, llegó.

Sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho y antes de mirar la pantalla, rezó:

–Haz que sea Giorgio.

Cerró los ojos, pulsó un botón y después de respirar hondo, los abrió y leyó el mensaje.

–Hola, cariño, soy mamá. ¿Cómo estás? Llámame en cuanto puedas. Te quiero.

De repente, como si las fuerzas le hubieran abandonado, se sentó en el lecho y, moviendo la cabeza, dijo en voz alta:

–No me llamará más, no debo ilusionarme. ¿Entendido, Francesca? ¡Resignate!

Se pasó una mano entre los cabellos y, poniéndose en pie, fue a la cocina y abrió el frigorífico. El vacío total que allí reinaba no hizo otra cosa que añadir más melancolía.

– Debo ir a hacer la compra si no quiero morir de hambre. Y luego tengo que encontrar un trabajo si quiero seguir comiendo… –constató.

Después de media hora ya estaba lista para salir, se dio un toque de brillo labial, se puso en la cabeza el gorrito de lana blanca, se envolvió la larga bufanda alrededor del cuello y bajó a la calle.

Sintió escalofríos a pesar de que el sol brillaba en el cielo azul celeste ligeramente violeta de febrero y, arropándose en el plumífero, siguió la indicación para ir al centro. Levantó la mirada y se acordó que el pueblo se alzaba en dos niveles. Desde la posición en la que se encontraba podía ver arriba la muralla que englobaba el centro, desde donde sobresalía, imponente, una torre cuyas campanas, justo en ese momento, estaban dando los tañidos de las ocho. Esperaba encontrarse con una calle que subía en pequeñas curvas, en cambio, delante de ella, vio un remonte: un gran ascensor que subía traqueteando por una rampa. Francesca se paró dudando.

Lo miró fijamente con aire no demasiado satisfecho y pensó:

–Hace años no estaba.

Siempre le habían disgustado los ascensores y ahora aquella gran jaula transparente le producía una cierta inquietud. Estaba buscando con la mirada otra forma de llegar al centro cuando una voz a sus espaldas la sobresaltó.

–¿Y bien, entras?

Se volvió de repente y se encontró ante un joven con la bufanda hasta la nariz y la capucha que le cubría hasta las cejas.

Francesca asintió y en cuanto puso el pie en el ascensor el joven pulsó el botón rojo y el artefacto se puso en marcha.

–¿Tienes miedo? –le preguntó observando el modo en que Francesca se había agarrado a la manija.

–No me gustan los ascensores. ¿Hay otra manera de llegar al centro?

El joven bajó la bufanda y le explicó que debería recorrer por lo menos un kilómetro subiendo.

–Comprendido: deberé habituarme a esta jaula –concluyó Francesca evitando mirar hacia afuera y hacia abajo y, después de unos minutos, el ascensor se paró.

El joven se ajustó la bufanda alrededor del cuello y, sin ni siquiera despedirse, saltó afuera, cogió las escaleras mecánicas de subida y luego desapareció en un callejón. Francesca se arrebujó en el plumífero y recorrió la pequeña cuesta que había delante de ella.

–¡Cuánto frío hace! Quizás debería haber escogido un lugar más cálido. Quién se lo podía imaginar –pensó la muchacha, calándose todavía más el gorrito en la cabeza.

Llegó a lo alto de la cuesta y la plaza apareció delante de ella. Amplia y luminosa estaba rodeada por edificios altos y elegantes que resaltaban, en la luz matutina, con antigua majestuosidad. A la derecha había una fuente de base rectangular, de hierro oscuro, grande y elevada sobre tres escalones de piedra clara. Francesca se quedó fascinada por ella, indiferente a las ráfagas de viento que a ratos la embestían, descubrió que no conseguía apartar su mirada de allí. Todo a su alrededor estaba en silencio. Durante un instante se sintió absorbida por aquella desierta inmensidad que imperaba, se dejó acunar por el gotear del agua que, desde lo alto de la fuente, caía en la pileta. Y fue entonces cuando una imagen apareció de repente, una especie de alucinación a cámara lenta que le mostró a una chiquilla sentada en los escalones de la fuente. Reía y enseñaba una muñeca a una señora rubia, de la que Francesca no conseguía distinguir el rostro. La chiquilla estaba de espaldas y Francesca se dio cuenta de que tenía los cabellos rubios recogidos en una cola, el viento hacía que le oscilase y algunos mechones se habían escapado de la goma. La chiquilla ahora se había girado, mostrando el perfil redondo de la nariz hacia arriba. Con la mano se estaba rascando detrás de la oreja izquierda y justo allí Francesca vio una pequeña mancha roja. De repente la muchacha se llevó la mano detrás de su oreja izquierda y se dio cuenta de que la niña rubia tenía su mismo antojo en forma de fresa.

–¡Pero… Soy yo esa chiquilla! – murmuró desconcertada. Apenas había terminado la frase cuando algunas gotas de la fuente, desviadas por el viento, le golpearon de lleno en la cara haciéndola volver enseguida a la realidad.

Una risotada a sus espaldas le hizo girarse repentinamente y se encontró delante de una mujer anciana que caminaba apoyándose en un bastón.

–¿Sabes? Esta es la fuente de la fortuna y si esa fuente te moja…

Francesca sintió una voz de niña adelantarse a las mismas palabras que la anciana señora estaba pronunciando:

–...tu vida será afortunada…

Los latidos del corazón le llegaron hasta la garganta, mientras que los dientes comenzaron a rechinar. También la anciana sintió una sombra de miedo en aquellos ojos azules y dando unos pasos hacia ella la tranquilizó:

–Es un viejo dicho de nuestro pueblo. Un augurio. Estate tranquila.

Francesca no la escuchaba, su mirada escrutaba la fuente.

–No eres de aquí, ¿verdad? –volvió a decir la mujer acercándose.

Francesca, todavía turbada, movió la cabeza y después de haber insinuado un breve saludo, volvió a caminar alrededor de la fuente, esperando ver reaparecer aquellas misteriosas imágenes.

Pero fue en vano, estaba demasiado trastornada y atemorizada.

–Pero yo no he vivido aquí… He estado hace unos años por un curso. ¿Me estoy volviendo loca?

El frío la despertó de aquellos extraños pensamientos y sólo entonces se dio cuenta de que la bufanda de lana estaba empapada. Miró alrededor y vio el cartel luminoso de un pequeño bar en la otra parte de la plaza. Caminó a grandes pasos, bajando la cabeza cada vez que las ráfagas de viento la golpeaban. Cuanto más se acercaba más sentía en el aire el apetecible aroma de café y brioches.

Desde el otro lado de la plaza la anciana señora se había quedado mirándola. Con los ojos húmedos seguía los pasos de la joven.

–De nuevo estás aquí… No me lo puedo creer– dijo murmurando, atemorizada porque las palabras las pudiera llevar el viento.

Mientras tanto Francesca apresuró el paso, empujó la puerta de vidrio y entró. Sintió un escalofrío de placer en cuanto advirtió la tibieza aromática y enseguida se quitó la bufanda empapada del cuello. El local era bastante grande y había muchas mesitas. Los manteles blancos y las macetas de prímulas en el centro le daban un toque primaveral. Se sentó en una esquina, cerca de la estufa, allí apoyó la bufanda y miró a su alrededor. Entrevió a la que debía ser la propietaria, una señora de unos cincuenta años más o menos, alta y robusta, que vestía un chándal de tela viscosa violeta. Sus miradas se cruzaron durante un momento y la señora le devolvió una sonrisa de bienvenida para luego volver a servir entre las mesas.

Francesca cogió el periódico que estaba sobre la silla y estaba a punto de comenzarlo a leer cuando sintió el sonido del teléfono móvil que le avisaba de un mensaje. Se quedó sin aliento en cuanto se dio cuenta de que se trataba de Giorgio y leyó el texto:

Hola, Francesca, voy hacia Londres. Ayer he dejado a tu madre las llaves de casa. Espero que puedas perdonarme. Te deseo de corazón que seas feliz.

Se dio cuenta de que un par de lágrimas habían caído sobre el periódico, se había acostumbrado tanto a llorar en el último mes que ahora ya ni se percataba cuando ocurría. Se apresuró a enjuagarse el rostro y cerró el periódico.

–No me llegará toda la vida para olvidarte, Giorgio, y por tu culpa ahora estoy aquí, a miles de kilómetros de casa, y sola.

Sola: aquella palabra le producía un vacío cada vez que la pronunciaba o la pensaba. Suspiró hondo y fue entonces cuando se dio cuenta de que la dueña del bar la estaba observando, a pesar de continuar respondiendo a las peticiones de los clientes. La vio coger una bandeja y poner encima una taza de café y un brioche y ágilmente, no obstante su constitución robusta, driblando entre las mesas, se la encontró delante de ella diciéndole:

–Apuesto lo que sea a que necesitas un cappuccino lleno de espuma y un sabroso brioche con pasta de almendras. Come y ya verás como enseguida te encontrarás mejor.

Francesca consiguió esbozar una ligera sonrisa y se lo agradeció con la mirada.

Cogió la taza con las dos manos y se quedó así durante unos segundos para gozar de aquella tibieza que parecía mimarla, luego probó el brioche y lo encontró fragante, con aquel corazón blando de almendra que se le deshacía en la boca. Bebió el cappuccino y acabó la espuma del fondo de la taza a cucharadas. Se dijo que nunca había tomado un desayuno tan bueno como ese y comprendió que la melancolía, en parte, se había calmado. Se sintió lo bastante fuerte para mandar un sms de respuesta a su madre diciéndole que todo iba bien y que pronto la llamaría para charlar.

Habían transcurrido sólo dos días y ya sentía nostalgia. La familia había intentado disuadirla pero nadie lo había conseguido.

–¿Todo bien, querida?

La voz de la propietaria del bar la devolvió a la realidad. La mujer estaba poniendo las tazas sucias en una cestita de metal y entre un movimiento y otro le lanzaba miradas interrogativas.

–Sí, mucho mejor. Ese brioche era fantástico, ¡pone de buen humor incluso a alguien que lo tiene tan negro como yo!–exclamó sonriendo.

La mujer se rió y luego, mientras recogía, le preguntó:

–No eres de aquí, ¿verdad? Tienes acento del norte.

–Soy de Como.

–¿Como? ¡Qué lejos has venido! –exclamó la señora abriendo de par en par sus ojos verdes.

Francesca bajó la mirada y mientras jugueteaba con el cierre del bolso explicó:

–Ya… He querido distanciarme unos kilómetros de mi vida anterior.

La otra, siempre atareada, le respondió:

–Ya verás, aquí te encontrarás bien. A propósito, yo me llamo Giusy, ¿y tú?

–Francesca.

Las dos mujeres se estrecharon la mano y Francesca se encontró pensando que había algo en aquella mujer que le infundía confianza y fuerza, como si la hubiese conocido de toda la vida. Llevó la mano al monedero para pagar el desayuno pero Giusy enseguida se le anticipó:

–Nada que hacer, querida: el desayuno viene incluido con la bienvenida. ¡Ya pagarás la próxima vez!

La muchacha se lo agradeció, estaba ya a punto de salir del bar cuando se le ocurrió que la propietaria podría ayudarla y le preguntó si conocía a alguien en el pueblo que buscase personal.

–¿Qué sabes hacer? –le preguntó sin dejar de trabajar.

–Soy joyera. Tengo un taller y un negocio junto con mi padre… Pero no me importaría encontrar otro tipo de trabajo.

–Hace dos semanas en el pub buscaban una chica pero no sé si todavía el empleo está disponible. Ahora está cerrado pero vuelve hoy por la tarde, puedo hacer una llamada al propietario.

A Francesca se le iluminaron los ojos. Después de darle las gracias, salió del bar.




CAPÍTULO II


Las campanas estaba dando las cinco de la tarde cuando salió, pálida y doliéndole el estómago, del ascensor. La plaza estaba iluminada por las farolas que con su luz tenue creaban una atmósfera nostálgica. La fuente permanecía en la sombra con respecto al resto y aparecía a los ojos de Francesca todavía más alta y tétrica. Un escalofrío recorrió su espalda y, alargando el paso, llegó al pequeño bar en el que había estado esa mañana.

Dentro no había nadie. No todas las luces estaban encendidas y a Francesca le costó un poco localizar la silueta robusta de Giusy, la propietaria del bar, sentada en la última mesa. Francesca la vio concentrada en algo que estaba sobre el mantel. En cuanto Giusy se dio cuenta de su presencia cogió el mantel y lo dobló como para esconder algo.

–¡Hola, Francesca!–dijo la mujer yendo a su encuentro y conduciéndola hacia otra mesa de la sala.

La muchacha se sintió un poco incómoda e intentó excusarse.

–¿Te he interrumpido? Si quieres vuelvo más tarde.

Giusy movió la cabeza y, sonriéndole, la tranquilizó.

–No, no, querida… Estaba haciendo un solitario con las cartas para matar el tiempo, dado que a esta hora todo está vacío.

Luego, girando detrás de la barra le preguntó:

–¿Té o café?

–Café, gracias –y Francesca se sentó mientras observaba a la mujer que trasteaba con la máquina de café.

–Aquí está… Dos cafés bien calientes. Son necesarios con este frío. Son días muy fríos, hace mucho tiempo que no hacía un invierno tan rígido.

Hubo unos minutos de silencio, luego Francesca se armó de valor y le preguntó si había sabido algo del pub.

Giusy respondió que el propietario ya había encontrado un camarero y que ahora ya estaban al completo, pero se apresuró a añadir:

–No te preocupes, querida. ¡Tengo la solución perfecta para ti! ¿Te gustaría trabajar aquí, desde última hora de la tarde hasta la noche?

Francesca se quedó sorprendida por aquella propuesta y con la sonrisa en los labios balbuceó un sí.

–No pareces muy convencida...

–No, qué va, lo estoy… es que no me lo esperaba. Estoy contenta de trabajar aquí y espero aprender todo con rapidez.

Giusy rió mostrando la blanca y perfecta dentadura y añadió:

–Espera antes de agradecérmelo. Tendrás las piernas destrozadas a base de estar de pie.

–¡No me lamentaré, ya verás!

–Bien, finalmente tendré a alguien que me ayude y… que hablará conmigo.

Francesca le lanzó una mirada interrogadora.

Giusy le habló del marido y del único hijo que gestionaban una cadena de ropa en Bulgaria y otra más puesta en marcha en la República Checa.

–De febrero a junio, salvo pequeños periodos de tiempo, se quedan allí y yo me encuentro sola con el bar y con mi anciana madre que quiere volver a su tierra natal y no sabes cuánta lata me da.

–¡Entonces, he llegado justo a tiempo! Sin embrago, te aviso: nunca he trabajado en un bar, deberás enseñarme un montón de cosas.

–No te preocupes. No es difícil. Te espero mañana por la mañana. El bar está cerrado, de esta manera te puedo enseñar a hacer el mejor cappuccino del pueblo. Por la tarde volvemos a abrir, ¿ok?

Francesca se sintió aliviada, es más, le pareció que se sentía feliz, o casi. Mientras se levantaba para irse le dijo que se presentaría puntual a la mañana siguiente a las 8:00.

–Perfecto, querida – concluyó Giusy acompañándola hasta la puerta.

Se quedó observándola mientras recorría a paso ligero la plaza. Parecía delicada y menuda, pero por el modo en que caminaba, veloz y con la cabeza alta, le dio la impresión de una muchacha fuerte y segura de sí misma.

Volvió a la mesita en la que estaba el mantel doblado y lo abrió, alisándolo con las manos.

–Mis cartas nunca se equivocan –se dijo.

Miró fijamente durante unos segundos una de las cartas de tarot:

–Debes ser tú la mujer joven de cabello rubio venida de lejos. Lo único que me deja perpleja es el color de tus cabellos –pensó volviendo a colocar con cuidado las cartas y reponiéndolas en la caja –Estaré cerca de ti, Francesca, porque si realmente eres la muchacha de mis cartas, deberás superar pruebas muy difíciles… Ya veremos.

Francesca, mientras tanto, se había encaminado por el callejón paralelo a la plaza. Avanzaba con paso decidido hacia la ligera cuesta en descenso que conducía al ascensor. Se dijo, complacida, que aquellas botas sin tacón le venían de perlas, dado que las calles del pueblo estaban todas adoquinadas. Lanzó una mirada distraída más allá de la vieja muralla pero el espectáculo que se le presentó ante los ojos hizo que se parase de inmediato. Apoyó los codos en el muro, se cogió el rostro entre las manos sin apartar en absoluto los ojos de las luces que, unas veces densas, otras escasas, recorrían las curvas del pueblo hasta la campiña ya envuelta en la oscuridad.

–De día, cuando hace buen tiempo, incluso se ve el mar.

Una voz a su espalda la sobresaltó, se volvió de repente y se encontró delante del joven que había conocido por la mañana a la entrada del ascensor.

–Perdona, ¿te he asustado? –continuó hablando mientras bajaba el borde del gorro sobre la frente.

Francesca movió la cabeza y explicó:

–Estaba concentrada en el panorama –luego preguntó –¿El mar? ¿Pero cómo es posible? ¿No está demasiado lejos?

También el muchacho apoyó los codos en el muro y explicó:

–Parece muy lejano porque estamos sobre una colina pero no lleva más de una hora llegar a la Riviera.

Su conversación fue interrumpida por la llegada de la cabina que traqueteaba sobre los raíles. Francesca no se movió.

–Bueno, ¿entras? –le dijo el joven yendo hacia el ascensor.

–La calle que lleva hasta abajo es aquella, ¿verdad? –le preguntó Francesca indicándole las pequeñas curvas que se entreveían sobresaliendo desde la muralla.

–Sí, pero es muy larga… ¡con el ascensor es sólo un momento!

Francesca se arrebujó en el chaquetón y dijo:

–Voy a intentar caminar… Un poco de movimiento me hará bien. Hasta luego.

El joven se quedó asombrado mirándola mientras desaparecía en la oscuridad de la calle.

–¡Está loca! –dijo para sí moviendo la cabeza.

Francesca, mientras, con la cabeza baja para protegerse de las imprevistas ráfagas de viento gélido, descendía tranquila la primera curva. Su mente estaba llena de recuerdos de Giorgio. No conseguía sacárselo de la cabeza, no obstante se obligase a pensar en otra cosa. Él siempre estaba con ella, desde la mañana, en cuanto abría los ojos, hasta la noche cuando se dormía. Las pocas veces que se había librado de aquel pensamiento obsesivo había sido cuando había conocido a Giusy.

–Un poco de compañía me hará bien. No debo estar sola, sino no saldré nunca de esta maldita historia. El trabajo en el bar de Giusy me distraerá, espero estar tan ocupada que no tenga tiempo para pensar –meditaba la muchacha siempre con la mirada fija en el suelo.

Decidió pararse un rato para recuperar el aliento, dado que el último tramo de la curva, particularmente inclinado, lo había recorrido casi saltando. En el fondo se abría el callejón que llevaba a su casa. Se le encogió el corazón al pensar en su hermosa casa en el lago, luminosa de día y romántica de noche. Bastaba dar una ojeada afuera para dejarse encantar por las luces tenues de las embarcaciones que se reflejaban en estelas luminosas sobre el agua. Aquella casa había sido un regalo del padre por sus dieciocho años, una sorpresa inesperada para Francesca, que se había encontrado entre las manos las llaves de un lujoso apartamento en la orilla del lago, amueblado totalmente por uno de los más famosos arquitectos de la ciudad. No había ido a vivir enseguida, iba y venía entre su casa y la de sus padres. Al comienzo había sido la casa de las fiestas con los amigos, de las fiestas de pijamas con las amigas, de los cumpleaños ruidosos y multitudinarios de los hermanos, pero en cuanto conoció a Giorgio no quiso irse de aquel lugar y, sobre todo, no quiso tanta gente alrededor. Aquel gran amor le había llenado la vida. Se había hecho mayor con Giorgio, quizás también por los quince años que le llevaba. Se había transformado de muchacha agua y jabón, siempre con pantalón vaquero y chándal, en una mujer. Sabía cuáles eran los gustos del hombre y cada vez que escogía una prenda de ropa, siempre se preguntaba si le podía gustar a Giorgio.

Apartó aquellos pensamientos porque ahora ya había llegado al final de la cuesta, sólo unos pasos y estaría al calor de casa.

–¡Te ha llevado justo diez minutos! –puntualizó el joven del ascensor saliendo de la oscuridad del callejón.

Francesca gritó de miedo.

–Perdona, perdona… ¡pensaba que me habías visto! –se apresuró a decir el joven.

–¡Otro susto como este y me me dará un patatús! –le riñó Francesca yendo directamente hacia casa.

–¡Lo siento, no quería asustarte! –se excusó él, siguiéndola.

Francesca entró en silencio y cerró la puerta con llave.

–¡Es insoportable! –se dijo en cuanto estuvo dentro.

–¡Qué maleducada! –murmuró el muchacho continuando su camino.

Francesca tiró las llaves dentro del pequeño cenicero de cerámica y después de haberse quitado el plumífero se paró delante de la gran ventana. Era una noche espléndida, se dijo, con los ojos vueltos hacia el cielo estrellado. Le dio un escalofrío y se apresuró a añadir leña a la chimenea. Se sentó con las piernas cruzadas en la alfombra de lana y se quedó de esta forma allí, con la espalda apoyada en el sofá, acurrucada por la tibieza del pequeño fuego crepitante. Se cogió la cabeza entre las manos, cerró los ojos y la mente voló de nuevo hacia Giorgio. Se ciñó las rodillas con los brazos y se dio cuenta de que los recuerdos de él siempre se sobreponían a la racionalidad. Echaba mucho de menos a Giorgio. Sentía nostalgia de su voz, de sus abrazos, de su amor envolvente.

Encogió la cabeza al pensar en su primer encuentro: ni siquiera le había gustado, es más, lo había encontrado bastante aburrido y serio.

Se acurrucó en el sofá, apoyó la sien en el apoyabrazos y la mente volvió atrás a aquella tarde de diciembre de cuatro años antes, cuando Giorgio entró en el taller de joyería para comprar un regalo a su madre. Francesca debió armarse de paciencia porque aquel hombre alto y elegante que estaba delante, en su indecisión, le había hecho sacar todas las joyas más refinadas de la tienda. Finalmente, se había dejado guiar por el excelente gusto de la muchacha y había escogido un collar de coral rosa. Francesca recordó haber bufado en cuanto el hombre salió.

–¡Qué cliente más complicado! –se había dicho mientras volvía a poner las joyas en su lugar.

Pero luego Giorgio, los días próximos, había vuelto al negocio para otras compras y una tarde la había invitado a cenar en un pequeño restaurante en las colinas del lago. Francesca se había asombrado aceptando enseguida la invitación, sin siquiera reflexionar y desde aquella noche su historia había comenzado, tan intensa y apabullante que sólo después de diez días, Giorgio se había mudado al apartamento de Francesca. Antes de él había tenido alguna pequeña historia pero nada en comparación con lo que sentía por Giorgio: un fuego inextinguible de pasión, pero no sólo esto, estar con él lo era todo, era complicidad, ternura, empatía, amistad… había sido amor.

De repente el tenue resplandor de la pantalla del teléfono móvil la avisó de la llegada de un sms. Francesca alargó la mano, lo agarró y leyó el nombre del destinatario.

–Papá… –murmuró.

Pulsó una tecla y recorrió con los ojos el contenido:

–Cariño, ¿cuándo vuelves? ¿Lo has pensado? Todos te echamos de menos. ¿Lo sabes? En la tienda hemos vendido todas las estrellas de luz, me he quedado sin… Vuelve a casa.

Se llevó los dedos a un colgante con forma de estrella que le brillaba en el cuello. Lo recorrió con el pulgar y se quedó jugueteando con el pequeño diamante que se movía en el centro de la estrella. Se acordó que había diseñado aquella línea de joyas después de algunos meses de vivir con Giorgio. A ambos les gustaban las estrellas, así que Francesca primero había diseñado y luego fabricado aquellos colgantes, tan delicados y al mismo tiempo tan particulares que no pasaban inadvertidos. En muy poco tiempo había debido repetir la colección, porque las estrellas de luz se habían vendido como rosquillas.

El fuego se estaba nuevamente apagando y la habitación se oscureció. Afuera el viento hacía que se doblase el viejo pino marítimo con repetidos gemidos y las ventanas se quejaban en un monólogo sin fin.

–Cuánto frío hace aquí… Me hubiera gustado no haberme ido.

De mala gana Francesca decidió levantarse, echó otro tronco en la chimenea y volvió con la mirada a escrutar fuera de la ventana. Durante un momento creyó estar en Como. Aquellas luces temblorosas allá abajo en el valle la devolvieron con nostalgia a los recuerdos de su casa.




CAPÍTULO III


A la mañana siguiente el cielo estaba sereno, de un intenso azul violeta que anunciaba una primavera precoz, si no hubiese sido por ese habitual viento irritante que jugaba a correr entre las calles del antiguo pueblo.

Francesca iba a ver a Giusy para la primera lección de camarera. En la boca, el sabor de una ligera agitación por el nuevo trabajo que le esperaba. Una ráfaga de viento le trajo el aroma del pan recién horneado y, de hecho, a unos pocos metros, vio el negocio del panadero. Gozó con aquel delicioso olor, entrecerrando los ojos de gusto y no se lo pensó dos veces antes entrar.

La joven mujer que estaba en el mostrador le hizo una señal a modo de saludo con la cabeza, luego continuó sirviendo a un cliente que tenía enfrente, una señora que estaba siendo interrumpida continuamente por las llamadas pesadas y pretenciosas del niño que estaba a su lado.

–¡Mamá, quiero el pastelito de chocolate! –insistía el chiquillo señalando con el índice la golosina.

–¡No! Ya te has tomado uno antes de salir –respondió la mujer, luego volviéndose a la señora, continuó –Dame dos panini all’olio y un toscano


.

Pero el niño no se dio por vencido y comenzó a chillar, corriendo por la tienda y gritando a pleno pulmón:

–¡Quiero el pastelito! ¡Quiero el pastelito!

Francesca dio un paso atrás debido al gran griterío y observó a ese niño con desagrado.

Mientras tanto la señora había pagado el pan que había comprado y cogiendo al hijo de la mano estaba a punto de salir cuando, volvió sobre sus pasos y dirigiéndose a Francesca, le dijo:

–No le haga caso, señorita, es sólo un mocoso.

Y salió.

Francesca quedó asombrada por aquella última palabra, los latidos del corazón comenzaron a acelerarse y de repente un eco irrefrenable explotó en su cabeza. Fue envuelta por una penetrante sensación de náusea que le hizo llevarse enseguida las manos al estómago y se asombró de que el pavimento se estuviese inclinando bajo sus pies. Se encontró tambaleándose, tanto que la panadera corrió hacia ella. Comprendió por la expresión de la mujer que estaba asustada. Le estaba preguntando algo, pero, por más que se esforzaba, Francesca no conseguía comprenderla. En sus oídos se escondía una voz poderosa que, deletreaba aquella palabra: mo-co-so.

La muchacha se llevó con desesperación las manos a las orejas y fue éste su último gesto, antes de caer al suelo, desmayada.

–Se está recuperando…

Una voz lejana llegó hasta Francesca.

–Está abriendo los párpados. Señorita, ¿me oye? –dijo de nuevo aquella voz pero esta vez más cerca y con más intensidad.

Francesca abrió los ojos y se encontró extendida en el suelo con las piernas en alto. Miró el techo sin comprender y en cuanto intentó levantar la cabeza todo comenzó a girar. Le parecía navegar en un espacio dilatado y sin tiempo. Durante un instante la habitación le pareció pintada de amarillo crema y estuvo segura que había visto en las paredes algunos cuadros de paisajes marítimos. Cerró los ojos y cuando los volvió a abrir la tienda había recuperado su blanco luminoso y de los cuadros no quedaba ni rastro.

Hizo una mueca de disgusto. No conseguía poner en orden sus pensamientos y durante un instante se preguntó cuál era la realidad.

–Un poco de paciencia, estese quieta. Sólo un momento que le tomo la tensión…

El frío imprevisto del pavimento de mármol le produjo escalofríos y levantó las palmas de las manos para evitar aquel contacto gélido.

–Permanezca quieta, señorita, sino no lo consigo… –el tono era imperioso.

Francesca localizó al propietario de aquella voz: un hombre con la bata blanca.

–Como pensaba. Nada grave, señorita. Usted tiene la tensión muy baja. ¿Ha comido esta mañana antes de salir? –le preguntó el hombre ayudándola a sentarse.

Francesca movió la cabeza.

La panadera se acercó y poniéndole una mano en la espalda le preguntó si quería que avisase a alguien.

–Sólo conozco a Giusy, la propietaria del bar de la plaza.

–Enseguida la llamo. Usted, mientras, coma una galleta con chocolate.

Aproximadamente una hora después Francesca estaba cómodamente tumbada sobre el sofá de piel azul del bar de Giusy.

–¿Cómo estás? –de nuevo aquella pregunta.

Giusy la observó mientras estaba sumergiendo la bolsita de té en el agua caliente de la cazuelita.

–Perdona, ¿te estoy molestando, verdad?

Francesca esbozó una sonrisa y le respondió:

–Estoy bien. Tranquila.

–¿Te puedo hacer una pregunta personal… a la que puedes no responder? –continuó Giusy evitando la mirada de la muchacha.

–No estoy embarazada –se le adelantó. –Por desgracia –añadió justo después.

–¿Quieres un niño? ¡Pero si eres muy joven! –exclamó asombrada.

Francesca se sentó, cogió la taza que Giusy le estaba dando y sin levantar los ojos de ella, dijo:

–Una larga historia. Un día te la contaré.

La mujer se sentó a su lado. Quedaron sin decir palabra durante unos minutos. Su silencio, sólo interrumpido por las voces de las personas que paseaban, a Giusy se le hizo difícil de soportar, de repente, explotó con una pregunta que no conseguía contener por más tiempo:

–¿Qué es lo que realmente ha sucedido en la panadería?

Francesca continuó manteniendo los ojos bajos, fijos en la taza. Se encogió de hombros y explicó:

–No había desayunado… Una bajada de tensión.

Francesca acabó de beberse el té y, siempre evitando encontrarse con la mirada de la mujer, se apresuró a añadir:

–No estoy habituada a vuestro frío. En la panadería, en cambio, hacía mucho calor… Y además había un niño que hacía mucho ruido. Realmente insoportable.

Giusy, frunciendo la frente, respondió:

–No es toda la verdad. Lo sabemos tanto tú como yo… Hay otra cosa y tú te has asustado.

Francesca levantó de repente la vista y sus ojos se encontraron. Giusy se dio cuenta de que había desconcierto en los grandes y claros ojos de la muchacha.

Francesca acabó de beber el té y advirtió la mirada de la mujer que la seguía mientras se había levantado para dejar la taza en la barra del bar.

–Estoy bien –respondió volviendo a sentarse.

–No te quería preguntar esto… ¿Te han molestado mucho la rabieta de ese mocoso?

–Sí –respondió Francesca instintivamente sin ni siquiera pensar en ello.–Es decir, no –se corrigió enseguida, luego añadió –No lo sé… no entiendo nada. ¡Tengo tal confusión en la cabeza! También la madre lo ha llamado así, mocoso, y yo me he desmayado.

–Vayamos por orden e intenta responder a mis preguntas de manera espontánea. Bien, ahora túmbate y relájate –le sugirió Giusy sentándose a su lado.

Francesca obedeció y cerró los ojos.

–Bien, ahora respira profundamente dos veces, infla el estómago y luego expira por la nariz.. Bien, así… fantástico –la alentó la mujer. –Voy a comenzar. ¿Estás preparada?

Francesca asintió.

–¿Has estado antes aquí?

–Sí, hace cuatro años.

–¿Has visto alguno de nuestros lugares en tus sueños, en este último período?

Francesca, ante aquella pregunta, de repente abrió los ojos, y todavía más hacia Giusy, y confesó:

–Sí, pero no dormía. Ayer, cuando llegué a la plaza y vi aquella fuente…

Francesca suspiró con fuerza y comenzó a explicar aquella imagen de la niña rubia con su mismo antojo en forma de fresa detrás de la oreja. Le habló de la señora rubia girada de espaldas de la que no había conseguido ver el rostro.

–¿Otro dejavù? –la espoleó la mujer.

Francesca apretó los labios como si quisiese impedir que hablasen pero finalmente admitió.

–También hoy en la panadería, después de haberme recuperado, cuando todavía estaba en el suelo aturdida, me ha parecido que la panadería estuviese pintada de amarillo y que en las paredes hubiese algunos cuadros de motivos marinos. Luego todo ha desaparecido…

Giusy se estremeció ante aquella descripción tan detallada, cogió una mano a Francesca y la estrechó entre las suyas. La muchacha dirigió la mirada al rostro de la mujer y vio una cierta emoción en él:

–¿Debes decirme algo? –le preguntó tímidamente Francesca.

–Sí… Al antiguo propietario, el señor Giovanni, le gustaba pintar los domingos por la mañana en la orilla. Estaba tan orgulloso de su trabajo que los tenía colgados todos en la panadería y me acuerdo perfectamente del color intenso de aquellas paredes que capturaban la luz del sol. Eran amarillas, justo como tú las has visto.

Francesca tragó saliva y sólo consiguió sólo preguntarle:

–¿Hace cuánto tiempo?

–Hace más de veinte años.

–Era pequeña –constató Francesca.

Giusy le cogió las manos y mirando directamente hacia aquellos ojos asombrados le dijo:

–Tú ya has estado aquí. A lo mejor de muy niña y te has olvidado. Quizás viniste de vacaciones con tu familia en verano. No hay nada por lo que debes tener miedo. Cada uno de nosotros guarda recuerdos antiguos, a veces inconscientes, luego, de repente, salen fuera, de la nada. ¡Como cuando no te acuerdas dónde has puesto una cosa y luego la encuentras después de una semana! A mí me sucede un montón de veces, ¿sabes?

Francesca movió la cabeza y explicó:

–Pero estos recuerdos me hacen daño. Como algo que explota dentro de mí. Imágenes que pasan delante como en una película. Yo no puedo hacer nada, no puedo pararlas, ni hacer que avancen. Sólo debo esperar y observar…

Giusy la abrazó y le aconsejó:

–Entonces, permanece alerta y observa todo lo que hay que ver. Si tienes fe conseguirás, es más, conseguiremos, recomponer el rompecabezas,. ¿Ok?

Francesca asintió.




CAPÍTULO IV


La primera tarde de trabajo de Francesca pasó rápidamente. Ocupada entre las espumas suaves de los cappuccinos, los filtros de té perfumados y los cafés rápidos, no le fue posible pensar ni en Giorgio, ni en lo que había ocurrido por la mañana. Quería dar buena impresión a Giusy y se sentía satisfecha cada vez que la propietaria le devolvía una sonrisa de asentimiento.

–Perfecto, ahora podemos relajarnos, la primera tanda de clientes ha pasado. La próxima será a las 19:30 con los aperitivos –le anunció Giusy sentándose por el cansancio.

–Vale, entonces, mientras tanto, yo meto todo en el lavavajillas –exclamó la muchacha comenzando a trastear con tazas, platitos y cucharillas.

Giusy, por su parte, se había levantado y había advertido a Francesca que subía para cambiarse.

La muchacha estaba tan ocupada con su trabajo que ni siquiera se dio cuenta del muchacho que estaba de pie, apoyado en la barra, hasta que él no habló.

–¿Puedo pedir un cappuccino con mucha espuma?

Aquella voz imprevista en el silencio del bar sobresaltó a la muchacha y un platito se le escapó de las manos acabando en cuatro trozos a sus pies.

–Te he asustado de nuevo.

Francesca reconoció enseguida aquella voz: pertenecía al muchacho que había conocido en el ascensor y se volvió con el ceño fruncido.

–¡He roto un platito, Giusy! –gritó con tono contrariado.

–¡No te preocupes, hay muchos! –le respondió la mujer riendo.

Francesca dirigió su mirada disgustada hacia el muchacho, el cual, en cambio, la estaba observando con una media sonrisa.

–Inútil que te pida perdón, ¿verdad?

De manera inesperada Francesca rompió a reír.

–Yo me llamo Daniele, ¿y tú?

–Francesca.

–Por fin sé tu nombre, si no hubiera continuado llamándote la muchacha que odia los ascensores.

–No odio los ascensores, sólo me dan miedo. Tenía diez años cuando me quedé encerrada dentro, con mi madre, durante dos horas interminables.

Daniele abrió los ojos como platos y se apresuró a decir:

–Ahora entiendo porque haces toda aquella calle a pie para volver a casa por la noche.

–¿Qué te preparo? –dijo cambiando de tema Francesca.

–Un cappuccino, gracias –y se sentó en la mesita cerca de la estufa.

Le fueron suficiente unos minutos para preparar un espumoso cappuccino y cuando se lo llevó a la mesa, la felicitó por el óptimo aspecto de la bebida.

Daniele le pidió, dado que no había otros clientes a los que servir, que se sentase para charlar con él. Miró a su alrededor indecisa sobre qué hacer y luego se sentó. Daniele se quitó bufanda y gorro haciendo aparecer una rizada cabellera castaña, tantos que Francesca se preguntó cómo habían hecho todos esos cabellos para estar dentro del gorro.

–Antes te miraba el colgante: muy hermoso y particular, ¿dónde lo has comprado?

Francesca enseguida se llevó los dedos al cuello y explicó:

–Lo he hecho yo. Soy joyera.

Daniele que estaba a punto de beber el cappuccino, se quedó con la taza a mitad de camino y con una expresión de incredulidad, dijo:

–Yo también. Tengo el taller aquí cerca, en uno de los callejones. Qué coincidencia, pero… –volvió a mirar aquella pequeña estrella luminosa y añadió –Has estado fantástica al conseguir un trabajo de este tipo.

Tomó un poco de la bebida luego apartó la mirada hacia el reloj de pared que estaba detrás de Francesca y sin ni siquiera acabar de beber el cappuccino, se puso la bufanda y el gorro y después de un rápido saludo a la joven se marchó.

Francesca estuvo durante unos segundos observándolo mientras con paso apresurado atravesaba la plaza y desaparecía corriendo en uno de los callejones.

Aprovechando la calma que reinaba, cogió el teléfono móvil y marcó el número de su padre que, después de unos cuantos tonos, respondió con voz de felicidad.

–¡Francesca, cariño, por fin! ¿Cómo estás?

–Bien, papá, ¿y tú y el resto?

–Todos bien, pero te echamos de menos, lo sabes. ¿Cuándo piensas volver?

–Eh… no lo sé todavía. Aquí estoy bien –siguió una pequeña pausa, luego, casi sin respirar le dijo. –Oye… ¿Nosotros hemos estado aquí… quizás cuando era pequeña, de vacaciones?

Al otro lado de la línea hubo unos segundos de silencio y la muchacha volvió a llamar al padre.

–¿Papá, estás ahí?

–Sí, estaba pensando… No, nunca hemos estado ahí cuando eras pequeña. ¿Pero por qué me haces esta pregunta?

–Desde que he llegado he tenido unos dejavù. Me he visto de pequeña cerca de una fuente, con una señora rubia y hoy he recordado cómo estaba pintado un viejo horno de panadería hace unos veinte años…

De nuevo el silencio, luego el padre dijo:

–Tal como yo lo veo es el estrés que te está gastando bromas pesadas, cariño. ¿Por qué no vuelves con nosotros? ¿Para que necesitas estar a miles de kilómetros de casa?

Francesca se quedó en silencio, dudando sobre qué responder, a continuación, después de un largo suspiro, terminó la conversación diciendo:

–Me lo pensaré, ¿vale?

–Vale, espero tu llamada, Francesca.

Acababa de colgar cuando el teléfono móvil volvió a sonar. Comprobó el número y vio que se trataba de la madre. Sonrió debido a la coincidencia y respondió intentando parecer aliviada. Le dijo que había hablado unos segundos antes con su padre y la mujer le preguntó:

–¿No te ha dicho que está en Lione por la muestra de joyería?

Francesca se quedó perpleja y luego respondió:

–No, no me ha dicho nada, se habrá olvidado. Hemos hablado de otras cosas. ¿Va todo bien en casa?

–Sí, todo bien, pero esperamos tu regreso lo antes posible.

–En cuanto esté mejor...

–¿Qué tiempo hace donde estás?

–Frío, mamá, y siempre sopla un viento frío, ¿y en Como?

Ambas respondieron:

–Niebla.

Rieron. Se despidieron y Francesca colgó pensativa.

–La muestra de joyería en Lione siempre ha sido en primavera y no en febrero. ¿Quizás la han anticipado? ¿Y por qué papá no me ha hablado de ello? Sabe cuánto me gusta ese evento. Incluso diseñé nuevas joyas.

Sus preguntas fueron interrumpidas por el ritmo cadencioso y ruidoso de los tacones de Giusy que martilleaban los escalones de madera. La vio avanzar hacia ella enfundada en un chándal de chenilla verde esmeralda pero lo que todavía la asombró más que aquella vestimenta llamativa fueron los cabellos: ya no eran rubios y rizados, sino negros, lisos, cortos, con un largo flequillo que le rozaba el ojo derecho.

Francesca no pudo dejar de exclamar:

–Pero… ¿tienes arriba una peluquería toda para ti?

Giusy rió de gusto por la broma de la muchacha y entre una risita y otra consiguió decir:

–¡Nadie me había dicho nada tan simpático!

–Te sientan muy bien así los cabellos, pero como has...

–¡Peluca!

Se acercó a la muchacha, levantó la peluca y le mostró el auténtico cabello: cortísimo y a intervalos, aquí y allá, con mechones de pelo blanco.

A Francesca le hubiera gustado preguntarle la razón, pero no se atrevía, temía ser indiscreta, así que se mantuvo en silencio sin quitar la mirada de aquel peinado tan ordenado y reluciente. Pero su aire interrogativo era tan evidente que Giusy explotó en una sonora carcajada que resonó por el local y sólo cuando se le acabó la risa, de buen humor, le dijo:

–¡Oh, Francesca! ¡Eres tan inocente por dentro y por fuera! Te mueres de ganas por saber porqué llevo la peluca pero no tienes el valor para preguntármelo. ¿Pero por qué? ¡Ya somos amigas!

La muchacha bajó la cabeza un poco.

–Siempre he sido una persona discreta… como mi padre.

–Y la discreción es una buena cualidad, díselo a tu padre, pero no vale entre amigas.

Se volvió a poner la peluca en la cabeza, se alisó el flequillo ya perfecto y luego se puso a contarle de cuando tenía veinte años y había enfermado de cáncer. Francesca se llevó las manos al rostro.

–Lo supe después de un control rutinario… Era una época en la que no me sentía demasiado en forma, había adelgazado notablemente y te diré que incluso era feliz. Sabes, para alguien que siempre ha sido corpulenta, verse con diez kilos menos en poco tiempo, es agradable y en cambio...

–¿En cambio?

–Leucemia.

Giusy observó que los ojos de Francesca de repente se ponían brillantes, resplandecían en la suave luz azul que reinaba en el local.

–¡Pero he ganado! –subrayó con una gran sonrisa de satisfacción.

Francesca se rió, cerró los ojos y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

–He soportado el trasplante y las curas, ahogaba toda la tristeza y el dolor al comprar pelucas para poner remedio a mis pobres cabellos caídos… Al final de cada ciclo, iba a escoger una peluca y este pensamiento me mantenía viva y… fuerte. Al final el cáncer, cansado de mí, se ha ido. ¡Ha tenido miedo, pobrecillo!

–¡Eres muy poderosa, Giusy!

–Pero el amor por las pelucas me quedó. Ellas me recuerdan todos los días que logré vivir pero que no debo nunca bajar la guardia. Así que, cada año, siempre, como buena chica, hago todos los controles y al final me compro… ¡una nueva peluca!

Francesca sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se enjugó las lágrimas.

–¡A fuerza de reír me he acalorado! ¡Caray! –exclamó la mujer abanicándose con la carta del menú.

–Si quieres, un día me apetecería probar una de tus pelucas...

–Claro, querida. Te verías bien como rubia…

Francesca asintió y le confesó que se había arrepentido bastante por haber cambiado el color a sus cabellos rubios. La mujer, de repente, se puso seria:

–¿Tú eres rubia?

–Siempre he sido rubia.

Giusy percibió una intensa ternura por aquella muchacha y la abrazó. Se sintió indecisa si decirle lo que las cartas del tarot le habían revelado la primera vez que la había visto o callar .

–Eres tú… –se repetía la mujer y realmente le habría hablado de las cartas y de su contenido, si no hubiese sido interrumpida por la llegada de una aterida comitiva de turistas que pedía café. Las dos mujeres pusieron enseguida manos a la obra pero a Francesca no se le escapó aquella mirada de preocupación que de vez en cuando le lanzaba Giusy.

–¿Pero qué le ha ocurrido? –se preguntaba cada cierto tiempo perpleja.

Finalmente llegaron las veintidós horas y también el último grupo de jovenzuelos que se habían reunido para ver el partido de fútbol, se fue.

–¡Qué hermosura! ¡Siente y aprecia la paz de la soledad! –dijo Giusy dejándose caer sobre el sofá.

Francesca asintió con una sonrisa y limpió el local con la aspiradora. Luego cogió un cubo con agua caliente y lejía, y zigzagueando de aquí para allá con el trapo y la fregona, hizo que el pavimento recobrase su brillo.

–¡Se nota que eres joven y tienes mucha energía! –la felicitó Giusy mientras la observaba desde el sofá. –¡Ahora basta! Yo acabo con la barra. Vuelve a casa. Nos vemos mañana por la tarde, ¿de acuerdo? ¡Y recupérate! –le recomendó.

–¡Hasta mañana! –dijo Francesca y, después de haberse cubierto, salió del bar.

La recibió una plaza desierta, silenciosa, dormida, si no hubiese sido por aquel leve gotear de la fuente que acompañaba su paso ligero. Un escalofrío, mezcla de frío y de miedo, le recorrió la espalda en cuanto se acercó a aquella forma oscura, casi indefinida, en la negrura de la noche. Se paró un momento y luego comenzó a correr. De repente le vino a la mente la muestra de Lione y sin parar de caminar seleccionó en el teléfono móvil el número del hotel donde habitualmente ella y su padre se alojaban en la semana de estancia en Lione. Le respondió Claude, el propietario, y Francesca en perfecto francés le preguntó cuándo estaba prevista la muestra de joyería. El corazón volvió a latirle cuando el hombre le respondió que abriría, como era normal, el 21 de marzo para concluir el 28. Le dijo también que su padre había hecho la reserva como todos los años. Francesca le preguntó si su padre estaba alojado en el hotel, ahora, pero Claude le dijo que no.

Apagó el teléfono móvil y se paró unos minutos para aclararse las ideas.

–Pero… ¿dónde estás, papá? ¿Por qué has dicho a mamá que ibas a Lione por la muestra?

En un santiamén le vino a la mente la única respuesta plausible que en aquel instante supo darse:

–¡Tienes una amante! Lione es sólo una excusa. Como hacía Giorgio conmigo, ¡antes de que descubriese todo entre él y Patrizia!

Se quedó consternada. Se sintió sin fuerzas y, con la cabeza baja, tomó el callejón de los trece escalones blancos para bajar con la escalera mecánica hasta el gran ascensor. Se había hecho demasiado tarde y ella estaba demasiado cansada para recorrer toda aquella calle a pie. Bajó con cuidado los escalones relucientes y todavía resbaladizos debido a la humedad nocturna. El silencio total que había alrededor casi metía miedo. La iluminación de la calle de abajo ya se vislumbraba, desentonaba con la oscuridad del callejón y Francesca se sintió aliviada al ver aquellas farolas encendidas. Estaba a punto de entrar en las escaleras mecánicas cuando una sombra se paró delante de ella. En ese momento Francesca pensó que se trataba de Daniele y contuvo un grito pero un momento después se sintió aferrar por los brazos mientras una mano grande y áspera le presionaba la boca. Intentó chillar con todas sus fuerzas pero no consiguió más que un débil gemido, apenas perceptible.

El hombre la lanzó con fuerza contra el muro y Francesca, durante unos segundos, sintió que le faltaban las fuerzas.

–¡Escúchame bien. Mírame! –la voz era tenue e imperiosa.

Francesca levantó desesperada el rostro hacia el agresor y observó que un pasamontañas oscuro le cubría los rasgos de la cara. Un fuerte y desagradable olor a alcohol aleteaba alrededor del hombre cuando volvió a hablar, la muchacha tuvo que girar la cabeza hacia otro sitio para no vomitar.

–Tú ya no existes, ¿por qué has vuelto?

De repente, una silueta alta apareció a la espalda del agresor y lo golpeó en la nuca. El hombre se desplomó en el suelo sin un quejido, dejando libre a Francesca que, sin volverse, corrió hacia la rampa móvil, saltando los escalones para ir más deprisa y se lanzó dentro del ascensor. Pulsó repetidamente el botón y la cabina comenzó a bajar. Nunca como en aquel momento Francesca deseó que la llevara lejos. Se volvió y se dio cuenta de que el agresor se estaba recuperando mientras que del otro hombre no se veía ni rastro.

En cuanto el ascensor abrió las puertas Francesca se escabulló fuera temblorosa y volvió a correr. Espesas nubes de aliento caliente le salían de los labios. La boca seca aspiraba el aire gélido de la noche. Unos pocos cientos de metros y llegaría a casa, continuó avanzando manteniendo la mirada vigilante a sus espaldas. Tropezó dos veces y cayó al suelo arañándose las palmas de las manos sobre el áspero asfalto, pero se levantó rápidamente sin ni siquiera sentir dolor.

–¡Francesca! ¡Francesca! –la estaba llamando una voz conocida en el silencio de la noche.

Sin pararse dirigió los ojos en aquella dirección y vio a Daniele que salía del aparcamiento. El muchacho, a pesar de la oscuridad, comprendió que algo no iba bien y la alcanzó corriendo.

–¿Francesca, qué ha sucedido?

Pero la muchacha no consiguió responderle. Daniele la cogió de la mano y la llevó bajo la luz de la farola más cercana. Observó que tenía la mirada aterrada, el rostro empapado de lágrimas y el cuerpo sacudido por temblores. Comprendió que estaba conmocionada.

Le ciñó la cintura con el brazo y juntos desaparecieron en la calle corriendo hacia la casa de Daniele.

La hizo entrar y, mientras seguía sujetándola, la hizo sentarse en el sofá enfrente de la chimenea. Añadió leña y en pocos segundos la habitación estuvo caldeada. Se sentó a su lado y se dio cuenta de que, en silencio, seguía llorando. Cogió un pañuelo de papel y con delicadeza le acarició el rostro para secarle la cara.

–¿Qué ha sucedido? ¿Me lo puedes decir?

Francesca hizo un gesto afirmativo y, a veces hablando, a veces balbuceando, le puso al corriente de lo que le había sucedido.

–¿Te ha hecho daño?

Francesca se apresuró a mover la cabeza y con un hilo de voz añadió:

–Quizás me lo habría hecho sino hubiese llegado el otro hombre a salvarme.

–¿Aquel otro hombre?

–Sí, salió de la nada y le golpeó. Estaba oscuro. Sólo vi que era alto.

–Debemos avisar a los carabinieri. Tengo un amigo en el cuartel, ahora le llamo y veamos si puede venir aquí. ¿De acuerdo?

Francesca asintió y se arrebujó en la manta que Daniele le había puesto sobre los hombros.

Eran las dos de la madrugada cuando Luca, el carabiniere amigo de Daniele, dejó la casa, después de haber tomado testimonio a la muchacha. Le aconsejó que permaneciese con Daniele y que volviese a su apartamento a la mañana siguiente pero siempre acompañada por el joven.

–¿Estás mejor? –le preguntó dándole una taza de manzanilla.

–Sí, gracias por tu ayuda.

–Puedes dormir en la habitación de mi hermana. Ella no está, estudia fuera, en la Universidad.

Francesca aceptó enseguida.




CAPÍTULO V


Eran casi las ocho cuando los dos jóvenes salieron de casa. La muchacha, pálida, caminaba a su lado en silencio, con la cabeza baja y la mirada fija en el suelo. Estaban a unos cien metros de casa de Francesca, cuando su atención fue atraída por la luz azul destellante de un coche patrulla, parado justo en la calle. Ambos se miraron con aire interrogativo y luego, corriendo, llegaron al pequeño apartamento. La puerta estaba abierta y el espectáculo que se ofreció ante sus ojos no fue realmente bonito. Todos los muebles habían sido tirados al suelo, las ventanas rotas, los cajones tirados aquí y allá y su contenido esparcido por todas partes.

–Acabo de entrar, la puerta estaba abierta y los vecinos han escuchado unos ruidos esta mañana alrededor de las 7:30. Pero cuando he llegado ya se habían ido –explicó Luca, el amigo carabiniere de Daniele.

–¿En casa tenías joyas, dinero o tarjetas de crédito? –le preguntó mientras se preparaba para escribir la declaración.

Francesca movió la cabeza y añadió:

–La de crédito y la tarjeta de débito las tengo en el bolso. La única joya que tengo la llevo al cuello.

–¿Así que toda este desastre no ha sido para robar? –preguntó sorprendido Daniele.

El carabiniere lo miró intensamente a los ojos y respondió:

–No, no lo creo. Quien ha hecho todo esto buscaba otra cosa. ¿Pero qué cosa? Tú, Francesca ¿tienes idea de lo que podía ser?

Francesca, con el aire taciturno, movió la cabeza desolada. Lentamente se movió unos pasos para recoger los vestidos y la ropa interior tirada por el suelo. Los volvió a poner ordenados sobre los apoyabrazos del sofá. Luca, mientras tanto, hablaba en voz baja con Daniele y de vez en cuando señalaba con la mirada el cuarto de baño. A Francesca no se le escapó este detalle y abrió la puerta. Luca no tuvo tiempo para impedírselo y un grito acompañó su descubrimiento. Sobre el gran espejo había una frase escrita con pintalabios rojo: ¡Muere!

Luca y Daniele fueron junto a ella. También Daniele leyó aquella frase intimidatoria y luego volvieron a mirarse desconcertados.

–¿Pero por qué te la tienen jurada? –dejó escapar Daniele.

–¡Ojalá lo supiese! –respondió Francesca con desesperación.

También a Giusy le informaron sobre lo que le había ocurrido a Francesca y tanto había insistido que consiguió que la muchacha se mudase a su casa, justo encima del bar. Luca le había dado a entender con claridad a Francesca que no debía volver a vivir en aquella casa, sobre todo sola, al menos hasta que el misterio se aclarase.

–¿No sería mejor en mi casa? Dos mujeres solas… –se arriesgó a decir Daniele.

–La casa de Giusy está en la plaza, un lugar muy céntrico, me deja bastante tranquilo y además mandaré todas las noches un coche patrulla para hacer un reconocimiento.

–Quizás nos estamos preocupando demasiado, quizás es sólo una coincidencia –intentó desdramatizar Daniele.

Luca le lanzó una mirada bastante elocuente y el chico se sintió obligado a justificarse:

–Bueno, lo decía, por decir…

El teléfono móvil de Francesca sonó dentro del bolso, lo localizó en el bolsillo central y respondió a la llamada que provenía del padre. Estuvo tentada de contarle lo que había ocurrido pero luego se lo pensó mejor. No quería preocuparle todavía más y sobre todo no quería que la obligase a volver a Como. Para hablar más libremente salió a la plaza y se mezcló con las personas que iban y venían con la prisa mañanera.

–¿Y bien, ya lo has pensado? ¿Vuelves a Como?

–Todavía no, papá, ¡ten paciencia, por favor! –respondió Francesca con un bufido.

De repente las campanas comenzaron a tocar los repiques de las nueve y Francesca se sobresaltó debido a aquel ruido ensordecedor. Ya no conseguía escuchar la voz de su padre y se dio cuenta de que la línea se había caído. Esperó que las campanas parasen y estaba a punto de marcar el número cuando el teléfono móvil sonó otra vez.

–Francesca, ¿me oyes?

–Ahora sí… ¿Pero tú realmente estás en Lione para la muestra, papá?

–Pues claro, cariño. ¿Dónde quieres que esté? Debía hablar primero con unos revendedores de la zona antes de la muestra y por eso decidí pararme aquí unos días.

–¿Te hospedas donde Claude?

–No, he preferido una pequeña casa rural fuera de la ciudad. Hay más calma.

Siguieron las despedidas y luego la llamada terminó.

–¡Espero por mamá que esta sea la verdad y que tú no tengas una amante! –deseó Francesca pensativa. Se paró unos segundos antes de volver a entrar en el bar. Totalmente inmóvil observó a la gente de la plaza.

–A lo mejor… quizás… justo entre estas personas está incluso mi agresor. Y yo no sé quién es ni porqué me odia tanto.

Suspiró y se movió para reunirse con los otros. Pasó delante de la fuente bañada por el sol y la encontró esplendorosa, a pesar del tétrico hierro forjado. Estaba a punto de empujar la puerta para entrar en el bar, cuando advirtió una mirada sobre ella. Se volvió de repente y empezó a retroceder. El viento le silbó en los oídos, le pareció un susurro.

–¿Francesca, qué pasa? ¿Has visto algo? –la voz de Giusy, que se había asomado, la sobresaltó.

La muchacha se apresuró a responder:

–No, nada… Sólo una sensación de que alguien me estaba espiando –y volvió al interior del bar.

Mientras tanto, un hombre que estaba recorriendo la plaza, lanzó desde lejos una mirada furtiva al interior del bar y, a grandes pasos, desapareció en la penumbra del callejón.

En cuanto Luca y Daniele se fueron, Giusy no perdió el tiempo, giró sobre la puerta de cristal el cartel amarillo con la palabra cerrado, apagó la luz azul y, cogiendo a Francesca por un brazo, la arrastró detrás de ella por las escaleras.

–¿Pero por qué cierras? ¿Y los clientes? –preguntó la muchacha.

–Ven conmigo arriba, debo hablarte –sentenció la mujer con un tono tan seco que no admitía réplica.

Francesca siguió a la propietaria del bar al apartamento y ya, mientras subía las escaleras, un aroma insólito llegó hasta sus narices y en cuanto entró quedó impresionada por la insólita luz naranja del ambiente. Las paredes parecían estar pintadas con espátula, de un color salmón intenso que, con la luz del día que entraba desde las dos ventanas, ofrecía una atmósfera de jubilosa serenidad. Sobre el gran mueble, en el centro de la pared, había un frasco de cristal que mantenía enhiesto un delgado bastoncillo de incienso con la punta en ascuas de color rojo que lentamente se estaba consumiendo. El sutil hilo de humo envolvía la estancia con notas ambarinas. Sobre las estanterías de cristal que recorrían las hornacinas de la sala habían sido colocadas una gran cantidad de lechuzas. Francesca se acercó para mirarlas mejor y se dio cuenta de que eran realmente muchas, de formas distintas, colores y materiales. La impresionó una, de madera. Resaltaba por las dimensiones y los colores encendidos rojo y verde.

–Es mi preferida. Vino de Perú. Me la trajo mi marido después de un viaje de negocios.

Francesca le pasó un dedo por encima para tocarle los pequeños surcos esculpidos de los que salían las formas del animal.

–¿Por qué las lechuzas? –preguntó curiosa la muchacha.

–Son el símbolo de la sabiduría, de ella hablaba el filósofo alemán Hegel, la llamaba la lechuza de Minerva –explicó Giusy demostrando ser muy entendida en la materia.

Francesca sonrió y cándidamente admitió:

–Nunca he estudiado Filosofía… De todos modos, tus sabias lechuzas son muy bonitas. Cuando vuelva a Como te haré una de plata. Veo que todavía no la tienes.

Giusy abrió un cajón del mueble y cogió un mazo de cartas. Luego invitó a la muchacha a sentarse delante de ella y le dijo en tono grave:

–Creo que pasará algo de tiempo antes de que tú puedas volver a Como. Hay cosas que debes resolver… aquí.

Francesca sintió que el corazón le palpitaba y, enmudecida por tanta sinceridad, se sentó sin quitar los ojos del mazo de cartas.

–No pienses que soy una charlatana. No lo hago por dinero –dijo sonriendo.

Giusy le habló de ella misma, de sus orígenes búlgaros, le reveló la capacidad de saber leer las cartas del tarot, transmitida de generación en generación.

–Todas las mujeres de mi familia saben utilizarlo. Por desgracia esta particularidad mía se parará conmigo. Yo he tenido un hijo y ¡te aseguro que no tiene magia ni en la punta del dedo meñique! –le explicó Giusy quitando la goma elástica que mantenía unidas las cartas. –¿Conoces las cartas del tarot? –le preguntó mostrándole aquellas cartas, grandes, con los bordes deshechos y la superficie brillante.

Francesca movió la cabeza.

–No pasa nada, de todas formas las mías son distintas de todos los otros que hay a la venta. Este mazo es muy antiguo. Tiene más de cien años.

Francesca se estrujó las manos sobre el regazo y admitió:

–¡Tengo miedo!

–No debes tenerlo. Las cartas te guiarán en lo que deberás hacer. Serán una ayuda para el misterio que hay dentro de ti –respondió la mujer continuando a mezclarlas ruidosamente.

A la muchacha le dieron escalofríos en cuanto Giusy extrajo del mazo una carta que representaba una mujer rubia. Luego extrajo otra y la puso al lado de la anterior. Francesca se horrorizó ante la vista del esqueleto que aparecía sobre el tarot. Rápidamente, Giusy, con gestos hábiles y decididos, añadió otra y otra más, hasta formar una especie de cruz.

–¿Y bien, estás preparada para escuchar? –le preguntó fijando sus ojos en los de Francesca.

Ella hizo un gesto de asentimiento pero por dentro estaba nerviosa.

Giusy le mostró la carta de la mujer rubia y comenzó a hablar:

–Ésta eres tú… Has venido desde muy lejos y te has refugiado aquí para huir de un gran dolor.

Se interrumpió un momento e hizo escoger a Francesca otra carta del interior del mazo que quedaba. Se la dio a Giusy, que continuó:

–Un hombre mucho mayor que tú, rico y fascinante. Has sido feliz con él. Pero tiene muchos secretos en el corazón y no los ha compartido contigo. Un hombre poco serio, para él sólo cuentan el sexo y la pasión. Ahora está lejos, en el extranjero y vive con otra mujer.

Francesca no consiguió contener las lágrimas.

–No llores por un tipo así, no vale la pena. Con tantas mujeres rodeándole, es mejor no tenerlo al lado.

Francesca le dirigió una mirada interrogativa a la que Giusy no hizo caso. A ella le interesaba afrontar otra cuestión.

Cogió otra carta del tarot y le explicó lo que tenía que ver con su familia:

–Una familia muy hermosa, la tuya, muy unida. Tienes dos hermanos mayores que tú. Eres muy querida. Tienes una conexión muy fuerte con tu padre, eres la hija preferida, con ninguno de tus hermanos tiene una conexión tan fuerte. Te recuerda con mucho afecto y está a tu lado de corazón… Hay otra persona que ha sido importante para ti, que te ha querido mucho.

Francesca frunció el ceño y respondió a las palabras de la mujer:

–¿Quieres decir que ahora ya no está?

–No, ya no está… Una joven mujer rubia. ¿Quizás una tía? Una prima...

–Pero si ya no está… ¿está muerta?

–Las cartas no me dicen nada más de ella, imagino que sí.

Francesca se pasó una mano por la frente como para apartar aquel repentino recuerdo que había vuelto a torturarla:

–La fuente… Aquel día en la fuente, en el viento… el dejavù… conmigo había una mujer rubia girada de espaldas… Quizás...

–Quizás era ella –concluyó Giusy.

La mujer se paró y, dándose cuenta de que la chica estaba bastante desconcertada, le preguntó si quería saber más. Francesca contestó enseguida que sí.

–Esto era tu pasado, ahora veamos lo que te espera –volvió a hablar la mujer.

Francesca seguía con la mirada los dedos de la mujer que señalaron decididos hacia el esqueleto. Sus ojos se abrieron de par en par cuando la robusta mano de Giusy levantó la carta. La mujer rió y se apresuró a tranquilizarla:

–¡No quiere decir que morirás! ¡No! ¡Al contrario! La muerte significa que tendrá lugar un profundo cambio en ti… Una nueva vida te espera y también un nuevo amor. Un hombre nuevo, con fuertes sentimientos, un hombre de verdad que te enamorará.

–Imposible –dijo cortándola Francesca. –No me enamoraré más.

–Ya veremos, ya veremos, señorita…

Le entregó de nuevo el mazo de cartas, la muchacha escogió otro naipe y, después de haberla observado, se la entregó a Giusy que la puso junto con las otras tres.

–Esta carta junto con las otras nos dice que has venido al sitio adecuado. Tú no has elegido venir aquí, el destino te ha traído, porque aquí hay una parte de ti que no conoces.

Luego, levantando los ojos de las cartas, con un tono de voz que le pareció extraño incluso a ella misma, subrayó:

–Hay algo que forma parte de ti en este pueblo.

–¿Parte de mí? ¿Cómo es posible?

Giusy, lentamente, dispuso las cartas que quedaban, cubiertas, delante de Francesca, le dijo que cogiese una y le avisó de que sería el tarot el que concluyese la lectura. Francesca, sin dudarlo, cogió la primera carta de la fila y la puso girada sobre la mesa. A Giusy se le iluminaron los ojos y con voz cargada de emoción explicó el contenido de la última carta:

–Aquí está tu corazón, es esto lo que debes reencontrar…





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Historia de Francesca, una mujer joven en busca de su verdadera identidad, escondida por el polvo del tiempo en recuerdos y dejavù jamás olvidados.

Historia de Francesca, una joven y rica joyera de Como, que después de acabar su historia con su pareja, decide dejar la ciudad para cortar por lo sano con su vida. Se muda a un pequeño pueblo, donde, años atrás, había transcurrido unos días por razones de trabajo. Vuelve a coger las riendas de su existencia, buscando un nuevo trabajo que le permita vivir y hacer nuevos amigos. Será justo en este pequeño pueblo con sus antiguas joyas históricas y con un viento impetuoso que silba y susurra enviándole extraños dejavù de una chiquilla rubia con un pequeño antojo en forma de fresa detrás de la oreja. Francesca comprende que esa chiquilla es ella misma de pequeña. Entonces comienza una peligrosa búsqueda de la que fuera su vida y de porqué se le había olvidado. Durante toda la historia un misterioso personaje sigue en silencio los pasos de la joven, sin mostrar nunca su rostro ni sus intenciones reales. El viejo amor reaparecerá pero esta vez se encontrará con una nueva Francesca, ya nada dispuesta a comprometerse. Será la última pieza de la historia la que, sin faltar los golpes de efecto, le devolverá la increíble verdad.

Translator: María Acosta

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