Книга - Las Confesiones De Una Concubina

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Las Confesiones De Una Concubina
Roberta Mezzabarba


Un día serás feliz pero, primero, la vida te enseñará a ser fuerte. Una novela intensa, cargada de emociones fuertes, con un ritmo moderado. Una historia de violencia doméstica, de abusos psicológicos que os estrujarán el estómago. Misia, una mujer joven y su vida monocromática que paso a paso se teñirá cada vez más de negro, un negro que habla de tristeza, de miedo, de luto. Y en una escalada de violencia, cuando la situación parecerá convertirse en irreparable, imposible de soportar, la solución parecerá sólo una… Pero la vida, a veces, consigue sorprender y si bien esto no representará una recompensa equitativa por los males sufridos, quizás con el tiempo conseguirá mitigar los recuerdos, debilitando las asperezas vivas y abriendo una inesperada brecha de luz. Cada una de nosotras se merece una vida de colores, merece ser finalmente artífice de su propio destino, sin sucumbir jamás, para ser finalmente libre de amar y de amarse.







Esta es una obra de fantasía.

Nombres, personajes, ubicaciones y sucesos son imaginarios o son usados de manera ficticia y cualquier referencia a personas, vivas o muertas, a hechos o lugares existentes es puramente casual.



Titulo original de la obra: Le confessioni di una concubina



Primera Edición

Agosto 2020

IL PORTO

© 2018 La Caravella Editrice



Segunda Edición Publicada por ©Tektime

diciembre 2020

338 páginas

www.traduzionelibri.it

Roberta Mezzabarba



Las confesiones de una concubina



Traductora: María Acosta Díaz










PRIMERA PARTE


Existe un sutil miedo a la libertad,

por el cual que todos quieren ser esclavos.

Todos, naturalmente, hablan de la libertad

pero nadie tiene el valor de ser realmente libre

porque cuando eres realmente libre, estás solo.

Y sólo si tienes el valor de estar solo puedes ser libre.



OSHO




Las confesiones de una concubina


Las confesiones de una concubina.

No soy nada más.

Nada más que la concubina con mis dolores, con mis insatisfacciones, con mis frustraciones, con mis necesidades puntualmente desatendidas, ignoradas, pisoteadas, vilipendiadas, despreciadas, quemadas en una hoguera.

Soy yo, despojada de toda dignidad, arrodillada sobre el altar de los deseos ajenos.

Obligada.

Forzada a formar parte de lugares angostos que mal se adaptan a mis ansias de libertad.

Al final de cada día sólo queda una penetrante sensación de vacío, dentro, como si me hubiesen robado las vísceras.

Y espero todavía tener ganas de escapar y no escuchar nada más, olvidar este tormento que nunca me abandona.

Por la noche sueño con los ojos abiertos que soy capaz de librarme de los lazos que he dejado que me encadenen y consigo prescindir de ellos. Conseguir prescindir de lo poco que, mendigando, logro obtener de manera vergonzosa.

La mía es una vida de sentido único, la dicotomía entre el dar y el recibir, entre el desgarrador deseo de vivir y la existencia que se consume a cada instante, en un vano intento por recuperar mi vida, como siempre quise.

Y no hay ninguna respuesta desde el vacío lleno de gente que me rodea.

De esta manera he aprendido a refugiarme en el universo solitario de jornadas desvaídas.

Siempre lo he comprendido demasiado tarde y, atrapada, tomaba conciencia del papel que debería personificar en aquel momento de mi vida, en esa situación, mientras de noche los pensamientos se mezclaban con los sueños y los sueños con los recuerdos.

Con el tiempo he aprendido a dejar colgado de una percha del armario el YO que hubiera querido ser y mi vida proseguía inexorable, en un esfuerzo, jamás consumado, por escapar de la incompetencia a la que nadie nunca había puesto remedio.




Recuerdos


Desde que era niña he tenido un temor casi reverencial por la opinión de mi familia, de mis padres.

Avanzaba con pasos inseguros en mi vida con un ojo siempre puesto en las reacciones que suscitaban mis acciones.

Nunca, ni siquiera una vez, fue necesario que me dijesen qué les hubiera gustado que hiciese, qué elección hacer, qué decisión tomar.

Una mirada.

Bastaba sólo esto para llevar a cabo, inconscientemente, lo que deseaban.

A lo mejor podría haber tomado una decisión distinta pero esta sensación nunca salió de la antesala de mis pensamientos, por lo tanto no existía en mi cabeza.

Sólo quería complacer, obedecer, además porque era lo único que sabía hacer.

Sin darme cuenta, en aquellos días, la pequeña concubina ha tomado forma y ha comenzado a dar sus primeros pasos.

Recuerdo que amaba con locura las lecciones de música que me daba un anciano director de orquesta que, después de jubilarse, se había establecido cerca de la casa de mis padres.

Esperaba con ansia el jueves por la tarde, el día en que iba a casa del maestro: él me recibía en el salón y me daba lecciones de música, haciéndome practicar con su piano.

Un día, cuando regresaba de la escuela, mientras estábamos todos alrededor de la mesa y mi hermana Silvia estaba haciendo un barullo impresionante en la trona con cucharones y tapaderas, mi madre me sonrió y me dijo:

«Misia, tu padre y yo hemos decidido que ya no irás a clases de música sino que, a partir de la próxima semana irás a lecciones de gimnasia artística en el gimnasio municipal. No es normal que todas tus coetáneas vayan a esas clases mientras que tú, con tu música, ¡cada día te encierras más! »

Fue como un rayo en un día sin nubes. Nada me había hecho presagiar aquel cambio repentino pero, si bien con pesar, acepté la decisión de mi familia sin decir palabra.

No estaba dotada para la actividad física, tanto era así que el profesor me dejaba siempre de última y, a veces, pasaba por alto que hiciera los ejercicios, que hacia ejecutar a todas las demás.

Nunca he tenido la sensación de verme obligada a comportarme de cierta manera, creo haber hecho todo con gran ligereza, guiada por la confiada mano de quien me había traído al mundo.

Si es justo seguir los dictámenes sociales y de comportamiento impuestos por la familia en la que uno crece, es también justo hacerse preguntas, interrogantes con todos los si y con todos los pero que pululan por nuestra cabeza.

Pero yo no tenía, tan ciega era la confianza en las manos que me guiaban.

Guía sabia que exige sin pedir, que obtiene sin solicitar, que acapara sin dar las gracias.

Esa vez, por ejemplo, habría podido decir a mi familia que hubiera querido continuar con las clases de música pero no estaba familiarizada a pensar por mi cuenta.

Todo me parecía tan normal, pensándolo bien, que si me encontraba con que tenía que tomar una decisión no teniendo consanguíneos cerca de mí, detenía el mundo y buscaba consejo.

Consejos, lo más estúpido y arrogante que se pueda pedir y pretender dar.

Mi abuela decía: Una cosa es morir y otra hablar de muerte.

Quizás sólo ella no había tenido nunca la pretensión de manejarme, de moldearme según sus deseos, de seccionarme en partes y luego quedarse con las gratas y desechar las no gratas.

Quizás sólo con ella, sin darme cuenta, el verdadero YO salía fuera y se movía libremente bailando con los ojos cerrados.

Recuerdo que reíamos a carcajadas por las cosas más estúpidas o que nos conmovíamos mirando, en la televisión, las películas de amor que a ella tanto le gustaban.

Me acariciaba los cabellos y me hacía sentir única en el mundo.

Única… una hermosa sensación.

Mi adolescencia nació y floreció a la sombra de severas reglas.

Nunca he salido por las noche ni he pedido poderlo hacer.

Me refugiaba en la música y en la lectura que me permitían evadirme de lo que yo no veía como una prisión, pero que lo era.



* * *



No tengo recuerdos desagradables que borrar, más bien una serie de jornadas desvaídas, pasadas soñando que vivía una vida de película.

Estudiaba por pasión y también para complacer a mi familia que, sin embargo, parecía que nunca estaba satisfecha, creyendo que quizás de aquella manera me incitarían a hacerlo mejor.

De esta manera me acostumbré a creer que no era nada especial.

En el espejo me miraba poco, creía que era incluso un poco fea, simplemente porque la vida me había enseñado a no confiar en mí misma, en mis capacidades.

Recorriendo mis días al revés, me doy cuenta de que, sólo ahora, se esperaba de mí lo mejor, que, sin embargo, una vez alcanzado el objetivo no valía ni siquiera una mención, una felicitación, para mover la meta siempre un poco más lejos.

Me diplomé con la máxima nota y también esto pareció algo evidente.

Los profesores incitaban a todos a que continuase estudiando pero mi familia no auspició esta iniciativa, de manera que para mí buscarme un trabajo se dio por descontado.

De esta manera, del prometedor futuro que imaginaba por la noche, leyendo mis libros, pasé a aceptar un puesto de almacenista en un supermercado de mi ciudad y a tener un novio que no sabía siquiera si me gustaba o no.

Filippo entró en mi vida en un momento en el que todas mis coetáneas estaban prometidas desde hacía tiempo y mi madre hacía continuamente preguntas sobre por qué no tenía un novio.

No lo había escogido, es más, en honor a la verdad, ni siquiera lo había considerado, y no podía hacer comparaciones.

Un día en el parque público, donde nos reuníamos por las tardes en verano, con las cigarras que interpretaban su canto, Filippo me lo había propuesto y yo había aceptado.

Volví a casa corriendo y jadeante, arrastré a mi abuela a su pequeño dormitorio: le conté lo que me había sucedido y sus blandas mejillas se ruborizaron regalándome una sonrisa cargada de dulzura.

«Misia, ten cuidado, el mundo no es bueno pero tu eres tan cariñosa que mereces todo el bien de este mundo, ¡que ojos tan brillantes tienes!»

Entonces le pregunté:

«¿Cómo se comprende quién es la persona justa? Y sobre todo ¿dónde se encuentra y cómo?»

Entonces ella, con paciencia, me contó cómo había conocido al abuelo que yo apenas recordaba.

«No nos conocíamos y debo decirte, mi pequeña, que he sido muy afortunada al encontrarlo. Pero también he sido lista a agachar la cabeza cuando la situación lo requería y a enseñarle también a hacerlo. No existe, Misia, la persona justa. Es necesario que dos personas se conviertan en adecuadas la una para la otra, juntas».

Después de algunos días, mi abuela tuvo un ictus que le quitó el uso de la palabra y de buena parte de su cuerpo. Algunos amigos de mi padre la trajeron a casa con las rodillas arañadas y las gafas rotas. Había perdido el conocimiento y había caído en la plaza delante de la iglesia.

Me miraba con los ojos muy abiertos, como si intentase decirme algo. Cuando estábamos solas, alargaba una mano entre las barras de su camita y ella me la estrechaba fuerte. Desde ese momento comencé a comprender lo que significaba sentirse impotente y solo.

Tenía miles de preguntas en la cabeza y ningún valor para planteárselas a nadie, así que jamás obtuve respuestas.

Mi abuela se fue una mañana de otoño, en silencio, y sus risas argentinas ya no resonaron más entre los muros de casa, dejando un vacío enorme dentro de mí.

La vida me había arrebatado una parte importante, la única persona que siempre había creído en mí, que me quería totalmente, así como era.

«Tú eres imperfecta y muy hermosa», me decía mi abuela.

Desde el día que ella murió sólo me sentí imperfecta.




Y sentirme transparente


Hay días en los que me siento hermosa, esplendorosa.

Me veo en el espejo y veo mi rostro reflejado, los ojos azul turquesa, los labios pequeños un poco carnosos, las pecas que ensuciaban un poco la piel alrededor de la nariz.

Paso la mano entre los cabellos rojos, sedosos, desanudando los pensamientos con los dedos.

En esos días, ver que mi marido me ignora, me hiere hasta morir: parece que no da importancia a lo que le pertenece por derecho, por contrato, y como un miope no percibe lo que tiene cerca.

Nunca me he puesto hermosa para los otros pero, ser ignorada de este modo, ser transparente, irrelevante, menos que una latosa mosca, es humillante, uno nunca se acostumbra.

Agarro con rabia la habitual pinza para los cabellos, descolorida, por todas las veces que la he usado, y aprisiono mis cabellos y con la mordida de aquellos dientes de plástico me hiero el corazón, el alma, el orgullo, el amor propio.

Y él no comprende tampoco este gesto mío de rabia.

Me observa de reojo, casi como si no consiguiese encajar bien toda la situación y, como siempre, me ahogo en esta incomprensión y sofoco las lágrimas que querrían liberarse, engullendo la amargura y el nudo en la garganta que no quiere bajar.

Mañana cambiará, o mejor, espero que mañana cambie yo.



* * *



«¡Te queda muy bien este corte de pelo, Misia!»

La voz de Pietro pronunció estas palabras, aceite ardiente para mis oídos.

Sentí que se me enrojecían las mejillas, el cuello e instintivamente bajé la mirada, al no saber realmente cómo contestar.

No estaba acostumbrada a recibir cumplidos, hacía tanto tiempo que… había deseado oír aquellas palabras de la boca de mi marido, en muchos sueños había anhelado que eso ocurriese y, en cambio, he aquí que aquel hombre que no me pertenecía me hacía encrespar la piel con un escalofrío, hacía aparecer el deseo de placer que está escondido dentro de cada ser humano.

Pietro era un colega que trabajaba en la administración del supermercado, siempre sonriente, con los cabellos oscuros ligeramente largos, sabiamente despeinados.

En honor a la verdad no le había hecho caso hasta que su mirada había comenzado a cruzarse con la mía, insistentemente. Empezó a saludarme y buscaba la oportunidad para entablar conversación conmigo. Y allí comenzaron a llegar los primeros signos de aprecio, los primeros y velados cumplidos.

Yo escuchaba, inconsciente, sedienta, lastimosamente necesitada de felicitaciones.

Extraño, digo, porque mi educación siempre me ha impedido gozar de la sensación, desconocida, de ser apreciada.

En mi familia los elogios eran una mercancía rara, luego, al casarme con Filippo, la situación no había cambiado: él era un hombre tan cerrado que a menudo tenía la sensación de que ni siquiera me notase.

Pero me había casado con él.

Y ahora no había nada que hacer, si no aceptar lo que el plato que tengo de frente contiene, sin soñar con otras pitanzas.

Hacer caso a las palabras de Pietro era un juego demencial, era consciente, pero escuchando sus palabras, desaparecen como un relámpago, dentro de mi corazón, todas las sombras.

Pero dura poco: de la misma manera que se apaga el eco de aquellas frases, de la misma manera a como Pietro desparece de mi vida, mi corazón se hiela.




La búsqueda de una vida


Trabajo, casa, casa, trabajo.

He aquí la existencia de una treintañera.

Mi existencia.

Cuando era una muchacha nunca me había podido permitir grandes diversiones porque no estaba bien salir sola, mucho menos en compañía de mi prometido.

Ahora, porque mi marido prefiere echar la siesta en una butaca en el salón en vez de vivir.

Realmente no siempre ha sido así.

Queríamos un hijo, ¡sabe Dios cuánto lo he deseado!

Antes de casarnos parecía casi que escapase de la idea de un compromiso tan grande, luego, con el pasar de los meses, entre nosotros se ha creado un espacio, un vacío me atrevería a decir, que pensaba que podría llenar con un hijo.

Filippo parece que no tenía mis mismas exigencias, a él le bastaba con su trabajo de guardia jurado.

Mi marido era un buen hombre, no me faltaba nada, pero su sensibilidad y su frialdad me dejaban asombrada.

Al final de cada mes llegaba inexorable el ciclo menstrual destruyendo mis suenos, alimentados en aquellos tres, cuatro días de retraso.

Dos, tres, cuatro vueltas.

Era demasiado.

Demasiadas esperanzas defraudadas…

Cada uno de nosotros pensaba que en el otro había probablemente algo que no iba bien, un mecanismo que no funcionaba como debía, una chispa que no saltaba en el momento justo.

Finalmente, de nuevo, el retraso llegó hasta los diez días: no hablaba de ello, como si esto pudiese convertir en irrompible mi sueño, que, sin embargo, no era más que una pompa de jabón, hermosa, de colores, transportada en las alas del viento, pero destinada a desvanecerse con un puf.

Silenciosamente, dejaba correr los minutos, y los días y las semanas se convirtieron en meses.

Durante casi dos meses acuné en mi pensamiento la idea de un niño, una pizca de vida que pudiese dar sentido a la mía, que iluminase la oscuridad de mi existencia.

Durante mucho tiempo, después de esa noche, ya no tuve más lágrimas para llorar.

Fui despertada del sueño por las contracciones del bajo vientre que parecía que me querían desgarrar las vísceras.

En silencio, arrastrándome, conseguí llegar al baño donde, en cuanto encendí la luz, me esperaba un descubrimiento horrendo.

El camisón estaba empapado en sangre a la altura de las ingles.

Sólo recuerdo haber lanzado un grito.

Luego, nada.

A continuación sólo un vago recuerdo de mi marido que intenta que recupere el conocimiento, que me traslada en el coche envuelta en una manta, luego los doctores, las enfermeras como abejas laboriosas a mi alrededor, las luces fuertes sobre la camilla, iluminando mi desnudez.

Mi niño.

Mi niño.

Devolvedme a mi niño.

Devolvédmelo.

¿Dónde lo habéis puesto?

¿Dónde?

¿Dónde?

¿Dónde lo habéis escondido?

¿A dónde lo habéis llevado?

Era demasiado hermoso.

Lo sé, era demasiado hermoso.

Parecía que había enloquecido.

Nada tenía sentido, nada parecía lo bastante importante para seguir viviendo.

Filippo casi siempre estaba sentado al lado de mi cama pero no me miraba, no me hablaba.

En aquellos días de dolor, su presencia no era ningún consuelo, un poco porque creía que sólo estuviese allí porque estaba obligado por la situación, un poco porque me parecía que estaba obligada a soportar su presencia.

Me parecía que, las pocas veces que me devolvía la mirada, con sus ojos negros fijos en mí, me culpase, sin posibilidad de responderle, por no haber sabido salvaguardar la vida de nuestro hijo.

Una mañana me desperté y Filippo ya estaba allí.

«¡Te das cuenta de que ni siquiera has sido capaz de conservar a mi hijo. Qué tipo de mujer eres, pero qué especie de desastre eres que ni siquiera consigues traer un niño al mundo!»

Sus ojos me fulminaron de tal modo que no conseguí mantener su mirada, bajando la mía.

«Ni siquiera tienes el valor de mirarme, ¿verdad?»

Salió, batiendo la puerta, con un ruido tan fuerte que me sobresaltó.

Lágrimas mudas comenzaron a regarme las mejillas y sentí la falta de mi abuela de manera dolorosa.

Cerré los ojos, empapados por las lágrimas e imaginé sus ancianas manos que me acariciaban la nuca y las mejillas. Me parecía sentir su olor y la blandura del pecho donde hubiera podido posar mi cabeza siquiera durante un instante.

En ese momento entró mi madre.

No había pensado llamarla pero quizás lo había hecho Filippo.

«Seguramente te has destrozado con ese trabajo que tienes, ¡mira cómo estás!»

La dulzura de mi abuela no había pasado, ni siquiera en parte, a su hija, mi madre. Era inexplicable como una mujer tan amable pudiese haber engendrado una mujer tan diferente a ella.

¿Quién sabe cómo hubiese sido mi hijo?

«¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Te tratan bien aquí?»

Mi madre era práctica y responsable, una perfecta planificadora de existencias, impecable, pero por lo que se refería a sentimientos era completamente árida.

Le respondí con una sonrisa cansada, sin decir una palabra.

«¡Venga, querida, no eres ni la primera ni la última que ha abortado, alegra esa cara, que no sirve para nada ponerte de morros!»

Volví a abrir los ojos mientras la miraba, para ver si quizás estuviese soñando todo, en cambio ella estaba allí delante de mí, con las manos sobre las caderas.

¿Quién sabe si mi hijo se hubiera parecido a ella o a mí?

***

Los médicos siguieron diciendo que el feto nunca había existido, que el mío había sido un embarazo extrauterino, que no había perdido la vida de un hijo porque nunca había estado, que era muy joven y que todavía tenía muchos años para poder traer un hijo al mundo, que, que, que.

Un anciano doctor, al ver las condiciones en las que me encontraba, intentó explicarme lo que había ocurrido. Me habló con términos técnicos que me trajeron a la mente algunas lecciones de ciencias.

«Querida muchacha», concluyó el médico, apoyando su mano cálida sobre las mías «usted no podía hacer nada para que las cosas sucediesen de otra manera».

Haber escuchado las explicaciones médicas por lo que había sucedido no produjo ningún alivio en el dolor por la pérdida de mi hijo, ni me quitó de los oídos las acusaciones de Filippo de no ser capaz de engendrar un hijo, de ser sólo una mujer a medias.

Volví a casa todavía conmocionada.

Después de unos días quise volver al trabajo: el estar constantemente ocupada me ayudaba a dejar de atormentarme, si bien sólo durante unos segundos, con sentimientos de culpa que me sobrepasaban y hacía que me faltase el aliento.

En el trabajo todos me trataban con condescendencia y esto me hería porque me daba la impresión de que, efectivamente, en mí había algo que realmente no iba bien.

Aquel rincón que había preparado para mi hijo pareció petrificarse y entre Filippo y yo pareció surgir, desde la nada, un muro, una roca infranqueable que nos impedía incluso el más mínimo contacto.



* * *



Durante un par de años intentamos, sin muchas ganas, tener relaciones, ya sin la esperanza de conseguir procrear.

Filippo me miraba con el ceño fruncido y me devolvía la palabra sólo cuando estaba obligado, con monosílabos.

Por los exámenes que me habían hecho resultaba que ninguno de los dos era estéril sino sólo que juntos no conseguíamos engendrar una nueva vida.

Los kilómetros de distancia entre nosotros aumentaban.

Un día tuve la desafortunada idea de proponer a mi marido una solución que me rondaba por la cabeza desde hacía un tiempo:

«Filippo, he pensado que podríamos adoptar un niño, ya que, si no conseguimos traer uno al mundo… hay tantos niños que esperan una familia. Sabes, he hablado con un compañero de la oficina y me ha dicho que dentro de unos meses podríamos conseguir...»

«¿Podríamos qué?»

«Coger un niño en adopción...»

«¿Estás de broma? ¿Criar un hijo de noséquién, romperme la espalda por un mocoso que ni siquiera es de mi sangre? ¡Te has vuelto completamente loca!»

El vaso, que estaba resquebrajado, con esas palabras se rompió en mil pedazos.

Él dormita en la butaca del salón, en camiseta de tirantes.

Yo sueño con escapar.

¿Pero cómo puedo hacerlo?

Mis padres preferirían morir, me han enseñado que ciertas cosas no se hacen, no los aceptarían en la iglesia, no podrían ir ni siquiera al panadero a comprar el pan y la leche.

Un compromiso es un compromiso y es necesario mantenerlo aunque esto comporte un poco de infelicidad.

En mi caso sin duda habría podido decir: aunque comporte renunciar a vivir.

Y de esta manera continuo vegetando.

Los años pasan.

Y los inviernos se suceden a los otoños.

Todo regular.

Todo, menos mi existencia, que no se parece ni siquiera un poco a lo que ahora ya nunca sueño, tampoco por la noche.




Buscarse


Ya se había convertido en una costumbre y, desde hacía tiempo, notaba que Pietro respondía a la granizada de miradas que cada día le lanzaba.

Como una chiquilla me protegía con excusas patéticas: si nadie te ve es como si tu no buscases sus miradas, es como si no deseases que cada mañana él te diga que eres hermosa.

Y Pietro, pacífico e impertérrito, continuaba intercambiando miradas, sin hacer nada más que esbozar una sonrisa que abría sus labios dejando vislumbrar sus dientes, lo justo.

Sin embargo tenía miedo de que alguno de nuestros compañeros de trabajo notase aquel juego de miradas, que me regalaba la placentera y desconocida sensación de ser notada y apreciada por alguien.

No deseaba nada más que esto, recibir atenciones, ser notada: lo sé, puede parecer patético pero para mí era así.

La dirección del supermercado había decidido comprar un nuevo programa de contabilidad, y después de mi aborto, cada vez más a menudo me veía aliviada de las tareas manuales, pesadas, y cada vez más a menudo ayudaba a Pietro con la contabilidad.

Pietro, que había ido a un curso para el uso del nuevo programa, fue el encargado de enseñarme las nociones básicas, de manera que yo pudiese luego ayudarle con la elaboración de complicadas operaciones de contabilidad y administración.

Al saber aquello enrojecí al momento y el corazón parecía moverse como un caballo al galope.

Pietro, mientras tanto, ya había preparado dos sillas delante del ordenador.

Mientras él había comenzado a explicarme el funcionamiento de aquel nuevo programa, yo con la mirada fija en la pantalla, intentaba no sentir el aroma que provenía de su piel y el aliento cálido que con sus palabras me llegaba hasta las mejillas rojas por la vergüenza.

Dios, te lo ruego, sálvame, susurraba mi mente, para intentar distraerme de aquel hombre que estaba a pocos centímetros de mi piel.

Dios, te lo ruego, sálvame.

Pero no era Dios el que debía librarme de aquella red que estaba allí, esperándome, lo habría podido hacer yo perfectamente, y en cambio no lo hice.

Con naturalidad su mano se deslizó sobre mi rodilla apretándola ligeramente y yo me giré lentamente hacia él.

Me parecía haber recorrido aquella rotación del rostro en fotogramas, tan largo me pareció el tiempo antes de encontrarme con su mirada.

Sus ojos revisaban el espacio alrededor del escritorio que ocupábamos, luego una sonrisa apenas esbozada me hizo comprender que no había nadie más.

Y luego ocurrió.

Ocurrió, y no sé con precisión cómo, sucedió que me encontré con sus labios apoyados en los míos, en un beso apenas sugerido.

Ocurrió, y pensé que el cielo me habría caído encima si hubiese hecho algo parecido, en cambio, no ocurrió nada.

Avergonzada volví de golpe la mirada al vídeo en el que un pequeño guion parpadeaba esperando que alguien se decidiese a decirle qué hacer.

¿Cómo había podido suceder?

¿Cómo había podido permitir que ocurriese algo parecido?

¿Cómo podría volver a casa con mi marido aquella noche?

En cuanto se acabó la lección, me fui al baño y permanecí allí un buen cuarto de hora: lo pasé casi enteramente delante del espejo, mirándome, para ver si algo había cambiado en mí, si se veía que había besado a otro hombre que no era mi marido.

Me lavé con jabón los labios, restregando con fuerza, casi como si estuviesen realmente sucios, luego me fui corriendo a coger el autobús para volver a casa.

Mientras corría también mis pensamientos galopaban.

Yo era una mujer casada y también Pietro tenía una esposa, aunque nunca hablaba de ella.

¿Qué se me había pasado por la cabeza?



* * *



Filippo todavía no había llegado.

Perfecto.

Prepararía el pollo a la cazadora que tanto le gustaba para hacerme perdonar lo que él jamás sabría y para sellar mi muda promesa de que nunca lo volvería a hacer.

¿Cómo haría para besarle?

¿Sería lo mismo o algo había cambiado aquella tarde?

Llegó cuando ya era de noche y dándome un beso desganado sobre la frente me sacó del aprieto de descubrir si habría sentido el sabor de Pietro sobre mis labios.



***



Una confesión.

La primera.

Las palabras salen gota a gota, excavando en los acontecimientos recientes, demasiado recientes para que todavía no puedan hacer daño.

Debo plasmar mi voluntad.

«Perdóname, padre porque he pecado».

Perdóname.

Te perdono.

«Deseo al hombre de otra mujer».

Perdóname, oh, padre.

El confesionario está a oscuras, desde la reja vislumbro una figura ocupada en escucharme, la cabeza inclinada.

«Hija mía, la carne es débil».

Perdóname, oh, padre.

«Mi carne no es débil, yo quiero su alma, quiero sus palabras, quiero sólo un poco de dulzura, un poco de afecto, un poco de amor».

Perdóname, oh, padre, y dime qué puedo hacer: mi existencia oscura ha encontrado esta brecha que da a cada cosa su color pero no me puede pertenecer y yo no puedo pertenecerle.

«Hija mía, lo sé, es difícil».

Perdóname, oh, padre, pero no puedo evitar tenerlo en mis pensamientos todos los segundos de todos los minutos de todos los días.

«Perdóname, oh, padre».

Las rodillas comienzan a dolerme, como si la madera sobre la que están apoyadas se hubiesen convertido en algo lleno de asperezas.

Acto de Contrición… me arrepiento y lloro.. por mis pecados… prometo que con tu santa ayuda… y huir de las oportunidades para pecar de nuevo.

No había comprendido lo que recitaba de memoria hasta ahora.

Prometo, prometo.

Prometo.

Una alforja demasiado pesada.

Y mis hombros son demasiado débiles.






A pequeños pasos


Con pequeños pasos me encaminaba hacia horizontes prohibidos aunque sólo en mi imaginación.

Todos los temores de que Filippo me descubriese se desvanecían día a día, ahogados en nuestra vida de pobres diablos, en cada una de sus miradas ausentes, en cada clic de aquel maldito mando a distancia.

Incluso sus picos de ira, sus palabras acusadoras, sus expresiones ofensivas hacia mí, ya no me hacían tanto daño.

Cada día que pasaba ganaba seguridad en que podría conseguir aquel poco de felicidad que me correspondía.

Pietro me acariciaba con la mirada en las largas horas de trabajo, ya estuviese entre las estanterías, ya fuese llamada a la oficina, y actuando de esta manera, inequívocamente, me daba a entender que aquel beso que nos habíamos intercambiado, pudiera tener, es más, debía tener, una continuación.

Un viernes por la tarde, estaba acabando de meter en el programa de gestión de la contabilidad, todas las facturas de los suministradores que habían llegado durante la semana. Eran muchísimas.

Todos los otros colegas se habían ido.

El director se asomó a la puerta de la oficina para despedirse de mí.

Pietro se estaba poniendo la chaqueta para irse a continuación.

«Señorita Misia, ¿está acabando de meter todas las facturas? Perfecto, así podré trabajar con ellas mañana por la mañana… Pietro, ¿quiere esperar a que Misia termine? No me gusta que se quede sola aquí dentro. Yo debo irme corriendo. Pasad una buena noche, muchachos».

Pietro asintió con la cabeza mientras se sacaba otra vez la chaqueta.

La puerta estaba cerrada.

Estábamos solos.

Ante aquel pensamiento me asaltó el pánico.

Por mucho que intentaba concentrarme en el trabajo tenía la cabeza ardiendo y las manos temblorosas.

Él se había sentado delante de mí, las piernas entrelazadas, los brazos cruzados, los ojos grandes y oscuros fijos en mí y los labios mostrando una sonrisa.

Estaba sin aliento y un peso me oprimía el pecho.

«Quieres besarme, ¿verdad?»

«...»

«¿Verdad?»

Ya estaba de pie con una mano apoyada en el escritorio y la otra ocupada en acariciarme bajo el mentón, la carne dócil y temblorosa.

Nariz con nariz, con los ojos fijos en los suyos, sentí sus labios amables, como un toque de alas de mariposa, acariciar los míos.

Era tan delicado, sin prisas, como si tuviésemos todo el tiempo del mundo.

«¿También tú lo deseabas, pequeña, verdad? Lo he sentido, ¿lo sabes?»

No conseguía decir palabra.

Ahora estábamos de pie y me tenía entre los brazos, con el rostro presionando su pecho.

En silencio me acariciaba los cabellos, me besaba en la nuca, me hacía sentir en el centro del universo.

Y me daban ganas de llorar.

Estaba estrechada entre los brazos del hombre que siempre habría deseado tener.

Y no lo tenía.

Nunca podría ser mío.

A no ser una pequeñísima parte.

Pero en aquel momento no me incomodaba: lo único importante era tener a Pietro a pocos centímetros de mí.

Me ayudó a acabar de introducir las facturas y en la puerta de la oficina nos despedimos.

Con las mejillas rojas de excitación corrí feliz hacia el autobús que me esperaba bajo la farola de la explanada destinada al estacionamiento.

Como si estuviese en trance me senté en el asiento sintiendo todavía su contacto.

En las manos me había quedado su olor: la carretera corría veloz y yo cerré los ojos y lo respiré en las palmas de mis manos.




El cuaderno escarlata


Quizás una parte de mí habría querido que Filippo descubriese mi relación con Pietro.

Habría querido herir su indiferencia, reducirla a harapos, y responder con los hechos a las continuas declaraciones ofensivas, cuando decía que no valía para nada, para por lo menos ver una emoción socavar su rostro.

Pensar en lo que estaba haciendo me hacía sentir mal, reconocía que era una hipócrita pero, mirando la cosa desde mi punto de vista, no podía evitar buscar un poco de aprecio.

Con una sonrisa amarga, recordé cuando acompañaba a mi padre a las reuniones con los profesores y, después de haber escuchado los elogios que ellos decían de mí, él concluía, invariablemente, aconsejándoles que me pidiesen más. Justificaba la vergüenza y la desilusión de nunca haber tenido un reconocimiento, con la convicción de que, actuando de esa manera, me empujaban a hacer siempre lo mejor. Y, en cambio, me doy cuenta de que todo mi deseo de reconocimiento quizás deriva de la carestía que había vivido hasta ahora.

El director, que ahora ya me asignaba más obligaciones en administración, me había mandado a la papelería para comprar algo de material para la oficina.

Entre las estanterías desfilaban paquetes de clips, resmas de papel, cuadernos para apuntes, papel rayado, cuando mi atención fue capturada por un cuaderno con la cubierta rígida, de color rojo escarlata.

Lo cogí, aunque no tenía ni la más remota idea de lo que haría con esto: fue imposible no comprarlo, como si aquel objeto hubiese tenido voluntad propia, como si quisiese venirse conmigo.

Estrechándolo fuerte entre las manos me vino a la mente el recuerdo de mi abuela y de los cuadernos en los que anotaba sus recetas y las frases que le llamaban la atención, y que usaba también para hacer secar las margaritas que a veces le recogía durante el recreo, en la escuela.

Volví a la oficina con dos bolsas de cosas de la papelería y mi cuaderno en el bolso.

Pietro me salió al paso en la puerta, cogió una de las bolsas y me ayudó a colocar todo lo que había comprado.

Mientras le pasaba un paquete de papeles me dijo:

«Debemos buscar un sitio para nosotros, un puesto sólo para nosotros donde podernos ver sin problemas».

«Pero Pietro, ¿estás loco? ¿Qué quieres hacer, alquilar una habitación en un hotel por horas? ¿Y, además, dónde, en esta ciudad de provincias, donde todos saben todo de todos?»

«No te preocupes, pequeña, lo importante es que tú me quieres. Podemos tomar un tren y alejarnos un poco y encontrar algún lugar cerca de la estación».

Yo no quería alejarme un poco y encontrar un lugar cerca de la estación. Temía que ese momento llegaría pronto, temía que Pietro me pidiese más. A mí podía bastarme su mirada puesta sobre mí, sus palabras, de eso tenía una desesperada necesidad.

A mí me podía bastar pero a él no.



***



Había puesto sobre el fuego las cacerolas con la comida para el día siguiente y con el estofado para la cena, cuando saqué del bolso el cuaderno y lo abrí, apoyándolo sobre la mesa de la cocina.

Sin pensarlo, sin saber a dónde me llevaría la pluma, comencé a escribir.



Si amar es una culpa

entonces soy culpable.



Atadme los pulmones

y sofocad el canto

que sale impúdico

a molestar el sueño de los justos.



Si amar es un defecto

entonces, soy imperfecta,

indigna.



Arrancadme jirones del corazón

y ponedlos sobre la fría bandeja

de lo correcto.



Si amar es inoportuno

cuando el camino se tuerce,

perdedme.



Nada hay más peligroso

que una chispa encendida

cuando alrededor se amontonan

ramas secas.



Pero si amar es inevitable

oportuno,

merecido,

si es aliento,

luz,

magnificencia del alma,

recorrido,

descubrimiento,

juventud,

rescate,

cambio,

motivo,



por todo esto, amo,

pero sobre todo porque en mí

la estrella del coraje

todavía no se ha perdido.



Me paré, apoyé la pluma en la mesa, temblando por la emoción y sorprendida por mis mismas palabras.

Era la primera vez que atrapaba las palabras con la tinta.

Era el momento de apagar los fuegos y comenzar a esperar que Filippo volviese a casa.

Mi mente vagaba libre en los sueños, imaginando que desde esa puerta entrase Pietro, con su sonrisa, con su amor fresco.

El teléfono suena y me devuelve bruscamente a la realidad.

«¿Diga?»

«Hola, pequeña, ¿puedes hablar?»

«Sí, pero ¿cómo es posible que tengas el número de teléfono de mi casa? ¿Y por qué...?»

«El número lo cogí de tu ficha, en la oficina… sólo quería decirte que te amo y te deseo con locura».

Mi mano derecha apretaba fuerte el auricular del teléfono mientras la puerta del piso se abrió dejando entrar a mi marido.

Colgué inmediatamente, dejando el teléfono sobre la encimera de la cocina y, continuando dando la espalda a mi marido, me puse a mover cacerolas y cucharones.

Me temblaban las manos.

Él estaba hablando por el radiotransmisor con un compañero, para nada cansado de doce horas de servicio.

«¿Está lista la cena?»




Bocados amargos, dulces migajas


Quizás les sucede a todas las mujeres el tener que aceptar situaciones que racionalmente parecen imposibles de soportar, insostenibles.

Yo hacía todo lo posible por intentar comprender a Filippo, justificaba su comportamiento siempre distante, sus maneras, últimamente cada vez más bruscas, pero todo esto me hacía tanto daño que, a menudo, en los recurrentes momentos de soledad estallaba en un llanto tan desesperado, que no conseguía encontrar ningún consuelo.

Tampoco cuando las lágrimas paraban y los sollozos se calmaban me sentía un poco más tranquila.

Sólo estaba cansada.

Cansada en mi interior.

Y mientras me sentía que me hundía, el único pensamiento que me daba una razón para existir era Pietro.



* * *



Era un invierno frío, llovía continuamente desde hacía demasiados días como para recordar cuántos.

Estaba ordenando las facturas en las carpetas, escondida detrás de un estante lleno de papeles.

No había oído a Pietro acercarse.

«He encontrado un lugar».

Su aliento cálido sobre el cuello, dejado al descubierto por los cabellos recogidos en la nuca, me confundía las ideas.

«Baja las escaleras hasta la planta baja, luego continúa otros dos rellanos, donde están todas las cajas. Nos vemos abajo».

En cuanto dijo esto, de la misma manera que había aparecido, desapareció, dejándome presa de una tormenta de emociones.

Sentía mis brazos pesados y las piernas no me sostenían, el corazón latía tan fuerte que parecía que todos en el estudio lo podían escuchar.

¿Qué debía hacer?

Razona.

Razona.

Me importaba un rábano razonar en aquel momento.

Razona, haz funcionar la cabeza.

¿Qué debo hacer?

¿Desciendo?

No, no desciendo.

¿Y si no desciendo y él se enfada y ya no me habla más?

No puedo arriesgarme a pasar sin aquello que sólo él sabe darme.

Desciendo.

No.

No lo sé.

Me encontré bajando los escalones de aquel lugar tan sombrío, donde todos los vecinos acumulaban cosas totalmente inútiles.

Estaba oscuro.

¿Y si Pietro no había bajado?

¿Y si me había gastado una broma pesada?

En la penumbra que me envolvía vi emerger su rostro y sus manos extendidas que me buscaban.

Mis pasos levantaban pequeñas nubes de polvo que danzaban en los haces de luz que penetraban desde los vidrios sucios.

Me dejé llevar como en un sueño, como si no fuese yo partícipe de aquel encuentro sino que lo viese a través del monitor de un televisor.

Sus brazos eran poderosos y me estrechaban fuerte contra su pecho.

«Hacía tanto tiempo que deseaba abrazarte así», me dijo.

Yo no conseguía hablar: un nudo de emociones y de miedo me apretaba la garganta sofocando cada sílaba en la boca.

Sus manos vagaban sobre mi cuerpo explorándolo, mostrándole al tacto todo lo que la oscuridad que nos circundaba escondía a la vista.

Luego, bajando dulcemente a lo largo del cuello con los dedos acariciadores se paró en el primer botón del cardigan que llevaba puesto.

Me puse rígida.

Y él lo advirtió.

«¿Qué sucede, pequeña? ¿De qué tienes miedo, no sabes que yo te amo? ¿Lo sabes? Entonces, déjate ir. Nunca he deseado nada como lo deseo en este momento».

Sus gestos se volvieron apremiantes.

Mis manos, siempre cruzadas sobre mi pecho, no se apartaban.

Fue él quien capituló.

«Vale. He comprendido, necesitas tiempo».

Me besó durante un momento que me pareció increíblemente largo.

Me susurró palabras que nunca había oído, llenándome de sensaciones desconocidas, besándome sobre los párpados, con los ojos cerrados.



* * *



Debajo del chorro de agua caliente de la ducha.

Inmóvil.

Pensando en él.

Con los ojos abiertos, rememorando, como una película, todo lo que había sucedido.

Increíble.

Todavía sentía el corazón latir furiosamente, cuando me asomé al muro del sótano para ver si podía remontar las escaleras sin que nadie me viese.

Me apoyé en el pasamanos clavado en la pared y subí deprisa las escaleras.

Todavía sentía las luces de neón del supermercado que me herían los ojos habituados a la oscuridad.

Y encontrarme respondiendo de manera forzada a una cliente que me preguntaba dónde podía encontrar el pan tostado.

Volver a ver a Pietro después de unos minutos desde mi escritorio, volver a entrar en la oficina, que con ojos brillantes me pedía los albaranes del suministrador del agua mineral.

El agua corre por mi nuca y se desliza por mi espalda. No hay un jabón que pueda lavar los pensamientos que me llenan la mente.

O quizás soy yo la que no quiere lavar nada.

Este será mi secreto.

Nuestro secreto.

El pequeño gozo de todos los días.

El cuaderno rojo espera en mi bolso, Filippo está durmiendo en la butaca con el mando a distancia en la mano, la televisión sintonizada en una de esas transmisiones demenciales que detesto desde lo hondo de mi corazón.

Escribo.



Y me pierdo pensando en ti,

tiernamente serena,

inconclusa

como todas las horas

que me separan de ti.



Y me adapto, soñolienta,

en tu sueño que me sigue,

indeleble es la adhesión

que me desgarra.



Y te abrazo con recuerdos que llegan

sin descanso

para verte diez, cien, mil veces.



En cualquier sitio donde esté tu aliento.




Descubrimientos


Secretos nunca dichos

palabras acalladas

detrás de

tiernos comportamientos

sombríos pensamientos.

Largas horas

persiguiendo

momentos esquivos

de contacto superficial

ávidos

de increíbles pensamientos.

Pensamientos prohibidos.

Boca seca.



El cuaderno escarlata cada vez más a menudo se encontraba con mi pluma.



Aléjate

aléjate de mí

vete lejos de mi corazón

corazón palpitante de emociones

recuerdos indecibles.

Aléjate.

Aléjate

vete lejos de mis manos

que ya no pueden alcanzarte

acariciarte como agua templada

como brisa perfumada

al alba.



Aléjate de mí.

Lejos.

Que mis ojos

puedan sólo descubrirte

impreciso,

de manera que pueda

perseguirte,

ganar terreno,

y alcanzarte,

cerca.



Y mis encuentros con Pietro se convertían en más frecuentes.

Y todas las veces me sorprendía no sentir vergüenza por lo que estaba haciendo: había pasado del amor platónico al carnal sin ni siquiera percatarme, y con el multiplicarse de los encuentros perdía poco a poco el miedo que me había casi matado la primera vez.

Buscaba con mi mirada la de Pietro, con la esperanza de descubrir aquel ligero guiño que presagiaba un nuevo encuentro.

Me había enamorado. Irremediablemente. Sin solución.

Incluso había comprado ropa interior de encaje y , siempre, no podía esperar a mostrársela a Pietro, si bien mostrar era un eufemismo, porque en aquel sombrío sótano donde habíamos establecido la mansión de nuestros encuentros estaba casi a oscuras y hacía frío, pero yo no sentía nada de todo esto cuando me encontraba tumbada sobre los cartones que él había traído de abajo y puesto en el suelo, arrollada por el torbellino de sensaciones que me hacía sentir Pietro.

Es verdad, para mí era importante que él me prestase atención incluso al margen de nuestros tête-à-tête, pero tenía la seguridad de que para él, en cambio, era vital un contacto carnal conmigo.

Continuaba repitiéndome que jamás había sentido lo que sentía con él, que era fantástica, estupenda, hermosísima, única.

Y siempre yo salía embriagada.

Y cada vez él me quería más.

Siempre más.

«¡Quiero hacer el amor contigo, no aguanto más! Cuando estoy con mi esposa pienso en ti, creo que enloqueceré como siga así...»

Entre sus brazos todo me parecía posible pero cuando volvía a pensar en sus peticiones, cuando me encontraba a solas, no me sentía preparada, no quería que cayese también esta última barrera que había quedado entre nosotros, el último y pequeño dique contra una corriente ahora ya demasiado impetuosa.



* * *



Hacia Filippo sentía un vago sentimiento de culpa que aleteaba entre nosotros llevándome a tener arrebatos sexuales que, creo que más de una vez, lo habían sorprendido, sino anonadado. Me parecía que entregándome a él podía, en parte, acallar mis sentimientos de culpa.

Una noche, después de una relación desahogada, hecha como por obligación, se volvió hacia mí y me dijo:

«No consigues engendrar hijos, no consigues hacer que sienta un auténtico placer… por suerte, menos mal que te las apañas cocinando y limpiando la casa, en caso contrario...»

Estas eran las cosas que, cada vez más, me hacían comprender que no estaba, ni de lejos, dispuesta a renunciar a Pietro.

Con el rostro hundido en la almohada soñaba con Pietro y apretaba con fuerza los dientes para no llorar.

Filippo no estaba nunca: ausente en los momentos de alegría y en los momentos de dolor más profundo.

Ausente, no por paparruchas, es verdad, sino por trabajo.

¡Yo sirvo a la gente!

Su trabajo de guarda jurado le hacía sentirse un escalón por encima de los demás.

Para mí ya era tarde, demasiado tarde para renunciar, para desatar lazos ya apretados, para renunciar, para prescindir de Pietro.

Comencé por dolor,

por dolor en el amor,

por amor del dolor,

ahora ya no lo sé.



Escribí amor

y no me di cuenta

más que después de muchas líneas,

cuando el dolor se calmó

cansado y afligido

sobre la palma tensa del corazón.



Y amé.



Sin remordimientos ni reservas,

segura,

en la oscuridad,

de encontrar el dolor,

sólo el dolor.




La cena de gala


Giovanni Percalli, el nuevo administrador de la sociedad que gestionaba la cadena de supermercados donde trabajaba, había decidido ofrecer una cena a todos los trabajadores para darse a conocer y para festejar este nuevo objetivo.

«Yo no pienso, ni por asomo, ponerme de punta en blanco por un tipo que con dinero ha comprado un cargo en una sociedad...»

«¡Pero, Filippo! Estarán todos, hazlo por mí, ¿qué papel haré?»

«¿Papel? ¿Qué papel harás? ¡Tú trabajas en ese supermercado, puede que tú estés obligada a hacer todo lo que te pidan!»

«¿Y si fuese yo la que quiere ir?»

«Escucha, Misia, yo no tengo ganas de ir y además mañana debo cubrir a un compañero, hago doble turno, si realmente quieres ir puedes hacerlo perfectamente sola».

Conversación acabada.

Televisión encendida.

Fin.

Tragándome lágrimas de rabia y de desilusión me metí en un baño de agua caliente.

De fondo el sonido del telediario me acompañaba, exasperándome, en cada habitación.

Cerré a mi espalda la puerta de la habitación y me puse delante del armario para buscar algo que pudiese servir para presentarme en la cena.



* * *



La sala de reuniones estaba ya llena de colegas y de otras personas que no conocía.

El servicio de catering ya había preparado un buffet impresionante.

Me sentía un poco más tranquila: pasaría una bella velada con Pietro, él me diría que le gustaba como iba vestida, que con los cabellos en lo alto estaba fascinadora, me haría sentir hermosa por una noche, como Cenicienta.

El director estaba en el centro de la sala con su consorte: una pareja de mediana edad que transmitía la complicidad que los unía. Ella miraba continuamente hacia él, mientras hablaba, como buscando consuelo en su mirada, mientras que él la acariciaba, con la palma abierta, la espalda. Pero lo que me llamó la atención enseguida de la esposa del director fue su sonrisa que parecía que iluminaba todo su rostro.

«¡Ah, Buenas tardes, Pietro».

La voz del director me devolvió a la realidad.

«Finalmente has venido, te quería presentar a Giovanni, el nuevo administrador, ven, ven».

Me volví radiante, ignorante de lo que mis pupilas verían.

Pietro con una mujer de la mano: su esposa.

Yo, sola.

La sonrisa desapareció de mi rostro, delante de la escena que desde las pupilas había llegado, lentamente, hasta el cerebro.

Jesús, hubiera querido desaparecer engullida por la tierra.

Él llevaba un traje azul oscuro, una camisa blanca tensa sobre el tórax conocido y una corbata fina, del mismo color que el traje.

Ella, ojos claros, cabellos rubios y lisos cortados a lo paje que apenas le tocaban los hombros: llevaba un traje negro largo que le dejaba la espalda al descubierto, en la mano un bolso con forma de concha.

En el dedo anular izquierdo, junto al anillo de boda, una cascada de diamantes tan brillantes que llamaban la atención de todos.

La mujer del director, mientras Pietro se entretenía con los responsables de otros puntos de venta, se volvió hacia la mujer de Pietro:

«Querida, estás espléndida, ¡y qué hermoso anillo! ¿Te lo ha regalado Pietro?»

«¡Oh, sí! ¡Me lo ha regalado hace unos días, y fíjate, sin tener que celebrar nada!»

«Querida, entonces ten cuidado, los hombres son auténticos diablos, ¡siempre saben cómo hacerse perdonar incluso lo que nunca sabremos!»

Me parecía estar viviendo una pesadilla: tenía las mejillas enrojecidas, las manos heladas y unas grandes tremendas de llorar.

En cuanto estuve segura de que las piernas me sostendrían, me dirigí hacia el baño con paso vacilante.

Abrí la puerta de cristal que daba al vestidor y luego todo desapareció.



* * *



A lo lejos oía una voz que me llamaba, con amabilidad.

«Misia, querida, qué pasa, venga, abre los ojos. Nos has dado un buen susto».

La mujer del director me acariciaba la nuca dulcemente y me miraba fijamente con ojos sinceramente preocupados.

Ahora me acordaba… Pîetro con su esposa, el baño, luego la oscuridad total.

Quizás leyendo en mi mirada interrogadora todas las preguntas que se acumulaban en mi mente, la señora Olga me explicó lo sucedido.

«Querida, te vi venir hacia el baño con una forma de caminar tan vacilante que pensé seguirte para asegurarme de que estabas bien, y en cambio te he encontrado caída en el suelo, desvanecida. ¿A lo mejor tienes la tensión baja? Y dime, querida, ¿dónde está tu marido? Quizás sería mejor que te marchases a casa...»

«Le estoy agradecida, pero ya me siento mejor. No es nada, de verdad. Gracias».

Había visto a aquella mujer sólo unas cuantas veces, en el negocio, y ella ahora estaba arrodillada con mi cabeza apoyada en las piernas. El toque de sus manos, en la nuca, de repente me trajo a la mente a mi abuela, pero sólo fue un flash.

Intenté levantarme pero las piernas todavía no me sostenían. La señora Olga me ayudó a sentarme y luego a levantarme.

Fue de esta manera que hice mi entrada en la sala de las reuniones donde estaba el buffet, sujetada por la mujer del director, llamando la atención de todas las miradas, incluida la de Pietro.

Tenía ganas de llorar.

Las siguientes dos horas las transcurrí en compañía de los compañeros y compañeras que, con consideración, se alternaron para hacerme no dejarme sola.

En un momento determinado la estrecha vigilancia a la que me encontraba sometida, me dio un respiro, lo suficiente para que Pietro se acercase y, con tranquilidad, me susurrase al oído:

«Eres muy hermosa. Me hubiera gustado encontrarte en el baño, desvanecida, completamente en mi poder, ¡así no habrías podido negarte!»

Lo odiaba por sus bromas de un único sentido pero su cercanía me derretía las articulaciones y los ligamentos, tanto que sentía de nuevo las rodillas blandas y la sangre que se me licuaba en las venas, y sin embargo debía mantener la máscara impasible de la compañera afligida, porque su esposa nos observaba.

No hubiera sabido decir qué era lo que predominaba si el odio o el fuego que me quemaba por dentro.

Pocas palabras cuando volví de aquella velada devastadora.



***

Entre un hoy y un mañana

me visto de aire

y en la irreversibilidad del tiempo,

espero,

para respirar.



Sentada en la mesa de la cocina, sola con el cuaderno escarlata delante, no tenía ganas de dormir, sino sólo de escribir.

Deseaba a Pietro pero no lo podía tener, estaba claro, pero no quería escuchar la voz de la lógica que me decía que lo dejase, que interrumpiese aquella relación cuando todavía estaba a tiempo, a tiempo para salvarme, a tiempo para salvar mi dignidad, a tiempo para no continuar por el camino de la disección en parte, de la elección, esto me gusta y esto no.

Pero yo era testaruda, miraba sólo lo que quería ver, daba entrada a lo que me hacía latir fuerte el corazón, sin evaluar el hecho de que Pietro parecía sólo más interesado en el sexo que en un futuro juntos, que después de haberlo visto con su esposa no habría debido tener más dudas sobre el hecho de que él nunca la dejaría por mí.

Pero la ceguera es una elección.

Y yo había elegido.





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Un día serás feliz pero, primero, la vida te enseñará a ser fuerte.

Una novela intensa, cargada de emociones fuertes, con un ritmo moderado. Una historia de violencia doméstica, de abusos psicológicos que os estrujarán el estómago. Misia, una mujer joven y su vida monocromática que paso a paso se teñirá cada vez más de negro, un negro que habla de tristeza, de miedo, de luto. Y en una escalada de violencia, cuando la situación parecerá convertirse en irreparable, imposible de soportar, la solución parecerá sólo una… Pero la vida, a veces, consigue sorprender y si bien esto no representará una recompensa equitativa por los males sufridos, quizás con el tiempo conseguirá mitigar los recuerdos, debilitando las asperezas vivas y abriendo una inesperada brecha de luz. Cada una de nosotras se merece una vida de colores, merece ser finalmente artífice de su propio destino, sin sucumbir jamás, para ser finalmente libre de amar y de amarse.

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