Книга - El Amor Era Demasiado Limpio

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El Amor Era Demasiado Limpio
Alexis Cuzme


La función de la deontología del instante, para Michel Maffesoli (1997), permite que el ser humano se reencuentre con ese otro que está atravesado por los afectos, por la sensibilidad salvaje y artificial, ese otro que lo encontramos en el mundo del Carpe Diem, que piensa al instante como lo eterno, como aquello que confronta lo ya establecido, lo extraño y desconocido, la estética del cotidiano, los no-lugares que afirman la libertad del sujeto. El amor era demasiado limpio, libro de Alexis Cuzme, invoca este concepto, muy propio de autores que acogen los desencuentros de lo cotidiano para crear personajes que viven el presente.

La historia que crea Cuzme asume el tiempo como si el mañana no existiera y sus personajes necesitasen de una certeza para asumirse como tal; la tecnología, la música, la vestimenta, la poesía, el alcohol, llegan a ser artefactos del instante eterno.

La narrativa de Alexis Cuzme radiografía al ser humano que está cansado de los proyectos a futuro; el imaginario de la felicidad, al contrario, recurre a la máxima de Kant “el progreso hacia algo mejor se encuentra en la experiencia a priori…”. Es por tal que, El amor era demasiado limpio, contempla ese mundo que no funciona, que colapsa sobre sí mismo; personajes que se edifican sobre la fragilidad de la vida, pero que asumen que la condición humana está en el constante retorno a lo mismo.







El amor era demasiado limpio



Alexis Cuzme


El amor era demasiado limpio

© Alexis Cuzme, 2021

© Tektime, 2021

© Libros Duendes, 2021



Primera edición.



Diseño de cubierta, edición y maquetación:

Editorial Libros Duendes S.A.S.

www.librosduendes.com



Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación en cualquier forma, ya sea mediante fotocopia o cualquier otro procedimiento sin el consentimiento por escrito de los titulares de los derechos de autor.


Hay algo que terminará expulsándome de esta ciudad

en la que he sido pobre, joven y feliz,

algo más rico y algo menos joven,

realmente feliz y profundamente infeliz.

Alfredo Bryce Echenique,

La vida exagerada de Martín Romaña



Recuerdo que todos éramos felices

y la sangre corría,

yo tenía un héroe llamado Jackie Chan

y nada me gustaba más,

el amor era demasiado limpio

como para ponerse a jugar con él,

y el aire siempre olía

a cafeína y nicotina.

Diego Lara, Canción de cuna



De qué sirve huir de las ciudades si lo

persiguen a uno hasta el fin del mundo.

Antonio Muñoz Molina, El invierno en Lisboa



Subo por una calle, bajo por otra,

a través de un laberinto sin fin,

golpeando una y otra vez contra los barrotes de neón

de esa jaula que es la ciudad.

Daniel Keyes, Flores para Algernón




El pubis de mi novia también es poesía


Katatonia no ha podido sonar mejor en este momento, cada una de sus melodías me ha llegado. He pasado la crisis de la no escritura —porque llega el momento en que se manda todo al diablo y se pretende simplemente parasitar sobre la cama, creer que el mundo, fuera de casa, está llegando a su fin, y que la eliminación y autoeliminación ha acelerado su ritmo— y tras un baño, me he instalado frente a la pantalla a navegar, a ver qué encuentro de esperanzador o irritante en la internet.

La novelería de los cibernautas —de los cuales también algunos son escritores— es la de poseer un blog. Noemí ha insistido en que cree el mío y, a pesar de ser un opositor a la corriente de actualidad, he optado por hacerle caso:

http://quelamaldadproteja.blogspot.com/

Ha reído con el nombre del espacio y luego soltado varias sugerencias de cambio, entre otros nombres cargados de diminutivos que no tomé en consideración, por ridículos:

http://gotitadeira.blogspot.com/

http://flakitoamarguras.blogspot.com/

http://huesitopoetico.blogspot.com/

Mi espacio, desde su creación, ha tenido cientos de visitas y mensajes de felicitaciones por los textos publicados, insultadas por no concordar con mis criterios, invitaciones a visitar otros blogs, propuestas indecentes de visitadoras fogosas, chismes frescos de escritores.

Me he estancado en las opiniones adjuntas a mi artículo “El pubis de mi novia también es poesía”, las reacciones han sido rápidas, solo la semana pasada lo había puesto en línea y ya lo acompañan más de treinta comentarios, cuyos responsables han encontrado cómica —aunque otros no tanto— mi posición y sugerencia pubiana con el arte de poetizar.

Sí, exageré al afirmar que un pubis femenino y la atracción que pueda ejercer sobre alguien del sexo opuesto, o incluso del mismo sexo, puede llevarlo a la creación lírica, siempre y cuando sus inclinaciones artísticas sean estas. Que la frondosidad oculta es capaz de azorar, hasta verse sumido en divagaciones arcanas. Que un pubis, del color que sea, al contacto de los dedos, cercano a la punta de la nariz, es un detonante para escribir, siempre y cuando exista imaginación en el poeta. Que su textura, olor, condición clandestina, brinda posibilidades de transgresión ante escandalizados. Que un pubis, a pesar de no ser tan comercial como lo sería el corazón —el subjetivo—, los labios, el cabello, las piernas, las manos… es un elemento del que con anterioridad poetas y narradores han utilizado en sus textos, sobre todo mujeres que han logrado recurrir a sí mismas para darle vitalidad a sus creaciones.

Precisamente, la parte final de la autorecurrencia en provecho de la poesía, era lo que más había enfurecido a muchas visitantes, las que, como era de esperar, me habían escrito de todo: desde lo malo y aburrido que soy como bloguero, hasta maldecirme con una “gonorreica-fractura-visual-de-las-corneas”, no sé cómo será padecer de aquello, pero me he reído por la ocurrencia. Por otro lado, algunas amigas poetas me han escrito que por ahora se han depilado y les es difícil ser su propio material de “inspiración”. Otros, arribistas profesionales, me han implorado que escriba una especie de manual y lo ponga en línea, que será de mucha utilidad, que la comunidad poética me lo agradecerá y que incluso podría enviar lo escrito a algún concurso y que de ley ganaría…

Ha sonado el teléfono. Noemí, del otro lado, me dice que ha estado revisando mi blog y que no le ha gustado para nada el artículo ese El pubis… que qué me he creído, que no escriba pendejadas o terminamos, que como voy a publicar “secretos de pareja”, que en fin soy un “flacuchento-aprovechado-de-mierda”. He respondido con una carcajada. Mala idea.

Y como no iba a escribir sobre ella, sobre su intimidad, sobre las situaciones que componen nuestras vidas, si eso soy: un transcriptor de vivencias, un voraz depredador de historias, un receptor alucinado de lo que ve y escucha, un entrometido en los dramas ajenos.

Una vez que termine de revisar el blog de una poeta —extraña, ocurrida, y envolvente desde su escritura— llamaré a Noemí para disculparme y decirle que más allá de haber sido el objeto explotado del artículo, lo que llama “secretos de pareja” se volvió un lugar común desde Sexo en la ciudad, que se deje de tanto dramatismo y mojigatería, y que se ponga pilas porque desde que encontré a Hannah Horvath en internet el amor se está convirtiendo cada día en una pantalla luminosa que exige más vida delatada.




Suelta mi mano y la ciudad me devorará


Que odia mi manía de leer en el bus, que no hago más que atragantarme de ficción en su más disparatada multiplicidad, que dé un respiro y contemple la ciudad: sus calles, violencia, mendicidad, comerciabilidad, su gente, a ella.

Dejo el libro un momento para enfrentarla. Detesto estas escenas, la rebuscada forma de llamar mi atención ante banalidades.

—Lo que hago, le digo, es superior a cualquier calle saturada de baches, a cualquier esquina infestada de delincuentes y a cualquier nuevo cartel mentiroso manchando el centro de la ciudad.

Calla.

El bus ha parado y nuevos usuarios invaden el espacio, no he bajado la mirada a las páginas del libro, en espera de su voz.

Entonces me dice lo mucho que extraña al tipo atento, el que todo soportaba con tal de estar junto a ella, el deprimente vocinglero que siempre tenía una aventura nueva que contar para entretenerla.

—Es extraño volver a extrañar, desprenderse de sí mismo para adherirse a lo distante —me vuelve a decir, ahora serena, nostálgica y cursi.

Ella sabe que el ahora es un momento justificado para desterrar toda escena romanticona consumida. Que el leer y escribir son dos razones para evadir la ciudad y a ella, por un instante. Que nada ni nadie cambiará, como la cotidianidad citadina y afectiva que me rodea, por mi desconexión, de media hora, con la realidad.

—Seríamos dos perfectos postulantes para reemplazar a los protagonistas de Girls, recreando sus situaciones absurdas.

Sonríe burlonamente ante lo dicho y desvía su mirada hacia la ventana del transporte, en busca de alguna imagen perdida en la calle, entonces sé que algún asalto espectacular con balacera, una violación y los gritos de la ultrajada, una pelea donde un par de idiotas se destrocen la cara a puñetazos, algún avión cayendo precipitadamente sobre el centro de la ciudad, un bebé llorando, un gago intentando deletrear el abecedario en inglés o algún borracho filosofando sobre la vida, del otro lado de la ventana, la llenaría y distraería un instante de la escena arruinada.

—Bien, le digo, el leer no lo es todo, pero por qué desperdiciar media hora en el bus, por qué ser parte del colectivo perezoso y desquiciante que nos rodea. Malgastado en diálogos vacíos. En observaciones censurables. Nadie espera nada de nosotros. Nadie se estanca en un simple lector sin horario, cuando la ciudad es un espectáculo renovado por la violencia.

El bus ha vuelto a parar, observo a cada uno de los nuevos usuarios: desde la señora con insistente morisqueta desagradable por el transporte repleto, hasta el deprimente personaje mendicante, armado de una historia conmovedora, para sobrevivir a costa de los incautos. Y todo en movimiento, comprimido en un escenario donde cada uno es protagonista de su historia sin conexión. Donde el apuro y la desconfianza son dos opciones exigidas al momento de subir y mantenerse en el espacio transitorio.

Decido acariciar una de sus manos, para hacer menos detestable el trayecto. No voltea, pero sé que piensa en mí y en todo lo dicho, en mi esencia absorbida por las páginas del libro. En el tic desesperante de mi mano y pierna derecha, en mi mirada intimidante ante la negativa de la suya, en las palabras que retengo, en lo que le diré y me dirá al llegar a casa.

Vuelvo al libro. Nada mejor que sentirse parte de una trama —cuando nuestra realidad carece de trascendencia—, ser de la ficción un elemento más para la sobrevivencia, pero eso Noemí aún ignora, y me cuesta explicarle.

Entonces toma mi mano y decide mirarme, imito su acción y solo atino a leerle: “Necesito saber que en algún lugar de esta inmunda ciudad, en algún rincón de este infierno, estás vos, y que vos me querés”.


A sabiendas que algún día entenderá mi manía.




Un pez cadavérico a la deriva


El mar brama en cada nueva ola moribunda en la orilla de la playa. Noemí me mira y sonríe maliciosamente, he prometido meterme al agua con ella y no lo olvida, nunca olvida nada, es la chica con memoria fílmica, reteniendo cada palabra y oración para citarla en el momento preciso, y eso ha hecho mientras avanzamos lentamente sobre la arena y atravesamos las enormes posas acumuladas de agua tibia.

La arena nos gusta, esa pegajosa cama improvisada, donde chiros y desesperados habitan una y otra vez hasta el cansancio, pero ella no quiere estar ahí, quiere sentir el mar, ser agredida por las interminables olas, verme sumergido y arrastrado por una de ellas: fuera de este mundo.

Dentro del agua me vuelve a recordar cuánto ama a los delfines, que quisiera tener uno y deslizarse junto a él, que el azul es su color preferido, que no la suelte porque si lo hago, Afrodita, llena de envidia, la asesinará. Escucho y sonrío, nada más reconfortante que escuchar, sonreír y continuar creyendo que ella es un recurso necesario para no abandonar el mundo.

Las olas nos maltratan, más a ella que no para de gritar ante cada nueva embestida. Me sumerjo un instante, donde existo: pez cadavérico y errante desconectado de lo terrenal, ínfima criatura avanzando hacia lo desconocido, exhalando el escaso aire retenido en los pulmones, siendo del mar un trozo más a la deriva.

Fuera del mar decidimos recorrer el malecón escénico, sus bares desde el exterior continúan siendo lugares impenetrables para nosotros: amantes miserables de temporada, entonces enferma el saber que mi capital no alcanza ni para una cerveza en vaso. Compramos cigarrillos y caramelos, y fumamos con coraje.

Noemí, pienso:

Cruje la arena

bajo nuestras formas tumultuosas.



No urgen más fantasmas,

ni historias lacrimales,

ante esta noche renovada.

Que el poema

mute en carne por los dos:

susurro dual

desovado entre las sombras.



Y aunque Noemí no es en verdad Noemí, sino alguien superior al personaje, me gusta llamarla así, repetir su nombre hasta el hartazgo.

—Mira —me dice, señalándome un lugar específico—, allá en una de las pozas una pareja está “violando la moral pública”.

—¡No repitas esa oración de chapa en cubierta! —le respondo, mientras recuerdo aquella vez cuando nos abordó uno disfrazado de vendedor de rosas.

Así que la abrazo y muerdo una de sus orejas, intentando hacerla olvidar de lo visto.

Ven, le digo, mientras tomo una de sus manos y retomamos la marcha, hacia el mar, en busca de todo olvido terrenal, con la esperanza de hallar algún delfín moribundo, arrastrado hasta la orilla. Algo que nos desligue de este espacio deprimente.




Secretos para no dormir en paz


Eso de enseñarle a Noemí más penes jamás fue mi intención, además del mío su expectación no debía pasar el límite, por respeto al amor y la fidelidad. Así que cuando ese par de mexicanos se bajaron, cada uno encargándose del otro, los bóxeres blancos y dejaron al aire sus paquetes, me enfermó tal situación, pero no porque se habían desnudado en escenario sino por el egoísmo y la falta de solidaridad y equidad que el grupo de danza demostraba para con el público masculino.

Dónde estaban los senos y vulvas de las bailarinas que acompañaban al par de atrevidos, por qué negarse a la complacencia del público masculino que necesitaba más que un par de senos o movimientos sugestivos de parte de ellas. Dónde sus ocultas aberturas esperando nuestra expectación. No era justo, porque mientras muchas señoras frustraban el grito de alegría ante el par de penes, y otras suspiraban añorando no solo estar con uno de los bailarines sino con ambos, nosotros que nos muriésemos de envidia, que nos carcomiera el deseo por alguna de las bailarinas vestidas, que nos arrinconáramos en la pura imaginación de sus sexos, del espesor o carencia de su pubis y del color de sus pezones, salvo de una que no había sido descortés con nuestras ansias.

Qué ocurría con el arte sobre escenario. Sí, la cama perfecta, los cuerpos llamativos, sobre todo el de la muchacha rubia que a cada rato se abría, apretaba las piernas, insinuaba masturbarse, y su sexo, parecía explotar, deshacerse de su cuerpo para avanzar hacia cada uno de nosotros. Noemí, por otro lado, entre sorprendida y babosa —porque eso de que le aterró la escena del desnudo ni ella misma se lo creía— centrada en la obra, en las nalgas de vaya a saber cuál de los dos bailarines, en sus abdómenes, en sus brazos, pectorales, rostros y como si fuera poco aun recordando el par de penes que había logrado espectar y sin necesidad de ir a algún show en la ciudad.

Pero qué era un pene —o en este caso un par de ellos— en la actualidad: un pedazo de carne capaz de arrastrar a mujeres —y en varios casos también a hombres— al delirio, grito y gemido incontenible; un producto de importación vaginal, herramienta para la procreación; un gusanillo sensible al tacto —y de ahí no tan gusanillo—, pero eso a quienes conformábamos el público masculino no nos interesaba en lo mínimo.

Lo que clamábamos, y sobre todo yo, desde nuestros incómodos asientos, era ver alguna de las tres vulvas que se ocultaban debajo de esos cacheteros blancos apretados, extasiarnos un momento del secreto de cada una de ellas, ser parte de su intimidad, desquitarnos con nuestras amantes, creer también que alguna de esas aberturas podría arrullarnos un momento, ser el motivo justificable para haber aguantado un par de penes sobre el escenario.

Por eso cuando los cuerpos pararon de danzar y los aplausos dejaron de invadir la sala, agarré de la mano a Noemí y salí refunfuñando directo al camerino para reclamarle a las tres bailarinas el irrespeto para con nosotros. Abrí la puerta, observamos, dije disculpen, y nos retiramos. Eso de que Noemí viera dos penes era pasable, pero lo inimaginado yacía en saber que las mujeres van primero a la ducha y el resto espera sentados y desnudos, portentosos en su masculinidad apabullante.





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La función de la deontología del instante, para Michel Maffesoli (1997), permite que el ser humano se reencuentre con ese otro que está atravesado por los afectos, por la sensibilidad salvaje y artificial, ese otro que lo encontramos en el mundo del Carpe Diem, que piensa al instante como lo eterno, como aquello que confronta lo ya establecido, lo extraño y desconocido, la estética del cotidiano, los no-lugares que afirman la libertad del sujeto. El amor era demasiado limpio, libro de Alexis Cuzme, invoca este concepto, muy propio de autores que acogen los desencuentros de lo cotidiano para crear personajes que viven el presente.

La historia que crea Cuzme asume el tiempo como si el mañana no existiera y sus personajes necesitasen de una certeza para asumirse como tal; la tecnología, la música, la vestimenta, la poesía, el alcohol, llegan a ser artefactos del instante eterno.

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