Книга - El Viaje Del Destino

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El Viaje Del Destino
Chris J. Biker






Chris J. Biker



El viaje del destino



Traducido por Andrea Pérez García



Editor: Tektime


Copyright @ 2019 - Chris J. Biker



La imagen de la cubierta es obra del artista Emiliano Movio. La conversión en archivo ha sido realizada por el diseñador gráfico Pierluigi Paron para Print Service

Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de esta publicación pueden reproducirse en ninguna forma, ni por ningún medio, sea electrónico o mecánico, sin el permiso previo por escrito del editor, a excepción de pasajes breves que pueden citarse para reseñas.


Prefacio

Queridos lectores, me gustaría aclarar una incongruencia histórica que encontraréis leyendo esta novela, ambientada alrededor del 900 d. C., época en la que los nativos americanos no poseían aún caballos, porque llegaron a sus vida medio siglo después. Pero, decidme: ¿no es verdad que cuando pensamos en los nativos nos viene a la cabeza la imagen de jinetes emplumados sobre corceles que cabalgan libres sobre sus tierras? No podía renunciar a esta maravillosa visión.


Dedicatoria

A mis hijas, Sara y Janis, que día a día embellecen mi vida con el don más grande, de un valor incalculable: el amor puro


Capítulo 1

Durante la gran época de los vikingos, en la aldea de Gokstad, en Noruega, nacía Ulfr, el primogénito del rey vikingo Olaf.

Olaf se despertó al alba a causa de un extraño gemido, miró a su lado y vio que su mujer, Herja, no estaba. Se incorporó mirando a su alrededor y la vislumbró de pie, cerca de la pared, tenuemente iluminada por las primeras luces del día que entraban por una grieta de la pared, con el torso ligeramente inclinado hacia delante y una mano aferrada al tapiz colgado, mientras que con la otra se sostenía la barriga.

—Trae a la comadrona —las palabras le salieron a regañadientes.

Olaf se puso en pie de golpe y cruzó la habitación a grandes zancadas. Salió por la puerta llamando a gritos a las sirvientas.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —tronó en medio del silencio.

En cuestión de segundos, la casa recobró vida. Las mujeres corrían de aquí para allá mientras Olaf seguía repitiendo alborotado: «¡Deprisa! ¡Deprisa!», delante de la puerta para no perder de vista a su mujer.

Dos mujeres entraron a toda velocidad en la habitación, escurriéndose entre el umbral de la puerta y los costados del hombre. Rápidamente encendieron pequeños fuegos con aceite de pescado almacenado en algunos recipientes de hierro semiesféricos que, esparcidos por las paredes, se usaban como lámparas.

—¡Apartaos de ahí! —ordenó la voz de una mujer que sostenía entre sus manos un recipiente humeante envuelto en paños.

Era la vieja Sigrún, la comadrona, la única mujer que podía hablarle así. Nadie conocía su edad, pero debía ser muy vieja, suficiente para ganarse el apodo de Sigrún «La inmortal», ya que había asistido el parto de todos en aquella aldea y gozaba de un respeto indiscutible.

—¡Sois tan grande como la puerta! —añadió cuando pasaba por su lado seguida de una mujer que la cerró a sus espaldas.

Olaf permaneció inmóvil durante unos instantes observando los decorados tallados en la madera, al mismo tiempo que confiaba sus plegarias a Frey y Freya, los dioses de la fertilidad. Se dirigía a ellos para garantizar el nacimiento de un varón sano y fuerte.

Su mujer ya se encontraba en buenas manos, las de la vieja Sigrún, considerada la Sacerdotisa de las sagradas Runas, que tenía incisiones en la palma de las manos, sus profecías jamás se subestimaban...

La habitación se llenó de un aroma parecido al limón, emitido por una infusión de verbena o, mejor dicho, de garras de dragón, como la llamaba la anciana. Vertió un poco en una taza y se acercó a Herja, que tenía dificultad para respirar y ojos de susto por los fuertes espasmos.

—Bébetelo, te aliviará el dolor —le instó.

Herja no necesitó que se lo repitiera. Se habría tragado cualquier cosa con tal de calmar los espasmos y, además, el aroma de la infusión era fresco y tentador.

La futura madre, asistida por la comadrona y otras mujeres, estaba exhausta por las horas de parto. Cuando llegó el momento, hicieron que se inclinara sobre los codos y la animaron a empujar.

La vieja Sigrún recitó una cantilena de palabras incomprensibles mientras ponía sus huesudas manos sobre el cuerpo de la joven, presionando y masajeándole el vientre.

La respiración de Herja se volvió entrecortada y sus gritos de dolor aceleraron aún más el paso de Olaf, que caminaba con nerviosismo, hacia delante y hacia atrás, frente a la puerta.

El último grito de la mujer bloqueó su caminar y le cortó la respiración hasta el momento del nacimiento, cuando el primer llanto de su hijo se vio acompañado de un coro de cantos mágicos.

La vieja Sigrún, tras cortar el cordón umbilical, lavó el pequeño cuerpo con agua, lo secó y le aplicó un ungüento de trébol que protegía contra la mala suerte y aportaba conocimiento y sabiduría y, elevándolo al cielo, lo encomendó a las fuerzas de la naturaleza y al dios Odín.

Finalmente, la puerta se abrió.

—Podéis entrar —anunció la comadrona cuando se disponía a salir con las otras mujeres que la seguían.

Olaf se acercó a su esposa, quien sostenía en sus brazos a su primogénito.

—¡Es un varón! —dijo sonriendo mientras le colocaba al pequeño entre sus fuertes brazos.

Olaf le devolvió la sonrisa y mirando a su hijo con orgullo dijo:

—Debemos ponerle un nombre que sea digno de su estirpe.

Pero, desde hace meses, él ya pensaba en aquel nombre, con la esperanza de que fuera un varón.

—Estoy segura de que ya has escogido el nombre perfecto para él —añadió Herja con la mirada cómplice de quien ha entendido todo.

Olaf le dirigió una mirada coqueta y emitió una sonora carcajada. Con el pequeño entre sus grandes manos, alzó los brazos al cielo y con voz solemne pronunció su nombre.

—Ulfr, ¡que los dioses te concedan una vida gloriosa como la que vivió tu abuelo!

La elección del nombre era algo muy importante para los vikingos, pues creían que influenciaba su carácter y destino: por este motivo le otorgaron el nombre de su abuelo paterno, amado rey, valeroso líder y comerciante de primera clase, que pasó gran parte de su vida al frente de su knorr, un espléndido barco vikingo, en cuya proa habían tallado magistralmente la cabeza de un feroz animal, cubierto de oro y plata, y que se trataba de un lobo, porque Ulfr significa «lobo»...


Capítulo 2

En esos mismos instantes, en las llanuras de Norteamérica, en la tribu del Gran Cielo, nacía Halcón Dorado, primogénita de Gran Águila, jefe de la tribu.

Las primeras luces del alba aparecían con el nuevo día.

A Flores del Bosque la despertó un dolor punzante. Se incorporó con la respiración entrecortada y en la penumbra buscó el rostro de su marido, que yacía a su lado. Gran Águila no se había dado cuenta de nada y decidió no despertarlo.

Lentamente se levantó y salió, tratando de no hacer ruido. El aire era fresco y ligero, respiró profundamente y, poco a poco, se dirigió al tipi de su madre.

A gatas apartó el trozo de piel de la entrada.

—Mamá… —la llamó con voz sumisa para no despertar a su padre, Tres Alces.

—¿Es la hora? —preguntó Rocío de la Mañana incorporándose.

—Sí —respondió la joven tensando el rostro, mientras apretaba con fuerza el trozo de piel.

—¡Espera aquí! Voy a llamar a la tía —le dijo antes de alejarse corriendo hacia el tipi de su hermana.

Flores del Bosque asintió con la cabeza, aunque sin escuchar las palabras de su madre, y se dirigió, despacio, hacia la cabaña donde daban a luz las mujeres de la tribu.

Otra punzada llegó de repente y la dobló del dolor: las dos mujeres corrieron para alcanzarla y, ofreciéndole un apoyo, la acompañaron al interior de la cabaña.

Su tía, Estrella Azul, se apresuró hacia el río para coger agua, mientras su madre le preparaba un mullido lecho, sobre el que la acomodó, a la espera del parto.

Prepararon una infusión con hojas de frambuesa.

—Bebe, te ayudará a acortar el parto —le explicó Rocío de la Mañana.

Sin embargo, las contracciones todavía estaban demasiado separadas la una de la otra. Aquella infusión siempre había funcionado a la parturientas de su tribu, pero parecía no surtir efecto alguno en ella.

—¿Te sientes bien para caminar? —le preguntó su madre.

—Sí… sí —respondió poco convencida.

—Debes caminar, así el parto será más rápido —le aclaró.

Mientras Rocío de la Mañana y Estrella Azul preparaban todo lo necesario, Flores del Bosque, entre punzada y punzada, caminaba en el exterior de la cabaña mientras el sol se alzaba por completo.

Gran Águila se despertó y, al darse cuenta de que su mujer no estaba, salió a toda prisa del tipi. La vio caminar despacio, para después detenerse de golpe con el torso inclinado hacia delante, gimiendo de dolor.

—¡Flores del Bosque! —la llamó mientras corría hacia ella.

Le rodeó la espalda con un abrazo para sostenerla y le ofreció el otro como apoyo.

—Debo caminar —dijo en cuanto recobró el aliento.

—Está bien, lo haremos juntos —ofreció un considerado Gran Águila.

Caminaron durante más de una hora. Las contracciones eran más y más frecuentes, cada vez que se sufría una, le habría gustado gritar, pero se contenía y solo emitía un gemido ahogado para no asustar a su marido. Sin embargo, él notaba cuánto sufría ella, pues su mano le apretaba el brazo con gran ímpetu. La fuerza que le hacía era igual al dolor que le provocaban las punzadas. Hasta que el agarre fue ininterrumpido.

—Ya está, acompáñame —dijo con dificultad para respirar.

Gran Águila la dejó en la manos expertas de la suegra y la tía. La acomodaron sobre el mullido lecho, mientras su madre le explicaba cómo respirar para aliviar un poco el dolor, pero este era cada vez más intenso y punzante, y su respiración, más entrecortada. Las dos mujeres la ayudaron a ponerse de rodillas, estaba empapada en sudor y, en el momento culminante, arqueó la espalda y emitió un grito que se oyó en todo el campamento. Después, todo pasó en un instante: había nacido.

Cuando vio a su bebé, el parto le pareció un recuerdo lejano, ya había olvidado todo el dolor. Tras cortar el cordón umbilical, le dieron otra infusión a base de raíces, llamada por los nativos «raíz del nacimiento» porque detenía la hemorragia causada por el parto. Mientras Flores del Bosque se la bebía a pequeños sorbos, las dos mujeres se ocuparon de la recién nacida.

Lavaron a la pequeña y le frotaron el cuerpecito con hierbas aromáticas y un unto con una mezcla de grasa y arcilla roja. La enrollaron en suaves pieles y la depositaron en la cuna. Confiaron el cordón umbilical a la abuela, quien lo envolvió en hojas de salvia, lo colocó con cuidado en una bolsita de piel decorada con pigmentos naturales que colgó en el exterior de la cuna. Este amuleto la acompañaría toda la vida y más allá...

En el momento de su nacimiento, el vuelo de un halcón que, besado por el sol parecía dorado, atravesó el campamento al mismo tiempo que al primer llanto del bebé se unía un largo y fuerte aullido procedente de la Rocas Sagradas que se erigían, no muy lejos, a sus espaldas. Gran Águila, así como el resto de la tribu, siguieron con la mirada su vuelo, directo hacia otra figura que estaba inmóvil y miraba en su dirección: era un lobo. Cuando el halcón lo alcanzó, ambos desaparecieron entre las rocas.

El chamán profetizó:

—El vuelo de este halcón ha llegado más allá de los confines de nuestras montañas, hacia aquel lobo, el pionero, el espíritu libre de la naturaleza intacta e indómita… —el hombre se interrumpió, Rocío de la Mañana salió para comunicar el nacimiento.

—¡Puedes entrar a conocer a tu hija! —anunció la mujer.

Gran Águila entró en la cabaña. Estaba emocionado, y la imagen de aquella pequeña criatura llenó su corazón de una alegría tan grande que también caía por sus ojos. Aguardó a que las mujeres salieran y después cogió a la pequeña entre sus brazos y le contó a su mujer el vuelo del halcón en el momento de su nacimiento.

—Creo que el Gran Espíritu te ha sugerido su nombre. Halcón Dorado es perfecto para la hija de un gran jefe —Flores del Bosque dio su consentimiento.

—¡Hágase la voluntad del Gran Espíritu! —afirmó satisfecho.

Se arrodilló al lado de su mujer y le tendió a la pequeña para que pudiera darle de mamar. Permaneció allí observando la primera comida de su hija, y pensó que no podría existir nada más maravilloso que la visión de una madre amamantando a un hijo.

Cuatro días después del nacimiento de Halcón Dorado celebraron la ceremonia de asignación del nombre, que ninguno de los nativos conocía todavía. Flores del Bosque le pintó el rostro con la harina de maíz sagrada. Después, la envolvió en una preciosa manta y, junto a Gran Águila, la sacaron por primera vez al exterior, para presentársela al sol naciente y a toda la tribu.

El nacimiento de un bebé era acogido con gran alegría, como el más preciado de los dones. Un bebé no pertenecía solo a su familia, sino a toda la tribu.

Aquella mañana al alba, Gran Águila habló:

—El Gran Espíritu ha enviado a su mensajero, que ha atravesado nuestro campamento con su vuelo. —Cogió a la pequeña entre sus manos y la elevó al cielo proclamando su nombre—: Halcón Dorado es su nombre. El Gran Espíritu confiere a esta hija las cualidades del halcón para que sea valiente y fuerte, generosa y altruista.

Los golpes de los tambores resonaban en el aire. El chamán entonó un canto sagrado al que se unieron las voces de toda la tribu, y la danza sagrada acompañó la letra.


Capítulo 3

Ocho inviernos después del nacimiento de Ulfr, al margen de su hermana de sangre Isgred, se añadía un nuevo miembro a la familia: Thorald, de su misma edad, hijo de Harald, conde de la aldea vecina de Oseberg.

Entre los dos clanes existía, desde hacía varias generaciones, un vínculo fortísimo.

Harald, tras la muerte de su mujer Sigrid, quien falleció junto a su segunda hija al dar a luz, era un hombre roto. Durante varios años, decidió encomendar la instrucción y educación de su único hijo a la familia de su gran amigo, el rey Olaf, y de su mujer, Herja.

Ambos miraban a su amigo con preocupación. Harald era un atractivo hombre de 30 años, pero el dolor por la grave pérdida podía vislumbrarse en su rostro, harto y exhausto, que le hacía parecer mucho mayor.

Olaf apoyó la mano en la espalda del hombre.

—¡Arriba ese ánimo, amigo amigo! No te preocupes por Thorald, aquí estará bien, nosotros nos encargaremos de todo —trató de animarlo.

—Estoy convencido —afirmó el hombre, usando un tono de voz que no conseguía disimular la desolación que, por el contrario, lo afligía.

Harald volvió la mirada hacia el hijo, sentado a su lado, con la cabeza gacha y los ojos fijos en sus pequeñas manos. El corazón le dio un vuelco y le acarició la cabeza. El niño levantó la cabeza para mirar al padre, apretando los jóvenes labios para no llorar.

Herja cogió dos recipientes, realizados con cuernos naturales de vaca y decorados con grabados y monedas de oro, los llenó de hidromiel y se los tendió a los dos hombres. A continuación, se dirigió a Thorald:

—¡Ven! —le instó con la dulzura de una madre mientras le tendía la mano—. Ulfr te está esperando.

El pequeño se giró hacia su padre, que asintió con la cabeza.

—Todo irá bien —lo tranquilizó, tratando de parecer sereno.

Thorald agarró la mano de Herja y juntos atravesaron la habitación, pero antes de salir, el niño volvió a girarse hacia su padre y le sonrió, como para tranquilizarlo a su vez.

Olaf esperó a que salieran y después alzó el cuerno, seguido por Harald.

—¡Bebamos! En memoria de Sigrid y de todos nuestros antepasados —propuso el amigo.

—¡Drekka Minni! —brindaron al unísono, y vaciaron el cuerno de una sola vez.

Olaf se pasó el dorso de la mano por los bigotes.

—Ahora tienes que centrarte en superar este duro golpe, podrías emprender un largo viaje —le sugirió.

—Lo he pensado, si Thorald fuese más grande, le llevaría conmigo.

—Podemos hacerlo así: viajarás y comerciarás también por mí, mientras yo me encargo de instruirlo y de criarlo sano y fuerte —ofreció Olaf.

—Amigo mío, ¡jamás me has decepcionado! —declaró Harald.

Los dos hombres intercambiaron una mirada cargada de un profundo afecto y respeto recíproco.

—¡Estoy seguro de que tú harías lo mismo por mí! —afirmó Olaf sin la menor duda, mientras le ofrecía la palma de la mano derecha, gesto que su amigo le devolvió.

Harald viajó durante muchos años, muchos de los cuales pasó el invierno lejos de casa.

Pronto comenzó la instrucción y educación de los dos niños. Recibieron instrucción en leyes, historia, trabajo de la madera y del hierro, y aprendieron todos los secretos de la metalurgia. Se familiarizaron con las armas practicando varias disciplinas a diario.

En las largas noches del invierno noruego, toda la familia se reunía alrededor de la calidez de la chimenea. Mientras las mujeres tejían, los hombres tallaban la madera. A los niños se les transmitía, mediante los relatos de los ancianos, el conocimiento del pasado de la familia y del clan, junto a los principios, los valores y el código de honor que todo buen vikingo jamás debía infringir.

Ulfr y Thorald crecían sanos y fuertes, estudiaban y entrenaban juntos; entre ambos se creó un vínculo de afecto muy fuerte. Al igual que sus padres antes que ellos, se convirtieron en Hermanos de Juramento mediante un antiguo rito mágico...

El invierno pasó, los barcos vikingos surcaban las aguas escandinavas y los vikingos que habían pasado el invierno lejos de casa, al fin, regresaban con sus familias. También Harald, para gran sorpresa de todos, regresó aquella primavera.

Era el noveno misseri


de verano para los dos pequeños vikingos, a mediados de abril, cuando consagraron su fraternidad.

Aquel día, era su primer entrenamiento con el arco, y todo se instaló en el exterior, en la parte trasera de la casa, donde se ampliaban las vistas de toda la propiedad.

—Poned delante la pierna izquierda, os ayudará a tener mejor puntería y potencia —les aconsejó Bjorn, el mejor arquero del clan—. Apuntad…

Los niños se colocaron como les habían recomendado, empuñando el arco con la flecha cargada, y tensaron la cuerda con todas sus fuerzas, entrecerrando los ojos para concentrarse en el objetivo al que debían dar. Dos sacos rellenos de paja hacían las veces de títeres, con el blanco pintado a la altura del corazón.

—¡Ya! —ordenó Bjorn.

Los pequeños arqueros dispararon su primera flecha y una expresión de decepción se dibujó en sus rostros al seguir el vuelo, muy alejado del blanco.

—¡Por el ojo bueno de Odín! —maldijo la voz de un hombre.

Todas las miradas apuntaron en aquella dirección, mientras Leif, un hombre de cabello pelirrojo, surgía de entre la hierba con una cabra muerta, atravesada por las flechas.

Bjorn miró a Olaf y Harald con estupefacción.

—¡Se la han cargado al primer tiro! —dijo incrédulo.

La expresión de orgullo y satisfacción de ambos muchachos suscitó simpatía y gracia entre los hombres.

—¿Qué hacía la cabra fuera del establo? —inquirió Olaf mientras extraía la flecha del pobre animal.

—Se había escapado y estaba intentando llevarla con las otras —explicó el hombre.

—Has tenido suerte, podrías haber ocupado el lugar de la cabra —constató Harald.

—¡Sí! —exclamó Leif abriendo los grises ojos—. Las flechas le dieron mientras la estaba cogiendo —añadió mientras dirigía la mirada a los chicos, que esbozaron una tímida sonrisa de perdón—. ¡He sobrevivido a mil batallas en mi juventud y no quiero alcanzar el Valhalla por culpa de dos muchachos! —exclamó en tono irónico—. Y estoy seguro de que las Valquirias me habrían dejado pasar… ¡Muerto persiguiendo una cabra! —concluyó jocoso, y desató la risa de los allí presentes.

—Amigo mío, cuando hagas tu entrada en el Valhalla, seguro que será digna del gran vikingo que has sido. Ahora, llévasela a la cocinera, que la haga para la cena —dispuso Olaf entre risas.

Leif asintió agachando la cabeza en señal de respeto, antes de dirigirse hacia la cocina.

—Ahora, centraos en el blanco… —el arquero llamó la atención de los niños—, porque cuando lucháis contra el enemigo, no le venceréis abatiendo al ganado.

—Debes admitir que la primera flecha de sus vidas es un buen presagio para el futuro —afirmó Harald, con un tono a caballo entre la satisfacción y la diversión.

—Eso parece… —contestó Bjorn—. Ahora tienen que esforzarse para demostrar que merecen tal presagio —añadió dirigiéndose a los pequeños arqueros, que ya estaban preparados a la espera de la orden.

Un ruido a sus espaldas atrajo la atención de Olaf y Harald. Las puertas del establo se abrieron y, tras seis meses, una multitud de animales se dirigió al exterior, mientras algunos hombres del clan, entre mugidos, gruñidos y balidos, trataban de mantener el orden para conducir a las más de 500 cabezas de ganado a los terrenos donde las dejarían pastar libres.

—¡Llévate al ganado lejos de aquí, o estos causarán estragos! —exclamó Olaf en tono burlón.

En medio de aquel revuelo apareció Leif que, con paso veloz, se dirigía en su dirección y parecía ansioso por comunicarles algo.

—La vieja Sigrún ha visto la cabra y os comunica que os espera a los cuatro en el Claro Sagrado —les informó el hombre en cuanto se encontró frente a ellos.

—De acuerdo —comentó Olaf intercambiando una mirada cómplice con Harald—. Retomareis el entrenamiento a nuestro regreso —le comunicó a Bjorn.

—Os esperaré aquí —respondió el arquero.

Los cuatro emprendieron su camino y dejaron la aldea detrás de sí. La tierra se había liberado del hielo y, con los primeros calores, regalados por el sol, todo había vuelto a cobrar vida en la aldea de Gokstad. La propiedad de Olaf era notoria, de vastas dimensiones: se extendía a lo largo de la costa y hacia el interior, kilómetros y kilómetros, y él se enorgullecía de ello.

Los campos se encontraban divididos por un bajo muro de piedra que los cercaban; algunos granjeros estaban ocupados arando la tierra, mientras que otros se encargaban de las diversas semillas: el centeno, la valiosa cebada, todas las hortalizas y la avena. Esta última estaba destinada a convertirse también en forraje para el gran número de cabezas de ganado en el invierno venidero.

Las primeras flores salpicaban los prados de trébol, sembrados de plantas de bayas, moras y frambuesas, y se extendían hasta donde la tierra se alzaba en paredes rocosas y colinas, que alcanzaban los confines con los terrenos de Harald. Con el deshielo, la cascada de agua había vuelto a deslizarse por las rocas, cubiertas de líquenes, y hacía crecer el torrente que atravesaba el bosque y el Claro Sagrado.

La dirección que recorrían estaba flanqueada por hileras de manzanos y espino blanco, que habían germinado y que comenzaban a brotar las primeras flores blancas. Prosiguieron en silencio, entre los ruidos de la naturaleza que se había despertado y los rayos de sol que se filtraban entre los árboles. Se vislumbraban los primeros nidos hechos por los pájaros, y de algunas ramas colgaban cestas de paja en espiral, donde las abejas habían empezado a construir sus colmenas; para finales de verano, se habrían llenado de miel, con la que los vikingos producirían un hidromiel de primera.

Alcanzaron el Claro Sagrado donde la vieja Sigrún les esperaba.

Se acercaron a la mujer que, de pie al lado de un roble, estaba envuelta de la cabeza a los pies en su manto negro. De la capucha a los costados colgaban dos trenzas blancas, y sus ojos destacaban como dos aguamarinas. Dos cuervos, criaturas vinculadas al culto del dios Odín, permanecían inmóviles sobre sus hombros. La vieja extendió los brazos al cielo y los dos pájaros emprendieron el vuelo graznando sobre sus cabezas, antes de desaparecer entre la espesura de los árboles.

—Este roble lo plantaron vuestros padres cuando tenían aproximadamente vuestra edad, y ha crecido sano y fuerte como su amistad —declaró con un tono de orgullo en la voz. Después, se agachó para recoger un brote nacido de las raíces del árbol y lo elevó al cielo—. Hoy, los dioses han expresado su voluntad a través de vuestras flechas, y el árbol de Thor ha creado una nueva vida… ¡Estáis preparados para vuestro juramento! —profirió la vieja Sigrún mientras ofrecía el germen a los dos muchachos.

Los pequeños vikingos escogieron un punto, un poco lejos de aquel roble, y revolvieron un trozo de hierba sobre el que se hicieron un corte en la palma de la mano derecha. Seguidamente, estrecharon las manos, mezclaron su sangre y se juraron lealtad mutua. Con ello fertilizaron la tierra que usaron para cubrir el brote que habían plantado; sellaron así un pacto de hermandad para toda la vida...

Isgred, además de la educación reservada a los hijos de una estirpe noble, debía aprender a regentar la casa, sobre todo cuando el marido se marchara de expedición. Un día, ella también debería, al igual que hizo su madre, dirigir la granja, educar a los hijos y administrar los negocios de su marido. Un día, ella también llevaría colgado a la cintura el manojo de llaves de la casa, símbolo de la autoridad y el respeto que disfrutaba una mujer de la familia.


Capítulo 4

La infancia de los nativos transcurría serena y tranquila.

Los padres enseñaban a los hijos a construir pequeñas armas y trampas, a reconocer la madera adecuada para construir las canoas, y todas las técnicas para aprender a cazar y pescar.

Las hijas aprendían de sus madres a construir los tipis, cultivar, cocinar, arreglar las pieles y a confeccionar la ropa.

Sin embargo, la práctica en que se basaba el alma gentil y pacífica de los nativos era, sin lugar a duda, el silencio y la meditación. Como el Gran Espíritu es omnipresente, los adultos enseñaban a los pequeños la sencilla práctica de observar y escuchar, por que Él es cada cosa y ser vivo.

Al caer la noche, las familias se retiraban a sus tipis, se sentaban alrededor del fuego mientras el anciano de la familia narraba sus relatos, repletos de historias y tradiciones culturales. Los ancianos poseían las virtudes más importantes de un ser humano, eran los depositarios de la cultura y la sabiduría de su pueblo. De este modo, la enseñanza de la generosidad, la valentía, el respeto y el amor hacia todos los seres vivos se transmitía a los pequeños.

Año tras año, los pequeños nativos crecían.

Halcón Dorado también alcanzó la edad de la pubertad.

En el exterior de los tipis, todos estaban ocupados con los preparativos de la fiesta que Gran Águila había organizado para honrar a su hija.

A la edad de 14 años ya podía verse la mujer espléndida en que se convertiría. Su madre le explicó el significado del cambio que había sufrido.

—Este es un momento muy importante en la vida de una jovencita… Te estás convirtiendo en una mujer. —Con infinita ternura empezó a peinarle su largo cabello negro, examinando con la mirada el flequillo que cubría su frente. Aquel peinado simbolizaba la virginidad de las muchachas—. Podrías dejar crecer también este pelo, el flequillo no formará parte de tu peinado de mujer porque, a partir de hoy, podrán cortejarte y pedirte como esposa. —Hizo una pausa, mientras le separaba en dos el resto del pelo para seguir peinándola—. Escucha siempre a tu corazón. Te hablará y te guiará en tu camino. Algún día, te casarás y tendrás hijos, cuidarás de tu familia como yo he hecho con vosotros, y tu marido cuidará de vosotros como tu padre ha hecho con nosotros —le explicó la madre mientras le colocaba algunas plumas de halcón rojo entre los coloridos lazos que fijaban las largas trenzas. —Halcón Dorado escuchaba en silencio y custodió aquellas palabras como el más valioso de los tesoros, depositándolas en su corazón—. Este vestido tampoco formará parte de tu condición de mujer, lo donaremos a una familia más necesitada —le dijo la mujer invitándola a quitárselo.

La joven se quitó la ropa y entregó las vestiduras a su madre, quien le hizo ponerse un vestido de piel de ciervo que había cosido y decorado ricamente para ella. Las puntadas de las mangas y el borde del vestido estaban adornados con flecos que, a cada movimiento, ondeaban sinuosos. El cuello de la prenda lo había decorado con sus colores favoritos: el amarillo y el rojo, y en las polainas se apreciaba el mismo motivo.

Alguien se asomó al interior. Era la abuela, Rocío de la Mañana. Los ojos oscuros y vivaces de la abuela la examinaron de la cabeza a los pies.

—¡Estás preciosa! —admitió orgullosa—. El hombre que te tenga como esposa será muy afortunado. —Halcón dorado le dedicó una sonrisa cargada de cariño—. Creo que pronto tendremos que empezar a construir el tipi —serio la abuela mientras se disponían a salir.

Llegaron al centro del campamento, donde ardía el fuego sagrado y un pequeño altar, sobre el que había una calavera de bisonte, la pipa y un tazón con tinte rojo, se había montado para la ceremonia.

El Chamán la invitó a sentarse con las piernas cruzadas, mientras todos los miembros de la tribu, que vestían sus mejores galas, las de las grandes fiestas, se sentaron en un amplio círculo de colores a su alrededor. El hombre encendió la pipa y soltó una bocanada. Seguidamente, sopló en el hocico de la calavera de bisonte y lo envolvió en una nube de humo, mojó un dedo en el tinte y trazó una línea roja en al frente del cráneo.

Su voz se elevó con un canto sagrado y propiciatorio, y su cuerpo empezó a bailar frente a la muchacha, con movimientos que representaban a un bisonte, y cada vez que se le acercaba, la madre le metía hojas de salvia en el regazo.

Posteriormente, el chamán la invitó a sentarse como una mujer —pues en una se había convertido—, con ambas piernas hacia un lado. La madre le separó el cabello mientras el hombre, tras retirarle el flequillo, le trazó sobre la frente una línea roja que le llegaba hasta el nacimiento del pelo. Fue bendecida con el polen amarillo sagrado, y recibió así la purificación y el poder femenino para traer prosperidad y salud a su pueblo, que la festejó con alegría y devoción.

El olor de las verduras, de los caldos y de las carnes, que entretanto se habían cocinado lentamente en las brasas, se extendió por todo el campamento y anunció la fastuosidad del banquete.

Mientras tomaba asiento al lado de su mejor amiga, Luna Roja, la chica volvió a pensar en las palabras de su madre. Cerró los ojos durante unos instantes para escuchar a su corazón, y la imagen que resultó lo hizo palpitar, los volvió a abrir y… Su visión estaba justo ahí, delante de ella, y la miraba complacido. Era Viento que Sopla…

Atractivo y carismático, de estatura bastante alta y músculos esculpidos, cuyos ojos azules le conferían una mirada magnética y su largo cabello negro enmarcaban los bellos rasgos del rostro. Estaba enamorada de él desde que era pequeña. Le dedicó una tímida sonrisa que él le devolvió con un guiño.

La fiesta en honor a Halcón Dorado estaba resultando ser todo un éxito: la comida era exquisita y la atmósfera, tranquila y alegre.

—¿Crees que se declarará algún día? —le preguntó a su amiga.

—¿Acaso lo dudas? —le respondió incrédula Luna Roja—. ¿No ves cómo te mira? —Viento que Sopla no conseguía quitarle los ojos de encima y parecía que a ella le gustaba—. ¿No lo hueles? —le preguntó Luna Roja inspirando aire con la nariz.

—¿El qué? —inquirió Halcón Dorado.

—¡El amor está en el aire! —rió Luna Roja sacudiendo la cabeza—. Estoy de acuerdo con tu abuela cuando dice que deberían construir el tipi para tu matrimonio pronto.

Mientras los dos jóvenes continuaban intercambiando miradas y sonrisitas, Ojo de Lince se acercó al muchacho y le preguntó cuándo se declararía.

—Cuando regrese de mi visión —le confesó Viento que Sopla.

—Estoy seguro de que estará muy agradecida —comentó el amigo.

—Espero que la fila fuera de su tipi no sea demasiado larga —reveló el muchacho en tono de preocupación.

—Dudo que alguien se atreva —respondió entre risas Ojo de Lince.

Todos los muchachos sabían que le gustaba, y visto el respeto del que disfrutaba en la tribu, nadie se habría atrevido a desafiarlo en la conquista de la chica, porque, además, ambos se habían escogido cuando solo eran unos niños…

Con 15 años, Viento que Sopla ya tenía madera de gran guerrero: era un óptimo arquero y jinete y, sin duda, el mejor cazador de la tribu.

Con la llegada de la pubertad, también llegó el momento más importante de su vida: la búsqueda de la visión.

Su padre, Ciervo Moteado, lo invitó a sentarse alrededor de la fogata de su tipi, mientras su madre, Arroyo Bailarín, llenaba una alforja con víveres. El hombre cargó la pipa, y con un gesto solemne, la ofreció al cielo y a la tierra. Seguidamente, la encendió y comenzó a hablar.

—Hijo mío, a todos los hombres les llega el momento de la búsqueda de la visión. Ningún hombre será jamás él mismo si todavía no ha experimentado la propia visión. —Hizo una pausa para dar una larga bocanada, le pasó la pipa a su hijo y continuó—. Te aislarás en un lugar sagrado, velarás en soledad y ayuno durante cuatro días, y esperarás pacientemente hasta recibir, a través de un sueño o de una visión, a tu espíritu protector que te guiará en la vida.

El muchacho escuchó las palabras de su padre en un respetuoso silencio.

Ciervo Moteado vació la pipa y la colgó en la pared del tipi, para después dirigirse nuevamente a su hijo.

—Ahora duerme, mañana te prepararás para partir con el sol naciente.

El joven asintió con la cabeza y se retiró a su lecho para dormir.

Con las primeras luces del alba acudió a la «cabaña del sudor» para una sauna purificadora. A continuación, se dirigió hacia el lugar sagrado que había escogido para recibir su visión.

En su tercera noche en soledad esta le fue concedida.

El el cielo, una gran luna plateada lo vigilaba. Había alcanzado el silencio interior, era un solo ser con la madre Tierra y el padre Cielo, la imagen era nítida, el mundo a su alrededor era un inmenso mar, por el norte se acercaba una silueta caminando sobre las aguas: era un lobo.

Un ruido lo alejó de la tan codiciada meta. Resignado, abrió los ojos y a pocos metros de él se encontraba el propio lobo de pelaje leonado. Se miraron a los ojos durante unos cuantos segundos que parecieron interminables. Un escalofrío espeluznante recorrió su cuerpo al vislumbrar su rostro reflejado en los ojos del animal. Permaneció inmóvil, mientras una ligera ráfaga de viento acarició su piel y el pelo del lobo. Paralizado por el miedo, contuvo la respiración mientras rezaba íntimamente al Gran Espíritu por ser perdonado.

Como si hubiera entendido su malestar, el animal dio unos cuantos pasos atrás y, antes de marcharse, emitió un aullido que retumbó en todo el valle. Luego desapareció en la oscuridad de la noche.

Fue una gran experiencia, se sentía feliz y agradecido, pero no logró pegar ojo.

Con las primeras luces del alba se preparó para regresar al campamento. Recorrió unos cuantos metros hasta que algo atrajo su atención. Se inclinó para recogerlo: era un colmillo de lobo. Lo apretó con al mano y dirigió una mirada cargada de gratitud, después lo colocó cuidadosamente en su saquito de medicinas y siguió su camino.

La luz enrojecida del cielo se filtraba a través de la tela del tipi de Viento que Sopla anunciando la llegada del crepúsculo vespertino.

—El sol se está poniendo —dijo el joven mientras miraba la apertura superior. A continuación, se dirigió a sus padres y les informó de su decisión de declararse a Halcón Dorado.

Arroyo Bailarín se levantó y caminó hacia un cesto, realizado con un trenzado de cañas de río y yuca. Desde hacía algún tiempo, lo custodiaba junto a su lecho.

Ciervo Moteado encendió la pipa y le dio una gran bocanada antes de hablarle a su hijo.

—Tu elección es un paso importante en la vida de un hombre, te estás comprometiendo a cuidar de esa jovencita y de los hijos que nacerán de vuestra unión. —Lo miró fijamente mientras le pasaba la pipa—. Para nosotros, esta decisión es motivo de orgullo —añadió el hombre con expresión de satisfacción y recibió, a cambio, el respeto y la gratitud en los ojos de su hijo.

La madre sonrió complacida al mismo tiempo que le entregaba el cesto.

—Me he preguntado muchas veces qué habría ahí dentro —dijo el muchacho mientras extraía su contenido y desplegaba una manta de colores llamativos.

—Le pedí a mi hermana que la cosiera para ti, para cuando llegara este día —reveló Arroyo Bailarín.

—¡Gracias! —le respondió el joven dedicándole una mirada cargada de cariño—. El sol se ha puesto, es hora de que me marche —anunció mientras se ponía de pie.

La madre volvió a doblar la manta y se la colocó en el antebrazo antes de que saliera.

Nada más salir, el muchacho echó un vistazo en dirección al tipi de Halcón Dorado, y averiguó que no había ninguna fila de pretendientes en el exterior.

Respiró aliviado y se dirigió, provisto, como era la tradición, de la manta de compromiso. Cruzó el campamento, que estaba casi desierto, y los pocos nativos que aún merodeaban por ahí ya estaba regresando a sus tiendas.

Al llegar ante el tipi de la amada joven, apartó el trozo de piel de la entrada y se encontró la mirada de Gran Águila, sentado en frente.

—¿Puedo entrar a sentarme al lado de Halcón Dorado? —preguntó con sumo respeto.

La expresión de alegría en el rostro de la joven no dejaba duda alguna sobre el éxito de la visita, que ella tanto había esperado.

—Pasa —contestó Gran Águila.

Viento que Sopla tomó asiento al lado de la muchacha y la envolvió en la manta junto a él. Se habían prometido oficialmente.


Capítulo 5

Gokstad, 915 d. C.

Era un caluroso día de junio. Ulfr y Thorald, quinceañeros, se preparaban para su entrada en el mundo de los adultos.

Todos se estaban tomando muchas molestias con los preparativos de la fiesta, a la cual también estaban invitados los familiares del clan de Thorald.

En el aire ya podía apreciarse el olor de la carne que se estaba asando: el rey Olaf había ordenado cazar dos enormes jabalíes para la ocasión.

Se estaban poniendo las cotas de malla cuando escucharon cómo Olaf saludaba calurosamente a alguien.

—¡Bienvenido, amigo mío!

—¡Olaf! —respondió la voz grave de un hombre.

Thorald reconoció aquella voz de inmediato y salió corriendo.

—¡Padre! ¡Has vuelto! —exclamó con gran alegría.

—¡Hijo mío, no me habría perdido un día tan importante por nada del mundo! —afirmó Harald abriendo los brazos.

Se abrazaron con fuerza, dándose palmaditas en la espalda mutuamente.

—¡Entremos, Harald! Tenemos que brindar por tu regreso —dijo Olaf ciñendo los fuertes brazos a la espalda de su amigo.

En el interior de la casa, el servicio estaba ocupado con la preparación de todo tipo de platos y Herja dirigía las diferentes tareas como solo una perfecta señora de la casa sabe hacer. La hija pequeña, Isgred, también trabajaba junto a los sirvientes; a su vez, su madre lo había hecho de niña, y consideraba que solo se podía dirigir a la perfección si se sabían realizar todas las labores.

Isgred tenía 14 años y en uno o dos, seguramente se casaría con un muchacho de su mismo rango. Su madre quería que llegara al matrimonio perfectamente capacitada para su papel de señora de la casa.

Herja estaba controlando la cocción del pan cuando los dos hombres, seguidos de sus respectivos hijos, entraron en la gran cocina.

—¡Harald! —dijo abriendo los brazos mientras se dirigía hacia él.

—¡Herja, siempre estás espléndida! ¡Hasta manchada de harina! —se echaron a reír mientras ella lo acribillaba a preguntas.

Olaf cogió dos cuernos y los llenó de hidromiel.

—¡Brindemos por tu regreso! —sugirió mientras le ofrecía uno a su amigo.

—¡Drekka Minni! —brindaron al unísono alzando los cuernos, para después vaciarlos de un solo trago.

Harald ordenó a sus hombres que trajeran a la casa un gran baúl de madera.

—En este viaje, los dioses nos han protegido y conducido hasta una ciudad llamada Kiev, uno de los mayores centros comerciales que he visto. Vendimos todo nuestro cargamento al doble de precio que a Hedeby, y hemos comprado mercancías que nos han hecho ganar una fortuna.

Abrió el baúl y extrajo seda y joyas.

—Esto es para Herja e Isgred.

—¡Esta seda es fantástica! —exclamó Herja con los ojos como platos—. ¡Y estas joyas! ¡Ven a verlo, Isgred!

La muchacha se precipitó picada por la curiosidad y se quedó boquiabierta ante tales maravillas.

—Estas copas de plata y las especias son para toda la familia, y esto es para ti —dijo dirigiéndose a su amigo.

Le entregó una elegante capa roja de lana con los bordes de pelo, decorados en seda y una gran broche de filigrana de oro para cerrarlo.

—Si hoy no hiciera tanto calor, me lo pondría de inmediato —respondió Olaf, que suscitó la risa de los allí presentes, y continuó admirando su nuevo manto, digno de un rey—. ¡Gracias, Harald, amigo mío! Aprecio mucho tu regalo. —En sus ojos se reflejaba el afecto y respeto mutuo que los había unido todos aquellos años, desde pequeños, cuando decidieron convertirse en Hermanos de Juramento.

Seguidamente, Harald sacó del baúl dos vainas de madera y cuero sobre las que había mandado adornar las virolas triangulares en bronce y oro.

—Y estas son para vosotros… —dijo ofreciéndoselas a los dos jóvenes.

—Son muy bonitas, muy bien decoradas, eh… quizás un poco ligeras —constató Ulfr cuando la sopesaba entre las manos.

—¿No crees que falta algo dentro, padre? —preguntó Thorald.

—No por mucho tiempo… —respondió Olaf, que mientras tanto había hecho venir al herrero con una caja de madera.

La abrió y reveló su contenido.

—¡Qué maravilla! —exclamaron los dos jóvenes vikingos.

—Hemos encargado que las forjen expresamente para vosotros, con el mejor hierro, el de Renania —confesó con orgullo.

Los dos jóvenes no perdieron tiempo en empuñarlas, decir que estaban entusiasmados se quedaba corto. ¡Su primera espada! ¡La más bella que jamás habían visto! Ambas tenían la hoja de doble filo, afilada y reluciente, con la empuñadura adornada con incrustaciones, y revestimientos de oro y cobre, con sus nombres grabados en plata, para que resplandecieran como sus respectivas hojas.

—Debéis ponerle un nombre a vuestra espada para celebrar su fuerza —les explicó Olaf.

—¿Ya? —preguntó Thorald, un poco preocupado porque no le venía a la cabeza ni uno que fuera digno de su espada.

—No —contestó su padre divertido—. A menos que queráis usarla de inmediato contra alguien.

—¡Yo ya tengo un nombre! —dijo Ulfr, desenvainándola en el aire—: ¡Trueno de Fuego! ¡Y la usaré para el combate de hoy!

—¡Pues yo la llamaré Relámpago del Rey de los Mares! —exclamó Thorald, apuntándola hacia el techo.

—Creo que son dos nombres muy dignos de vuestras espadas —comentó Harald.

Mientras tanto, llegaron todos los invitados, los cuatro salieron y los muchachos terminaron de prepararse. Su formación se había completado: cultos, audaces y sumamente hábiles en el manejos de cualquier arma. Habían crecido grandes y fuertes y estaban a punto de demostrar su virilidad. Se enfrentaron con fervor en un duelo que apasionó a todos los allí presentes, sobre todo a sus padres, que se sentían orgullosos.

La gran mesa se llenó de manjares de todo tipo, cerveza, vino e hidromiel.

Cuando todos tomaron asiento, se dio comienzo al banquete y a la gran degustación. El ambiente estaba cargado de alegría y diversión, todos hablaban con todos y se oían grandes risas, pero la gran sorpresa aún estaba por llegar… Olaf se puso de pie y reclamó la atención de todos los invitados.

—Harald y yo zarparemos en unos días, regresaremos antes de que llegue el invierno.

Thorald enmudeció, incrédulo al oír aquellas palabras. Su padre acababa de volver, no podía marcharse dentro de unos días. Sus pensamientos podían leerse en la expresión que se dibujó en su rostro, triste y decepcionado. Todavía se encontraba absorto cuando escuchó estas palabras:

—Naturalmente, nuestros hijos vendrán con nosotros —declaró Olaf orgulloso—. Este viaje es nuestro regalo para honrar vuestra mayoría de edad —añadió dirigido a los jóvenes.

Los muchachos se pusieron de pie en un salto, apenas lograban contener su entusiasmo. Para los vikingos, demostrar su capacidad de afrontar un largo viaje en el mar era muy importante, porque un vikingo era, por encima de todo, su barco.

Todos alzaron los cuernos llenos para brindar y desearles a los muchachos un glorioso futuro, como el de sus padres.

Isgred llevaba un par de horas hablando con un apuesto muchacho que no le quitaba los ojos de encima.

—¿Quién es el joven que habla con mi hija? —le preguntó Olaf a Harald.

—Heidrek, es el hijo de Gunther, mi primo segundo.

—Parece que está muy interesado en Isgred.

—Amigo mío, de ser así, puedes estar tranquilo, es un buen muchacho, además de ser de noble rango —le informó Harald.

—Será mejor que intercambiemos un par de palabras antes de marcharme.

Los dos amigos intercambiaron una mirada jocosa, arqueando una ceja y soltando una gran carcajada. El efecto de la cerveza y del hidromiel empezaba a notarse...

Isgred se acercó a su padre.

—Padre, me retiro, estoy bastante cansada.

—Me he dado cuenta de que esta noche estabas en buena compañía —dijo Olaf en tono socarrón. —La pálida tez de Isgred se tiñó de rojo. Sus ojos, azules como el cielo sereno, hablaban por sí mismos. Esbozó una tímida sonrisa y bajó la mirada—. Tendréis que esperar. Cuando regresemos del viaje, organizaremos una reunión entre los dos clanes.

La tímida sonrisa de Isgred se transformó en un grito repleto de alegría.

—¡Gracias, padre! —exclamó entusiasmada, y le plantó un beso en la mejilla adornada por una densa y larga barba rojiza.

La chica se dirigió a casa, pero antes de cruzar por la puerta, buscó el rostro de Heidrek, que la había seguido con la mirada, intercambiaron una sonrisa y un ligero saludo con la cabeza.

Los festejos continuaron hasta el alba entre cantos, bailes, risas y mucha bebida.


Capítulo 6

Al día siguiente, Olaf convocó en la smidhja, el taller donde se llevaban a cabo todas las actividades artesanales, al viejo Svend, su hombre de confianza.

—Con mi partida, mi mujer necesitará ayudar para llevar la granja. Tú te encargarás de ayudarla y, sobre todo, deberás velar por la seguridad de mi familia —le dijo en tono solemne.

—Podéis contar conmigo —respondió el viejo Svend, inclinando la cabeza en señal de devoción.

—¡Lo sé muy bien! —declaró Olaf, abriendo la puerta que conducía a otra sala. Es por ello que te encomiendo una labor tan importante. —Los dos hombres entraron. En las paredes de la sala había escudos, arcos, lanzas y yelmos colgados, y sobre el suelo de tierra apisonada, numerosas cajas de madera—. Tendrás a tu disposición hombres y armas de sobra —le informó Olaf mientras abría una de las cajas llenas de hachas.

—¡Padre! ¿Estáis en la sala de las armas? —preguntó Olaf, asomándose a la puerta de entrada de la smidhja.

En el taller reinaba un gran ruido provocado por los artesanos afanados en el forjado de metales. Olaf volvió a cerrar la puerta y, junto a su amigo, alcanzó a los muchachos en el exterior.

—Thorald y yo estamos listos, padre, cuando queráis…

—Bien —contestó el padre, para luego dirigirse a Svend—: Puedes marcharte, yo debo ir al barco, hay que embarcar el cargamento.

—No dudéis en llamarme para cualquier cosa —dijo Svend, inclinando ligeramente el busto hacia delante como muestra de respetuosa despedida y seguidamente se esfumó.

Sobre el muelle del puerto de la aldea había infinidad de cajas de madera, fardos de cuero y pieles.

—¿Todas esas cajas forman parte de nuestro cargamento? —inquirió Thorald.

—Sí, muchachos, y todas están esperando a que las subáis a bordo —fue la respuesta de Harald, que acababa de llegar en aquel momento y desató un estruendo de risas por parte de Olaf y de todos los hombres de la tripulación.

Los jóvenes intercambiaron una mirada de preocupación, pero debían demostrar que eran capaces de hacerlo.

—Bien —dijo Thorald—, será mejor que empecemos de inmediato.

—Los hombres os enseñarán cómo estibar las cajas del armamento, de la carga rentable y de los víveres… Atesorad sus consejos. Cuando acabéis, examinaremos vuestro trabajo.

Tras dar instrucciones a los hombres, Olaf y Harald se dirigieron a casa.

Los dos muchachos desempeñaron su trabajo con gran afán y entusiasmo, a pesar de ser agotador. Durante horas, cargaron sin parar las cajas de madera que contenían armas para todos los hombres, hachas, espadas, escudos, mallas de cota y yelmos de cuero, productos para el comercio, pieles y cueros, marfil de morsa, esteatita para construir todo tipo de utensilios y ámbar para la creación de joyas, cajas de víveres para el comercio y para el viaje que contenían pescado seco, cecina, mantequilla salada, algas secas, pan y una abundante reserva de agua potable conservada en cubetas cerradas con tapas.

Cuando terminaron su tarea, Olaf y Harald pasaron revista del trabajo de los chicos.

—¿Qué te parece, Olaf? —preguntó Harald en tono divertido.

—Pues que se han ganado la cena —fue la respuesta de Olaf, que se reía bajo los bigotes.

Los muchachos se miraron con expresión de satisfacción. Los cuatro partieron hacia la casa, donde les aguardaba un magnífico festín preparado en su honor.

Olaf presidía la mesa en la silla más hermosa. Era grande y de madera, y sobre el respaldo había imágenes esculpidas de los dioses.

—¿Cuánto tiempo pensáis estar lejos? —inquirió Isgred.

—Al menos tres meses —respondió su padre—. ¿Tienes prisa por comprometerte, Isgred? —añadió en tono irónico.

—No, no era más que una pregunta —resopló molesta y poco convencida.

—Si yo no regresara, te quedarías soltera de por vida —la desafió el padre.

—Entonces os impediré que partáis atándoos a la cama —replicó la joven de tirón, ojiplática, lo que provocó las risas divertidas de los allí presentes.

—Vaya, vaya, ¡cuánto descaro! Pobre Heidrek, no me gustaría estar en su piel —se burló cariñosamente el padre.

Isgred estaba a punto de replicar, pero se limitó a suspirar profundamente: su padre y ella podría haber continuado picándose durante horas.

Su partida estaba prevista para la mañana siguiente.

El knorr de Olaf era una espléndida embarcación sobre cuya proa se encontraba, magistralmente esculpida la cabeza de un dragón profusamente decorada con grifos recubiertos de oro y los ojos con incrustaciones de plata que resplandecían bajo la luz del sol; en la popa estaba tallada la cola. El mástil sostenía el vadhmal, una gran vela cuadrada a rayas negras y púrpura; en la cima del mástil habían fijado una veleta que indicaba la dirección del viento. A ambos lados de la nave estaban alineados los escudos, pintados en colores vivos y brillantes, y en el centro de cada uno había un gran tachón de metal que exaltaba su belleza.

El knorr era, indudablemente, sinónimo de prestigio y riqueza en una fusión perfecta de elegancia y terror.

La tripulación se dispuso a remar y el barco comenzó a moverse lentamente para salir de la muralla circular que, además de proteger la aldea, servía de rompeolas. En cuanto la cruzó, empezó a coger algo más de velocidad y se adentró en las largas y estrechas ensenadas de los imponentes fiordos noruegos. El knorr se deslizaba, ágil y ligero, sobre las aguas.

Cruzados los fiordos, se adentraron en el mar Báltico y remaron hasta que el viento permitió que desplegaran la vela.

Olaf estaba al mando, sobre la popa, manejando el timón. Harald, a su lado, le indicaba el camino que ya había recorrido, sosteniendo un disco de madera sobre el que estaban grabados símbolos mágicos y en cuyo centro estaba engarzada la piedra del sol.

Los dos muchachos los alcanzaron, ansiosos por aprender todas las nociones posibles e, intrigados por esa herramienta, preguntaron de qué se trataba.

—Esto es un vegvisir, un poderoso sello mágico. Todo buen navegante posee uno para no perder jamás el rumbo —explicó Harald, extendiendo el brazo hacia arriba para que pudieran ver bien su uso—. Este cristal mágico captura la luz del sol y permite comprobar su posición aunque esté escondido entre las nubes.

—¿Y cuando llueve? —preguntó Thorald.

—Un buen navegante conoce muy bien las corrientes y los vientos, el desplazamiento de los bancos de peces y el vuelo de los pájaros.

—¿Y por la noche? —demandó Ulfr.

—Por la noche las estrellas te indican el camino —añadió Olaf.

El viento infló la vela y el knorr cogió velocidad; surcaron el mar Báltico, la embarcación cabalgaba las olas espumosas de manera armónica. Los dos jóvenes vikingos esperaban aquel día ansiosamente y al final había llegado. Sintieron cómo crecía en su interior el intrépido sentimiento que reina en un vikingo a bordo del knorr: el rey del mar, así se sentían todos los vikingos.

Llegaron hasta el golfo de Finlandia, cruzaron el Neva y atravesaron el Vóljov hasta llegar al lago Ilmen y después al río Lovat, que les condujo hasta Gnezdovo. Solo quedaba atravesar el Dniéper que les llevaría hasta su meta: Kiev.

—Este es el río peligroso del que te hablaba. Serán necesarias todas las energías de los hombres para cruzarlo —advirtió Harald a Olaf.

Habían pasado unos cuantos días desde la última parada. Necesitaban descansar y comida caliente.

—¡Acerquémonos a la orilla, pasaremos aquí la noche! —dispuso Olaf.

Tras lanzar el ancla, sacaron la pasarela para descender a tierra firme y organizar el vivac.

—Montad la tienda y encended un fuego para la cena —ordenó a la tripulación.

Mientras algunos hombres se ocupaban de la tienda (una estructura de madera cubierta de wadmal


), otros desembarcaban la comida, las bebidas, un trípode y un enorme caldero, y otros, lo necesario para pasar la noche.





























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Esta novela quiere transmitir a los lectores las características que hicieron grandes a estos dos pueblos, que a pesar de ser tan distintos entre sí, se reconocieron como una gran y única alma. Ulfr, hijo del rey vikingo, y Thorald, hijo único del riquísimo Jarl, están unidos desde pequeños, como sus padres antes que ellos, por el juramento de hermandad. A la edad de 16 años, tras una represalia atroz llevada a cabo por Thorald para vengar la muerte de su padre, el rey ordena a los dos jóvenes que emprendan un largo viaje por mar. Durante la travesía se ven repentinamente sorprendidos por la implacable furia de la naturaleza, que pone en peligro sus vidas al amenazar con hundir el Knorr con toda la tripulación. Sin embargo, el destino les depara algo distinto y les hace llegar hasta las costas de una nueva, rica y fértil tierra: América. El enfrentamiento con los nativos resulta ser de vital importancia para ambos pueblos, tan distintos entre sí y, al mismo tiempo, tan parecidos en orgullo e integridad moral. Se trata de un encuentro que cambiará drásticamente la vida de algunos de ellos. Este es el viaje a un mundo ahora perdido, donde el amor y el respeto son las bases fundamentales del derecho natural de vivir del ser humano. ¡Porque solo de este modo habrá una unión con el todo!

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