Книга - La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos

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La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos
Rosette Rosette


El encuentro de dos soledades en el contexto fascinante de una imaginaria aldea escocesa es el punto de partida de una gran historia de amor en la que nada es como siempre. La protagonista - Melisande Bruno - es la muchacha los arcoíris prohibidos, capaz de ver sólo en blanco y negro. Y su contrapunto, así como gran amor, es Sebastián McLaine, escritor relegado a una silla de ruedas.






























Capítulo Primero




















Levanté el rostro, ofreciéndolo al apacible viento. La brisa ligera me pareció de buen augurio, casi una amiga, una señal de que mi vida estaba cambiando de rumbo, y esta vez para bien.

Apreté con más firmeza la mano derecha en la maleta y reanudé el camino con una confianza renovada. No estaba lejos de mi lugar de destino, a juzgar por las indicaciones tranquilizadoras del chófer del autobús, y que yo esperaba fueran ciertas, y no simplemente optimistas.

Cuando llegué a la cima de la colina, me detuve, en parte para retomar el aliento, y en parte porque no podía creer lo que veían mis ojos.

¿Modesta morada? Así la había definido la señora McMillian al teléfono, con el candor típico de la gente que vive en zonas rurales. Y era evidente que estaba bromeando. No podía haber hablado en serio, no podía ser tan ingenua respecto al resto del mundo.

La casa se erguía majestuosa y real como un Palacio de Hadas. Si su ubicación había sido elegida con el deseo de mimetizarla con la tupida y lozana vegetación circundante, bueno... el intento había fracasado.

De pronto me sobrevino una sensación de cohibimiento, por lo que evoqué el entusiasmo con el que había afrontado el viaje de Londres a Escocia, y de Edimburgo a aquella pintoresca, apartada y tranquila aldea de las Highlands. Esa oferta de trabajo me había caído como un bumerán, un maná del cielo, en un momento triste y carente de esperanzas. Me había resignado a pasar de una oficina a otra, cual más anónima y miserable, en calidad de secretaria todo servicio, destinada a vivir de ilusiones. Luego la lectura casual de un anuncio y la llamada de la que había surgido ese radical cambio de residencia, una mudanza brusca pero fuertemente deseada. Hasta hace unos pocos minutos, todo eso me parecía magia... ¿Qué había cambiado, a fin de cuentas?

Suspiré y obligué a mis pies a ponerse en movimiento de nuevo. Esta vez mi camino no fue triunfal como pocos minutos antes, sino más bien torpe y vacilante. La verdadera Melisande volvía a flote, más fuerte que el lastre con el cual había vanamente intentado ahogarla.

Recorrí lo que quedaba del camino, con lentitud exasperante, y fui inmensamente feliz de estar sola, sin que nadie pudiera adivinar el verdadero motivo de mi indecisión. Mi timidez, manto protector dotado de vida autónoma, a pesar de mis reiterados y fracasados intentos de sacármela de encima, había vuelto con prepotencia a la palestra, recordándome quién era. Cómo si pudiera olvidarlo.



Llegué a la verja de hierro, por lo menos de tres metros de alto, y aquí tuve una nueva paralizante vacilación. Me mordí los labios, barajando las alternativas que tenía a disposición. Muy pocas, a decir verdad. Volver atrás estaba fuera de discusión. Había yo pagado los gastos a reembolsar del viaje, y el dinero que me quedaba era poco; muy poco, en verdad. Y además, ¿qué me esperaba en Londres? Nada. El vacío absoluto. Incluso mi compañera de habitación se esforzaba por recordar mi nombre o, en el mejor de los casos, lo trabucaba.

El silencio en torno a mí era absoluto, fragoroso en su total inmovilidad, roto sólo por los ruidos sordos de mi corazón. Puse la maleta en el angosto camino, sin preocuparme por las posibles manchas de la hierba. Total, para mí, ellas no importaban nada. Estaba relegada en un universo en blanco y negro, carente de cualquier asomo de color.

Y no en el sentido metafórico.

Me llevé una mano a la sien derecha, y efectué una ligera presión con las yemas de mis dedos. Había leído en alguna parte que servía para aflojar la tensión, y aunque lo encontraba algo estúpido y básicamente inútil, proseguí, obediente a un ritual en el que no tenía ninguna fe, sólo respeto a una costumbre consolidada. Era agradablemente reconfortante tener costumbres. Había descubierto que contribuía a tranquilizarme, y no me separaba nunca de ninguna de ellas. Bueno, no en ese momento.

Había dado un giro violento hacia una dirección opuesta a la habitual, dejándome arrastrar por la corriente, y en aquel momento qué no hubiera dado por volver atrás.

Extrañé mi habitación en Londres, pequeña como la cabina de un buque, la sonrisa distraída de mi coinquilina, las travesuras de su gato panzudo, e incluso las paredes desconchadas.

De repente, sin previo aviso, mi mano volvió a coger la maleta de cuero, mientras me separaba de la verja a la que me había aferrado con la otra mano sin darme cuenta. No sabía qué debía hacer: si dar marcha atrás o tocar el timbre, y ya no tuve manera de averiguarlo, porque en ese preciso instante sucedieron dos cosas simultáneamente.

Levanté la mirada, atraída por un movimiento desde atrás de una ventana del primer piso, y recuerdo haber visto una pequeña persiana blanca dejada caer en su sitio. Y luego sentí una voz de mujer, la misma que había escuchado pocos días antes al teléfono. La voz de la señora Millicent Mc Millian, terriblemente cercana.

—¡Señorita Bruno! Es usted, ¿verdad?

Me giré de golpe en la dirección de la voz, olvidando el movimiento de la ventana del primer piso. Una mujer de mediana edad, huesuda, enjuta y con un aire afable, seguía hablando, como un río desbordado. Me envolvió.

—¡Pero claro que es usted! ¿Quién más podría ser? No recibimos muchas visitas aquí en Mildnight Rose House, y además, la estábamos esperando. ¿Ha hecho buen viaje, señorita?, ¿ha encontrado con facilidad la casa?, ¿tiene hambre, sed? Querrá descansar, supongo... Llamo inmediatamente a Kyle para que lleve el equipaje a su habitación... He elegido una habitación bonita, simple pero deliciosa, en el primer piso... —Intenté, con escasos resultados, responder al menos a una de sus preguntas, pero la señora Mc Millian no detenía su flujo ininterrumpido—. Por cierto, estará en el primer piso, como el señor Mc Laine... Por Dios, él no necesita asistencia de usted, ya tiene a Kyle, que es su enfermero... Él es en realidad un manitas... es también conductor..., ¿de quién?, no lo sabemos, ya que el señor Mc Laine no sale nunca... ¡Oh!, ¡me alegra mucho de que esté aquí! Sentía verdaderamente la falta de una compañía femenina... Esta casa es un poco lúgubre, adentro, claro... Aquí, al sol, todo parece maravilloso..., ¿no cree? ¿Le gusta el color?, es audaz, lo sé…, pero al señor Mc Laine le gusta.

Eh aquí…, pensé con amargura. Una pregunta, a la cual no tener que responder me hacía feliz.

Seguí a la mujer dentro del patio, y luego en el atrio enorme de la casa. No dejó un momento de hablar, en tono tintineante como el sonido de una campana. Me limité a asentir acá y allá, echando un rápido vistazo a los ambientes por los cuales íbamos pasando.

La casa era realmente enorme, constaté con sorpresa. Me había esperado una decoración más sobria, espartana, masculina, dado que el propietario, mi nuevo empleador, era un hombre que vivía solo. Evidentemente sus gustos eran de todo menos minimalistas. Los muebles eran lujosos, pomposos, antiguos. Del siglo XVIII, pensé, aunque no soy una experta en antigüedades.

Aceleré el paso para no alejarme del ama de llaves, rápida como un guepardo.

—La casa es enorme —balbuceé, aprovechando una pausa en su largo monólogo.

Me echó una ojeada por encima del hombro.

—Lo es, señorita Bruno, pero la mitad está cerrada. Nosotros usamos sólo la planta baja y el primer piso. Es demasiado grande para un hombre solo, y agotador, para quien habla, que me encargo de ella. Aparte de la limpieza grande, de la que se ocupa una agencia de limpieza, para el resto estoy sólo yo. Y Kyle, naturalmente, que tiene otras tareas. Y usted, ahora.

Finalmente se detuvo de frente a una puerta y la abrió. Le di el alcance, con la respiración ligeramente agitada. Estaba casi jadeante, exhausta.

Se me adelanto, y entró primero a la habitación, con una sonrisa hospitalaria en los labios.

—Espero que le guste, señorita Bruno. A propósito... ¿se pronuncia Bruno o Brunò?

—Bruno. Mi padre era de origen italiano —dije, con los ojos absortos en la contemplación de la habitación.

La señora Mc Millian reanudó la charla, y se puso a contarme diferentes anécdotas de su breve estancia juvenil en Italia, Florencia, y sus sucesivas vicisitudes como estudiante de historia del arte que bregaba contra la rígida burocracia local.

Le presté atención a medias, estaba demasiado emocionada como para fingir interés. La habitación, que ella llamaba simple, era el triple de mi agujero londinense. Mis dudas iniciales fueron desbaratadas. Apoyé la maleta en la cómoda y volví a mirar la gran cama con dosel, tan antigua como el resto de muebles. Un escritorio, un ropero, una mesa de noche, una alfombra sobre el suelo de madera, una ventana a medio abrir. Me dirigí en esa dirección y la abrí del todo, disfrutando del panorama espléndido que me rodeaba. A lo lejos se veía la aldea, que apenas había percibido durante el recorrido en autobús, enrocada en la otra vertiente de la colina, una franja de río que desaparecía a mi derecha, escondida por la densa vegetación, y el jardín de abajo, bien cuidado y lleno de plantas.

—Adoro ocuparme del jardín —continuó tranquilamente el ama de llaves acercándoseme–. En particular, amo las rosas. Como ve, he cogido un manojo para usted.

Me giré, fijándome, recién en ese momento, en el gran florero sobre la cómoda, rebosante, con un ramo lleno de rosas. Cubrí como un rayo la distancia que me separaba de él, y sumergí la nariz entre sus pétalos carnosos. El perfume me atontó al instante, lo sentí directo en mi cabeza, y me provocó un ligero mareo.



Por primera vez, en mis veintidós años de vida, me sentí en casa. Como si hubiera arribado finalmente a un puerto seguro y acogedor.

—¿Le gustan las rosas blancas, señorita? Quizá las prefería naranjas o rosas. O quizás amarillas...

Volví a pisar tierra, arrastrada a la fuerza por aquella pregunta insidiosa, qué claro, la amable mujer había pronunciado inocentemente y sin ninguna sospecha.

—Me gustan todas. No tengo preferencias —murmuré, cerrando los ojos.

—Apuesto a que le gustan rojas. A todas las mujeres les gustan rojas. Pero me parecían inadecuadas... Quiero decir..., debería ofrecerlas como regalo sólo un pretendiente... ¿Usted está de novia, señorita Bruno?

–No. —Mi voz era poco más que un soplo, con el tono cansado de quien nunca ha dado una respuesta diversa.

—Qué tonta. Es obvio que no lo está, si lo estuviese no estaría aquí, en este lugar apartado, lejos de su amado. Aquí, dudo que pueda encontrar a alguien...

Reabrí los ojos.

—No estoy buscando un novio.

Su expresión se tranquilizó.

—Entonces no se decepcionará. Aquí es prácticamente imposible encontrar pareja, ya todos están acompañados. Se ennovian literalmente en pañales, o a más tardar en las carpetas de la guardería... Sabe cómo son las pequeñas comunidades rurales, cerradas a lo nuevo y diverso.

Y yo era lo diverso, irremediablemente diversa.

—Como le he dicho, no será un problema para mí —dije en tono firme.

—Sus cabellos son de un rojo espléndido, señorita Bruno. Envidiables, diría yo. Dignos de una escocesa, aunque usted no lo sea.

Me pasé distraídamente la mano entre los cabellos, esbozando una sonrisa forzada. No respondí, acostumbrada como estaba a ese tipo de comentarios.

Ella volvió a cotorrear, y de nuevo me distraje, con la mente llena de recuerdos venenosos, unos más lentos en evaporarse, otros más reacios a descolorar, y otros más veloces en aflorar.

Para no dejarme traspasar una vez más por los dardos encendidos de la memoria, interrumpí su relato de otra anécdota.

—¿Cuál será mi horario de trabajo?



La mujer asintió en señal de aprobación, descubriendo mi dedicación al trabajo.

—De las nueve de la mañana a las cinco de la tarde, señorita. Por supuesto que tendrá una pausa para el almuerzo. En ese sentido, le informo de que el señor Mc Laine prefiere consumir sus comidas en la habitación, en completa soledad. Me temo que no será de mucha compañía. —Esbozó una mueca de pesar, y su tono se hizo de excusa—. Es un hombre muy amargado. Usted sabe, por lo de la tragedia... Es como un león enjaulado, y créame... cuando ruge, dan ganas de dejarlo todo y marcharse... como han hecho otras tres secretarias antes que usted...

Sus ojos parecieron examinarme, agudos como lentes de aumento.

—Usted me parece dotada de mayor sensatez y sentido práctico... Espero que resista más tiempo, lo deseo de corazón...

—A pesar de mi apariencia débil y frágil, estoy dotada de una paciencia infinita, señora Mc Millian. Le aseguro que haré lo mejor de mi parte para estar a la altura —le prometí, con todo el optimismo que logré reunir.

La mujer me regaló una amplia sonrisa, conquistada por la solemnidad de mi declaración. Esperé no haber vendido la piel del oso antes de cazarlo.

La mujer se dirigió hacia la puerta, aún sonriente.

—El señor Mc Laine la espera dentro de una hora en su estudio, señorita Bruno. No se deje amilanar. Párele el macho, es el único modo para no hacerse echar en la primera ocasión.

Batí los párpados, abrumada por la agitación inicial.

—¿Le gusta poner en dificultades al personal?

Ella se puso seria.

—Es un hombre duro, pero justo. Digamos que no aprecia a las "gallinas", y hace de todo para comérselas en un bocado. El problema es que muchos milanos se transforman en gallinas ante su presencia...

Se despidió con una sonrisa y abandonó la habitación, ignorando el ciclón que se anidaba en mi cabeza, generado por su discurso final.

Volví a la ventana. La brisa había desaparecido, sustituida por un inusual calor sofocante, característico más del continente que de aquel territorio. Con esfuerzo logré poner mi mente en stand-by, liberándola de los pensamientos nocivos. Volvió a ser una página en blanco, intacta, fresca, libre de toda preocupación. Pero tuve la certeza fulminante, conociéndome como me conocía, de que esa paz era relativa, efímera como una huella sobre la arena, que pronto sería borrada por la marea que se retrae. La acogida de la señora Mc Millian no debía engañarme. Ella era una simple trabajadora, ni más ni menos que la suscrita. Era bueno, pensándolo bien, que estuviera de mi parte, y que me ofreciera una alianza cómplice con su espontaneidad; pero no debía olvidar que mi empleador era otra persona. Mi estancia en esa casa, tan agradable y tan diversa de cualquier otro lugar que hubiera conocido antes, dependía exclusivamente de él, o más bien de la impresión que yo le causara. Yo, sólo yo. Sabía demasiado poco de él, para relajarme. Un hombre solo, condenado a una prisión peor que la muerte, relegado a una vida a medias, un escritor solitario y de mal carácter... Según las veladas alusiones de mi guía, se trataba de un hombre que disfrutaba poniendo en dificultad a las personas, quizá le gustaba desahogar su sed de venganza en otros, no pudiendo desquitarse de su única enemiga: la suerte. Ciega, vendada, indiferente a los sufrimientos que inflige a diestra y siniestra, democrática en cierto sentido.

Tomé un profundo respiro. Si mi estancia en esa casa estaba destinada a ser breve, más valía no deshacer el equipaje. No me parecía bien perder el tiempo. Vagué por la habitación, aún incrédula. Me detuve ante el espejo colgado por encima de la cómoda y miré tristemente mi rostro: mis cabellos eran rojos, ciertamente; lo sabía sólo porque otros me lo decían, yo no era capaz de establecer el color. Vivía una vida en blanco y negro, prisionera también yo como el señor Mc Laine; no de una silla de ruedas, quizás, pero incompleta también. Pasé un dedo sobre un cepillo de plata, colocado sobre la cómoda junto a otros artículos de tocador, un objeto exquisito, de valor, puesto a mi disposición con una generosidad inigualable.

Mis ojos se dirigieron de prisa al gran reloj de pared, y me recordaron, casi pérfidamente, la cita con el dueño de casa. No podía retrasarse. No en nuestro primer encuentro. Quizás el último, si no lograba... ¿Cómo había dicho la señora Mc Millian? Ah, ya. ‘Pararle el macho’. Una palabra para la princesa de las gallinas. Mi palabra favorita, la más frecuentemente utilizada, era "disculpa", declinada según las circunstancias en "disculpe" o "discúlpenme". Antes o después habría pedido disculpas por existir. Enderecé los hombros, en un arranque de orgullo. Vendería cara la piel. Me ganaría el derecho, el placer de estar en esa casa, en aquella habitación, en ese rincón del mundo.

En el rellano, mientras subía las escaleras, mis hombros volvían a curvarse, mi mente a gritar y mi corazón a galopar. Mi tranquilidad había durado... ¿cuánto?, ¿un minuto? Casi un récord.




Capítulo segundo




















Ya en el vestíbulo, fui consciente de mi inevitable ignorancia. ¿Dónde estaba el estudio? ¿Cómo podría encontrarlo si apenas había logrado llegar hasta allí? Antes de hundirme en el fango de la desesperación, la intervención providencial de la señora Mc Millian, con una sonrisa amplia en su rostro enjuto, me puso a salvo.

—Señorita Bruno, estaba viniendo precisamente a llamarla... —Echó una rápida ojeada al péndulo de la pared—. ¡Qué puntualidad! ¡Usted es realmente una perla rara! ¿Está segura de tener raíces italianas y no suizas?

Me reí para mis adentros por la ocurrencia. Sonreía educadamente, adecuando mi paso al suyo, mientras subíamos las escaleras. Pasamos por la puerta de mi dormitorio, nos dirigíamos al parecer al fondo del pasillo, hacia una pesada puerta. Sin parar su sonoro cotorreo, tocó ligeramente la puerta tres veces, y la entreabrió. Quedé a su detrás, las piernas me temblaban mientras ella asomaba la cabeza dentro de la habitación.

—Señor Mc Laine... ella es la señorita Bruno.

—Ya era hora. Está en retraso.

La voz sonó áspera, grosera. El ama de llaves estalló en una risa estruendosa, acostumbrada al malhumor del dueño de la casa.

—Sólo de un minuto, señor. No se olvide que es nueva en la casa. He sido yo, que le ha hecho retrasar, porque...

—Hágala pasar, Millicent.

La interrupción fue brusca, casi un latigazo, y me sobresalté en el lugar de la otra mujer que, imperturbable, se volteó a mirarme fijamente.

—El señor Mc Laine la espera señorita Bruno. Por favor, entre.

La mujer retrocedió, haciéndome un gesto para entrar. Le dirigí una última mirada preocupada. Ella, para animarme, me susurró.

—Suerte.

Y vaya, que tuvo el efecto contrario. Mi cerebro se redujo a una papilla licuada, carente de lógica o de conocimiento del tiempo y del espacio.

Me aventuré a dar un tímido paso dentro de la habitación. Antes de ver nada oí la voz de antes, que estaba despidiendo a alguien.



—Puede retirarse Kyle. Nos vemos mañana. Sea puntual por favor. No toleraré otras tardanzas.

Un hombre estaba de pie, a pocos pasos de mí, era alto y robusto. Me miró e hizo un gesto de saludo con la cabeza, dejando entrever un centelleo de mudo aprecio mientras pasaba por mi lado.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes —le respondí, mirándolo más de lo debido para aplazar el momento en el que haría el ridículo, no respondería a las expectativas de la señora Mc Millian ni a mis locas esperanzas.

La puerta se cerró a mis espaldas, y me hizo recordar las buenas maneras.

—Buenas tardes señor Mc Laine. Me llamo Melisande Bruno, vengo de Londres y...

—Ahórrese el repertorio de sus competencias señorita Bruno. Modestas, por lo demás.

La voz ahora estaba cansada. Mis ojos se levantaron, por fin listos para encontrarse con los de mi interlocutor. Y cuando lo hicieron, agradecí al cielo por haberlo saludado primero. Porque ahora tendría serias dificultades para recordar incluso mi nombre.

Estaba sentado al otro lado del escritorio, en su silla de ruedas, con una mano extendida hacia el borde, casi rozando la madera, y la otra que jugueteaba con una pluma estilográfica. Sus ojos oscuros, insondables, estaban fijos en los míos. Una vez más, la enésima, lamenté el no ser capaz de ver los colores. Habría dado con gusto un año de vida por distinguir el color de su rostro y sus cabellos. Pero esa alegría no me estaba permitida: caso cerrado. En un destello de lucidez pensé que era hermoso así: el rostro de una palidez antinatural, los ojos negros sombreados por largas pestañas, los cabellos negros, ondulados y espesos.

— ¿Es muda, por casualidad? ¿O sorda?

Caí a tierra, precipitándome desde alturas vertiginosas. Me pareció casi sentir el estruendo de mis miembros en el suelo. Un ruido fragoroso y siniestro, seguido de un crujido espantoso y devastador.

—Disculpe, estaba distraída —mascullé, ruborizándome al instante.

Él me escudriño con una atención que me pareció exagerada. Parecía que memorizaba cada línea de mi rostro, deteniéndose en mi garganta. Enrojecí aún más. Por primera vez hubiera querido ardientemente que mi defecto de nacimiento fuera compartido con otro ser humano. Habría sido menos embarazoso si el señor Mc Laine, con su aristocrática y triunfante belleza, no hubiese podido notar el sonrojo que afluía violentamente en cada centímetro de piel que iba descubriendo. Me balanceé sobre mis pies, incómoda ante ese examen visual descaradamente directo. Él continuó con su análisis, pasando a mis cabellos.

—Debería teñirse los cabellos, o terminarán siendo confundidos con fuego. No quisiera que terminara bajo la avalancha de cien extintores.

Su expresión inescrutable se animó un poco, y una chispa de entretenimiento brilló en sus ojos.

—No he elegido este color —dije, reuniendo toda la dignidad de la que era capaz—. Pero el Señor…

Curvó una ceja.

— ¿Es religiosa, señorita Bruno?

— ¿Y usted, Señor?

Posó la pluma sobre el escritorio, sin sacarme los ojos de encima.

—No existen pruebas de que Dios exista.

—Ni tampoco de que no exista —dije en tono desafiante, sorprendiendo antes que nada a mi misma, por la vehemencia con la que había hablado.

Sus labios se curvaron en una sonrisa irónica, luego señaló la silla acolchada.

—Siéntese. —Fue una orden, más que una invitación a sentarme. Sin embargo, obedecí al instante.

—No ha respondido a mi pregunta, señorita Bruno. ¿Usted es religiosa?

—Soy creyente, señor Mc Laine —le confirmé en baja voz—. Pero no soy muy practicante. Más bien, no lo soy en absoluto.

—Escocia es una de las pocas naciones anglosajonas que practica el catolicismo con un fervor y devoción innegables. —Su ironía era inequivocable—. Yo soy la excepción que confirma la regla... ¿No se dice así? Digamos que creo sólo en mí mismo, y en lo que puedo tocar.

Se apoyó blandamente en el respaldo de la silla de ruedas, tamborileando con la punta de los dedos en los reposabrazos. Sin embargo, no pensé, ni siquiera por un milésimo de segundo, que fuera vulnerable o frágil. Su expresión era la de alguien que ha escapado de las llamas, y que no tiene miedo de volver a arrojarse en ellas, si lo considera necesario o, simplemente, si tiene ganas. Alejé con dificultad mis ojos de su rostro. Era reluciente, casi perlado, de un blanco brillante y lúcido, distinto de los rostros habituales que me rodeaban. Era agotador mirarlo, y también escuchar su voz hipnótica. Una serpiente encantadora, y a cualquier mujer le hubiera encantado caer bajo el sortilegio, bajo el secreto hechizo que emanaba de él, de aquel rostro perfecto, de esa mirada irónica.

—Entonces, usted es mi nueva Secretaria, señorita Bruno.

—Si está de acuerdo en confirmar mi contratación, señor Mc Laine —precisé, levantando la mirada.

Él sonrió, ambiguo.

—¿Por qué no debiera contratarla? ¿Porque no va todos los domingos a la iglesia? Me juzga muy superficial si piensa que soy capaz ahora de echarla o... de mantenerla aquí sobre la base de un cruce de palabras. No la conozco lo suficiente como para emitir un juicio tan poco halagüeño respecto a usted —asintió sonriendo—. Soy consciente, sin embargo, de que una fructífera relación de trabajo nace también de una inmediata simpatía, de una primera impresión favorable.

Su humor fue tan inesperado que me hizo sobresaltar. De la misma forma repentina como nació, se apagó. Me miró fríamente.

—¿Cree realmente que sea fácil encontrar empleadas dispuestas a transferirse a esta aldea olvidada de Dios y del mundo, lejos de cualquier oportunidad de entretenimiento, de cualquier centro comercial o discoteca? Usted ha sido la única que ha respondido el anuncio, señorita Bruno.

El entretenimiento estaba al acecho, detrás del hielo de sus ojos. Una placa de hielo negro se rompió con una grieta fina de humor que me calentó el alma.

—Entonces no tendré que preocuparme por la competencia —dije, entrecruzando nerviosamente las manos en mi vientre.

Él me estudió aún más, con la misma irritante curiosidad con la que se mira un animal raro.

Tragué saliva, haciendo gala de una desenvoltura ficticia y peligrosamente precaria. Por un instante, el tiempo justo para concebir una idea, me dije que debía escapar de aquella casa, de esa habitación rebosante de libros, de aquel hombre inquietante y hermoso. Me sentía como un gatito inerme, a pocos centímetros de las fauces de un león. Predador cruel, presa impotente. Luego la sensación se desvaneció, y me di cuenta de lo tonta que era. Delante de mí estaba un hombre de personalidad desbordante, arrogante y prepotente, pero prisionero desde hace mucho tiempo de una silla de ruedas. Yo era la presa de turno, una chica tímida, temerosa y reacia a los cambios. ¿Por qué no dejarle a sus anchas? Si le divertía tomarme el pelo, por qué negarle la única oportunidad de entretenimiento, ocio, que tenía? Era casi noble de mi parte, en cierto sentido.

—¿Qué piensa de mí, señorita Bruno?

Una vez más le obligué a repetir la pregunta, y una vez más le tomé de sorpresa.



—No pensé que fuera tan joven.

Se puso tenso al instante, y yo enmudecí, temerosa de haberle en cierto modo herido. Él se recompuso, y me heló con otra de sus sonrisas de infarto.

—¿De verdad?

Me agité en la silla, temerosa, indecisa, no sabía cómo continuar. Luego me decidí, hice acopio de todo mi coraje, y animada por su mirada enlazada con la mía en una danza muda pero no por ello menos emocionante, volví a hablar.

—Bueno... ha escrito su primer libro a los veinticinco, hace quince años, según tengo entendido. Sin embargo, parece sólo un poco mayor que yo. —Lo sopesé, casi distraídamente.

—¿Cuántos años tiene, señorita Bruno?

—Veintidós, señor —respondí, enmarañada nuevamente en la profundidad de sus ojos.

—Soy realmente viejo para ti, señorita Bruno —dijo con una risilla. Luego bajó la mirada, y la fría noche de invierno volvió a envolverlo entre sus espiras, más cruel que una serpiente. Toda huella de calor desapareció—. De todas maneras puede estar tranquila. No deberá temer por ningún acoso sexual mientras duerma en su cama. Como ve, estoy condenado a la parálisis.

Callé porque no sabía qué responder. Su tono era amargado y privo de esperanza, bajo un rostro esculpido en piedra.

Sus ojos sondearon los míos, en busca de algo que parecía no encontrar. Se concedió una pequeña sonrisa.

—Al menos no hay piedad en usted. Eso me alegra. No la quiero, no la necesito. Soy más feliz que tantos otros, señorita Bruno, porque soy libre, totalmente, en el modo más absoluto. —Frunció las cejas—. ¿Qué hace aquí todavía? Puede irse.

La forma seca de decirme adiós, me desconcertó. Me levanté incierta, y él aprovechó para desahogar conmigo su enojo.

—¿Todavía aquí? ¿Qué quiere? Ah, ¿su salario? ¿O quiere hablar de su día libre? —me recriminó encolerizado.

—No, señor Mc Laine.

Torpemente, me dirigí a la puerta. Ya tenía la mano sobre la aldaba cuando me detuvo.

—A las nueve de la mañana, señorita Bruno. Estoy escribiendo un nuevo libro, el título es "Muertos sin sepultura". ¿Lo encuentra espeluznante? —Su sonrisa se hizo más amplia.

El brusco cambio de humor era probablemente un rasgo dominante de su carácter. Tenía que esforzarme para tenerlo presente en lo sucesivo, o corría el riesgo de tener una crisis de histeria por lo menos veinte veces al día.



—Parece interesante, señor —contesté con cautela.

Echó la cabeza hacia atrás, y estalló en una copiosa risa.

—¡Interesante! Apuesto a que nunca ha leído uno de mis libros, señorita Bruno. Me parece de estómago delicado, usted... No dormiría toda la noche, atormentada por pesadillas...

Rio de nuevo, saltando del tú al usted con la misma rapidez con la cual cambiaba de humor.

—No soy tan sensible como parece, señor —respondí compungida, desencadenando otra ola de risas.

Con sus manos maniobró la silla de ruedas, con una habilidad felina y admirable, fruto de años y años de práctica, y con una velocidad extraordinaria se vino hacia mi lado. Tan cerca que inutilizó cualquier intento mío de concebir un pensamiento racional. Instintivamente, di un paso atrás. Él fingió no notar mi desplazamiento, y señaló la librería que estaba a mi derecha.

—Coge el cuarto libro de la izquierda, tercer estante.

Obediente, aferré el libro que me indicaba. El título me era familiar porque había hecho una investigación sobre él en Internet antes de venir, pero a decir verdad nunca había leído nada suyo. El género de terror no era lo mío, mucho más apto para paladares fuertes, y no para el mío, delicado y romántico.

—«Zombi en camino» —leí en voz alta.

—Es el más adecuado para empezar. Es el menos... ¿cómo decirlo? Menos aterrador.

Rio de gusto, obviamente de mí y del malestar indefectiblemente poco disimulado que se traslucía a través de cada poro de mi piel.

—¿Por qué no lo comienzas esta noche? Perfecto para prepararte para tu nuevo trabajo —sugirió él, con los ojos sonrientes.

—Ok, lo haré —contesté con escaso entusiasmo.

—Hasta mañana, señorita Bruno —se despidió, con un aire nuevamente grave—. Enciérrate en la habitación, no quiero que los espíritus del Palacio te visiten esta noche, o alguna otra temible criatura nocturna. Sabes cómo es... —Hizo una pausa, un destello de hilaridad titiló en la oscuridad de sus ojos—. Como te he dicho antes, es difícil encontrar empleadas por estos lares.

Ensayé una sonrisa, poco convincente después de todo.

—Buenas noches, señor Mc Laine.

Antes de cerrar la puerta, una frase en tono de broma salió de mis labios, sin que pudiera evitarlo.

—No creo en los espíritus ni en las criaturas nocturnas.

—¿Segura?

—No hay pruebas de su existencia, señor —le respondí, parodiándolo, involuntariamente.

—Ni siquiera del hecho de que no existan —argumentó él. Giró la silla de ruedas, y regresó detrás del escritorio.

Cerré suavemente la puerta, tenía el corazón en la garganta. Quizá tenía razón él, y los zombis existen. Porque en ese momento me sentía una de ellos. Trastornada, con los cables cruzados, suspendida en el limbo en el que ya no sabía distinguir entre lo real e irreal. Peor que no saber distinguir los colores.

Cené desganadamente en compañía de la señora Mc Millian, con la cabeza en otra parte, con otra compañía. Me temía que la recuperaría sólo el día siguiente, de regreso de ver a aquel a quien la había encomendado. Algo me decía que no era en "buenas manos" que mi confiado corazón la había dejado.

De la conversación de aquella tarde con el ama de llaves recuerdo muy poco. Habló ella sola, incesantemente. Parecía al séptimo cielo por tener finalmente alguien con quien hablar. O más bien, alguien que la escuchara. Yo era perfecta en ese sentido. Demasiado educada para interrumpirla, demasiado respetuosa para revelar mi desinterés, demasiado ocupada pensando en otra cosa como para advertir la necesidad de permanecer sola. Total, sea como sea, estaría pensado en él.

En mi habitación, una hora más tarde, sentada cómodamente en la cama, con la cabeza apoyada en los almohadones, abrí el libro, y me sumergí en la lectura. En la segunda página estaba ya aterrorizada, y de manera reprobable, pues se trataba simplemente de un libro. A pesar de que, teóricamente, era bien dotada de sentido común, la atmósfera en la habitación se hizo asfixiante, y urgente el deseo de una bocanada de aire.

A pies descalzos atravesé la habitación en penumbra y abrí de par en par la ventana. Me senté en el alféizar, y me sumergí en aquella tibia noche de comienzos de verano, donde el silencio era roto únicamente por el chirrido de los grillos y el reclamo de una lechuza. Era hermoso estar allí, lejos años luz de la vorágine de Londres, de sus ritmos apremiantes, siempre al borde de la histeria. La noche era un manto negro, con apenas el blancor de algunas estrellas aquí y allá. Me gustaba la noche, y pensé ociosamente que me hubiera gustado ser una criatura nocturna. La oscuridad era mi aliada. Sin luz todo es negro, y mi incapacidad genética de distinguir los colores disminuía, perdía importancia. De noche, mis ojos eran idénticos a los de cualquier persona. Por algunas horas no me sentía diferente. Un alivio momentáneo, por cierto, pero refrescante como el agua sobre la piel caliente.

La mañana siguiente me despertó el sonido del despertador, y me quedé unos minutos en la cama, atontada. Luego del aturdimiento inicial, recordé lo ocurrido el día anterior, y reconocí la habitación.

Una vez vestida, descendí las escaleras, casi atemorizada por el silencio profundo en torno a mí. Al ver a Millicent Mc Millian, alegre y parlanchina como siempre, la niebla desapareció de mi mente turbulenta y regresó a ella la serenidad.

—¿Ha dormido bien, señorita Bruno? —comenzó a modo de saludo.

—Nunca mejor —respondí, sorprendida yo misma de aquella novedad. Hacía años que no me abandonaba tan serenamente al sueño, dejando en un rincón los pensamientos negativos, al menos por unas horas.

—¿Se sirve un café o un té?

—Té, por favor —le agradecí, sentándome en la mesa de la cocina.

—Vaya al salón, le llevo para allá.

—Preferiría tomar desayuno con usted —dije, ahogando un bostezo.

La mujer pareció complacida y comenzó a trajinar alrededor de los hornillos. Retomó el habitual parloteo, y yo me sentí libre de pensar en Monique. «¿Qué estará haciendo a esta hora?» «¿Ya habrá preparado el desayuno?» Los pensamiento en mi hermana me hicieron cargar de nuevo el fardo en mi débil espalda, y acogí con alegría la llegada de la taza de té.

—Gracias, señora Mc Millian. —Paladeé con placer el líquido caliente y agradablemente perfumado, mientras que el ama de llaves ponía sobre la mesa el pan tostado y una serie de escudillas llenas de diversas confituras provocativas.

—Coja la de frambuesas. Es fabulosa.

Alargué la mano hacia el plato, con el corazón al borde del colapso. Mi diversidad volvió a inundarme de cieno oscuro y maloliente. ¿Por qué yo? Y en todo el mundo, ¿habrá otros como yo? ¿O yo era una anomalía aislada, una aberrante broma de la naturaleza?

Aferré una escudilla al azar, rogando que la señora estuviera demasiado concentrada en hablar y no advirtiera mi probable error. Las confituras eran cinco, tenía entonces una posibilidad de cinco, dos de diez, veinte de cien de pillar la correcta en el primer intento.

Ella se apresuró a corregirme, menos distraída de lo que pensaba.

—No, señorita. Esa es de naranja. —Sonrió, sin darse cuenta en lo más mínimo de la agitación que se agigantaba dentro de mí, y de mi frente cubierta de sudor. Me pasó una escudilla—. Aquí la tiene, es fácil de confundirla con la de fresas.

No se percató de mi sonrisa forzada, y retomó el relato de sus aventuras amorosas con un joven florentino que terminó plantándola por una sudamericana.

Comí con desgano, aún tensa por el incidente de hacía poco, y bastante arrepentida por no haber aceptado la propuesta de comer sola. De haber sido así, no habría habido problemas. Evitar las situaciones potencialmente críticas, era mi mantra para toda mi vida. No debía dejar que la atmósfera encantadora de aquella casa me impulsara a actos precipitados, olvidando la prudencia necesaria. La señora Mc Millian parecía una mujer muy capaz, inteligente y afectuosa, sin embargo, era exageradamente charlatana. No podía contar con su discreción. En la pequeña pausa que hizo para beber su té, aproveché para hacerle una que otra pregunta.

—¿Trabaja desde hace muchos años con el señor Mc Laine?

Se le iluminó el rostro, feliz de poder dar rienda a nuevas anécdotas.

—Estoy aquí desde hace quince años. Llegué pocos meses después del accidente ocurrido al señor Mc Laine. Aquél en que... Bueno, usted ya sabe... Todos los domésticos anteriores fueron despedidos. Parece que el señor Mc Laine era un hombre muy risueño, lleno de ganas de vivir, siempre alegre. Ahora, lamentablemente, las cosas han cambiado.

—¿Cómo ocurrió? Me refiero... al accidente. Es decir... perdone mi curiosidad, es imperdonable. —Me mordí un labio, temerosa de ser malinterpretada. Ella sacudió la cabeza.

—Es normal plantearse preguntas, forman parte de la naturaleza humana. Exactamente no sé qué sucedió. En el pueblo me han dicho que el señor Mc Laine debía casarse precisamente el día siguiente del accidente de coche, y obviamente ya no se hizo nada. Algunos dicen que estaba borracho, pero son voces carentes de fundamento, en mi opinión. Lo que se sabe de cierto es que terminó fuera de la carretera para evitar a un niño.

Mi curiosidad se reavivó, alimentada por sus palabras.

—¿Niño? —Había leído en Internet que el accidente se produjo de noche. Ella se encogió de hombros.

—Sí, al parecer se trataba del hijo del abacero. Había escapado de casa porque se le había metido en la cabeza unirse a la compañía circense que estaba de gira por la zona.

Hurgué en esa noticia. Eso explicaba los bruscos cambios de humor del señor Mc Laine, su perenne descontento, su infelicidad. ¿Cómo no entenderlo? Su mundo se había desmoronado, hecho trizas, por efecto de un destino desafortunado. Un hombre joven, rico, bello, escritor de éxito, a punto de coronar su sueño de amor... Y en el lapso de pocos segundos perdió gran parte de lo que tenía. Yo nunca habría podido experimentar una desgracia similar, sólo podía imaginarla. No se puede perder lo que no se tiene. Mi única compañera de toda la vida era la nada.

Una rápida ojeada al reloj de pulsera me confirmó que ya era hora de partir. Mi primer día de trabajo. Mi corazón se aceleró, y en un destello de lucidez me pregunté de quién él dependía, si del nuevo trabajo o del misterioso dueño de aquella casa.

Subí las escaleras de dos en dos, con el temor irracional de llegar tarde. En el pasillo me crucé con Kyle, el enfermero «Manitas».

—Buenos días. —Desaceleré el paso, avergonzándome de mi prisa. Debí haberle parecido una persona insegura, o lo que es peor una exaltada.

—Buenos días. Señorita Bruno, ¿verdad? ¿Puedo tutearle? En el fondo estamos en el mismo barco, a merced de un fatuo lunático. —La gruesa y brutal rudeza de sus palabras me dejó pasmada—. Lo sé, soy irrespetuoso con mi empleador, etcétera, etcétera. Pronto aprenderá a darme la razón. ¿Cómo te llamas?

—Melisande.

Esbozó una inclinación torpe.

—Encantado de conocerte, Melisande de los cabellos rojos. Tu nombre es realmente extraño, no es escocés... Aunque tú pareces más escocesa que yo.

Sonreí de pura cortesía, e intenté esquivarlo, aún angustiada por llegar tarde. Pero él me cerraba el paso, parado de piernas abiertas en el rellano. Fue la intervención a tiempo de una tercera persona que desenredó la madeja.

—¡Señorita Bruno! ¡No soporto las tardanzas!

El grito provenía indudablemente de mi nuevo empleador, y me hizo poner los pelos de punta. Kyle se hizo a un lado inmediatamente, para permitirme pasar.

—Suerte, Melisande de los cabellos rojos. La necesitarás.

Le lancé una mirada feroz, y corrí hacia la puerta del fondo del pasillo. Estaba entreabierta, y un anillo de humo salía de ella. Sebastián Mc Laine estaba sentado detrás del escritorio, como el día anterior, sujetaba un cigarro entre los dedos, su rostro era inflexible.

—Cierre la puerta, por favor. Y luego venga a sentarse. Ya hemos perdido bastante tiempo, mientras usted fraternizaba con el resto del personal.

Su tono era áspero, insultante. Un sentido de rebelión me impulsó a responder: un cordero temerario frente a un cuchillo de carnicero.

—Solo era una simple cortesía. ¿O quizá preferiría una secretaria maleducada? Si es así, puedo incluso largarme, enseguida.

Mi respuesta impulsiva le tomó de sorpresa. Su rostro se encendió de asombro, lo mismo que probablemente reflejaba yo. No había sido nunca tan audaz.

—Y yo que ya la había etiquetado como un perro sin dientes... Me había apresurado demasiado... precipitado, realmente.

Me senté frente a él, con las piernas que se me quebraban, arrepentida por mi irreflexiva franqueza, y aterrorizada por las potenciales y explosivas consecuencias. Mi empleador no parecía ofendido, todo lo contrario, sonreía.

—¿Cuál es su nombre de bautismo, señorita Bruno?

—Melisande —respondí automáticamente.

—Por Debussy, supongo. ¿Sus padres eran amantes de la música?, ¿concertistas, quizás?

—Mi Padre era minero —confesé con renuencia.

—Melisande... Un nombre rimbombante para la hija de un minero —observó, con voz vibrante, de risa retenida.

Se estaba burlando de mí, y a pesar de mis propósitos del día anterior, no estaba segura de querer dejarle a sus anchas. O eso se convertiría en su actividad favorita. Enderecé los hombros, tratando de recuperar la compostura perdida.

—Y Sebastián, ¿por qué? Por San Sebastián, ¿quizás? Realmente incongruente como opción.

Él cogió el golpe, frunciendo la nariz por un instante infinitesimal.

—Envaina las garras, Melisande Bruno. No estoy en guerra contigo. Si lo estuviera, tú no tendrías esperanzas de ganar. Nunca. Ni siquiera en tus sueños más atrevidos.

—No sueño nunca, señor —respondí, lo más digna posible.

Él pareció impresionado por mi respuesta de sangrienta sinceridad.

—Eres afortunada entonces. Los sueños son siempre una engañifa. Si son pesadillas, perturban tu sueño; si son sueños bonitos, el despertar será doblemente amargo. Es mejor no soñar, a fin de cuentas. —Sus ojos no se separaron de los míos, esos ojos hechiceros—. Eres un personaje interesante Melisande. Un clavo en el zapato, pero divertida

—añadió en tono burlón.

—Me alegro entonces de tener los requisitos necesarios para este trabajo —comenté irónicamente.

Me hice daño en el labio inferior con los dientes, abatida de nuevo por el arrepentimiento. ¿Qué me estaba sucediendo? Nunca había reaccionado con esa deplorable impulsividad. Debía cortar con eso antes de perder totalmente el control.

Ahora sonreía de oreja a oreja, divertido más de lo que las palabras puedan expresar.

—Los tienes realmente. Estoy seguro de que nos llevaremos bien. Una secretaria que no sabe soñar, como su jefe. Hay una afinidad electiva entre nosotros, Melisande. De almas, en un cierto sentido. Si no fuera porque uno de nosotros tiene más de una, y desde hace ya mucho tiempo... —Antes de que pudiera encontrar sentido a sus palabras oscuras, se puso serio; tenía los ojos nuevamente impasibles, la expresión inescrutable, ausente, sin vida—. Debes enviar el fax de los primeros capítulos del libro a mi editor. ¿Sabes cómo hacerlo?

Asentí, y una punzada me hizo darme cuenta de que extrañaba nuestro duelo verbal. Hubiera querido que fuera infinito. Había sacado de ese intercambio, cual manantial milagroso, una energía sin precedentes para mí, que me colmó de una vitalidad impresionante.

Las dos horas siguientes volaron. Envié varios faxes, abrí el correo, escribí las cartas de rechazo a diversas invitaciones y puse en orden el escritorio. Él, en silencio, escribía en la computadora, tenía el ceño fruncido, los labios apretados, sus manos blancas y elegantes volaban en el teclado. Cerca de la hora de almuerzo, con un gesto de la mano llamó mi atención.

—Puedes hacer una pausa, Melisande. Quizá comer algo, o dar un paseo.

—Gracias Señor.

—¿Has empezado a leer mi libro?, el que te he dado.

Su rostro todavía estaba ausente, sereno, pero capté un relámpago de buen humor en aquellos ojos negros.

—Tenía usted razón, señor. No es exactamente mi género —le confesé con total sinceridad.

Sus labios se curvaron ligeramente, en una sonrisa oblicua, capaz de penetrar la coraza de mis defensas. Coraza que creía más fuerte que el acero.

—No lo dudaba. Apuesto a que tú eres más un tipo Romeo y Julieta.

No había ironía en su voz, se limitaba a hacer una constatación.

—No, señor. —Replicarle me vino de forma natural, como si nos conociéramos de siempre, y pudiera ser yo misma, plenamente, sin subterfugios o máscaras—. Yo amo sólo las historias de final feliz. La vida es ya demasiado amarga como para aumentar la dosis con un libro. Si no me ha sido concedido el poder soñar de noche, quiero hacerlo al menos de día. Si no me ha sido concedido el poder soñar en la vida, quiero hacerlo al menos con un libro.

Sopesó cuidadosamente mis palabras, y tan largamente que pensé que no me daría una respuesta. Cuando me iba a despedir me retuvo.

—¿La señora Mc Millian te ha explicado el nombre de esta casa?

—Probablemente lo habrá hecho —admití con una sonrisa a medias—. Me temo haberle prestado oídos a medias.

—Felicitaciones, yo me pierdo después de la décima palabra —dijo sin ironía—. Nunca he tenido espíritu de sacrificio, soy un egoísta hecho y derecho.

—A veces hay que serlo —dije sin pensar—, o te demolerán las expectativas de los demás. Y acabarás viviendo una vida que no es la tuya, sino la que otros han decidido para ti.

—Muy sabia, Melisande Bruno. Has hallado, a sólo veintidós años, la clave de la serenidad de espíritu. No es para todos.

—¿Serenidad? —repetí, amargada—. No, la sabiduría de entender una cosa no implica necesariamente aceptarla. La sabiduría nace en la cabeza, el corazón sigue sus propios recorridos, independientes y peligrosos. Y tiende a hacer desviaciones fatales.

Él desplazó la silla de ruedas, acercándose a la parte del escritorio donde estaba yo, con sus ojos penetrantes.

—¿Entonces? ¿Está curiosa por saber la razón del nombre Midnight Rose? ¿O no?

—Rosa de medianoche —traduje, luchando con la emoción de tenerlo tan cerca. Huía desde hace tiempo de la compañía masculina, desde el día de mi primera y única cita. Tan desastrosa como para marcarme por siempre.

—Exacto. En esta zona existe una leyenda antigua, de siglos, quizás milenios, según la cual si se asiste al despuntar de una rosa a la medianoche, nuestro más grande y secreto deseo será escuchado por arte de magia. Aun si es un deseo oscuro y maldito.

Apreté las manos en un puño, casi retándome con la mirada.

—Si un deseo tiene como finalidad hacernos felices, nunca es oscuro y maldito —dije con calma.

Él me miró con atención, como si no creyera a sus oídos. Dejó escapar una risa casi demoníaca. Un terror serpenteó a lo largo de mi espalda.

—Muy sabia, Melisande Bruno. Te lo concedo. Palabras escandalosas para una chica que no aplastaría un mosquito sin ponerse a llorar.

—Una mosca quizás, pero con un mosquito no tendría problemas —respondí lapidaria.

De nuevo se puso atento, y en aquellos ojos oscuros una llama lejana era incapaz de entibiar el hielo.

—Cuánta información valiosa sobre ti, señorita Bruno. He descubierto en pocas horas que eres hija de un ex minero apasionado de Debussy, que no puedes soñar y que odias los mosquitos. Cómo así, me pregunto. ¿Qué te han hecho esas pobres criaturas? —La burla era evidente en su voz.

—¿Pobres?, de ninguna manera —repliqué con prontitud–. Son parásitos, se alimentan de sangre ajena. Son insectos inútiles, a diferencia de las abejas, y ni siquiera tan simpáticas como las moscas.

Se batió una mano sobre la cadera, estallando en risas.

—¿Simpáticas las moscas? Eres extrañísima Melisande, y muy, demasiado, divertida.

Más caprichoso que el tiempo de marzo, su humor cambió bruscamente. Su risa se apagó en un dos por tres, y volvió a mirarme fijamente.

—Los mosquitos chupan sangre porque no tienen otra opción, querida mía. Es su única fuente de sustento, ¿puedes censurárselo? Tienen gustos refinados, a diferencia de las tan ensalzadas moscas, acostumbradas a chapotear entre los desperdicios humanos. —Miré el escritorio lleno de hojas, incómoda bajo sus ojos gélidos—. ¿Qué harías en el lugar de un mosquito, Melisande? ¿Renunciarías a nutrirte? ¿Morirías de hambre para no ser etiquetada como parásito?

Su tono era apremiante, como si requiriese una respuesta. Lo satisfice.

—Probablemente no. Pero no estoy segura. Tendría que estar en el lugar de un mosquito, para tener la certeza. Me gusta creer que podría encontrar una alternativa. —Mantuve la mirada cautelosamente apartada de él.

—No siempre hay alternativas, Melisande. —Por un instante su voz tembló, bajo la carga de un sufrimiento del que no tenía ni idea, con el que tenía que negociar cada día, por quince largos años—. Nos vemos a las dos, señorita Bruno. Sea puntual.

Cuando me gire hacia él, ya había dado vueltas a la silla de ruedas, escondiéndome su rostro. La conciencia de haber cometido una metedura de pata me machacó el corazón cual prensa, pero no podía remediarlo de ninguna manera. En silencio dejé la habitación.




Capítulo Tercero




















A las dos, puntual, me presenté en la oficina. Kyle estaba saliendo con un plato todavía intacto entre las manos, con el aire de quien quiere mandar al diablo todo y a todos y trasladarse a otra parte del mundo.

—Está de pésimo humor, y no quiere comer nada —balbuceó.

El pensamiento de haber sido yo la causante involuntaria de su estado de ánimo hirió en lo profundo mi ser, cada fibra, cada célula. Nunca he hecho mal a nadie, siempre caminando casi en punta de pies para no molestar, atenta a cada palabra para no herir.

Crucé el umbral, con una mano apoyada en la hoja de la puerta dejada abierta por Kyle. Cuando entré, sus ojos se alzaron.

—Ah, es usted. Entre, señorita Bruno. Dese prisa, por favor.

No perdí tiempo en obedecer. Hizo deslizar sobre el escritorio varias hojas cubiertas por una fina caligrafía masculina.

—Envíe estas cartas. Una al director de mi banco, y la otra a las direcciones indicadas en el pie de página.

—Inmediatamente, señor Mc Laine —contesté con deferencia.

Cuando levanté la mirada y vi su rostro, noté con alegría que le había vuelto la sonrisa.

—Qué formales estamos, señorita Bruno. No hay prisa. No son cartas tan importantes. No es cuestión de vida o muerte. Soy un muerto viviente desde hace ya muchos años.

A pesar de la crudeza de su declaración parecía que le había regresado el buen humor. Su sonrisa era contagiosa y calentó mi alma alborotada. Por suerte no le duraba mucho el malhumor, pero sus cóleras eran inquietantes y violentas.

—¿Sabe conducir, Melisande? Debo enviarla a traer algunos libros de la biblioteca local. Sabe..., investigaciones. —Su sonrisa fue sustituida por una mueca de burla—. Naturalmente no puedo ir yo —añadió, a manera de explicación.

Incómoda, apreté más las hojas entre las manos, corriendo el riesgo de arrugarlas.

—No tengo el permiso, señor —me disculpé.

La sorpresa alteró sus bellísimos rasgos.

—Pensaba que la juventud de hoy tuviera prisa de crecer exclusivamente para obtener el derecho a conducir. Incluso, lo hacen antes, a escondidas.

—Soy diferente, señor —dije lacónica. Y lo era realmente. Casi alienígena en mi diversidad.

Me escudriñó con esos ojos negros, más penetrantes que un radar. Sostuve su mirada, inventando en ese momento una excusa plausible.

—Tengo miedo de conducir, y con un semejante antecedente, acabaría solo por ocasionar desastres —expliqué de prisa, alisando las hojas que yo misma había arrugado.

—Después de tanta sinceridad por su parte, siento el olor a mentira —dijo casi cantando.

—Es la verdad. Podría realmente... —Perdí la voz por un largo instante, luego continué—. Podría realmente matar a alguien.

—La muerte es el mal menor —susurró. Bajó los ojos sobre sus piernas, y contrajo la quijada.

Me maldije mentalmente, de nuevo. Era realmente una creadora de problemas, incluso sin un volante entre las manos. Un peligro público, imperdonablemente insensible, hábil sólo para meter la pata.

—¿Quizá lo he ofendido, señor Mc Laine?

La ansiedad se dejó entrever en mi pregunta, y lo despertó de su sopor.

—Melisande Bruno, una joven mujer, venida quién sabe de dónde, excéntrica y divertida como un cartón animado... ¿Cómo puede esta chica ofender al gran escritor de terror, al satánico y perverso Sebastián Mc Laine? —Su voz era calma, en contraste con la dureza de sus frases.

Me torcí las manos, nerviosa como en el primer encuentro.

–Tiene razón, señor. No soy nadie. Y....

Sus ojos se afilaron, amenazantes.

—En efecto. Usted no es nadie. Usted es Melisande Bruno. Por tanto, es alguien. No permita nunca a nadie humillarla, ni siquiera a mí.

—Debo aprender a estar callada. Antes de venir a esta casa lo podía perfectamente —murmuré afligida, con la cabeza inclinada.

—¿Midnight Rose tiene el poder de sacar fuera lo peor de usted, Melisande Bruno? ¿O es quien habla el que posee esa increíble habilidad? —Me dirigió una sonrisa benévola, con la magnanimidad de un soberano.

Acepté feliz la tácita oferta de paz, y volví a encontrarme con su sonrisa.

—Creo que depende de usted, señor —le revelé en voz baja, como si confesara un pecado capital.

—Ya sabía que era un demonio —dijo solemne—, pero hasta este punto... Me deja sin palabras...





—Si quiere le paso el diccionario —dije riendo.

La atmósfera se había aligerado, y también mi corazón.

—Creo que el verdadero diablillo es usted, Melisande Bruno —siguió molestándome—. Es Satanás en persona quien la ha enviado, para turbar mi tranquilidad.

—¿Tranquilidad? ¿Está seguro de no confundirla con el aburrimiento? —bromeé.

—Si lo era, con usted aquí, no lo voy a volver a sentir nunca más, de eso estoy seguro. Quizás, a este paso, terminaré por extrañarla —dijo con énfasis.

Estábamos riendo ambos, en la misma longitud de onda, cuando alguien llamó a la puerta. Tres veces.

—La señora Mc Millian —se adelantó él, sin desviar su mirada de mi rostro.

Yo lo hice, a regañadientes, para recibir al ama de llaves.

—Ha llegado el doctor Mc Intosh, señor —dijo la buena mujer, con una punta de ansiedad en la voz.

El escritor se puso serio al instante.

—¿Ya es martes?

—Así es, señor. ¿Desea que lo haga pasar a su habitación? —preguntó, ella, gentilmente.

—Está bien. Llama a Kyle —ordenó él, con el tono seco como un quintal de pólvora.

Se dirigió a mí, aún más seco.

—Nos vemos más tarde, señorita Bruno.

Seguí al ama de llaves por las escaleras. Ella respondió a mi pregunta inexpresivamente.

—El Doctor Mc Intosh es el médico local. Todos los martes viene a revisar al señor Mc Laine. Aparte de la parálisis, es sano como un roble, pero es una costumbre, y también una prudencia.

—¿Su... —Dudé, indecisa en la elección de la palabra—. condición es irreversible?

—Lamentablemente sí, no hay esperanzas —fue su triste confirmación.

A los pies de la escalera, esperaba un hombre, que mecía su maletín con el instrumental.

—¿Que pasó, Millicent? ¿Se había olvidado de nuevo del control?

El hombre me guiñó el ojo, buscando mi complicidad.

—Usted es la nueva secretaria, ¿verdad? Le tocará a usted hacerle recordar las próximas citas. Cada martes, a las tres de la tarde. —Me extendió la mano, con una sonrisa amistosa—. Soy el médico de cabecera. John McIntosh.

Era un hombre alto, tanto como Kyle, pero más anciano, entre los sesenta y setenta quizás.

—Y yo soy Melisande Bruno —dije, devolviéndole el apretón de manos.





—Un nombre exótico para una belleza digna de las mujeres escocesas.

La admiración en su mirada fue elocuente. Le sonreí con gratitud. Antes de llegar a este poblado, ni siquiera marcado en los mapas, era considerada simpática, a lo mucho graciosa, y la mayoría de las veces apenas pasable. Nunca hermosa.

La señora Mc Millian se iluminó con aquel elogio, como si fuera mi madre y yo la hija casadera. Afortunadamente, el médico era anciano y casado, a juzgar por el gran aro en el anular; de lo contrario, ella se habría dado un buen trabajo para arreglarme un buen matrimonio en el marco de la idílica Midnight Rose.

Después de acompañarlo hasta arriba, volvió a mí, con una expresión traviesa en su rostro enjuto.

—Lástima que sea casado. Sería un partido magnífico para usted.

Lástima que sea viejo, me hubiera gustado añadir. Pero callé justo a tiempo al recordar que la señora Mc Millian tendría al menos cincuenta años, y que probablemente encontraba al médico atractivo y deseable.

—No estoy buscando novio —le recordé con firmeza—. Espero que no quiera también endosarme a Kyle.

Ella negó con la cabeza.

—Es casado también él. Mejor dicho... es separado, caso raro por estas partes. De todas maneras, no me gusta. Hay en él algo inquietante y lascivo.

Iba a refutar, decir que el novio potencial tenía que gustarme en primer lugar a mí, pero desistí. Sobre todo porque Kyle no me gustaba tampoco. No era exactamente el tipo de hombre con quien me hubiera gustado soñar, si pudiera hacerlo. No, era injusta. A decir verdad, tras haber conocido al enigmático y complicado Sebastián Mc Laine, era difícil encontrar a alguien a su altura. Me dije mentalmente que era estúpida. Que era patético y banal caer en la red tendida por el guapo escritor. Él era sólo mi empleador, y yo no quería terminar como las miles de otras secretarias, enamoradas sin esperanza de sus jefes. Con silla de ruedas o no, Sebastián Mc Laine estaba fuera de mi alcance; eso era indiscutible.

—Voy para arriba —dije—. ¿Cuánto duran habitualmente las visitas?

El ama de llaves rio alegremente.

—Más de lo que el señor Mc Laine pueda soportar.

Se imbuyó en una serie de relatos que tenían como tema las visitas médicas. Yo la corté en los inicios, con la fundada convicción de que si no lo hiciese a tiempo me quedaría allí, en una escucha ininterrumpida, hasta el martes siguiente.





Estaba en el rellano, sintiendo apenas mis pasos amortiguados por las suaves alfombras, cuando vi a Kyle que salía de un dormitorio. Me pareció que fuera el de nuestro común empleador.

Él me notó y me guiñó un ojo en forma confidencial. Yo guardé las distancias, decidida a no darle cuerda. Tenía razón la señora Mc Millian, pensé, mientras lo veía acercárseme. Había en él algo profundamente incómodo.

—Todos los martes la misma historia. Quisiera que Mc Intosh dejara estas visitas inútiles. El resultado es siempre el mismo. Apenas se vaya, seré yo quien tenga que soportar el mal humor de su asistido. —Su sonrisa se amplió—. Y tú.

Me encogí de hombros.

—Es nuestro trabajo, ¿no? Para eso nos pagan.

—Quizá no lo suficiente. Es realmente insoportable.

Su tono fue tan irrespetuoso que me dejó estupefacta. No estaba segura de si era sólo la típica franqueza de la gente de su pueblo, genuina en sus despiadados juicios. Tenía un sentimiento de inferioridad, como una especie de envidia hacia quien podía permitirse el lujo de no trabajar, si no por hobby, como el señor Mc Laine. Envidia hacia él, a pesar de que estaba relegado en una silla de ruedas, más encarcelado que un preso.

—No deberías hablar así —lo regañé, bajando la voz—. ¿Y si te escuchara...?

—No es fácil encontrar personal por estas partes. Sería difícil encontrarme un reemplazo. —Lo dijo como un dato fáctico, condescendiente, como si le estuviera haciendo un favor. Las palabras eran idénticas a las del señor Mc Laine, y me di cuenta de su verdad intrínseca—. Aquí no hay ocasiones de diversión —continuó, con un tono más insinuante esta vez.

Casualmente, al menos en apariencia, hizo que se me moviera un mechón de cabellos en la frente. Instantáneamente retrocedí, molesta por su respiración caliente sobre mi rostro.

—Quizá la próxima vez que te toque, lo apreciarás más —dijo, para nada ofendido.

La seguridad con la que habló desencadenó mi furia subterránea.

—No habrá una próxima vez —susurré—. No busco distracciones, probablemente no de este tipo.

—Ciertamente, ciertamente. Por el momento.

Quedé estoicamente silenciosa, ya que me hubiera gustado darle una patada en las canillas, o una bofetada en esa cara desagradable.

Me dirigí a paso de marcha a lo largo del corredor, ignorando su risa silenciosa.

Estaba ya casi por abrir la puerta de mi habitación, cuando la del señor Mc Laine se abrió y pude oír con claridad su voz, ya más sofocada.





—¡Fuera de esta casa, Mc Intosh! Y si quieres realmente hacerme un favor, no vuelvas más.

La respuesta del médico fue tranquila, como si estuviera acostumbrado a esos arranques de ira.

—Volveré el martes a la misma hora Sebastián. Ah, estoy encantado de encontrarte sano como un roble. Tu aspecto y tu cuerpo pueden rivalizar con los de un veinteañero.

—Qué buena noticia, Mc Intosh. —La voz del otro era incisiva e irónica—. Salgo inmediatamente a festejar. Quizás hago también un salto de baile.

El médico cerró la puerta, sin responder. Al darse vuelta me vio, y esbozó una sonrisa cansada.

—Se acostumbrará a su humor variable. Es amable, cuando quiere. Es decir, muy raramente.

Salí en defensa de mi jefe, lealmente.

—Cualquiera en su lugar...

Mc Intosh siguió riéndose.

—No cualquiera. Cada quien reacciona a su manera, señorita. Téngalo bien presente. Después de quince años se debería al menos resignar. Pero me temo que Sebastián no conozca el significado de esa palabra. Es así... —Hubo una ligera vacilación—. ... pasional; en el sentido más amplio de la palabra. Es impetuoso, volcánico, testarudo. Una terrible tragedia le sucedió precisamente a él.

Sacudió la cabeza, como si los designios divinos le parecieran inexplicables, luego me saludó brevemente y se marchó. En ese momento no supe qué hacer. Miré con deseo la puerta de mi habitación. Irradiaba una tal dulzura que me atarantó. Tenía miedo de afrontar a Mc Laine tras su reciente ataque de rabia; aunque si no había sido dirigido a mí. Una vez más no fui yo quien decidió.

—¡Señorita Bruno! ¡Venga inmediatamente aquí!

Para traspasar la gruesa puerta de roble tenía que haberse desgañitado. Eso fue demasiado para mis nervios ya destrozados. Abrí su puerta, mis pies se dirigían por fuerza de inercia.

Era la primera vez que entraba en su dormitorio, pero la decoración me dejó indiferente. Mis ojos fueron imantados instantáneamente por la figura echada en la cama.

—¿¡Dónde está Kyle!? —Me reclamó con dureza—. Es el ser más indolente que jamás haya conocido.

—Voy a buscarlo —me ofrecí, feliz de tener una excusa plausible para huir patas para que te quiero de la habitación de aquel hombre, de aquel momento.

Él me aturdió con la fuerza de su mirada fría.

—Después. Ahora venga dentro.

En cierto modo el terror que sentía se aplacó el tiempo suficiente para poder entrar en su habitación con la cabeza en alto.

—¿Puedo hacer algo por usted?

—¿Y qué podría hacer? —Un temblor de ironía estremeció sus labios carnosos—. ¿Cederme sus piernas? ¿Lo haría, Melisande Bruno? ¿Si fuera posible? ¿Cuánto valen sus piernas? ¿Un millón, dos millones, tres millones de libras?

—No lo haría nunca por dinero —respondí en seco.

Se apoyó en los codos, y me miró fijamente.

—¿Y por amor? ¿Lo haría por amor, Melisande Bruno?

«Me está tomando el pelo, como de costumbre», me dije. Sin embargo, por unos instantes, tuve la impresión de que ráfagas de viento invisibles me estaban empujando hacia sus brazos. Aquel instante de momentánea locura pasó, y me repuse, recordando que tenía delante un desconocido, no el resplandeciente príncipe de la armadura reluciente que no era ni siquiera capaz de soñar. Y ciertamente no un hombre que pudiera enamorarse de mí. En circunstancias normales no habría estado nunca allí, en aquella habitación, compartiendo el momento más íntimo de una persona. Aquél, en el que se está sin máscaras, desnudo de cualquier defensa, desnudo de toda formalidad impuesta por el mundo exterior.

—Nunca he amado, señor —respondí pensativa—. Por tanto, ignoro qué haría en ese caso. ¿Me sacrificaría a tal punto por la persona amada? No lo sé, realmente.

Sus ojos no me dejaban, como si no fueran capaces de hacerlo. O quizás me lo imaginaba, porque era eso lo que yo experimentaba en ese momento.

—Es una pregunta estrictamente académica, Melisande. Piensa, si estuvieras realmente enamorada de alguien... ¿le cederías tus piernas, o tu alma? —Su expresión era indescifrable.

—¿Usted lo haría, señor?

Entonces, rio. Una risa que retumbó en la habitación, inesperada y fresca como el viento primaveral.

—Yo lo haría, Melisande. Quizás porque he amado, y sé qué se siente. —Me echó un vistazo de reojo, como si esperase alguna pregunta de mi parte, pero no la hice. No sabía qué decir. Podía hablar de vinos o de astronomía, el resultado habría sido idéntico. Yo no era capaz de discutir sobre los temas de amor. Porque, precisamente, no tenía ni idea de lo que era—. Acerca la silla de ruedas —dijo finalmente, en tono de mando.

Encantada de cumplir una tarea para la que me encontraba preparada, obedecí. Sus brazos se extendieron con esfuerzo, y resbaló con habilidad consumada en su instrumento de tortura. Tan odiado como necesario y valioso.

—Entiendo cómo se siente —dije impulsivamente, movida por la compasión.

Él alzó los ojos y me miró. Una vena latía en la sien derecha, nerviosa por mi comentario.

—No tienes idea de cómo me siento —dijo lapidario—. Yo soy diferente. Diferente, ¿entiendes?

—Yo lo soy de nacimiento, señor. Lo puedo entender, créame —me defendí, con voz tenue.

Trató de atravesar mi mirada, pero me negué.

Alguien tocó a la puerta, y acogí aliviada la llegada de Kyle, con su expresión vacía.

—¿Me necesita, señor Mc Laine?

El escritor hizo un movimiento colérico.

—¿Dónde te habías metido, ablandahigos?

Hubo un destello de rebelión en los ojos del enfermero, pero no hizo ningún comentario.

—Espéreme en el estudio, señorita Bruno —me ordenó Mc Laine, con la voz que aún le temblaba por la violencia reprimida.

No miré hacia atrás mientras salía.




Capítulo Cuarto




















Varios días transcurrieron antes de poder recuperar esa alquimia inicial, y posteriormente perdida, con el propietario de Midgnight Rose.

Evitaba a Kyle como a la peste, para no despertar en él la más mínima esperanza. Sus ojos llenos de codicia trataban siempre de capturar los míos, las veces que nos veíamos. Yo lo mantenía a una debida distancia, con la esperanza de que eso bastara para disuadirlo del deseo de intentar nuevos, desagradables, acercamientos. En cambio, comenzaba a apreciar la compañía de la señora Mc Millian. Era una mujer aguda, nada chismosa, como la había erróneamente juzgado a primera vista. Era leal hasta la médula con Mc Laine, y esa cualidad nos acercó mucho. Llevaba a cabo mis tareas con apasionada diligencia, feliz de poder transferir, al menos en parte, el peso desde la espalda de él hacia la mía. Me hacían falta nuestras discusiones, y mi corazón amenazó con estallar cuando ellas volvieron. Inesperadas, como habían comenzado.

—¡Maldición!

Levanté de golpe la cabeza, que tenía inclinada sobre algunos documentos que estaba reordenando. Tenía los ojos cerrados, y una expresión tan vulnerable en aquel rostro de muchacho, que quedé enternecida.

—¿Todo bien?

Su mirada fue bruscamente gélida, y casi me molestó que hubiera abierto los ojos.

—Es mi condenado editor —explicó, agitando una hoja.

Era una carta que había llegado con el correo de la mañana, a la que no había hecho caso. Yo clasificaba la correspondencia, y me recriminé por no habérsela dado primero. Quizás estaba molesto conmigo por haber omitido una misiva importante. Sus palabras sucesivas revelaron, sin embargo, el enigma.

—Hubiera querido que esta carta se perdiera por la calle —dijo disgustado—. Pretende que le envíe el resto del manuscrito. —Mi silencio pareció alimentar su furia—. Y yo no tengo otros capítulos para mandarle.

—Son tantos días que lo veo escribir —expresé perpleja.





—Son días que escribo idioteces, dignas sólo de terminar donde han ido a parar —precisó, señalando la chimenea.

Había notado que el fuego había sido encendido el día anterior, y me sorprendí, considerando la temperatura totalmente veraniega; pero no pedí explicaciones.

—Intente hablar con su editor. ¿Quiere que le haga la llamada? —propuse, rápida—. Estoy segura de que comprenderá...

Me interrumpió, agitando bruscamente la mano, como si quisiera expulsar una mosca molesta.

—¿Comprenderá qué? ¿Que estoy en crisis creativa? ¿Que estoy viviendo el clásico bloqueo del escritor? —Su sonrisa burlona hizo palpitar mi corazón, como si lo hubiera acariciado. Echó la carta sobre la mesa—. El libro no continuará. Por primera vez en mi carrera me parece que no tengo nada más que escribir, que he agotado mi vena.

—Entonces haga otra cosa —dije impulsivamente.

Él me miró como si yo hubiera enloquecido.

–¿Disculpe…?

—Concédase una pausa, así podrá entender qué está sucediendo —le dije frenéticamente.

—¿Haciendo qué? ¿Un poco de footing? ¿Una carrera en coche? ¿O una partida de tenis?

El sarcasmo en su voz era tan afilado como para lacerarme. Me pareció casi sentir el calor pegajoso de su sangre que brotaba de sus heridas.

—No solo existen hobbies físicos —dije, agachando la cabeza—. Podría escuchar un poco de música, quizás. O leer.

¡Ajá!, ahora si que me liquidará en un abrir y cerrar de ojos, pensé, como a quien hubiera sugerido el peor cúmulo de tonterías de la historia. En cambio, sus ojos estaban atentos, concentrados en mí.

—Música. No es una idea perversa. Total, no tengo nada mejor que hacer, ¿no? Me señaló un tocadiscos, en el estante más alto de la librería.

—Cójalo, por favor.

Subí en la silla y lo bajé, admirando al mismo tiempo sus detalles.

—Es maravilloso. Original, ¿verdad?

Él asintió, mientras lo ponía sobre el escritorio.

—Siempre he sido un apasionado de enseres antiguos, aunque este es más moderno. En la caja roja encontrará los discos de vinilo.

Me detuve delante de la librería, con los brazos inertes a lo largo del cuerpo. Había dos cajas negras de dimensiones similares en el mismo estante en el que había estado antes el tocadiscos. Me pasé la lengua sobre los labios áridos, mi garganta ardía. Él me llamó, impaciente.

—Dese prisa, señorita Bruno. Sé que no voy a ninguna parte, pero eso no justifica su lentitud. ¿Qué es? ¿Una tortuga? ¿O ha ido a lecciones de Kyle?

Nunca seré capaz de acostumbrarme a su sarcasmo, pensé encolerizada, mientras tomaba una apresurada decisión. Era el momento: confesar mi aberrante anomalía o seguir la vía más fácil, como en el pasado. Es decir, coger una caja al azar y rogar que fuera la correcta. No podía abrirla antes y espiar el contenido, estaban cerradas con grandes trozos de cinta adhesiva. Luego de pensar en las frases terroríficas de las que sería objeto si dijera la verdad, me decidí. Subí sobre la silla, y traje abajó una caja. La apoyé sobre el escritorio sin mirarla. Lo sentí que buscó en ella, en silencio. Sorprendentemente era la correcta. Y volví a respirar.

—Mira. —Me presentó un disco—. Debussy.

—¿Por qué él? —pregunté.

—Porque he vuelto a valorar a Debussy, desde que sé que su nombre fue elegido en homenaje a él.

La sencillez primitiva de su respuesta me dejó sin respiración, con el corazón que se retorcía entre esperanzas punzantes como espinas. Porque eran demasiado hermosas para creerlas.

Yo no sabía soñar. Quizás porque mi mente ya había entendido al nacer aquello que mi corazón se negaba a hacerlo. Es decir, los sueños no se convierten nunca en realidad. No los míos, al menos.

La música tomó cuerpo, e invadió la habitación. Primero suavemente, luego con mayor vigor, hasta subir en un crescendo emocionante, seductor.

El señor Mc Laine cerró los ojos, y se apoyó en el respaldo de la silla, absorbiendo el ritmo, haciéndolo suyo, apropiándose de él en un robo autorizado.

Yo lo miraba, aprovechando el hecho de que no podía verme. En ese momento me pareció tremendamente joven y frágil, como si una simple ráfaga de viento pudiera quitármelo. Cerré yo también los ojos ante aquel pensamiento vergonzoso y ridículo. Él no era mío, nunca lo sería, con o sin silla de ruedas. Mientras más pronto lo entendería, más pronto recuperaría mi sentido común, mi reconfortante resignación, mi equilibrio mental. No podía poner en peligro la jaula en la que deliberadamente me había encerrado, no debía exponerme a un sufrimiento atroz a causa de una simple fantasía, de un sueño irrealizable, digno de una adolescente.





La música cesó, candente y embriagadora. Reabrimos los ojos en el mismo instante. Los suyos habían retomado su habitual frialdad; los míos estaban empañados, somnolientos.

—El libro así no está bien —determinó—. Haga desaparecer el tocadiscos, Melisande. Quisiera escribir un poco, incluso reescribir todo. —Me dedicó una sonrisa resplandeciente—. La idea de la música ha sido genial. Gracias.

—¿Le parece...? No he hecho nada especial —balbuceé, escapando a su mirada, a las profundidades en las cuales corría el riesgo regularmente de perderme.

—No, no ha hecho nada especial, en efecto —admitió, haciendo bajar mi moral por debajo de mis tacones, por el modo rápido con el que me había liquidado—. Es usted, que es especial, Melisande. Usted, no lo que dice o hace.

Su mirada chocó contra la mía, decidida a capturarla como de costumbre. Levantó las cejas, con esa ironía que ya conocía tan bien.

—Gracias, señor —respondí compungida.

Él rio, como si hubiera dicho un chiste. No me lo tomé a mal, me encontraba divertida. Es mejor que nada, quizás. Recordé nuestra conversación de unos días atrás, cuando me había preguntado si por amor hubiera cedido mis piernas, o mi alma. Esa vez, respondí que nunca había amado, y por lo tanto ignoraba como me comportaría. Ahora me di cuenta de que quizá podía responder a esa pregunta insidiosa.

Trajo hacia sí el ordenador y comenzó a escribir, excluyéndome de su mundo. Yo volví a mis funciones, aunque tenía el corazón en un puño. Enamorarme de Sebastián Mc Laine era un suicidio. Y yo no tenía veleidades de kamikaze. ¿Verdad? Era una chica con sentido común, práctica, razonable, incapaz de soñar. También con los ojos abiertos. O al menos lo había sido hasta ese momento, me corregí.

—¿Melisande?

—¿Si, Señor? —Me giré hacia él, sorprendida de que me hubiera dirigido la palabra. Cuando empezaba a escribir se apartaba de todo y de todos.

—Tengo ganas de rosas —dijo, mientras señalaba el florero sobre el escritorio—. Pida a Millicent que lo llene, por favor.

—Como no, señor. Aferré el vaso de cerámica con ambas manos. Sabía que era pesado.





—Rosas rojas —especificó—. Como tus cabellos.

Enrojecí, si bien no había nada de romántico en lo que había dicho.

—Está bien, Señor.

Sentía su mirada que me traspasaba la espalda, mientras abría con cuidado la puerta y entraba en el pasillo. Descendí a la planta baja, con el jarrón apretado entre mis manos.

—¿Señora Mc Millian? ¿Señora..?

No había rastro de la anciana ama de llaves; luego, un recuerdo afloró en mi mente, demasiado tenue para aferrarlo. La mujer, en el desayuno, me había dicho algo, a propósito del día libre... ¿Se refería a hoy? Difícil de saberlo. La señora Mc Millian era un hervidero de información confusa, y rara vez lograba escucharla de principio a fin. Tampoco en la cocina había rastro de ella. Desconsolada, apoyé el jarrón sobre la mesa, junto a una cesta de fruta fresca.

¡Lo que faltaba! Me di cuenta de que debía yo elegir las rosas en el jardín. Una tarea más allá de mis capacidades. Más fácil coger una nube y bailar un vals.

Con un zumbido insistente en las orejas, y la sensación de una catástrofe inminente, salí al aire libre. La rosaleda estaba delante de mí, ardiente como un fuego de pétalos. Rojas, amarillas, rosas, blancas, azules incluso. Lástima que yo vivía en blanco y negro, en un mundo donde todo era sombra. En un mundo en el que la luz era algo inexplicable, algo indefinido, prohibido. No podía ni siquiera hacerme la idea de cómo distinguir los colores, porque ignoraba qué eran. Desde mi nacimiento.

Di un paso incierto hacia la rosaleda, mis mejillas ardían. Tendré que inventar una excusa para justificar mi regreso arriba sin flores. Una cosa era elegir entre dos cajas, otra era llevar rosas del mismo color. Rojo. ¿Cómo es el rojo? ¿Cómo imaginar algo que nunca se ha visto, ni siquiera en un libro?

Pisé una rosa rota. Me incliné a cogerla, estaba marchita, lánguida en su muerte vegetal, pero tenía perfume aún.

—¿Qué haces aquí?

Me aparté bruscamente los cabellos de la frente, lamentando no haberlos recogido en el habitual moño. Eran largos hasta la nuca, y ya estaban impregnados de sudor.

—Debo recoger rosas, para el señor Mc Laine —respondí lacónica.

Kyle sonrió, con su habitual sonrisa llena de segundas intenciones irritantes.

—¿Necesitas ayuda?





En esas palabras lanzadas al viento, vacías y ambiguas, descubrí una vía de salvación, un atajo inesperado, que cogí al vuelo.

—En realidad deberías hacerlo tú, pero no estabas en las proximidades. Como de costumbre —dije ácida.

Un temblor le cruzó el rostro.

—No soy un jardinero. Trabajo ya demasiado.

Al escuchar eso se me escapó una risa. Me llevé una mano a la boca, como para amortiguar la risa. Él me miró furibundo.

—Es la verdad. ¿Quién crees que lo ayuda a lavarse, vestirse, a moverse?

El pensamiento de Sebastián Mc Laine desnudo me provocó casi un cortocircuito. Lavarlo, vestirlo... Tareas que yo habría realizado con mucho gusto. Luego, el pensamiento de que nunca me habría tocado eso a mí, me hizo responder ácidamente.

—Pero la mayor parte del día estás libre. Ciertamente, a su disposición, pero raramente eres perturbado —le dije, azuzando el fuego—. Hey, ¡ven a ayudarme!

Se decidió, aún molesto.

Le aferré las cizallas, sonriendo.

—Rosas rojas —especifiqué.

—Así se hará —gruño, poniéndose manos a la obra.

Al final, cuando el ramo estaba listo, lo cortó en la cocina, en donde se encontraba el florero. Me pareció más práctico y fácil dividirnos la tarea. Él llevaría el jarrón de cerámica, yo las flores.

Mc Laine estaba aún escribiendo, enfervorizado. Se interrumpió cuando nos vio entrar, juntos.

—Ahora entiendo por qué se demoraron tanto —susurró en mi dirección.

Kyle se despidió rápidamente, mientras dejaba con rudeza el jarrón sobre el escritorio. Por un instante temí que se derramaría. Ya había salido cuando me apresuré a acomodar las rosas en el jarrón.

—¿Era tan difícil la tarea que tenías que hacerte ayudar? —me preguntó, dejando brotar de sus ojos destellos de ira incontrolable.

Braceé como un pez que ha mordido estúpidamente el anzuelo.

—El jarrón era pesado —me justifiqué—. La próxima vez no lo llevaré conmigo.

—Muy sabio. —Su voz era engañosamente angelical. Con el rostro ensombrecido por una barba de dos días, parecía verdaderamente un demonio maligno, ascendido directamente de los infiernos para tiranizarme.





—No encontré a la señora Mc Millian —insistí. Un pez que todavía se aferra al anzuelo, que aún no ha comprendido que se trata de un anzuelo.

—Ah, claro, es su día libre —admitió él. Pero luego su enojo resurgió, sólo había estado temporalmente calmado—. No quiero historias de amor entre mis empleados.

—¡Ni siquiera se me había cruzado por la cabeza! —dije impetuosamente, con una sinceridad que me hizo merecedora de una sonrisa de aprobación de parte suya.

—Me alegro de eso. —Sus ojos eran gélidos a pesar de su sonrisa—. Pero por supuesto que eso no sirve para mí. No tengo nada en contra de tener historias con los empleados, yo. —Enfatizó sus palabras, como para reforzar la tomadura de pelo.

Por primera vez tuve ganas de darle un puñetazo, y comprendí que no sería la primera. No libre para descargar mi ira con quien quería, mis manos apretaron más fuerte el manojo, olvidándose de las espinas. El dolor me cogió de sorpresa, como si me creyera inmune a las espinas, acostumbrada como estaba a combatir contra otras.

—¡Ay! —Retiré de golpe la mano.

—¿Te has hincado?

Mi mirada fue más elocuente que cualquier respuesta. Extendió su mano, para buscar la mía.

—Hazme ver.

Se la mostré, como una autónoma. La gota de sangre resaltaba en la piel blanca. Oscura, negra para mis ojos anómalos. Roja carmín para los suyos, normales.

Traté de retirar mi mano, pero la tenía apretada con fuerza. Lo observé, sorprendida. Su mirada no abandonaba mi dedo, como si estuviera secuestrado, hipnotizado. Luego, como de costumbre, todo acabó. Su expresión cambió, al punto que no sabría descifrarla. Pareció tener náuseas y retiró su mirada deprisa y corriendo. Mi mano quedó libre, y me llevé el dedo a la boca, para chuparme la sangre.

Giró su cabeza de nuevo en mi dirección, como guiado por una fuerza imparable y poco grata. Su expresión era agonizante, sufriente. Pero sólo por un instante. Sobrecogedora e ilógica.

—El libro prosigue bien. He recobrado mi vena —dijo, como si respondiera a una pregunta mía nunca formulada—. ¿Te incomoda traerme una taza de té?

Me agarré de sus palabras, como un cable echado a un náufrago.

—Voy enseguida.





—¿Podrás hacerlo sola, esta vez?

Su ironía fue casi agradable, tras la terrible mirada de antes.

—Trataré —respondí, siguiendo el juego.

Esta vez no encontré a Kyle, y fue un alivio. Me moví por la cocina con mayor seguridad que en el jardín. Dado que consumía todas las comidas allí, en compañía de la señora Mc Millian, conocía todos sus escondrijos. Encontré sin esfuerzo el hervidor de agua en el mueble colgante al lado del frigorífico, y los sobres de té en una lata de hojalata, en otro. Volví arriba, con la fuente entre las manos.

El señor Mc Laine no levantó la mirada cuando me vio entrar. Evidentemente sus oídos, como antenas de radar, habían captado que estaba sola.

—He traído azúcar y miel, ya que no sabía cómo prefiere beberlo. Y también leche.

Rio con sarcasmo, cuando miró la fuente.

—¿No era demasiado pesada para ti?

—Me las he arreglado —dije dignamente.

Defenderse de sus bromas verbales estaba convirtiéndose en una costumbre irrenunciable, sin duda preferible a la expresión trágica de pocos minutos antes.

—Señor...

Había llegado el momento de abordar una cuestión importante. El me mando una sonrisa llena de sincera benevolencia, como un monarca bien dispuesto hacia un súbdito leal.

—¿Sí, Melisande Bruno?

—Quisiera saber cuál será mi día libre —dije de un solo golpe, intrépida.

Él abrió los brazos y se estiró, voluptuosamente, antes de responder.

–¿Día libre? ¿Apenas has llegado, y ya quieres deshacerte de mí?

Pasé el peso de un pie a otro, mientras lo miré servirse una cucharada de leche y una cucharada de azúcar en el té, y luego sorber despacio.

—Hoy es domingo, señor, el día libre de la señora Mc Millian. Y mañana será exactamente una semana de mi llegada. Quizás es el momento de hablar de eso, Señor.

Por su expresión parecía que no quería darme ningún día libre.

—Melisande Bruno, ¿estás quizá pensando que no quiero concederte días libres? —preguntó burlón, como si me hubiera leído la mente. Estaba ya mascullando que no, que nunca se me hubiera pasado por la mente una cosa similar, absurda por lo demás, cuando añadió—: …Porque tendrías perfectamente razón.

—Quizás no he entendido bien, señor. ¿Es otra de sus bromas? —Tenía la voz débil, y me esforzaba por controlarla.





—¿Y si no lo fuera? —refutó, con unos ojos insondables como el océano.

Lo miré con la boca abierta.

—Pero la señora Mc Millian...

—Tampoco Kyle tiene días libres —me recordó, con una sonrisa socarrona. Tuve la ligera sensación de que se estuviera divirtiendo a más no poder.

—Él no tiene un horario fijo como el mío —dije fastidiada.

Tenía una ganas locas de explorar el pueblo y los alrededores de la casa, y me molestaba tener que luchar por un derecho. Él no movió una pestaña.

—Está siempre a mi disposición.

—Entonces,¿ cuándo tendría yo que salir? —pregunté alzando la voz—. ¿De noche, quizás? Estoy libre del ocaso al alba... ¿En lugar de dormir, tendré que callejear? A diferencia de Kyle yo vivo aquí, no vuelvo a casa por la noche.

—No te aventures a salir de noche. Es peligroso.

Sus palabras silenciosas se grabaron en mi conciencia, provocando un débil sentimiento de furia.

—Estamos en un callejón sin salida —dije, con voz gélida como la suya—. Quiero visitar los alrededores, pero no me concede un día libre para poder hacerlo. Por otro lado, sin embargo, me sugiere de forma amenazadora que no salga de noche, definiéndolo peligroso. ¿Qué me queda por hacer?

—Eres aún más bella cuando te enfadas, Melisande Bruno —observó, sin que viniera al caso—. La cólera te tiñe las mejillas de un rosa delicioso.

Me deleite por un instante delicioso en la alegría de ese halago, luego la ira tomó la delantera.

—¿Entonces? ¿Tendré un día libre?

Sonrió de través, y mi furia languideció, sustituida por una excitación diferente e impensable.

—Ok, que sea el domingo —decidió finalmente.

—¿El domingo? —Había cedido tan rápidamente que me sorprendió. Era tan rápido en sus decisiones como para hacerme dudar de su capacidad para cumplirlas—. Pero es también el día libre de la señora Mc Millian... ¿Está seguro de...?

—Millicent está libre sólo en la mañana. Usted puede tomar la tarde.

Asentí, poco convencida. Por el momento debía contentarme.

—De acuerdo.

Señaló la fuente.

—¿La lleva a la cocina, por favor?

Estaba ya llegando a la puerta, cuando un pensamiento me hirió con el impacto de un meteorito.

—¿Por qué precisamente el domingo?

Me volteé a mirarlo. Tenía la expresión de una serpiente de cascabel, y comprendí todo en un a abrir y cerrar de ojos. Porque hoy es domingo, y tendré que esperar siete días. Una victoria pírrica. Estaba tan furiosa que me tentó la idea de tirarle encima la fuente.

—Pasará rápidamente —me persuadió, divertido—. Ah, no tire la puerta, cuando salga.

Fui tentada de hacerlo, pero me obstaculizó la fuente. Habría tenido que colocarla por tierra, y renuncié a la idea. Probablemente se habría divertido aún más.

Aquella noche, por primera vez en mi vida, soñé.




Capítulo Quinto




















Parecía que era un espíritu, casi espectral en mi camisa de noche, revoloteando en el viento invisible. Sebastián Mc Laine me tendía la mano, amable.

—¿Quieres bailar conmigo, Melisande Bruno?

Estaba parado, inmóvil, a los pies de mi cama. Ninguna silla de ruedas. Su figura era parpadeante, pálida, de la misma consistencia de los sueños. Cubrí la distancia que nos separaba, veloz como un cometa. Él me sonrió encantadoramente, como quien no duda de la felicidad del otro, porque es reflejo de la suya.

—Señor Mc Laine, usted puede caminar... —Mi voz era ingenua, evocaba a la de una niña.

Él recambió mi sonrisa, con sus ojos tristes y oscuros.

—Al menos en los sueños, sí. ¿No quieres llamarme Sebastián, Melisande? ¿Al menos en el sueño?

Me sentí embarazada, reticente a abandonar las formalidades, incluso en aquel momento fantástico e irreal.

—De acuerdo... Sebastián.

Sus labios me ciñeron la cintura, un estrujamiento firme y jocoso. —¿Sabes bailar, Melisande?

—No.

—Entonces déjate guiar por mí. ¿Crees que lo puedes hacer? —Me miró desconfiado, ahora.

—No creo que lo logre —admití, sincera.

Él asintió, para nada turbado por mi sinceridad.

—¿Ni siquiera en sueños?

—Yo no sueño nunca —respondí incrédula.

Sin embargo lo estaba haciendo. Era un hecho indiscutible, ¿no? No podía ser real. Yo en camisa de dormir entre sus brazos, con la dulzura de su mirada, notando la ausencia de la silla de ruedas.

—Espero que no te despiertes decepcionada —dijo pensativo.

—¿Por qué debería? —objeté.

—Yo seré el objeto del primer sueño de tu vida. ¿Estás decepcionada?

Me miraba serio, dubitativo. Se tiraba hacia atrás ahora, y yo le planté los dedos en sus brazos, feroces como garras.

—No, quédate conmigo, por favor.





—¿Me quieres realmente en tu sueño?

—No quisiera ningún otro —dije arrogante.

Estoy soñando, me repetía. Podía decir todo lo que me pasaba por la cabeza sin temor a las consecuencias. Él me sonrió una vez más, más hermoso que nunca. Me hizo girar, acelerar el ritmo a medida que aprendía los pasos. Era un sueño real en una manera espantosa. Mis dedos percibían, bajo las yemas, la suavidad de la cachemira de su Jersey, y más abajo aún, la firmeza de sus músculos. A un cierto punto advertí un ruido, como una péndola que marcaba las horas. Se me escapó una risilla.

—¡También aquí!

El ruido de la péndola no me era particularmente agradable, era un sonido chillón, angustioso, viejo. Sebastián se separó de mí, tenía la frente contraída.

—Tengo que irme.

Me sobresalté, como golpeada por un proyectil.

—¿Debes, precisamente?

—Debo, Melisande. También los sueños terminan. —En sus palabras tranquilas había tristeza, el sabor de despedida.

—¿Volverás? —No podía dejarlo irse así, sin luchar.

Él me estudió atentamente, como lo hacía siempre durante el día, en la realidad.

—¿Cómo podría no volver, ahora que has aprendido a soñar?

Aquella promesa poética calmó mi ritmo cardíaco, ya irregular ante la idea de no verlo más. No así, al menos. El sueño se apagó, como la llama de una vela. Y así la noche.

La primera cosa que miré, al abrir los ojos, fue el techo de vigas expuestas. Luego la ventana, a medio cerrar por el calor. Había soñado por primera vez.

Millicent Mc Millian me sonrió amablemente, cuando me vio aparecer en la cocina.

—Buenos días, linda, ¿ha dormido bien?

—Como nunca en mi vida —respondí lacónica. El corazón corría el riesgo de estallarme en el pecho al recordar al protagonista de mi sueño.

—Me da mucho gusto —dijo el ama de llaves sin saber a qué me refería.

Se volcó en un relato detallado del día transcurrido en el pueblo. De la misa, del encuentro con tipos cuyos nombres no me decían nada. Como siempre, la dejé hablar, con la mente ocupada en fantasías mucho más agradables, y el ojo siempre fijo en el reloj, en la febril espera de volverlo a ver.

Era infantil pensar que sería una jornada diferente, que él se comportaría de forma diferente. Había sido un sueño, nada más. Pero inexperta como era en el tema, me ilusionaba el hecho de que pudiera tener una continuación en la realidad.

Cuando llegué al estudio, estaba abriendo las cartas con un cortapapeles de plata. Levantó apenas la mirada cuando aparecí.

—Otra carta de mi editor. He apagado el celular precisamente para no tener que soportarlo. Detesto la gente sin imaginación... No tienen idea del mundo de un artista, de sus tiempos, de sus espacios...

Su tono insípido me hizo poner nuevamente los pies en la tierra. Ningún saludo, ningún reconocimiento especial, ninguna mirada dulce. Bienvenida a la realidad, me saludé yo misma. ¡Qué necia al pensar lo contrario! Es por eso que no había nunca logrado soñar antes. Porque no creía, no esperaba, no me atrevía a desear nada. Debía volver a ser la Melisande de antes de aquella casa, antes de ese encuentro, antes de la ilusión. Pero quizás lo soñaré de nuevo. El pensamiento me calentó más que el té de la señora Mc Millian, o que el sol enceguecedor detrás de la ventana.

—¡Hey! ¿Qué hace allí plantada como una estatua? Siéntese, por Dios.

Me senté frente a él, dócilmente, sintiendo el reproche, que me quemaba la piel. Me pasó la carta, con aire serio.

—Escríbale. Dígale que tendrá su manuscrito en la fecha prevista.

—¿Está seguro que podrá? Quiero decir... Está reescribiendo todo...

Reaccionó irritado por lo que consideró una crítica.

—Son mis piernas que están paralizadas, no mi cerebro. Tuve un momento de crisis. Pero se acabó. Definitivamente.

Mantuve un prudente silencio durante toda la mañana, mientras lo veía pulsar las teclas del ordenador con inusual energía. Sebastián Mc Laine era fácil de irritarse, lunático y caprichoso. También fácil de odiar; lo había notado estudiándolo a escondidas. Y también hermoso; demasiado, y consciente de serlo. Lo que lo hacía doblemente detestable. En mi sueño había aparecido como un ser inexistente, la proyección de mis deseos, no un hombre real, en carne y hueso. El sueño fue mentiroso, estupendamente mentiroso.

A un cierto punto, me señaló las rosas.

—Cámbialas, por favor. Detesto verlas marchitar. Las quiero siempre frescas.

Recuperé la voz.

—Lo haré en este momento.

—Y tenga cuidado, no se vaya a cortar esta vez.

La dureza de su tono me sorprendió. Yo nunca estaba adecuadamente preparada para sus frecuentes arranques de ira, llenos de destrucción.

Para no correr riesgos tomé todo el jarrón, y bajé abajo. A mitad de la escalera me encontré con el ama de llaves, que se apresuró a ayudarme.

—¿Qué ha sucedido?

—Quiere nuevas rosas —le expliqué con la respiración cortada—. Dice que detesta verlas marchitar.





La mujer alzó los ojos al cielo.

—Cada día una nueva.

Llevamos el jarrón a la cocina, y luego ella fue a coger las rosas, frescas y estrictamente rojas. Yo me dejé caer en una silla, casi como contagiada por la atmósfera oscura de la casa. No lograba sacarme de la cabeza el sueño de aquella noche, en parte porque era el primero en mi vida, y aún tenía en mí la emoción del descubrimiento; y por otro lado, porque había sido tan real, dolorosamente real. El sonido de la péndola me hizo dar tumbos. Era tan aterradora como la había percibido también en mi sueño. Quizá fue ese detalle que lo hizo tan real.

Las lágrimas me inundaron los ojos, irrefrenables e impotentes. Un hipo se escapó de mi garganta, más fuerte que mi famoso autocontrol. Fue en ese estado que me encontró el ama de llaves al entrar en la cocina.

—Aquí están las rosas frescas para nuestro señor y patrón —dijo alegremente. Luego se dio cuenta de mis lágrimas, y llevó las manos al pecho—. ¡Señorita Bruno! ¿Qué ha sucedido? ¿Está mal? ¿No será por la reprimenda del señor Mc Laine? Él es un burlón, gruñón como un oso, y adorable cuando se acuerda de serlo... No se preocupe, cualquier cosa que le haya dicho ya se le habrá olvidado.

—Es este el problema —dije con voz lacrimosa, pero ella no oyó, ya enrumbada en sus charlas.

—Le preparo el té, le hará bien. Recuerdo que una vez, la casa donde trabajaba antes...

Soporté en silencio su pesada cantilena, apreciando el intento fallido de distraerme. Sorbí la bebida caliente, fingiendo sentirme mejor, y desestimé su ofrecimiento de ayuda. Llevaría yo las rosas. Pero la mujer insistió en acompañarme al menos hasta el rellano, y ante su amable gesto, no pude negarme. Cuando volví al estudio, ya era yo, la Melisande de siempre, con los ojos secos, el corazón en letargo, el ánimo resignado.

Las horas pasaron, pesadas como el cemento armado, en un silencio negro como mi humor. El señor Mc Laine me ignoró durante todo el tiempo, dirigiéndome la palabra sólo cuando no podía evitarlo. El deseo angustioso de que llegara la tarde solo era igual al del querer volver a ver la mañana. ¿Era acaso posible que tan sólo hayan pasado unas pocas horas?

—Puede irse señorita Bruno —me despidió, sin mirarme a los ojos.

Me limité a desearle una buena velada, respetuosa y fría como él.





Estaba buscando a Kyle, a pedido suyo, cuando oí un sollozo que provenía del trastero. Abrí bien los ojos, sin saber qué hacer. Después de mil titubeos, llegué al lugar de donde provenía aquel ruido, y lo que vi fue sorprendente.

Un rostro en la sombra, de silueta indistinguible, que se sonaba la nariz, era Kyle. El hombre tenía un pañuelo de papel hecho pelotitas en la mano, y parecía sólo la pálida copia del seductor de pacotilla de los días pasados. Me limite a mirarlo, enmudecida por el asombro.

Él se percató de mi presencia, y dio un paso adelante.

—¿Te doy pena? ¿O tienes ganas de echarte a reír?

Me pareció haber sido sorprendida en el acto de espiarlo, como una mirona indiscreta. Descarté la tentación urgente de justificarme.

—Te busca el señor Mc Laine. Quiere retirarse en su habitación para la cena. Pero... ¿Tú estás bien? ¿Puedo hacer algo? —Sus mejillas se tiñeron de manchas oscuras, e intuí que se hubiera enrojecido de vergüenza. Di un paso atrás, también metafóricamente—. No, perdón, olvida lo que he dicho. No hago otra cosa que no sea inmiscuirme en asuntos ajenos.

Él negó con la cabeza, inusualmente galante.

—Eres demasiado hermosa para ser una real metiche, Melisande. No, yo... Solo estoy destrozado por el divorcio. —Fue entonces que me di cuenta de que en la mano no tenía un pañuelo, sino una hoja estrujada—. Se ha ido. Todos mis intentos por evitar la ruptura han fracasado.

Por un instante me dieron ganas de reír. ¿Intentos? ¿Y en qué forma había intentado? ¿Haciendo propuestas deshonestas a la única mujer joven en sus proximidades?

—Lo siento —dije con incomodidad.

—También yo.

Dio otro paso hacia adelante, saliendo de la sombra. Su rostro estaba bañado en lágrimas, como para desmentir la mala opinión que me había hecho de él. Me quedé confundida al verlo tan fuertemente avergonzado. ¿Qué dicen los buenos modales a propósito de las personas que han pasado por un divorcio? ¿Cómo consolarlas? ¿Qué decirles sin correr el riesgo de herirlas? Ah ya, pero cuando los buenos modales fueron redactados el divorcio no era ni siquiera admitido.

—Le diré al señor Mc Laine que no estás bien —dije.

Pareció como si el pánico se hubiera apoderado de él.

—No, no. No estoy preparado para volver al mundo civilizado, y me temo que el señor Mc Laine esté buscando una excusa para echarme definitivamente de Midgnight Rose. No, me tomaré un poco de tiempo para recomponerme y luego voy.





—El tiempo para recomponerte, claro —le hice eco, poco convencida. Kyle tenía realmente un aspecto terrible, los cabellos desgreñados, el rostro enrojecido por las lágrimas, el uniforme blanco ajado, como si se hubiera dormido encima—. De acuerdo, entonces. Buenas noches —lo saludé, deseando sólo el refugio de mi habitación.

Había sido una jornada larga, terriblemente larga, y no estaba de ánimo como para consolar a nadie que no fuera yo misma. Él me hizo un gesto con la cabeza, temiendo que su voz lo delatara.

Me di una escapada por la cocina antes de subir arriba. No tenía ganas de cenar, y era necesario decírselo a la amable señora Mc Millian. Me dirigió una sonrisa radiante.

—Estoy preparando la sopa —dijo señalando una olla en el fogón—. Sé que hace calor, pero no podemos alimentarnos solo con ensaladas hasta septiembre.

El sentido de culpa me golpeó el cuello. Con vergüenza cambié mi respuesta, cuando estaba apurada por salir de mi boca.

—Adoro la sopa, caliente o no caliente.

Antes de que comenzara a parlotear, le conté lo de Kyle, dejando de lado los detalles más molestos.

—Parece realmente perturbado por el divorcio —dije, sentándome a la mesa.

Ella asintió, mientras revolvía la sopa.

—Era una relación destinada a acabar. La mujer se ha trasladado a Edimburgo hace meses, y se rumorea de que ya tenga otro. Sabe cómo son las malas lenguas... Él no es un santo, pero está muy ligado a estos lugares y no quería abandonar el poblado.

Me serví un vaso de agua de la jarra.

—¿Es por eso que no se decide a irse?

El ama de llaves sirvió los platos de sopa, y en un dos por tres comencé a comer ávidamente. Estaba más hambrienta de lo que creía.

—Kyle no hace más que decir que está harto, podrido de este lugar, de la casa, del señor Mc Laine, pero se guarda bien de irse. ¿Quién lo asumiría?

La miré por encima del plato, curiosa.

—¿No es un enfermero diplomado?

La señora Mc Millian partió un pan en dos partes, meticulosamente.

—Lo es, ciertamente, pero mediocre y ablandahigos. No se puede decir que se saque el ancho aquí. Y a menudo su aliento huele a alcohol. No quiero decir que es un borracho, pero... —Su voz traslucía desaprobación.

—Yo amo esta casa —dije, sin reflexionar.





La mujer se quedó pasmada.

—¿De verdad, señorita Bruno?

Incliné los ojos hacia el plato, las gotas en llamas.

—Me siento en casa aquí —expliqué. Y entendí que estaba diciendo la verdad. A pesar de los cambios de humor de mi fascinante escritor, estaba a gusto entre esas paredes, alejada de los sufrimientos de mi pasado aplastante.

La señora Mc Millian volvió a charlar, y aliviada terminé mi plato. Mi mente corría sobre carriles desviados e irregulares, y el punto de arribo era siempre, inevitablemente, Sebastián Mc Laine. Estaba desgarrada entre la necesidad irreprimible de soñarlo otra vez, y el deseo de echar las ilusiones a la espalda.

Kyle hizo acto de presencia en la cocina unos minutos después, más espantoso que nunca.

—Detesto cordialmente al señor Mc Laine —empezó diciendo.

El ama de llaves lo interrumpió a mitad de una frase para regañarle.

—Vergüenza te debería dar, hablar así de quien te da de comer.

—Mejor morir de hambre que tener que ver con él —fue la réplica irritada del otro. El rencor en su voz me hizo estremecer. No era un servidor devoto, eso ya lo había intuido, pero su odio era casi palpitante.

Kyle abrió el refrigerador y sacó dos latas de cervezas—. Buenas noches queridas señoras. Me voy a mi habitación a festejar el divorcio. —Un tic nervioso le hacía bailar la esquina derecha del ojo.

Yo y el ama de llaves nos miramos en silencio hasta que se alejó.

—Ha sido realmente desconsiderado al hablar así del pobre señor Mc Laine —fueron sus primeras palabras. Luego me miró seria—. ¿Piensa que quiera suicidarse?

Reí, antes de lograr detenerme.

—No me parece el tipo… —la tranquilicé.

—Es cierto. Es demasiado superficial para alimentar sentimientos profundos por nadie —dijo con disgusto.

La preocupación por Kyle se evaporó como rocío al sol, y pasó a enumerar las ventajas, según ella, de vivir en el campo, en comparación con la vida en la ciudad. La ayudé a fregar los platos, y nos retiramos. Yo al primer piso, ella a una habitación poco distante de la cocina, en la planta baja.

Me di vueltas en la cama por mucho rato antes de dormir, luego caí en un sueño agitado. En la mañana, sentí mis mejillas duras por las lágrimas nocturnas que no recordaba haber derramado. No soñé con Sebastián aquella noche.

El día siguiente era martes, y el señor Mc Laine ya estaba en la cama, antes de lo habitual.





—Hoy, puntual como un recaudador de tasas, vendrá Mc Intosh —dijo triste—. No logro disuadirle de lo contrario. Lo he intentado de mil maneras. Desde las amenazas hasta las súplicas. Parece que es impermeable a todos mis intentos. Es peor que un buitre.

—Quizá solo quiere asegurarse de que usted está bien —observé, solo por decir algo.

Él pegó su mirada a la mía, luego prorrumpió en una risa estruendosa.

—Melisande Bruno, eres un personaje... El querido Mc Intosh viene porque lo considera su deber, no porque tenga un cariño especial hacia mí.

—¿Deber? No entiendo... Según yo, su único objetivo es hacerle una revisión. Tiene desde luego que tener un cierto interés —dije obstinada.

El señor Mc Laine hizo una mueca.

—Querida... Espero que no seas tan ingenua como para creer que todo es como parece. No todo es blanco y negro, también existe el gris, por decir algo al respecto.

No respondí, ¿qué le podía decir? ¿Que había llegado a la verdad sobre mí? Que para mí realmente no existe nada más que el blanco y negro, al punto de sentir saciedad.

—Mc Intosh tiene sentimientos de culpa respecto al accidente, y pretende expiarlos viniendo a verme regularmente, aunque si no me gusta en absoluto —añadió malignamente.

—¿Sentimientos de culpa? —repetí—. ¿En qué sentido?

Un relámpago iluminó la ventana a sus espaldas, y luego vino el trueno, fragoroso. Él no se volteó, como si no lograra despegar sus ojos de los míos.

—Se anuncia un diluvio torrencial. Quizás esto desanime a Mc Intosh de venir hoy.

—Lo dudo, es sólo una tormenta de verano. Una hora y habrá totalmente terminado —dije práctica.

Él me miraba con una tal intensidad que me provocó finos escalofríos a lo largo de mi espina dorsal. Era un hombre extraño, pero tan carismático que borraba cualquier otro defecto.

—¿Quiere que ponga en orden las estanterías pendientes? —pregunté nerviosamente, huyendo de su mirada fija.

—¿Ha dormido bien esta noche, Melisande?

La pregunta me cogió de sorpresa. El tono era ligero, pero escondía una apremiante urgencia, que me empujó a la sinceridad.

—No mucho.





—¿Nada de sueños? —Su voz era ligera y límpida como el agua de un plácido torrente, y me dejé transportar por la corriente refrescante.

—No, esta noche no.

—¿Querías soñar?

—Sí —contesté impulsivamente. Nuestro diálogo era surrealista, pero estaba dispuesta a continuarlo indefinidamente.

—Quizás te volverá a suceder. El silencio de este lugar es ideal para acunar sueños –dijo fríamente. Volvió al ordenador, ya despreocupado de mí.

Fantástico, me dije humillada. Me había echado un hueso como se hace con un perro, y yo fui tan idiota que lo aferré como si estuviera muriéndome de hambre. Y hambrienta, lo estaba realmente. De nuestras miradas, de nuestra intensa complicidad, de sus sonrisas inesperadas.

Encorvé los hombros y me puse a trabajar. En ese momento me acordé de Monique. Ella sí que era experta en hacer rodar la cabeza a los hombres, en seducirlos en una red de mentiras y de sueños, en conquistar su atención con maestría consumada. Una vez le pregunté cómo había aprendido el arte de la seducción. Primero, respondió: «No se aprende, Melisande. O lo posees desde siempre, o lo tienes que imaginar». Luego se volteó hacia mí, y su expresión se endulzó: «Cuando tengas mi edad, sabrás cómo hacerlo, verás». Ahora tenía esa edad, y estaba peor que antes. Mis conocimientos masculinos habían sido siempre esporádicos y de corta duración. Cualquier hombre me endosaba la misma letanía de preguntas: ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas? ¿Qué coche tienes? Ante la noticia de que no tenía permiso de conducir, me miraban como un animal raro, como si estuviera afectada por una terrible enfermedad contagiosa. Y yo no me abría, por cierto, a las confidencias.

Pasé la mano sobre la cubierta encuadernada de un libro. Era una edición lujosa, en cuero marroquí, de "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen.

—Apuesto a que es tu preferido.

Alcé de golpe la cabeza. El señor Mc Laine me estaba estudiando, con sus párpados a medio cerrar y un destello peligroso en aquel manto negro.

—No —respondí, acomodando el libro en el estante—. Me gusta, pero no es mi preferido.

—Entonces será "Cumbres borrascosas".

Me regaló una sonrisa espectacular, inesperada. Mi corazón dio un salto, y por un pelo que no precipitó en la nada.

—Tampoco —dije, notando con alegría la firmeza de mi voz—. No termina precisamente bien. Como te he dicho, tengo una marcada predilección por el final feliz.

Hizo rodar la silla de ruedas, y se posicionó a pocos pasos de mí, con una expresión absorta.

—"Persuasión", siempre de Austen. Termina bien, no puedes negarlo. —No intentaba siquiera ocultar cuánto se estaba divirtiendo, y yo también me había apasionado con ese juego.

—Es agradable, lo admito, pero estás todavía lejos. Es un libro centrado en la espera, y yo no soy buena para esperar. Soy demasiado impaciente. Terminaría por resignarme, o cambiaría de deseo. —Ahora mi voz era frívola. Sin darme cuenta estaba flirteando con él.

—Jane Eyre.

No se esperaba mi risa, y se puso a mirarme, perplejo.

Pasaron varios minutos antes de que pudiera contestarle.

—¡Por fin! —Pensé que le habría tomado siglos...

Una sombra de sonrisa se hizo camino en su ceño fruncido.

—Tenía que acertar rápido, en efecto. Una heroína con a las espaldas una historia triste y solitaria, un hombre del pasado sufrido, un final feliz después de mil aventuras. Romántico. Apasionado. Realista. —Ahora también sus labios sonreían, al igual que sus ojos—. Melisande Bruno, ¿eres consciente de que puedes enamorarte de mí como Jane Eyre del señor Rochester, que casualmente era su empleador?

—Usted no es el Señor Rochester —dije tranquilamente.

—Soy lunático como él —objetó, con una media sonrisa, que no pude evitar de corresponder.

—Estoy de acuerdo. Pero yo no soy Jane Eyre.

—También eso es verdad. Ella era sosa, feita, insignificante —dijo él, arrastrando las palabras—. Nadie sano de mente, y de ojos, podría decir eso de ti. Tus cabellos rojos se notarían a millas de distancia.

—No me parece precisamente un halago... —dije en tono de broma lamentosa.

—Quien se hace notar, en un modo o en otro, nunca es feo, Melisande —respondió él dulcemente.

—Entonces gracias.

Él se burló.

—¿De quién has heredado estos cabellos, señorita Bruno? ¿De tus padres de origen italiano?

La alusión a mi familia contribuyó a ofuscar la felicidad de aquel momento. Aparté la mirada, y me puse a ordenar los libros en las estanterías.





—Mi abuela era pelirroja, por lo que se dice. Mis padres no, y ni siquiera mi hermana.

Acercó su silla de ruedas a mis piernas, tensas por el esfuerzo de colocar los libros. A esa distancia infinitesimal no podía dejar de percibir su tenue perfume. Una mezcla misteriosa y seductora de flores y especias.

—¿Y qué hace una bonita secretaria de cabellos rojos y antepasados italianos en una apartada aldea escocesa?

—Mi Padre emigró para mantener a su esposa e hija. Yo nací en Bélgica.

Buscaba una manera de cambiar de conversación, pero era difícil. Su cercanía confundía mis pensamientos, que se enmarañaban en una madeja difícil de desenredar.

—De Bélgica a Londres, y luego a Escocia. A sólo veintidós años. Admitirás que como mínimo es curioso, ¿no?

—Ganas de conocer el mundo —respondí reticente.

Eché un vistazo hacia él. Su hirsuto ceño había desaparecido como nieve bajo el sol, reemplazado por una sana curiosidad. No había manera de distraerlo. Allá afuera la tempestad rugía, con toda su violenta intensidad. Una batalla similar se estaba desarrollando dentro de mí. Comunicarme con él era natural, espontáneo, liberador, pero no podía, no debía hablar a rienda suelta, o me arrepentiría.

—¿Ganas de conocer el mundo para llegar a este rincón remoto del mundo? —Su tono era abiertamente escéptico—. No necesitas mentirme, Melisande Bruno. Yo no te juzgo, a pesar de las apariencias.

Algo se rompió en mí, liberando recuerdos que creía enterrados para siempre. Una sola vez me fie de alguien, y había terminado mal, mi vida casi destruida. Sólo el destino había impedido una tragedia, la mía.

—No estoy mintiendo. También aquí se puede conocer el mundo —dije sonriendo—. Nunca había estado en las Highlands, es interesante. Y además soy joven, puedo aún viajar, ver, descubrir nuevos lugares.

—Entonces estas dispuesta a partir. —Su voz era ronca ahora. Me giré hacia él. Una sombra había caído sobre su rostro. Hubo algo de desesperado, furioso, de rapaz en él en aquel momento. Corta de palabras me limité a mirarlo fijamente. Hizo rodar la silla de ruedas, y regresó detrás del escritorio—. No te preocupes. Si sigues siendo tan indolente te echaré yo mismo, y así podrás retomar tu viaje alrededor del mundo.





Sus palabras bruscas fueron casi un cubo de agua helada lanzado sobre mí. Se paró delante de la ventana, anclado en la silla de ruedas con ambas manos, los hombros agarrotados.

—Tenía razón. La tormenta ya terminó. No hay manera de evitar a Mc Intosh hoy. Parece que no hago más que equivocarme. ¡Hey!, mira, un arcoíris —me llamó, sin voltearse—. Venga a ver, señorita Bruno. Espectáculo fascinante, ¿no cree? Dudo que ya haya visto uno.

—Pero si lo he visto —repliqué, sin moverme.

El arcoíris era el símbolo cruel de lo que me era eternamente negado. La percepción de los colores, su maravilla, su arcaico misterio.

Mi voz era frágil como una placa de hielo, mis hombros más rígidos que los suyos. Había levantado de nuevo un muro entre nosotros, alto e insuperable. Una defensa inviolable. O quizás había sido yo quien lo hizo antes.




Capítulo Sexto




















—¿Quieres cenar conmigo, Melisande Bruno?

Lo miré con los ojos de par en par, convencida de no haber entendido bien. Me había ignorado durante horas, y las raras ocasiones en las que se había dignado dirigirme la palabra había estado antipático y frío. Al principio pensé negarme, ofendida por su actitud infantil y mutable, luego la curiosidad ganó la partida. O quizás fue la esperanza de volver a ver su sonrisa, aquella sonrisa torcida, hospitalaria, acogedora. De todas formas, y sin importar la razón, mi respuesta fue afirmativa.

La señora Mc Millian estaba tan turbada por la novedad que estuvo callada durante todo el tiempo que nos sirvió la cena, suscitando nuestra mutua diversión. El señor Mc Laine se había relajado, y ya no tenía aquella expresión rígida que tanto había aprendido a temer. Nuestro silencio era cómplice y se rompió sólo cuando el ama de llaves nos dejó.

—Hemos conseguido dejar a la querida Millicent sin palabras... Me parece que acabaremos en el libro Guinness de los primates —observó él, con una risa que me tocó el centro del corazón.

—Sin duda —manifesté mi conformidad.

—Es una empresa realmente titánica. No creí que lo vería un día.

—Estoy de acuerdo.

Me guiñó el ojo, y tomó un pincho de carne. La cena improvisada era informal pero deliciosa, y su compañía era la única que pudiera desear. Me prometí que no haría nada para destruir esa atmósfera idílica, luego recordé que dependía sólo en parte de mí. Mi compañero ya había demostrado en varias ocasiones que era fácil de encolerizarse, y sin motivo aparente.

Ahora él estaba sonriendo, y sentí una punzada ante el pensamiento de no conocer el exacto color de sus ojos y cabellos.

—Entonces, Melisande Bruno, ¿te gusta Midgnight Rose?

Me gustas tú, sobre todo cuando estás tan despreocupado y en paz con el mundo. En voz alta dije:





—¿A quién no le puede gustar? Es una pedazo de paraíso, alejado del frenesí, el estrés, la locura de la rutina.

Él dejó de comer, como si se estuviera alimentando de mi voz. Y yo comencé a masticar más despacio para no romper ese hechizo, más frágil que el cristal, más volátil que una hoja de otoño.

—Para quien viene de Londres debe ser así —admitió—. ¿Has viajado mucho?

Me llevé el vaso de vino a la boca, antes de responder.

—Menos de lo que me hubiera gustado. Pero he entendido una cosa: que el mundo se descubre en los rincones, en los pliegues, en los surcos, no en los grandes centros.

—Tu sabiduría solo es comparable con tu belleza —dijo con aire serio—. ¿Y qué estás descubriendo en esta amena aldea escocesa?

—El pueblo todavía no lo he visto —le hice recordar, sin rencor—. Pero Midnight Rose es un lugar interesante. Aquí me parece que el mundo se puede detener, y no siento la falta del futuro.

Por toda respuesta él sacudió la cabeza.

—Has percibido la esencia más íntima de esta casa en tan poco tiempo... Yo aún no lo he logrado...

No respondí, el temor de enturbiar la reconquistada intimidad frenó mi lengua. Él me estudió atentamente, a su modo, como si yo fuera el contenido de un portaobjetos y él un microscopio. La pregunta siguiente fue meditada, explosiva, presagio de un desastre inminente.

—¿Tienes familia, Melisande Bruno? ¿Alguien de los tuyos está todavía vivo? —No parecía una pregunta vana, dicha por decir algo. Había en ella un interés ardiente y auténtico.

Para disimular la vacilación bebí más vino, y mientras tanto rumiaba la respuesta que tenía que dar. Revelar que mi hermana y mi padre estaban todavía en este mundo habría dado lugar a una secuencia de otras preguntas insidiosas, que no estaba dispuesta a afrontar. Era realista: aquella invitación a cenar había surgido sólo porque la tarde estaba aburrida, y buscaba una válvula de escape. Yo, la secretaria aún desconocida, servía perfectamente a ese fin. No habría otra cena. Decidí mentir, porque era más fácil, menos complicado.

—Estoy sola en el mundo.

Sólo cuando mi voz se apagó, me di cuenta de que no era exactamente una mentira. Lo era en la connotación, no en los hechos. Yo estaba sola, excluida de todo. No podía contar con nadie, a parte de mí misma. Eso me había hecho sufrir tanto que me hizo pensar que perdería la razón, pero me había acostumbrado. Absurdo, triste, penoso, pero cierto. Acostumbrada a no ser amada, a ser incomprendida. Sola.

Él pareció absurdamente satisfecho por mi respuesta, como si fuese la correcta. Justa para qué, no habría sabido decirlo. Alzó el vaso de vino, medio vacío, en un brindis.

—¿Por qué? –dije, imitándolo.

—Para que puedas volver a soñar, Melisande Bruno. Y que tus sueños se cumplan. —Sus ojos me sonrieron por encima del vaso.

Renuncié a entender. Sebastián Mc Laine era un enigma viviente, y su carisma, su magnetismo animal, eran suficientes como respuestas.

Aquella noche soñé por segunda vez. La escena era idéntica a la vez anterior: yo en camisa de noche, él a los pies de mi cama en trajes oscuros, ningún rastro de la silla de ruedas. Me tendió la mano, una sonrisa le curvó el ángulo de la boca.

—Baila conmigo, Melisande. —Su tono era delicado, dulce, suave como la seda. Una petición, no una orden. Y sus ojos... por primera vez eran suplicantes.

—¿Estoy soñando? —Pensé que solo lo había imaginado, pero lo había pedido realmente.

—Sólo si quieres que sea un sueño; en caso contrario, es una realidad —dijo categórico.

—Pero usted camina...

—En los sueños todo puede ocurrir —respondió, llevándome en un vals, como la primera vez.

Sentí una pulsión de rabia. ¿Por qué en mi sueño las pesadillas ajenas eran canceladas, mientras que la mía permanecía intacta, en su virulenta perfección? Era mi sueño, pero no se dejaba domesticar, ni suavizar. Su autonomía era extraña e irritante.

De golpe dejé de pensar, como si estar entre sus brazos era más importante que mis dramas personales. Él era descaradamente bello, y me sentía honrada de tenerlo en mis sueños.

Bailamos largamente, al ritmo de una música inexistente, nuestros cuerpos en sincronización perfecta.

—Creía que no te volvería a soñar más —le dije, alargando la mano para tocarle la mejilla. Era lisa, caliente, casi hirviente.

Su mano se levantó para entrelazarse con la mía.

—Yo también creía que no te soñaría más





—Pareces tan real... —dije en un soplo—, pero eres un sueño... Eres demasiado dulce para ser algo distinto...

Estalló en una risa divertida, y me estrechó más fuerte.

—¿Te hago enfadar?

Lo miré, ceñuda.

—Hay veces en las que te daría un puñetazo.

No parecía ofendido, sino satisfecho.

—Lo hago a propósito. Me gusta molestarte.

—¿Por qué?

—Es más sencillo tenerte a distancia.

El sonido chillón de la péndola invadió el sueño, y ocasionó mi descontento. Porque él estaba retrocediendo, otra vez; como si hubiera sido una señal.

—Quédate conmigo —le imploré.

—No puedo.

—Es mi sueño. Decido yo —repliqué amarga.

Él alargó la mano para rozar mis cabellos en una caricia, con sus dedos más ligeros que una pluma.

—Los sueños se nos escapan, Melisande. Nacen de nosotros, pero no nos pertenecen del todo. Tienen su propia voluntad, y terminan cuando lo deciden ellos.

Me empeciné, como una niña.

—No me gusta.

Su rostro fue atravesado por una inusual gravedad.

—No le gusta a nadie, pero el mundo es injusto por antonomasia.

Traté de retener el sueño, pero mis brazos eran demasiado débiles y mi grito fue sólo un susurro. Desapareció rápido, como la primera vez.

Me encontré despierta, mis orejas atontadas por un ruido sordo. Luego comprendí, con consternación, que eran los ruidos arrítmicos de mi corazón. También él se estaba yendo por su cuenta, como si ya nada me perteneciera. No tenía más control sobre ninguna parte de mi cuerpo. Lo que más me trastornó, sin embargo, fue que ya no tenía control tampoco sobre mi mente y mis sentimientos.

La carta llegó aquella mañana, y tuvo el efecto desbordante de una piedra arrojada en un estanque. Algo termina en un determinado punto, pero sus efectos reverberan sobre puntos circundantes, en círculos concéntricos y muy amplios.

Mi humor estaba por los cielos, y empecé la jornada canturreando. Probablemente, no por mí.

La señora Mc Millian sirvió el desayuno en un religioso silencio, ocupada en fingir que no estaba curiosa por la cena de la tarde anterior.

Decidí no darle vueltas al asunto. Tenía que aclarar sus dudas antes de que se crease certezas propias, y catastróficas para mi reputación, y quizá también para la del señor Mc Laine. Toda esperanza sentimental respecto a él era exclusivamente parte de mis sueños, y no debía ceder a su evanescente hermosura.

—¿Señora Mc Millian?

—Sí, señorita Bruno?

Estaba untando con mantequilla el pan tostado, y le hice la pregunta sin alzar los ojos.

—El señor Mc Laine se sentía solo anoche, y me pidió que le hiciera compañía. Si no hubiera sido a mí se la habría pedido a usted. O a Kyle —dije inamovible.

Se ajustó las gafas en la nariz, y asintió.

—Pero por supuesto, señorita. No he pensado mal en ningún momento. Es evidente que se trata de un episodio aislado.

Su seguridad me dejó pasmada, aunque era razonable. En el fondo yo también lo pensaba. No había motivos para esperar que el codiciado soltero de oro de la región se enamorase de mí. Estaba sobre una silla de ruedas, pero no era ciego. Mi mundo en blanco y negro era la prueba viviente y constante de mi diversidad. No podía permitirme el lujo de olvidarlo. Nunca. O habría acabado quizás hecha pedazos.

Subí las escaleras como cualquier otro día. Me sentía inquieta a pesar de la tranquilidad que aparentaba. Sebastián Mc Laine sonreía cuando abrí la puerta, y mandó mi corazón directamente al paraíso. Hubiera querido no tener nunca que ir a recogerlo.

—Buenos días, señor —lo saludé con calma.

—Qué formales que estamos, Melisande —lo dijo en tono de reproche, como si hubiésemos compartido una intimidad mayor que una simple cena.

Mis mejillas se encendieron, y estuve segura que habían enrojecido, aunque no tenía ni idea del significado real de esa palabra. El rojo era un color oscuro, idéntico al negro en mi mundo.

—Es sólo respeto, señor —le dije, mitigando mi tono formal con una sonrisa.

—No he hecho mucho para merecérmelo —reflexionó—. O por el contrario, te habré parecido odioso alguna vez.

—No, señor —respondí, caminando sobre un terreno minado. El peligro de desencadenar su ira estaba siempre latente, presente en todo nuestro intercambio verbal, y no podía bajar la guardia. Aunque si mi corazón lo había ya hecho.

—No mientas, no lo soporto —refutó, sin perder su maravillosa sonrisa.

Me senté frente a él, dispuesta a desempeñar las tareas para las cuales se me pagaba. Ciertamente no para enamorarme de él; eso estaba fuera de discusión.

Señaló una pila de cartas sobre el escritorio.

—Subdivide el correo personal del de trabajo, por favor.

Desviar mis ojos de los suyos, llenos de una dulzura nueva, fue un esfuerzo. Seguía sintiéndolos sobre mí, calientes e irrefrenables, y me costó concentrarme.

Una carta llamó mi atención porque no tenía remitente y la caligrafía en el sobre me era conocida. Como si no bastara, el destinatario no era mi bien amado escritor sino yo misma. Quedé paralizada, con el sobre entre los dedos, y la cabeza cargada de pensamientos contradictorios.

—¿Algo no está bien?

Mi mirada se levantó para reunirse con la suya. Me miraba atento, y me di cuenta de que nunca había dejado de hacerlo.

—No, yo... Todo está bien... Es sólo que... —Estaba perdida en un dilema laberíntico: decirle o no sobre la carta. Si callaba había el peligro de que se lo dijera más tarde Kyle. Era él quien retiraba el correo y lo ponía sobre el escritorio. O quizá no se había dado cuenta de que una carta tenía otro destinatario. ¿Podía confiar en eso, y arrinconar la carta para recuperarla en un segundo momento? No, inviable. El señor Mc Laine era demasiado analítico, y no se le escapaba nada. El peso de mi mentira se interpuso entre nosotros.

Él extendió la mano, poniéndome de espaldas contra el muro. Había percibido mi indecisión, y pretendía ver con sus ojos. Con un suspiro pesado le pasé los sobres. Sus ojos se separaron de los míos sólo un segundo, el tiempo justo para leer el nombre en el sobre, luego volvieron a los míos. La hostilidad regresó a ellos, densa como la niebla, viscosa como la sangre, negra como la desconfianza.

—¿Quién te escribe, Melisande Bruno? ¿Un novio lejano? ¿Un pariente? Ah, no, que estúpido. Me has dicho que están todos muertos. ¿Y entonces? ¿Un amigo, quizás?

Cogí al vuelo su suposición, y seguí con la mentira.

—Quizás mi antigua coinquilina. Jessica. Sabía que me escribiría, yo le había dado mi dirección —dije, sorprendida de cómo las palabras me fluían de la boca, naturales en su falsedad.

—Léela entonces. Estarás ansiosa de hacerlo. No te hagas problemas, Melisande —su tono era meloso, jaspeado de una crueldad aterradora. En ese momento me di cuenta de que mi corazón aún existía, a pesar de mis anteriores convicciones. Estaba hinchado, a punto de un síncope, aislado del resto del cuerpo, como mi mente.

—No... no tengo prisa... más tarde, quizás... Quiero decir... Jessica, no creo que tenga grandes novedades... —balbuceé, evitando su mirada gélida.

—Insisto, Melisande.

Por primera vez en mi existencia fui consciente de la dulzura del veneno, de su perfume hechizante, de su engañoso embrujo. Porque su voz y su sonrisa no evidenciaban su furia; sólo sus ojos lo traicionaban.

Tomé el sobre que me daba con la punta de los dedos, como si estuviera infectado. Él permaneció en espera. Había una pizca de sádica diversión en esos ojos insondables. Introduje el sobre en el bolsillo.

—Es de mi hermana. —La verdad me salió de la boca, liberadora, aunque si no habría habido modo de evitarla. Él permaneció en silencio, y yo valientemente proseguí—. Sé que he mentido a propósito acerca de mis parientes, pero... de verdad estoy sola en el mundo. Yo... —Me faltó la voz. Volví a intentarlo—. Sé que no hice lo correcto, pero no tenía ganas de hablar de ellos.

—¿Ellos?

—Sí. Mi padre todavía está vivo. Pero sólo porque su corazón late aún. —Mis ojos se nublaron de lágrimas—. Es casi un vegetal. Es un alcohólico en el último estadio, y no recuerda ni siquiera quienes somos. Yo y Monique, quiero decir.

—Estúpido mentir, de parte suya, señorita Bruno. ¿No pensó que su hermana le escribiría aquí? ¿O quizás ha pasado a la clandestinidad para no ocuparse de su padre, dejando toda la carga a otro? —Su voz resonó en el estudio, mortal como el disparo de un fusil.

Tragué las lágrimas, y lo miré con aire desafiante. Había mentido, era innegable, pero él me estaba pintando como un ser abyecto, indigno de vivir, no merecedor de respeto.

—No le permito juzgarme, señor Mc Laine. No sabe nada de mi vida, o de las razones que me han llevado a mentir. Usted es mi empleador, no mi juez, y ni mucho menos mi verdugo.

La calma mortal con la cual hablé sorprendió más a mí que a él, y me llevé una mano a la boca, como si hubiera sido ella a hablar en mi lugar, ajena a mi mente, dotada de autonomía al igual que mi corazón, o mis sueños.

Me levanté de golpe, haciendo caer la silla hacia atrás. La recogí con las manos temblorosas, y la mente en estado catatónico. Había ya llegado a la puerta, cuando él habló con amedrentadora dureza.

—Tómese el día libre, señorita Bruno. Me parece muy perturbada. Nos vemos mañana.

Llegué a mi habitación en un estado de trance, y corrí al baño contiguo. Allí me lavé la cara con agua fría, y observé mi imagen en el espejo. Fue demasiado. Todo el blanco y negro que me rodeaba era más inquietante que una manta fúnebre. Me sentía peligrosamente en vilo, al borde de un precipicio. Caer no me asustaba; eso ya había ocurrido tantas veces, y me había levantado. Mi piel y mi corazón estaban cubiertos de millones de cicatrices invisibles y dolorosas. Tenía miedo de perder la razón, la lucidez que me había mantenido en vida hasta ese momento. En tal caso hubiera preferido estrellarme. Las lágrimas no derramadas me retorcieron las entrañas, y me redujeron a un espectro. Un zombi, como el protagonista de una de las novelas de Mc Laine.

Mi mano palpó el bolsillo de la falda de Tweed, donde había metido la carta de Monique. Cualquier cosa que quisiera no se podía retrasar más. La saqué, y la llevé al dormitorio. Pesaba como un saco de cemento armado, y fui tentada de no abrirla. Su contenido sólo podía ser uno: sufrimiento. Me había creído fuerte antes de llegar a Midnight Rose. Cuánto me había equivocado. No lo era en absoluto. Mis manos actuaron por cuenta propia, yo estaba reducida a un títere. Ellas desgarraron el sobre, y extendieron la hoja que tenía dentro. Pocas palabras, típico de Monique.





Querida Melisande,

Necesito más dinero. Te doy las gracias por lo que enviaste de Londres, pero no es suficiente. ¿No puedes solicitar un anticipo de sueldo a ese escritor? No seas tímida, y no tengas reparos. Me han dicho que es riquísimo. En el fondo es sólo un paralítico, fácilmente influenciable. Date prisa.

Tu querida hermana, Monique.





No sé por cuánto tiempo me quedé mirando la carta, quizás unos pocos minutos, quizás horas. Todo perdió importancia, como si mi vida tuviera sentido sólo como apéndice de Monique y de mi padre. Me hubiera gustado que desaparecieran ambos, y aquel pensamiento terrible, que duró el espacio de un segundo, me colmó de horror. Monique había intentado amarme, con su modo egoísta, naturalmente. Y mi padre... bueno, los recuerdos hermosos de él eran tan pálidos que me cortaron la respiración en la garganta. Pero seguía siendo mi padre. Aquel que me había dado la vida, reservándose para si el derecho de pisotearla. Doblé la carta con cuidado, con una atención meticulosa y exagerada. Luego la guardé en un cajón de la cómoda.

Dinero. Monique necesitaba dinero; más. Había vendido todo lo que poseía en Londres, muy poco por cierto, para ayudarla y, tras pocas semanas, estábamos al punto de partida. Sabía que los tratamientos para papá eran costosos, pero ahora comenzaba a tener miedo. Si Sebastián Mc Laine me hubiera despedido, y sólo Dios sabía si tenía buenas razones para hacerlo, a no ser por el entretenimiento, me hubiera encontrado en medio de la calle. ¿Cómo podía, después de lo ocurrido pedirle un anticipo? Me resultaba agotador el tan solo pensamiento de hacerlo. Monique nunca había tenido ninguna clase de reparos, dotada como estaba de una cara dura envidiable, pero para mí las cosas eran distintas. Comunicar no era mi fuerte, pedir ayuda imposible. Demasiado miedo al rechazo. Una sola vez lo había hecho, y aún recordaba el sabor del no, la sensación de rechazo, el ruido de la puerta derribada en la cara.

—Kyle es realmente un vago. Ha desaparecido con el auto en la tarde, y ha regresado hace solo media hora. El señor Mc Laine está furibundo. Echaría a patadas ese tipo, ¡lo digo yo! ¡Dejar así al señor sin asistencia!

La voz de la señora Mc Millian estaba llena de indignación, como si Kyle le hubiese hecho un daño personal. Yo seguía poniendo a un lado la comida en el plato, sin la más mínima señal de apetito. La mujer siguió hablando, prolija como siempre, y no se percató de mi falta de apetito. Le sonreí de manera forzada, y volví a sumergirme en la capa negra de mis pensamientos. «¿De dónde sacar ese dinero?» No, no tenía elección. Faltaban dos semanas para el momento en el que cobraría el sueldo. Monique tenía que esperar. Le enviaría todo, esperando que no fuera una acción imprudente. El riesgo de ser despedida sin preaviso era terriblemente real. El señor Mc Laine era un hombre imprevisible, dotado de un carácter inigualable y evidentemente poco fiable.

Me retiré a mi habitación, tan afligida que no lograba ni llorar ni estar calmada. Me acosté, llamando al sueño, que tardó en llegar. Ya no tenía control sobre nada, marginada por mi propio cuerpo. Demás está decir que no soñé aquella noche.




Capítulo Séptimo




















El zumbido en mi cabeza era como un barro negro e hirviente que se me venía encima, sin darme tregua. El recibimiento de Mc Laine no fue frío como me lo esperaba, quizás porque se limitó a ignorarme sin contestar mi saludo. Durante toda la mañana actuó como si yo no estuviera, y fui devorada por mi propia infelicidad.





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El encuentro de dos soledades en el contexto fascinante de una imaginaria aldea escocesa es el punto de partida de una gran historia de amor en la que nada es como siempre. La protagonista – Melisande Bruno – es la muchacha los arcoíris prohibidos, capaz de ver sólo en blanco y negro. Y su contrapunto, así como gran amor, es Sebastián McLaine, escritor relegado a una silla de ruedas.

Melisande Bruno huye de su pasado y, sobre todo, se niega a aceptar su diversidad: en efecto, nació con una minusvalía particular y rara a la vista que le impide distinguir los colores, y su sueño más grande sería el de ver un arcoíris. Su nuevo empleador es Sebastián McLaine, un famoso escritor de novelas de terror, relegado a una silla de ruedas por culpa de un misterioso accidente de carretera. Una figura se anida en la sombra, dispuesta a alimentarse de los deseos ajenos… Dos soledades que se entrelazan, dos destinos unidos por sus sueños más oscuros, donde nada es como parece. Una novela del corazón, gótica, que espera sólo ser leída…

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