Книга - Obras escogidas

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Obras escogidas
Gustavo Bécquer




Gustavo Adolfo Bécquer

Obras escogidas





Á MANERA DE PRÓLOGO[1 - Merced á la amabilidad de los señores Álvarez Quintero, á cuya iniciativa se debe esta edición, puedo complacerme en publicar al frente de ella el discurso en que los dos hermanos ofrecieron al pueblo de Sevilla la bellísima obra de Coullaut Valera. – El Editor.]


Ciudad de Sevilla:

Venimos siempre á ti, como á madre amorosa, á tomar luz para nuestro espíritu mirándote á los ojos, y á fortalecer nuestro corazón con tus recuerdos. Henos hoy aquí una vez más; sólo que esta vez, con la alegría de volver á verte, traemos también otra: la de haber cumplido el ofrecimiento que te hicimos ha poco más de un año. Y como si tenemos el pudor de nuestros dolores, tenemos en cambio la generosidad de nuestra alegría, y la que sentimos en estos instantes es tan pura y tan honda, deseamos compartirla con todos.

Venimos á ofrecerte, Sevilla, el monumento á Bécquer, erigido por dicha, y para mayor gloria del poeta, en el tiempo materialmente preciso para tallar el mármol y fundir el bronce. Quiere esto decir, que nuestra voz, al llamar á todos para glorificarlo, no necesitó esfuerzo alguno, sino que halló prontamente eco de simpatía en el corazón de los españoles, y al punto se vió el halda de la Ensoñadora, nuestra mensajera ideal, llena de flores y monedas derramadas en ella por manos generosas: desde la augusta y fina mano de la reina de España, hasta la tosca y dura de quien tuvo que dejar la azada para entregar su ofrenda. Juntas cayeron en el halda de la Ensoñadora las de los reyes y las del pueblo: sólo el amor es capaz de conseguir victorias tales, y acaso nada como la poesía las merezca.

El monumento que luego veréis en nuestro hermoso Parque, débese, pues, á España entera: España entera ha contribuído á realizar esta obra de justicia, de cultura y de amor; España entera ha tenido fiestas para el poeta, y poetas que á su vez lo canten; España entera se ha estremecido al nombre de Bécquer, como al contacto de mágica varita que hiriera las fibras más nobles y delicadas del alma. Y nosotros, promotores de la empresa, que á muchos pudo parecer quijotesca aventura, y de la cual salimos orgullosos y ufanos, con la profunda y serena alegría de quien hace el bien por el bien mismo, al verla dichosamente rematada, sin que ningún guijarro de ningún malandrín acertara siquiera á rozarnos la piel, tenemos el deber de proclamarlo aquí, para que la misma aura que de corazón en corazón llevó la voz de nuestra idea, de corazón en corazón lleve también la de su resultado, y con ella la alentadora confianza en la viva eficacia de todo lo noble y lo bueno.

Erigido, como hemos dicho, el monumento á Bécquer merced á la cooperación de muchos buenos españoles, hay uno entre todos que merece primero que ninguno vuestra gratitud y vuestra simpatía más cordial: nos referimos al escultor Lorenzo Coullaut Valera, sin cuya colaboración espontánea es casi seguro que no se hubiera efectuado esta empresa, á lo menos tan rápida y felizmente. No sólo puso al servicio de ella su arte de escultor, sino su corazón de poeta; y así, con inspiración luminosa y liberal entusiasmo, dió gallarda cima al monumento, obra tal vez la más bella y cabal que de sus manos salió nunca, y no quiso, ni siquiera pensó jamás, recibir por el primoroso trabajo otra recompensa que la de su propia satisfacción.

Este deseo de consagrarle á Bécquer un perdurable recuerdo en su patria, fué siempre sueño de los artistas sevillanos. Años ha, reuniéronse todos ellos al calor de la idea, y realizaron un fervoroso homenaje al poeta querido, como primera piedra ideal, si cabe expresar esto así, de un monumento que entonces no llegó á levantarse.

Alma y vida de aquel movimiento fué el glorioso escultor Antonio Susillo, hermano espiritual de Bécquer, malogrado también como él, y que como él se llevó á la tierra al morir incalculables tesoros de la fantasía, flores del más puro genio sevillano. Puede decirse de ellos, que si hubieran manejado á la inversa el cincel y la pluma, Bécquer sería el autor de los portentosos relieves del uno, y Susillo habría escrito las doradas leyendas y las aéreas rimas del otro.

Jóvenes y heridos por el dolor de la vida cayeron ambos. Con el último suspiro de Bécquer comenzó el resplandor creciente de su gloria: en la trágica muerte de Susillo pensamos todos que aquella mano, siempre dócil como esclava sumisa á su pensamiento, sólo una vez debió serle rebelde.

Pues bien: sevillano como Susillo y discípulo de él es el autor del monumento á Bécquer que en el Parque se eleva. Junto á Susillo recibió los primeros estímulos y las primeras inspiraciones en su arte. Y acaso recibió también del maestro, por misteriosa compenetración de las almas, la poética herencia de modelar para su patria la noble frente del cantor de las golondrinas.

Hemos dicho que la gloria de Bécquer nació en su tumba. En efecto, así fué. No le acariciaron en vida los halagos del «aura de aplausos» que acompaña siempre á la gloria literaria, ni reflejó sobre su cabeza la luz de la «nube radiosa» que siempre la sigue. El, sin embargo, sabía que «algo divino» llevaba en la frente. Estimulada y acrecentada la admiración de unos cuantos amigos suyos, poetas y pintores, por el dolor de su temprana muerte, reunieron con cariño sus obras y las publicaron, librándolas tal vez de una completa oscuridad.

Jamás poeta alguno, al menos en España, tuvo más rápida y efusiva consagración. De mano en mano corrieron sus libros y de boca en boca su nombre, y no hubo labios de mujer por donde no pasaran sus rimas, como aliento suave, como canción de brisa que separa las hojas de una flor. En el corazón de la Humanidad late oculto un espíritu de justicia, y cuando se deja morir en el desamparo y el olvido á un hombre como Bécquer, ese espíritu se siente sacudido por algo que es justicia y remordimiento á la vez, y se quiere entonces reparar la grave falta cometida, enterrando en rosas las cenizas del muerto. Siquiera sea tardía, bien venida sea esta póstuma reparación.

Oteando en los esplendorosos horizontes de la poesía lírica castellana del pasado siglo, en que vivió el poeta, y fijándonos sólo en aquellos altos luminares cuya luz fué más difundida y más potente, vemos cómo á los acentos roncos y viriles de Quintana y Gallego, de robusta y épica vena, que le prestaban á la patria herida vigor y temple en sus flaquezas y desmayos, sucede el glorioso período romántico, en el cual la musa de Espronceda, apasionada y tumultuosa, de soberano aliento y fuerte originalidad, avasalla, inquieta y cautiva á todos; y donde el estro espléndido de Zorrilla, verbo poético de nuestra habla, canta como hijo de alondra y de ruiseñor la hermosura de la Naturaleza, y como trovador errante las caballerescas leyendas del pueblo y las grandezas de los ricos alcázares, llenando los cielos de luz, los campos de flores, las selvas de pájaros alegres, y el mundo ideal de colores risueños v de brillantes fantasías. Y después de estos grandes poetas, todo nervio y pujanza, todo llama, fuerza y galanura, aparece Bécquer, delicado, amoroso, íntimo, sentimental, doliente, con caminar misterioso y callado, con voz insinuante y acariciadora, y le da á la poesía lírica de su siglo una hora de luz de luna, que si en sí misma tiene encanto magnético, túvolo doble en aquella sazón, en medio de los fulgores de sol que la precedieron y de los que habían de seguirla.

Luz de luna, sí; luz de luna es toda su poesía, porque luz de luna llevaba en el alma. Su bondad resignada fué el resplandor templado y celeste á cuyos rayos escribió sus páginas cautivadoras. Soñó, y parecieron sus sueños tocados de la quimera y de la fiebre del insomnio, como hijos de la noche; amó, y fueron sus amores melancólicos y dolorosamente sumisos; y poníase la mano en el corazón por que sus latidos no sonasen, y le temía al resplandor de la aurora; lloró mucho, y en su inagotable ternura se confortó con el consuelo de saber que aún le quedaban lágrimas. Y estos sentimientos, que tan inefable perfume prestan á su poesía, hallan el molde más dúctil y apropiado en la suave forma de sus rimas aladas, y el eco más acorde en la tenue música y en el impreciso y vago ritmo de sus versos.

Hay quien ha pretendido oscurecer la diáfana gloria de Bécquer, haciendo pasar sobre ella una ligera nube; motejándolo de imitador de Enrique Heine. Nada más injusto ni más inexacto tampoco. Hace falta padecer la obsesión de los parentescos literarios, de las afinidades y analogías, cuando no la manía persecutoria del plagio, que suele trastornar á muchos adoradores de este ó el otro ídolo, para no ver la esencial diferencia, la absoluta disparidad que existe entre estos dos espíritus, cualquiera que sea la medida de su grandeza. Fueron notas características del genio de Heine el sarcasmo, la burla y la ironía; fuéronlo del de Bécquer la resignación y la ternura. Se ha dicho de la musa de Heine que era un ruiseñor de Alemania que anidó en la peluca de Voltaire. De la de Bécquer, enamorada, creyente y piadosa, no podrá decirse en verdad sino que fué una golondrina, que si á veces rozó la tierra con su alas, pronto voló á los espacios libres y puros, y formó su nido bajo el balcón de una mujer hermosa ó en la ventana ojival de un templo cristiano.

La nobleza y generosidad de su corazón y la serena templanza de su espíritu, lleno siempre de luz ideal, resplandecen y se transparentan quizás mejor que en ninguna parte de su obra en aquellas Cartas desde mi celda, que desde el monasterio de Veruela dirigió á sus amigos de Madrid. En ellas, su sentir y su pensar se explayan libremente, y fantasea enamorado de las tradiciones misteriosas, y piensa en el respetuoso culto debido á lo que fué, y pinta con profunda piedad á las muchachas añoneras, míseras y alegres á un tiempo, y vivifica su fe meditando en el templo vacío; y en el sencillo cementerio de pueblo, al pie de cuyas tumbas nacen espigas y amapolas, evoca sus dorados sueños de la muerte, á la que no llama, pero á la que no teme tampoco, como todas las almas grandes que merecen la vida.

Quien escribió estas páginas admirables, de noble y sana idealidad; quien trazó con la misma pluma las quiméricas figuras de sus leyendas, hijas de un corazón todo fantasía, é iluminadas por la claridad de un alto símbolo poético, y quien dejó á su breve paso por entre los humanos esas divinas oraciones de amor que se llaman rimas, bien digno es del recuerdo que le hemos consagrado entre todos.

En nuestro Parque está, cobijado por aquel gigantesco árbol, bóveda de un templo de la Naturaleza, bajo cuyas ramas majestuosas y tiernas á la vez, llenas de hojas que parecen lágrimas cuajadas en verdura, como expresiva representación y símbolo de lo que fué en la vida perenne estímulo del estro de nuestro gran poeta, se ve nacer el amor y se le ve morir.

Pero ese monumento, bello conjunto de bronces y de mármoles, sobre los cuales cantarán los pájaros y brillará el sol; ese monumento, como todos los que se elevan para perpetuar la gloria de los hombres, no será sino mole fría y sin alma, esfinge muda, piedra tallada y bronce fundido sin sentido ni objeto, si de todo ello no fluye, como emanación natural, el creciente y amoroso culto á quien lo ha merecido. Sí: comprendedlo: si de hoy más la obra de Bécquer no ha de ir ganando corazones dormidos, hasta hacerse familiar y preciada entre todos nosotros, y si el surco ideal abierto en las almas por su espíritu peregrino ha de cegarse alguna vez, en lugar de ir haciéndose de día en día más hondo y luminoso, entonces ese monumento de que ahora nos congratulamos vendrá á ser como fuente seca, reducida á exorno del jardín en que luce, por su singular belleza escultórica, pero triste, porque su manantial exhausto le niega la risa del agua en cascada de plata, y estéril, porque no templa la sed de ningún caminante, ni baña y fecundiza la tierra, haciendo brotar y vivir nuevas flores.

Vosotros, pues, los que amáis y cultiváis la vida del espíritu; los soñadores, que entre nieblas buscáis la luz celeste; los poetas, que fundís la idea y el sentimiento en una forma; los filósofos y los pensadores, alentados por el ansia no saciada nunca del saber de la vida; los artistas, que palpitáis de ilusión ante el lienzo blanco ó ante el barro informe; los hombres de ciencia, que investigáis constantemente en el misterio de la Naturaleza, persiguiendo nuevas verdades; los enamorados de Sevilla, de sus glorias, de sus tradiciones y costumbres; los que soñáis, en fin, con una patria más grande, y más noble, y más bella, debéis elegir entre todos los días del año el que mejor os plazca, para convertirlo en día de fiesta del espíritu; y en peregrinación fraternal, ir año tras año á llevar unas flores al monumento á Bécquer; que esas flores, ofrendadas con tan puro amor, renovarán perpetuamente en el corazón y en la mente de todos el culto á la poesía, y no se marchitarán en vano.

Y ahora, esto dicho, vamos todos á visitar el monumento erigido al poeta.




INTRODUCCIÓN


Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.

Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida á esos padres que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número, á las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida, serían suficientes á dar forma.

Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los siento á veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante á la de esas miriadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir á la superficie y convertirse al beso del sol en flores y frutos.

Conmigo van, destinados á morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la media noche, que á la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en formidable, aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por donde salir á la luz de entre las tinieblas en que viven. Pero ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega á secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos é impotentes, después de la inútil lucha vuelven á caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen inertes en los surcos de las sendas, si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino!

Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación, explican alguna de mis fiebres: ellas son la causa desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí, paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término, y á éstas hay que ponerles punto.

El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso á las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo.

¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estofa tejida de frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros, como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. Mas es imposible.

No obstante, necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo, por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el cerebro, insuficiente á contener tantos absurdos.

Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en embrión que aventa por el aire la muerte, antes que su creador haya podido pronunciar el fiat lux que separa la claridad de las sombras.

No quiero que en mis noches sin sueño volváis á pasar por delante de mis ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque á la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes á fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse este arpa vieja y cascada ya, se pierdan, á la vez que el instrumento, las ignoradas notas que contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza á flaquear, y las gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos, nombres y fechas de mujeres y días que han muerto ó han pasado, con los días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.

Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis á ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado á la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo á cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.

Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. De una hora á otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse á regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.



    Junio de 1868.




LEYENDAS





MAESE PÉREZ EL ORGANISTA


En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición á una demandadera del convento.

Como era natural, después de oirla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir á un prodigio.

Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.

Al salir de la Misa, no pude por menos de decirle á la demandadera con aire de burla:

– ¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?

– ¡Toma! – me contestó la vieja, – en que ese no es el suyo.

– ¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?

– Se cayó á pedazos de puro viejo, hace una porción de años.

– ¿Y el alma del organista?

– No ha vuelto á parecer desde que colocaron el que ahora le sustituye.

Si á alguno de mis lectores se le ocurriese hacerme la misma pregunta, después de leer esta historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.


I

– ¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este momento de su litera para dar la mano á esa otra señora, que después de dejar la suya, se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ese es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en matrimonio á la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura, que es un poco avaro… pero, ¡calle! en hablando del ruín de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, á pie, embozado en una capa oscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.

¿Reparasteis, al desembozarse para saludar á la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?

A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras… Pues ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y le saluda.

Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. Él solo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente á resistir á la del Gran Turco…

Mirad, mirad ese grupo de señores graves: esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola, hola! También está aquí el flamencote, á quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la cruz verde, merced á su influjo con los magnates de Madrid… Este no viene á la iglesia más que á oir música… No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños, bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pero Botero… ¡Ay, vecina! Malo… malo… presumo que vamos á tener jarana; yo me refugio en la iglesia, pues por lo que veo, aquí van á andar más de sobra los cintarazos que los Pater nóster. Mirad, mirad; las gentes del duque de Alcalá doblan la esquina de la plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado á las del de Medinasidonia… ¿No os lo dije?

Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos… los grupos se disuelven… los ministriles, á quienes en estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran… hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio… y luego dicen que hay justicia.

Para los pobres…

Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad… ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes… ¡vecina! ¡vecina! aquí… antes que cierren las puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo dejan. ¿Qué resplandor es aquél?.. ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor obispo.

La Virgen Santísima del Amparo, á quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda… ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo á esta Señora!.. ¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los sábados!.. Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo… Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él, media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos á la litera del Prelado para besarle el anillo… Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle oscura… es decir, ¡ellos… ellos!.. Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí, peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor… Pero es la verdad, que si se buscaran… y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez á estas continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.

Pero vamos, vecina, vamos á la iglesia, antes que se ponga de bote en bote… que algunas noches como esta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo… Buena ganga tienen las monjas con su organista… ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?.. De las otras comunidades, puedo decir que le han hecho á maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle á la catedral… pero él, nada… Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito… ¿No conocéis á maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio… Pues es un santo varón; pobre sí, pero limosnero cual no otro… Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros del otro… ¡Cuidado que el órgano es viejo!.. Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla… Como que le conoce de tal modo, que á tientas… porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento… Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!.. Cuando le preguntan que cuánto daría por ver, responde: mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas. – ¿Esperanzas de ver? – Sí, y muy pronto, añade sonriéndose como un ángel; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré á Dios…

¡Pobrecito! Y sí lo verá… porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo… Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio… Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle á los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales disposiciones que, como era natural, á la muerte de su padre heredó el cargo… ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran á la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro… Siempre toca bien, siempre, pero en semejante noche como esta es un prodigio… Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo… las voces de su órgano son voces de ángeles…

En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? baste el ver cómo todo lo más florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen á un humilde convento para escucharle; y no se crea que sólo la gente sabida y á la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano… y cuando alzan… cuando alzan no se siente una mosca… de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música… Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va á comenzar la Misa; vamos adentro…

Para todo el mundo es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.

Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone á su vecina, atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.


II

La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos joyeles de las damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron á formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto á aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque ó acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado á defender á sus hijas y sus esposas del contacto de la plebe. Esta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio da grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.

Era la hora de que comenzase la Misa.

Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba á rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras á media voz, y el arzobispo mandó á la sacristía uno de sus familiares á inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.

– Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche á la Misa de media noche.

Esta fué la respuesta del familiar.

La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó á notarse tal bullicio en el templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron á imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.

En aquel momento, un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.

– Maese Pérez está enfermo – dijo; – la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez es el primer organista del mundo, ni á su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente…

El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían á aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban á prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.

– ¡Maese Pérez está aquí!.. ¡Maese Pérez está aquí!..

A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.

Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.

Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante á detenerle en el lecho.

– No – había dicho; – esta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos á la iglesia.

Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos á la tribuna, y comenzó la Misa.

En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.

Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza á elevarla.

Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.

Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco á poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.

A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fué creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.

Era la voz de los ángeles, que atravesando los espacios, llegaba al mundo.

Después comenzaron á oirse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos á la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos, como un girón de niebla sobre las olas del mar.

Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz… El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como á través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia á los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.

De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador.

La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento.

El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél á quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y trasfigurarse la Hostia.

El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco, y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.

El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante á un sollozo, y quedó mudo.

La multitud se agolpó á la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.

– ¿Qué ha sucedido? ¿qué pasa? – se decían unos á otros, y nadie sabía responder, y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba á subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.

– ¿Qué ha sido eso? – preguntaban las damas al asistente, que, precedido de los ministriles, fué uno de los primeros á subir á la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.

– ¿Qué hay?

– Que maese Pérez acaba de morir.

En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron á la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada á sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.


III

– Buenas noches, mi señora doña Baltasara; ¿también usarced viene esta noche á la Misa del Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla á oir á la parroquia; pero lo que sucede… ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez, parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés… ¡Pobrecito! ¡Era un santo!.. Yo de mí sé decir, que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece… pues en Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos le verían en los altares… Mas ¡cómo ha de ser!.. A muertos y á idos, no hay amigos… Ahora lo que priva es la novedad… ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita á la iglesia, y de la iglesia á nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice ó déjase de decir… sólo que yo, así… al vuelo… una palabra de acá, otra de acullá… sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades… Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas; aquel perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa, va á tocar esta Noche-Buena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse á hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era natural: acostumbrados á oir aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto á su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre, diciendo que él se atreve á tocarlo… No hay nada más atrevido que la ignorancia… Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación… pero así va el mundo… y digo, no es cosa la gente que acude… cualquiera diría que nada ha cambiado desde un año á otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo… ¡Ay, si levantara la cabeza el muerto! se volvía á morir por no oir su órgano tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va á comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas, que no haya más que oir… pero ¡calle! ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aires de personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y va á comenzar la misa… vamos, que me parece que esta noche va á darnos que contar para muchos días.

Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, un camino entre la multitud á fuerza de empellones y codazos.

Ya se había dado principio á la ceremonia.

El templo estaba tan brillante como el año anterior.

El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir á besar el anillo del prelado, había subido á la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano, con una gravedad tan afectada como ridícula.

Entre la gente menuda que se apiñaba á los pies de la iglesia, se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba á fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.

– Es un truhán, que por no hacer nada bien, ni aun mira á derechas – decían los unos.

– Es un ignorantón, que después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene á profanar el de maese Pérez – decían los otros.

Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse á darle de firme á su pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían á hacer bulla á más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba á defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pedantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difundo maese Pérez.

Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos… Las campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano.

Una estruendosa algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde.

Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces á la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos á la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.

El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.

Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que suenan á intervalos, traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida á las nubes; estruendo sin nombre, imponente como los rugidos de una tempestad; coro de serafines sin ritmos ni cadencia, ignota música del cielo que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos… todo lo expresaban las cien voces del órgano, con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca.




Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó á la escalera fué tanta, y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos, mandó á algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.

– Ya veis – le dijo este último cuando le trajeron á su presencia; – vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la Noche-Buena en la Misa de la catedral?

– El año que viene – respondió el organista, – prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería á tocar este órgano.

– ¿Y por qué? – interrumpió el prelado.

– Porque… – añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro; – porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.

El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones; y ya la demandadera se disponía á cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.

– ¿Que quiere usarced? mi señora doña Baltasara – decía la una, – yo soy de este genial. Cada loco con su tema… Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo… Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar… Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones… Y luego, si no hay más que mirarle al rostro, que según dicen, es el espejo del alma… Yo me acuerdo, pobrecito, como si le estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en semejante noche como esta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus primores… ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!.. Era viejo y parecía un ángel… no que este ha bajado las escaleras á trompicones, como si le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas… Vamos, mi señora doña Baltasara, créame usarced, y créame con todas veras… yo sospecho que aquí hay busilis…

Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.

Creemos inútil decir á nuestros lectores quién era una de ellas.


IV

Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba á voz herida á los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.

– Ya lo veis – decía la superiora, – vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel á la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad… pero… proseguís callando sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?

– Tengo… miedo – exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.

– ¡Miedo! ¿de qué?

– No sé… de una cosa sobrenatural… Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar sus registros y templarle, á fin de que hoy os sorprendiese… Vine al coro… sola… abrí la puerta que conduce á la tribuna… En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora… no sé cuál… Pero las campanadas eran tristísimas y muchas… muchas… estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.

La iglesia estaba desierta y oscura… Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda… la luz de la lámpara que arde en el altar mayor… A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían á hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi… le vi, madre, no lo dudéis, vi un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra á sus registros… y el órgano sonaba; pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.

Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.

El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes fuego… Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado… digo mal, no me había mirado, porque era ciego… ¡Era mi padre!

– ¡Bah! hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles… Rezad un Pater nóster y un Ave María al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad á ocupar la tribuna del órgano; la Misa va á comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles… Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que á daros sustos, bajará á inspirar á su hija en esta ceremonia solemne, para el objeto de tan especial devoción.

La priora fué á ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.

Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de maese Pérez…

La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron á la tribuna.

– ¡Miradle, miradle! – decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.

Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el órgano seguía sonando… sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo.




– ¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!.. ¡Aquí hay busilis!.. Oidlo; qué, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa… El señor arzobispo está hecho, y con razón, una furia… Haber dejado de asistir á Santa Inés; no haber podido presenciar el portento… ¿y para qué? para oir una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral, no fué otra cosa… Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira… aquí hay busilis, y el busilis, era, en efecto, el alma de maese Pérez.




LOS OJOS VERDES


Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.

Hoy, que se me ha presentado ocasión lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado á capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran, luminosos, trasparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.


I

– Herido va el ciervo… herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas… Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban… en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe… ¡Pero por San Saturio, patrón de Soria! cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle á los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos, y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más á propósito para cortarle el paso á la res.

Pero todo fué inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó á las carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía á la fuente.

– ¡Alto!.. ¡Alto todo el mundo! – gritó Iñigo entonces; – estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista á la voz de los cazadores.

En aquel momento se reunía á la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

– ¿Qué haces? – exclamó dirigiéndose á su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos. – ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya á morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido á matar ciervos para festines de lobos?

– Señor – murmuró Iñigo entre dientes, – es imposible pasar de este punto.

– ¡Imposible! ¿y por qué?

– Porque esa trocha – prosiguió el montero, – conduce á la fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.

– ¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador… ¿Lo ves?.. ¿lo ves?.. Aún se distingue á intervalos desde aquí… las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame… déjame… suelta esa brida, ó te revuelco en el polvo… ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue á la fuente? y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus! ¡Relámpago! ¡sus, caballo mío! si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán.

Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:

– Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto á morir entre los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe á pasar el capellán con su hisopo.


II

– Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis á la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.

Ya no vais á los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Solo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros á la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalarse sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose á su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

– Iñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo á las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez á su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?

– ¡Una mujer! – exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

– Sí – dijo el joven; – es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña… Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma á mi semblante. Voy, pues, á revelártelo… Tú me ayudarás á desvanecer el misterio que envuelve á esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.

El montero sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Este, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:

– Desde el día en que á pesar de tus funestas predicciones llegué á la fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota á gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reunen entre los céspedes, y susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen á su camino, y se repliegan sobre sí mismas y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco, á cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo es allí grande. La soledad con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fué nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba á sentarme al borde de la fuente, á buscar en sus ondas… no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña… muy extraña… los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas… no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos.

En su busca fuí un día y otro á aquel sitio.

Por último, una tarde… yo me creí juguete de un sueño… pero no, es verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo á ti ahora… una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto… sí; porque los ojos de aquella mujer, eran los ojos que yo tenía clavados en la mente; unos ojos de un color imposible; unos ojos…

– ¡Verdes! – exclamó Iñigo con un acento de profundo terror, é incorporándose de un salto en su asiento.

Fernando le miró á su vez como asombrado de que concluyese lo que iba á decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

– ¿La conoces?

– ¡Oh, no! – dijo el montero. – ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio ó mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, á no volver á la fuente de los Álamos. Un día ú otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito de haber encenagado sus ondas.

– ¡Por lo que más amo!.. – murmuró el joven con una triste sonrisa.

– Sí – prosiguió el anciano; – por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer…

– ¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dió la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos… ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío: – ¡Cúmplase la voluntad del cielo!


III

– ¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae á estos lugares, ni á los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble ó villana, seré tuyo, tuyo siempre…

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban á grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco á poco de la superficie del lago, comenzaba á envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima á desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas á los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

– ¡No me respondes! – exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza; – ¿querrás que dé crédito á lo que de ti me han dicho? ¡Oh! No… Háblame: yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer…

– Ó un demonio… ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

– Si lo fueses… te amaría… te amaría, como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.

– Fernando – dijo la hermosa entonces con una voz semejante á una música: – yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior á los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como á un mortal superior á las supersticiones del vulgo, como á un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

– ¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?.. Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales… y yo… yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie… Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino… las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven… ven…

La noche comenzaba á extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas… Ven… ven… estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven… y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo, donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso… un beso…

Fernando dió un paso hacia ella… otro… y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban á su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve… y vaciló… y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.




EL RAYO DE LUNA


Yo no sé si esto es una historia que parece cuento, ó un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que á los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.


I

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban á volar á los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposó en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

– ¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? – preguntaba algunas veces su madre.

– No sabemos – respondían sus servidores: – acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído á ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; ó en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; ó acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista, ó contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, por que su sombra no le siguiese á todas partes.

Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta á la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta; porque Manrique era poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.

Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro á lo largo de los troncos encendidos, ó danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto á la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.

Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides ú ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, ó cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.

En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas ó escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.

¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba á todas las mujeres un instante: á ésta porque era rubia, á aquélla porque tenía los labios rojos, á la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.

Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando á la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, ó á las estrellas, que temblaban á lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba: – Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!.. ¿Cómo será su hermosura?.. ¿Cómo será su amor?..

Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular á solas, que es por donde se empieza.


II

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían á lo largo de la opuesta margen del río.

En la época á que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.

En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada á sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en los trozos de fábrica, próximos á desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.

Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.

Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.

La media noche tocaba á su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruído claustro á la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve, ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.

En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras ó imposibles penetraba en los jardines.

– ¡Una mujer desconocida!.. ¡En este sitio!.. ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco – exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.


III

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas á la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad ó una forma blanca que se movía.

– ¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! – dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo… ¡Nadie! – ¡Ah! por aquí, por aquí va – exclamó entonces. – Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; – y corría, y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. – Pero siguen sonando sus pisadas – murmuró otra vez; – creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado… El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oir lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado… ha hablado… ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera… Y tornó á correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oirla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba á intervalos era un aroma perteneciente á aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!

Vagó algunas horas de un lado á otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.

Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio. – Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas á través de ese confuso laberinto – exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.

Llegó á la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce á sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.

Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista á su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.

La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía á todo remo á la orilla opuesta.

En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.

Pensaba atravesarlo y llegar á la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor á la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.


IV

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar á los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó á vagar por sus calles á la ventura.

Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas, un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.

Manrique, con el oído atento á estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban á sus espaldas y que á cada momento esperaba ver á su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio á otro.

Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave, que pasando á través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.

– No cabe duda; aquí vive mi desconocida – murmuró el joven en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica; – aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio… por el postigo de San Saturio se viene á este barrio… en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela… ¿en vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo á estas horas?.. No hay más; esta es su casa.

En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente á la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz, ni él separó la vista un momento.

Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos, y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia á un cocodrilo.

Verle Manrique y lanzarse á la puerta, todo fué obra de un instante.

– ¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿Á qué ha venido á Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. – Esta fué la salutación que sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:

– En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.

– Pero ¿y su hija? – interrumpió el joven impaciente; – ¿y su hija, ó su hermana, ó su esposa, ó lo que sea?

– No tiene ninguna mujer consigo.

– ¡No tiene ninguna!.. ¿Pues quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?

– ¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

Un rayo cayendo de improviso á sus pies, no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.


V

– Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla… ¿En qué?.. Eso es lo que no podré decir… pero he de conocerla. El eco de su pisada ó una sola palabra suya que vuelva á oir; un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva á ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras… ¿Qué dijo?.. ¿qué dijo? ¡Ah! si yo pudiera saber lo que dijo, acaso… pero aun sin saberlo la encontraré… la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas de oro en hacer charlar á dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás á una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus hopalandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa… yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.

¿Cómo serán sus ojos?.. Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan… Sí… no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros, y largos para que floten… Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros… no me engaño, no; eran negros.

¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, á una mujer alta!.. porque… ella es alta, alta y esbelta, como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito.

¡Su voz!.. su voz la he oído… su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.

Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?

Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto… ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?

Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses, durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano á aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced á sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce á los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.


VI

La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.

Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto, y miró á través de las macizas columnas de sus arcadas… Estaba desierto.

Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.

Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto á brillar ante sus ojos; pero había brillado á sus pies un instante, no más que un instante.

Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba á intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.

Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto á la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga é inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni á las caricias de su madre, ni á los consuelos de sus servidores.

– Tú eres joven, tú eres hermoso – le decía aquélla; – ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer á quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?

– ¡El amor!.. El amor es un rayo de luna – murmuraba el joven.

– ¿Por qué no os despertáis de ese letargo? – le decía uno de sus escuderos; – os vestís de hierro de pies á cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos á la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.

– ¡La gloria!.. La gloria es un rayo de luna.

– ¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?

– ¡No! ¡no! – exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial; – no quiero nada… es decir, sí quiero… quiero que me dejéis solo… Cantigas… mujeres… glorias… felicidad… mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos á nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué? ¿para qué? para encontrar un rayo de luna.

Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio.




TRES FECHAS


En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis excursiones semiartísticas á la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.

Los sucesos de que guardan la memoria estos números, son hasta cierto punto insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de insomnio una novela más ó menos sentimental ó sombría, según que mi imaginación se hallaba más ó menos exaltada y propensa á ideas risueñas ó terribles.

Si á la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios, hubiera podido escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes que se cierren del todo mis párpados; esas historias, cuyo vago desenlace flota, por último, indeciso en ese punto que separa la vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante.

No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras, y por decirlo así, impalpables, son en cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.

Voy, pues, á limitarme á narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe á los capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.


I

Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado; que habla con tanta elocuencia á los ojos del artista, y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:

«En nombre de los poetas y de los artistas; en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe á la civilización que toque á uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»

Da entrada á esta calle por uno de sus extremos, un arco macizo, achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.

En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, en el cual crece la hiedra, que, agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un penacho de plumas.

Debajo de la bóveda y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido é imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de un cordel y sus votos de cera.

Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan á ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construídas de piedras toscas y desiguales, sin más adornos que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillo, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos ó tres ajimeces abiertos á capricho en un paredón grieteado, y un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece á ningún orden de arquitectura, y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas; que son un modelo acabado de un género especial y conocido, ó una muestra curiosa de las extravagancias de un período del arte.

Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores; la de más allá unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros, y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro.

El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por un canónigo; una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno. He aquí todo lo que se encuentra en esta calle: calle construída en muchos siglos, calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual al levantar su habitación tomaba una saliente, dejaba un rincón ó hacía un ángulo con arreglo á su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.

Cuando por primera vez fuí á Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.

Casi siempre la atravesaba de un extremo á otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta ó la rejilla de una ventana, viese ni aun por casualidad el arrugado rostro de una vieja curiosa ó los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.

Una tarde, sin embargo, al pasar frente á un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres ó cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival, rodeado de un festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construído y blanco como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con un marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían á enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera y transparente.

Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente contribuyó á que me fijase en ella, fué el notar que cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver á caer, ocultando á mis ojos la persona que sin duda me miraba en aquel instante.

Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana, ó mejor dicho, de la cortinilla, ó más claro todavía, de la mujer que la había levantado; porque indudablemente, á aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.

Pasé otra tarde; pasé con el mismo cuidado; apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos ó tres ecos; miré á la ventana, y la cortinilla se volvió á levantar.

La verdad es que realmente detrás de ella no vi nada; pero con la imaginación me pareció descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.

Aquel día me distraje dos ó tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo desde lejos volvía á ella por última vez los ojos.

Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes; en aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de sus ojos.

La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su presencia como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía de haber allá en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba pensando en… ¿quién sabe?.. Acaso en mí; ¿qué digo acaso? en mí seguramente. ¡Oh! ¡cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía despertó en mi alma aquella ventana mientras permanecí en Toledo!..

Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo de las quimeras, y tomé un asiento en el coche para Madrid.

Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.

Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme á mi asiento, mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad á mis ojos, saqué el lápiz y apunté una fecha. Es la primera de las tres, á la que yo llamo la fecha de la ventana.


II

Al cabo de algunos meses volví á encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres ó cuatro días. Limpié el polvo á mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo, y provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluída la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo á Madrid.

Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué á visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.

Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas é impracticables.

Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas excursiones á través de lo desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.

La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella, se habían identificado, por decirlo así, con el terreno de tal modo, que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones, crecían á su sabor malvas de unas proporciones colosales, cerros de gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas blancas, prados de esa hierba sin nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.

Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas á aquel lugar, donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.

Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, girones de tela, tiras de cuero, y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían á primera vista á la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una miriada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un puñado de diamantes arrojados á granel, y que examinados de cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas, que reflejando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas y deslumbrantes.

Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada á trechos con pequeñas piedrecitas de varios matices formando labores, á trechos cubierta de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte, según dejamos dicho, semejante á un jardín de plantas parásitas, ó á un prado yermo é inculto.

Los edificios que dibujaban su forma irregular, no eran tampoco menos extraños y dignos de estudio.

Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos á las esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados ó estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores, y su farol rodeado de una red de alambre que defiende los ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.

Otro frente lo constituía un paredón negruzco, lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de musgo; un paredón altísimo, formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones, tapiados con piedra y argamasa, y á uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de ladrillos, desconchada y llena de mechinales, manchada á trechos de tintas rojas, verdes ó amarillentas, y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de enredaderas.

Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al penetrar en la plaza se presentó de improviso á mis ojos, cautivando mi ánimo y suspendiéndolo durante algún tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden, que todos los que se levantaban á su alrededor.

– ¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! – exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera, me apercibí á trazar, aunque ligeramente, sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.

Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando á mis lectores una idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.

Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, á fin de que, leyendo estos renglones, puedan formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de su conjunto.

Figuraos un palacio árabe, con sus puertas en forma de herradura; sus muros engalanados con largas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí, y corren sobre una franja de azulejos brillantes: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas, y su aguda flecha de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un gabinete pintado de oro y azul, ó las altas galerías cerradas con persianas verdes, que al descorrerse dejan ver los jardines con calles de arrayán, bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y las maravillas de su interior; todo deja adivinar el carácter y las costumbres de sus habitadores.

El opulento árabe que poseía este edificio lo abandona al fin; la acción de los años comienza á desmoronar sus paredes, á deslustrar los colores y á corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba, y en este punto rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven por una parte trozos de alicatado reluciente, por otra artesones oscurecidos, ó un ajimez solo, ó un arco de herradura ligero y puro, que da entrada á un salón gótico, severo é imponente.

Pero llega el día en que el monarca abandona también aquel recinto, cediéndole á una comunidad de religiosas, y éstas á su vez fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos á la ya extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías; entre dos arcos árabes colocan el escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando unos restos y levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden concebirse.

Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en que los bañan las sombras de sus doseles, una andanada de santos, ángeles y vírgenes, á cuyos pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes, vestiglos y endriagos de piedra, se mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto á las saeteras del murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian los grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños agujeritos, y semejantes á una tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican, por último, un campanario de espadaña con sus campanas, que tañen melancólicamente noche y día llamando á la oración, campanas que voltean al impulso de una mano invisible, campanas cuyos sonidos lejanos arrancan á veces lágrimas de involuntaria tristeza.

Después pasan los años, y bañan con una veladura de un medio color oscuro todo el edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.

Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos en el ala de los tejados; las golondrinas en los doseles de granito, y el buho y la lechuza escogen para su guarida los altos mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan á las viejas crédulas y á los atemorizados chiquillos, con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y sus silbos extraños y agudos.

Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales, hubieran podido únicamente dar por resultado un edificio tan original, tan lleno de contrastes, de poesía y de recuerdos, como el que aquella tarde se ofreció á mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir con palabras.

Ya lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo comenzaba á acariciar mi frente, cuando absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos restos de otras edades, más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía á mis espaldas y entregándome por completo á los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo. Veía claramente sucederse las épocas, derrumbarse unos muros y levantarse otros. Veía á unos hombres, ó mejor dicho, veía á unas mujeres dejar lugar á otras mujeres, y las primeras y las que venían después, convertirse en polvo y volar deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que arrancaba suspiros secretos, que engendró pasiones y fué manantial de placeres; luego… qué se yo… todo confuso, veía muchas cosas revueltas, y tocadores de encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores; celdas estrechas y sombrías con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro abierto, y sobre el libro una calavera; salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices y adornados con trofeos de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían á cruzar ante mis ojos; monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de continente altivo y andar majestuoso.

Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de pensadas no pueden recordarse; de esas tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento, y pasándome la mano por los ojos para convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento. Había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima, que saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes á tableros de ajedrez, se había agitado varias veces como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me saludaba á mí; no era posible que me equivocase… estaba solo, completamente solo en la plaza.

En balde esperé la noche, clavado en aquel sitio, y sin apartar un punto los ojos del mirador; inútilmente volví muchas veces á ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis delirios del día. No la volví á ver más…

Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo dejando allí, como una carga inútil y ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné á guardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré un momento la anterior, la de la ventana, y no pude menos de sonreirme de mi locura.


III

Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido, hasta que volví á Toledo, transcurrió cerca de un año, durante el cual no dejó de presentárseme á la imaginación su recuerdo, al principio á todas horas y con todos sus detalles; después con menos frecuencia, y por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué á creer algunas veces que había sido juguete de una ilusión ó de un sueño.

No obstante, apenas llegué á la ciudad, que con tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí preocupado á recorrer las calles, sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme á ningún punto fijo.

El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza á todo lo que se oye, se ve y se siente. El cielo era de color de plomo, y á su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía á lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas, como notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya palabras ininteligibles, clamor de campanas ó ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.

Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos, absorto en mil confusas imaginaciones, y contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio, sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso me detenía á cada paso, cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y recuerdos históricos.

El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había comenzado á caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto á que iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.

Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido, como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.

Tendí una mirada á mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal, estaba más triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura ó el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez primera, hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que existe desde la melancolía á la amargura.

Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca á mis ojos; y ya me disponía á alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó á voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado, que parecía como acometido de un vértigo.

Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con sollozos ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes, semejantes á la risa de una mujer loca.

A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.

Varié de idea; y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué á la puerta del templo, y pregunté á uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:

– ¿Qué hay aquí?

– Una toma de hábito – me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.

Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron á penetrar en su recinto.

La iglesia era alta y oscura: formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada de angelones con escudos, grifos, cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno á las naves se veía una multitud de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes á estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de una arquitectura árabe, gótica ó churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro, otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas con una antigua tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.

Contribuía á dar un carácter más misterioso á toda la iglesia, completamente armónica en su confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata y cobre, pendientes de las bóvedas; de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro, partían rayos de luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de la cúpula; rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien matices diferentes, los que se abrían paso á través de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes á inundar con la bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían como que luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas. A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba á punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor, bajaban en aquel momento las gradas cubiertas de alfombra, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro en donde se oía á las religiosas entonar un salmo.

Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme á las dobles rejas que lo separaban del templo. No sé, me pareció que había de conocer en la cara á la mujer de quien sólo había visto un instante la mano; y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarla mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: á través de los cruzados hierros, muy poco ó nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y negros que se movían entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios encendidos; una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un crucifijo alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las sombras; he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.

Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando el ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron al fin á la reja del coro.

Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen que iba á consagrarse al Señor.

¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar ó de la profunda sima de una montaña, un girón de niebla que flota lentamente en el vacío, y alternativamente ya parece una mujer que se mueve y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo blanco prendido á la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo sus huesos amarillos con un sudario, sobre el que se cree ver dibujadas sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima.

El rostro no se lo podía ver. Vino á colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban el crucifijo; y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacía resaltar por oscuro bañándola en una dudosa sombra.

Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la ceremonia.

La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que á su vez repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que las ceñía y la arrojó lejos de sí… ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana de las flores como todas las mujeres.

Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida comenzó á percibirse en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado habría besado tantas veces…

La abadesa tornó á murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes las repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían á lo lejos como unos quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los torreones, y estremecía al pasar los vidrios de color de las ojivas.

Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de un claustro gótico.

Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus broches con mano trémula de emoción y cariño…

El esposo místico aguardaba á la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo sin duda la losa del sepulcro y llamándola á traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas arrojaron como si fuese tierra sobre su cuerpo puñados de flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes con sus voces profundas y huecas comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que pronuncian.

¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas desde el fondo del coro con voces plañideras y dolientes.

¡Dies iræ, dies illa! le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, y en tanto las campanas tañían lentamente tocando á muerto, y de campanada á campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.

Yo estaba conmovido; no, conmovido no, aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y que á mi alrededor se formaba el vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre ó una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede pintar, y que sólo pueden concebir los que lo han sentido…

Aún estaba clavado en aquel lugar con los ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí, cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa la vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas, y formando dos largas hileras, la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.

Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz; era la puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie en su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y pude verla el rostro. Al mirarlo, tuve que ahogar un grito. Yo conocía á aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma ó los recuerda acaso de otro mundo mejor, del que al descender á éste, algunos no pierden del todo la memoria.

Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise gritar, no sé, me acometió como un vértigo, pero en aquel instante la puerta claustral se cerró… para siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna! subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por cien bocas de metal, y las campanas de la torre comenzaron á repicar, volteando con una furia espantosa.

Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos á mi alrededor buscando á los padres, á la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré á nadie.

– Tal vez era sola en el mundo – dije; y no pude contener una lágrima.

– ¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! – exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba á mi lado, y sollozaba y gemía agarrada á la reja.

– ¿La conoce usted? – le pregunté.

– ¡Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.

– ¿Y por qué profesa?

– Porque se vió sola en el mundo. Su padre y su madre murieron en el mismo día del cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor deán la dió el dote para que profesase; y ya veis… ¿qué había de hacer?

– ¿Y quién era ella?

– Hija del administrador del conde de C… al cual serví yo hasta su muerte.

– ¿Dónde vivía?

Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.

Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reune los puntos más distantes; los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí ó creí comprenderlo.




Esta fecha que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte… Digo mal; la llevo escrita en un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de donde no se borrará nunca.

Algunas veces recordando estos sucesos, hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado:

– Algún día en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico, la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?

¡Quién sabe!

¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?




LA CORZA BLANCA



I

En un pequeño lugar de Aragón, y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual, después de haber servido á su rey en la guerra contra infieles, descansaba á la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.

Aconteció una vez á este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de la Azucena, que como se les entrase á más andar el día engolfados en perseguir á una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, á una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama á la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos á otros las aventuras más ó menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y á través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó á percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante á la del guión de un rebaño.

En efecto, era así, pues á poco de haberse oído la esquililla, empezaron á saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y á descender á la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos, blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su hatillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.

– A propósito de aventuras extraordinarias – exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose á su señor: – ahí tenéis á Esteban el zagal, que de algún tiempo á esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.

– ¿Pues qué le acontece á ese pobre diablo? – exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.

– ¡Friolera! – añadió el montero en tono de zumba: – es el caso, que sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, á lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, á no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.

– ¿Y á qué se refiere esa facultad maravillosa?

– Se refiere – prosiguió el montero – á que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para no dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso, que en más de una ocasión les ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado á término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.

Mientras esto decía el montero, Constanza, que así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de estos se adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de beber á su ganado, y le condujo á presencia de su señor, que para disipar la turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró á saludarle por su nombre, acompañando el saludo con una bondadosa sonrisa.

Era Esteban un muchacho de diecinueve á veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes á las crines de un rocín colorado.

Esto, sobre poco más ó menos, era Esteban en cuanto al físico; respecto á su moral, podía asegurarse sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso como buen rústico.

Una vez el zagal repuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso á que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, á las que Esteban comenzó á contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el asunto.

Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de Constanza, que parecía la más curiosa é interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidióse éste á hablar, mas no sin que antes dirigiese á su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres ó cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos ó hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta manera:

– Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones á San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar; que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá á todo.

Firme en esta idea, había decidido no volver á decir palabra sobre el asunto á nadie, ni por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y á fe á fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna á molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos á la pellica, y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.

– Pero, vamos – exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal, que amenazaba no concluir nunca; – déjate de rodeos y ve derecho al asunto.

– A él voy – contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz acompañada de un silbido para que se agruparan los corderos, que no perdía de vista y comenzaban á desparramarse por el monte, tornó á rascarse la cabeza y prosiguió así:

– Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos, que ya con trampa ó con ballesta no dejan res á vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.

Hablaba yo de esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:

– Pues, hombre, no sé en qué consista el que tú no los topes, pues de nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez á las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres ó cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que á juzgar por las huellas debía de componerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.

– ¿Y hacia qué sitio seguía el rastro? – pregunté á los peones, con ánimo de ver si topaba con la tropa.

– Hacia la cañada de los cantuesos – me contestaron.

No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fuí á apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos á otros, y de vez en cuando sentía moverse el ramaje á mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguir á ninguno.

No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, á la orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni á la hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia, y lo que es más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano, sin ponderación alguna.

Al decir esto, el mozo, instintivamente y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado de un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña se apresuró á esconderlo, exclamando con el tono más natural del mundo:

– ¡Oh, no! por desgracia no los tengo yo tan pequeñitos, pues de ese tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los trovadores.

– Pues no paró aquí la cosa – continuó el zagal cuando Constanza hubo concluído; – sino que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar los ciervos para dirigirse á la cañada, allá al filo de la media noche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir que las ramas se movían á mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé con sumo cuidado, y poniendo atención á aquel confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire, como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres ó cuatro voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía semejante al de las muchachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino, vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros en la cabeza.





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notes



1


Merced á la amabilidad de los señores Álvarez Quintero, á cuya iniciativa se debe esta edición, puedo complacerme en publicar al frente de ella el discurso en que los dos hermanos ofrecieron al pueblo de Sevilla la bellísima obra de Coullaut Valera. – El Editor.



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