Книга - Los enemigos de la mujer

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Los enemigos de la mujer
Vicente Blasco Ibáñez




Vicente Blasco Ibáñez

Los enemigos de la mujer





AL LECTOR


En 1918, casi al final de la guerra europea, caí repentinamente enfermo por exceso de trabajo.

Había realizado un esfuerzo enorme escribiendo para los periódicos de España y América numerosos artículos, un cuaderno todas las semanas de mi Historia de la Guerra y dos novelas, Los cuatro jinetes del Apocalipsis y Mare nostrum. Además hice muchas traducciones y otras labores literarias obscuras para la propaganda en favor de los Aliados.

Durante cuatro años trabajé doce horas diarias, sin ningún día de descanso. Hubo semanas extraordinarias en las que aún fué más larga mi jornada. Á esta tarea excesiva y abrumadora, que lentamente iba agotando mis fuerzas, había que añadir las privaciones é inquietudes de la vida anormal que llevábamos los habitantes de París: mala comida, escasez de carbón, alumbrado defectuoso, noches en vela por las señales de alarma y el bullicio de la gente al anunciarse un ataque aéreo de los «Gothas».

El frío de dos inviernos crudos, pasados casi sin calefacción, y el exceso de trabajo, acabaron con mi salud, y por consejo de los médicos me trasladé á la Costa Azul. No por tal cambio de ambiente dejé de trabajar. Como en París escaseaba el combustible, fuí en busca del calor del sol que nunca falta á orillas del Mediterráneo. Esto fué todo.

Me instalé en Niza, por unas semanas nada más. Como necesitaba seguir trabajando, me sentí atraído por la soledad bravía del Cap-Ferrat, península que avanza en el mar su lomo cubierto de pinos. Durante unos meses viví en el Gran Hotel del Cap Ferrat como en un convento abandonado. Muchos días fuí su único huésped, llevando una vida de familia con su director y sus escasos domésticos.

Acababa de escribir Mare nostrum, y la soledad de esta costa junto al frecuentado camino de Niza á Monte-Carlo parecía armonizarse con los recuerdos de mi novela reciente. Pero las noticias del gran choque europeo nos llegaban con enorme retraso, como si procediesen de un mundo lejanísimo. Además, las privaciones, generales en toda Francia, aún resultaban mayores y más penosas en este olvidado rincón.

Al fin me trasladé al Principado monegasco, que veía diariamente desde mis ventanas, avanzando su doble ciudad de Mónaco y Monte-Carlo sobre la llanura azul del mar. Como era país neutral, libre de los severos reglamentos impuestos por la guerra, las gentes afluían á él en busca de una existencia menos dura. Además, los administradores de su célebre Casino procuraban que los víveres, el carbón y la luz fuesen más abundantes que en las vecinas poblaciones francesas.

Apenas instalado en Monte-Carlo, vi con mis ojos de novelista un mundo anormal que vivía al margen de la guerra, queriendo ignorarla, para mantener tranquilo su egoísmo. Me admiró la tenacidad y la ceguera de los jugadores, que en días de alegría ó incertidumbre, cuando se disputaba sobre los campos de batalla el porvenir del mundo, sólo pensaban en sus combinaciones y «sistemas» favoritos, como si no existiese en la tierra nada más interesante.

Fuí estudiando de cerca esta sociedad extraordinaria, que luego se ha modificado exteriormente al volver los tiempos de paz, y así empezó mi composición de Los enemigos de la mujer.

Casi todos los personajes que aparecen en la presente novela tienen algo ó mucho de real. Fueron observados directamente y son reflejos, más ó menos fieles, de personas que aún viven ó murieron hace pocos años.

Esto no significa que el lector deba creerlos exactamente iguales á los tipos que me sirvieron de modelos, por haberlos copiado yo con una minuciosidad material. El novelista es un pintor y no un fotógrafo. Las más de las veces, con varios personajes observados en la realidad moldeamos uno solo. En otras ocasiones, un tipo complejo, estudiado directamente, lo descomponemos en varios, repartiendo sus diversas facultades entre numerosos hijos de nuestra imaginación.

Con arreglo á la conocida fórmula, copié la realidad «viéndola á través de mi temperamento», ó más claramente dicho, la interpreté como me pareció mejor, con arreglo á mis ideas y gustos.

Las desfiguraciones que impuse á la realidad no han impedido á ciertos habitantes de la Costa Azul reconocer el origen de mis personajes.

Muchos de los que frecuentan el Casino de Monte-Carlo señalan á un gran señor de origen ruso, y afirman que es el príncipe Lubimoff de Los enemigos de la mujer. En un cementerio que existe junto al camino de Monte-Carlo á La Turbie, muestran la tumba de la duquesa Alicia. Un gentleman aviejado y cada vez más flaco, que juega y pierde en los primeros días de todos los meses, dice con desesperación á los que le escuchan, cuando ve desaparecer sobre el tapete sus últimas fichas:

– Yo soy el lord Lewis que aparece en ese libro sobre Monte-Carlo, escrito por «Ibanez», el novelista español.



    V. B. I.

1923.




I


El príncipe repitió su afirmación:

– La gran sabiduría del hombre es no necesitar á la mujer.

Quiso seguir, pero no pudo. Temblaron levemente los amplios ventanales, cortados en su parte baja por el intenso azul del Mediterráneo. Entró en el comedor un estrépito amortiguado que parecía venir de la otra fachada del edificio, frente á los Alpes. Esta vibración, ensordecida por muros, cortinajes y alfombras, era discreta, lejana, como el funcionamiento de una máquina subterránea; pero un clamoreo humano, una explosión de gritos y silbidos dominaba el rodar del acero y los bufidos del vapor.

– ¡Un tren de soldados! – exclamó don Marcos Toledo abandonando su asiento.

– Este coronel, siempre héroe, siempre entusiasta de las cosas de su profesión – dijo Atilio Castro con sonrisa burlona.

El llamado coronel se colocó casi de un salto, á pesar de sus años, junto á la ventana lateral más próxima. Alcanzaba á ver sobre el follaje del gran jardín en declive una pequeña sección del ferrocarril de la Cornisa sumiéndose en la boca ahumada de un túnel. Luego volvía á reaparecer al otro lado de la colina, entre las arboledas y los sonrosados palacetes del Cap-Martin. Los rieles ondulaban luminosamente bajo el sol como dos regueros de metal líquido. Aún no había llegado el tren á este lado, pero su estrépito creciente parecía animar el paisaje. Las ventanas de las casas de campo, las terrazas de las «villas», se punteaban de negro con la salida de las gentes que abandonaban la mesa del almuerzo. Banderas de diversos colores empezaron á ondear en edificios y tapias á ambos lados de la vía, desde media falda de la montaña hasta la ribera del mar.

Don Marcos corrió á la ventana opuesta. Aquí, el paisaje era urbano. Todo lo que alcanzaba la vista estaba bajo techo, sin otra concesión á las expansiones del suelo que los aislados mechones verdes de los jardines irguiéndose entra masas de tejas rojas. Era como un decorado de teatro, partido en varios términos: primero las «villas» sueltas rodeadas de árboles, con balaustres blancos y chorreando flores sus murallas; luego el núcleo de Monte-Carlo, sus hoteles enormes erizados de cúpulas y torrecillas, y en el fondo, esfumados por la distancia y el polvo dorado flotante en la atmósfera, el peñón de Mónaco y sus paseos, la enorme masa del Museo Oceanográfico, la catedral, de un blanco crudo y reciente, y las torres cuadradas y almenadas del palacio del Príncipe. La edificación subía desde la ribera marítima á la mitad de las montañas. Era un Estado sin campos, sin tierra libre, todo cubierto de casas de una frontera á otra.

Pero don Marcos llevaba muchos años de familiaridad con esta vista, y buscó inmediatamente lo que había en ella de extraordinario. Un tren enorme, interminable, avanzaba lentamente por la costa. Contó en voz alta más de cuarenta vagones, sin poder llegar al término del convoy, oculto aún por una revuelta.

– Debe ser un batallón… todo un batallón en pie de guerra. Más de mil soldados – dijo con autoridad, satisfecho de mostrar su buen ojo profesional ante los compañeros de mesa, que no le oían.

El tren estaba repleto de hombres, pequeñas figuras de un gris amarillento que llenaban las ventanas de los vagones y ocupaban las portezuelas y los estribos, con las piernas colgando sobre la vía. Otros se agolpaban en los furgones de ganado ó se mantenían de pie sobre las plataformas descubiertas, entre los carros militares y las ametralladoras enfundadas. Muchos se habían subido á los techos de los vagones, y saludaban abiertos de brazos y piernas como una X. Casi todos se habían puesto en cuerpo de camisa, con las mangas dobladas sobre los brazos, lo mismo que los marineros cuando se preparan para una maniobra.

– ¡Son ingleses! – exclamó don Marcos – . ¡Ingleses que van á Italia!

Esta indicación fué mal acogida por el príncipe, que le tuteaba á pesar de la diferencia de edad.

– No seas tonto, coronel. Cualquiera los conoce. Son los únicos que silban.

Asintieron los otros tres sentados á la mesa. Todos los días pasaban trenes militares, y desde lejos se podía adivinar la nacionalidad de los hombres que los ocupaban.

– Los franceses – dijo Castro – pasan callados. Llevan tres años y pico de lucha en su propio suelo. Son silenciosos y sombríos, como el deber monótono é interminable. Los italianos que vienen al frente francés cantan y adornan sus trenes con ramajes y flores. Los ingleses gritan como un colegio en libertad, y silban, silban para expresar su entusiasmo. Son los muchachos de esta guerra; van á la muerte con un entusiasmo pueril.

Se aproximó la silba, con una estridencia de aquelarre. Fué pasando entre la montaña y los jardines de Villa-Sirena; luego se alejó por el lado opuesto, con dirección á Italia, disminuyendo paulatinamente al ser tragada por el túnel. Toledo, que era el único que presenciaba el paso del tren, vió cómo se animaban casas, jardines y pequeñas huertas á los dos lados de la vía. Braceaban las gentes agitando pañuelos y banderas para contestar á los silbidos de los ingleses. Hasta en la orilla mediterránea, los pescadores, puestos de pie en los bancos de sus botes, tremolaban las gorras mirando al lejano tren. El inquieto oído de don Marcos adivinó un leve correteo en el piso superior. La servidumbre abría sin duda las ventanas para unirse con un entusiasmo silencioso á esta despedida.

Cuando sólo quedaban visibles unos pocos vagones en la boca del túnel, el coronel volvió á ocupar su asiento en la mesa.

– ¡Mas carne al matadero! – dijo Atilio Castro mirando al príncipe – . Pasó el escándalo. Continúa, Miguel.

Dos criados jóvenes, dos muchachos italianos, imberbes y de ademanes torpes, vestidos con unos fracs que les venían algo grandes, sirvieron los postres del almuerzo, bajo la mirada autoritaria de Toledo.

Este examinaba igualmente la mesa y los tres convidados, como si temiera notar de pronto un olvido, algo que demostrase la improvisación del almuerzo. Era el primero que se daba en Villa-Sirena después de dos años.

La víspera había llegado de París el dueño de la casa, el príncipe Miguel Fedor Lubimoff, que ocupaba ahora la cabecera de la mesa.

Era un hombre todavía joven, con el cuidado vigor que proporciona una vida de ejercicios físicos: alto, membrudo y esbelto, la tez morena, grandes ojos grises y el rostro largo, completamente afeitado. Las canas esparcidas en sus sienes – que aún parecían más numerosas al contrastar con el negro azulado de su cabeza – , unas cuantas arrugas precoces en las comisuras de sus ojos y dos surcos profundos que se abrían desde las alillas de su nariz, demasiado ancha, hasta tocar los extremos de su boca, parecían denunciar el primer cansancio de un organismo poderoso que ha vivido con demasiada intensidad, por considerar sus fuerzas sin límites.

El coronel le llamaba «Alteza», como si fuese de una familia reinante y no un simple príncipe ruso. Pero esto era cuando había alguien presente, por una costumbre adquirida en tiempos de la difunta princesa Lubimoff, y para sostener el prestigio del hijo, al que conocía desde niño. En la intimidad, cuando estaban solos, prefería llamarle «marqués», marqués de Villablanca, sin que el príncipe consiguiera torcer con sus burlas este orden establecido por don Marcos en las categorías de su respeto. El principado ruso era para los demás, para las gentes que se deslumbran con la amplitud de los títulos, sin saber apreciar su mérito y su origen; él prefería, como algo más noble, el marquesado español, á pesar de que todos lo ignoraban en España, por carecer de consagración oficial.

A los tres convidados del príncipe Miguel los conocía Toledo.

Atilio Castro era un compatriota, un español que había pasado la mayor parte de su existencia fuera de su país. Trataba al príncipe con gran confianza y hasta le tuteaba, á causa de un parentesco lejano. El coronel tenía una vaga idea de que había sido cónsul en alguna parte, pero por breve tiempo. Continuamente le hacía objeto de sus burlas, que él tardaba en descubrir. Pero no sentía rencor por ellas, viendo que «Su Alteza» las celebraba mucho.

– ¡Hermoso corazón! – decía al hablar de Castro – . Ha llevado una vida poco ejemplar, es un terrible jugador… pero un caballero, ¡lo que se llama un caballero!

Miguel Fedor definía de otro modo á su pariente:

– Tiene todos los vicios y ningún defecto.

Don Marcos nunca pudo entender esto, pero lo aceptó como un nuevo motivo para apreciar á Castro.

Sólo contaba el príncipe dos ó tres años más que él, y sin embargo parecían separados por una diferencia de edad mucho mayor. Castro iba más allá de los treinta y cinco años, y algunos le suponían veintitrés. Su rostro, de ingenua expresión, algo aniñado, sólo adquiría cierta respetabilidad viril gracias á un bigote rubio obscuro, recortado como un cepillo de dientes. Este exiguo bigote y la raya correcta que partía sus cabellos en dos masas idénticas y lustrosas eran los detalles más visibles de su fisonomía en momentos de tranquilidad. Si se alteraba su humor – lo que ocurría muy de tarde en tarde – , el brillo de sus ojos, la contracción de su boca, las arrugas precoces de sus sienes, le daban un aspecto inquietante, y diez años más caían sobre él de golpe.

– Malo para enemigo – afirmaba el coronel – . Es hombre que no conviene tenor enfrente.

Y no por miedo, sino por espontánea admiración, celebraba sus talentos. Hacía versos, pintaba acuarelas, improvisaba romanzas en el piano, daba consejos sobre muebles y trajes, conocía las antigüedades. Don Marcos no encontraba límites á su inteligencia.

– Lo sabe todo – decía – . ¡Si pudiera fijarse en una sola cosa!.. ¡Si quisiera trabajar!

Vestido siempre con elegancia, viviendo en hoteles caros y sin ninguna renta conocida, el coronel sospechaba una serie de empréstitos amistosos hechos al príncipe. Pero éste había permanecido ausente de Monte-Carlo casi desde el principio de la guerra, y don Marcos encontraba á Castro todos los inviernos instalado en el Hotel de París, apuntando en el Casino, tratándose con gentes ricas. Unas cuantas veces, al verse junto á la ruleta, le había pedido prestados «diez luises», necesidad imperiosa de jugador que acaba de quedar limpio y ansía desquitarse; pero, con más ó menos retraso, se los había devuelto siempre. Su vida tenía un fondo misterioso, según don Marcos.

Los otros dos convidados le parecían de una existencia menos complicada. El más antiguo en la casa era un joven moreno, casi cobrizo, pequeño de cuerpo, con luengas y lacias melenas. Teófilo Spadoni, famoso pianista, hijo de italianos – esto era indiscutible – , pero nacido, según él, unas veces en el Cairo, otras en Atenas ó en Constantinopla, en todas las ciudades adonde había emigrado su padre, pobre sastre napolitano. Tales vaguedades y distracciones no resultaban extraordinarias en este ejecutante prodigioso, que así que se levantaba del piano era una especie de sonámbulo, incapaz de adaptarse regularmente á ninguna función de la vida. Luego de dar conciertos en las grandes capitales de Europa y América del Sur, se había quedado en Monte-Carlo, con una inmovilidad que él atribuía á la guerra y don Marcos achacaba á su afición al juego. El príncipe le conocía por haberle llevado á bordo de su gran yate Gaviota II, en un viaje alrededor de la tierra, formando parte de su orquesta.

Al lado del dueño estaba el último convidado, el más reciente en la casa, un joven pálido, larguirucho y miope, que miraba á todos lados con timidez, conteniendo sus movimientos. Era un profesor español, un doctor en ciencias, Carlos Novoa, pensionado por el gobierno de su país para hacer estudios de la fauna marítima en el Museo Oceanográfico. El coronel, que vivía muchos años en Monte-Carlo sin tropezarse con otros compatriotas que los que encontraba alrededor de las mesas de ruleta, había sentido un orgullo patriótico al conocer á este profesor, dos meses antes.

– ¡Un sabio!.. ¡un famoso sabio! – exclamaba al hablar de su nuevo amigo – . Para que digan luego que todos los españoles somos brutos…

No podía explicar qué sabiduría era la de su compatriota. Es más: desde sus primeras conversaciones había adivinado que el profesor era de ideas opuestas á las suyas. «Un descreído de los que no tienen más Dios que la materia», se dijo. Pero añadió á guisa de consuelo: «Todos estos sabios son así: liberales é impíos. ¡Qué hacerle!..» En cuanto á su fama, la tenía por indiscutible. Sólo así podía comprender que lo hubiesen enviado á aquel Museo de Mónaco, enorme y blanco como una catedral, cuyas salas había visitado una sola vez, con un respeto que le impedía volver.

Cuando el profesor iba de tarde en tarde á Monte-Carlo, encontrándose en el Casino con don Marcos, éste lo presentaba á sus amigos como una celebridad nacional. Así había conocido á Castro y á Spadoni, los cuales se limitaron á preguntarle si ganaba mucho en el juego.

Al anunciar el príncipe su llegada, Toledo obligó á su ilustre compatriota á acompañarle á la estación, para presentarlo sin perder tiempo.

– Una gloria de nuestro país… ¡Su Alteza, que ama tanto las cosas de España!

Miguel Fedor había pasado en los mares una parte considerable de su vida, y simpatizó con este joven modesto al conocer la especialidad de sus estudios.

Hablaron largamente de oceanografía, y el día anterior, el príncipe Miguel, que estaba habituado á tener una gran mesa por la que desfilaban los comensales más diversos, dijo á su «chambelán»:

– Muy simpático tu sabio. Invítalo á almorzar.

Los convidados hablaban todos el español. Spadoni podía seguir la conversación con lo que había aprendido en Buenos Aires, Santiago de Chile y otras capitales de la América del Sur cuando seguía dando «recitales» de piano á un empresario que al fin se cansó de explotarle y de luchar con su inconsciencia.

Al empezar el almuerzo, había notado el coronel en el rostro de su príncipe la preocupación de una idea fija. Hablaba preferentemente con el profesor Novoa, asombrándose de la exigua retribución que le valían sus estudios. Castro y Spadoni sólo atendían á los platos. Ya no eran obra de un cocinero famoso al que daba el príncipe Miguel el sueldo de un presidente de Consejo de ministros. El «maestro» había sido movilizado por la guerra, y á la sazón hacía la cocina de un general en el frente francés. Toledo había sabido descubrir después á una cincuentona, menos variada en sus combinaciones que el artista arrebatado por la guerra, pero más «clásica», más sólida y substanciosa, y los dos comían con ese regodeamiento de los eternos abonados á restoranes y hoteles cuando se ven ante una mesa sin economía y engaños.

Cerca de los postres, la conversación, que era ya general, recayó sobre las mujeres, como ocurre en toda comida de hombres solos. Toledo tuvo la sospecha de que el príncipe había empujado dulcemente á sus comensales á hablar de esto. De pronto, Miguel resumió su opinión diciendo por dos veces:

– La gran sabiduría del hombre es no necesitar á la mujer.

Y á continuación había pasado el tren de soldados ingleses como una nube de gritos y silbidos.

Atilio Castro dejó que se perdiese en el túnel el último vagón, y dijo con una sonrisa algo irónica:

– Esos silbidos parecen un comentario á tu hermosa frase; pero no hagas caso de opiniones groseras. Lo que has dicho me interesa. ¡Tú abominando de las mujeres, que las has tenido á miles!.. Continúa, Miguel.

Pero el príncipe torció el curso de la conversación. Habló de sus impresiones al llegar á Villa-Sirena después de una larga ausencia. De la vida anterior á la guerra sólo quedaban el edificio y los jardines. Toda la servidumbre masculina estaba movilizada: unos en el ejército francés, otros en el italiano. Al día siguiente de su llegada, maquinalmente había pedido el automóvil para ir á Monte-Carlo. No le faltaban vehículos. Tres de las mejores marcas estaban como olvidados en su garage. Pero los mecánicos también hacían la guerra, y además no había esencia y era necesario un permiso para correr por los caminos… Total: que había tenido que esperar el tranvía de Mentón ante la verja de su jardín. Una novedad para él, un medio de locomoción interesante. Creyó caer en un mundo olvidado al verse entre los pasajeros populares. Le molestaba la curiosidad general. Todos se repetían en voz baja su nombre; hasta el conductor mostró cierta emoción al ver en su coche al propietario de Villa-Sirena.

– Y lo peor de todo, queridos amigos, es que estoy arruinado.

Spadoni abrió desmesuradamente sus ojos negros, como si oyese algo inaudito y absurdo. Castro sonrió con incredulidad.

– ¿Arruinado tú?.. Me contentaría con la décima parte de tus escombros.

El príncipe asintió. Era como esos enormes trasatlánticos que, al naufragar, hacen la fortuna con sus despojos de todo un pueblo de miserables instalado en la orilla. Pero esta relatividad de la suerte no evitaba que su ruina fuese cierta.

– Por lo que diré después, necesito no ocultar mi situación. Hace unas semanas he vendido en París el palacio que construyó mi madre. Me lo ha comprado un «nuevo rico». Yo, con la guerra, voy á ser un «nuevo pobre». Tú sabes, Atilio, lo que me pasa desde que empezó esta pelea de naciones. A los primeros cañonazos me enviaron de Rusia la octava parte de las rentas que tenía en tiempos de paz: luego, mucho menos. La revolución todavía recortó de un modo alarmante mis ingresos. Ahora, con el compañero Lenine y la bandera roja, no llega nada, absolutamente nada. No conozco siquiera la suerte de mis casas, de mis campos, de las minas… Nada sé tampoco de los que administraban allá mi fortuna. Sin duda los han asesinado…

El coronel levantó los ojos al techo: «¡La revolución!.. ¡La falta de un amo!»

– Un rico como tú – dijo Castro – siempre tiene reservas en los Bancos, siempre encuentra quien le preste hasta que lleguen tiempos mejores.

– Tal vez; pero eso para mí casi representa la miseria. Mi administrador me ha dicho, al salir de París, que debo limitar mis gastos, vivir con arreglo á mis ingresos actuales. ¿Cuánto tengo?.. No lo sé. El mismo tampoco lo sabe. Está haciendo un balance de mi situación, cobrando á unos, pagando á otros, pues, según parece, yo tenía muchas deudas. A los millonarios nadie les exige con premura el pago de lo que deben… En fin, tendré que vivir como un príncipe arruinado, con trescientos mil francos al año; tal vez más… tal vez menos. No sé.

Castro y Spadoni hicieron un gesto nostálgico al oir dicha suma. Novoa miró con respeto á este hombre que se llamaba su amigo y se creía en la miseria con trescientos mil francos anuales.

– Mi administrador – continuó el príncipe – me habló de vender Villa-Sirena lo mismo que el palacio de París. Parece que el «nuevo rico» quiere quedarse con todo lo mío. ¡Liquidación completa!.. Pero yo me he opuesto. Este rincón es mío; lo he formado yo. Además, la vida resulta imposible en el mundo, la guerra lo amarga todo. La existencia en París es triste. No hay gente, no hay luz: los «Gothas» tienen inquietas y nerviosas á las personas de nuestro mundo y las hacen emigrar… Y he pensado instalarme aquí hasta que termine la demencia europea.

– Va para largo – dijo Castro.

– Así lo creo. Este es un rincón agradable, un refugio dulce, que aún hace más grato la egoísta consideración de que á estas horas sufren toda clase de penalidades millones de hombres y mueren unos cuantos miles por día… Pero de todos modos, no es lo mismo que antes. Hasta el Mediterráneo resulta otro. Apenas se oculta el sol, mi buen coronel tiene que enmascarar con negros cortinajes las ventanas y puertas que dan al mar, para que los submarinos alemanes no se guíen por nuestras luces… ¡Ay! ¿Dónde están los hermosos días de la paz? ¡Las fiestas que hemos dado aquí! ¡Las veladas en el Gaviota II cuando estaba anclado en el puerto de Mónaco!..

Castro quedó con los ojos vagos, como si soñase despierto. Vió en su imaginación los jardines de Villa-Sirena dulcemente iluminados, envueltos en un halo lácteo que se desplomaba sobre las invisibles olas lo mismo que un reflejo lunar. Los ventanales estaban rojos, esparciendo en la cálida lobreguez de la noche risas, gritos, suspiros de violines, romanzas amorosas que denunciaban un cuello femenil, blanco y voluptuoso, hinchado por el deseo y por la música. Las gotas de luz perdidas en el infinito cambiaban sus parpadeos con las estrellas eléctricas medio ocultas en los negros follajes. Parejas enlazadas y de paso lento desaparecían en las penumbras del jardín. Todas habían pasado por allí: artistas célebres de París, de Londres ó de Viena; hermosas snobs de los dos hemisferios; señoras del gran mundo, sonrientes como esclavas ante el potentado que podía saldar sus deudas con una firma. ¡Ah, las noches pompeyanas de Villa-Sirena!..

Spadoni veía el Gaviota II, palacio á hélice, que, cuando anclaba en el gracioso puerto de La Condamine, parecía llenarlo por entero, empequeñeciendo el yate del príncipe de Mónaco y los de los millonarios americanos; alcázar de Las mil y una noches rematado por dos chimeneas, que paseaba por todos los mares del planeta sus gabinetes con fuentes y estatuas, su biblioteca enorme, su salón de fiestas con un estrado-escenario en el que cincuenta músicos, muchos de ellos célebres, daban conciertos para un solo oyente visible, el príncipe Miguel, medio tendido en un diván, mientras la brisa de los trópicos entraba por las altas ventanas, acariciando las cabezas de los oficiales y altos empleados del buque que se agolpaban en sus alféizares. El pianista veía los puertos solitarios de los países históricos y muertos, con sus rondas de gaviotas sobre la tranquila copa azul; las bahías gigantescas llenas de humo y actividad de la América del Norte; las riberas antillanas, con sus bosques de cocoteros, negros sobre un cielo enrojecido por el ocaso; las islas del Pacífico, de duro coral, formando un anillo en torno de un lago interior… ¡Y aquel mago omnipotente confesaba la pérdida de sus riquezas!..

El príncipe, como si adivinase sus pensamientos, añadió:

– Todo eso ha terminado: no sé si por muchos años ó para siempre… Y aunque vuelvan á ser las cosas algún día como fueron antes de la guerra, ¡cuánto tendremos que esperar!.. Tal vez muera yo antes… Por eso voy á hacer una proposición.

Se detuvo un momento, apreciando la curiosidad en los ojos de sus oyentes.

Luego preguntó á Atilio:

– ¿Estás contento de tu vida actual?..

A pesar de su tranquilidad sonriente y burlona, Castro hizo un movimiento de sorpresa, como si le escandalizase esta pregunta. Su vida era insufrible. La guerra había trastornado sus costumbres y placeres, esparciendo á todos los vientos sus amistades. Ignoraba la suerte de cientos de personas de diversa nacionalidad que llenaban su existencia años antes y sin las cuales hubiera creído imposible vivir.

– Además, tengo menos dinero que nunca. Permanezco en Monte-Carlo porque aquí juego; y aunque siempre acabo por perder (como pierden todos), algo me queda entre las uñas que me ayuda á vivir… Pero ¡qué existencia!

Miró á Novoa como si le inspirase recelo su reciente amistad, pero luego hizo un gesto de resolución.

– Debo hablar con entera confianza. El profesor nos decía hace poco lo que gana: unas quinientas pesetas al mes; menos que cualquier empleado del Casino. Yo voy á ser franco igualmente. Vivo en el Hotel de París: Atilio Castro no puede estar alojado en otra parte: debe conservar sus amistades. Pero paso grandes apuros muchas semanas para pagar mi cuarto, y como en malos restoranes, en bodegones italianos, cuando no me convidan. La cama me cuesta tres ó cuatro veces más que la mesa. Las tardes malas, en que pierdo hasta la última ficha, me contento con un emparedado de jamón á crédito en el bar del Casino. Yo soy de la escuela de un jugador de Madrid al que llamábamos «el maestro», y que nos decía: «Jóvenes, el dinero se ha hecho para jugar: y lo que quede, para comer.»

– Y sin embargo, tú amas la buena mesa – dijo el príncipe.

Las lamentaciones de Castro tomaron una gravedad cómica. Con la guerra se habían olvidado las buenas costumbres. Nadie tenía casa; todos vivían en el hotel, y las escaseces del momento servían de pretexto para que los dueños de los «Palaces» lujosos diesen comidas de figón, escasas y malas. Un convite sólo servía para engañar el hambre.

– Hace muchos meses, tal vez años, que no he comido como hoy, y eso que me he sentado á las mesas de todos los grandes hoteles de la Costa Azul. Ya no creía que existiesen en el mundo pollos como los que nos han servido. Los consideraba pájaros de ensueño, aves mitológicas.

El coronel sonrió, inclinando la cabeza como si recibiese un elogio.

– ¿Y tú, Spadoni – siguió preguntando el príncipe – , vives bien?

– Alteza… yo… yo… – dijo el músico balbuceando ante la repentina pregunta.

Castro intervino para sacarle adelante.

– El amigo Spadoni, como pianista, encuentra siempre mesa franca en las «villas» de unas cuantas señoras valetudinarias y melómanas que habitan en Cap-Martin. Le convidan también con frecuencia unos ingleses de Niza. Tampoco tiene que preocuparse de pagar hotel. Dispone de toda una «villa», grande, elegante, bien amueblada, que le dan como sepulturero.

Novoa hizo un movimiento de asombro al oir esto.

– Así es – continuó Atilio – . Disfruta de una casa magnífica, á cambio de guardar una tumba.

– ¡Oh, señor profesor!.. No le haga caso – gimió el músico con una expresión de víctima.

– Pero á todas estas ventajas – siguió diciendo Castro – une un terrible inconveniente: es más jugador que yo. En el Casino tiene un mote: «el señor del 5». No juega otro número. Todo lo que pilla lo pone al 5, y lo pierde. Yo soy «el señor del 17», y me va tan mal como á él… Además, tiene á sus amigos los ingleses. ¡Unos tipos! Todos los días vienen de Niza en un landó de dos caballos, y como si no tuviesen bastante con el juego del Casino, se colocan una tabla forrada de verde sobre las rodillas y sacan la baraja. ¡Jugar al poker ante el paisaje de la Cornisa, que las gentes vienen á ver de todas las partes del mundo!.. Y nuestro artista, cuando hace el cuarto con los dos ingleses y una vieja miss, pierde ante el Mediterráneo, dorado por la puesta de sol, todo lo que le ha producido algún concierto en Cannes ó en Monte-Carlo.

Spadoni intentó hablar, pero se contuvo viendo que el príncipe se dirigía á Novoa.

– A usted no le pregunto: conozco su situación. Vive en el viejo Mónaco, en la casa de un empleado del Museo, y su alojamiento no debe ser gran cosa. Además, como decía Atilio, gana usted mucho menos que un croupier del Casino.

Y mirando á sus convidados, añadió:

– Lo que yo quiero proponerles es que vivan conmigo. La invitación resulta egoísta, no lo oculto. Pienso permanecer aquí hasta que se restablezca la tranquilidad de Europa y la vida vuelva á ser agradable. Sólo con mi coronel, acabaríamos por odiarnos los dos. Ustedes me acompañarán en mi agujero.

Quedaron los tres estupefactos por la inesperada proposición. Novoa fué el primero en recobrar la palabra.

– Príncipe, usted apenas me conoce. Nos vimos por primera vez hace tres días… No sé si debo…

Le interrumpió el príncipe con voz algo seca y un ademán imperioso de hombre acostumbrado á no admitir objeciones.

– Nos conocemos hace muchos años; nos conocemos toda la vida.

Luego añadió con un tono halagador:

– No es gran cosa lo que ofrezco. La servidumbre resulta escasa. No hay más criados que mi viejo ayuda de cámara y esos dos monigotes italianos que ha podido reclutar el coronel. Todo el resto del servicio lo hacen mujeres… Pero aun así, nuestra vida será agradable. Nos aislaremos del mundo, que está loco; no hablaremos de la guerra. Llevaremos una existencia plácida y cómoda, como en aquellas abadías que durante la Edad Media fueron frescos oasis de tranquilidad y de estudio en medio de violencias y matanzas. Comeremos bien; el coronel me responde de ello. La biblioteca del yate está aquí: al vender el buque ordené á don Marcos que la instalase en el último piso. El amigo Novoa va á encontrar libros que tal vez no conoce. Cada uno hará lo que quiera; monjes libres, sin otra obligación que la de acudir á la hora de refectorio. Y si «el señor del 5» ó «el señor del 17» quieren dar una vuelta por el Casino, podrán hacerlo, y alguien se encargará de llenarles los bolsillos. Hay que dar algo al vicio, ¡qué diablo! Sin los vicios, la vida no valdría la pena de ser vivida.

Un silencio de aprobación acogió estas palabras del dueño de Villa-Sirena.

– Lo único que exijo – continuó el príncipe después de una larga pausa – es que vivamos solos, entre hombres. ¡Nada de mujeres! La mujer debe quedar excluída de nuestra existencia en común.

El pianista abrió los ojos con asombro; Castro se removió en su asiento; Novoa se quitó los lentes con un gesto maquinal de sorpresa, volviendo en seguida á montarlos en su nariz.

Hubo otro silencio.

– Eso que propones – dijo al fin Atilio sonriendo – me recuerda una comedia de Shakespeare. ¡Nada de mujeres! Y el protagonista acaba por casarse.

– La conozco – contestó el príncipe – ; pero no acostumbro á ajustar mi vida á las comedias, ni creo en sus enseñanzas. Puedo asegurarte que no me casaré, aunque con ello desmienta á Shakespeare y al rey francés de cuya crónica sacó el argumento de su obra.

– Pero lo que pretendes es absurdo – prosiguió Castro – . Yo no sé lo que pensarán los demás, ¡pero impedirme á mí que…!

Y con el gesto completó su protesta.

Después, al ver que el príncipe había quedado pensativo, añadió:

– ¡Cómo se conoce que estás harto!.. Has conseguido en tu vida cuanto deseaste, y ahora quieres imponernos…

El príncipe, como si no le hubiese escuchado durante su ensimismamiento, le interrumpió:

– Ya que no puedes vivir sin eso… ¡sea! No tengo empeño en martirizarte. Continúa siendo esclavo de una necesidad que es obra más de la imaginación que del deseo. Ahora que conozco verdaderamente la vida, me asombro de que los hombres hagan tantas necedades por el descubrimiento y posesión de treinta centímetros de piel oculta. Puedes satisfacer tu fantasía cuando gustes… pero ¡nada de mujeres!

Los tres oyentes se miraron con asombro, y hasta el coronel, que se mantenía impasible siempre que hablaba su señor, mostró en sus ojos cierta sorpresa. ¿Qué quería decir el príncipe?..

– Tú no ignoras, Atilio, lo que es una mujer. En la mayor parte de los pueblos de la tierra sólo existen hembras: jóvenes y viejas, pero no hay mujeres. La mujer, la verdadera mujer, es un producto artificial de las civilizaciones maduras, algo como las flores de invernadero, de una belleza complicada y perversa. Sólo en las grandes ciudades que llegan á ser decadentes, porque no pueden ir más allá, se encuentra á la mujer. No siendo madre, como lo son las pobres hembras, da todo su tiempo al amor, prolonga maravillosamente su juventud y piensa en inspirar pasiones á la edad en que las otras viven como abuelas. ¡A esa es á la que yo temo! Si entra aquí, se acabó nuestra sociedad, nuestra vida tranquila y dulce.

Se levantó de la mesa el príncipe, y todos hicieron lo mismo. El almuerzo había terminado y pasaron al hall inmediato, donde estaba servido el café. Miró el coronel en torno con inquietud, examinando las cajas de habanos, la enorme licorera con sus frascos de diversos colores puestos en fila.

Mientras cortaba la punta de un cigarro, Lubimoff continuó, dirigiéndose siempre á Castro:

– Cuando desees… eso, te bastará con elegir en los alrededores del Casino. Cien francos ó doscientos; y luego, ¡adiós!.. ¡Pero las otras! ¡Las mujeres! Esas penetran en nuestra existencia, acaban por dominarnos, quieren que nuestra vida se moldee en la suya. Su amor por nosotros no es en el fondo mas que una vanidad igual á la del conquistador que ama la tierra que ha hecho suya con violencia. Todas ellas han leído (casi siempre á tontas y á locas, pero han leído), y las tales lecturas dejan en su voluntad un residuo de deseos indefinidos, de caprichos absurdos, que sirven para esclavizarnos á nosotros, que también nos movemos á impulsos de viejas lecturas… Las conozco. He encontrado demasiadas en mi vida. Si entran aquí mujeres de nuestro mundo, se acabó la paz. Me buscarán á mí por curiosidad y por codicia, pensando en mi historia y mi fortuna; os perturbarán entablando rivalidades entre vosotros; será imposible la vida que yo deseo… Además, somos pobres.

Atilio protestó sonriendo: «¡Oh! ¡pobres!»

– Pobres para hacer las locuras de antes – continuó el príncipe – ; y para el amor se necesita dinero. Eso del amor desinteresado es una invención de las pobres gentes, que se consuelan con embustes. La moneda brilla en el fondo de todo amor. Al principio no se piensa en tal cosa: el deseo nos ciega; sólo vemos lo inmediato, la dominación de la persona dulcemente adversaria. Pero en todo amor que se prolonga, se acaba por dar dinero ó por tomarlo.

– ¡Tomar dinero de una mujer!.. ¡Nunca! – dijo Castro, perdiendo su sonrisa irónica.

– Acabarás por tomarlo si andas entre mujeres, siendo pobre. Las de nuestra época no tienen otra preocupación que el dinero. Cuando su amante es un hombre rico, se lo piden aunque posean una gran fortuna. Creerían valer menos si no lo hiciesen. Y si les gusta un pobre, le fuerzan á que reciba sus dádivas. Lo dominan mejor envileciéndolo: sienten con ello la satisfacción egoísta del que hace una limosna. La mujer, eterna mendiga del hombre, experimenta el mayor de los orgullos, se cree un ser extraordinario, una heroína, cuando á su vez puede dar dinero á uno del sexo que la ha mantenido siempre.

Novoa, con una taza en la mano, escuchó atentamente al príncipe. Hablaba de un mundo desconocido para él. Spadoni, con los ojos vagos, pensaba en algo distante mientras sorbía su café.

– Ya lo sabes, Atilio – continuó Lubimoff – : ¡nada de mujeres!.. Así llevaremos la gran vida. La mañana libre; sólo nos veremos á la hora del almuerzo. Abajo, en nuestro puertecito, quedan varios botes. Pescaremos á las horas de sol, remaremos. En las tardes, irás á tu Casino; tal vez salga yo también para asistir á algún concierto. Se acerca la primavera. Por las noches, sentados en una terraza, bajo las estrellas, el amigo Novoa, sabio de nuestro convento, nos explicará las melodías del cielo; y Spadoni, nuestro músico, se sentará al piano para deleitarnos con la música terrestre.

– ¡Magnífico! – dijo Castro – . Casi eres un poeta al describir nuestra vida futura. Me has convencido. Vamos á ser felices. Pero no olvido tu permiso para la hembra y tu prohibición de la mujer. ¡Nada de faldas en Villa-Sirena! Hombres nada más, monjes con pantalones, egoístas y tolerantes, que se reunen para vivir dulcemente mientras arde el mundo.

Atilio se mantuvo pensativo unos instantes, y continuó:

– Nos falta un nombre: nuestra comunidad debe tener un título. Nos llamaremos… nos llamaremos «Los enemigos de la mujer».

Miguel sonrió.

– Que el título quede entre nosotros. Si lo saben fuera de aquí, podrían creer otra cosa.

Novoa, animado por su reciente confianza con unos hombres tan distintos á los que había tratado hasta entonces, aceptó el título con aplauso.

– Yo confieso, señores, que, según la distinción hecha por el príncipe, no he conocido jamás á una mujer. ¡Pobres hembras… y pocas! Pero me gusta el título, y acepto ser uno de «los enemigos de la mujer», aunque la tal mujer no se pondrá nunca ante mi paso.

Spadoni, como si despertase de pronto, se encaró con Castro, continuando en alta voz sus pensamientos.

– …Es una martingala que inventó un lord ya difunto y que le hizo ganar millones. Ayer me lo explicaron. Primeramente, pone usted…

– ¡Ah, no, pianista del demonio! – clamó Atilio – . Ya me explicará eso en el Casino, si es que tengo la curiosidad de oirle. Me ha hecho usted perder mucho con sus martingalas. Mejor es que siga con su número 5.

El coronel, que había escuchado en silencio la conversación sobre las mujeres, pareció ligar dos ideas cuando Castro mencionó el juego.

– Ayer tarde – dijo al príncipe con un tono algo misterioso – encontré en el Casino á la duquesa…

Un gesto de muda interrogación cortó sus palabras. «¿Qué duquesa?»

– Haces bien en preguntarle, Miguel – dijo Atilio – . Tu «chambelán» es el hombre mejor relacionado de la Costa Azul. Conoce duquesas y princesas á docenas. Lo he visto comiendo en el Hotel de París con toda la vieja nobleza de Francia que viene á Monte-Carlo para consolarse de lo que tardan en volver sus antiguos reyes. En las salas privadas del Casino besa manos llenas de arrugas y hace reverencias ante una porción de momias horribles con nombres antiguos y famosos. Unas le llaman simplemente «coronel»; otras se lo presentan con el título de «ayudante de campo del príncipe Lubimoff».

Don Marcos se irguió, ofendido por el tono zumbón con que se hablaba de su gloria, y dijo altivamente:

– Señor de Castro, soy un viejo soldado de la legitimidad, he derramado mi sangre por la santa tradición, y nada tiene de particular que…

El príncipe, sabiendo por experiencia que su coronel no conocía el valor del tiempo cuando empezaba á hablar de la «legitimidad» y de «sangre derramada», se apresuró á interrumpirle.

– Bueno; ya lo sabemos. Pero ¿qué duquesa es la que encontraste?..

– La señora duquesa de Delille. Me ha preguntado muchas veces por Su Alteza, y al decirle yo que acababa de llegar, me dió á entender que se propone hacerle una visita.

Lubimoff contestó con una simple exclamación, quedando luego silencioso.

– Bien empezamos – dijo Castro riendo – . ¡Nada de mujeres! E inmediatamente el coronel nos anuncia la visita de una de ellas, y de las más temibles. Porque reconocerás que la tal duquesa es una mujer de las que tú nos has pintado.

– No la recibiré – dijo el príncipe resueltamente.

– Esa duquesa es prima tuya, según creo.

– No hay tal parentesco. Su padre fué hermano del segundo marido de mi madre. Pero nos hemos conocido de niños, y guardamos recíprocamente un recuerdo detestable. Cuando yo vivía en Rusia se casó con un duque francés. Sintió el mismo deseo que muchas ricas de América: un gran título nobiliario para dar envidia á las amigas y brillar en Europa. Al poco tiempo se separó, señalando al duque una pensión, que es lo que deseaba tal vez el noble marido. No tengo por mujer apetecible á la tal Alicia… Además, ha vivido la vida á su gusto… casi tanto como yo. Su reputación se iguala con la mía. Hasta le atribuyen amores con personas que no ha visto nunca, lo mismo que hacen conmigo… Me han dicho que en los últimos años se exhibía con un muchachito, casi un niño… ¡Ay! ¡Nos hacemos viejos!

– Yo los he visto en París – dijo Castro – ; fué antes de la guerra. Luego, en Monte-Carlo, la he encontrado siempre sola, sin divisar á su jovenzuelo por ninguna parte. Debió ser un capricho… Lleva tres inviernos aquí. Cuando llega el verano se traslada á Aix-les-Bains ó á Biarritz; pero apenas el Casino recobra su esplendor, vuelve de las primeras.

– ¿Juega?..

– Como una condenada. Juega fuerte y mal, aunque los que creemos jugar bien acabamos perdiendo lo mismo. Quiero decir, que pone el dinero en la mesa aturdidamente, en varios sitios á la vez, y luego ni se acuerda de qué puestas son las suyas. Revolotean en torno de ella los «levantadores de muertos», y cuando gana, siempre se le llevan algo de lo suyo. Ha estado dos años jugando nada más que con fichas de quinientos y de mil. Ahora sólo juega con las de cien. Pronto usará las rojas, las de veinte, como este servidor.

– No la recibiré – insistió el príncipe.

Y tal vez para no decir más de la duquesa de Delille, se separó repentinamente de sus amigos, saliendo del hall.

Atilio, deseoso de hablar, interrogó á don Marcos, que conversaba con Novoa, mientras el pianista seguía soñando, con los ojos abiertos, en la martingala del lord.

– ¿Ha visto usted últimamente á doña Enriqueta?

– ¿Me pregunta usted por la Infanta? – contestó el coronel gravemente – . Sí; ayer la encontré en el atrio del Casino. ¡Pobre señora! ¡Si esto no es una lástima!.. ¡Una hija de rey!.. Me contó que sus hijos no tienen qué ponerse. Ella debe doscientos francos de cigarrillos en el bar de los salones privados. No encuentra quien le preste. Tiene además una mala suerte espantosa: todo lo pierde. Estos tiempos son fatales para las personas de sangre real. Casi lloré escuchando sus miserias, y sentí no poder darle más. ¡Una hija de rey!..

– Pero su padre renegó de ella cuando se fué con un artista obscuro – dijo Atilio – . Y además, don Carlos no era rey de ninguna parte.

– Señor de Castro – repuso el coronel, irguiéndose como un gallo – , tengamos la fiesta en paz. Usted sabe mis ideas: he derramado mi sangre por la legitimidad, y el respeto que le tengo á usted no debe servir para…

Novoa, queriendo tranquilizar á don Marcos, intervino en la conversación.

– Este Monte-Carlo es una playa á la que llegan toda clase de despojos, vivos y muertos. En el Hotel de París hay otro individuo de la familia, pero de la rama triunfante, de la que gobierna y cobra.

– Lo conozco – dijo riendo Atilio – . Es un joven de exuberancias calípigas, que va á todas partes con su gentil secretario. Siempre encuentra alguna señora vetusta que, deslumbrada por su parentesco real, se encarga de mantenerlo á todo lujo… ¡No sé qué demonios puede dar á cambio de esa protección! El secretario, de vez en cuando, le pega para hacer constar sus antiguos derechos.

Don Marcos permaneció silencioso. A él no le interesaban las gentes de esta rama.

– También – continuó maliciosamente Castro – conocí en el Casino, antes de la guerra, á don Jaime, el rey actual de usted. Un mozo valiente para jugar. Arriesga á puñados los miles de francos: maneja muchísimo dinero. En el Casino todos contaban que se lo envían de Madrid, á cambio de que no deje un hijo y mueran con él las pretensiones al trono.

– ¡Y pensar – murmuró Novoa, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta – que por unos y otros se han matado allá tantos hombres!.. ¡Pensar que por una cuestión de herencia entre esas gentes nos hemos retrasado un siglo en la vida europea!..

– ¡Usted también! – clamó el coronel, nuevamente indignado – . Un sabio decir eso… ¡Parece mentira!




II


Al terminar la segunda guerra carlista, un español se vió para siempre lejos de su patria, en la pobreza y la obscuridad del vencido. Los diarios de Madrid le llamaban simplemente «el cabecilla Saldaña», no anteponiendo á su nombre adjetivos infamatorios, sin duda para diferenciarle de otros jefes de partidas que en Aragón, Cataluña y Valencia habían hecho durante cinco años una campaña de saqueos y fusilamientos. Para los suyos, era el general don Miguel Saldaña, marqués de Villablanca. El pretendiente don Carlos le había dado este título por ser Villablanca el nombre del pueblo en que Saldaña casi aniquiló á una columna del ejército liberal. Los conocimientos topográficos de su jefe de Estado Mayor – un cura del país, que durante toda su existencia se había limitado á decir misa los domingos, pasando el resto de la semana en los montes con su escopeta y su perro – le permitieron sorprender descuidado al enemigo, obteniendo una victoria ruidosa.

Cuando pasó fugitivo la frontera, por no reconocer á los Borbones constitucionales, el cabecilla tenía veintinueve años. Segundón de una familia orgullosa y arruinada, se había visto obligado á luchar con las tradiciones de su casa, que le destinaban á la Iglesia. Estaba terminando sus estudios en el Colegio Militar de Toledo, cuando la revolución de 1868 le hizo desistir de ser oficial por no obedecer á unos generales que acababan de suprimir el trono. Al levantarse en armas don Carlos, fué de los primeros en ponerse á su servicio; y su paso por una escuela militar, así como su educación, le permitieron sobresalir inmediatamente entre los demás guerrilleros del llamado ejército del Centro, propietarios rurales, escribanos de villorrio, clérigos montaraces.

Era de un valor temerario, aunque poco afortunado. Atacaba siempre á la cabeza de sus hombres, y de casi todos los combates salía herido. Pero eran heridas «de suerte», como dicen los soldados, que dejaban en su cuerpo gloriosas señales sin destruir su vigorosa salud.

Viéndose solo en París, donde únicamente podía contar con la admiración de algunas viejas legitimistas del faubourg San Germán, se marchó á Viena. Allí su rey tenía parientes y amigos. Su juventud y sus hazañas le valieron ser admitido en el mundo de los archiduques como un héroe de la monarquía tradicional. La guerra entre Rusia y Turquía le arrancó de esta dulce existencia de parásito interesante. Hombre de espada y católico, creyó que su deber era combatir al turco; y recomendado por sus protectores austriacos, pasó á la corte de Petersburgo. El general Saldaña fué simple comandante de escuadrón en el ejército ruso. Los oficiales hablaban con él en francés. Sus jinetes harto le entendían cuando se colocaba ante el escuadrón y, desenvainando el sable, galopaba el primero contra el enemigo.

Varias cargas afortunadas y dos heridas más «de suerte» le dieron algún renombre. Al terminar la guerra contaba con numerosos amigos entre la oficialidad noble, y fué presentado con los salones más aristocráticos. Una noche, en el baile de una gran duquesa, vió de cerca á la mujer de moda, á la joven que más daba que hablar en aquel invierno á las gentes de la corte: la princesa Lubimoff.

Tenía veintitrés años, era huérfana, y su fortuna la apreciaban como una de las más grandes de Rusia. El primer príncipe Lubimoff, pobre y hermoso cosaco, que no sabía leer, logró llamar la atención de la gran Catalina, figurando á la cabeza de sus amantes de segundo orden. En los años que duró el capricho imperial, el nuevo príncipe tuvo que buscar su fortuna lejos de la corte, pues los favoritos anteriores se habían llevado todo lo que estaba más á mano. La zarina le dió cuanto quiso escoger sobre el mapa de su inmenso Imperio: territorios lejanos, al otro lado de los Urales, que su nuevo poseedor no había de visitar nunca, así como los más de sus sucesores. Al crearse los ferrocarriles, enormes riquezas fueron surgiendo de estas tierras escogidas por el cosaco: en unas se descubrían venas de platino: en otras, canteras de malaquita, yacimientos de lapislázuli, abundantes pozos de petróleo. Además, docenas de miles de siervos recién emancipados por el zar seguían trabajando la tierra, lo mismo que antes, para los descendientes de Lubimoff. Y toda esta fortuna enorme, que casi se doblaba por año con nuevos descubrimientos, pertenecía por entero á una mujer, la joven princesa, que se consideraba como de la familia imperial por obra de su ascendiente, y había preocupado más de una vez al soberano, á causa de las excentricidades de su carácter.

Era una virgen guerrera, caprichosa, incoherente en actos y palabras, desorientando á todos con los violentos contrastes de su conducta. Trataba como camaradas á los oficiales de la Guardia, fumando y bebiendo lo mismo que ellos y entrometiéndose, en sus ejercicios de equitación; pero de pronto se encerraba en su palacio semanas enteras, para arrodillarse, ante los santos iconos en una crisis de misticismo, pidiendo á gritos el perdón de sus pecados. Veneraba al emperador como representante de Dios y al mismo tiempo simpatizaba con los nihilistas.

Los personajes de la corte se escandalizaban al recordar cómo, acompañada de una doncella que la policía consideraba sospechosa, había ido una mañana á una pobre casita de las afueras de la capital, confundiéndose con la canalla revolucionaria de artesanos y estudiantes. Con ellos había desfilado por una estrecha habitación, ante un féretro próximo á volcarse bajo los empujones de la muchedumbre triste y curiosa.

El muerto se llamaba Fedor Dostoiewsky. La princesa había deshojado un ramo carísimo de rosas sobre la frente abombada y las barbas ascéticas del novelista. Y esa misma Nadina Lubimoff golpeaba en su palacio á los criados como si aún fuesen siervos, hacía arrodillarse á sus pies á las doncellas en momentos de cólera, lo ponía todo en conmoción con su tempestuosa irascibilidad, hasta el punto de que cierto viejo príncipe que era su tutor por orden imperial deseaba verla casada cuanto antes, aunque con ello perdiese el manejo de una fortuna inmensa.

Inspiraba miedo á sus enamorados. Todos temían la burla cruel como respuesta á una petición matrimonial. Por dos veces había anunciado su casamiento con señores de la corte, y á última hora ella misma pidió al zar que negase su permiso. Ningún hombre osaba ya solicitar su mano, por temor á las risas y los comentarios. Y á pesar de las libertades é inconveniencias de su conducta, nadie ponía en duda su virginidad.

Saldaña pensó al verla en una náyade septentrional surgiendo de un río verde en el que flotasen bloques de hielo. Era alta, de aspecto majestuoso, algo abultada de formas, lo mismo que las divinidades pintadas al fresco en los techos; pero de una blancura esplendorosa, las pupilas grises con una lenteja verde en el centro, la cabellera de un rubio flácido y desteñido, como si acabase de surgir de un intenso lavado. Su carne tal vez resultaba un poco blanda, á causa de su maravillosa blancura, pero esparcía un perfume fresco, «olía á agua corriente», según la expresión de sus admiradores. Una nariz demasiado ancha, cuyas aletas se agitaban en momentos de emoción con un estremecimiento caballuno, recordaba á su glorioso ascendiente el viril cosaco de la zarina.

Pasó una gran parte del baile sin fijarse en el español. ¡Eran tantos los oficiales que la rodeaban, acogiendo con sonrisas de gratitud sus chistes atroces y sus palabras gruesas!.. De pronto, Saldaña, que estaba entre dos puertas, se estremeció al oir una voz femenil de tono imperioso.

– Su brazo, marqués.

Y antes de que él se lo ofreciese, la joven princesa se lo tomó, tirando de él hacia el salón donde estaba el buffet.

Nadina se bebió una gran copa de volka, prefiriendo este aguardiente popular al champaña que servían pródigamente los criados. Luego, sonriendo á su acompañante, lo llevó hasta el hueco de una ventana casi oculta por sus cortinajes.

– ¡Las heridas!.. ¡Quiero ver las heridas!

El español quedó estupefacto ante la orden de esta gran dama, acostumbrada á imponer sus más raros caprichos. Ruborizándose, como un soldado que sólo ha vivido entre hombres, acabó por recogerse la manga izquierda de su uniforme, mostrando un antebrazo moreno, velludo, con gruesos tendones, hondamente surcado por la cicatriz de un balazo recibido allá en España.

Admiró la princesa este miembro atlético, de piel obscura cortada por la blanca tortuosidad de la carne nueva.

– ¡Las otras!.. ¡Quiero ver las otras! – ordenó, clavando en él unos ojos agresivos como si fuese á morderle, mientras se doblaba hacia abajo el arco de su boca con llorosa humedad.

Le había agarrado el brazo con una mano trémula, mientras la otra avanzaba sobre el pecho del dolmán, pretendiendo deshacer sus cordones de oro.

El soldado se echó atrás, balbuceando. ¡Oh, princesa!.. Lo que pretendía era imposible. Las otras heridas no podían mostrarse á una dama…

Sintió en su única cicatriz visible el contacto de unos labios. Nadina, inclinando su orgullosa cabeza, le besaba el brazo.

– ¡Oh, héroe!.. ¡Héroe mío!

Después de esto volvió á erguirse fría y serena, sin más que una leve palpitación en las alillas de su nariz. Ya no la inquietaba el deseo de conocer inmediatamente aquellas cicatrices espantosas que le habían descrito los camaradas del valeroso soldado. Estaba segura de verlas á su placer todo el tiempo que quisiera.

A los pocos días empezó á circular el rumor de que la princesa Lubimoff se casaba con el español. Ella misma había lanzado la noticia, sin cuidarse de conocer antes la voluntad de su futuro marido. Las razones con que pretendía justificar su decisión no podían ser de más peso. Ella era rubia y Saldaña moreno; los dos habían nacido en los países más apartados de Europa. Todas estas condiciones bastaban para hacer un matrimonio feliz. Además, la princesa estaba convencida de que siempre había amado á España, aunque no podía señalar con exactitud su situación en el mapa. Hacía memoria de unos versos de Heine que nombran á Toledo, de otros versos de Musset á las marquesas andaluzas de Barcelona, tarareaba una romanza sobre los naranjos de Sevilla… Su héroe debía ser forzosamente de Toledo ó andaluz de Barcelona.

En vano algunos personajes de la corte le hablaron de que el zar no autorizaría esta unión. ¡Una gran heredera casándose con un soldado extranjero desterrado de su país!.. Pero la princesa, por el mismo conducto, hizo saber su voluntad al soberano.

– O me caso con él, ó debuto como bailarina en un teatro de París.

Se habló de la próxima expulsión de Saldaña.

– Mejor: iré á juntarme con él y seré su querida.

El viejo príncipe encargado de su tutela lamentó las exigencias de la corte. De no existir esta oposición, el capricho por Saldaña hubiese durado unos días nada más, como tantos otros. Se dijo que el emperador tal vez la desterrase á sus vastas propiedades de Siberia para doblar su voluntad, y la nieta del cosaco contestó á la amenaza prometiendo á gritos su suicidio antes que obedecer.

Al fin, el soberano dejó prudentemente que cumpliera su deseo. Casándose, tal vez renunciase á sus excentricidades, y la corte de Rusia, pródiga en escándalos, tendría uno menos. El viaje de bodas de la princesa Lubimoff se prolongó toda su vida. Sólo dos veces volvió á Rusia por asuntos relacionados con su enorme fortuna. La Europa occidental era más favorable á su carácter libre que la corte de un autócrata. Al año de su matrimonio, estando en Londres, tuvo un hijo, el único. Permitió que se llamase Miguel, como su padre, pero impuso el segundo nombre de Fedor, tal vez en memoria de Dostoiewsky, su novelista favorito, cuyos personajes contradictorios le inspiraban una simpatía de parentesco.

Nadie pudo saber ciertamente si don Miguel Saldaña se consideró feliz en su nueva situación de príncipe consorte, que le permitía gozar todos los placeres y suntuosidades de una inmensa riqueza. A uso español, quiso imponer su voluntad de marido y de varón fuerte, para impedir los excentricidades de su esposa. ¡Vano empeño! Aquella mujer, á ratos sentimental, que gemía sobre las desigualdades sociales y las miserias de los pobres, era una fuerza explosiva capaz de agrietar el carácter más abroquelado y duro.

Saldaña acabó por resignarse, temiendo las acometividades de la nieta del cosaco. Deseoso de conservar su prestigio de gran señor, celoso del respeto de la servidumbre y de la consideración de sus convidados, temió las escenas violentas que poblaban de aullidos femeninos los salones y hasta las escaleras de su lujosa residencia. No quiso que la princesa volviera á enviar por segunda vez contra un muro del comedor con solo un golpe de pie – la mesa de roble y todos sus servicios de porcelana y cristalería, que se hicieron añicos con estrépito de catástrofe.

Cuando los arquitectos de París hubieron dado forma á los encargos de la princesa, la familia abandonó el castillo que ocupaba en las cercanías de Londres. Un grupo de ricos parisienses, en su mayor parte banqueros judíos, cubría en aquel momento de hoteles particulares la llanura de Monceau en torno del parque. La princesa Lubimoff se hizo construir en este barrio un palacio enorme, con un jardín que resultaba inaudito por sus proporciones dentro de una ciudad. Hasta instaló en el fondo de la arboleda una pequeña granja, y sin salir de su casa pudo darse el gusto de desempeñar el papel de campesina, batir leche y fabricar manteca, pensando en María Antonieta, que también jugaba á la pastorcita en el Pequeño Trianón.

Algunas voces parecía doblarse bajo una ráfaga de ternura y admiraba á su esposo, acataba sus órdenes, extremando su humildad de un modo inquietante. Hablaba á sus visitas de las campañas del general, de sus proezas allá en España, tierra que le infundía un interés novelesco y por lo mismo no deseaba ver nunca. De pronto interrumpía sus elogios con una orden:

– Marqués, muéstrales tus heridas.

Y daba una prueba de su ternura dejando de enfadarse al ver que su marido no quería obedecerla.

Le llamaba siempre «marqués», no se sabe si por conservar para ella sola su calidad de princesa ó por creer que no debía despojarlo de un título ganado con su sangre. El marqués jamás fijó su atención en esta anomalía. ¡Eran tantas las de su mujer! Al año de casados, cuando llegó á Londres la noticia de que Alejandro II había muerto destrozado por una bomba de los revolucionarios, corrió como una loca por sus habitaciones y hubo de guardar cama después de una tremenda crisis de indignación.

– ¡Infames! ¡Un hombre tan bueno!.. ¡Han matado á su padre!

Al entrar ahora Saldaña en su lujosa vivienda de París, se tropezaba muchas veces con extraños visitantes que parecían llevar fijas en sus espaldas las miradas de asombro de los lacayos de calzón corto. Eran muchachas desgarbadas y con anteojos, el pelo cortado al rape y un cartapacio bajo el brazo; hombres de luengas melenas y barbas enmarañadas, con unos ojos inquietantes de visionarios; rusos del Barrio Latino vigilados por la policía; terroristas que jamás imploraban en vano la generosidad de la princesa y tal vez empleaban su dinero en fabricar mecanismos infernales para expedirlos á su país.

Cuando el príncipe Miguel Fedor se remontaba hasta los recuerdos de la infancia, veía á su padre teniéndolo sobre las rodillas y acariciándole con sus duras manos. El pequeño se fijaba en su rostro de moro y sus luengos bigotes que venían á unirse con unos patillas cortas. No podía afirmar si la acuosidad de sus ojos negros é imperiosos era de lágrimas; pero después que aprendió el español, estaba seguro de que había murmurado muchas veces, mientras le pasaba la mano por la cabeza:

– ¡Pobrecito mío!.. Tu madre está loca.

A los ocho años, el problema de su educación hizo que la princesa se mostrase por unas semanas maternalmente grave. Uno de aquellos visitantes que tanto inquietaban á la servidumbre trasladó sus libros y sus raídos trajes desde una callejuela vecina al Panteón á la vivienda señorial de los Lubimoff, instalándose en ella. Era un joven taciturno, dedicado al estudio de la química, y que no podía volver a su país. El mismo día de su instalación, un agente de la policía secreta vino á hacer preguntas al portero del palacio.

– Quiero que mi hijo sepa el ruso – dijo la princesa – . Además, aprenderá mucho con Sergueff. Es un verdadero sabio, digno de mejor suerte.

Saldaña exigió que tuviese igualmente un maestro español, y ella no se opuso. Todos los de su familia poseían en un grado extremo esa capacidad de los eslavos para aprender fácilmente los idiomas.

– El príncipe Miguel Fedor – dijo la madre – es marqués de Villablanca y debe conocer la lengua de su segunda patria.

Esto hizo que el general volviera á buscar el contacto con los antiguos compañeros de armas que aún quedaban dispersos en París. La fama de sus enormes riquezas le había atraído muchas peticiones, hasta de las personas más veneradas por él en otro tiempo. Pero aunque la princesa, generosa hasta la inconsciencia, le dejaba el manejo de sus bienes, Saldaña, con una rigidez caballeresca, se consideraba sin derechos sobre el dinero de su esposa, y poco á poco había huído de los pedigüeños. Un gran cambio parecía haberse efectuado en este hombre silencioso durante sus viajes por Europa. El antiguo soldado de la monarquía absoluta admiraba ahora á Inglaterra y su historia constitucional.

– Las cosas se ven de otro modo corriendo el mundo – se limitaba á decir – . ¡Si todos los de mi país hubiesen viajado!..

Un día se presentó en el palacio el nuevo maestro. Tenía doce años menos que Saldaña, pero había estado á sus órdenes al final de la guerra, y en vez de darle el título de marqués ó de príncipe, repitió á cada momento, con orgullo, «mi general».

El general no guardaba el menor recuerdo de él; pero daba detalles exactos de la última parte de la campaña, y las recomendaciones de varios amigos no le permitían dudar de su veracidad. Debía ser uno de aquellos chicuelos escapados de sus casas que se agregaban á las partidas carlistas, formando una fuerza llamada «requeté», á la que Saldaña había amenazado más de una vez con el fusilamiento en masa, no queriendo tolerar sus habituales tropelías. El maestro afirmaba, que el mismo general lo había nombrado alférez en los últimos meses de la guerra, por ser más instruído que sus desarrapados camaradas.

Así entró Marcos Toledo en el palacio de los Lubimoff. El grave marido de la princesa rió con una alegría juvenil al conocer sus andanzas de emigrado en París. Como en los primeros meses ignoraba el francés, detenía en la calle á los clérigos para hablarles en latín. Había malvivido siendo maestro de guitarra y dando conferencias en un Instituto Políglota, cuyo público no concedía la menor atención al tema, buscando únicamente acostumbrar su oído á la pronunciación española. ¡Siete francos y medio por hablar hora y media! Pero Toledo compensaba lo escaso de la retribución con el placer de discursear sobre los tiempos felices de Felipe II, superiores á los presentes de liberalismo.

– Ahora sólo tengo una ambición, mi general – terminaba diciendo – : poder algún día vestir bien.

Este deseo suntuario provenía de su adolescencia de guerrillero, cuando robaba zagalejos amarillos y rojos á las campesinas para confeccionarse uniformes. En París, más que la parquedad de su nutrición, le atormentaba el ir con trajes que no pertenecían á ninguna moda conocida.

Cuando quedó instalado en el último piso del palacio, lo mismo que el maestro ruso, y el general hubo escogido para él varias prendas en su abundante guardarropa, Toledo creyó cumplidos todos los ensueños que se había forjado mientras corría París como tenaz comisionista de mil cosas invendibles.

Sus compatriotas, antiguos compañeros de miseria, le admiraban al verle vestido como un rico y ocupando muchas veces un carruaje de los príncipes. Su condición de maestro la consideró poco honrosa para un antiguo guerrero, y decía modestamente:

– Soy ahora el ayudante de campo del general Saldaña. Creo que no tardaremos en echarnos otra vez al monte.

El pequeño príncipe admiró al maestro ruso porque su madre afirmaba que era un sabio, pero sentía cierto miedo en su presencia. En cambio, trataba al español con una superioridad protectora y cariñosa. Toledo hacía reir á su padre, y esto bastó para que lo considerase como un ser inferior, pero digno de aprecio por su docilidad y su paciencia.

– Dí: ¿es cierto que ibas á ser cura? – le preguntaba Miguel Fedor – . ¿Es verdad que al abandonar el seminario fuiste mancebo de botica?

– Príncipe – contestaba el maestro con dignidad – , yo soy don Marcos de Toledo. Mi apellido dice mi nobleza, á pesar de todo lo que cuenten los envidiosos, y tengo derecho á usar el don, porque el señor marqués me hizo oficial.

Al poco tiempo, el discípulo hablaba correctamente el español. Parecía haberlo aprendido con rapidez para burlarse mejor de su hidalgo maestro.

El padre contribuía también á la educación del heredero de los Lubimoff con lo único que él podía enseñarle. Todas las mañanas, después de las lecciones del maestro ruso, de las que salía el pequeño con un rostro grave, Saldaña lo esperaba en una amplia sala del piso bajo.

– Príncipe, ¡en guardia!

Y él, que había sido el primer sable del ejército carlista y llevaba sobre su conciencia una cabeza partida hasta la mandíbula en un duelo durante la campaña contra los turcos, sonreía orgulloso al ver cómo este muchacho de once años se mantenía firme durante la lección de esgrima, evitando sus duros golpes y devolviéndoselos con éxito al menor descuido. Iba á ser un hermoso hombre de combate, un digno descendiente del cosaco y del guerrillero de las montañas españolas.

Pero esta satisfacción fué corta. De todas sus heridas «de suerte», que sólo le molestaban ligeramente al cambiar las estaciones, una le afligía de tarde en tarde con dolorosas crisis. Llevaba muchos años dentro del cuerpo una bala española que no le habían podido extraer los curanderos de su partida. Cuando los cirujanos de Londres y París intentaron la operación, ya era tarde.

Y una mañana, el ayuda de cámara, al entrar en su dormitorio, lo encontró muerto.

Miguel Fedor se acordaba de su propia emoción, de los suntuosos funerales ordenados por la princesa – idénticos á los de un soberano fallecido en el destierro – , pero aún tenía más presentes los extremos de dolor de su madre. También ella quería morir. Las doncellas rusas tuvieron que arrancar de sus manos un frasco de láudano, recibiendo por su abnegación unos cuantos puñetazos más que de costumbre. Luego corrió como una demente, aullando y con el cabello suelto, ante todos los retratos del general. ¡Ah, su héroe! Ahora sabía verdaderamente cuánto lo amaba…

Durante varios meses recibió á sus visitas en un salón con muebles y cortinajes negros. Vistiendo sueltas ropas de luto, estaba medio tendida en un sofá ante un retrato de Saldaña de cuerpo entero. Sus sables, sus uniformes y hasta una silla rusa de montar figuraban en este salón convertido en museo del difunto.

– ¡Ha muerto como lo que fué! – gemía la viuda – . Le han matado sus heridas.

En este período se inició la última evolución de la grandeza de don Marcos Toledo. El sabio ruso había quedado en segundo lugar. Cierta parte de la gloria del muerto se reflejó sobre este compatriota humilde que había presenciado sus hazañas. Una tarde, la princesa, que conversaba en su salón-museo con unos nobles parientes llegados de Rusia, lloró tanto al recordar á su esposo, que quiso ausentarse un momento.

– Coronel, el brazo.

Toledo estaba presente acompañando á su discípulo, y miró en torno de él con extrañeza, lo que dió lugar á que la orden se repitiese en un tono más imperioso. ¡El coronel era él!.. Durante algún tiempo creyó don Marcos en un capricho de la princesa. El día que menos lo esperase le retiraría el coronelato.

Pero cuando, pasados los primeros meses de luto y cansada de su retraimiento, se lanzó la viuda á hacer visitas, quiso ser acompañada por Toledo, presentándolo á sus amistades del mundo aristocrático.

– Es el ayudante de campo del difunto marqués.

¡Lo mismo que él había inventado para darse importancia ante sus compañeros de hambre! No dudó más de su graduación. Ya que la princesa lo presentaba como ayudante de su marido, bien podía ser coronel. Y lo fué hasta para el joven príncipe, que al principio le daba este título con cierta sorna y acabó por llamarle «coronel» maquinalmente.

Sus deseos de lujosa y abundante indumentaria se realizaron espléndidamente. Con la princesa no había que temer los escrúpulos que mostraba algunas veces Saldaña, enemigo del despilfarro. La gran señora hasta sentía desprecio por las personas que se aprovechaban parcamente de su generosidad. Don Marcos pudo cambiar de traje varias veces al día y sostuvo largas conferencias con sastres de renombre. Buscaba una elegancia personal; quería ser un señor distinguido, pero que denuncia en su modo de llevar la ropa á un hombre acostumbrado al uniforme: algo así como el aire de un mariscal napoleónico obligado á vestir el frac. Su cabeza fué objeto igualmente de grandes retoques. Imitó el peinado de su general, con la raya de la frente á la nuca, mechones en las sienes alisados hacia adelante y bigotes unidos con las patillas, á la rusa. Acompañando á la princesa, se habituó á besar la mano á las señoras con una gracia de viejo cortesano; aprendió también á sostener largas conversaciones sin decir nada, á mantenerse aparte y casi invisible mientras hablaban las gentes de origen superior.

Cuando la princesa, una vez terminado el primer año de viudez, volvió resueltamente á su palco de la Opera, don Marcos la acompañó, quedando discretamente en el fondo, como el chambelán de una reina. Una noche, durante un entreacto, al pasar ella al antepalco, oyó cómo el coronel contaba á un viejo general francés amigo de la casa el combate de Villablanca.

– …y el marqués me dijo: «Ahora te toca á ti, Toledo; á ver cómo cargas á la bayoneta.» Entonces, yo desnudé el sable, y á la cabeza de mi regimiento…

– Es un verdadero soldado – interrumpió la princesa – . Un digno compañero de mi héroe… El marqués me habló muchas veces de él.

Y estaba segura en aquel momento de haber oído contar al taciturno Saldaña las proezas de su ayudante de campo.

El maestro ruso, que era para Toledo un hombre antipático é inquietante, abandonó de pronto el palacio Lubimoff. Tal vez sentía celos de la influencia creciente del coronel; tal vez asuntos misteriosos lo atraían lejos de París. La princesa no experimentó ninguna pena con esta desaparición del sabio. Había olvidado á sus rusos de aspecto sedicioso: ya no les daba dinero: otras eran ahora sus aficiones.

De pronto, mostró deseos de vivir una larga temporada en Londres, y esto la hizo ceder á la petición de su hijo, que ansiaba realizar un viaje solo por toda Europa.

– Ya eres un hombre; vas á tener catorce años. Viaja, no repares en gastos; piensa siempre que eres el príncipe Lubimoff… El coronel irá contigo: será tu ayudante, como lo fué del heroico marqués.

Su primer viaje fué á España. Miguel Fedor deseaba conocer la tierra de su padre. Toledo creyó del caso mostrar cierta inquietud para que le admirase el joven príncipe. ¡Un coronel carlista que no había querido acogerse á indulto ni acataba á la dinastía reinante!.. Pero viajaron tres meses por España, sin que se fijasen en ellos mas que por la largueza de sus propinas. Bien es verdad que Toledo evitó ponerse en contacto con sus antiguos camaradas. Se consideraba ya de otro mundo; sentía interiormente el mismo cambio que su general.

Cuando Miguel Fedor sació su primer entusiasmo por las corridas de toros, continuaron el viaje á través de Europa, hasta llegar á Rusia, mucho después de las numerosas cartas de presentación dirigidas por la Lubimoff á sus parientes. Un año permaneció allá el príncipe, visitando sus propiedades menos lejanas, conociendo á todas las grandes familias amigas de su madre. El coronel habló gravemente de cosas de guerra con varios generales que le acogieron como un igual. Era el ayudante, el compañero de heroísmos de Saldaña, al que habían conocido, de jóvenes, en la guerra contra Turquía siendo oficiales.

Las antiguas amigas de la princesa Lubimoff dieron al hijo una noticia inesperada. Su madre pretendía casarse con un señor inglés y había escrito al zar solicitando su autorización. Esta noticia sólo impresionó á Miguel Fedor. Los tiempos de la extravagante Nadina estaban muy lejos. Sus actos no producían eco alguno. Otras princesas jóvenes la habían borrado con aventuras todavía más ruidosas. Sólo algunas damas de la antigua corte, cuando olvidaban sus preocupaciones de madres, hacían memoria de la princesa Lubimoff, recordando con esto á la perdida juventud, siempre más interesante que los tiempos actuales.

Al volver el joven al palacio de París encontró á su madre tan princesa como siempre, pero casada con un señor escocés, sir Edwin Macdonald.

– Tú me dejarás algún día – dijo ella con su voz trágica de los grandes momentos – . Un príncipe Lubimoff debe vivir en la corte, servir á su emperador, ser oficial de la Guardia; y yo necesito un compañero, un apoyo. Sir Edwin es la distinción personificada; pero no creas que olvido á tu padre. ¡Nunca!.. ¡Héroe mío!

Miguel Fedor vió á un señor que, efectivamente, era «la distinción personificada»; atento con todos, muy digno en sus ademanes, parco en las palabras, y que pasaba encerrado largas horas, estudiando, según decía la princesa. Le preocupaba la política de su país, y su ilusión era volver al Parlamento, de donde le había hecho salir una derrota electoral.

Este hombre frío, de pálida sonrisa y una corrección extremada hasta en los actos más insignificantes, no le inspiró antipatía como padrastro, ni simpatía como amigo. Fué un hombre poco molesto y algo borroso que se acostumbró á encontrar todos los días ocupando el antiguo lugar de su padre, y que le hubiese sorprendido no ver de pronto.

Otras personas penetraron en el palacio Lubimoff con toda la confianza del parentesco, á causa de este matrimonio.

Un hermano de sir Edwin había tenido que lanzarse por el mundo para ganar su vida, como todos los segundones de las familias británicas. Después de una existencia de aventuras, había acabado por instalarse en el Sur de los Estados Unidos, junto á la frontera de Méjico, y de pronto se encontró mucho más rico que su hermano mayor, al casarse con una heredera del país.

Su esposa era mejicana. Poseía famosas minas de plata tierra adentro y extensas llanuras en la frontera. Sólo tuvieron una hija; y cuando ésta iba á cumplir ocho años, Arturo Macdonald murió á consecuencia de una caída del caballo. La viuda, con su pequeña Alicia, se trasladó á Europa para vivir en Londres, cerca de su cuñado sir Edwin, miembro entonces del Parlamento, y admirado por la mejicana como uno de los directores del mundo. Luego se instaló en París, por ser esta capital más de su gusto y poder encontrar en ella á numerosos compatriotas.

La princesa Lubimoff trataba bien á esta parienta, pero su amistad sufría bruscas alteraciones, pasando por cariñosos entusiasmos y repentinos desvíos.

Ella y doña Mercedes podían hablar de minas y vastísimas propiedades, aunque ninguna de las dos conocía con certeza su fortuna, apreciándola únicamente por las enormes rentas – millones al año – que enviaban los lejanos administradores, y que consumían ambas sin saber cómo. Otro motivo de simpatía para la Lubimoff en sus días de benevolencia: ella era rubia y la criolla conservaba los restos de una belleza hispano-azteca, con la tez de un moreno algo verdoso, los ojos enormes, rasgados, oblicuos, en forma de almendra, y una cabellera asombrosa por su intensa negrura, su brillo y su longitud.

Pero una rivalidad instintiva amargaba frecuentemente las relaciones de las dos multimillonarias. La princesa estaba segura de que su fortuna era enormemente superior. Cuando doña Mercedes hablaba de la plata mejicana, la Lubimoff aludía al platino de Rusia. «¡Y qué vale la plata comparada con el platino!» Para acabar de aplastarla, hacía la historia de su familia. A partir del remoto abuelo cosaco, que casi se convertía en esposo legítimo de Catalina la Grande, iban desfilando generales, mariscales de palacio, halemanes seguidos por sus mesnadas de jinetes medio salvajes, príncipes y embajadores. La mujer de sir Edwin hablaba como si perteneciese á la familia reinante, dando á entender que su famoso abuelo había intervenido en la formación de algún zar. Por eso en la corte la habían tratado siempre á ella con una predilección especial.

Vejada interiormente doña Mercedes por tanta grandeza, sonreía, sin embargo, con una dulzura de india, como diciendo: «Todo eso está muy lejos y tal vez sea mentira.»

De pronto, empezaba á hablar en su francés rápido y caprichoso, revestido para siempre de una coraza de adherencias españolas.

– Mamá era íntima amiga de Eugenia… ¿No sabe usted qué Eugenia? La emperatriz, la esposa de Napoleón III. Cuando anunciaban en las Tullerías á madama Barrios (que era mamá), las puertas se abrían de par en par… Papá fué de los que hicieron emperador á Maximiliano.

Y frente á las grandezas aristocráticas de Petersburgo elevaba la imagen de la corte mejicana, del breve Imperio que había tenido por epílogo el fusilamiento del archiduque Maximiliano y la locura de su esposa Carlota. La buena señora lo contaba todo tal como lo había oído á su madre. El emperador quería establecer la rancia etiqueta austriaca, pero las matronas mejicanas, al visitar á la joven emperatriz, le decían maternalmente, con una llaneza criolla: «¿Cómo le va, Carlotita?.. ¿Qué le parece este país, hija mía?»

A impulsos de una franqueza semejante, doña Mercedes terminaba diciendo:

– Papá, al ver que el Imperio iba mal, reconoció á Juárez y se fué con los republicanos. Había que salvar nuestras minas.

Luego hablaba de los Barrios, procedentes, según ella, de la más vieja aristocracia española. Todos los nobles de Madrid resultaban parientes suyos: era cosa sabida. De niña había visto en su casa muchos papeles que probaban su derecho á un título de marqués; pero por las revoluciones del país y por sus viajes, ya no sabía dónde encontrarlos.

Si la princesa alababa las magnificencias de su palacio, la criolla hacía alusión inmediatamente al elegante hotel particular comprado por ella en los Campos Elíseos. La llegada del coronel Toledo, héroe decorativo que volvía á dar á la vivienda principesca un prestigio militar, no intimidó á doña Mercedes. También ella tenía su español: un clérigo aragonés, que era algo así como su capellán de honor, y al que consideraba un sabio, porque, aburrido de su sinecura, se había dedicado á la astronomía elemental, instalando un telescopio en el tejado de la casa.

Cada vez que la mejicana su atrevía á imitar las fiestas, los carruajes ó los vestidos de la princesa, ésta lamentaba que París no estuviese en Rusia, para llamar al general de la Policía y recordarle el respeto que debe guardarse á las castas superiores. Pero á continuación de sus cóleras, sentía un fulminante cariño por doña Mercedes, asegurando que, aunque iletrada, era mujer de talento natural y la única con quien podía hablar horas enteras.

Entre estas dos bellezas descendentes, que se habían visto solicitadas y adoradas en otros tiempos, existía un motivo de unión, algo que las conmovía como una música amada y lejana, como un recuerdo nostálgico de la juventud: la hija de doña Mercedes, la vivaracha Alicia Macdonald.

La madre creía ver en ella su propia hermosura repitiéndose con nueva savia, y se engañaba. Alicia había unido á su moreno esplendor la ligera esbeltez, la soltura un poco amuchachada de su origen paterno. La princesa, ante la independencia de su carácter, creía verse también á sí misma cuando empezó á escandalizar á la corte imperial. Otro error. Ella había podido seguir los impulsos de su voluntad, sin miedo á los comentarios. Todo lo poseía. Además de sus inmensas riquezas, contaba con los privilegios del nacimiento, pudiendo elevar hasta ella á cualquier hombre, por bajo que estuviese. Alicia tenía una ambición: unir á su fortuna un gran título de vieja aristocracia para figurar en una corte, y este deseo lo perseguía á los quince años con una glacial tenacidad, disimulada por aturdimientos aparentes. Doña Mercedes le había hablado desde la infancia de matrimonios de leyenda; de príncipes que en otros tiempos se casaban con pastoras y ahora buscaban á las millonarias.

Miguel Fedor se sintió algo intimidado al encontrar en su palacio á esta muchacha que le miraba descaradamente, con ojos de dominación, como si todo lo existente debiera doblarse ante su paso.

Era hermosa, con una belleza más perturbadora que correcta. Su tez levemente dorada con el color de la naranja, sus ojos rasgados y algo subidos en su vértice, la abundante cabellera, que parecía retorcerse y vivir como un haz de serpientes negras escapándose de la opresión de las horquillas, le daban un encanto exótico. El resto de su cuerpo revelaba la educación física moderna, los miembros ágiles y endurecidos por los continuos deportes.

Doña Mercedes pareció empujarlos á los dos desde los primeros encuentros.

– Háblense de tú – dijo maternalmente – . Son ustedes primos.

Aunque Miguel no llegaba á comprender este parentesco, tuteó á la joven, mientras la criolla sonreía viendo ya á Alicia con una corona de princesa haciendo reverencias ante el zar. La de Lubimoff estaba en una de sus buenas épocas; no creía por el momento en castas y privilegios; hasta habría dado dinero á los melenudos que la visitaban años antes, y aceptó con silenciosa tolerancia los desmesurados planes de su amiga.

El príncipe iba comunicando sus impresiones al coronel.

– Demasiado señorita. Me gustan más las otras.

Don Marcos, compañero de largos y regocijados viajes, sabía quiénes eran «las otras» para este muchacho que había empezado muy pronto á picar en los racimos de la vida.

Otras veces le irritaba que se pareciese demasiado á las otras, con sus atrevimientos de virgen loca.

– Es peor que un muchacho. ¡Si supieras, coronel, lo que me dice!..

Alicia, por su parte, tampoco parecía contenta. Los otros hombres se esforzaban por adularla y serle gratos, mientras que Miguel mostraba un carácter imperioso, semejante al suyo, discutiendo con ella, atreviéndose á contrariarla.

Algunas vecen salían juntos á caballo para galopar por el Bosque de Bolonia bajo la vigilancia de Toledo. Un tormento para don Marcos. El había sido héroe de montaña; pero el grado impone deberes, y cabalgaba todo lo mejor que puede hacerlo un coronel de infantería.

Ella era una amazona infatigable. En el hotel de los Campos Elíseos, doña Mercedes tenía que buscarla muchas veces en las caballerizas, donde permanecía entre palafreneros y cocheros, hablando con una autoridad profesional, mientras vigilaba el cuidado de los animales. Luego, al subir al salón, su cabellera suelta esparcía un fuerte olor á cuadra. Allá en su tierra se había sostenido agarrada á las crines de un caballo antes de saber andar. En París se metía audazmente entre los vehículos y atropellaba á los transeuntes, viéndose atajada por la policía en sus locos galopes. El coronel intentaba seguirla silenciosamente, pero con el corazón oprimido. El príncipe protestaba de estas carreras, buenas para los prados natales, y sus recriminaciones establecían entre los dos un alejamiento hostil. «A ella no le chillaba ni su madre. Ya era mayor de edad para saber lo que debe hacerse…» Y tenía quince años.

Una mañana, al llegar á una encrucijada del Bosque, Alicia echó su caballo por la avenida que le pareció preferible, sin consultar á su acompañante.

– No; por aquí – dijo imperiosamente Miguel.

– No me da la gana; ¡por aquí! – contestó ella con tono enfurruñado.

Intentó el príncipe cerrarla el paso cruzando su caballo en el camino, y ella lanzó el suyo contra el de Miguel con un impulso que hizo doblar las patas delanteras de las dos bestias. Toledo, que iba detrás, vió que mediaban entre ambos miradas iracundas acompañadas de duras palabras. Alicia levantó su latiguillo, golpeando al príncipe en un hombro.

– ¡A mí!.. ¡A mí!

El descendiente del cosaco Lubimoff cambió de rostro, adquiriendo una fealdad salvaje. Su nariz pareció ensancharse aún mas. Levantó á su vez el látigo y tiró un golpe. Pero el coronel había metido su caballo entre los dos, recibiendo parte del fustazo en una mejilla, que empezó á sangrar. La vista de la sangre y la consideración de que el golpe era para ella enloqueció de cólera á la joven.

– ¡Bruto! ¡Salvaje!.. ¡Ruso!

Le pareció esto poco, y se mantuvo silenciosa un segundo, buscando una injuria mayor. Los recuerdos de la niñez le dieron ayuda; las leyendas oídas allá en sus tierras á los mestizos le sugirieron un nuevo insulto, como si Miguel Fedor fuese Hernán Cortés.

– ¡Español!.. ¡Asesino de indios!

Y temiendo un segundo fustazo después de tales palabras, hizo dar vuelta á su caballo, huyendo en una carrera frenética que no se detuvo hasta el Arco de Triunfo.

Después de este incidente, doña Mercedes perdió toda esperanza de que su hija fuese una Lubimoff.

– ¡Princesa rusa! – decía Alicia con desprecio – . ¡Pero si en Rusia todo el mundo es príncipe!.. Vale mas un simple barón inglés, un conde de Francia ó de España.

Miguel no se mostró mas acomodaticio al sermonearle el coronel.

– No quiero saber nada de esa p…

La princesa, en uno de sus saltos de humor, encontró muy justa la apreciación. Estas parientas de sir Edwin siempre le habían parecido gente ordinaria. También encontraba natural que su hijo pensase en volver á Rusia para seguir sus destinos de príncipe. La vida de privilegios y castas de allá era más adecuada á su rango que la existencia democrática de París, donde unas indias americanas, porque tenían millones, podían creerse iguales á un Lubimoff.

Hasta los veintitrés años estuvo en Rusia el príncipe Miguel. Sus estudios militares fueron brillantes, según Toledo, distinguiéndose entre los más famosos oficiales de la caballería de la Guardia. Alcanzó premios en los concursos hípicos, partió á pistoletazos monedas sostenidas por sus camaradas á cincuenta pasos, manejó el sable con una maestría que hubiese admirado al general Saldaña y á su abuelo el cosaco. Todos los días, en un patio de su palacio de Petersburgo, le esperaba un monigote de tamaño natural hecho con la arcilla pegajosa y compacta que emplean los escultores, y permanecía ante él media hora ejercitándose. Lo importante no era asestar un golpe al enemigo, sino darlo bien, con la mayor profundidad y fuerza posibles. Y la cabeza y los miembros del monigote volaban segados por la hoja de acero. El estudio de las ciencias militares quedaba para los de infantería y artillería, hijos de empleados y de mercaderes.

El coronel se mostró asombrado al principio de las magnificencias y derroches de la vida rusa; luego acabó por encontrarla regular, como si estuviese acostumbrado á algo semejante desde su niñez. «Piensa, hijo mío, en el nombre que llevas – escribía la princesa – . No lo deshonres. Gasta con arreglo á lo que eres.» Y el hijo seguía fielmente sus consejos, sin pedirle nada á ella, entendiéndose directamente con los administradores rusos. Según los cálculos de don Marcos, el teniente de la Guardia gastaba unos tres millones por año. Su cuadra de caballos de carrera era la más célebre de la capital. Muchas bellezas famosas de la corte y de los teatros tenían algo que ver con el príncipe Miguel Fedor. Sus cenas en el palacio Lubimoff ó en los restoranes de moda eran buscadas por toda la juventud aristocrática. Verse invitado á ellas representaba un honor extraordinario, algo así como ser individuo de una academia de superhombres. Mujeres célebres acababan bailando desnudas sobre la mesa á las primeras luces del alba, para no desairar al anfitrión.

A veces se cortaban estas fiestas con una disputa de borrachos, mezclándose el vino y la sangre. El coronel había visto al final de una de estas escenas un duelo á pistola entre dos convidados, en el jardín del palacio, cuando empezaba á amanecer. Un muerto. Sus mejores amigos habían llevado el cadáver hasta un muelle del Neva, colocando un revólver al lado para que la policía admitiese la hipótesis de un suicidio.

No; don Marcos no gustaba de estas fiestas nocturnas. Las consideraba peligrosas. Un gran duque joven, completamente ebrio, se había entretenido en embadurnarle las patillas con caviar, hasta que, cansado de esta confianza, el español metió á su vez la mano en el plato, ensuciando igualmente de verde el angosto rostro. El borracho dudó un momento si debía matarlo, pero acabó por abrazarse á él, cubriéndole de besos y declarando á gritos que era su padre.

Toledo prefería las tranquilas amistades con los antiguos compañeros de armas de su general: graves personajes que le hablaban de futuras guerras y de la política del mundo. Además, las larguezas de su príncipe le permitían diversiones secretas menos ruidosas y dulcemente modestas.

Una noche, al volver al palacio Lubimoff pasadas las dos, vió que había una cena en el gran comedor de gala. Los convidados eran unos cincuenta, y en el curso de la noche fueron llegando muchos más. Parecía como que hubiese corrido una noticia por los lugares de placer de la capital, atrayendo á toda la juventud libertina.

Frente al príncipe estaba sentado un teniente de cosacos, pequeño, felino, negruzco, con ojos asiáticos. Su uniforme sucio revelaba un viaje reciente. Miguel Fedor tenía con él las mayores atenciones, como si fuese el único invitado. Toledo, conocedor de todos los amigos de la casa, no logró dar un nombre á este cosaco rústico que parecía llegar de una guarnición remota de Siberia. Alguien quiso sacarle de dudas, y se estremeció al saber que era el hermano de una dama de la corte que precisamente andaba en lenguas por su excesiva confianza con Miguel Fedor. Los dos hombres se miraban con interés, brindándose mudamente los vasos enormes de champaña. En el fondo del comedor gemían incesantemente los violines de unos ziganos. Varias muchachas morenas, con delantales á rayas de diversos colores, danzaban en torno de la mesa. Pero á pesar de esto, don Marcos husmeaba algo lúgubre en el ambiente.

– ¡León, los sables!

El príncipe se había puesto de pie, después de mirar su reloj, dando esta orden al criado de confianza, que estaba detrás de él. Todos los convidados se precipitaron á las puertas con la confusión del público que asalta un teatro. Cada uno deseaba llegar el primero al jardín. Ya no había por qué fingir: ansiaban el espectáculo anunciado… Y el coronel encontró finalmente quien le hablase con claridad.

– Ha llegado al anochecer, para pedir al príncipe que se case con su hermana. Un viaje de treinta y ocho días… El príncipe no quiere… Pocas veces se verá esto… Es el primer sable de Siberia.

El jardín estaba cubierto de nieve. Aún era de noche, y la luna fugitiva lo iluminaba con unos rayos diagonales, extendiendo desmesuradamente la sombra de los árboles. Más de cien hombres formaron dos masas negras en los bordes de una avenida. El coronel vió llegar á varios criados: uno traía los sables, los demás llevaban grandes bandejas con botellas y copas.

Miguel Fedor se inclinó ante el enemigo con los ojos brillantes de amabilidad y de alcohol.

– ¿Quiere usted beber algo mas?

Dió las gracias el cosaco en voz baja y Toledo lo vió de pronto despojarse de su larga levita con el pecho adornado de cartucheras. A continuación se quitó la camisa, quedando sin más que los pantalones y las altas botas. Luego se inclinó, y agarrando dos puñados de nieve, empezó á frotarse el tronco, un poco angosto, y los brazos nervudos.

El príncipe se estremeció de sorpresa y de frío, lo mismo que muchos de los espectadores. Pero consideraba indispensable imitar á este rudo adversario, para que las condiciones del combate fuesen iguales. Mientras se despojaba de la parte superior de su uniforme, se abrieron en la penumbra lunar del jardín las rojas estrellas de varias antorchas.

Don Marcos vió á los dos hombres frente á frente, desnudos de cintura arriba, brillándoles los bustos con la humedad de la reciente frotación, cimbreando en sus manos unos sables con filos de navaja de afeitar. «¡Adelante!» Alguien dirigía el combate.

«¡Pero esto es una barbaridad! – pensó el español – . Estos hombres son unos salvajes.»

No se atrevía á decirlo en voz alta porque era un coronel; pero toda su vida se acordó de esta escena.

Cruzaban sus sables, se esquivaban, se atacaban, el príncipe con paso firme, el otro con una agilidad felina. Toledo, viéndolos rojos, creyó que era un efecto de la luz de las antorchas. Al aproximarse á él en una de las evoluciones de su juego mortal, se dió cuenta de que estaban cubiertos de sangre. Sobre sus troncos se extendían unas casacas de púrpura partidas en harapos que temblaban con incesante chorreo. Sus brazos surgían blancos de esta vestidura caliente y húmeda. El príncipe llevaba la peor parte. Toledo lo vió de pronto con un profundo corte en la frente; luego creyó distinguir que una de sus orejas estaba medio despegada del cráneo. Aquel gato salvaje de las estepas se escurría bajo su sable. Nadie osaba intervenir; el duelo era sin misericordia, sin descanso, sin otra condición definida que la muerte de uno de los dos. Se confundían, formando un solo cuerpo erizado de relámpagos blancos en la penumbra de los árboles; se mostraban luego despegados y buscándose en el círculo de incendio de las antorchas.

Oyó de pronto el coronel un maullido de dolor, un alarido de pobre bestia sorprendida. Lubimoff era el único que estaba de pie. Con un golpe de punta había cortado la yugular á su adversario. Luego de permanecer inmóvil un segundo, lo abandonó la fuerza sobrehumana que le había sostenido hasta entonces, sintió caer de golpe sobre él todo el cansancio de la lucha, toda la pérdida de sangre de sus heridas, y se desplomó á su vez, pero en los brazos de varios amigos. No había un solo médico entre los espectadores: nadie había pensado en esto. Consideraban inútil su presencia en un encuentro que sólo podía terminar la muerte.

Todos los curiosos abandonaron el jardín siguiendo al desmayado príncipe. Sólo unos criados permanecieron junto al cuerpo del cosaco, tendido de bruces, viendo respetuosamente cómo se agitaban por última vez sus piernas, cómo se iba vaciando lentamente por el cuello, cómo se extendía una mancha negra en la nieve, que empezaba á azulear bajo la lividez del alba.

Este suceso tuvo gran resonancia en la corte, que ya se había ocupado muchas veces de las ruidosas aventuras del príncipe. Sus duelos, sus amores, sus escandalosas fiestas, irritaban al joven emperador, empeñado en moralizar las costumbres de sus allegados. En las reuniones aristocráticas volvieron á recordarse las extravagancias de la casi olvidada Nadina Lubimoff. El joven cosaco estaba emparentado con personajes influyentes y su muerte contribuía al descrédito total de la hermana.

Aún no había convalecido Miguel Fedor completamente de sus heridas, cuando recibió la orden de salir de Rusia. El zar lo desterraba por tiempo indefinido. Podía vivir en París al lado de su madre.

– Está bien, ya que respeta la fortuna del príncipe – dijo el coronel como único comentario.

Al llegar á París, Miguel Fedor se convenció de que la princesa estaba loca, cosa que sospechaba hacía tiempo al leer sus largas cartas. Sir Edwin había muerto en Inglaterra, tres años antes, casi repentinamente, á continuación de una derrota electoral. El palacio del barrio de Monceau había sufrido una transformación interior que representaba un gasto de millones. Su dueña dedicaba á esto todo su tiempo. Los salones árabes, persas, griegos ó chinos, cuya construcción y adorno habían hecho la fortuna de dos arquitectos y de varios comerciantes de antigüedades, acababan de desaparecer, esparciéndose cual residuos sin valor los muebles adquiridos en otro tiempo como piezas rarísimas. Aunque el palacio se mantenía lo mismo por fuera, á partir de la escalinata imitaba el interior de un castillo antiguo. No quedaba una ventana sin vidriera de colores, ni una pieza que no estuviese en una penumbra de bodega. Todo el gótico convencional inventado por los constructores modernos era empleado en esta restauración deseada por la princesa. Los tres pisos de un ala entera habían sido echados abajo para formar una nave de catedral.

Lubimoff vió á una mujer alta, enjuta, con las manos largas y transparentes, los ojos agrandados é inquietantes, que avanzaba hacia él. Iba vestida de negro, con mangas sueltas que casi barrían el suelo y un bonete blanco encañonado bajo los tules de luto. A pesar de que tenía un rosario en la muñeca y adoptaba al hablar una expresión de víctima, su hijo creyó ver á una cantante de ópera.

La expulsión del príncipe no le había causado extrañeza ni pena.

– Esos Romanoff nos han tenido siempre mala voluntad. No pueden olvidar á tu ilustre abuelo, que, según cuentan, le daba palizas á Catalina al pillarla con otros.

Su pensamiento volaba por encima de estas miserias terrenales. Ella, que nunca se había preocupado de las religiones, declaró á su hijo que ahora era católica. Prescindía, por considerarlos inútiles, de los actos públicos de conversión, pero debía adoptar esta creencia; lo exigía su nueva y definitiva personalidad.

– Tu padre lo aprueba. Hablo con el héroe muchas noches, y está contento de verme en el buen camino.

Miguel Fedor y el coronel se dieron cuenta, apenas llegados, de los extraños visitantes que frecuentaban el palacio. A los melenudos terroristas de otros tiempos habían sucedido numerosas echadoras de cartas, pitonisas, videntes y tétricos profesores de ciencias ocultas. Un velador modesto y viejo, que parecía haber subido solo de la habitación del portero, saltaba á todas horas, hablando por medio de sus patas, en el dormitorio de la princesa.

Un día se decidió ésta á comunicar á su hijo el gran secreto de su existencia. Al fin sabía quién era; las revelaciones de los espíritus le permitían conocer su verdadera personalidad. En una de sus muchas vidas anteriores había sido una reina desgraciada y hermosa; la mas «romántica» de las reinas. El alma de Nadina Lubimoff, princesa rusa, vivía ya siglos antes en el cuerpo de María Estuardo.

– Siempre sentí una predilección especial por la historia de la reina infeliz. Ahora me explico cómo al ver á sir Edwin en Londres me enamoré inmediatamente de él de un modo irresistible. Sus antepasados fueron escoceses.

Estas razones resultaban tan incontestables como todas las que habían guiado su existencia. Y para honrar el alma regia reencarnada en ella, cuya autenticidad reconocían todos sus visitantes misteriosos, quiso vivir como la decapitada soberana de Escocia, imitando sus vestidos tal como los había visto en los cuadros, convirtiendo su palacio en un castillo, comiendo á solas en vajillas antiguas los manjares que un profesor de Historia se encargaba de buscar en las viejas crónicas.

Rara vez entraba un carruaje en el patio de honor del palacio. La gran escalinata criaba musgo entre sus peldaños, mientras por la escalera de los proveedores subían diariamente aquellos profesionales del «más allá», mal vestidos y de aspecto inquietante, que explotaban á la princesa, generosa como una reina – lo que era – , á cambio de ayudarla en el manejo del velador y de evocar fantasmas históricos que movían los tapices, hacían caer los cuadros de las paredes, cambiaban los sillones de sitio y cometían otras diabluras pueriles para hacer constar su muda presencia.

Doña Mercedes evitaba las visitas á la princesa. Su sencillez de buena creyente la hacía sentir miedo por las reinas que duran siglos y por aquellos salones obscuros con muebles viejos que parecían palpitar á impulsos de una vida misteriosa. Prefería la conversación plácida y saludable con los sacerdotes mantenidos por ella. El cura aragonés se había dejado arrebatar por otra devota millonaria, fatigado sin duda de las exageradas comodidades que le proporcionaba su penitente y de las observaciones astronómicas sobre los tejados de los Campos Elíseos. Ahora tenía alojado en su vivienda á un monseñor, obispo in pártibus, que canalizaba el dinero de la viuda hacia muchas obras pías de su invención.

Alicia se había casado con un duque francés que tenía veinte años mas que ella, y á los pocos meses de matrimonio daba mucho que hablar á las gentes. Doña Mercedes, ofendida, la castigaba viéndola muy de tarde en tarde, con la esperanza de que este desvío hiciese imitar finalmente á la duquesa de Delille las tradiciones maternales. Mientras tanto, concentraba todos sus afectos de familia en monseñor, un santo y un hombre de mundo, que por las noches, para no ser una nota discordante, se despojaba de su sotana para sentarse á la mesa puesto de smoking, mientras un enjambre de pájaros mecánicos contaban y aleteaban en la gran jaula dorada del comedor de la criolla.

Miguel Fedor encontró dos veces á Alicia en el palacio Lubimoff. Ella no sentía el miedo de su madre, y hasta consideraba muy originales é interesantes las manías de la princesa. Cuando la visitaba, en tardes de aburrimiento, parecía creer en su velador y en sus protegidos de gestos misteriosos. También consultaba á éstos para saber si sería feliz, y sobre todo si la amarían mucho, aunque sin decir nunca quién debía amarla. Otras veces preguntaba al trípode, con una ansiedad de celosa, lo que estaría haciendo á aquellas horas un personaje incógnito cuyo nombre no se atrevía á pronunciar, pero que unos meses era moreno y otros meses rubio. Ella y el velador se entendían.

– Siempre he dicho que esta niña tiene más talento que su madre – afirmaba la princesa.

Al encontrarse Alicia con el príncipe, rompió á reir y casi le abrazó.

– ¿Te acuerdas cómo nos odiábamos?.. ¿Te acuerdas del día que nos pegamos en el Bosque?..

Le miraba con interés, examinándolo de arriba á abajo, sin encontrar nada del jovenzuelo antipático de otra época. Conocía sus aventuras en Rusia, sus amores, sus duelos, su expulsión. ¡Un hombre interesante! ¡Un personaje byroniano!.. Además, algo bárbaro con las mujeres.

– Ven á verme. Debemos ser amigos… Acuérdate que somos parientes.

Lubimoff la examinó también, pero con cierta gravedad. Al llegar á París le habían hablado mucho de ella. En los tres años que llevaba de matrimonio, el duque había querido divorciarse por dos veces. Le era penoso gozar de una enorme fortuna á cambio de que esta mujer llevase su nombre. Cuando estrechaba la mano de un amigo, nunca estaba seguro de lo que podía ser éste con relación á su esposa. Pero Alicia se había casado para ser duquesa, y al fin llegaron á un arreglo práctico. La mitad de su renta fué para el duque, que viajaba ó vivía en París en casa de una antigua amante, mientras Alicia podía hacer su voluntad en su palacete blanco de la Avenida del Bosque, ostentando una corona ducal un sus ropas interiores, en sus vajillas y en las portezuelas de los automóviles.

La pequeña amazona de las cabalgadas matinales era ahora una mujer de soberbia belleza. Miguel pensó en un fruto de California esplendoroso y dorado, con un perfume intenso de dulce savia. Vaciló interiormente mientras sostenía la mirada de aquellos ojos negros, invitadores y dominantes, seguros de su poder… ¡Pero no! Se acordaba de varios hombres que le eran antipáticos y según la pública murmuración le habían precedido. Estaba interesado además por una actriz francesa que había encontrado en el tren al regreso de Rusia. Con un salto de su imaginación, volvió á ver á Alicia lo mismo que años antes. Sólo había cambiado exteriormente. Estaba acostumbrada á manejar los hombres con una mano varonil, á cambiarlos como caballos de relevo. Se pelearían á la segunda entrevista: tal vez acabarían pegándose…

Y no la vió más. Nuevas preocupaciones torcieron el curso de sus pensamientos. Un día encontró en la calle á un ruso que parecía viejo y enfermo: Sergueff, su antiguo maestro. Debía tener unos cuarenta años y parecía un setentón, con la barba de un blanco sucio, el pelo triste, como apolillado, y un rostro de profundas arrugas, sin más vida que la de los agujeros verdes de sus ojos. Andaba algo encogido; tosía al contar su historia. De Petersburgo lo habían enviado á un presidio de Siberia. Al fugarse de él, había atravesado media Asia, solo y á pie, hasta un puerto chino, y allí se embarcó para los Estados Unidos, viniendo luego á París. Esta vuelta al mundo la relataba con pocas palabras, como un simple paseo.

Miguel Fedor lo trajo á su palacio, y el coronel pareció achicarse en su presencia, con una retractilidad hostil, recordando, sin duda, sus nobles relaciones con personajes de la corte rusa, algunos de ellos antiguos generales de la Policía.

El hijo de la princesa Lubimoff conversó muchas veces con el fugitivo. El recuerdo de su expulsión de la corte le hizo simpatizar obscuramente con este otro desterrado. Además, renacía en su interior una parte de la voluntad de la madre, con sus incoherencias y sus deseos confusos. El oficial de la Guardia prestó una atención de escolar á las doctrinas del revolucionario.

– ¡Estos hombres tienen razón! – exclamó con el mismo apasionamiento que ponía la princesa en toda idea nueva.

Sintió en los primeros días el ansia de sacrificio, la voluntad del renunciamiento, la abnegación mística de los hombres de su raza. Recordó á muchos príncipes como él, educados en la corte, con altas situaciones sociales, que habían distribuído sus bienes para vivir entre los pobres y dedicar su existencia al triunfo de la verdad y la justicia. El haría lo mismo, resucitando á la verdadera vida, y estaba seguro de la aprobación de su madre. Había dado su sangre el general Saldaña por la reconstitución del pasado; él perdería la suya allanando el camino del porvenir. Los tiempos cambian. El pasado son unos cuantos siglos y el porvenir es infinito.

Pero no era un ruso verdadero. El sensualismo latino despertó en él apenas quiso llevar á la práctica su decisión heroica. La vida es buena y ofrece cosas agradables. El árbol de su existencia estaba todavía repleto de savia: aún le quedaban muchas primaveras de hojas, muchos estíos de frutos. Más tarde, tal vez; cuando fuese leña seca…

Lo único positivo é inmediato que sacó de esta resurrección fué el convencimiento de su ignorancia y del vacío de su existencia. En el mundo había algo más que saber idiomas y el manejo de las armas y los caballos. El hombre debe buscar la conciencia de su grandeza en empresas más serias que los amores, los desafíos y las apuestas. La suerte le había eximido de la dura ley del trabajo dándole la riqueza, pero no por esto debía prescindir de marcar su tránsito por la vida con una actividad cualquiera, como lo habían hecho miles de predecesores, como seguirían haciéndolo millones de descendientes.

Buscó por primera vez la compañía de los libros, y de estas lecturas preliminares fué surgiendo un deseo nuevo. Quiso conocer el mundo, ver países raros, luchar con las fuerzas ciegas que son los latidos del planeta, vivir las aventuras gruesas y rudas de los hombres que van de puerto en puerto. Su padre le había hablado de remotos ascendientes que alcanzaron nobleza y fortuna tendiendo su vela en humildes puertos españoles para lanzarse como gaviotas por el Océano Tenebroso, en busca de tierras de misterio, detrás de los primeros derroteros de Colón y los Pinzones. Un ascendiente suyo había sido descubridor de los modernos Estados Unidos al desembarcar con el viejo Ponce de León en la Florida, buscando la legendaria «Fuente de la Juventud». El primer Saldaña noble había obtenido el don al fundar un pueblo en las cercanías de Panamá. El sería navegante como sus antecesores, marino vagabundo, gozador de placeres exóticos, y tal vez consiguiera arrancar de paso algún secreto al gran misterio de las llanuras azules.

La vida en aquel palacio afeado por las manías de su madre le resultaba incómoda y penosa, impulsándolo á huir. La princesa, no hizo la menor objeción al enterarse de que su hijo deseaba comprar un yate para navegar por todos los mares. Podía hacerlo: era un placer de gran señor digno de él. Estaban cada vez más ricos. El petróleo, el platino, todos los yacimientos preciosos de su propiedad, y el producto de sus tierras, vastas como Estados, formaban una renta enorme. El año anterior había llegado á diez y seis millones: más de un millón por mes. Para un particular era fabuloso. Y la Lubimoff, que por unos momentos había recobrado su buen sentido, añadió luego con modestia:

– Pero para una reina no es gran cosa.

Miguel adquirió en Inglaterra un yate velero, de proa afilada y arboladura audaz, con máquina auxiliar, y le puso un nombre de ave marina, pero en español: Gaviota.

Deseaba prolongar en el Océano su vida terrestre, seleccionando de ella todo lo más interesante, y por esto quiso embarcar á Sergueff. El maestro parecía melancólico, como si le pesasen lo mismo que un remordimiento las comodidades que le proporcionaba el príncipe y sus larguezas pecuniarias. Tenía ocupaciones más urgentes que navegar á capricho en un buque de lujo. Y desapareció para volver á Rusia, como si la horca tirase de él, como si deseara, en caso de mejor suerte, dar por segunda vez la vuelta á la tierra.

El coronel tuvo que embarcarse como ayudante de campo del príncipe. Nunca se había separado de él. Pero ¡ay! no tenía el pie marino, y menos aún el estómago: era un héroe de montaña; y desde un puerto del Brasil hubo que reexpedirlo á París.

Cinco años duraron las navegaciones del Gaviota. En el segundo, creyó Miguel Fedor que iba à interrumpirse su carrera de navegante. Acababa de estallar la guerra entre Rusia y el Japón, y él cablegrafió desde una escala del Pacífico pidiendo su antiguo puesto en la Guardia. La contestación fué dilatoria. El zar aún estaba enojado con él y mantenía su destierro.

«¡Mejor!», acabó por decirse una vez extinguida su cólera. Adivinaba lo que iba á ocurrir: la suerte final de aquellos bravos de sable afilado frente á los hombrecillos astutos y amarillos que se habían ido apropiando en silencio el arte de matar de los occidentales.

Sus aventuras en los puertos, su trato con mujeres de todas razas y colores, bastaban para llenar su existencia. «Hago estudios de geografía amorosa», escribía á don Marcos después de preguntarle por la salud de su madre.

Tuvo que interrumpir de pronto sus cruceros para visitar á la princesa. Los médicos la habían hecho abandonar el palacio de París, con su lúgubre decorado que excitaba su locura, enviándola á la Costa Azul para que se saturase de sol y de aire libre. Y la pobre María Estuardo, de riguroso incógnito, iba de gran hotel en gran hotel, ocupando un piso entero con su cortejo de domésticos rusos acostumbrados á los golpes, de adivinas y maestros en evocaciones, siendo la desesperación de los hoteleros, que la veían partir con gusto á pesar de que pagaba ella sola más que el resto de los huéspedes.

Lubimoff la vió como un espectro dentro de sus flotantes vestiduras de luto, más flaca, más alta, con los ojos de una fijeza alarmante. Su tez, había perdido la antigua blancura, ennegreciéndose como si la tostase un fuego interior. Por el momento, su única preocupación era construir un palacio en la Costa Azul. Había comprado en territorio francés, á la vista de Monte-Carlo, un pequeño cabo, un espolón de tierra y rocas que avanzaba sobre las olas con el lomo cubierto de olivos seculares y pinos retorcidos. La entretenía luchar con la testarudez de un matrimonio de viejos rústicos que se negaban á venderle la punta extrema del promontorio. Además llevaba gastados muchos miles de francos en planos del futuro palacio. Pintores, arquitectos y jardineros-paisajistas trabajaban incesantemente para ella, exprimiendo su imaginación y haciendo estudios en el pasado. Quería plantar ante el Mediterráneo un enorme castillo escocés, lo más escocés que pudiera idearse: «una novela de Wálter Scott hecha de piedra», resumía la princesa.

El hijo se asustó. Iba á repetirse la suntuosa mazmorra de París frente al mar luminoso, en uno de los paisajes más sonrientes de la tierra. Habló á espaldas de su madre con todos los que trabajaban para la futura Villa-Sirena. La princesa había ideado este nombre, segura de que en las noches de luna vendrían á visitarla las hijas de las profundidades marinas, cantando en los escollos al pie de sus ventanas. No podían hacer menos por ella. El misterio se abría cada vez más ampliamente ante sus ojos, permitiéndole ver lo que no veían los demás.

Don Marcos, que, abandonado por su discípulo, seguía á la princesa, recibió iguales recomendaciones. Debía evitar que la pobre señora perpetrase este sacrilegio mediterráneo. ¡Pero qué podía el infeliz coronel con aquella demente que pasaba semanas enteras sin hablarle, como si no le reconociese!..

Volvió el príncipe á su yate, y un año después le alcanzó la noticia triste y esperada, hallándose en el Norte de Noruega, al regreso de una excursión por los mares árticos. Su madre había muerto cuando empezaban á elevarse entre los olivos y los pinos del rosado promontorio unos muros enormes de piedra falsamente negruzca, como las tablas pintadas de los anticuarios, y que parecían próximos á derrumbarse de puro viejos apenas salidos de la tierra.




III


Miguel llegó á tiempo para recibir el cuerpo de la princesa en París. Antes de morir se había sentido iluminada por ese chisporroteo de razón que anuncia el fin de los grandes desequilibrados, dejando escritos en varios papeles los préstamos hechos á determinadas personas y juiciosas indicaciones al hijo para el buen manejo de la enorme fortuna. Quería ser enterrada junto á su marido, el primero, «el héroe», en el cementerio del Père Lachaise. En sus últimos años de permanencia en París, tocada una vez más del afán de construcción, se había ocupado en preparar su morada definitiva, levantando junto al mausoleo del marqués de Villablanca, cuya imagen ceñuda é indomable tenía en la mano una espada rota, otro monumento no menos ostentoso, con una estatua que ella creía su exacto retrato y no era mas que una reproducción de la infeliz reina de Escocia tal como aparece en las estampas de la época romántica.

Durante las ceremonias fúnebres, Miguel Fedor volvió á encontrarse con muchos antiguos visitantes del palacio Lubimoff que él creía muertos. Doña Mercedes le abrazó llorando. Estaba extraordinariamente obesa, con la indiánica tez aclarada por una blancura jugosa y monacal. Parecía la superiora de un noble convento de canonesas. A su lado, el monseñor, con sotana de seda y gesto compungido, movía los labios por la salvación de la difunta. «¡Hijo mío! Todos tenemos nuestras penas.» Y la pobre señora, al hablar así, miró á otra enlutada elegante que se mantenía en el cementerio á cierta distancia de ella, y parecía anonadada por una ceremonia que la había obligado á salir del lecho antes de mediodía.

También la duquesa de Delille vino á él, estrechándole las dos manos y envolviéndolo en una mirada extraña.

– Tu madre me quería de verdad… En los últimos años nos hemos visto mucho.

Miguel asintió mudamente. Lo sabía. La princesa Lubimoff era el único sostén de esta apasionada sin escrúpulos que se iba á fondo en la consideración de las gentes. Ella la había defendido cuando las otras mujeres del gran mundo, cediendo al instinto de conservación, le hacían la guerra y le cerraban la entrada de sus casas, temiendo por la fidelidad de sus maridos. Como jugaba en Monte-Carlo todos los inviernos, había acompañado á la princesa hasta sus últimos instantes.

– Me quería más que mi madre… Tal vez se acordaba de que pude ser su hija.

El príncipe se alejó, como molestado por esta alusión. ¡Le habían dicho tantas cosas de ella!.. Pero su imagen le fué acompañando durante el resto de la ceremonia. Continuaba siendo hermosa, mas con una belleza extraña. Había perdido su dorado cutis de fruto sazonado, y era pálida, con una blancura pajiza de papel japonés. Sus ojos, abiertos desmesuradamente, tenían unos reflejos metálicos; miraban con una tenacidad molesta y al mismo tiempo parecían vagorosos, como si se tendiese ante ellos una telaraña invisible. Sus enemigas menos implacables la acusaban de cierta propensión á los licores. Bebía, como un cliente asiduo de bar, toda clase de mezclas americanas. Otras atribuían su palidez y sus ojos eternamente asombrados á la morfina, al opio, á todos los líquidos y perfumes del estupor, creadores de «paraísos artificiales». La pequeña Alicia de otros tiempos apuraba su vida á grandes tragos, hasta el fondo de la copa.

Lubimoff creyó no verla más, pero á los pocos días empezó á recibir cartas de ella. Estaba solo, debía sentirse triste, y le invitaba á comer, sin ceremonia, como parientes que eran. Sus excusas provocaron nuevas invitaciones por teléfono. El príncipe, como el que cumple un aburrido deber social, acabó por ir un anochecer á su palacete de la Avenida del Bosque, una de las numerosas imitaciones del Pequeño Trianón que existen en el mundo.

La duquesa de Delille estaba orgullosa de este edificio y su reducido jardín, ante cuyas verjas de lanzas doradas pasaba todo el París elegante. Miguel conocía sus salones sin haber estado nunca en ellos. Los periódicos ilustrados que se ocupan de modas y de la vida de los ricos llevaban publicadas muchas fotografías del interior de esta casa en Europa y en América. Los comentarios de la gente le habían enterado de la singular existencia de Alicia. De pronto sentía un deseo furioso de recibir visitas, de ser admirada, de asombrar con sus dispendios, y organizaba grandes fiestas, lamentando que el Municipio de París no le permitiese iluminar á sus expensas, como en una fiesta nacional, toda la Avenida de los Campos Elíseos y el Arco de Triunfo, para que los invitados llegasen hasta su puerta entre fulgores de apoteosis. Había dado una garden-party en una sección del Bosque de Bolonia, con juegos náuticos, danzas de bailarinas sagradas traídas de Asia y un buffet para tres mil invitados. Otra vez gastó medio millón transformando una gran parte de su hotel en interior de palacio persa, para un solo baile de trajes, volviendo el día siguiente á restaurar los salones en su primitivo estado.

De pronto desaparecía. Las gentes comentaban su ocultamiento con guiños maliciosos. Algún nuevo amor; y sus amores casi siempre eran andantes, necesitando el viaje largo y el cambio de horizontes. Tal vez estaba en Constantinopla ó en Egipto; tal vez se ocultaba en uno de los enormes hoteles de Nueva York. A veces era cierto; en otras ocasiones, los más íntimos de la duquesa afirmaban que no había salido de París. El automóvil permanecía ante su puerta.

Esta era otra de las originalidades de Alicia. A todas horas del día y de la noche, uno de sus diversos vehículos de lujo se hallaba estacionado frente á la escalinata. Tres mecánicos se repartían el servicio, permaneciendo en el pabellón del portero; y apenas sonaba el timbre, no tenían mas que correr á su carruaje poniéndose los guantes y dar la vuelta á la manivela de marcha. La señora sentía deseos de salir á las horas más extraordinarias: cuando acababa de llegar de un baile, muchas veces después de haberse acostado, ó en las primeras horas de la mañana, que eran para ella lo que son las horas de profundo sueño para los demás mortales.

En otras temporadas, los chófers se relevaban durante semanas enteras sin franquear la verja del palacete. La duquesa no quería salir. Ya no experimentaba repentinos deseos de correr sin objeto por el París dormido, de hacer visitas á horas intempestivas ó deslizarse por los bosques de los alrededores en plena tormenta. Y los automóviles parecían envejecer en su inmovilidad, unas veces con las ruedas hundidas en la nieve del patio, otras cubiertos de lágrimas por la lluvia oblicua que se deslizaba bajo la amplia marquesina de cristales. La inquieta y rebullente Alicia pasaba mientras tanto los días en el lecho, afirmando á sus íntimos que para conservar la belleza era excelente hacer de vez en cuando «una cura de reposo». Invitaba á comer á los amigos sin moverse de la cama. La mesa era servida lujosamente en el gran dormitorio, y ella, metida entre sábanas, con los platos á su alcance sobre un velador, reía y conversaba con los convidados. Transcurrían para ella meses enteros sin ver el exterior de su casa, olvidando los costosos objetos que su capricho había amontonado en las habitaciones. Le bastaba con la vanidad de haber fabricado un riquísimo estuche para albergue de su pereza.

El príncipe la encontró en un saloncito del piso bajo. Verdaderamente, le recibía con absoluta confianza. Iba vestida con una túnica negra de su invención, mezcla de peplo y de kimono. Los brazos se escapaban desnudos de esta seda floja, que parecía vivir apretándose sobre su cuerpo. Se adivinaban debajo de ella los relieves y el calor perfumado de la carne, sin velos interiores. Miguel miró su smoking y su brillante pechera como si hubiese cometido una falta.

Mientras iban hacia el ascensor, blanco y acolchado como una caja de guantes, ella le dejó entrever los salones del piso bajo, ostentosos, pero en una penumbra que casi era obscuridad: el gran comedor, desierto y enfundado; el pequeño comedor, en el que no se veía preparativo alguno… ¿Adónde le llevaba?.. ¿Estaría la mesa puesta en su dormitorio?..

El ascensor pasó ante el primer piso sin detenerse.

– Vamos á mi estudio – dijo Alicia – . Tú eres de confianza. Allí es donde como cuando estoy sola.

Lubimoff se asombró del llamado «estudio», una vasta pieza que ocupaba gran parte del segundo piso, y en el que no pudo ver otros libros que los de un pequeño estante. El decorado era de falso «Extremo Oriente»: un amontonamiento de muebles de laca negra y sin adornos, de sedas de colores desleídos ó de un azul negruzco, de ídolos espantables. Una luz difusa y verdosa descendía del techo: la luz de los teatros en una escena de noche. Un biombo cubierto de figuras de oro formaba como una segunda habitación, más íntima, con el suelo alfombrado de pieles blancas de largos y sedosos pelajes, sobre las cuales se amontonaban docenas de almohadones de diversos colores, con reptiles alados y flores inverosímiles.

Un olor exótico y penetrante arañó el olfato del invitado. Conocía este perfume. Y miró á la duquesa con severidad.

– Siéntate – dijo ella – ; van á servirnos.

Y como el príncipe mirase en torno, sin ver ninguna silla, Alicia le dió ejemplo dejándose caer en un montón de cojines. Miguel se sentó de igual modo junto á una mesilla de nácar del tamaño de un taburete. Sobre ella, una lámpara de pantalla obscura esparcía su redondel de luz suave. El príncipe empezó á sentirse agitado por una cólera sorda al pensar en su noche malograda.

– Tú habrás comido así muchas veces – continuó ella – . Has viajado más que yo. Debes conocer esta decoración.

Sí; conocía esta «decoración» con toda autenticidad, y por eso no le placía volver á encontrarla imitada. Además, ¡obligarlo á comer en el suelo en plena Avenida del Bosque!.. ¡Snob!

Pero al poco rato fué modificando su opinión. Indudablemente, merecía este nombre; pero su snobismo era ya algo habitual que había acabado por formar en ella una segunda existencia. Adivinó en los menores detalles que todo esto no había sido preparado para él, que Alicia vivía y comía cuando estaba sola lo mismo que en el presente, dominada por un deseo de diferenciarse de los demás hasta cuando nadie podía observarla.

Un doméstico de color de cobre sucio y caídos bigotes, con smoking negro, una tela blanca arrollada á las piernas lo mismo que una falda y una enorme cabellera de mujer sostenida por un peine de concha, era el encargado de servir la comida. Este asiático fué colocando sobre el suelo enormes bandejas que contenían los manjares: unas de plata antigua repujada á martillo, otras de laca multicolor ó de materias semitransparentes que imitaban la esmeralda, el topacio y el lacre rojo.

Miguel se imaginó la locura de un gran maestro de cocina que en pleno delirio dispusiera el orden de un banquete. No había un solo plato que recordase el armónico curso de una comida ordinaria. El paladar influía en la imaginación, evocando recuerdos de remotos viajes, visiones de países antitéticos. Las confituras exóticas alternaban con los platos calientes: las pastelerías aderezadas con violentos perfumes eran servidas al mismo tiempo que ciertas salsas agrias, picantes ó de intensa amargura.

Alicia estaba casi tendida en los cojines, mirando los platos con inapetencia, y sólo avanzaba un brazo perezoso sobre los manjares más raros y de sabor ardiente, demostrando la honda perversión de su paladar. Ella misma se encargaba de ir llenando el vaso del convidado con una bebida de su invención, á base de champaña, que anestesiaba la boca con arañazos de frescura y de cauterio y hacía subir á las fosas nasales un perfume de flores raras y especias asiáticas.

Hablando de la difunta princesa, acabó por mencionar á su propia madre. Vivían las dos en abierta hostilidad. Sus ojos tomaron un brillo agresivo al recordar á doña Mercedes confinada en los Campos Elíseos con su corte de sotanas y mostrándose en público únicamente para la organización de obras devotas. ¡Quería matar de hambre á su única hija!.. Y como Miguel sonriese ante este grito colérico, ella explicó sus quejas.

– No me da casi nada; una miseria: medio millón. Y yo tengo que entregar á mi marido doscientos mil francos por año: una querida algo cara, que evito ver. Tú eres verdaderamente rico, hijo mío, y no comprendes estas cosas… Como toda la fortuna es de ella, me sitia por hambre y guarda su dinero para derrocharlo con los curas… ¡Pobre señora! No puede encontrar ya otros admiradores que ese monseñor y otros igualmente pedigüeños… Y yo, que soy su hija, la suplico como una mendiga para que me dé unas migajas con acompañamiento de sermones… ¡Ay, si no hubiese sido por tu madre! Esa sí que era una gran señora: nunca le lloré en vano; hasta me daba más que yo pedía. Tú sabes indudablemente que le debo algún dinero. Un poco… No sé cuánto… ¿De veras que no lo sabes?.. Yo te lo pagaré cuando herede.

Y con una franqueza brutal exteriorizó su pensamiento:

– ¡Cuándo me dejara en paz esa beata!.. Los viejos deberían ceder su puesto á los jóvenes. ¿Qué placer pueden encontrar en seguir viviendo?

Habían terminado de comer. Ella siguió llenando los vasos de los dos con aquella bebida. Al principio repugnaba á Miguel, pero había acabado por seducirle con su frescura olorosa que perturbaba dulcemente los sentidos, como si su embriaguez fuese de perfumes.

– Tú fumarás indudablemente la pipa – dijo Alicia con sencillez.

El hizo un gesto negativo y recordó el olor que había asaltado su olfato al entrar allí. Sabía qué «pipa» era ésta, y extendió su mirada por el estudio. En algún rincón oculto debía estar el fumadero.

– ¡Un hombre como tú! – continuó ella – . ¡Un navegante!.. ¡Y yo que me había hecho la ilusión de que fumaríamos juntos!

Hasta dió á entender que la esperanza de proporcionarle este goce perseguido era la causa principal de su invitación. Se resignó al enterarse de que el vigoroso príncipe sufría náuseas cada vez que intentaba saborear esta depravación asiática. Y mientras él encendía un habano, Alicia sacó de una caja de plata los cigarrillos que fumaba en presencia de los «no iniciados»: tabaco oriental, pero bien rociado de opio.

De pronto tuvo Miguel la certeza de algo que había presentido desde que entró allí, ó mejor aún, desde que se cruzaron sus miradas en el cementerio. La vió medio incorporada en sus almohadones, con un encogimiento felino, como si fuese á saltar sobre él. Era el ímpetu reconcentrado de la bestia hermosa y segura de su fuerza que no puede esperar ni conoce el disimulo. Se había quedado con la tacita de café olvidada en una mano, mirándole fijamente. La punta de azul eléctrico danzante en sus pupilas la conocía Lubimoff. Era la mirada de oferta de los silencios femeninos, la invitación á la violencia, á la toma de posesión, que tantas veces había encontrado ante su paso de millonario vencedor.

Necesitaba hablar cuanto antes para romper el maleficio mudo de esta hermosa bruja, que, convencida de su triunfo final, le enviaba sonriendo las bocanadas de humo de su cigarrillo. Y Miguel aludió á la fama amorosa de ella, al gran número de amantes que le atribuían, como si con esto pudiera crear una honda separación entre los dos.

– ¡Ah! ¿tú también?.. – dijo Alicia, riendo con una expresión varonil – . Supongo que tu moral no es la de mamá, y que no irás á sermonearme por mi conducta. Aunque, en realidad, mamá no me censura por lo que hago. Lo que la indigna es mi falta de miedo al qué dirán, y algunas veces el origen obscuro de los hombres en que pongo mis ojos. ¡Pobre señora! Si yo tuviera relaciones con un rey ó un príncipe heredero, tal vez permitiría que nos viéramos en su casa, y hasta su monseñor montaría la guardia.

Pasó un rato silenciosa, con los ojos inquietantes fijos en Miguel.

– Bueno; he tenido muchos hombres. ¿Y tú? ¿Crees que no conozco tus vagabundeos por el planeta en busca de mujeres inéditas y sensaciones nuevas?.. Los dos hemos hecho lo mismo; sólo que yo no he necesitado correr tanto mundo para saber lo mismo que tú sabes… Y no tendrás la pretensión de imaginarte, como ciertos hombres, que nuestros casos no son exactamente comparables por pertenecer yo á otro sexo.

El príncipe la escuchó silenciosamente exponer sus ideas. Amaba mucho la vida, y á cambio de este amor reclamaba de ella todo cuanto pudiera darle… Otras mujeres sentían preocupaciones de orden material: el ansia de riqueza, la conquista del lujo, los apuros de familia… Ella lo poseía todo; ninguna inquietud entenebrecía su mañana; ni siquiera la de su belleza, sostenida por una salud magnífica y que parecía crecer con la edad y el abuso de sus fuerzas. Y en esta existencia de vanidades satisfechas hasta el hartazgo, sólo una cosa le interesaba, por su variedad infinita, por sus fases, que parecían repetirse monótonas, pero en realidad eran distintas para los inteligentes de exquisito paladeo: el amor.

– Compréndeme, Miguel; no te rías en tus adentros. Me conoces demasiado para imaginar que yo puedo creer en el amor como la mayoría de los mujeres. Sé que es necesario un poco de ilusión para sazonar su materialidad; todos ponemos en él un poco de mentira, para gozar de esa mentira aunque sepamos que lo es: pero en el fondo, yo me río del amor tal como lo entiende el mundo, así como me río de tantas otras cosas veneradas por las gentes… Yo no quiero enamorados; quiero admiradores. No busco inspirar amor; me place más la adoración.

Estaba orgullosa de su belleza. Habló de Venus como de un personaje real. Admiraba su serenidad olímpica dándose á los dioses y á los hombres, sin dejar de ser superior aun en el momento en que sufría el despotismo del sexo asaltante. Ella se consideraba como una superbelleza, más allá de los vulgares límites del vicio y la virtud, una obra de arte viviente, y el arte no es moral ni inmoral, pues le basta con ser hermoso.

– Poetas, pintores y músicos buscan entregarse al mayor número de admiradores; se esfuerzan por engrandecer el círculo del deseo público; procuran, con una coquetería femenil, atraer nuevos solicitantes. Yo soy como ellos. No necesito crear belleza, pues, según dicen, la llevo en mí misma; mi obra soy yo; pero amo la gloria, necesito la admiración, y por eso me doy generosamente, satisfecha de la felicidad que proporciono, pero sin dejarme dominar por aquellos que busco, conservando mi público á mis pies.

Miguel pensó que por la vida de esta mujer debían haber pasado varios artistas. Se notaba en sus palabras, en las imágenes con que pretendía expresar el entusiasmo por su propio cuerpo. El orgullo de su belleza era inmenso. ¿Qué valían las ambiciones perseguidas por los hombres, comparadas con la satisfacción de verse hermosa y deseada? Unicamente la gloria de los guerreros, de los conquistadores sanguinarios, cuyos nombres son conocidos hasta en los lugares salvajes, podía igualarse con el dominio universal de la mujer.

– Para mí – continuó Alicia – , lo más hermoso y exacto que se ha escrito es lo del «banco de los viejos».

El príncipe hizo un gesto de extrañeza, y ella continuó. Eran los viejos troyanos de la Ilíada, que protestan del largo sitio de su ciudad, de la sangre de miles de héroes, de la miseria, todo por culpa de una mujer… Pero pasa Helena ante el «banco de los viejos», majestuosa de belleza, arrastrando sus túnicas de oro, y todos ellos quedan absortos de admiración, lo mismo que si la divina Afrodita acabase de descender á la tierra, y murmuran como una plegaria: «Bien merece lo que por ella sufrimos. ¡Es tan hermosa!»

– Me gusta que los hombres padezcan por mí. ¡Qué gloria si yo pudiese ser la causa de una gran matanza, como esa abuela inmortal!.. Siento un orgullo profundo cuando noto que á mis espaldas mugen la envidia y el despecho, lanzando todas esas murmuraciones que enfurecen á mi madre. Sólo las personas extraordinarias levantamos tempestades… Y luego, en los salones, los mismos personajes austeros que han hecho coro á sus esposas y sus hijas me miran al pasar con unos ojos disimulados y admirativos; unos enrojecen, otros se ponen pálidos. Adivino que no tendría mas que hacer una seña á su muda admiración… Yo también tengo mi «banco de los viejos».

Se dió cuenta Lubimoff repentinamente de que ella, mientras hablaba, se había ido aproximando, de almohadón en almohadón, apoyándose en los codos. Casi estaba á sus pies, con la cabeza en alto, pretendiendo envolverle en el efluvio magnético de su mirada ascendente y fija. Parecía una serpiente negra y blanca estirándose poco á poco entre los cojines; iba saliendo de ellos como si fuesen peñascos de diversos colores.

– El único hombre que me ha hecho pensar un poco – continuó con una voz de susurro – , el único que me ha parecido distinto á los otros, eres tú… No te alarmes: no es amor. No voy á invertir los términos, haciéndote una declaración. Tal vez ha sido porque de muchachos nos aborrecimos, porque nunca te inspiré deseos; y esto resulta tan extraordinario en mi vida, que basta para interesarme.

Sus manos se apoyaron en las rodillas de él como si fuera á incorporarse.

– Cuando nos encontramos en el cementerio, después de tantos años, me acordé de todo lo que he oído contar de ti. Muchas mujeres que yo conozco han sido tus amantes, y yo me dije: «¿Por qué no yo también?» Luego pensé en los hombres que han pasado por un vida, y añadí: «¿Por qué no él?..»

Ahora eran los codos de Alicia los que se apoyaban en sus rodillas, y como el príncipe estaba sentado sobre dos almohadones nada más, casi quedaban al mismo nivel sus ojos y sus bocas. El aliento de ella, al hablarle, se esparcía sobre su rostro como una brisa de selva asiática susurrante bajo la luna. Las especias y las flores que saturaban el vino parecían voltear en esta caricia flúida.

Intentó él repelerla, pero una mano de Alicia se había posado ya en uno de sus hombros. Se limitó á hacer con la cabeza un gesto negativo.

– No temas – añadió ella, extremando su susurro acariciador – . Conmigo no hay compromiso. Me dejarás cuando quieras; tal vez te deje yo antes… Te deseo desde hace unos días: tú debes desearme como los otros… Vivamos el momento presente como personas que conocen el secreto de la existencia y saben lo que ésta puede darnos… Luego, si nos cansamos el uno del otro, ¡adiós! sin rencor y sin nostalgia.

Al recordar el príncipe de tarde en tarde esta escena, sentía cierta molestia. Estaba seguro de haberse mostrado brutal y ridículo. El, que con tanta facilidad realizaba el gesto de amor en sus viajes, experimentando muchas veces una comezón de repugnancia ni pensar en sus copartícipes, se rebeló con un pudor irritado ante los avances de la duquesa. ¡No; con ella, nunca! Despertó en su interior la misma antipatía que le había hecho levantar el látigo siendo adolescente.

Se vió de pie en el centro del estudio, mirando con inquietud hacia la puerta, murmurando estúpidas excusas. «Debo irme: es tarde. Me esperan unos amigos…» Ella se había serenado. También estaba de pie, y le miró con asombro é ira.

– Tú eres el único que podías hacer esto – dijo, al despedirle, con un acento cortante – . Ahora veo claro. Te odio como tú me odias. Mi capricho era estúpido. Te has permitido un lujo que nadie en el mundo podrá imitar. Si fuese más joven, te daría otro latigazo como el del Bosque; pero á falta de él, hazte cuenta que te repito lo que dije entonces.

No se vieron más.

Cuando el príncipe hubo puesto en orden todo lo concerniente á la herencia de su madre, pensó en reanudar sus viajes, pero con mayor suntuosidad. Ya no necesitaba pedir dinero á la princesa. Era uno de los grandes ricos del mundo. Los hombres que estaban al frente de la administración de sus bienes – una oficina con numerosos empleados, casi un Ministerio de pequeño Estado – le anunciaban que los diez y seis millones anuales de la princesa iban muy pronto á ser veinte, por el desarrollo de los ferrocarriles rusos, que permitiría una explotación más intensa de sus minas.

El coronel recibió el encargo de echar abajo los muros feudales, construyendo Villa-Sirena de acuerdo con los gustos del príncipe. Este odiaba las resurrecciones arquitectónicas. No podía sufrir ciertos edificios que pretenden copiar la Alhambra, los palacios de Florencia ó las construcciones ordenadas y solemnes de Versalles, para orgullo de sus propietarios.

– Los muebles tendrían que ser idénticos á los de la época – decía Miguel – y habría que vivir en esas casas lo mismo que se vivía en el siglo que produjo el estilo, vestir y comer como en otras edades… ¡Qué disparate la reconstrucción de uno de esos cascarones históricos para instalarse en su interior como hombres modernos, incurriendo á cada paso en un anacronismo!..

Recordaba el intento de un millonario amigo suyo, miembro del instituto, que había hecho levantar en la Costa Azul una casa romana, exactamente romana. Los invitados á la inauguración tuvieron que dormir en camas de correas, comieron acostados, y para sus excedencias digestivas sólo encontraron un agujero en el suelo, lo mismo que los antiguos Césares. A las veinticuatro horas todos fingían haber recibido telegramas llamándoles con urgencia á París, y el mismo dueño, pasados unos meses, dejó su casa al cuidado de un conserje para que la enseñase como un museo.

Miguel amaba la arquitectura presente, cuyas catedrales son las «galerías de máquinas» y las grandes estaciones de ferrocarril. Aplicada á la vivienda, le placía por su falta de estilo: paredes blancas, pocas molduras, rincones semicirculares, carencia absoluta de ángulos, para perseguir el polvo hasta en sus últimas madrigueras, amplias aberturas que daban entrada á la brisa ó al sol, dobles muros por cuyos huecos podía circular el aire caliente ó frío y el agua á diversas temperaturas.

– Hasta ahora, el hombre – afirmaba el príncipe – vivió en magníficos estuches de arte y de porquería. Los arquitectos modernos han hecho más en treinta años por la dulzura de vivir que hicieron en tres mil los constructores-artistas tan admirados por la Historia. Han declarado indispensable el cuarto de baño, que no conocían los reyes de hace un siglo, y las aguas corrientes; han inventado la calefacción central y el water-closet. Que no me hablen de los magníficos palacios de Versalles, donde no había un solo gabinete de necesidad, y todas las mañanas los lacayos vaciaban doscientos sillicos del rey y de los cortesanos. Algunas veces, para terminar más pronto, arrojaban su contenido por las majestuosas ventanas, y venía á caer sobre la litera y el séquito de una delfina ó de un embajador.

Toledo se dedicó á vigilar la construcción de Villa-Sirena, blanca, lisa y sin estilo definido, con arreglo á los deseos del príncipe. Este se encargaría de «hacer arte» cuando llegase su hora, colocando el cuadro célebre, la estatua, el tapiz ó la alfombra allí donde diesen más placer á sus ojos. La casa sólo debía ser una envoltura de líneas puras y simples, en cuyos flancos estuviesen almacenados el calor ó la frescura, según la estación, el agua pronta á correr por todas partes, la electricidad escapando en chorros luminosos ó agitando la atmósfera con el aleteo de la brisa.

Le fué más fácil transformar con rapidez su vivienda errante sobre los mares. Vendió el Gaviota, que le recordaba su dependencia como hijo de familia, y fué á los Estados Unidos atraído por un anuncio. Cierto multimillonario había empezado tres años antes la construcción de un yate, con el deseo de que fuese superior en lujo y tonelaje á los de todos los soberanos de Europa. Cuando veía próximo á realizarse este triunfo de los reyes republicanos de la industria sobre los reyes históricos del viejo mundo, el americano murió en un accidente de automóvil y sus herederos no sabían qué hacer del tal Leviatán, que sólo podía servir á un viajero inmensamente rico y además, en su opinión, algo loco. Pensaban ofrecerlo al kaiser Guillermo II, resignados á sufrir sus exigencias de aprovechado comerciante, cuando se presentó el príncipe Lubimoff. Una semana después, la blanca popa del buque y las dos caras de su proa ostentaban un nombre en letras de oro, repetido además en los rollos salvavidas y en las diversas embarcaciones secundarias, balleneras, botes á vapor, botes automóviles: Gaviota II.

Tenía el tonelaje de un pequeño trasatlántico y la velocidad de un torpedero. Por su doble chimenea se escapaba diariamente la fortuna de un hombre. Su presencia en ciertos archipiélagos lejanos dejaba limpios los depósitos de carbón. Un vapor de carga alquilado por el príncipe salía al encuentro del Gaviota II en los mares más remotos para llenar sus bodegas de combustible.

Puertos tranquilos se iluminaron por la noche como si hubiese salido el sol. El príncipe Lubimoff daba una fiesta á bordo, y su buque se dibujaba, desde la línea de flotación hasta los topes, ribeteado de bombillas eléctricas de diversos tonos, mientras los potentes reflectores lanzaban chorros movibles de luz, sacando de las entrañas de la noche las olas, las playas, el caserío de la ciudad. Otras veces, el fuego blanco de sus ojos monstruosos resbalaba sobre muros de hielo que se perdían en las altas tinieblas, y los pingüinos, las focas y los osos polares interrumpían su sueño, asustados por este monstruo luminoso y jadeante que partía como un relámpago el misterio de la noche.

Ser dueño del movible palacio que al anclar frente á las ciudades hacía correr á las muchedumbres como un espectáculo raro no era suficiente para Miguel Fedor. Y creó algo más interesante aún que los salones lujosos y las refinadas comodidades del Gaviota II: su orquesta.

La sensualidad de la música era para él la más preciosa de las emociones. Con el oído harto de música suculenta, buscaba autores ignorados y muchas veces extravagantes que excitaban su curiosidad; pero siempre volvía á exigir como platos fuertes de estos banquetes auditivos los maestros de sus primeras adoraciones, y entre todos ellos, Beethoven.

Tratados como si fuesen oficiales, retribuídos á su placer y con el aliciente de visitar una gran parte de la tierra, se presentaban músicos de todos los países solicitando su ingreso en la orquesta del yate. Concertistas de fama y jóvenes compositores entraron en ella como simples ejecutantes. Unos estaban enfermos, y buscaban su salud en un viaje alrededor del mundo con verdadero lujo y sin dispendios; otros se embarcaban por amor á las aventuras, por ver gentes nuevas desde este alcázar flotante, donde todo parecía organizado para una eterna fiesta. Nunca eran menos de cincuenta.

«Mi orquesta es la primera del mundo», contestaba con orgullo el príncipe cuando le cumplimentaban sus invitados; pero sólo de tarde en tarde, estando en los puertos, permitía que la gente de tierra viese á sus músicos.

En las noches tibias del trópico, bajo una luna enorme de color de miel que convertía el mar en planicie de azogue, los ejecutantes, vestidos de frac y sentados en la cubierta superior ante las filas de atriles iluminados por lamparillas eléctricas, iban desarrollando en una atmósfera dormida – que guardaba tal vez los primeros vagidos del nacimiento del planeta – las melodías más originales, las combinaciones de sonidos más refinadas que engendró el sublime delirio del artista hecho dios. La música iba quedando detrás del buque, en el misterio oceánico, como una cinta que se estira, se rompe y se pierde en fragmentos lo mismo que el humo de las chimeneas. Durante las pausas de la orquesta surgía el sordo y lejano rodar de las hélices levantando un zumbido de espumas; luego, de tarde en tarde, el lento badajeo de la campana anunciando el paso del tiempo, ó el grito del vigía acurrucado en el «nido» del palo mayor, revelando su vigilancia con una melopea igual á la del muecín en lo alto de su minarete. Y esta música monótona del mar comunicaba una sensación de noche y de inmensidad á la música de los hombres.

Al pie de las escaleras ó en los salientes de las cubiertas inferiores se agrupaban los oficiales y los empleados del príncipe para oir el nocturno concierto. En la proa, la marinería, puesta en cuclillas, escuchaba con el religioso silencio de los hombres simples ante algo que no comprenden, pero que les infunde respeto. Arriba no había más oyente que Miguel Fedor, lejos de los músicos, de espaldas á ellos, mirando á sus pies las aguas espumosas y partidas que escapaban como un doble río á lo largo del buque, llevándose á la boca el cigarro, que hacía surgir por un momento de la sombra, coloreado de rojo, su rostro pensativo.

El yate guardaba otra corporación más silenciosa. Los que conseguían subir á él en los puertos siempre alcanzaban á distinguir de lejos alguna dama con zapatos blancos, falda azul, chaqueta cruzada con botones de oro, corbata y cuello masculinos, gorra de oficial. Nadie sabía con certeza cuántas eran. Los hombres de la tripulación tenían vedado el acceso á los departamentos centrales del buque y su cubierta superior. Algunos, al contravenir por descuido la orden, se habían encontrado con las compañeras del príncipe más ligeras de ropa que cuando llevaban su elegante uniforme marino, ó con trajes ricos y exóticos, como figurantas de baile. En los grandes puertos saltaban á tierra por unas horas estas tripulantes misteriosas, vestidas con discreta elegancia y expresándose en diversos idiomas.

Cuando el Gaviota II tornaba á anclar en una bahía visitada el año anterior, los curiosos encontraban completamente renovado este harén errante. Algunas veces llegaban á reconocer á una ó dos de las damas, pero tenían la expresión melancólica y paciente de la odalisca venida á menos, que se considera contenta en el lujo y el olvido.

Miguel Fedor cortaba algunos años sus viajes, durante el verano, para instalarse en las playas de moda. Las mujeres de las largas travesías quedaban á bordo con todas los comodidades y despilfarros á que estaban acostumbradas. Otras veces las despedía como se licencia á una tripulación al desarmar un buque, finalizada su campaña.

Le interesaban de pronto las mujeres de vida sedentaria, la sociedad de tierra firme, los intrigas veraniegas en los balnearios célebres, y permanecía en un hotel costero, mientras su yate se balanceaba gallardamente sobre las aguas azules como un palacio de misterios y suntuosidades, hacia el que convergían todas las imaginaciones femeninas.

Viviendo en Biarritz intimó con Atilio Castro al descubrir que eran parientes por el general Saldaña. El español admiró la fascinación que ejercía el príncipe sobre todas las mujeres, muchas veces sin desearlo.

Jamás en ninguna época había sentido la hembra más afición al lujo ni menos escrúpulos para conseguirlo. Esta era la opinión de Castro. Las grandes ostentaciones, que en otros siglos sólo estaban al alcance de contadas familias, pertenecían ahora á todo el mundo. Sólo se necesitaba dinero para poseerlas. Además, había que tener en cuenta los adelantos materiales del tiempo presente, que hacen la vida más cómoda, pero aumentan nuestros deseos…

– El automóvil y el collar de perlas llevan hechas más víctimas que las guerras de Napoleón – decía Atilio.

Eran estas dos cosas como el uniforme de gala de la mujer, y las que carecían de ellas se juzgaban infelices y maltratadas por la suerte. Su doble imagen turbaba las ilusiones de las vírgenes y la fidelidad de las esposas. Las madres burguesas, con el gesto melancólico de la que ha malgastado torpemente su existencia, aconsejaban á las hijas: «Para casaros que sea con automóvil y collar de perlas.» Y más allá del matrimonio modesto se prolongaba este deseo, robustecido por el consejo maternal. El lujo, sea como sea; el lujo democratizado, al alcance de todos, conseguido por el dinero, que no tiene sabor, ni olor, ni marca de origen.

– Tú eres el omnipotente que puede dar el «auto» de buena marca y la sarta de perlas – continuaba Castro – . Tú eres el sultán de las magnificencias. Te basta poner tu firma en un cheque para que una lluvia de oro doble una cabeza. ¡Aprovéchate! Tu época te ha preparado el camino.

Y el príncipe, que no necesitaba tales consejos, seguía su marcha de vencedor por un mundo en el que se desvanecían á su paso las virtudes más acreditadas. Hasta las resistencias sinceras acabaron por parecerle útiles malicias para retrasar la caída, aumentando el deseo y su precio. Los millones llegados de Rusia se esparcían y desmenuzaban sosteniendo el bienestar y la ostentación de muchas casas, fomentando la elegancia de numerosas señoras, sirviendo de alimento á las industrias del lujo. Algunas damas se sentían interesadas verdaderamente por la persona de Miguel Fedor á causa del prestigio misterioso de sus viajes en un buque del que se hablaba como de un palacio encantado, á causa también de sus aventuras con mujeres célebres del teatro ó del gran mundo, que le hacían mas deseable. Pero una vez satisfechas su vanidad y su imaginación, dejaban hablar al egoísmo. «¿Por qué he de ser yo menos egoísta que las otras?..»

No necesitaban de astucias y circunloquios para formular su petición. Algunas, á la segunda entrevista, se mostraban melancólicas y aludían á las tristes realidades de la existencia. Pero el generoso príncipe se anticipaba á sus deseos. Quería pagar á sus amantes, abrumarlas con sus regalos, verlas como esclavas favoritas cubiertas de joyas. Así era más fácil el rompimiento; podía alejarse cuando quisiera, satisfecho de su conducta, sin emoción ante las quejas y las lágrimas. De sus ascendientes rusos, medio orientales, había heredado una gran capacidad sensual que le hacía buscar á la mujer, y al mismo tiempo un desprecio inalterable por ella. La mimaba, pero no podía amarla; la adoraba, y se revolvía indignado siempre que pretendía colocarse á su mismo nivel. Era capaz de perder su fortuna por ella, de afrontar peligros de muerte, pero apartándola á continuación con el pie si intentaba influir en su existencia. Las ambiciosas que fingían una gran pasión con la inaudita esperanza de un matrimonio, las sentimentales que pretendían interesarle con refinamientos psicológicos, las que traían al adulterio sus entusiasmos de madre y susurraban en su oído la felicidad de tener un hijo que se le pareciese, le esperaban en vano al día siguiente. «¡Ni grandes pasiones, ni hijos!..» El yate echaba de pronto dos chorros de humo, llevando á su dueño á otro puerto, tal vez á otro continente: y si quería huir de una ciudad del interior, ordenaba el enganche de su vagón especial en el primer tren que partiese.

Estas fugas no eran nunca sin un generoso recuerdo. La magnificencia de Miguel Fedor continuaba existiendo para las abandonadas. Su presupuesto se iba cargando todos los años con nuevos nombres, como el de una casa real que distribuye pensiones á los servidores olvidados. Pero las pensiones del príncipe Lubimoff eran para el mantenimiento del lujo y no de la vida. Las más modestas pasaban de treinta mil francos anuales. El tipo medio era de doble cantidad.

– Alteza, habrá que hacer una revisión – decía el administrador.

Miguel examinaba la lista de nombres, vacilando ante algunos. No podía recordar bien las personas que los llevaban. Luego sonreía, paladeando ciertas visiones despertadas en su memoria. Era inmensamente rico: ¿por qué no mantener un lujo que era la suprema ilusión de todas ellas?.. No le ofendía que de este lujo disfrutasen sus sucesores.

Experimentaba un orgullo de dios al hacer sentir á todas horas su generosidad sin dejarse ver. En París, una joyería dirigida por un judío de origen español trabajaba solamente para los regalos del príncipe. Sus alhajas, de un valor sólido é intrínseco, sin añagazas de artífice, tenían cierto aire de familia, algo así como un perfume imaginario que hacía reconocerse á las mujeres que las ostentaban. A lo mejor, en un hall de hotel, á la hora del té, en un balneario elegante ó en un baile, dos señoras que acababan de reconocerse se examinaban en silencio las orejas ó el pecho, hasta que la más atrevida, enrojeciendo invisiblemente bajo sus coloretes, preguntaba con sencillez: «¿Ha conocido usted al príncipe Lubimoff?..»

Atilio Castro admiraba á su pariente, más que por su riqueza y sus éxitos, por su inalterable salud.

– ¡Qué cosaco!.. Es un legítimo heredero del protegido de Catalina.

Sin embargo, muchas veces escapaba el yate mar afuera, emprendiendo largos viajes, sin que su dueño se viese forzado á huir de una pasión complicada y peligrosa. Se alejaba de sí mismo, de sus excesos de tierra, de su imaginación perversa y curiosa, que le hacía buscar y tentar á nuevas mujeres, perturbando su tranquilidad, sin que experimentase un verdadero deseo. Emprendía los más extraordinarios viajes, buscando la paz del mar y su atmósfera reconfortante, la orquesta iba con él; pero el harén quedaba en tierra. Había dado la vuelta al planeta siguiendo la ruta más corta; luego repitió esta circunnavegación por dos veces, pero en zigzag, queriendo conocer todas las costas de la tierra. Ahora emprendía viajes caprichosos; navegaba de un hemisferio á otro por el placer de visitar una pequeña isla que había visto descrita en los libros, una de esas islas perdidas en el Pacífico, y tan exiguas, que aparecen en las cartas como un simple punto á continuación de su largo nombre trazado sobre la superficie pintada de azul.

A la vuelta de una de estas excursiones, que le hacían correr el mundo como si fuese su propiedad, recibió por el telégrafo sin hilo la noticia de que Alemania acababa de declarar la guerra á Rusia y á Francia.

No experimentó gran extrañeza. Conocía personalmente á Guillermo II. El era la causa de que el príncipe Lubimoff evitase navegar en verano por las costas de Noruega.

Al año siguiente de la adquisición del Gaviota II se había tropezado en dichos parajes con el yate imperial. El kaiser, como un vecino entremetido y omnisciente, vino á verle para curiosear en su buque, examinándolo todo, dando consejos, pasando revista á los hombres y á las cosas, disertando sobre las máquinas é interrumpiéndose para aconsejar variaciones en el uniforme de la tripulación. Después de un almuerzo en su propio yate y un lunch en el del emperador, el príncipe Miguel quedó harto de esta inesperada amistad. El Lohengrin con casco de aletas, capa blanca y las dos manos en la empuñadura del sable resultaba menos insufrible que este señor de enhiestos bigotes y dientes de lobo vestido de marino, que reía con una risa falsa y brutal y desempeñaba el papel de hombre sencillo, de monarca sin ceremonias, cuando encontraba en el mar á un multimillonario de América ó de Europa. El dinero inspiraba una gran veneración al héroe de leyenda, al místico nutrido con sublimidades. Nunca había participado Miguel del entusiasmo que el emperador alemán inspiraba á los snobs. Sonreía ante sus gustos escénicos, sus bravatas guerreras y sus ambiciones cerebrales que intentaban abarcarlo todo.

– Es un comediante – dijo al recibir la noticia de la guerra – , un comediante que al sentirse viejo va á hacer llorar al mundo… ¡Y que la suerte de los hombres dependa de él!..

Miguel Fedor se consideraba aparte de los hombres. Lamentó la guerra como algo terrible para los demás, pero que no podía influir en su propia suerte. Ya que Europa había caído en una demencia sanguinaria, él seguiría navegando por los mares lejanos. Gracias á su riqueza, podía mantenerse al margen de la lucha.

Pero los tiempos cambiaban rápidamente; la vida era otra: todos los valores habían perdido su antiguo aprecio. El Gaviota II, á pesar de su bandera rusa, se vió detenido por los torpederos ingleses, que lo sometieron á una minuciosa inspección, no comprendiendo que se navegase por gusto cuando todos los mares estaban convertidos en un campo de batalla. A la altura de las Azores tuvo que forzar sus máquinas para librarse de un corsario alemán.

Además, escaseaba el carbón. Los depósitos esparcidos en las costas lo guardaban para los buques de guerra. Noticias importantes llegaban con frecuencia al yate por el telégrafo sin hilo desde el lejano París, donde estaba el primer apoderado del príncipe. Se había roto la comunicación entre él y las administraciones de la fortuna Lubimoff establecidas en Rusia. No llegaba dinero de allá, y los Bancos de París, con las cajas cerradas por el moratorium, facilitaban secretamente dinero á un millonario como el príncipe, pero no tanto como exigían sus necesidades.

El yate fué á amarrarse en el puerto de Mónaco, y Miguel Fedor, al llegar á París, casi rió como en presencia de un cambio grotesco de las leyes naturales. ¡El heredero de los Lubimoff necesitando dinero y teniendo que esforzarse por adquirirlo, lo que no había hecho en toda su existencia; solicitando adelantos horriblemente usurarios con la garantía de sus lejanas y famosas riquezas, que por primera vez eran menospreciadas!..

Cuando se restablecieron las comunicaciones de un modo intermitente entre la Europa occidental y la Rusia casi aislada, el administrador mostró un gesto desesperado, la recaudación había descendido un ochenta por ciento.

– Según eso, ¿voy á ser pobre? – preguntaba Lubimoff, riendo: tan inverosímil y disparatada le parecía la noticia.

Resultaba muy difícil enviar dinero á París, y el valor de los rublos descendía vertiginosamente. Los millones pasaban á ser en Francia simples centenas de mil. La movilización militar había dejado las minas sin brazos; los productos no obtenían salida; los mujiks, viendo sus hijos en el ejército, se negaban á pagar y hasta á trabajar. El gobierno ruso, para que el dinero quedase en el país, limitaba los envíos monetarios á los compatriotas residentes en el extranjero.

– ¡El zar sometiéndome á una pensión! – decía asombrado el príncipe – . ¡Mil ó dos mil francos al mes!.. ¡Qué absurdo!

Ya no reía. Su cólera contra la corte rusa, que se había ido aglomerando de un modo inconsciente desde su lejana expulsión de Petersburgo, estalló ahora á impulsos del egoísmo. El zar y sus consejeros, deseosos de rusificar toda la Europa oriental, eran los culpables de la guerra. Bien podían haberse mantenido en paz con Alemania. ¿Por qué turbar la tranquilidad del mundo á causa de un pequeño pueblo balkánico?..

Se burló fríamente de algunos amigos que, siguiendo rutas extraviadas á través de Europa y de los mares glaciales, volvían á Rusia para recuperar sus antiguos puestos en el ejército. El no quería morir por el zar. Le importaba poco que su país fuese gobernado por alemanes. Hasta en ciertos momentos lo juzgaba preferible, siempre que la paz se restableciese rápidamente, permitiéndole disfrutar otra vez de sus riquezas y reanudar la vida de meses antes, que ahora le parecía á medio siglo de distancia.

Los dos años siguientes transcurrieron para Lubimoff como en una pesadilla. ¿Qué mundo era éste?.. Sus antiguas amistades desaparecían. Algunas de las mujeres frívolas que habían amenizado su existencia contemplaban los acontecimientos con una tranquilidad inconsciente; pero otras se mostraban abnegadas y heroicas, olvidando sus actos anteriores, sintiendo formarse dentro de ellas un alma nueva.

El príncipe se vió arrastrado por los sucesos de un modo brusco. Una fuerza misteriosa é irresistible le empujaba, le hacía perder el equilibrio en lo más alto de aquella vida tan dulce, tan amplia, coronada de un halo de gloria. Después rodó solo, por su propia inercia, y cada escalón le reservaba un golpe más fuerte, una sorpresa más dolorosa. ¿Hasta dónde llegaría en su derrumbamiento?.. ¿Qué podría encontrar al final de esta caída ilógica?..

Las entrevistas con su administrador de París le parecieron algo que transcurría en otro planeta, sometido á leyes absurdas. Estas conferencias las terminaba siempre dando la misma orden:

– Busque usted dinero. Pida prestado… Yo soy el príncipe Lubimoff, y esto no puede durar. Venzan unos ó venzan otros (me da lo mismo), el orden se restablecerá, y yo pagaré inmediatamente á mis acreedores.

Pero el administrador le contestaba con un gesto de desaliento. ¿Encontrar dinero sobre bienes que estaban en Rusia?.. Valiéndose del antiguo prestigio del príncipe, había podido realizar varios empréstitos; mas transcurría el tiempo y los intereses enormes iban acumulándose. Lubimoff, á pesar de haber simplificado sus gastos y suprimido sus pensiones, necesitaba mucho dinero para vivir.

La caída del zarismo fué una esperanza para este magnate que odiaba al gobierno imperial. «Con la República se acelerará el fin de la guerra y volveremos al buen orden.» Su egoísmo le hacia concebir una República preocupada, ante todo, de devolver sus riquezas á los seres dichosos por su nacimiento. Los delgados hilillos de su fortuna que aún llegaban con intermitencias hasta París se cortaron de pronto: la fuente de su riqueza estaba seca. El desmoronamiento de todo un mundo había cegado su boca, tal vez para siempre.

– Hay que vender, Alteza – decía el administrador – ; hay que desprenderse de todo lo superfluo. Liquidemos á tiempo. ¡Quién sabe hasta cuándo durará lo presente!

El yate estaba inmóvil en el puerto de Mónaco. Casi toda su tripulación, compuesta de italianos, franceses é ingleses, lo había abandonado para ir á servir en las flotas de sus naciones. Sólo unos cuantos españoles continuaban á bordo, para mantener la limpieza del buque.

El Gaviota II fué rebautizado por el Almirantazgo inglés antes de cederlo á la Cruz Roja. Miguel Fedor, al firmar la escritura de venta, creyó que abdicaba de todo su pasado. El prestigio novelesco de su existencia iba á desvanecerse; el palacio de las Mil y una noches se convertía en un hospital… ¡Qué mundo!

Los millones ingleses le proporcionaron un año de tranquilidad. Su administrador pagó deudas enormes, y él pudo mantenerse en París sin hacer economías; en un París que terminaba su tercer año de guerra con inexplicable confianza, reanudando sus placeres, como si todo peligro hubiese pasado. Sus amores con dos grandes señoras cuyos maridos habían sido llamados á las armas – aunque no estaban en el frente – le hicieron pasar unos meses en Biarritz, en la Costa Azul y en Aix-les-Bains.

Turbó su apoderado estas delicias. Siempre repetía el mismo consejo: «Hay que vender.» La fortuna del príncipe era ya un barco viejo y sin rumbo. El administrador había cegado las antiguas brechas con el producto de la última venta, pero advertía á cada momento nuevas vías de agua.

Miguel Fedor acabó por acostumbrarse á la desgracia, acogiéndola con serenidad.

La venta del palacio construído por su madre le produjo menos emoción que la del yate.

Un cambio se inició al mismo tiempo en sus deseos. Se sintió fatigado de las empresas sensuales, que parecían ser la única finalidad de su existencia. Aquel vigor siempre fresco y renovado que asombraba á Castro se derrumbó de pronto. Pero esto obedecía á una preocupación, más que al desgaste físico.

Se consideraba pobre, y él estaba acostumbrado á pagar regiamente sus amores. No pudiendo recompensar á la mujer con el lujo, huiría de ella, para no ser su deudor y someterse á sus caprichos. Prefería domar al deseo á dejar de satisfacerlo con la grandeza de un señor oriental. Además, ¡estaba tan cansado del amor y de todo lo agradable que puede encontrar un hombre sobre la tierra!..

Pensó en su amigo Atilio, en el coronel, en Villa-Sirena, blanca é irisada por el sol del Mediterráneo, entre olivos y cipreses.

– El diluvio cae sobre el mundo. Tal vez las antiguas tierras vuelvan á emerger; tal vez queden sumergidas para siempre… Vamos á esperar, refugiados en nuestra Arca.




IV


Después de pasear una mirada de satisfacción por la enorme masa de Villa-Sirena, sus dependencias y las arboledas inmediatas, el coronel dijo á Novoa:

– Aquí costó menos lo que se ve que lo que no se ve. Hay mucho dinero enterrado.

Y volviendo la espalda al edificio, don Marcos señaló los jardines que se extendían en diversos planos, unos casi al nivel de los techos de la «villa», otros escalonándose en descenso hasta cerca de las olas.

Recordaba el promontorio tal como era cuando la difunta princesa tuvo la humorada de adquirirlo: un antiguo refugio de piratas; una lengua de rocas batidas y desordenadas en los días de viento mistral, con profundas cuevas abiertas por el oleaje roedor, que hacían desmoronarse las tierras superiores y amenazaban fraccionar su longitud en una cadena de isletas y escollos.

– ¡Las murallas que hemos levantado! – continuó – . ¡La piedra que hemos metido aquí!.. Basta para cercar á toda una ciudad.

Había muros de más de veinte metros que descendían en suave pendiente desde los jardines al mar. En unos lugares, estos muros tenían como cimiento visible las rocas que emergían como verdosas cabezas, lavadas incesantemente por las espumas; en otros, bajaban hasta perderse en la profundidad acuática, lo mismo que los diques de los puertos, cubriendo las antiguas oquedades del promontorio, las cuevas, las caletas en formación, todos los ángulos entrantes que habían sido rellenados con tierra vegetal.

Estos trabajos enormes de albañilería eran el orgullo de Toledo por su costo y su grandeza. Llamaba la atención de su compatriota sobre las proporciones de las murallas, dignas de un monarca de la antigüedad.

– Y no sólo son fuertes – continuó – . Fíjese, profesor: todas son «artísticas».

Los bloques de piedra habían sido cortados en grandes exágonos regulares, y formaban, incrustados unos en otros, un mosaico uniforme, marcándose cada pieza por su reborde de cemento. A trechos se abrían en los muros largas aspilleras para que la tierra expeliese su humedad; pero cada una de estas ventanas cegadas tenía una planta silvestre, una planta de vida dura y acre perfume, que se esparcía con la indestructible voluntad de vivir del parasitismo, derramándose muro abajo, cubierta de flores la mayor parte del año. Las espesas arboledas de la cima, los interminables balaustres blancos con arcos de clemátides color de vino, parecían chorrear una vida inferior florida y verde por estos desgarrones de las murallas, enviándola al mar.

– Cuando vea esto desde abajo, en una barca, lo apreciará usted mejor. El señor de Castro dice que se acuerda de la reina Semíramis y de los jardines colgantes de Babilonia… Son comparaciones que sólo se le ocurren á él. Lo único que yo puedo decir es lo que ha costado todo esto. ¡La piedra que ha habido que traer! Toda una cantera. ¡Y las barcazas de tierra vegetal para rellenar los huecos, nivelar el suelo y hacer un jardín decente!..

Le entusiasmaban los parterres modernos en torno del edificio y entre éste y la verja lindante con el camino de Mentón, por su armonía elegante, por las reglas majestuosas á que estaban sometidos árboles y plantas. El entendía así los jardines, como todas las cosas de la existencia: mucho orden, respeto á las jerarquías, cada uno en su sitio, sin ambiciones que producen confusión. Pero temía exponer sus gustos de «hombre rancio», acordándose de las burlas del príncipe y de Castro. Estos preferían el parque, lo que el coronel llamaba en sus adentros el «jardín salvaje».

Habían aprovechado los vetustos olivos existentes en el promontorio como base de este parque. Eran árboles que no podían ser llamados viejos, por resaltar mezquina é insuficiente esta denominación; eran simplemente antiguos, sin edad visible, con un aire de inmutable eternidad que los hacía contemporáneos de las rocas y de las olas. Más que árboles parecían ruinas, muros de leña negra deformados y derrumbados por una tormenta, montones de madera encorvada y ahuecada por el chamuscamiento de un incendio extinguido. También en ellos era más importante lo invisible que lo expuesto á la luz. Sus raíces, gruesas como troncos, desaparecían serpenteando en la tierra roja para volver á surgir treinta ó cuarenta metros más allá. Habían muerto por un lado y resucitaban vigorosamente por el otro. Lo que quinientos años antes era tronco aparecía ahora como un muñón negro en forma de mesa, cortado por el hacha ó el rayo; y la raíz, á flor de tierra, florecía á su vez, convirtiéndose en árbol, para continuar una existencia sin límites visibles, en la que los siglos se contaban como años. Otros olivos tenían el corazón roído, vaciado; sostenían simplemente la mitad de su coraza de corteza, como una torre partida por una explosión; pero en lo alto ostentaban su inverosímil cabellera vegetal, unos puñados de hojas plateadas á lo largo de las ramas sinuosas y negras. A sus pies, la madera de las raíces, que parecía guardar en sus nudos las primeras savias del planeta, abarcaba un radio mucho más grande que el ocupado por el ramaje en el espacio. Algunos olivos que sólo contaban trescientos ó cuatrocientos años se erguían con una arrogancia de juventud, frondosos y exuberantes, tendiendo sobre el suelo su sombra ligera, inquieta, casi diáfana, una sombra de cristal empolvado que cambiaba de sitio según el capricho del viento.

– Su Alteza dice que hay olivos aquí que fueron conocidos por los romanos. ¿Lo cree usted, profesor? ¿Algún árbol de éstos será del tiempo de Jesucristo?..

Ante la indecisión de Novoa, continuó sus explicaciones. Caminaban, entre muros de vegetación recortada, hacia el final del parque.

– Mire usted: el jardín griego.

Era una avenida de laureles y cipreses, con bancos curvos de mármol, y teniendo por fondo una columnata en semicírculo.

– A mí me hubiese gustado plantar palmeras, muchas palmeras, de Africa, del Japón y del Brasil, como las que hay en los jardines del Casino. Pero el príncipe y don Atilio las aborrecen. Dicen que son un anacronismo, que jamás han existido en esta tierra, y las han importado los ricos de gustos ordinarios que edifican desde hace cincuenta años en la Costa Azul. Ellos sólo admiten el antiguo jardín provenzal ó italiano, olivos, laureles y cipreses, pero no cipreses como los de España, copudos, enormes y fúnebres, para adorno de calvarios y cementerios. Mírelos usted: son ligeros y finos como plumas. Para que no los tumbe el viento hay que plantar dos ó tres juntos, y forman un solo penacho.

Habían llegado al fondo del parque, donde estaban los olivos más frondosos. Marchaban por senderos abiertos á través de altas masas de vegetación silvestre y olorosa que podía desafiar con su savia brava el ambiente marítimo cargado de sal. Eran plantas de hoja dura que exhalaban perfumes exóticos é intensos. Novoa, al aspirarlos, evocó lejanas visiones geográficas. Un olor de incienso y de arroz sazonado con karri flotaba sobre este jardín selvático. De un árbol á otro se tendían una especie de lianas. Estas guirnaldas naturales habían empezado á florecer en pleno invierno, bajo el soplo de una primavera precoz, destacándose con una magnificencia de fiesta galante sobre el verde severo y pálido de los olivos.

– Don Atilio dice que todo esto le hace pensar en una sinfonía de Mozart.

El Mediterráneo estaba á sus pies, profundamente azul, peinándose con lentos cabeceos en una fila de escollos puntiagudos que sacaban de sus hilos acuáticos borbollones de espuma. Se bifurcaba el promontorio aquí, formando los dos brazos de una horquilla desigual. El más corto era una prolongación del parque, llevando aguas adentro la magnífica arboleda que abullonaba su dorso. El otro descendía hasta el mar como un caos de rocas y tierras sueltas, sin más que algunos pinos retorcidos que se aferraban al suelo, empeñados tenazmente en prolongar su agonía. La miseria y el abandono de esta lengua de tierra arrancaban una mueca dolorosa al coronel cada vez que tendía su vista por encima del muro divisorio. La punta ruinosa, mordida por el mar, con cuevas que amenazaban convertirse en estrechos, sin entrada fija, aislada de tierra firme por los jardines de Villa-Sirena y defendida por una pared hostil, representación inexpugnable del derecho de propiedad, era para don Marcos un motivo de indignación y de escándalo.

Sin duda por esto le volvió la espalda, dirigiendo sus miradas más allá del peñón en que está asentada Mónaco.

– Eso es hermoso, profesor: uno de los panoramas más dulces que existen. Por algo viene aquí la gente de todos los extremos de la tierra.

Fijó su vista en unas montañas de color violeta que avanzaban sobre el mar en último término, como el final de un mundo. Eran las llamadas Montañas de los Moros, con la punta del Esterel, una desviación de los Alpes Marítimos, un sistema montañoso aparte, que se mete aguas adentro. Al otro lado existía un pedazo de la llamada Costa Azul que empieza en Tolón y Hyères; pero este fragmento no interesaba al coronel. Lo que él veía, con su imaginación mas que con los ojos, recorriéndolo á vuelo de pájaro, era la verdadera Costa Azul, la suya, la de las gentes bien nacidas y ricas, á las que visitaba en sus «villas» elegantes ó en los hoteles de gran precio.

Los Alpes Marítimos formaban una muralla paralela al mar. En algunos lugares descendía rápidamente sobre el Mediterráneo, con el ligero declive de un baluarte, sin ninguna alteración que disimulase su derrumbe. En otros puntos su caída era más suave, creando un oleaje de piedra, montañas filiales que avanzaban sobre las olas, dibujando cabos y suaves golfos. Y en estos remansos marítimos, desde el Esterel á la frontera de Italia, las gentes ricas y friolentas llegadas todos los inviernos habían acabado por convertir en capitales de fama mundial adormiladas ciudades de provincia. Las aldeas de pescadores se transformaban en pueblos elegantes; los grandes hoteles de París y Londres edificaban sucursales enormes en las desiertas bahías; las tiendas más lujosas del bulevar instalaban su filial en villorrios donde algunos años antes todo el mundo andaba descalzo.

Toledo recorría con el pensamiento la ondulante línea de localidades célebres asomándose al mar en la punta de los promontorios ó encogiéndose en la herradura de los pequeños golfos para recibir mejor la refracción del sol invernal enviada por las murallas rojas de los Alpes: Cannes, que le inspiraba respeto por su silenciosa distinción – los tísicos y los valetudinarios ilustres sólo querían morir allí – ; Antibes, con su puerto cuadrado y sus baluartes, que, según Atilio Castro, recordaba las marinas románticas pintadas por Vernet; Niza, la capital adonde convergía toda la gente para gastar su dinero, remedando la vida de París; la profunda bahía de Villafranca, refugio de acorazados; el Cap-Ferrat y su hermosa excrecencia de la punta de San Hospicio, antiguo refugio de piratas africanos: Beaulieu, con sus palacetes tunecinos habitados por multimillonarios norteamericanos de mesa siempre abierta, que habían invitado á almorzar muchas veces al coronel; Eze, el villorrio feudal agarrado tenazmente á una ladera de los Alpes y cayéndose en ruinas en torno de su cariado castillo, mientras abajo forman los tránsfugas un nuevo pueblo al borde del golfo que sus antecesores llamaban orgullosamente el Mar de Eze; Cap-d'Ail, que es como el atrio del principado inmediato; la roca de Mónaco, llevando sobre su lomo una ciudad amurallada; enfrente, el flamante Monte-Carlo; más allá, el Cap-Martin, de sombría vegetación, cerrado y señorial, último asilo de reyes destronados; y finalmente, tocando á Italia, el dulce Mentón, dominio de los ingleses, otro lugar de enfermos distinguidos, donde debe terminar sus días todo tísico que se respeta.

– ¡El dinero que se ha gastado aquí! – dijo don Marcos.

El ferrocarril de la Cornisa había sido considerado cincuenta años antes como una obra extraordinaria, al abrirse paso en esta región de montañas; pero la misma obra se repetía ahora en todas direcciones, para comodidad de los invernantes. Caminos de suaves curvas, limpios y firmes como el piso de un salón, se extendían por el borde del mar ó ascendían á las cumbres de los Alpes, pasando de cresta en cresta por viaductos de atrevidos arcos. Las carreteras se sumían en largos túneles. Donde la roca vertical no permitía abrir una cornisa, el constructor la inventaba con taludes de muchos metros cuya base se perdía en las olas.

Una nueva ilusión había venido á agregarse á todas las que pueden realizar los felices de la tierra. ¡Poseer una casa en la Costa Azul!.. Y en cincuenta años, todos los caprichos arquitectónicos, todas las fantasías de los ricos que desean asombrar con su ostentosidad, cubrían esta ribera del Mediterráneo de «villas» y palacetes griegos, árabes, persas, venecianos, toscanos y de otros estilos conocidos ó indescifrables. La palmera se aclimataba como algo indígena.

– Se han invertido enormes fortunas; se han arruinado tres generaciones y enriquecido otras tantas. ¡Pensar lo que era esto hace un siglo!.. ¡Ver lo que es ahora!..

Habló el coronel de la tumba de una inglesa completamente abandonada en la punta extrema del Cap-Ferrat. Era una precursora de los invernantes actuales, una joven contemporánea de Lord Byron, seducida por la belleza del Mediterráneo y de unas montañas sin caminos, casi inexploradas. Al morir, la habían enterrado en el promontorio desierto, por ser protestante. Los pescadores y los cultivadores de esta costa solitaria repelían al extranjero, negándole hospitalidad hasta en sus cementerios.

– Esto ocurrió aún no hace un siglo… ¡Y qué pobreza! Todos los productos del país eran naranjas cortezudas, limones y estos olivares, muy hermosos, muy decorativos, pero que producen una aceituna pequeñísima, puntiaguda, toda hueso. ¡Al lado de las nuestras de Andalucía, profesor!.. Ahora hay en la Costa Azul millonarios hijos del país, que no han hecho mas que vender los pobres campos de sus abuelos. La tierra roja abundante en piedras se compra á metros hasta en los rincones más desiertos: lo mismo que los solares de las grandes ciudades. A lo mejor, en un camino, le gusta á usted una casucha con unos cuantos terruños en torno de ella. El edificio tiene la techumbre combada y las paredes con grietas, por las que pasa el viento. Los dueños duermen con las gallinas, el cerdo y el caballo: la miseria y el descuido de los rústicos en casi todos los países. Se le ocurre á usted que con poco dinero podría crearse allí un retiro campestre. Estas buenas gentes no deben pedir mucho, por exageradas que sean sus pretensiones. Y cuando uno pregunta, después de largas consultas y dudas, acaban por decir con tranquilidad: «Ciento cincuenta mil francos» ó «doscientos mil». A la protesta y el asombro responden, señalando las montañas, el sol, el mar: «¿Y la vista, señor?..»

La tierra roja de Los Alpes representaba poco por su fuerza productora; era la situación lo que constituía su valor. Y los naturales se habían enriquecido vendiendo á metros la luz del sol, el azul del Mediterráneo, el anaranjado de las montañas, las nubes de apoteosis á la hora del ocaso, el abrigo de la lejana roca, que desvía como un biombo el soplo helado del mistral.

– ¡Y la tenacidad inexplicable de algunas de estas gentes!..

Don Marcos se volvió hacia aquella tierra miserable que parecía clavada como una maldición en los jardines de Villa-Sirena, señalándosela á Novoa. La princesa Lubimoff, con todos sus millones, no había podido comprar esta punta del promontorio. Era de un matrimonio viejo y sin hijos.

– Aquella es su casa – añadió señalando una especie de cubo amarillento en mitad de la montaña, al borde de un camino que cortaba la ladera roja y negra.

La princesa, después de adquirir el promontorio para su castillo medioeval, había considerado como asunto insignificante la adquisición de este pequeño extremo de su propiedad. «Deles usted lo que pidan», dijo á su hombre de negocios. Y á pesar de su indiferencia por el dinero, se asombró al saber que se negaban á aceptar doscientos cincuenta mil francos por unas rocas socavadas por las olas y dos docenas de pinos moribundos.

– Yo presencié las entrevistas con los viejos. El enviado de la princesa ofreció quinientos mil, seiscientos mil, sin que el matrimonio pareciera enterarse de lo que representaban estas cifras… La princesa se impacientó, lamentando que esto no ocurriese en Rusia y en sus buenos tiempos. Hasta habló de encargar á Italia un asesino (como lo había leído en algunas novelas) para que la desembarazase de los dos viejos testarudos. Su Alteza era así… ¡Pero tan buena! Al fin, un día nos dió una orden á gritos: «¡Ofrézcanles un millón, y acabemos!..» Imagínese, profesor, ¡más de dos mil francos por metro! ¡como en el centro de las grandes capitales!.. Subimos á su casucha. Ni pestañearon al oir la cifra. La vieja, que era la más inteligente, dejó que el apoderado y el notario de Su Alteza le explicasen lo que era un millón. Miró á su marido largamente, á pesar de que ella sola pensaba en la casa, y al fin aceptó, pero con la condición de que la princesa elevaría en la punta extrema de su propiedad una capilla á la Virgen. Era un deseo de su imaginación simple que había acariciado toda su vida. Sin la capilla no aceptaba el millón. «¡Vaya por la capilla!», dijimos. El día de la firma de la escritura vimos á los dos viejos, sentados juntos y con la vista baja, en el despacho del notario. Este nos recibió agitando las manos y mirando á lo alto con desesperación. No aceptaban: era inútil insistir. Querían conservar las cosas como las habían recibido de sus antecesores. «¡Qué vamos á hacer con un millón! – gimió la vieja – . ¡Terrible vida la nuestra!» Intentamos hablar de la capilla para convencerla, pero huyeron los dos, como el que se ve en perversa compañía y teme malas proposiciones.

El coronel miró otra vez el muro divisorio.

– Su Alteza, que era de humor guerrero, levantó inmediatamente esta pared antes de abrir los cimientos de la «villa». Como usted puede ver desde aquí, los viejos, para entrar en su propiedad, sólo podían hacerlo por el borde de la playa, y en días de tormenta hay que meterse en las olas hasta las rodillas. No importa; después de aquello le tomaron más gusto á su tierra, y descendían de su montaña todos los domingos para sentarse al pie de la pared. A fuerza de medir la punta, acabaron por descubrir un error del arquitecto, aturdido por las prisas de la princesa. Se había equivocado en cincuenta centímetros, y la mitad del grosor del muro estaba en tierra de los viejos. La campesina, que experimentaba ante las gentes de justicia un miedo supersticioso, amenazó, sin embargo, con un pleito, aunque tuviera que vender su casucha y su campo de la montaña. Hubo que derribar todo el muro y volver á construirlo medio metro más acá. Unos sesenta mil francos perdidos; nada para Su Alteza, pero yo sospecho á veces si esto pudo acelerar su muerte.

Don Marcos creyó necesario hacer una pausa respetuosa en honor de la difunta.

– La vieja también ha muerto – continuó – , y su marido sólo viene aquí de tarde en tarde. Si encuentra que uno de sus pinos se ha venido abajo por el movimiento de las tierras, se sienta junto á él, lo mismo que si velase á un cadáver. Otras veces pasa las horas mirando el mar y los peñascos, como si calculase lo que tardarán las olas en partir á trozos su propiedad. Una tarde, yendo á pie de La Turbie á Roquebrune, tropecé con él cerca de su casucha, cuando estaba apacentando unas ovejas. Tiene barbas de patriarca; siempre lo he visto lo mismo, apoyado en su bastón, una boina mugrienta en la cabeza y envuelto en un capote áspero. Además, lleva una pipa entre los dientes; pero rara vez humea… «El millón está esperando – le dije por bromear – . Cuando usted quiera puede venir á recogerlo.» No pareció entenderme. Me sonreía como á alguien que se recuerda con vaguedad, pero tal vez creyéndome, otro. Fijaba sus ojos en Monte-Carlo, que estaba á nuestros pies, á vista de pájaro. Así debe pasar las horas y las semanas. Su cara es de palo, de arcilla cocida; habla poco, y nadie puede adivinar sus impresiones. Pero yo creo que todos los días experimenta la renovación de idéntico asombro, y que morirá sin salir de él. Ve el mar que es siempre lo mismo, las montañas eternamente iguales, la casa que construyeron sus abuelos y que ya era vieja cuando él nació, los olivos, los peñascos… ¡pero esa ciudad que ha surgido, siendo ya él hombre, de una meseta cubierta de matorrales, horadada de cuevas, y que cada año se agranda con nuevos hoteles, con nuevas calles, con más cúpulas y torrecillas!..

El coronel olvidó repentinamente al viejo campesino. Al lado de su compatriota Novoa se sentía locuaz, se imaginaba pensar con más vigor y amplitud, á consecuencia de este comercio con un sabio. Además, experimentaba cierto orgullo al poder hablar, como antiguo habitante del país, de muchas cosas que ignoraba el recién llegado.

– Esto ha sido casi de nosotros – continuó, señalando el castillo de Mónaco – . Durante siglo y medio, esa fortaleza ha tenido una guarnición española. Nuestro gran Carlos V – y el viejo legitimista puso un profundo respeto en su voz al evocar este nombre – ha dormido allí… Y también allí.

Volviéndose, señaló en la montaña, encima del Cap-Martin, el pueblo de Roquebrune aglomerado en torno de su castillo ruinoso.

– El archivero del príncipe de Mónaco estudia las numerosas cartas que posee de nuestro gran emperador dirigidas á los Grimaldi. Cuando los historiadores del principado quieren hacer constar la indiscutible independencia de este pedazo de tierra, evocan como orígenes los tratados firmados en Burgos, Tordesillas y Madrid.

Resucitaba con breves palabras la historia de este pequeño Estado nacido en torno de un pequeño puerto. Los navegantes semitas le daban el nombre de Melkar (el Hércules fenicio), y dicho nombre se convertía poco á poco en el actual de Mónaco. Los güelfos y gibelinos de Génova se disputaban el dominio de su castillo, hasta que un Grimaldi disfrazado de monje entraba por sorpresa en su recinto, abriendo las puertas á sus amigos y haciendo para siempre del antiguo Puerto Hércules una propiedad de su familia.

– Ese fraile, espada en mano – continuó don Marcos – , es el que figura á ambos lados del escudo de Mónaco. Después, la historia de los Grimaldi fué semejante á la de todos las familias soberanas de aquellos tiempos. Hicieron la guerra á los vecinos, se pelearon entre ellos, y hasta hubo hermano que asesinó á su hermano… Los navegantes de Mónaco se dedicaron á corsarios, y su bandera sirvió á veces para dar personalidad á piratas de otros países… La alianza de los Grimaldi con España les permitió titularse príncipes. Hasta entonces sólo habían sido marqueses. Carlos V les llamaba en sus cartas «amados primos», con otros títulos honoríficos… Este peñón era de gran importancia para los monarcas de España, que tenían posesiones en Italia y necesitaban conservar seguro el camino. Los reyes de Francia ambicionaban, por su parte, suprimir el obstáculo, atrayéndose á los Grimaldi. Durante ciento cincuenta años hay que reconocer que se mantuvieron fieles á sus compromisos, y eso que desde Madrid sólo de tarde en tarde les enviaban los subsidios prometidos. Dos galeras monegascas figuraban siempre en las armadas de España… Sólo cuando la decadencia de los Austrias empezó á hacernos perder nuestra influencia europea nos abandonaron los Grimaldi, con la precipitación del que huye de una casa que se viene abajo. Richelieu hacía en aquellos momentos la grandeza de Francia, y se fueron con él. Una noche de relámpagos y truenos, cuando la guarnición, compuesta en su mayor parte de italianos al servicio de España, dormía sin cuidado, la sorprendieron, la desarmaron, después de matar á algunos que pretendían resistirse, y acabaron por enviarla cortésmente al virrey español de Milán con la noticia de que la alianza quedaba rota para siempre.

Los príncipes de Mónaco, feudatarios de Francia, vivían después en Versalles, haciendo oficio de cortesanos ó sirviendo en los ejércitos del rey. La Revolución los perseguía, como á todos los monarcas, guillotinando á una hermosa dama de la familia. Napoleón los había tenido como edecanes un su séquito militar, y la larga paz del siglo XIX les hacía volver á instalarse en su exiguo principado.

– ¡Eran tan pobres! – siguió diciendo Toledo – . Tenían que mantener el boato de una corte, pues en los Estados pequeños, donde se vive como en familia, resulta preciso exagerar la etiqueta para que el príncipe sea respetado. Había que sufragar los mismos gastos de una nación grande, justicia, administración, hasta un ejército diminuto para la seguridad interior, y todo el principado no producía mas que limones y olivas… Mire usted si eran pobres y si se verían apurados, no sabiendo de dónde sacar recursos, que bajo el reinado de Florestán I, abuelo del príncipe actual, hubo un intento de revolución por haber decretado el soberano que toda la oliva del país sólo podía molerse en los molinos de su propiedad.

Después, bajo Carlos III, aún resultaba más angustiosa la situación. El principado se disolvía. Los dos pueblos Mentón y Roquebrune, dependientes de Mónaco, se emancipaban de él, entusiasmados por la revolución italiana, incorporándose á la monarquía de los Saboyas. Poco después, al adquirir Napoleón III el antiguo condado de Niza, se hacían franceses. Y Mónaco quedaba aislado dentro de Francia, con su soberanía bien reconocida; pero la tal soberanía no abarcaba mas que una ciudad única en la meseta de un peñón, un pequeño puerto y unos alrededores cubiertos de plantas parásitas: casi el terreno que recorre un burgués pacífico en su paseo después del almuerzo. ¿Cómo iba á sostenerse el minúsculo Estado?..

– El juego lo salvó. No crea usted, como algunos, que esto fué una iniciativa del soberano de Mónaco. Muchos príncipes alemanes habían apelado á la misma industria para el sostenimiento de sus dominios. Es una invención germánica. Mas el juego á orillas del Mediterráneo, bajo un sol invernal que rara vez se muestra infiel, resulta otra cosa que en un Estado del centro de Europa… Al principio no marchó el negocio. Establecieron un miserable Casino en el Mónaco viejo, frente al palacio, en lo que hoy es cuartel de los carabineros del príncipe. Los «puntos» eran muy contados. Había que venir en diligencia por lo alto de los Alpes, siguiendo la antigua vía romana, y descender desde La Turbie por caminos como barrancos. Se necesitaban verdaderos deseos de jugar. Luego, el Casino bajó al puerto, donde hoy está el barrio de La Condamine: igual fracaso. Los arrendatarios del juego quebraban, sin poder cumplir sus compromisos con el príncipe… Pero se abrió el ferrocarril de la Cornisa, quedando Mónaco en el camino de París á Italia, y todos los jugadores, todos los desocupados del mundo, afluyeron aquí en pocos años… ¡Qué transformación!

El coronel volvió á acordarse del viejo campesino que, apacentando sus ovejas en la ladera alpina, pasaba las horas con los ojos fijos en la maravillosa ciudad extendida á sus pies, en el mismo lugar que había visto de joven cubierto de matorrales.

– Entonces nació Monte-Carlo. Frente al peñón de Mónaco, formando la otra ribera del puerto, había una meseta abandonada. No hace de esto mas que unos sesenta años. Aún quedan diseminados un los jardines de la plaza, entre los árboles tropicales, algunos pobres olivos de aquel tiempo, que han sido respetados como recuerdos de la época de miseria. Donde hoy vemos el Casino, los grandes hoteles y las casas de té más elegantes, existían cavernas de la época prehistórica, que en tiempos menos remotos sirvieron también de guaridas de ladrones. Esta meseta salvaje era apodada, por sus grutas, «Las Espeluncas». Algo de lo que ha visto usted en el Museo Antropológico de Mónaco: hachas de piedra, restos humanos, etc., procede de esas cavernas… Y la meseta abandonada se convirtió, en una docena de años, en la gran ciudad de Monte-Carlo, de fama mundial, dejando obscurecido y casi olvidado en el peñón de enfrente al histórico Mónaco, que no es ya mas que uno de sus arrabales. Ha crecido tanto este Monte-Carlo, que se extiende de una punta á otra del principado: todo el suelo nacional está bajo techo, y cada año se desborda fuera de las fronteras. En territorio francés se llama Beausoleil. No hay mas que atravesar la plaza del Casino, sus jardines en pendiente, y subir una escalinata hasta el llamado bulevar del Norte, para encontrarse con uno de los espectáculos más raros de Europa. Una acera es del príncipe de Mónaco y la de enfrente de la República francesa. Los tenderos pagan distintas contribuciones y obedecen á distintos reglamentos, según tienen sus escaparates á la derecha ó á la izquierda.

Toledo quedó pensativo un momento.

– ¡Los milagros de la ruleta! – continuó – . ¡El poder mágico del «negro» y el «rojo»! El Casino dicen que es un portento de mal gusto, pero chorrea oro como una iglesia rica. Su teatro estrena óperas que después se hacen célebres en el mundo. Los hoteles, innumerables, son palacios. Monte-Carlo está erizado de cúpulas y torrecillas lo mismo que una ciudad oriental. Las calles parecen salones, con un pavimento escrupulosamente cuidado, sin la más leve suciedad. ¿Y los jardines?.. Los Alpes forman aquí una magnífica mampara: vivimos en un agujero asoleado, casi un invernáculo. Pero á veces sopla el mistral, hace frío, y yo no comprendo cómo pueden vivir tan lozanos, tan frescos, todos esos árboles tropicales, todas esas plantas que nacieron en atmósferas de horno. Los pobres olivos veteranos deben sentir tanto asombro como yo al verse en semejante compañía… ¡El guano poderoso del «treinta y cuarenta»! Tengo la certeza de que, si el juego cesase, toda esa vegetación tropical se disolvería inmediatamente como un ensueño.

El silencioso Novoa acogió con una sonrisa estas palabras.

– ¡Y qué transformación en las gentes! – continuó el coronel – . Fíjese en el público del domingo: todos señores, todos igualmente bien vestidos. Las niñas del país copian lo que ven á las mundanas elegantes, y ¡figúrese usted si vienen aquí mujeres de esa clase!.. No se ve un mendigo ni un haraposo. Nacer aquí significa algo: da la certeza de tener la vida asegurada. El Casino cuida de todos; nunca falta un puesto para un hijo del país en las salas de juego, en los jardines, en el teatro; y cuando no, en la policía, en las oficinas administrativas, en lo que depende del príncipe, y es pagado igualmente con dinero de la Sociedad. Llegar á «jefe de mesa» es el mariscalato de un monegasco. Puede ganar hasta mil francos al mes y además las propinas: lo que tal vez no ganará usted nunca, profesor. Y acaba construyendo su «villa» en lo alto de Beausoleil, donde cuida su jardín viendo á sus pies el Casino, la casa de la buena madre… Todos comen, con tal que sepan callar y no se mezclen en lo que no les importa. Un viejo cochero que me sirve algunas veces se atrevió á ser franco una noche, porque estaba algo borracho. Su mujer lleva treinta y tantos años en los water-closets del Casino (sección de señoras), sus hijas trabajan en la limpieza, sus hijos están empleados en el teatro. Todos cobran. Los viejos tienen su jubilación, los enfermos perciben un socorro, viudas y huérfanos cobran pensiones por el empleado muerto. «Esto es un gran país, señor – me decía el cochero – ; el mejor del mundo. Aquí todos viven, siempre que sepan ser discretos y no tengan mala cabeza…» Y discretos lo son todos. Además, se vigilan entre ellos y tienen miedo á que los denuncie su mejor amigo si hablan del escándalo último ó de un suicidio de jugador. Para el extranjero, ninguno de ellos sabe nada.

– ¿Y cuando alguien habla? – preguntó Novoa – . ¿Y si alguna es de mala cabeza?

– Lo destierran. Este es un despotismo paternal que no se atreve á mayores castigos. La policía del príncipe le hace atravesar media calle y lo pone en la acera francesa… No se ría usted: esta pena es cruel. Los desterrados de otros países acaban por acostumbrarse á su desgracia, porque viven lejos y sólo ven á su patria con el pensamiento, pero el de aquí casi puede tocarla con la mano: no tiene mas que atravesar el ancho de una calle. Como todo está en pendiente, contempla su casa unos cuantos tejados más allá. De la chimenea sale el humo del almuerzo, y él no puede ir á sentarse á su mesa; la familia está en las ventanas, y tiene que hablarla por señas. Además, y esto es lo peor, ve cómo los demás que fueron prudentes siguen su vida dulce á la sombra del Casino, y el tiene que buscar una nueva profesión, un trabajo mas duro… Tan intolerable resulta este martirio, que acaba por huir á una ciudad lejana, para que transcurran unos cuantos años y le perdonen.

Don Marcos volvió á hacer el elogio de Monte-Carlo. Las gentes que perdían su dinero en el Casino guardaban un mal recuerdo; pero ¿dónde encontrar una ciudad más tranquila, plácida y limpia, con su temperatura primaveral en pleno invierno?..

– Todo el mundo pasa por aquí: mucho pillo, pero también se ven gentes ilustres y puede uno gozar de una sociedad distinguida… Yo apenas juego, y por esto aprecio la hermosura del país. Es más: siento á veces la satisfacción del que disfruta gratis las cosas; y cuando contemplo los paseos hermosos, cuando asisto á los conciertos y á las óperas y gozo la dulce paz de una ciudad en la que no hay miseria ni revolucionarios desesperados, me digo: «Esto lo pagan los jugadores y yo lo disfruto. Ellos pierden para que yo viva bien.»

Mientras Novoa sonreía otra vez, el coronel insistió en su admiración.

– ¡Parece imposible que la ruleta haga tantos milagros!.. Y sólo podemos hablar de lo que esta á la vista. El juego ha costeado ese puerto de La Condamine tan bonito: un puerto de yates, con sus muelles elegantes que son paseos. Debe haber intervenido igualmente en la restauración del castillo de los príncipes. Hasta contribuye al fomento de la vida espiritual y al prestigio de la religión. Antes de la ruleta no había mas que simples curas en Mónaco; desde que triunfó el Casino existe un obispo y canónigos, y se ha levantado una hermosa catedral bizantina que sólo necesita, según dice Castro, que el tiempo la ennegrezca un poco. La misa de los domingos figura entre las grandes diversiones del principado. Los diarios de Niza publican el programa de lo que cantará la capilla junto con el programa del concierto en el Casino: canto llano de los maestros mas célebres, de Palestina ó de nuestro Vitoria…

Novoa le interrumpió:

– Hay, además, el Museo Oceanográfico. El solo basta para justificar y purificar todo el dinero procedente del Casino.

Dijo esto con la voz dulce y el gesto algo desmayado que lo eran habituales, pero había en sus palabras la firmeza mística del creyente.

El coronel asintió. El Museo que entusiasmaba al profesor era obra del príncipe soberano; y él sentía un profundo respeto por «Alberto», como le llamaba familiarmente. Había sido oficial en la Armada española; había navegado como teniente de navío por las costas de Cuba; elogiaba en sus libros á los viejos marinos españoles, sus primeros maestros en el arte de navegar. ¿Qué más para que lo venerase don Marcos?..

– Siempre que asiste á una ceremonia en su principado viste el uniforme de almirante español… Y es un hombre de ciencia: eso lo sabe usted mejor que yo…

Dejó hablar á Novoa. Tres cuartas partes del planeta estaban cubiertas por los mares, y la humanidad había permanecido siglos y siglos sin deseos de conocer la misteriosa vida oculta en el abismo de las aguas. Los navegantes, al deslizarse por su superficie, iban guiados por la rutina ó por experiencias fragmentarias, sin llegar á abarcar las leyes fijas y regulares de las corrientes de la atmósfera y las corrientes marinas. La ciencia, que lleva realizados tantos descubrimientos en solo un siglo de existencia, se detenía desalentada ante las orillas del Océano. Los sabios, en sus laboratorios, sólo necesitaban para sus trabajos aparatos fáciles de adquirir; ¡pero estudiar los mares, vivir en ellos años y años!.. Para esto era preciso disponer de buques, fabricar un material costoso y nuevo, mandar hombres, gastar millones, errar pacientemente por los desiertos oceánicos, sin ambición, sin prisa, esperando que el «gran azul» librase sus secretos casualmente; exponer muchísimo para conseguir muy poco. Sólo un soberano, un rey, podía hacer esto; y el antiguo oficial de la marina española, llegado á príncipe, lo había hecho.

– Gracias á él – prosiguió Novoa – , la oceanografía, que apenas era nada, aparece hoy como un estudio serio. Sus yates han sido laboratorios flotantes, cruceros de la ciencia, que poco á poco han realizado las primeras conquistas de la profundidad. Con sus flotadores errantes ha afirmado de un modo cierto los viajes circulares de las corrientes atlánticas; con sus sondajes minuciosos reveló los misterios de la vida submarina en los diversos pisos de la masa oceánica. Los sabios han podido navegar y estudiar sin apremios de economía gracias á él. Por su munificencia se han publicado hermosos libros, se han abierto museos, se han hecho excavaciones en la tierra que aclaran el origen del hombre.

– Y todo eso – interrumpió el coronel, persistiendo en su anterior admiración – con dinero del Casino. El juego costea los cruceros científicos, el carbón y el personal de las lejanas expediciones, la impresión de libros y revistas, las subvenciones á los jóvenes que desean perfeccionar sus estudios, el Instituto Oceanográfico de París, el Museo Oceanográfico de Mónaco donde usted trabaja, el Museo Antropológico… Y hay que contar que todo esto no es mas que una propina que abandonan los accionistas… ¡Lo que produce ese palacio que muchos encuentran horrible!..

– Nada importa la procedencia de las cosas cuando resultan útiles – dijo el profesor con dureza – . Nadie pregunta á los gobiernos, al recibir su ayuda para una obra benéfica, cuál es el origen del dinero. Muchas veces lo han extraído con más crueldad y violencia que lo sacan en este lugar, adonde todos acuden voluntariamente. Bueno es que el dinero de los ambiciosos, de los ilusos, de los que sienten un vacío en su vida que no saben cómo llenar, sirva por primera vez para algo grande y humano. Fíjese en lo que lleva hecho por la ciencia en pocos años este príncipe de un Estado minúsculo. ¡Si los grandes emperadores dedicasen á empresas semejantes la inmensa fuerza de que disponen! ¡Si Guillermo hubiese hecho lo mismo, en vez de preparar la guerra toda su vida!.. ¡Lo que tendría adelantado la humanidad!

El coronel, por considerarse hombre de guerra, sólo admitió á medias estas palabras del profesor. La espada, la gloria militar, eran algo: el mundo resultaría feo sin ellas… Pero se calló, no atreviéndose á turbar el entusiasmo de su amigo.

– Todos los pecados de un lado se redimen al otro.

Novoa, al decir esto, señalaba la masa del Casino irguiendo sus cúpulas y torrecillas policromas sobre la meseta de Monte-Carlo. Luego su índice trazaba una raya en el aire pasando por encima del puerto, é iba á apuntar sobre la eminencia de la izquierda, ó sea el peñón de Mónaco, un edificio cuadrado y enorme que descendía sus muros hasta las olas, un palacio nuevo, cuya piedra guardaba aún la blancura de la estearina en esta atmósfera pocas veces rayada por la lluvia: el Museo Oceanográfico.

Don Marcos sonrió ante este contraste.

– Lo mismo que don Atilio. Cada vez que contempla desde aquí el panorama, se fija en esos dos palacios separados por la boca del puerto y que ocupan los dos promontorios. Dice que el uno justifica al otro, y añade que son… ¿cómo dice él? ¿una antítesis?.. No: es otra cosa.

A través de los árboles llegó desde Villa-Sirena el mugido metálico de un gong llamando á los huéspedes, esparcidos en el parque ú ocultos todavía en sus habitaciones. El coronel lo escuchó con placer. «El almuerzo.»

Lanzó una última mirada á los dos enormes edificios, el uno erizado de remates agudos y multicolor, el otro cuadrado y de una blancura uniforme. Entre ambos promontorios, á ras del agua, venían á encontrarse las dos escolleras nuevas que cerraban el puerto, con dos torrecillas octógonas que flanqueaban la boca, rematadas por linternas de faro: la una de vidrios verdes, la otra de vidrios rojos.

El coronel se dió un golpe en la frente y sonrió á su compatriota:

– ¡Ah, sí, ya recuerdo!.. Dice que el Casino y el Museo forman un símbolo.

Quince días llevaba de existencia, sin desacuerdos ni obstáculos, aquella asociación que Atilio había titulado de «los enemigos de la mujer». ¡Libertad completa! Villa-Sirena era de todos, y su dueño parecía un invitado más.

Al levantarse Castro, bien entrada la mañana, veía en un rincón del jardín al príncipe, despechugado y con los brazos desnudos, manejando una azada. El complemento de la nueva vida era para él cultivar una pequeña huerta, dándose la satisfacción de comer legumbres y oler flores que fuesen producto de su trabajo. Este hombre que había tenido un batallón de servidores en torno de él para las necesidades de su existencia, deseaba ahora bastarse á sí mismo, conocer la seguridad orgullosa del que sólo confía en sus brazos. Resultaban vanas sus invitaciones á Castro para que imitase este ejercicio sano y provechoso, que era al mismo tiempo una vuelta á la primitiva sencillez.

– Gracias: no me gusta Tolstoi. Como vida simple, prefiero ésta.

Y se tendía en el musgo, al pie de un tronco, mientras el príncipe seguía cavando su huerta. Hablaban de los compañeros. Novoa estaba en la biblioteca ó vagaba por el parque. Algunas mañanas tomaba el tranvía á primera hora para ir á Mónaco y continuar sus estudios en el Museo. En cuanto á Spadoni, nunca se levantaba antes de mediodía, y muchas veces el coronel golpeaba su puerta para que no llegase con retraso á la mesa del almuerzo.

– Sólo se duerme al amanecer – dijo Atilio – . Pasa la noche consultando sus apuntaciones sobre la marcha del juego. A veces se mete en mi cuarto cuando estoy durmiendo, para comunicarme una de las innumerables martingalas que acaba de descubrir, y tengo que amenazarle con una zapatilla. Guarda en su habitación, entre los cuadernos de música, rimeros de hojas verdes que contienen día por día todo un año de juego en las diversas mesas del Casino… Está loco.

Pero Castro se guardaba de añadir que muchas veces pedía prestado á Spadoni su archivo para comprobar los propios cálculos, y á pesar de burlarse de sus invenciones, arriesgaba sobre ellas algún dinero, por una superstición de jugador que cree en el instinto de los inocentes.

Después del almuerzo, los dos se apresuraban á marcharse al Casino. El príncipe, si no asistía á un concierto, se quedaba con Novoa y el coronel en una loggia del piso alto, contemplando el mar. La guerra había poblado esta parte del Mediterráneo. En tiempos normales era un mar desierto y monótono, sin otros incidentes que el revuelo de las gaviotas, los espumosos saltos de los delfines y algún que otro trapo de barca pescadora. Los vapores y los grandes veleros apenas si se marcaban como una pequeña sombra en el horizonte, navegando rectamente de Marsella á Génova, sin contornear el extenso golfo de la Costa Azul. Pero ahora el peligro submarino había obligado á la navegación comercial á deslizarse al amparo de las costas. Casi todos los días pasaban convoyes: vapores de carga de diversas nacionalidades pintarrajeados como cebras para disminuir su visibilidad y escoltados por torpederos franceses é italianos.

Estos rosarios de buques, navegando tan cerca de la costa que podían leerse sus títulos y distinguir á sus capitanes erguidos en el puente, hacían hablar al príncipe y al profesor de los horrores de la guerra.

Intervenía el coronel á veces en el diálogo, pero era para lamentarse de los obstáculos que oponía la tal guerra á sus funciones de intendente. Cada día resultaba más difícil su gestión. No encontraba nada que valiese la pena de ser presentado en una mesa como la del príncipe, y eso que los precios pagados por él le producían indignación al compararlos con los de los tiempos de paz. ¡Y la servidumbre!.. Había hecho venir criados de España, ya que todos los del país estaban en el ejército, pero se los sonsacaban inmediatamente los dueños de los hoteles. Todos preferían servir en cafés ó alojamientos de continuo tránsito, seducidos por el azar de las propinas y el roce con las camareras de blanco delantal.

Había improvisado un servicio de comedor con aquellos dos muchachos italianos de Bordighera cuyas familias estaban instaladas en Mónaco. El mayor, más avispado, se apellidaba Pistola, y trataba despóticamente á su compañero, largándole hipócritas patadas y coscorrones en pleno comedor cuando el coronel estaba de espaldas. Atilio, por la atracción del consonante, había apodado Estola al compañero de Pistola, y todos en la casa aceptaban el nombre, hasta el propio interesado.

– ¡Lo que me ha costado adecentarlos y educarlos! – gemía Toledo – . Y ahora parece que los van á llamar de Italia para que sean soldados… ¡Más hombres á la guerra! ¡Hasta estos chicuelos, que aún no tienen la edad!.. ¿Qué haremos cuando se vayan Estola y Pistola?

Muchas noches, á la hora de comer, sufría quebrantos la disciplina de la comunidad. El primero que faltó fué Spadoni. Llegaba después de media noche, diciendo que había comido con unos amigos. Otras veces no volvía; y transcurridos varios días, se presentaba tranquilamente, como si hubiese salido horas antes, con la serena inconsciencia de un perrillo vagabundo. Nadie podía saber con certeza dónde había estado. El mismo lo ignoraba. «Encontré á unos amigos…» Y en el curso de media hora, estos amigos eran los ingleses de Niza ó una familia de Cap-Martin, como si hubiese vivido en los dos lugares al mismo tiempo.

Atilio también faltaba. Un compañero de juego le había enseñado en el Casino los pequeños cartones partidos en columnas que sirven para marcar las alternativas del «rojo» y el «negro». Varias damas extraían de sus sacos de mano, entre el pañuelo, la caja de polvos, el lápiz para los labios, los billetes de Banco y las fichas de diversos colores, que son el dinero del juego, unos documentos de igual clase. Todos los textos estaban acordes. Por la mañana y por la tarde perdían los «puntos» y ganaba la casa; pero á partir de las ocho de la noche, una fortuna loca sonreía á los jugadores. Las estadísticas no podían ser más claras: imposible la duda. Y Castro renunciaba á la buena mesa de Villa-Sirena, contentándose con un bock





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