Книга - La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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La Biblia en España, Tomo III (de 3)
George Borrow




George Borrow

La Biblia en España, Tomo III (de 3) O viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península





CAPÍTULO XXXVI




Estado de los asuntos en Madrid. – Nuevo Ministerio. – El obispo de Roma. – El librero de Toledo. – Las espadas. – Las casas de Toledo. – La gitana abandonada. – Diligencias mías en Madrid. – Otro criado.


Durante mi viaje por las provincias del Norte de España, que ocupó una parte considerable del año 1837[1 - Regresó a Madrid el 30 de octubre (Knapp).], sólo pude realizar una porción muy pequeña de lo que en un principio me había propuesto hacer. Los resultados de los trabajos del hombre son insignificantes comparados con los vastos designios que su presunción concibe; sin embargo, algo se había conseguido con mi reciente viaje. El Nuevo Testamento de Cristo se vendía ya tranquilamente en las principales ciudades del Norte, y contaba con el amigable concurso de los libreros de aquellas partes, especialmente con el del viejo Rey Romero, de Compostela, el más importante de todos. Además, había yo repartido con mis propias manos un número considerable de Testamentos entre individuos particulares, todos de las clases bajas, a saber: muleteros, carreteros, contrabandistas, etc.; de suerte que, en conjunto, tenía motivos bastantes de reconocimiento y gratitud.

Encontré nuestros asuntos en Madrid en situación nada próspera: en las librerías se habían vendido pocos ejemplares. ¿Qué otra cosa podía esperarse racionalmente en unos tiempos como los que acababan de pasar? Don Carlos había llegado a las puertas de la capital con un fuerte ejército; ante la amenaza del saqueo y de la degollina inminentes, la gente se preocupó más de poner en salvo vidas y haciendas que de leer ninguna clase de libros.

Pero el enemigo ya se había retirado a sus reductos de Alava y Guipúzcoa. Tuve, pues, esperanzas de que amaneciesen días mejores y de que la obra, bajo mi vigilancia, prosperaría, por la gracia de Dios, en la capital de España. El lector verá a continuación cuán lejos estuvieron los hechos de corresponder a mis deseos.

Durante mi viaje al Norte había sobrevenido un cambio total en el Ministerio. En lugar del partido liberal, arrojado del Gabinete, entró el partido moderado; por desgracia para mis planes, los nuevos ministros eran personas a quienes yo no conocía y sobre quienes mis antiguos amigos Istúriz y Galiano tenían poca o ninguna influencia. A estos señores se les dejó sistemáticamente aparte, y su carrera política pareció terminada para siempre.

Del nuevo Gobierno poco podía yo esperar: casi todos los hombres que lo formaban habían sido cortesanos o funcionarios del difunto rey Fernando, eran partidarios del absolutismo y no estaban en modo alguno dispuestos a hacer o permitir cosas que pudieran enojar a la Corte de Roma, a la que ansiaban tener contenta, esperando inducirla quizás a reconocer a la niña Isabel II, no como reina constitucional, sino como reina absoluta.

Ese partido se mantuvo en el poder durante lo restante de mi residencia en España, y me persiguió, menos por odio y maldad que por política. Sólo a la terminación de la guerra perdió su preponderancia y cayó con su protectora, la reina madre, ante la dictadura de Espartero.

El primer paso que di después de mi regreso, tocante a la difusión de las Escrituras, fué muy atrevido. Consistió ni más ni menos que en abrir una tienda para vender los Testamentos. La tienda estaba en una calle importante y animada: la calle del Príncipe, inmediata a la plaza de Cervantes. La amueblé muy bien con armarios de vidrieras y cornucopias, y puse al frente de ella a un gallego listo, de nombre Pepe Calzado, que todas las semanas me daba cuenta fiel de los ejemplares vendidos.

Al día siguiente de abrir el establecimiento, estaba yo en la otra acera de la calle, apoyado de espaldas en la pared, cruzado de brazos, contemplando la tienda, en cuyos huecos se leía en grandes letras amarillas: Despacho de la Sociedad Bíblica y Extranjera, y, sumido en mi contemplación, pensaba: «¡Qué inesperadas mudanzas trae el tiempo! ¡Ocho meses he pasado de aquí para allá en esta vieja España, tan papista, repartiendo Testamentos como agente de una Sociedad que los papistas tienen por herética, y no me han lapidado ni quemado! Ahora, en la capital hago lo que a cualquiera le hubiera parecido causa bastante para que todos los difuntos inquisidores y familiares enterrados dentro de sus muros se alzaran de sus tumbas gritando: “¡Abominación!”, y nadie se mete conmigo. ¡Obispo de Roma! ¡Obispo de Roma! Ten cuidado. Pueden cerrarme la tienda; pero qué signo de los tiempos es el hecho de que la hayan dejado existir un solo día. Se me antoja, padre mío, que los días de tu preponderancia en España están contados, y que ya no te consentirán saquearla mucho tiempo, ni mofarte de ella, ni flagelarla con escorpiones, como en épocas pasadas. Veo ya la mano que escribe en el muro un: “¡Mene, Mene, Tekel, Upharsin! Ten cuidado, Batuschca”.»

Dos horas permanecí apoyado en la pared, contemplando la tienda.

Poco tiempo después de abrir el Despacho en Madrid, monté de nuevo a caballo, y, seguido de Antonio, fuí a Toledo con propósito de difundir las Escrituras, para lo cual envié por delante con un arriero un cargamento de cien ejemplares. Sin tardanza busqué al principal librero de la ciudad, no sin temor de encontrarme con un carlista, o, al menos, con un servil, ya que en Toledo abundan tanto los canónigos, curas y frailes exclaustrados. Me llevé el chasco mayor de mi vida: al entrar en la tienda, espaciosa y cómoda, vi a un hombre atlético, vestido con una especie de uniforme de caballería, calado el morrión y un sable inmenso en la mano. Era el librero en persona, oficial de la Guardia nacional de caballería. Al saber quién era yo, me estrechó cordialmente la mano y dijo que con el mayor placer se haría cargo de los libros y procuraría difundirlos por todos los medios a su alcance.

– ¿No incurrirá usted en el odio del clero si hace eso?

–¡Ca!– respondió – . ¿Quién los hace caso? Yo soy rico, y mi padre también lo fué. No dependo de ellos. Ya no pueden odiarme más de lo que me odian, porque no oculto mis opiniones. Ahora mismo acabo de regresar de una expedición de tres días con mis compañeros los nacionales; hemos estado persiguiendo a los facciosos y ladrones de estos contornos; hemos matado a tres y traemos varios prisioneros. ¿Quién hace caso de los curas pusilánimes? Yo soy liberal, don Jorge, y amigo de su compatriota Flinter. Le he ayudado a cazar muchos curas guerrilleros y frailes salteadores que andaban en la facción. He oído que le han nombrado capitán general de Toledo: me alegro; cuando llegue se van a ver aquí cosas buenas, don Jorge. Le aseguro a usted que al clero le apretaremos las clavijas.

Toledo fué antiguamente capital de España. Su población es ahora de unas quince mil almas, aunque en tiempo de los romanos y también durante la Edad Media llegó, según dicen, a doscientos o trescientos mil habitantes. Está situado a unas doce leguas al Oeste de Madrid, y se alza sobre un cerro de granito que el Tajo rodea en todo su perímetro, salvo por el Norte. Encierra todavía muchos edificios notables, a pesar de que se halla en decadencia hace mucho tiempo. Su catedral, la más espléndida de España, es Sede del Primado. En la torre de esta catedral se encuentra la famosa campana de Toledo, la mayor del mundo, con excepción de la monstruosa campana de Moscou, que también he visto. Pesa 1.543 arrobas; su sonido es desagradable, porque está rajada. Toledo podía jactarse en otro tiempo de poseer los mejores cuadros de España; pero durante la guerra de la Independencia los franceses robaron o destruyeron muchos, y todavía más se han sacado por orden del Gobierno. El más notable de todos, acaso, aún se encuentra allí: aludo al que representa el entierro del conde de Orgaz, la obra maestra de Doménico, el griego, genio extraordinario, algunas de cuyas obras poseen méritos de altísima calidad. El cuadro a que me refiero está en la pequeña iglesia parroquial de Santo Tomé, al fondo de la nave, a la izquierda del altar. Si pudiera comprarse, creo que en cinco mil libras sería barato.

Entre las muchas cosas notables que se ofrecen en Toledo a la curiosa mirada del observador, se halla la fábrica de armas, donde se elaboran espadas, lanzas y otras armas destinadas al Ejército, con excepción de las de fuego, traídas del extranjero casi todas.

Es bien sabido que antiguamente las hojas de Toledo eran muy estimadas y se hacía gran comercio de ellas en toda la cristiandad. La fábrica actual es un hermoso edificio moderno, situado extramuros de la ciudad, en una planicie contigua al río, con el que se comunica por un pequeño canal. Dicen que el buen temple de las espadas se debe principalmente al agua y a la arena del Tajo. Pregunté a varios maestros de la fábrica si hoy en día sabían hacer armas tan buenas como las antiguas y si el secreto de la fabricación se había perdido.

—¡Ca!– me respondieron – . Las espadas de Toledo no han sido nunca tan buenas como las que hacemos ahora. Es muy ridículo que los extranjeros vengan a comprar aquí espadas viejas, pura morralla casi todas, no fabricadas en Toledo, por las que pagan grandes sumas, y, en cambio, les costaría trabajo dar dos duros por esta joya, hecha ayer mismo.

Al decir esto, pusieron en mi mano una espada del tamaño ordinario.

– Su merced – dijeron – parece que tiene buen brazo; pruebe el temple de esta espada contra ese muro de piedra. Tire una estocada a fondo y no tema.

Tengo, en efecto, un brazo vigoroso: con toda mi fuerza ataqué de punta contra el sólido granito; la violencia del golpe fué tal, que el brazo se me quedó insensible hasta el hombro durante una semana, pero la espada no se embotó ni sufrió lo más mínimo.

– Mejor espada que ésta – dijo un obrero antiguo, natural de Castilla la Vieja – no la ha habido para matar moros en la Sagra.

Durante mi estancia en Toledo me alojé en la Posada de los Caballeros, nombre muy merecido en cierto modo, porque existen muchos palacios menos suntuosos que esa posada. Al hablar así, no vaya a suponerse que me refiero al lujo del mobiliario o a la exquisitez y excelencia de su cocina. Las habitaciones estaban tan mal provistas como las de todas las posadas españolas en general, y la comida, aunque buena en su género, era vulgar y casera; pero he visto pocos edificios tan imponentes. Era de inmenso grandor, compuesto de varios pisos, de traza algo semejante a la de las casas moras, con un patio cuadrangular en el centro y un aljibe inmenso debajo, para recoger el agua llovida. Todas las casas de Toledo tienen aljibes parecidos, adonde, en la estación lluviosa, van a parar las aguas de los tejados por unas canales. Esta es la única agua que se emplea para beber; la del Tajo, considerada como insalubre, sólo se usa para la limpieza, y la suben por las empinadas y angostas calles en cántaros de barro a lomo de unos pollinos. Como la ciudad está en una montaña de granito, no tiene fuentes. En cuanto al agua llovida, después de sedimentarse en los aljibes, es muy gustosa y potable; los aljibes se limpian dos veces al año. Durante el verano, muy riguroso en esta parte de España, las familias pasan casi todo el día en los patios, cubiertos con un toldo de lienzo; el calor de la atmósfera se templa por la frialdad que sube de los aljibes, que responden al mismo propósito que las fuentes en las provincias meridionales de España.

Estuve próximamente una semana en Toledo; en ese tiempo se vendieron algunos ejemplares del Testamento en la tienda de mi amigo el librero. Algunos curas tomaron el libro del mostrador donde se encontraba y lo examinaron, pero sin decir nada; ninguno lo compró. Mi amigo me enseñó su casa; casi todas las habitaciones estaban forradas de libros desde el suelo hasta el techo; y muchos de ellos eran de gran valor. Díjome que su colección de libros antiguos de literatura española era la mejor del reino. Estaba, empero, menos orgulloso de su librería que de su caballeriza; y como advirtiera que yo entendía algo de caballos, su estimación y su respeto hacia mí crecieron por modo considerable.

– Todo lo que tengo – decía – está a la disposición de usted; veo que es usted un hombre de los que a mí me gustan. Cuando quiera usted dar un paseo a caballo por la Sagra, no tiene usted más que avisar a mi criado y le ensillará el famoso cordobés entero que compré en Aranjuez al deshacerse la yeguada real. Sólo a otro hombre le dejaría yo el caballo, y ese hombre es Flinter.

En Toledo encontré a una gitana abandonada, con un hijo de unos catorce años de edad; no era toledana; había ido allí desde la Mancha en pos de su marido, preso bajo la inculpación de robo de caballerías; el delito se le probó, y de allí a pocos días iba a salir para Málaga con una cadena de galeotes. El preso carecía en absoluto de dinero, y su mujer recorría las calles de Toledo diciendo la buenaventura para ganar unos pocos cuartos con que ayudar al marido en la cárcel. Me dijo que se proponía seguirle a Málaga, donde esperaba poder proporcionarle medios de fuga. ¡Qué ejemplo de amor conyugal! Por añadidura, el amor estaba todo en un lado solo de esa pareja, como ocurre con frecuencia. Su marido era un tunante despreciable, que la había abandonado marchándose a Madrid, donde vivió en concubinato con Aurora, criminal notoria, por cuyas instigaciones cometió el robo que ahora tenía que expiar.

– Y si tu marido logra escaparse en Málaga, ¿adónde va a ir?

– Al chim de los Corahai, hijo mío; a la tierra de los moros, a ser soldado del rey moro.

– ¿Y qué va a ser de ti? – pregunté – . ¿Crees que te llevará consigo?

– Me dejará en la costa, hijo mío, y en cuanto haya cruzado la pawnee[2 - Pawnee, Pani: agua.] negra, me olvidará, no pensará más en mí.

– ¿Por qué te tomas tantos trabajos por él, sabiendo lo ingrato que es?

– ¿No soy su romi, hijo mío, y no estoy obligada por la ley de los Calés a asistirle hasta lo último? Si al cabo de cien años volviera de la tierra de los Corahai y me encontrase viva, y me dijese: «Tengo hambre, mujercita; vé a robar o a decir bají», iría sin falta, porque es el rom y yo la romi.

Al regresar a Madrid encontré abierto todavía el despacho. Se habían vendido algunos Testamentos, aunque en cantidad nada considerable. La obra luchaba con grandes inconvenientes para su difusión, por la ilimitada ignorancia de la gente respecto de su tenor y contenido. No era, pues, maravilla que despertase poco interés. Para llamar la atención del público sobre el despacho, imprimí tres mil carteles en papel amarillo, azul y carmesí, y los pegué por las esquinas, y además inserté en los periódicos una información relativa al caso; el resultado fué que en muy poco tiempo apenas hubo alguien en Madrid que no conociera la existencia de la tienda y del libro. En Londres y París, estas diligencias habrían asegurado, probablemente, la venta de la edición entera del Nuevo Testamento en pocos días. En Madrid, el resultado no fué tan lisonjero; al cabo de un mes de estar abierta la tienda, sólo se había vendido un centenar de ejemplares.

Este proceder mío no podía por menos de producir gran sensación: los curas y sus secuaces rebosaban de enconada furia, que durante cierto tiempo tuvieron por conveniente manifestar sólo con palabras; estaban en la creencia de que el embajador y el Gobierno británicos me protegían; pero su malignidad hacía temer cualquier ataque, por atroz que fuese; y si la comparación no fuese inadecuada a mí, gusano el más insignificante de la Tierra, diría que, como Pablo en Éfeso, estaba luchando con fieras salvajes.

El último día del año 1837, mi criado Antonio me dijo así:

– Mon maître, no tengo más remedio que dejarle a usted por una temporada. Desde que volvimos de nuestro viaje estoy descontento de la casa, de los muebles y de doña Mariquita. Por tanto, me he ajustado de cocinero en casa del conde de… donde ganaré al mes cuatro duros menos de lo que su merced me da. Me gusta la variedad, aunque sea para perder. Adieu, mon maître; deseo que encuentre usted un criado tan bueno como se le merece. Sin embargo, si necesitara usted alguna vez con urgencia de mes soins, llámeme sin vacilar, y en el acto me despediré de mi nuevo amo, si todavía estoy con él, e iré a buscarle a usted.

Así me vi privado de los servicios de Antonio por cierto tiempo. Estuve unos cuantos días sin criado, al cabo de los cuales ajusté a cierto cántabro o vasco, natural de Hernani, en Guipúzcoa, que me habían recomendado mucho.




CAPÍTULO XXXVII




Euscarra. – El vascuence no es el irlandés. – Dialectos del sánscrito y del tártaro. – Una lengua de vocales. – La poesía popular. – Los bascos. – Sus caracteres. – Las mujeres bascas.


Entramos ahora en el año 1838, acaso el más fecundo en acontecimientos de cuantos pasé en España. El despacho continuaba todavía abierto, con ligero incremento en la venta. Como tenía entonces pocas cosas importantes que hacer, di a la estampa dos obras, en cuya preparación llevaba trabajando ya algún tiempo. Estas obras eran las traducciones del Evangelio de San Lucas al vascuence y al caló.

Poco tengo que decir respecto de la traducción del Evangelio al gitano, porque ya he hablado de esto en otra obra[3 - The Zincali.]: lo traduje, así como la mayor parte del Nuevo Testamento, durante mi dilatada convivencia con los gitanos españoles. Respecto al Lucas en vascuence, no estará de más hablar con algún detenimiento, y aprovechar la ocasión que se me ofrece para decir unas palabras acerca del idioma en que está escrito y del pueblo a quien iba destinado.

El Euscarra: tal es el nombre peculiar de un habla o idioma que se supone prevaleció por toda España en otro tiempo, pero confinado ahora a ciertas comarcas de ambas vertientes de los Pirineos, bañadas por las aguas del golfo de Cantabria o bahía de Vizcaya. A este idioma se le llama comúnmente el basco o el bizcaíno, palabras que son meras modificaciones del vocablo Euscarra, al que se ha antepuesto la consonante B por razón de eufonía. Acerca de esta lengua se han dicho muchas cosas vagas, erróneas o hipotéticas. Los bascos afirman que no sólo fué la lengua primitiva de España, sino de todo el mundo, y que de ella proceden todas las demás; pero los bascos son gente muy ignorante y no saben nada de filosofía del lenguaje. Por tanto, muy poca importancia se puede conceder a sus opiniones sobre el asunto. Algunos de ellos, sin embargo, que se jactan de poseer cierta instrucción, sostienen que el basco es ni más ni menos que un dialecto del fenicio, y que los bascos descienden de una colonia fenicia establecida al pie de los Pirineos en edad remota. De esta teoría, o más bien conjetura, no apoyada por la más ligera prueba, no hay para qué ocuparse con detención, limitándonos a observar que si, como muchos verdaderos sabios lo han supuesto y casi demostrado, el fenicio es un dialecto del hebreo o está emparentado estrechamente con él, sería tan poco razonable suponer que el basco se deriva del fenicio como que la lengua del Kanschatka o el iroqués son dialectos del griego y del latín.

Existe, sin embargo, otra opinión con respecto al basco que merece más detenido examen, por la circunstancia de hallarse muy extendida entre los literati de varios países de Europa, muy especialmente en Inglaterra. Aludo al origen céltico de esta lengua, y a su estrecha conexión con el más cultivado de todos los dialectos celtas: el irlandés. Gente que presume de conocer bien el asunto ha llegado a afirmar que existe tan poca diferencia entre las lenguas basca e irlandesa, que los individuos de ambas naciones no encuentran dificultad para entenderse entre sí, sin otro medio de comunicación que sus idiomas respectivos; en una palabra, que apenas si hay más diferencia entre el irlandés y el basco que entre el basco francés y el basco español. Tal semejanza, por mucho que se haya insistido en ella, no existe en la realidad; quizás en toda Europa sería difícil encontrar dos lenguas con menos puntos de semejanza que el basco y el irlandés.

El irlandés, como la mayoría de los demás idiomas europeos, es un dialecto del sánscrito, idioma remoto, como puede suponerse; el apartado rincón del mundo occidental en que aquel idioma se conserva es el más distante del lugar en que nació el idioma originario. Mas no por eso deja de ser un dialecto de aquella venerable y primitiva habla, aunque no se parezca a ella ciertamente tanto como el inglés, el danés y las lenguas pertenecientes a la llamada familia gótica, y mucho menos que las de la esclavonia, porque a medida que se avanza hacia el Este, la asimilación de las lenguas al tronco paterno es más clara y perceptible; pero dialecto del sánscrito, repito, concordes en la estructura, en la disposición de las palabras, y en muchos casos en las palabras mismas, en las que, a pesar de sus modificaciones, se reconoce todavía los vocablos sánscritos. Pero ¿qué es el basco y a qué familia pertenece?

Todos los dialectos hablados actualmente en Europa proceden de dos grandes lenguas asiáticas, que si ya no se hablan, existen en libros y son además las lenguas de dos de las principales religiones de Oriente. Aludo al tibetano y al sánscrito, las lenguas sagradas de los secuaces de Budha y de Bramah. Estas lenguas, aunque poseen muchas voces comunes, lo que puede explicarse por su estrecha proximidad, son realmente distintas, dadas las grandes diferencias de su estructura. No tengo tiempo ni deseo de explicar aquí en qué consisten esas diferencias; baste decir que los dialectos célticos, góticos y esclavones de Europa pertenecen a la familia sánscrita, así como en el Este el persa, y en menor grado el árabe, el hebreo, etc.[4 - La ciencia lingüística moderna difiere de tal modo de estas teorías, que sería muy difícil rectificarlas en una nota instructiva y no demasiadamente larga. Lo mejor será quizás prescindir de este capítulo completamente. (Nota de la edición Burke.)], mientras que a la familia tibetana o tártara pertenecen en Asia el mandchú y el mongol, el calmuco y el turco del mar Caspio, y en Europa el húngaro y el basco parcialmente.

Esta última lengua es, en verdad, una singular anomalía; tanto, que en general es menos difícil decir lo que no es que lo que es. Abundan en ella los vocablos del sánscrito, y cubren su superficie. Sería erróneo, sin embargo, considerar esta lengua como un dialecto sánscrito, porque en la ordenación de las palabras prepondera decididamente la forma tártara. También se encuentran en el basco palabras tártaras en cantidad notable, aunque no tantas como las derivadas del sánscrito. De estas raíces tártaras me limitaré al presente a citar una sola, aunque si fuese necesario podría aducirlas a centenares. Esta palabra es Jauna o Khauna, de uso constante entre los bascos, y que es el Khan de los Mongoles y Mandchúes, con la misma significación: Señor.

Después de estudiar detenidamente el asunto en todos sus aspectos y de pesar lo que en pro y en contra se alega de cada lado, me inclino a incluir el basco entre los dialectos tártaros más bien que entre los del sánscrito. Todo el que tenga ocasión de comparar la elocución de los bascos y de los tártaros, llegará con sólo eso, aunque no los entienda, a la conclusión de que sus lenguas respectivas se han formado con arreglo a iguales principios. En ambas se suceden períodos interminables al parecer, durante los que la voz sube gradualmente y luego desciende del mismo modo.

He hablado del sorprendente número de vocablos del sánscrito contenidos en la lengua basca, de los que se encontrará un ejemplo más abajo. Es muy de notar que en la mayor parte de los derivados del sánscrito, el basco ha dejado caer la consonante inicial, de suerte que la palabra comienza por una vocal.

El basco puede, en verdad, llamarse una lengua de vocales, porque el número de consonantes empleadas es relativamente corto; acaso de cada diez palabras, ocho empiezan y terminan por vocal, y a esto se debe que el basco sea una lengua extremadamente suave y melodiosa, muy superior en este respecto a cualquier otro idioma de Europa, sin excluir el italiano. Véanse a continuación algunos ejemplos de palabras bascas parangonadas con las raíces sánscritas.








En esta lengua publiqué el Evangelio de San Lucas, en Madrid. Adquirí la traducción hecha por un médico basco llamado Oteiza[5 - Evangelioa San Lucasen Guissan. El Evangelio según San Lucas. Traducido al vascuence. Madrid. Imprenta de la Compañía Tipográfica, 1838.]. Antes de enviarla a la imprenta, guardé la traducción en mi poder cerca de dos años, y durante ese tiempo, y sobre todo en mis viajes, no perdí ocasión de someterla a examen de las personas que pasaban por entendidas en Euscarra. No me satisfacía por completo la traducción, pero inútilmente busqué otra mejor.

Había yo adquirido, siendo muchacho, algunas ligeras nociones de Euscarra, tal como se usa en los libros. Esas nociones las aumenté considerablemente durante mi residencia en España, y gracias a mis relaciones con algunos bascos llegué a entender, hasta cierto punto, su idioma hablado, y aún lo hablé yo también, pero siempre con gran inseguridad; porque para hablar el vascuence, siquiera regularmente, es necesario haber vivido en el país desde muy niño. Tan grandes son las dificultades que presenta y tanto se diferencia de las demás lenguas, que es muy raro encontrar un forastero capaz de hablarlo un poco; los españoles consideran tan formidables esos obstáculos, que, según un proverbio suyo, Satanás vivió siete años en Vizcaya, y tuvo que marcharse porque ni podía entender a los vizcaínos ni le entendían.

Hay muy pocos alicientes para el estudio de esta lengua. En primer lugar, su adquisición es completamente innecesaria, aun para los que residen en el territorio donde se habla, porque la generalidad entiende el español en las provincias bascas pertenecientes a España, y el francés en las que pertenecen a Francia.

En segundo lugar, ninguno de sus dialectos posee una literatura propia que recompense el trabajo de aprenderlo. Existen algunos libros en basco francés y en basco español, pero son exclusivamente libros de devoción papista, y en su mayoría traducciones.

Se preguntará quizás al llegar aquí si los bascos no poseen una poesía popular, como casi todas las naciones, por pequeñas e insignificantes que sean. No están faltos, en verdad, de canciones, baladas y coplas, pero de carácter tal, que no puede llamárseles poesía. He puesto por escrito, al oírlas recitar, una considerable porción de lo que llaman su poesía; pero el único ejemplo de versos tolerables que encontré es la siguiente copla, que, después de todo, no merece excesivos elogios:

Ichasoa urac aundi,
Estu ondoric agueri —
Pasaco ninsaqueni andic
Maitea icustea gatic.

que significa: Las aguas del mar son vastas, e invisible su seno, pero yo las cruzaré para ir al encuentro de mi amor.

Los bascos son un pueblo cantor más que poeta. A pesar de la facilidad que su idioma presenta para la composición de versos, no han producido nunca un poeta con la más leve pretensión de nombradía; pero tienen muy buenas voces y son excelentes en la composición musical. En opinión de cierto autor, el Abbé d’Iharce[6 - A nadie que haya leído la obra de este Abbé se le ocurrirá citarlo como una autoridad seria. Se titula L’histoire des cantabres par l’Abbé d’Iharce de Bidassouet. París, 1825. Según el autor, el vascuence fué la lengua de los primeros hombres; Noah, que en vascuence significa vino, es el recuerdo etimológico de la intemperancia del patriarca (Burke).], que ha escrito acerca de ellos, el nombre de Cantabri, que los romanos les dieron, se deriva de Khantor-ber, que significa suaves cantores. Poseen mucha música original, alguna extremadamente antigua, según dicen. De esta música se han publicado algunos trozos en Donostian (San Sebastián), en el año 1826, editados por un tal Juan Ignacio Iztueta[7 - Euscaldun anciña anciñaco, etc. Donostian, 1826. Con una introducción en español y muchas canciones bascas, con notación musical.]. Consisten en unas marchas rudas y emocionantes, a cuyos sones créese que los bascos antiguos tenían la costumbre de bajar de sus montañas para pelear con los romanos y después con los moros. Al escucharlas llega uno con facilidad a creerse en presencia de un combate encarnizado. Oye uno las resonantes cargas de la caballería, el ludir de las espadas y el rebote de los cuerpos por los barrancos abajo.

Esta música va acompañada de palabras, pero qué palabras. ¡No puede imaginarse nada más estúpido, más trivial, más desprovisto de interés! Lejos de ser marcial, la letra refiere incidentes cotidianos, sin conexión alguna con la música. Las palabras son evidentemente de fecha moderna.

En lo físico, los bascos son de estatura regular, ágiles y atléticos. En general, tienen bellas facciones y hermosa tez, y se parecen no poco a ciertas tribus tártaras del Cáucaso. Su bravura es indiscutible, y pasan por ser los mejores soldados con que cuenta la corona de España: hecho que en gran parte corrobora la suposición de que son de origen tártaro, la raza más belicosa de todas, y la que ha producido los más famosos conquistadores. Son los bascos gente fiel y honrada, capaz de adhesión desinteresada; bondadosos y hospitalarios con los forasteros; puntos todos que están muy lejos de diferir del carácter tártaro. Pero son un tanto lerdos, y su capacidad no es ni con mucho de primer orden, en lo cual se parecen también a los tártaros.

No hay en la tierra pueblo más orgulloso que los bascos; pero el suyo es una especie de orgullo republicano. Carecen de clase aristocrática; ninguno reconoce a otro por superior. El carretero más pobre tiene tanto orgullo como el gobernador de Tolosa.

«Tiene más poder que yo, pero no mejor sangre; andando el tiempo, acaso sea yo también gobernador». Aborrecen el servicio doméstico, a lo menos fuera de su país natal, y aunque las circunstancias les obligan con frecuencia a buscar amo, es muy raro que ocupen un puesto de escaleras abajo: son mayordomos, secretarios, tenedores de libros, etc. Cierto que, por mi buena suerte, encontré un criado basco, pero siempre me trató más como a un igual que como a un amo: se sentaba delante de mí, me daba su opinión sin pedírsela y entraba en conversación conmigo en todo momento y ocasión. Me guardé muy bien de refrenarle, porque entonces se hubiera despedido, y en mi vida he visto una criatura más fiel. Su destino fué muy triste, como se verá más adelante.

Al decir que los bascos aborrecen la servidumbre, y que es muy raro encontrarlos de criados con los españoles, me refiero sólo a los varones; las hembras, por el contrario, no oponen reparos a entrar de criadas. Los bascos no miran, ciertamente, a las mujeres con la estimación debida, y las consideran aptas para poco más que para llenar empleos bajos, lo mismo que en Oriente, donde se las considera como siervas y esclavas. El carácter de las vascongadas difiere mucho del de los hombres. Son muy despiertas y agudas, y tienen, en general, más talento. Son famosas cocineras, y en casi todas las casas importantes de Madrid una vizcaína ejerce el supremo empleo en el departamento culinario.




CAPÍTULO XXXVIII




La prohibición. – El Evangelio, perseguido. – Inculpación de brujería. – Ofalia.


A mediados de Enero, mis enemigos me dieron una carga, prohibiéndome, de modo terminante, en virtud de orden dictada por el gobernador de Madrid, que siguiera vendiendo Testamentos. No me cogió de susto la medida, porque desde algún tiempo antes esperaba yo algo parecido, en razón de las ideas políticas profesadas por los ministros. Fuí, sin dilación, a visitar a Sir George Villiers, informándole de lo sucedido. Me prometió hacer cuanto pudiese para obtener la revocación de la orden. Por desgracia, no tenía entonces gran influencia, porque se había opuesto con todas sus fuerzas al advenimiento del Ministerio moderado, y al nombramiento de Ofalia para la presidencia del Gabinete. Sin embargo, no perdí ni un momento la confianza en el Todopoderoso, en cuyo servicio estaba yo ocupado.

Antes de ese tropiezo las cosas marchaban muy bien. La demanda de Testamentos aumentaba por modo considerable; tanto, que el clero se alarmó, y ese paso fué la consecuencia. Pero habían primero intentado dar otro, muy propio suyo: pretendieron dominarme por el miedo. Uno de los rufianes de Madrid, llamados Manolos, me salió al paso una noche en una calle obscura, y me dijo que si continuaba vendiendo mis «libros judíos», me «enhebraría un cuchillo en el corazón»; yo le contesté que se fuese a su casa, rezase unas oraciones, y dijera a los que le enviaban que me daban mucha lástima; con lo cual se fué, soltando un juramento. Pocos días más tarde recibí orden de enviar dos ejemplares del Testamento a las oficinas del gobernador, y así lo hice; menos de veinticuatro horas después llegó un alguacil a la tienda, y me notificó la prohibición de seguir vendiendo la obra.

Una circunstancia me regocijó. Por raro que parezca, las autoridades no tomaron medida alguna para cerrarme el despacho, y la prohibición sólo se refería a la venta del Nuevo Testamento; como faltaba poco para que el Evangelio de San Lucas, en caló y en vascuence, estuviese listo para la venta, esperé sostener las cosas, aunque en menor escala, hasta que vinieran mejores tiempos.

Me aconsejaron que borrase del escaparate de la tienda las palabras «Despacho de la Sociedad Bíblica británica y extranjera». Me negué a ello. El letrero había llamado mucho la atención, como yo me proponía. Si hubiera intentado llevar este asunto bajo cuerda, apenas habría llegado a vender en Madrid, hasta la fecha de que voy hablando, treinta ejemplares, en lugar de casi trescientos que tenía vendidos. Quien no me conozca se inclinará a llamarme temerario; pero estoy muy lejos de serlo, y nunca adopto un camino aventurado mientras me quede abierto alguno que no lo sea. Sin embargo, yo no soy hombre que se asuste del peligro, cuando veo que no hay más remedio que arrostrarlo para conseguir un propósito.

Los libreros se negaban a vender mi libro; me vi compelido a establecer por mi cuenta una tienda. En Madrid cada tienda tiene su nombre. ¿Cuál podía yo dar a la mía, sino el verdadero? No me avergonzaba de mi causa ni de mi bandera. La enarbolé, y luché a su sombra, no sin buen éxito.

Entretanto, el partido clerical en Madrid no perdonaba esfuerzo para difamarme. En una publicación suya, llamada El amigo de la religión cristiana, apareció un ataque estúpido, pero furioso, contra mí, al cual traté con el desprecio merecido. No satisfechos con eso, intentaron concitar al pueblo en contra mía, diciendo que yo era brujo, compañero de gitanos y hechiceras; y así me llamaban sus agentes cuando me encontraban en la calle. No tengo por qué negar que yo era amigo de gitanos y de adivinos. ¿Iba a avergonzarme de su compañía, cuando mi Maestro se trataba con publicanos y ladrones? Con frecuencia recibía visitas de gitanos: los adoctrinaba, y les leía trozos del Evangelio en su propia lengua; cuando estaban hambrientos y extenuados les daba de comer y de beber. Esto pudo tenerse por brujería en España, pero abrigo la esperanza de que en Inglaterra lo apreciarán de otro modo; y si hubiese yo perecido por entonces, creo que no hubiera faltado alguien dispuesto a reconocer que mi vida no había sido por completo inútil (siempre como instrumento del Altísimo), ya que logré traducir uno de los más valiosos libros de Dios a la lengua de sus criaturas más degradadas.

Entré en negociaciones con el Gobierno para obtener el permiso de vender en Madrid el Nuevo Testamento, y anular la prohibición. Encontré oposición muy grande, que no pude vencer. Varios obispos ultrapapistas, residentes por entonces en Madrid, habían denunciado la Biblia, a la Sociedad Bíblica y a mí. Pero no obstante sus concertados y poderosos esfuerzos, no pudieron conseguir su propósito principal, o sea mi expulsión de Madrid y de España. El conde Ofalia, aunque toleró ser instrumento, hasta cierto punto, de aquellas gentes, no dejó que le empujaran tan lejos. No encuentro palabras bastante enérgicas para hacer justicia al celo y al interés que en todo este asunto desplegó Sir Jorge Villiers en pro de la causa del Testamento. Celebró varias entrevistas con Ofalia sobre esta cuestión, y en ellas le significó su juicio acerca de la injusticia y tiranía con que en aquel caso había sido tratado su compatriota.

Tales quejas hicieron impresión en Ofalia, y más de una vez prometió hacer cuanto pudiese para complacer a Sir Jorge; pero luego los obispos le asediaban, y, poniendo en juego sus temores políticos, ya que no los religiosos, le impedían proceder en el asunto con justicia y honradez. Por indicación de Sir Jorge Villiers, tracé una breve memoria explicando lo que es la Sociedad Bíblica y sus propósitos, en especial los tocantes a España; Sir Jorge entregó personalmente esa memoria al conde. No cansaré al lector insertándola aquí, contentándome con observar que no intenté adular ni halagar, y me expresé con franqueza y honradez, como debe hacer un cristiano. Ofalia, al leer mi escrito, exclamó: «¡Lástima que esta Sociedad sea protestante, y que no sean católicos todos sus miembros!»

Pocos días después me envió un recado con un amigo, pidiéndome, cosa que me asombró, un ejemplar del Evangelio en gitano. Permítaseme decir aquí que la fama de este libro, aunque no publicado todavía, se había esparcido por Madrid como fuego por reguero de pólvora, y todo el mundo ansiaba tener un ejemplar; varios grandes de España me enviaron recado con la misma pretensión, pero no les atendí. Al instante resolví aprovechar la coyuntura que me ofrecía el conde de Ofalia y me dispuse a visitarle en persona. Mandé encuadernar lujosamente un ejemplar del Evangelio, y, encaminándome a Palacio, obtuve audiencia en el acto. Era un hombre diminuto, mustio, entre los cincuenta y los sesenta años de edad, con dientes y pelo postizos, pero de muy corteses maneras. Me recibió con gran afabilidad y me dió las gracias por el regalo; pero cuando le hablé del Nuevo Testamento, me dijo que el asunto estaba rodeado de dificultades, y que la gran masa del clero se había puesto en mi contra; me exhortó a que tuviera paciencia y calma, y en tal caso dijo que trataría de buscar el modo de complacerme. Entre otras cosas, me dijo que los obispos odiaban a un sectario más que a un ateo. Contesté que, como los antiguos fariseos, se cuidaban más del oro del templo que del templo mismo. Durante toda la entrevista dió evidentes señales de un gran temor, y continuamente miraba detrás y alrededor de sí, como si temiera que alguien le escuchase; esto me hizo recordar el dicho de un amigo, según el cual, si hay algo de verdad en la metempsícosis, el alma del conde de Ofalia debió de pertenecer originariamente a un ratón. Nos separamos en muy amistosos términos, y me fuí maravillado del extraño azar que ha hecho de un pobre hombre como éste el primer ministro de un país como España.




CAPÍTULO XXXIX




Los dos Evangelios. – El alguacil. – La orden de prisión. – María la buena. – El arresto. – Me envían a la cárcel. – Reflexiones. – El recibimiento. – La celda en la cárcel. – Demanda de desagravios.


Al cabo, la traducción del Evangelio de San Lucas al gitano estuvo lista. Deposité cierto número de ejemplares en el despacho y anuncié su venta. El Evangelio en vascuence, impreso también por entonces, fué igualmente anunciado. Hubo poca demanda de esta obra. No así del San Lucas en gitano, y con facilidad hubiera podido vender toda la edición en menos de quince días. Sin embargo, mucho antes de transcurrir este plazo el clero se puso sobre las armas.

«¡Brujería!» – dijo un obispo.

«Aquí hay más de lo que a primera vista parece» – exclamó el segundo.

«Va a convertir a toda España valiéndose del lenguaje gitano» – gritó un tercero.

Y luego surgió el coro habitual en esos casos:

«¡Qué infamia! ¡Qué picardía!»

Al fin, después de andar en bureo entre sí, corrieron a su instrumento el corregidor, o jefe político, como se le llama ahora, de Madrid. He olvidado el nombre de este personaje, a quien no conocí personalmente. Juzgando por sus acciones y por lo que se decía de él, puedo asegurar que era una criatura estúpida, testarudo, y además grosero, un mélange de borrico, mula y lobo. Como profesaba inveterada antipatía a todos los extranjeros, prestó oídos benévolos a la queja de mis acusadores, y sin tardanza dió orden de secuestrar todos los ejemplares del Evangelio en gitano que hubiese en el despacho[8 - El 14 de enero de 1838 el jefe político, don Francisco de Gamboa, ordenó el secuestro.]. La consecuencia fué que un nutrido cuerpo de alguaciles dirigió sus pasos a la calle del Príncipe, y se apoderaron de unos treinta ejemplares del libro perseguido y de otros tantos del San Lucas en vascuence. Con tales despojos, los satélites volvieron en triunfo a la jefatura política, donde se repartieron entre sí los ejemplares del Evangelio en gitano, vendiéndolos después casi todos a buen precio, porque el libro era muy buscado, y así se convirtieron sin quererlo en agentes de una Sociedad herética. Pero cada cual debe vivir de su trabajo – dice esa gente – y no pierde ocasión de hacer buenas sus palabras, vendiendo lo mejor que puede cualquier botín que cae en sus manos.

Como nadie se ocupaba del Evangelio en vascuence, fué guardado sin tropiezo, con otras capturas invendibles, en los almacenes de la jefatura.

Ya estaban secuestrados los Evangelios en gitano, al menos los que tenía en el despacho expuestos para la venta. Pero el corregidor y sus amigos pensaron que aún podía conseguirse mucho más mediante una pequeña combinación. Todos los días se presentaban en la tienda algunos ganchos de la policía, bajo disfraces diferentes, preguntando con gran interés por los «libros gitanos» y ofreciendo pagar los ejemplares a buen precio. Pero se fueron con las manos vacías. Mi gallego estaba sobre aviso, y a todo el que preguntaba le decía que por el momento no se vendían libros de ninguna clase en el establecimiento. Y así era la verdad, pues le había dado orden de no vender más, bajo ningún pretexto.

A pesar de mi conducta franca, no me creyeron. El corregidor y sus aliados no podían convencerse de que, bajo cuerda, y por medios misteriosos, no vendía yo diariamente cientos de aquellos libros gitanos que iban a revolucionar el país y a destruir el poder del obispo de Roma. Trazaron, pues, un plan, mediante el cual esperaban colocarme en tal situación, que no pudiese en algún tiempo trabajar activamente en la difusión de las Escrituras, ya estuviesen en gitano o en otro idioma cualquiera.

El 1.º de mayo (1838), por la mañana, si no recuerdo mal, un individuo desconocido se presentó en mi cuarto cuando me disponía a tomar el desayuno. Era un tipo de innoble catadura, de mediana talla, con todos los estigmas de la picardía en el semblante. La huéspeda le introdujo en mi aposento y se retiró. No me agradó la llegada del visitante; pero, afectando cortesía, le rogué que se sentara y le pregunté el objeto de su visita.

– Vengo de parte de su excelencia el jefe político de Madrid – respondió – y mi objeto es decirle a usted que su excelencia conoce perfectamente sus manejos, y cuando quiera puede demostrar que sigue usted vendiendo en secreto los malditos libros cuya venta se le ha prohibido a usted.

– ¿De verdad? Pues que lo haga sin tardanza. ¿Qué necesidad tiene de avisarme?

– Puede que crea usted – continuó el hombre – que su señoría no tiene testigos; pues los tiene, sépalo usted, y muchos, y muy respetables además.

– No lo dudo – repliqué – . Dada la apariencia respetable de usted, será usted uno de ellos. Pero me está usted haciendo perder tiempo; márchese, pues, y diga a quien le haya enviado que no tengo una idea muy alta de su talento.

– Me iré cuando quiera – replicó el otro. – ¿Sabe usted con quién está hablando? ¿Sabe usted que si me parece conveniente puedo registrarle a usted el cuarto, hasta debajo de la cama? ¿Qué tenemos aquí? – continuó; y empezó a hurgar con el bastón un rimero de papeles que había encima de una silla – . ¿Qué tenemos aquí? ¿Son también papeles de los gitanos?

En el acto resolví no tolerar por más tiempo su proceder, y, agarrando al hombre por un brazo, le saqué del cuarto, y sin soltarle le conduje escaleras abajo desde el tercer piso, en que yo vivía, hasta la calle, mirándole fijamente a la cara durante todo el tiempo.

El individuo se había dejado el sombrero encima de la mesa, y se lo envié con la patrona, que se lo entregó en propia mano cuando aún se estaba en la calle el hombre mirando con ojos pasmados a mi balcón.

– Le han tendido a usted una trampa, don Jorge– dijo María Díaz cuando subió de la calle – . Ese corchete no traía más intención que la de provocarle a usted. De cada palabra que usted le ha dicho hará un mundo, como acostumbra esa gente; al darle el sombrero ha dicho que antes de veinticuatro horas habrá usted visto por dentro la cárcel de Madrid.

En efecto, en el curso de la mañana supe que se había dictado contra mí orden de arresto[9 - Por el gobernador don Diego de Entena, sucesor de Gamboa. La prisión se decretaba: 1.º, por insultos al alguacil; 2.º, por repartir un libro impreso en Gibraltar. Era el Lucas en gitano (sin licencia de impresión), pero que todos sabían impreso en Madrid (Knapp).]. La perspectiva de un encarcelamiento no me atemorizó gran cosa; las aventuras de mi vida y mis inveterados hábitos de vagabundo me habían ya familiarizado con situaciones de todo género, hasta el punto de encontrarme tan a gusto en una prisión como en las doradas salas de un palacio, y aún más, porque en aquel lugar siempre puedo aumentar mi provisión de informaciones útiles, mientras que en el último el aburrimiento se apodera de mí con frecuencia. Había yo, además, pensado algún tiempo atrás hacer una visita a la cárcel, en parte con la esperanza de poder decir algunas palabras de instrucción cristiana a los criminales, y en parte con la mira de hacer ciertas investigaciones acerca del lenguaje de los ladrones en España, asunto que había excitado en gran manera mi curiosidad; y hasta hice algunas gestiones para conseguir que me dejasen entrar en la Cárcel de la Corte, pero encontré el asunto rodeado de dificultades, como hubiese dicho mi amigo Ofalia. Casi me alegré, pues, de la oportunidad que iba a presentárseme para ingresar en la cárcel, no en calidad de visitante, sino como mártir, como víctima de mi celo por la santa causa de la religión.

Resolví, sin embargo, chasquear a mis enemigos por aquel día cuando menos, y burlar la amenaza del alguacil de que me prenderían antes de veinticuatro horas. Con este propósito me instalé para lo restante del día en una famosa fonda francesa de la calle del Caballero de Gracia[10 - En la fonda de Genieys (Knapp).] que, por ser uno de los lugares más concurridos y más elegantes de Madrid, pensé, naturalmente, que sería el último adonde al corregidor se le ocurriría buscarme.

A eso de las diez de la noche, María Díaz, a quien yo había dicho el lugar de mi refugio, llegó acompañada de su hijo, Juan López.

– Oh, señor– dijo María al verme – , ya están buscándole a usted; el alcalde del barrio, con una gran comitiva de alguaciles y gente así, acaba de presentarse en casa con la orden de arrestarle a usted, dictada por el corregidor. Han registrado toda la casa, y al no encontrarle se han enfadado mucho. ¡Ay de mí! ¿Qué va a ocurrir si le encuentran?

– No tema usted nada, buena María – dije yo – . Se le olvida a usted que soy inglés; también se le olvida al corregidor. Préndame cuando quiera, esté usted segura de que se daría por muy contento dejándome escapar. Por ahora, sin embargo, le permitiremos seguir su camino; parece que se ha vuelto loco.

Dormí en la fonda, y en la mañana del día siguiente acudí a la embajada, donde tuve una entrevista con sir Jorge, a quien referí detalladamente el suceso. Díjome que le costaba trabajo creer que el corregidor abrigase intenciones serias de prenderme: en primer lugar, porque yo no había cometido delito alguno; y en segundo, porque yo no estaba bajo la jurisdicción de aquel funcionario, sino bajo la del capitán general, único que tenía atribuciones para resolver en asuntos tocantes a los extranjeros, y ante quien debía yo comparecer acompañado del cónsul de mi país.

– Sin embargo – añadió – , no se sabe hasta dónde son capaces de llegar los jaques que ocupan el poder. Por tanto, si tiene usted algún temor, le aconsejo que permanezca unos días en la embajada como huésped mío, y aquí estará usted completamente a salvo.

Le aseguré que no tenía miedo alguno, porque estaba ya muy acostumbrado a semejantes aventuras. Desde la habitación de sir Jorge me dirigí a la del primer secretario, Mr. Southern, con quien entré en conversación. Apenas llevaba allí un minuto, cuando Francisco, mi criado, irrumpió en el cuarto casi sin aliento y agitadísimo, exclamando en vascuence:

– Niri jauna, los alguaciloac y los corchetoac y los demás lapurrac están otra vez en casa. Parecen medio locos; y como no le pueden encontrar a usted, están registrando los papeles, en la creencia, supongo yo, de que está usted escondido entre ellos.

Míster Southern nos interrumpió, preguntando lo que aquello significaba. Se lo conté, y añadí que me proponía volver en el acto a mi casa.

– Pero entonces esos hombres acaso le arresten a usted – dijo Mr. Southern – antes de que podamos intervenir nosotros.

– Tengo que afrontar ese riesgo – repliqué, y un momento después me fuí.

Pero, antes de llegar a la mitad de la calle de Alcalá, dos individuos vinieron a mí, y, diciéndome que era su prisionero, me mandaron seguirlos a la oficina del corregidor.

Eran dos alguaciles, quienes, sospechando que podría entrar en la embajada o salir de ella, estaban en acecho por las inmediaciones.

Rápidamente me volví a Francisco y le dije en vascuence que fuese otra vez a la embajada y contase al secretario lo que acababa de suceder. El pobre muchacho salió como una exhalación, no sin volver a medias el cuerpo de vez en cuando para amenazar con el puño y cubrir de improperios en vascuence a los dos lapurrac, como llamaba a los alguaciles.

Lleváronme a la jefatura, donde está el despacho del corregidor, y me introdujeron en una vasta pieza, invitándome con el gesto a tomar asiento en un banco de madera. Luego se me puso uno a cada lado. Aparte de nosotros, había en la habitación unas veinte personas lo menos; con toda seguridad, empleados de la casa, a juzgar por su aspecto. Iban todos bien vestidos, a la moda francesa en su mayoría; y, sin embargo, harto se notaba lo que en realidad eran: alguaciles, espías y soplones. Si Gil Blas hubiera despertado de su sueño de dos siglos, los hubiese reconocido sin dificultad, a pesar de la diferencia de trajes. Lanzábanme ojeadas al pasar, según recorrían la habitación de arriba a abajo; luego se reunieron en un corro y empezaron a cuchichear. Le oí decir a uno de ellos:

– Entiende los siete dialectos del gitano.

Entonces, otro, andaluz sin género de duda, a juzgar por el habla, dijo:

– Es muy diestro; monta a caballo y tira el cuchillo tan bien como si fuera de mi tierra.

Al oírlo, se volvieron todos y me miraron con interés, mezclado, evidentemente, de respeto, como de seguro no lo hubieran sentido si hubiesen pensado que yo era tan sólo un hombre de bien que daba testimonio en la causa de la justicia.

Esperé pacientemente en el banco una hora lo menos, creyendo que me llamarían de un momento a otro a presencia del señor corregidor. Pero me figuro que no debieron de juzgarme digno de ver a tan eminente personaje, porque al cabo de ese tiempo un hombre de edad provecta – perteneciente, empero, al género alguacil– entró en el aposento y avanzó derechamente hacia mí.

– Levántese – dijo.

Obedecí.

– ¿Cómo es su nombre? – preguntó.

Se lo dije.

– Entonces – replicó mostrando un papel que tenía en la mano – , señor, su excelencia el corregidor manda que le llevemos a usted a la cárcel sin tardanza.

Me miraba fijamente al hablar, quizás con la esperanza de verme caer al suelo al oír el formidable nombre de cárcel; sin embargo, me limité a sonreír. Entonces entregó el papel, que supongo sería la orden de encarcelamiento, a uno de mis dos apresadores, y, obediente a la seña que me hicieron, eché a andar tras ellos.

Supe más adelante que tan pronto como sir Jorge tuvo noticia de mi arresto envió al secretario de la legación, Mr. Southern, a visitar al corregidor, y estuvo haciendo antesala la mayor parte del tiempo que yo permanecí en la jefatura. Al pedir audiencia al corregidor se proponía darle sus quejas y señalarle los peligros a que se exponía con el paso temerario que acababa de dar. El corregidor, muy terco, se negó a recibirle, pensando quizás que avenirse a razones redundaría en menoscabo de su dignidad; pero su conducta me favoreció por modo eficacísimo, porque después de tal ejemplo de gratuita insolencia nadie puso en duda la injusticia y el atropello de que me había hecho víctima.

Los alguaciles me llevaron por la Plaza Mayor a la Cárcel de la Corte, que así se llama. Al cruzar la plaza recordé que, en los buenos tiempos pasados, la Inquisición de España acostumbraba a celebrar allí sus solemnes autos de fe, y eché una mirada a los balcones de la Casa de la Villa, desde donde presenció el último rey de la dinastía austriaca el auto más solemne que se recuerda, y, después de ver quemar por grupos de cuatro o de cinco unos treinta herejes, hombres y mujeres, se enjugó el rostro, sudoroso por el calor y ennegrecido por el humo, y tranquilamente preguntó: «¿No hay más?»; ejemplar prueba de paciencia muy aplaudida por sus curas y confesores, que, andando el tiempo, le envenenaron.

– Y aquí estoy yo – iba yo pensando – , que he hecho en contra del papismo más que todos los pobres cristianos martirizados en esta maldita plaza, enviado simplemente a la cárcel, de la que estoy seguro de salir dentro de pocos días con buena opinión y aplauso. ¡Papa de Roma! Creo que sigues siendo tan maligno como siempre; pero de tan escaso poder, que da lástima. Te estás quedando paralítico, Batuschca, y tu cayado se ha convertido en una muleta.

Llegamos a la cárcel, sita en una calle estrecha, no lejos de la Plaza Mayor. Entramos en un pasadizo obscuro, a cuyo extremo había una verja. Llamaron mis conductores, y un rostro feroz se dejó ver a través de la verja; hubo un cambio de palabras, y a los pocos momentos me encontré dentro de la cárcel de Madrid, en una especie de corredor abierto a considerable altura sobre un patio, de donde subía fuerte rumor de voces y, en ocasiones, gritos y clamores salvajes. En el corredor, que servía como de oficina, había varias personas, una de ellas sentada detrás de un pupitre; hacia ella fueron los alguaciles, y, después de hablar un rato en voz baja, pusieron en sus manos la orden de arresto. La leyó con atención, y, levantándose después, se me acercó. ¡Qué tipo! Tendría unos cuarenta años, y su estatura hubiera sido de unos seis pies y dos pulgadas a no ir encorvado en forma que parecía una ese. Era más delgado que un hilo; diríase que un soplo de aire bastaba para llevárselo. Su rostro hubiera sido hermoso sin tan portentosa y extraordinaria delgadez. Tenía la nariz aguileña; los dientes blancos como el marfil; negros los ojos – ¡oh, qué negrura! – , de muy extraña expresión; atezada la piel, y el pelo de la cabeza como las plumas del cuervo. Sus facciones dilatábanse de continuo por una sonrisa profunda y tranquila, que con toda su tranquilidad era una sonrisa cruel, muy propia del semblante de un Nerón. «Mais en revanche personne n’étoit plus honnête.»

– Caballero– dijo – , permítame usted que me presente yo mismo: soy el alcaide de esta cárcel. Veo por este papel que durante cierto tiempo, muy corto, sin duda, tendré el honor de que me haga compañía bajo este techo; espero que desechará usted de su ánimo todo temor. Me encargan que le trate a usted con todo el respeto debido a la ilustre nación a que pertenece y a que tiene derecho un caballero de tan elevada condición. La verdad es que el encargo está de más, pues por mi propio impulso hubiera tenido yo gran placer en colmarle de atenciones y comodidades. Caballero, debe usted considerarse aquí más como huésped que como preso. Puede usted correr toda la casa a su antojo. Aquí encontrará usted cosas no del todo indignas de la atención de un espíritu reflexivo. Le ruego que disponga de los llaveros y empleados como de sus criados propios. Ahora voy a tener el honor de llevarle a su habitación, la única que hay vacía. La reservamos siempre para caballeros distinguidos. De nuevo me congratulo de que las órdenes recibidas coincidan con mi inclinación personal. No se le pondrá a usted cuenta ninguna, aunque el alquiler diario de ese cuarto llega a veces a una onza de oro. Le ruego, pues, que me siga, caballero, y me considere en todos tiempos y ocasiones como su afectísimo y obediente servidor.

Al decir esto, se quitó el sombrero y me hizo una profunda reverencia.

Tal fué el discurso del alcaide de la cárcel de Madrid, discurso pronunciado en puro y sonoro castellano, con mucho reposo, gravedad y casi dignidad; discurso que hubiera hecho honor a un magnate de ilustre cuna, a monsieur Bassompierre recibiendo en la Bastilla a un príncipe italiano, o al gobernador de la Torre de Londres recibiendo a un duque inglés acusado de alta traición. Pues bien: ¿quién era este alcaide? Uno de los mayores tunantes de España. Un individuo que más de una vez, por su rapacidad y avaricia, y por mermar las miserables raciones de los presos, había provocado insurrecciones en el patio, sofocadas en sangre con ayuda de la fuerza militar; un tipo de baja extracción, que cinco años antes era tambor en una partida de voluntarios realistas. Pero España es el país de los caracteres extraordinarios.

Seguí al alcaide hasta el final del corredor, donde había una verja muy espesa, y a cada lado de ella estaba sentado un llavero, tipos de horrenda catadura. Se abrió la verja, y, volviendo a la derecha, seguimos por otro corredor, donde había mucha gente paseándose: presos políticos, según supe más tarde. Al final del corredor, que abarcaba toda la longitud del patio, entramos en otro; la primer habitación que encontramos era la que me habían destinado. El aposento, espacioso y alto de techo, estaba en absoluto desprovisto de muebles, con excepción de una cuba de madera, destinada a contener mi ración diaria de agua.

– Caballero– dijo el alcaide– , como usted ve, el cuarto está desamueblado. Ya son las tres de la tarde; por tanto, le aconsejo a usted que, sin descuidarse, envíe a buscar a su posada una cama y las demás cosas que pueda necesitar; el llavero le hará a usted la cama. Caballero, adiós, hasta otra vista.

Seguí su consejo, y escribí con lápiz una nota a María Díaz, enviándosela por el llavero; hecho esto, me senté en la cuba, y caí en una especie de ensueño que me duró mucho tiempo.

Al cerrar la noche llegó María Díaz, acompañada de dos mozos de cordel y de Francisco, todos cargados. Encendieron una lámpara, echaron lumbre en el brasero, y la melancolía de la cárcel se disipó hasta cierto punto.

Cuando tuve silla donde sentarme, me levanté de la cuba y me puse a despachar algunos manjares que mi buena patrona no se había olvidado de traerme. De pronto, Mr. Southern entró. Se echó a reír de buena gana al verme ocupado en la forma que he dicho.

– Borrow – me dijo – , es usted hombre muy a propósito para correr mundo, porque todo lo toma usted con frialdad y como la cosa más natural. Pero lo que más me sorprende en usted es el gran número de amigos que tiene; no le falta a usted en la cárcel gente que se afane por su bienestar. Hasta su criado es amigo de usted, en lugar de ser, como en general ocurre, su peor enemigo. Ese vascongado es una criatura muy noble. No olvidaré nunca cómo habló de usted cuando llegó corriendo a la Embajada a llevar la noticia de su arresto. Tanto a sir Jorge como a mí, nos interesó mucho; si alguna vez desea usted separarse de él, avíseme, para tomarlo a mi servicio. Pero hablemos de otra cosa.

Entonces me contó que sir Jorge había ya enviado a Ofalia una nota oficial pidiendo reparaciones por el caprichoso ultraje cometido en la persona de un súbdito británico.

– Estará usted en la cárcel esta noche – dijo – ; pero tenga la seguridad de que mañana, si lo desea, puede salir de aquí en triunfo.

– De ningún modo lo deseo – repliqué – . Me han metido en la cárcel por hacer su capricho, y yo me propongo permanecer en ella por hacer el mío.

– Si el tedio de la cárcel no puede más que usted – dijo Mr. Southern – , creo que esa resolución es la más conveniente; el Gobierno se ha comprometido de mala manera en este asunto, y, hablando con franqueza, no lo sentimos, ni mucho menos. Esos señores nos han tratado más de una vez con excesiva desconsideración, y ahora se nos presenta, si continúa usted firme, una excelente oportunidad de humillar su insolencia. Voy al instante a decir a sir Jorge la resolución de usted, y mañana temprano tendrá usted noticias nuestras.

Con esto se despidió de mí; me acosté, y no tardé en dormirme en la cárcel de Madrid.




CAPÍTULO XL




Ofalia. – El juez. – Cárcel de la Corte. – El domingo en la cárcel. – Vestimenta de los ladrones. – Padre e hijo. – Un comportamiento característico. – El francés. – La ración carcelaria. – El valle de las sombras. – Castellano puro. – Balseiro. – La cueva. – La gloria del ladrón.


Ofalia comprendió en seguida que la prisión de un súbdito británico, hecha en forma tan ilegal, traería probablemente consecuencias graves. Si él en persona animó al corregidor en su conducta respecto de mí, es cosa imposible de decidir; probablemente, no lo hizo; pero el corregidor era un funcionario de su elección, y de sus actos eran hasta cierto punto responsables Ofalia y todo el Gobierno. Sir Jorge había presentado ya una protesta muy enérgica, y había llegado a decir en una nota oficial que desistiría de toda ulterior comunicación con el Gobierno español mientras no se me dieran las reparaciones amplias y completas a que tenía derecho por el atropello sufrido. Ofalia respondió que iban a adoptarse inmediatamente las disposiciones necesarias para mi excarcelación, y que mía sería la culpa si después continuaba preso. Sin dilación ordenó a un juez de la primera instancia que fuese a tomarme declaración y me soltara, amonestándome para que fuese más prudente en lo sucesivo. Pero mis amigos de la Embajada me habían aconsejado lo que debía hacer en aquel caso. Por consiguiente, cuando el juez, en la segunda noche de mi encarcelamiento, se presentó en la prisión y me llamó a su presencia, acudí, en efecto; pero al querer interrogarme, me negué en redondo a contestar.

– No tiene usted derecho para interrogarme – le dije – . No quiero faltar al respeto debido al Gobierno y a usted, caballero juez pero me han encarcelado ilegalmente. Un jurista tan competente como usted no puede ignorar que, conforme a las leyes españolas, yo, por ser extranjero, no puedo ser llevado a la cárcel bajo la inculpación que se me ha hecho, sin comparecer previamente ante el capitán general de esta real ciudad, cuyo deber es proteger a los extranjeros y ver si no se han infringido en sus personas las leyes de la hospitalidad.

Juez. – Vaya, vaya, Don Jorge, ya veo adónde quiere ir a parar; pero sea usted razonable: no le hablo como juez, sino como un amigo que desea su bien y que siente profunda reverencia por la nación británica. Todo este asunto es baladí; no niego que el jefe político ha procedido con alguna ligereza por informes de una persona quizás no muy digna de crédito; pero no se le han causado a usted graves daños, y a una persona de mundo como usted una aventurilla de este género más le sirve de diversión que de otra cosa. Sea usted razonable, olvide lo ocurrido; ya sabe que lo propio de un cristiano, y además su deber, es perdonar. Le aconsejo, Don Jorge, que salga de la cárcel al momento; me atrevo a decir que ya está usted cansado de ella. En este momento es usted libre de marcharse; váyase al punto a su casa, y yo le prometo a usted que a nadie se le permitirá ir a molestarle en lo sucesivo. Ya va siendo tarde, y las puertas de la cárcel se cerrarán dentro de poco. ¡Vamos, Don Jorge, a la casa, a la posada!

Yo. – Pero Pablo les dijo: «Nos han azotado públicamente sin oírnos en juicio, siendo romanos, y nos han arrojado en la cárcel. ¿Y ahora salen con soltarnos en secreto? No ha de ser así; sino que han de venir y soltarnos ellos mismos»[11 - Hechos de los Apóstoles, XVI, 37.].

Luego le hice una reverencia al juez, que se encogió de hombros y tomó un polvo de tabaco. Al salir del aposento me volví al alcaide, que estaba de pie en la puerta, y le dije:

– Sepa usted que no saldré de esta cárcel hasta que haya recibido plena satisfacción del atropello que sufro. Usted puede expulsarme, si quiere; pero cualquier intento que usted haga lo resistiré con todas mis fuerzas.

– Usía tiene razón – dijo en voz baja el alcaide, inclinándose.

Sir Jorge, al enterarse de esto, me escribió una carta alabando mi resolución de permanecer por el pronto en la cárcel, y rogándome que le dijese qué cosas podrían enviarme de la Embajada para aliviar un poco mi situación.

Voy a dejar por un momento mis asuntos personales, y contaré algunas cosas relativas a la cárcel de Madrid y a sus huéspedes.

La Cárcel de la Corte, donde yo estaba, aunque es la principal prisión de Madrid, no dice nada, ciertamente, en favor de la capital de España. No he tenido ocasión de averiguar si fué construída precisamente para el destino que hoy tiene[12 - El edificio llamado Cárcel de Corte, en la Plaza de Provincia, construído para prisión en 1644, comprendía lo que es hoy el ministerio de Estado, más un anejo a su espalda, que llegaba hasta la calle de la Concepción Jerónima.]; lo probable es que no, porque la práctica de levantar edificios adecuados para encarcelar a los delincuentes no se ha extendido hasta estos últimos años. En todos los países ha sido costumbre convertir en prisiones los castillos, conventos y palacios abandonados, práctica todavía en vigor en la mayor parte del continente, sobre todo en España e Italia, y a la cual se debe en buena parte la inseguridad de las prisiones, y la miseria, suciedad e insalubridad que generalmente reinan en ellas.

No me propongo describir detenidamente la cárcel de Madrid: verdad que sería casi imposible describir un edificio tan irregular y destartalado. Lo más característico son los dos patios, el uno detrás del otro, destinados al recreo y aireación de la masa principal de presos. Tres calabozos abovedados ocupan tres lados del patio, debajo justamente de las galerías de que antes hablé. Esos calabozos tienen capacidad para ciento o ciento cincuenta presos cada uno, y en ellos quedan encerrados por la noche con cerrojos y barras; pero durante el día pueden vagar por los patios a su antojo. El segundo patio era mucho más grande que el primero; pero sólo contenía dos calabozos, horriblemente inmundos y repugnantes; en este segundo patio se encierra a los ladrones de ínfima categoría. Uno de los calabozos es, si cabe, más horrible que el otro; le llaman la gallinería, y en él encerraban todas las noches la carne joven del presidio: chicuelos infelices de siete a quince años de edad, casi todos en la mayor desnudez. El lecho común de los huéspedes de estos calabozos era el suelo, sin que entre él y sus cuerpos se interpusiese nada, salvo a veces una manta o un delgado jergón; pero este último lujo era rarísimo.

Además de los calabozos que daban a los patios, había otros en diversos sitios de la cárcel; algunos completamente en tinieblas, destinados a recibir a quienes parecía conveniente tratar con especial rigor. Había también un departamento para mujeres. A la galería principal daban varios aposentos pequeños, donde residían los presos por deudas o por delitos políticos. Por último, había una pequeña capilla, donde los reos de muerte pasan los tres últimos días de su existencia, en compañía de sus directores espirituales.

No se me olvidará fácilmente el primer domingo que pasé en la cárcel. El domingo es día de gala en la cárcel, al menos en la de Madrid, y en ese día santo toda la ladronería de la cárcel exhibe sus galas y primores. No hay en el mundo gente más vanidosa que los ladrones, en general, ni más amiga de figurar y de llamar la atención de los camaradas por su apariencia fastuosa. En tiempos pasados, el célebre Sheppard se recreaba vistiendo un traje de terciopelo de Génova, y cuando se presentaba en público, llevaba generalmente al costado una espada con guarnición de plata. Vaux y Hayward, héroes más modernos, eran los hombres mejor vestidos en el pavé de Londres. Muchos bandidos italianos se engalanan con esplendidez, y hasta los ladrones gitanos sienten los encantos del vestir ricamente; sólo el gorro de Haram Pasha, jefe de la partida de gitanos caníbales que infestó a Hungría a fines del siglo pasado, llevaba adornos de oro y joyas evaluados en cuatro mil guilders. ¡Vean los frívolos y vanidosos cuán bien se armonizan el crimen y la vanidad! Los ladrones españoles son tan amigos de este género de ostentación como sus hermanos de otras tierras, y tanto en la cárcel como fuera de ella, su mayor contento es lucir su profusión de ropa blanca, ya recostados al sol, ya paseándose gentilmente de aquí para allá.

Ropa blanca como la nieve: tal es el rasgo principal de la vanidad de los ladrones de España. No llevan chaqueta encima de la camisa, cuyas mangas son anchas y flotantes; sólo usan un chaleco de seda verde o azul, con muchos botones de plata, que son más de adorno que de uso, pues rara vez los abrochan. Llevan, además, calzones anchos, un poco a la manera turca; rodeada a la cintura una faja carmesí, y anudado en torno de la cabeza un pañuelo de vivos colores, de los telares de Barcelona; zapatos finos y medias de seda completan el arreo del ladrón. Este vestido es bastante pintoresco, y muy apropiado al tiempo soleado y brillante de la Península; pero hay en él una chispa de afeminamiento, que cuadra mal con el arriesgado oficio de ladrón. No se crea, sin embargo, que cualquier ladrón puede permitirse semejante lujo: hay varias categorías de ladrones, algunos bastante pobres, que apenas tienen un harapo para cubrirse. Quizás en la cárcel de Madrid, tan poblada, no hubiera más de veinte que aparecieran vestidos en la forma que he tratado de describir; eran gente de reputación, ladrones encumbrados, casi todos jóvenes, que si bien no tenían dinero propio, los sostenían en la posición sus majas y amigas, mujeres de cierta clase que traban amistad con los ladrones y cuya mayor gloria y deleite consiste en satisfacer la vanidad de sus amigos con los gajes de su propia vergüenza y envilecimiento. Estas mujeres proveen a sus cortejos de ropa nívea, lavada quizás por sus propias manos en las aguas del Manzanares, para la parada del domingo, momento en que ellas, vestidas a la maja, aparecen en las galerías altas y miran con ojos de admiración a los ladrones pavoneándose en el patio.

Entre esta gente de la ropa nívea, dos tipos llamaron especialmente mi atención: eran padre e hijo. El primero, de unos treinta años, de atlética estatura, era ladrón nocturno, famoso por su habilidad en el oficio. Hallábase preso por una muerte atroz, perpetrada, a favor de una noche silenciosa, en una casa de Carabanchel, donde tuvo por único cómplice a su hijo, un niño de menos de siete años de edad. «La manzana – como dice Dauer – no ha caído lejos del árbol.» El retoño era en un todo un traslado de su padre, aunque en miniatura. Llevaba también las mangas de seda, el chaleco con botones de plata y el pañuelo rodeado a la cabeza, como los ladrones, y, cosa bastante ridícula, un enorme cuchillo manchego en la faja carmesí. Con toda evidencia, era el orgullo del rufián de su padre, que atendía con todos los cuidados imaginables a aquella cría de la horca; le columpiaba en sus rodillas, y a veces se quitaba el cigarro de sus labios bigotudos para ponérselo en la boca al pequeñuelo. El chico era el favorito del patio, porque su padre era uno de los valientes de la cárcel, y los que temían sus proezas y deseaban serle agradables estaban siempre mimando a su hijo. ¡Qué enigma es este mundo! ¡Qué obscuras y misteriosas las fuentes de lo que llaman crimen y virtud! Si aquel desventurado niño es, con el tiempo, un asesino como su padre, ¿podría culpársele por ello? Arrullado por ladrones, ya vestido de ladrón, hijo de un ladrón cuya historia fué quizás igual a ésta, ¿es justo…?

¡Oh hombre! ¡Hombre! No intentes penetrar en el misterio del bien y del mal morales; reconoce que eres un gusano, arrójate al suelo y murmura con los labios pegados al polvo: ¡Jesús! ¡Jesús!

Lo que más me sorprendió fué el buen comportamiento de los presos; lo llamo bueno después de considerar bien todas las cosas y de compararlo con el de la generalidad de los presos en otros países. Tienen en ocasiones sus estallidos de alegría salvaje, sus riñas, que habitualmente ventilan en el segundo patio cuchillo en mano; el resultado suele ser con frecuencia una muerte, o algún desgarrón espantoso en la cara o en el abdomen; pero, en general, su conducta era infinitamente superior a lo que podía esperarse de los huéspedes de tal lugar. Sin embargo, no era el resultado de la coacción, ni de vigilancia alguna especial que se ejerciese sobre ellos, pues quizás en ninguna parte del mundo están los presos tan abandonados a sí mismos y en tan extremado descuido como en España: las autoridades no se preocupan más que de impedir su fuga; no prestan la más mínima atención a su conducta moral, ni consagran un solo pensamiento a su salud, comodidad o mejoramiento mental mientras los tienen encerrados. Con todo, en esta cárcel de Madrid, y puede decirse que en las prisiones españolas en general, pues he sido huésped de más de una, los oídos del visitante no se sienten nunca lastimados con las horrendas blasfemias y obscenidades que se oyen en las cárceles de otros países, especialmente en las de la civilizada Francia; ni ofendidos sus ojos e insultado personalmente, como lo sería de seguro en Bicêtre al querer mirar al patio desde las galerías, y eso que en la cárcel de Madrid se hallaban tipos de lo más perdido de España, rufianes que tenían a su cargo atrocidades y crueldades espeluznantes. Pero la gravedad y la calma son los caracteres que predominan en los españoles; y hasta el ladrón, salvo en los instantes en que está entregado a sus faenas (y entonces no le hay más sanguinario, más despiadado ni más rapaz y ansioso de botín), puede ser hombre cortés y afable, que gusta de conducirse con templanza y decoro.

Felizmente para mí, quizás, mi conocimiento con los rufianes de España comenzó y acabó en las ciudades por donde anduve y en las prisiones en que fuí arrojado por la causa del Evangelio, y, a pesar de mis frecuentes viajes, nunca me los encontré en los caminos ni en despoblado.

El preso de peor genio en toda la cárcel, y también probablemente el más notable, era un francés como de sesenta años, de estatura regular, pero delgado, como casi todos sus compatriotas. La hechura del cráneo delataba, para un frenólogo, la vileza del sujeto; sus facciones tenían muy dañada expresión. No llevaba sombrero, y sus vestidos, aunque parecían casi nuevos, eran de lo más ordinario. Por lo general manteníase apartado de los demás, y se pasaba horas enteras de pie recostado en las paredes, con los brazos caídos, mirando con ojos de mal humor a cuantos pasaban por delante. No figuraba entre los valientes de profesión de la cárcel: su edad no le permitía ya asumir tan eminente calidad; pero todos los demás presos parecían tratarle con cierto temor: quizás temían su lengua, pues, en ocasiones, empleábala en verter maldiciones horrendas sobre los que incurrían en su desagrado. Hablaba a la perfección en buen español y, con gran sorpresa mía, en excelente vascuence, y en esta lengua conversaba con Francisco, quien, asomándose a la ventana de mi cuarto, bromeaba con los presos del patio, que le tenían en gran aprecio.

Un día, estando en el patio, donde por permiso del alcaide podía entrar cuando quería, me acerqué al francés, que estaba, como de costumbre, recostado en la pared, y le ofrecí un cigarro. Yo no fumo, pero no debe uno mezclarse con las clases bajas de España sin llevar un cigarro que ofrecer llegado el caso. El hombre me miró con ferocidad un instante, y, al parecer, iba a rechazar mi obsequio con una horrible maldición quizás. Repetí el ofrecimiento, sin embargo, llevándome la mano al corazón, y en el acto sus torvas facciones se dilataron, y con un gesto genuinamente francés, y una profunda cortesía, aceptó el cigarro, exclamando:

– Ah, monsieur, pardon, mais c’est faire trop d’honneur à un pauvre diable comme moi.

– Nada de eso – repliqué – . Los dos estamos presos en tierra extranjera y, por tanto, debemos protegernos mutuamente. Supongo que siempre que necesite su ayuda de usted en la cárcel podré contar con ella.

– Ah, monsieur– exclamó el francés transportado – , vous avez bien raison; il faut que les étrangers se donnent la main dans ce… pays de barbares. Tenez– añadió en voz baja – si tiene usted algún plan para escaparse, y necesita de mí, cuente con un brazo y un cuchillo a su servicio; puede usted fiarse de mí: no espere tanto de ninguna de esas sacrées gens d’ici– . Al decir esto echó una rabiosa mirada sobre sus compañeros de cárcel.

– No me parece usted muy amigo de España ni de los españoles – dije yo – . Deduzco que han cometido con usted alguna injusticia. ¿Por qué está usted en la cárcel?

– Pour rien du tout, c’est à dire pour une bagatelle; pero ¿qué puede esperarse de estos animales? ¿No le han encarcelado a usted, según he oído, por brujería y gitanismo?

– ¿Quizás le han traído aquí por sus opiniones?

– Ah mon Dieu, non; je ne suis pas homme à semblable betise. Yo no tengo opiniones. Je faisois… mais ce n’importe; je me trouve ici, où je crève de faim.

– Siento ver a un buen hombre en situación tan calamitosa – dije yo – . ¿No tiene usted para vivir algo más que la ración de la cárcel? ¿No tiene usted amigos?

– ¿Amigos en este país? Se burla usted de mí. ¡Aquí no encuentra uno amigos, a menos que los compre! ¡Reviento de hambre! Desde que entré aquí he ido vendiendo mi ropa, hasta quedarme desnudo, para comer, porque la ración de la cárcel no basta para el sustento, y aún nos roba la mitad el Batu, como llaman al bárbaro del gobernador. Les haillons que ahora me cubren me los han dado unas señoras devotas que algunas veces nos visitan. Los vendería si valiesen algo. No tengo un sou, y por falta de unos cuantos duros me ahorcarán dentro de un mes si no logro escaparme, aunque, como ya le dije antes, no he hecho nada: una simple bagatela; pero en España no hay peores crímenes que la pobreza y la miseria.

– Le he oído a usted hablar en vascuence. ¿Es usted de la Vizcaya francesa?

– Soy de Bordeaux, monsieur; pero he vivido mucho tiempo en las Landas y en Vizcaya, travaillant à mon metier. Leo en sus ojos que desea usted conocer mi historia; no se la cuento; no contiene nada de particular. Vea usted, ya me he fumado el cigarro; deme usted otro, y un duro de añadidura, si me hace el favor, nous sommes crevés ici de faim. A un español no le diría tanto; pero sus compatriotas de usted me inspiran respeto; los conozco bien; he tropezado con ellos en Maida y en el otro sitio[13 - Quizás Waterlóo. (Nota de Borrow.)].

¡Nada de particular en su historia! Mucho me engaño, o un solo capítulo de su vida, de haberse escrito, hubiera contenido más peripecias maravillosas que cincuenta volúmenes de aventuras por tierra y mar de las que más arriesgadas parezcan. Había sido soldado. ¡Qué de cosas no podría contar aquel hombre de marchas y retiradas, de batallas perdidas y ganadas, de ciudades saqueadas, conventos allanados! Quizás había visto las llamas de Moscou subir hasta las nubes, y «había medido sus fuerzas con las de la Naturaleza en el desierto invernal», asaltado por las borrascas de nieve y mordido por el tremendo frío de Rusia. ¿Y qué podía significar con lo de ejercer su oficio en Vizcaya y en las Landas, sino que había sido ladrón en esas regiones agrestes, la segunda de las cuales es, por los robos y crímenes que en ella se cometen, la peor reputada de todo el territorio francés? ¿Nada de particular en su historia? Entonces, ¿qué historia tendrá algo que valga la pena de ser contado?

Di al preso el cigarro y el duro. Se los guardó, y dejando caer nuevamente los brazos, y recostándose en la pared, pareció hundirse poco a poco en uno de sus ensimismamientos. Le miré a la cara y le hablé; pero no pareció oírme ni verme. Su espíritu erraba quizás en el pavoroso valle de la sombra, hasta el que se abren camino a veces, durante su vida, los hijos de la tierra; pavoroso lugar donde no hay agua, ni mora la esperanza, ni vive más que el gusano imperecedero del remordimiento. Ese valle es un facsímil del infierno, y quien penetra en él sufre aquí en la tierra temporalmente lo que las almas de los condenados han de sufrir a través de las edades sin fin.

El francés fué ahorcado un mes más tarde. La bagatela por que estaba preso eran varios robos y asesinatos cometidos mediante una singular estratagema. De concierto con otros dos, alquiló una vasta casa en un barrio poco frecuentado, y a ella mandaba que le enviasen géneros de valor que compraba en los comercios para pagarlos en el momento de la entrega, y los que iban a entregar pagaban su credulidad con la pérdida del género y de la vida. Dos o tres cayeron en el lazo. Tuve vivos deseos de hablar privadamente con aquel hombre tan arrojado, y, por tanto, rogué al alcaide que le permitiera comer conmigo en mi cuarto; a esto, el gobernador, a quien me tomaré la libertad de llamar monsieur Bassompierre, por habérseme olvidado su verdadero nombre, se quitó el sombrero, y con sus habituales sonrisa y reverencias me replicó en el más puro castellano:

– Caballero inglés, y creo que puedo añadir, amigo mío: perdóneme usted, pero me es del todo imposible acceder a su petición, fundada, no lo dudo, en los más admirables sentimientos de filosofía. A otro cualquiera de estos caballeros que están bajo mi custodia se le permitirá, cuando usted lo desee, acompañarle en su cuarto. Incluso llegaré a mandar que le quiten los grillos al que haya de ir con usted, si tuviese grillos puestos, a fin de que pueda participar en la comida de usted con la comodidad y holgura convenientes; pero con el caballero de que se trata no puedo consentirlo: es el peor de toda esta familia, y seguramente en la habitación de usted o en la galería armaría una función para intentar fugarse. Caballero, me pesa; pero no puedo acceder a lo que pide. Si se tratase de otro caballero cualquiera, lo haría con mucho gusto; el mismo Balseiro, a pesar de lo que de él se cuenta, sabe conducirse como es debido; en su modo de proceder hay siempre algo de formalidad y cortesía; si usted quiere, caballero, irá a disfrutar de su hospitalidad.

Ya he hablado de Balseiro en la primera parte de esta narración. Hallábase ahora encerrado en el piso más alto de la cárcel, en un calabozo muy seguro, con otros malhechores. Había sido condenado, en unión de un Pepe Candelas, ladrón de no corta fama, por un audacísimo robo cometido, en pleno día, nada menos que en la persona de la modista de la reina, una francesa, a quien ataron en una tienda, robándole dinero y géneros por valor de cinco a seis mil duros. Candelas había ya expiado su crimen en el patíbulo; pero Balseiro, que era, en opinión común, el peor de los dos bandidos, había logrado salvar la vida a fuerza de dinero, un aliado con que su compañero no contaba; le conmutaron la pena de muerte, a que fué sentenciado, por la de veinte años de cadena en el presidio de Málaga. Visité al héroe y conversé con él un rato a través de la reja del calabozo. Me reconoció y me hizo recordar la victoria que obtuve sobre él en la disputa acerca de nuestros respectivos conocimientos en gitano cerrado, en el que Sevilla, el torero, no tenía par.

Al decirle que sentía verle en tal situación, me replicó que el asunto no tenía importancia, porque dentro de seis semanas le llevarían al presidio, y una vez allí, con ayuda de unas onzas bien distribuídas entre sus guardianes, se escaparía cuando quisiera.

– Pero ¿adónde vas a ir? – le pregunté.

– ¿No puedo irme a tierra de moros – replicó Balseiro – , o con los ingleses al campo de Gibraltar, o, si lo prefiero, no puedo volver a este foro y vivir como hasta aquí, choring a los gachós? ¿Qué me cuesta esconderme? Madrid es grande, y Balseiro tiene muchos amigos, especialmente entre los lumias– añadió con una sonrisa.

Le hablé de su malhadado cómplice Candelas, y su rostro tomó una expresión horrible.

– Supongo que estará en los infiernos – exclamó el ladrón.

La amistad del inicuo nunca es de larga duración. Los dos héroes regañaron, a lo que parece, en la cárcel, acusándole Candelas al otro de haber procedido con mala fe y haberse apropiado indebidamente, para su disfrute personal, el corpus delicti en varios robos cometidos en compañía.

No puedo resistir al deseo de contar las aventuras ulteriores de Balseiro.

Poco después de mi salida de la cárcel, Balseiro, con poca paciencia para esperar a que el presidio le ofreciese la ocasión de recobrar la libertad, agujereó el techo de la cárcel, y en compañía de otros penados se fugó. Volvió al instante a sus primeros hábitos, cometiendo muchos robos atrevidos dentro de Madrid y en los alrededores. Voy a referir el último, al que puedo llamar su crimen maestro, singular ejemplo de maldad. Los robos callejeros y el escalo no le satisfacían, y resolvió dar un gran golpe con el que esperaba ganar dinero suficiente para irse a vivir con lujo y esplendor a cualquier país extranjero.

Había cierto intendente de la Casa Real, llamado Gabiria, vasco de nacimiento y dueño de inmensas riquezas, que tenía dos hijos, dos guapos chicos de doce a catorce años de edad, a quienes yo había visto a menudo y hasta hablado con ellos en mis correrías por la orilla del Manzanares, su paseo favorito. Los dos muchachos estaban educándose, en aquel tiempo, en cierto colegio de Madrid. Balseiro, conocedor del cariño que su padre les tenía, determinó servirse de él en provecho de su rapacidad. Trazó un plan, que consistía ni más ni menos que en secuestrar a los chicos y no devolverlos sino mediante un rescate enorme. El plan fué ejecutado en parte: dos cómplices de Balseiro, bien vestidos, llamaron a la puerta del colegio donde estaban los chicos, y valiéndose de una carta falsificada, que dieron como escrita por el padre, arrancaron al director del colegio el permiso para llevarse a los chicos a pasar un día de campo. A unas cinco leguas de Madrid, Balseiro tenía una cueva, en un lugar solitario y agreste, entre El Escorial y un pueblo llamado Torrelodones; allí llevaron a los muchachos, donde quedaron bajo la custodia de los dos cómplices; Balseiro permaneció en Madrid con objeto de entrar en negociaciones con el padre. Pero éste, hombre de notable resolución, en lugar de acceder a las peticiones del bandido formuladas por carta, adoptó sin perder tiempo medidas muy enérgicas para recobrar sus hijos.

Envióse gente a pie y a caballo a recorrer la comarca, y antes de una semana descubrieron a los muchachos cerca de la cueva, abandonados por sus guardianes, que cogieron miedo al enterarse de la resolución con que los buscaban; no tardaron en detenerlos, sin embargo, y los muchachos reconocieron a sus secuestradores.

Balseiro comprendió que Madrid se ponía inhabitable para él, y quiso escaparse, no sé si a la tierra del moro o al Campo de Gibraltar; pero reconocido en un pueblo cercano a Madrid, fué preso, y sin tardanza llevado a la capital, donde a poco perdió la vida en el patíbulo con sus dos cómplices; Gabiria y sus hijos presenciaron la horrible escena a sus anchas, subidos en un carruaje.

Tal fin tuvo Balseiro, de quien no hubiera hablado tanto a no ser por lo del gitano cerrado. ¡Pobre desventurado! Conquistó el género de inmortalidad a que aspiran tantos ladrones españoles, mientras lucen su nívea ropa blanca pavoneándose en el patio. El rapto de los hijos de Gabiria le convirtió de golpe en ídolo de toda la cofradía. Un ladrón famoso, con quien más adelante estuve yo encarcelado en Sevilla, pronunció su elogio en esta forma:

– Balseiro era un hombre muy cabal y muy buena persona. Hacía cabeza de nuestro gremio, Don Jorge; ya no volveremos a verle. ¡Lástima que no pudiera sacar el parné y escaparse a tierra de moros, Don Jorge!




CAPÍTULO XLI




María Díaz. – Reproches del clero. – Visita de Antonio. – Antonio en funciones. – Una escena. – Benedicto Mol. – Su peregrinación por España. – Los cuatro Evangelios.


– Sepamos – dije a María Díaz tres mañanas después de mi encarcelamiento – . ¿Qué dice en Madrid la gente a propósito de este suceso?

– No sé lo que la gente, en general, dirá; probablemente no le importará esto gran cosa. La verdad, son ya cosa tan corriente las prisiones, que el público parece que las mira con indiferencia; pero los curas andan muy revueltos, y confiesan la imprudencia que han cometido al hacer que su amigo el corregidor le prenda a usted.

– ¿Cómo es eso? ¿Temen que castiguen a su amigo?

– No tal, señor– replicó María – Eso les importaría poco, aunque el corregidor se la haya buscado buena por servirlos; esa gente no tiene afectos, y no se les daría un ardite que colgasen a todos sus amigos, quedando ellos en salvo. Pero dicen que han procedido de ligero al meterle a usted en la cárcel, porque al hacer eso le han dado a usted ocasión de poner en práctica un plan antiguo. «Ese individuo es un bribón– dicen – . Se ha hecho amigo de los presos, y le han enseñado su lengua, que ya hablaba casi tan bien como si hubiera nacido en la cárcel. En cuanto le pongan en libertad publicará un Evangelio para que lo lean los ladrones, y será mucho más peligroso que el Evangelio en gitano, porque los gitanos son pocos, pero los ladrones…! ¡Ay de nosotros! ¡Todos vamos a ser luteranizados! ¡Qué infamia, qué picardía! Todo esto ha sido una treta suya. Siempre ha tenido ganas de ir a la cárcel el bribonazo; en mal hora le hemos metido en ella. España no estará segura hasta que le ahorquen; hay que mandarle al quinto infierno, y allí tendrá tiempo de traducir sus fatales Evangelios al lenguaje de los demonios.»

– No le he dicho al alcaide arriba de tres palabras acerca de la jerga de las cárceles.

– ¿Tres palabras? Don Jorge, ¿qué no se puede hacer con esas tres palabras? De poco le ha servido a usted vivir entre nosotros si cree que necesitamos más de tres palabras para armar un embrollo. Esas tres palabras acerca del lenguaje de los ladrones bastan para que por todo Madrid se diga que anda entremezclado con ellos, que ha aprendido su lenguaje y ha escrito un libro que va a trastornar a España, a abrir a los ingleses las puertas de Cádiz, entregar a Mendizábal toda la plata y las joyas de las iglesias, y a Don Martín Lutero, el palacio arzobispal de Toledo.

Al caer la tarde de un día bastante melancólico, y hallándome sentado en el aposento que el alcaide me había destinado, oí un golpe en la puerta. «¿Quién es?», pregunté. «C’est moi, mon maître», gritó una voz muy conocida, y al instante entró Antonio Buchini, vestido como la vez primera que le presenté al lector, es decir, con un excelente sobretodo francés, ya un poco ajado, chaqueta y pantalones, y en una mano, un sombrero pequeñito, y en la otra, un bastón largo y delgado.

– Bon jour, mon maître– dijo el griego. Echando una mirada en torno, continuó: – Me alegro de verle a usted bien instalado. Si no recuerdo mal, mon maître, en sitios peores que éste hemos dormido durante nuestros viajes por Galicia y Castilla.

– Tiene usted mucha razón, Antonio – repliqué – . Aquí estoy muy cómodamente. Le agradezco la bondad de haber venido a visitar a su antiguo amo, sobre todo ahora, que está pasando trabajos. Supongo que por venir aquí, no irá usted a enojar a su dueño actual; ya debe de estar cerca la hora de comer. ¿Cómo ha abandonado usted la cocina?

– ¿A qué amo se refiere usted, mon maître? – preguntó Antonio.

– ¡De quién voy a hablar! Del Conde… por cuyo servicio me dejó usted, tentado del ofrecimiento de cuatro duros al mes sobre los que yo le daba.

– Su merced me hace recordar un asunto que ya tenía olvidado por completo. Al presente no tengo otro amo que usted, monsieur Georges, porque siempre le considero a usted como tal, aunque no goce de la felicidad de acompañarle.

– ¿Entonces se marchó usted de casa del Conde a los tres días de entrar, según costumbre?

– A las tres horas, mon maître– repuso Antonio – . Pero yo le diré a usted en qué circunstancias. A poco de separarme de usted, fuí a casa de monsieur le Comte; entré en la cocina y miré en torno. No puedo decir que me descontentase lo que vi: la cocina era cómoda y espaciosa, todo estaba limpio y en orden; los criados parecían amables y corteses; sin embargo, no sé cómo fué, pero se apoderó de mí la idea de que la casa no me convenía en modo alguno y que no estaría en ella mucho tiempo; colgué de un clavo la mochila, y, sentándome en la mesa de la cocina, empecé a cantar una canción griega, como hago siempre que estoy disgustado. Rodeáronme los criados, haciéndome preguntas; pero yo no les contesté, y continué cantando hasta que se acercó la hora de preparar la comida; entonces salté al suelo de pronto y los eché de la cocina a todos, diciéndoles que nada tenían que hacer allí en tal ocasión. Al momento entré en funciones. Hice un esfuerzo, mon maître, y me puse a preparar una comida que me hubiese hecho honor; había convidados aquel día y determiné, por tanto, demostrar a mi amo que la capacidad de su cocinero griego era insuperable. Eh bien, mon maître, todo marchaba bastante bien, y casi me encontraba ya a gusto en mi nuevo empleo, cuando se precipitó en la cocina le fils de la maison, mi señorito, un chiquillo de unos trece años, bastante feo. Llevaba en la mano una rebanada de pan, y, después de un breve reconocimiento, la sepultó en una cacerola donde se guisaban unas perdices. Ya sabe usted, mon maître, que soy muy delicado en ciertas cuestiones, porque no soy español, sino griego, y tengo principios de honor. Sin vacilar un momento, cogí a mi señorito por los hombros, y empujándole hacia la puerta, le despedí como merecía. Con gritos clamorosos subió corriendo al piso alto. Yo continué en mi trabajo, pero no habían pasado tres minutos cuando oí un pavoroso estrépito en lo alto de la escalera, on faisoit un horrible tintamarre, y de vez en cuando oía juramentos y maldiciones. Al instante la puerta se abrió con violencia, y en impetuosa carrera echaron escaleras abajo el Conde, mi señor, su mujer, mi señorito, seguidos de una regular bandada de mujeres y de filles de chambre. A todos los llevaba gran delantera el Conde, mi señor, con una espada desnuda en la mano y gritando: «¿Dónde está el malvado que ha deshonrado a mi hijo? ¿Dónde está, que lo mato ahora mismo?» Yo no sé cómo ocurrió, mon maître, pero, cabalmente, en aquel momento volqué una gran fuente de garbanzos destinados a la puchera del día siguiente. Estaban crudos, y tan duros como piedras; los derramé por el suelo, y la mayor parte de ellos fué a parar junto a la entrada. Eh bien, mon maître, un instante después entró el Conde de un brinco, echando chispas por los ojos, y con una espada en la mano, como ya he dicho. «Tenez, gueux enragé», me gritó, tirándome una furiosa estocada; pero no había acabado de decir esas palabras, cuando resbaló, y cayó hacia adelante todo lo largo que era, y la espada se le escapó de la mano comme une flêche. ¡Si hubiese usted oído el alboroto que se armó! Hubo una confusión terrible: el Conde yacía en el suelo, al parecer, aturdido por el golpe. Yo no hice caso, y continué trabajando con afán. Al fin le levantaron, y con sus cuidados recobró el sentido; estaba muy pálido y agitado. Pidió la espada; todas las miradas se clavaron en mí, y adiviné que se preparaba un ataque general. De súbito, retiré del fuego una gran casserole, donde se freían unos huevos, y la mantuve a la distancia que permitía la longitud del brazo, examinándola con afectada atención, mientras avanzaba el pie derecho y echaba atrás el izquierdo cuanto podía. Todos se estuvieron quietos, figurándose que iba a hacer una operación importante, y así fué, en efecto, porque adelanté de pronto la pierna izquierda, y con un rápido coup de pied, lancé la casserole y su contenido por encima de mi cabeza con tal fuerza, que fueron volando a estamparse en una pared bastante detrás de mí. Esto lo hice para significar que el trato quedaba roto y que sacudía el polvo de mis zapatos; arrojé sobre el Conde la mirada peculiar de los cocineros scirotas cuando se sienten insultados, y, dilatando mi boca por ambos lados hasta cerca de las orejas, descolgué la mochila y me fuí, cantando al marcharme la canción del antiguo Demos, quien, moribundo, pedía la comida y agua para lavarse las manos:

Ὁ ἥλιος ἐβασίλευε, κι᾽ ὁ Δῆμος διατάζει.
Σύρτε, παιδιά μου, ᾽σ τὸ νερὸν ψωμὶ νὰ φάτ᾽ ἀπόψε.

De esta manera, mon maître, salí de casa del Conde.

Yo. – ¡Excelente manera de portarse! Por confesión propia, veo que su conducta no ha podido ser peor. Si no fuera por las muchas pruebas de valor y fidelidad que me dió usted estando a mi servicio, desde este momento no volveríamos a vernos más.

Antonio. —Mais qu’est ce que vous voudriez, mon maître? ¿No soy griego, y hombre de honor y muy susceptible? ¿Quiere usted que los cocineros de Scira y de Stambul se sometan en España a que los insulten los hijos de los condes, precipitándose en el templo con rebanadas de pan? Non, non, mon maître, usted es demasiado noble y, sobre todo, demasiado justo para pedir eso. Pero hablemos de otra cosa. Mon maître, no he venido solo: en el corredor espera una persona que ansía verle a usted.

Yo. – ¿Quién es?

Antonio. – Uno a quien ya se ha encontrado usted, mon maître, en sitios muy extraños y diversos.

Yo. – Pero ¿de quién se trata?

Antonio. – De uno a quien le aguarda un fin desusado, «porque así está escrito». El suizo más extraordinario que hay, el de Santiago: der Schatz Gräber.

Yo. – ¿Benedicto Mol?

– Yaw, mein lieber Herr– dijo Benedicto, abriendo del todo la puerta, que estaba entornada – . Soy yo. Me he encontrado en la calle a Herr Anton, y al oír que estaba usted aquí, he venido a visitarle.

Yo. – Pero ¿qué rareza es ésta, y cómo es que le veo a usted otra vez en Madrid? Yo creía que ya estaba usted en su país.

Benedicto. – No tema, lieber Herr; allá he de volver a su debido tiempo, pero no a pie, sino en coche de mulas. El Schatz se está todavía en su escondite, esperando que lo desentierren; ahora tengo mejores esperanzas que nunca; muchos amigos, mucho dinero. ¿Ha reparado usted cómo voy vestido, lieber Herr?

En efecto, llevaba ropas mucho mejores que nunca. La chaqueta y los pantalones, de crudillo, eran casi nuevos. Tocábase aún con un sombrero andaluz, de forma cónica, pero no viejo ni raído, sino nuevo y lustroso, y de inmensa altura. En lugar del tosco palo que llevaba en Santiago y en Oviedo, traía ahora una recia caña de bambú, rematada por una disforme cabeza de oso o de león, prolijamente tallada en peltre.

– Parece usted un buscador de tesoros al volver de una expedición fructífera – exclamé.

– Más bien parece – interrumpió Antonio – uno que ha dejado de trabajar por cuenta propia y busca tesoros a costa ajena.

Pregunté detalladamente al suizo por sus aventuras desde que le vi por última vez en Oviedo, donde le dejé para continuar mi viaje a Santander. De sus respuestas colegí que me había seguido hasta este último punto, pero invirtiendo mucho tiempo en el camino, debilitado por el hambre y las privaciones. En Santander me perdió el rastro. Ya se le había agotado el pequeño socorro que yo le dí. Pensó entonces irse a Francia, pero no se atrevió a aventurarse en las provincias Vascongadas, donde ardía la guerra, para no caer en manos de los carlistas, que hubieran podido fusilarle por espía. Como nadie le socorría en Santander, se fué pidiendo limosna por los caminos, hasta que se encontró en Aragón, no podía decir exactamente dónde. «Mis calamidades eran tantas – dijo Benedicto – que estuve a punto de perder el juicio. ¡Oh, qué horror, vagar por los agrestes montes y las vastas planicies de España, sin dinero y sin esperanza! Algunas veces, encontrándome entre peñas y barrancos, quizás sin haber probado alimento desde la salida hasta la puesta del sol, me enfurecía. Entonces levantaba el palo hacia el cielo, y, blandiéndolo, gritaba: Lieber Herr Gott, ach lieber Herr Gott, ahora más que nunca necesito tu ayuda; si tardas en socorrerme estoy perdido; ¡ayúdame ahora, ahora! Y una vez, cuando deliraba de ese modo, me pareció oír una voz – más, estoy seguro de haberla oído – que sonaba en la cavidad de una peña, muy clara y muy fuerte, gritando: «Der Schatz, der Schatz, no hay que desenterrarlo todavía; a Madrid, a Madrid. El camino del Schatz pasa por Madrid.» De nuevo la idea del Schatz se apoderó de mi ánimo; reflexioné en lo feliz que sería si pudiese desenterrarlo. ¡No más mendigar, no más errar por hórridas montañas y desiertos! Blandí el palo, y noté, con sorpresa, que mi cuerpo y mis miembros se reanimaban con nuevas energías; anduve a buen paso, y no tardé en salir al camino real; mendigué, y proseguí como mejor pude hasta llegar a Madrid.

– ¿Y qué le ha sucedido después de llegar a Madrid? – pregunté – . ¿Ha encontrado usted el tesoro en las calles?

De pronto, Benedicto se volvió reservado y taciturno, cosa que me sorprendió en extremo, porque hasta entonces se había mostrado siempre muy comunicativo en lo tocante a sus cuentas y proyectos. Por lo que pude sacar de sus medias palabras e insinuaciones, parecía que al llegar a Madrid cayó en manos de ciertas personas que le trataron con bondad, proveyéndole de dinero y ropa; no por puro desinterés, sino con los ojos puestos en el tesoro. «Esperan mucho de mí – dijo el suizo – . Después de todo, acaso hubiera sido más ventajoso sacar el tesoro sin su ayuda, con tal que hubiese sido posible.» No sabía o no quiso decirme quiénes eran sus nuevos amigos, salvo que tenían muchísima influencia. Dijo algo acerca de la Reina Cristina, y de un juramento que había prestado ante un obispo, sobre un crucifijo y los cuatro Evangelien. Pensé que había perdido la cabeza, y dejé de preguntarle. En el momento de marcharse, me dijo: «Lieber Herr, dispénseme usted si no le he hablado con entera franqueza, debiéndole tanto como le debo, pero no me atrevo; ahora no me pertenezco. Además, siempre es de mal agüero hablar una palabra acerca de un tesoro antes de tenerlo en nuestro poder. Una vez, en mi país hubo un hombre que cavó en el suelo hasta descubrir un caldero de cobre que contenía un Schatz





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notes



1


Regresó a Madrid el 30 de octubre (Knapp).




2


Pawnee, Pani: agua.




3


The Zincali.




4


La ciencia lingüística moderna difiere de tal modo de estas teorías, que sería muy difícil rectificarlas en una nota instructiva y no demasiadamente larga. Lo mejor será quizás prescindir de este capítulo completamente. (Nota de la edición Burke.)




5


Evangelioa San Lucasen Guissan. El Evangelio según San Lucas. Traducido al vascuence. Madrid. Imprenta de la Compañía Tipográfica, 1838.




6


A nadie que haya leído la obra de este Abbé se le ocurrirá citarlo como una autoridad seria. Se titula L’histoire des cantabres par l’Abbé d’Iharce de Bidassouet. París, 1825. Según el autor, el vascuence fué la lengua de los primeros hombres; Noah, que en vascuence significa vino, es el recuerdo etimológico de la intemperancia del patriarca (Burke).




7


Euscaldun anciña anciñaco, etc. Donostian, 1826. Con una introducción en español y muchas canciones bascas, con notación musical.




8


El 14 de enero de 1838 el jefe político, don Francisco de Gamboa, ordenó el secuestro.




9


Por el gobernador don Diego de Entena, sucesor de Gamboa. La prisión se decretaba: 1.º, por insultos al alguacil; 2.º, por repartir un libro impreso en Gibraltar. Era el Lucas en gitano (sin licencia de impresión), pero que todos sabían impreso en Madrid (Knapp).




10


En la fonda de Genieys (Knapp).




11


Hechos de los Apóstoles, XVI, 37.




12


El edificio llamado Cárcel de Corte, en la Plaza de Provincia, construído para prisión en 1644, comprendía lo que es hoy el ministerio de Estado, más un anejo a su espalda, que llegaba hasta la calle de la Concepción Jerónima.




13


Quizás Waterlóo. (Nota de Borrow.)



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