Книга - La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке

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La terra de todos / .
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XIX XX (18671928). . .





Vicente Blasco Ib?ez

LA TIERRA DE TODOS





CAP?TULO I


Como todas las ma?anas, el marqus de Torrebianca sali tarde de su dormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata con cartas y peridicos que el ayuda de cmara hab?a dejado sobre la mesa de su biblioteca.

Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parec?a contento, como si acabase de librarse de un peligro. Si las cartas eran de Par?s, frunc?a el ce?o, preparndose una lectura abundante en sinsabores y humillaciones. Adems, el membrete impreso en muchas de ellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores, hacindole adivinar su contenido.

Su esposa, llamada la bella Elena, por una hermosura indiscutible, que sus amigas empezaban considerar histrica causa de su exagerada duracin, recib?a con ms serenidad estas cartas, como si toda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. l ten?a una concepcin ms anticuada del honor, creyendo que es preferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas.

Esta ma?ana las cartas de Par?s no eran muchas: una del establecimiento que hab?a vendido en diez plazos el ?ltimo automvil de la marquesa, y slo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otros proveedores tambin de la marquesa establecidos en cercan?as de la plaza Vend?me, y de comerciantes ms modestos que facilitaban crdito los art?culos necesarios para la manutencin y amplio bienestar del matrimonio y su servidumbre.

Los criados de la casa tambin pod?an escribir formulando idnticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la se?ora, que le permitir?a alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban manifestar su disgusto mostrndose ms fr?os y estirados en el cumplimiento de sus funciones.

Muchas veces, Torrebianca, despus de la lectura de este correo, miraba en torno de l con asombro. Su esposa daba fiestas y asist?a todas las ms famosas de Par?s; ocupaban en la avenida Henri Martin el segundo piso de una casa elegante; frente su puerta esperaba un hermoso automvil; ten?an cinco criados No llegaba explicarse en virtud de qu leyes misteriosas y equilibrios inconcebibles pod?an mantener l y su mujer este lujo, contrayendo todos los d?as nuevas deudas y necesitando cada vez ms dinero para el sostenimiento de su costosa existencia. El dinero que l lograba aportar desaparec?a como un arroyo en un arenal. Pero la bella Elena encontraba lgica y correcta esta manera de vivir, como si fuese la de todas las personas de su amistad.

Acogi Torrebianca alegremente el encuentro de un sobre con sello de Italia entre las cartas de los acreedores y las invitaciones para fiestas.

Es de mam dijo en voz baja.

Y empez leerla, al mismo que una sonrisa parec?a aclarar su rostro. Sin embargo, la carta era melanclica, terminando con quejas dulces y resignadas, verdaderas quejas de madre.

Mientras iba leyendo, vi con su imaginacin el antiguo palacio de los Torrebianca, all en Toscana, un edificio enorme y ruinoso circundado de jardines. Los salones, con pavimento de mrmol multicolor y techos mitolgicos pintados al fresco, ten?an las paredes desnudas, marcndose en su polvorienta palidez la huella de los cuadros clebres que las adornaban en otra poca, hasta que fueron vendidos los anticuarios de Florencia.

El padre de Torrebianca, no encontrando ya lienzos ni estatuas como sus antecesores, tuvo que hacer moneda con el archivo de la casa, ofreciendo autgrafos de Maquiavelo, de Miguel Angel y otros florentinos que se hab?an carteado con los grandes personajes de su familia.

Fuera del palacio, unos jardines de tres siglos se extend?an al pie de amplias escalinatas de mrmol con las balaustradas rotas bajo la pesadez de tortuosos rosales. Los pelda?os, de color de hueso, estaban desunidos por la expansin de las plantas parsitas. En las avenidas, el boj secular, recortado en forma de anchas murallas y profundos arcos de triunfo, era semejante las ruinas de una metrpoli ennegrecida por el incendio. Como estos jardines llevaban muchos a?os sin cultivo, iban tomando un aspecto de selva florida. Resonaban bajo el paso de los raros visitantes con ecos melanclicos que hac?an volar los pjaros lo mismo que flechas, esparciendo enjambres de insectos bajo el ramaje y carreras de reptiles entre los troncos.

La madre del marqus, vestida como una campesina, y sin otro acompa?amiento que el de una muchacha del pa?s, pasaba su existencia en estos salones y jardines, recordando al hijo ausente y discurriendo nuevos medios de proporcionarle dinero.

Sus ?nicos visitantes eran los anticuarios, los que iba vendiendo los ?ltimos restos de un esplendor saqueado por sus antecesores. Siempre necesitaba enviar algunos miles de liras al ?ltimo Torrebianca, que, seg?n ella cre?a, estaba desempe?ando un papel social digno de su apellido en Londres, en Par?s, en todas las grandes ciudades de la tierra. Y convencida de que la fortuna que favoreci los primeros Torrebianca acabar?a por acordarse de su hijo, se alimentaba parcamente, comiendo en una mesita de pino blanco, sobre el pavimento de mrmol de aquellos salones donde nada quedaba que arrebatar.

Conmovido por la lectura de la carta, el marqus murmur varias veces la misma palabra: Mam mam.

Despus de mi ?ltimo env?o de dinero, ya no s qu hacer. ?Si vieses, Federico, qu aspecto tiene ahora la casa en que naciste! No quieren darme por ella ni la vigsima parte de su valor; pero mientras se presenta un extranjero que desee realmente adquirirla, estoy dispuesta vender los pavimentos y los techos, que es lo ?nico que vale algo, para que no sufras apuros y nadie ponga en duda el honor de tu nombre. Vivo con muy poco y estoy dispuesta imponerme todav?a mayores privaciones; pero ?no podris t? y Elena limitar vuestros gastos, sin perder el rango que ella merece por ser esposa tuya? Tu mujer, que es tan rica, ?no puede ayudarte en el sostenimiento de tu casa?

El marqus ces de leer. Le hac?a da?o, como un remordimiento, la simplicidad con que la pobre se?ora formulaba sus quejas y el enga?o en que viv?a. ?Creer rica Elena! ?Imaginarse que l pod?a imponer su esposa una vida ordenada y econmica, como lo hab?a intentado repetidas veces al principio de su existencia matrimonial!

La entrada de Elena en la biblioteca cort sus reflexiones. Eran ms de las once, y ella iba dar su paseo diario por la avenida del Bosque de Bolonia para saludar las personas conocidas y verse saludada por ellas.

Se present vestida con una elegancia indiscreta y demasiado ostentosa, que parec?a armonizarse con su gnero de hermosura. Era alta y se manten?a esbelta gracias una continua batalla con el engrasamiento de la madurez y los frecuentes ayunos. Se hallaba entre los treinta y los cuarenta a?os; pero los medios de conservacin que proporciona la vida moderna le daban esa tercera juventud que prolonga el esplendor de las mujeres en las grandes ciudades.

Torrebianca slo la encontraba defectos cuando viv?a lejos de ella. Al volverla ver, un sentimiento de admiracin le dominaba inmediatamente, hacindole aceptar todo lo que ella exigiese.

Salud Elena con una sonrisa, y l sonri igualmente. Luego puso ella los brazos en sus hombros y le bes, hablndole con un ceceo de ni?a, que era para su marido el anuncio de alguna nueva peticin. Pero este fraseo pueril no hab?a perdido el poder de conmoverle profundamente, anulando su voluntad.

?Buenos d?as, mi coc! Me he levantado ms tarde que otras ma?anas; debo hacer algunas visitas antes de ir al Bosque. Pero no he querido marcharme sin saludar mi maridito adorado Otro beso, y me voy.

Se dej acariciar el marqus, sonriendo humildemente, con una expresin de gratitud que recordaba la de un perro fiel y bueno. Elena acab por separarse de su marido; pero antes de salir de la biblioteca hizo un gesto como si recordase algo de poca importancia, y detuvo su paso para hablar.

?Tienes dinero?

Ces de sonreir Torrebianca y pareci preguntarle con sus ojos: ?Qu cantidad deseas?

Poca cosa. Algo as? como ocho mil francos.

Un modisto de la rue de la Paix empezaba faltarle al respeto por esta deuda, que slo databa de tres a?os, amenazndola con una reclamacin judicial. Al ver el gesto de asombro con que su marido acog?a esta demanda, fu perdiendo la sonrisa pueril que dilataba su rostro; pero todav?a insisti en emplear su voz de ni?a para gemir con tono dulzn:

?Dices que me amas, Federico, y te niegas darme esa peque?a cantidad?

El marqus indic con un ademn que no ten?a dinero, mostrndole despus las cartas de los acreedores amontonadas en la bandeja de plata.

Volvi sonreir ella; pero ahora su sonrisa fu cruel.

Yo podr?a mostrarte dijo muchos documentos iguales esos Pero t? eres hombre, y los hombres deben traer mucho dinero su casa para que no sufra su mujercita. ?Cmo voy pagar mis deudas si t? no me ayudas?

Torrebianca la mir con una expresin de asombro.

Te he dado tanto dinero ?tanto! Pero todo el que cae en tus manos se desvanece como el humo.

Se indign Elena, contestando con voz dura:

No pretenders que una se?ora chic y que, seg?n dicen, no es fea, viva de un modo mediocre. Cuando se goza el orgullo de ser el marido de una mujer como yo hay que saber ganar el dinero millones.

Las ?ltimas palabras ofendieron al marqus; pero Elena, dndose cuenta de esto, cambi rpidamente de actitud, aproximndose l para poner las manos en sus hombros.

?Por qu no le escribes la vieja? Tal vez pueda enviarnos ese dinero vendiendo alguna antigualla de tu casern paternal.

El tono irrespetuoso de tales palabras acrecent el mal humor del marido.

Esa vieja es mi madre, y debes hablar de ella con el respeto que merece. En cuanto dinero, la pobre se?ora no puede enviar ms.

Mir Elena su esposo con cierto desprecio, diciendo en voz baja, como si se hablase ella misma:

Esto me ense?ar no enamorarme ms de pobretones Yo buscar ese dinero, ya que eres incapaz de proporcionrmelo.

Pas por su rostro una expresin tan maligna al hablar as?, que su marido se levant del silln frunciendo las cejas.

Piensa lo que dices Necesito que me aclares esas palabras.

Pero no pudo seguir hablando. Ella hab?a transformado completamente la expresin de su rostro, y empez reir con carcajadas infantiles, al mismo tiempo que chocaba sus manos.

Ya se ha enfadado mi coc. Ya ha cre?do algo ofensivo para su mujer ?Pero si yo slo te quiero ti!

Luego se abraz l, besndole repetidas veces, pesar de la resistencia que pretend?a oponer sus caricias. Al fin se dej dominar por ellas, recobrando su actitud humilde de enamorado.

Elena lo amenazaba graciosamente con un dedo.

A ver: ?sonr?a usted un poquito, y no sea mala persona! ?De veras que no puedes darme ese dinero?

Torrebianca hizo un gesto negativo, pero ahora parec?a avergonzado de su impotencia. No por ello te querr menos continu ella. Que esperen mis acreedores. Yo procurar salir de este apuro como he salido de tantos otros. ?Adis, Federico!

Y march de espaldas hacia la puerta, envindole besos hasta que levant el cortinaje.

Luego, al otro lado de la colgadura, cuando ya no pod?a ser vista, su alegr?a infantil y su sonrisa desaparecieron instantneamente. Pas por sus pupilas una expresin feroz y su boca hizo una mueca de desprecio.

Tambin el marido, al quedar solo, perdi la ef?mera alegr?a que le hab?an proporcionado las caricias de Elena. Mir las cartas de los acreedores y la de su madre, volviendo luego ocupar su silln para acodarse en la mesa con la frente en una mano. Todas las inquietudes de la vida presente parec?an haber vuelto caer sobre l de golpe, abrumndolo.

Siempre, en momentos iguales, buscaba Torrebianca los recuerdos de su primera juventud, como si esto pudiera servirle de remedio. La mejor poca de su vida hab?a sido los veinte a?os, cuando era estudiante en la Escuela de Ingenieros de Lieja. Deseoso de renovar con el propio trabajo el deca?do esplendor de su familia, hab?a querido estudiar una carrera moderna para lanzarse por el mundo y ganar dinero, como lo hab?an hecho sus remotos antepasados. Los Torrebianca, antes de que los reyes los ennobleciesen dndoles el t?tulo de marqus, hab?an sido mercaderes de Florencia, lo mismo que los Mdicis, yendo las factor?as de Oriente conquistar su fortuna. l quiso ser ingeniero, como todos los jvenes de su generacin que deseaban una Italia engrandecida por la industria, as? como en otros siglos hab?a sido gloriosa por el arte.

Al recordar su vida de estudiante en Lieja, lo primero que resurg?a en su memoria era la imagen de Manuel Robledo, camarada de estudios y de alojamiento, un espa?ol de carcter jovial y energ?a tranquila para afrontar los problemas de la existencia diaria. Hab?a sido para l durante varios a?os como un hermano mayor. Tal vez por esto, en los momentos dif?ciles, Torrebianca se acordaba siempre de su amigo.

?Intrpido y simptico Robledo! Las pasiones amorosas no le hac?an perder su plcida serenidad de hombre equilibrado. Sus dos aficiones predominantes en el per?odo de la juventud hab?an sido la buena mesa y la guitarra.

De voluntad fcil para el enamoramiento, Torrebianca andaba siempre en relaciones con una liejesa, y Robledo, por acompa?arle, se prestaba fingirse enamorado de alguna amiga de la muchacha. En realidad, durante sus partidas de campo con mujeres, el espa?ol se preocupaba ms de los preparativos culinarios que de satisfacer el sentimentalismo ms menos frgil de la compa?era que le hab?a deparado la casualidad.

Torrebianca hab?a llegado ver travs de esta alegr?a ruidosa y materialista cierto romanticismo que Robledo pretend?a ocultar como algo vergonzoso. Tal vez hab?a dejado en su pa?s los recuerdos de un amor desgraciado. Muchas noches, el florentino, tendido en la cama de su alojamiento, escuchaba Robledo, que hac?a gemir dulcemente su guitarra, entonando entre dientes canciones amorosas del lejano pa?s.

Terminados los estudios, se hab?an dicho adis con la esperanza de encontrarse al a?o siguiente; pero no se vieron ms. Torrebianca permaneci en Europa, y Robledo llevaba muchos a?os vagando por la Amrica del Sur, siempre como ingeniero, pero plegndose las ms extraordinarias transformaciones, como si reviviesen en l, por ser espa?ol, las inquietudes aventureras de los antiguos conquistadores.

De tarde en tarde escrib?a alguna carta, hablando del pasado ms que del presente; pero pesar de esta discrecin, Torrebianca ten?a la vaga idea de que su amigo hab?a llegado ser general en una peque?a Rep?blica de la Amrica del Centro.

Su ?ltima carta era de dos a?os antes. Trabajaba entonces en la Rep?blica Argentina, hastiado ya de aventuras en pa?ses de continuo sacudimiento revolucionario. Se limitaba ser ingeniero, y serv?a unas veces al gobierno y otras empresas particulares, construyendo canales y ferrocarriles. El orgullo de dirigir los avances de la civilizacin travs del desierto le hac?a soportar alegremente las privaciones de esta existencia dura.

Guardaba Torrebianca entre sus papeles un retrato enviado por Robledo, en el que aparec?a caballo, cubierta la cabeza con un casco blanco y el cuerpo con un poncho. Varios mestizos colocaban piquetes con banderolas en una llanura de aspecto salvaje, que por primera vez iba sentir las huellas de la civilizacin material.

Cuando recibi este retrato, deb?a tener Robledo treinta y siete a?os: la misma edad que l. Ahora estaba cerca de los cuarenta; pero su aspecto, juzgar por la fotograf?a, era mejor que el de Torrebianca. La vida de aventuras en lejanos pa?ses no le hab?a envejecido. Parec?a ms corpulento a?n que en su juventud; pero su rostro mostraba la alegr?a serena de un perfecto equilibrio f?sico.

Torrebianca, de estatura mediana, ms bien bajo que alto, y enjuto de carnes, guardaba una agilidad nerviosa gracias sus aficiones deportivas, y especialmente al manejo de las armas, que hab?a sido siempre la ms predominante de sus aficiones; pero su rostro delataba una vejez prematura. Abundaban en l las arrugas; los ojos ten?an en su vrtice un fruncimiento de cansancio; los aladares de su cabeza eran blancos, contrastndose con el vrtice, que continuaba siendo negro. Las comisuras de la boca ca?an desalentadas bajo el bigote recortado, con una mueca que parec?a revelar el debilitamiento de la voluntad.

Esta diferencia f?sica entre l y Robledo le hac?a considerar su camarada como un protector, capaz de seguir guindole lo mismo que en su juventud.

Al surgir en su memoria esta ma?ana la imagen del espa?ol, pens, como siempre: ?Si le tuviese aqu?! Sabr?a infundirme su energ?a de hombre verdaderamente fuerte.

Qued meditabundo, y algunos minutos despus levant la cabeza, dndose cuenta de que su ayuda de cmara hab?a entrado en la habitacin.

Se esforz por ocultar su inquietud al enterarse de que un se?or deseaba verle y no hab?a querido dar su nombre. Era tal vez alg?n acreedor de su esposa, que se val?a de este medio para llegar hasta l.

Parece extranjero sigui diciendo el criado , y afirma que es de la familia del se?or marqus.

Tuvo un presentimiento Torrebianca que le hizo sonreir inmediatamente por considerarlo disparatado. ?No ser?a este desconocido su camarada Robledo, que se presentaba con una oportunidad inveros?mil, como esos personajes de las comedias que aparecen en el momento preciso? Pero era absurdo que Robledo, habitante del otro lado del planeta, estuviese pronto dejarse ver como un actor que aguarda entre bastidores. No. La vida no ofrece casualidades de tal especie. Esto slo se ve en el teatro y en los libros.

Indic con un gesto enrgico su voluntad de no recibir al desconocido; pero en el mismo instante se levant el cortinaje de la puerta, entrando alguien con un aplomo que escandaliz al ayuda de cmara.

Era el intruso, que, cansado de esperar en la antesala, se hab?a metido audazmente en la pieza ms prxima.

Se indign el marqus ante tal irrupcin; ycomo era de carcter fcilmente agresivo, avanz hacia l con aire amenazador. Pero el hombre, que re?a de su propio atrevimiento, al ver Torrebianca levant los brazos, gritando:

Apuesto que no me conoces ?Quin soy?

Le mir fijamente el marqus y no pudo reconocerlo. Despus sus ojos fueron expresando paulatinamente la duda y una nueva conviccin.

Ten?a la tez obscurecida por la doble causticidad del sol y del fr?o. Llevaba unos bigotes cortos, y Robledo aparec?a con barba en todos sus retratos Pero de pronto encontr en los ojos de este hombre algo que le pertenec?a, por haberlo visto mucho en su juventud. Adems, su alta estatura su sonrisa su cuerpo vigoroso

?Robledo! dijo al fin.

Y los dos amigos se abrazaron.

Desapareci el criado, considerando inoportuna su presencia, y poco despus se vieron sentados y fumando.

Cruzaban miradas afectuosas interrump?an sus palabras para estrecharse las manos acariciarse las rodillas con vigorosas palmadas.

La curiosidad del marqus, despus de tantos a?os de ausencia, fu ms viva que la del recin llegado.

?Vienes por mucho tiempo Par?s? pregunt Robledo.

Por unos meses nada ms.

Despus de forzar durante diez a?os el misterio de los desiertos americanos, lanzando travs de su virginidad, tan antigua como el planeta, l?neas frreas, caminos y canales, necesitaba darse un ba?o de civilizacin.

Vengo a?adi para ver si los restoranes de Par?s siguen mereciendo su antigua fama, y si los vinos de esta tierra no han deca?do. Slo aqu? puede comerse el Brie fresco, y yo tengo hambre de este queso hace muchos a?os.

El marqus ri. ?Hacer un viaje de tres mil leguas de mar para comer y beber en Par?s! Siempre el mismo Robledo. Luego le pregunt con inters:

?Eres rico?

Siempre pobre contest el ingeniero. Pero como estoy solo en el mundo y no tengo mujer, que es el ms caro de los lujos, podr hacer la misma vida de un gran millonario yanqui durante algunos meses. Cuento con los ahorros de varios a?os de trabajo all en el desierto, donde apenas hay gastos.

Mir Robledo en torno de l, apreciando con gestos admirativos el lujoso amueblado de la habitacin.

T? s? que eres rico, por lo que veo.

La contestacin del marqus fu una sonrisa enigmtica. Luego, estas palabras parecieron despertar su tristeza.

Hblame de tu vida continu Robledo. T? has recibido noticias m?as; yo, en cambio, he sabido muy poco de ti. Deben haberse perdido muchas de tus cartas, lo que no es extraordinario, pues hasta los ?ltimos a?os he ido de un lugar otro, sin echar ra?ces. Algo supe, sin embargo, de tu vida. Creo que te casaste.

Torrebianca hizo un gesto afirmativo, y dijo gravemente:

Me cas con una dama rusa, viuda de un alto funcionario de la corte del zar La conoc? en Londres. La encontr muchas veces en tertulias aristocrticas y en castillos adonde hab?amos sido invitados. Al fin nos casamos, y hemos llevado desde entonces una existencia muy elegante, pero muy cara.

Call un momento, como si quisiera apreciar el efecto que causaba en Robledo este resumen de su vida. Pero el espa?ol permaneci silencioso, queriendo saber ms.

Como t? llevas una existencia de hombre primitivo, ignoras felizmente lo que cuesta vivir de este modo He tenido que trabajar mucho para no irme fondo, ?y a?n as?! Mi pobre madre me ayuda con lo poco que puede extraer de las ruinas de nuestra familia.

Pero Torrebianca pareci arrepentirse del tono quejumbroso con que hablaba. Un optimismo, que media hora antes hubiese considerado absurdo, le hizo sonreir confiadamente.

En realidad no puedo quejarme, pues cuento con un apoyo poderoso. El banquero Fontenoy es amigo nuestro. Tal vez has o?do hablar de l. Tiene negocios en las cinco partes del mundo.

Movi su cabeza Robledo. No; nunca hab?a o?do tal nombre.

Es un antiguo amigo de la familia de mi mujer. Gracias Fontenoy, soy director de importantes explotaciones en pa?ses lejanos, lo que me proporciona un sueldo respetable, que en otros tiempos me hubiese parecido la riqueza.

Robledo mostr una curiosidad profesional. ?Explotaciones en pa?ses lejanos! El ingeniero quer?a saber, y acos su amigo con preguntas precisas. Pero Torrebianca empez mostrar cierta inquietud en sus respuestas. Balbuceaba, al mismo tiempo que su rostro, siempre de una palidez verdosa, se enrojec?a ligeramente.

Son negocios en Asia y en frica: minas de oro minas de otros metales un ferrocarril en China una Compa??a de navegacin para sacar los grandes productos de los arrozales del Tonk?n En realidad yo no he estudiado esas explotaciones directamente; me falt siempre el tiempo necesario para hacer el viaje. Adems, me es imposible vivir lejos de mi mujer. Pero Fontenoy, que es una gran cabeza, las ha visitado todas, y tengo en l una confianza absoluta. Yo no hago en realidad mas que poner mi firma en los informes de las personas competentes que l env?a all, para tranquilidad de los accionistas.

El espa?ol no pudo evitar que sus ojos reflejasen cierto asombro al oir estas palabras.

Su amigo, dndose cuenta de ello, quiso cambiar el curso de la conversacin. Habl de su mujer con cierto orgullo, como si considerase el mayor triunfo de su existencia que ella hubiese accedido ser su esposa.

Reconoc?a la gran influencia de seduccin que Elena parec?a ejercer sobre todo lo que le rodeaba. Pero como jams hab?a sentido la menor duda acerca de su fidelidad conyugal, mostrbase orgulloso de avanzar humildemente detrs de ella, emergiendo apenas sobre la estela de su marcha arrolladura. En realidad, todo lo que era l: sus empleos generosamente retribu?dos, las invitaciones de que se ve?a objeto, el agrado con que le recib?an en todas partes, lo deb?a ser el esposo de la bella Elena.

La vers dentro de poco porque t? vas quedarte almorzar con nosotros. No digas que no. Tengo buenos vinos, y ya que has venido del otro lado de la tierra para comer queso de Brie, te lo dar hasta matarte de una indigestin.

Luego abandon su tono de broma, para decir con voz emocionada:

No sabes cunto me alegra que conozcas mi mujer. Nada te digo de su hermosura; las gentes la llaman la bella Elena; pero su hermosura no es lo mejor. Aprecio ms su carcter casi infantil. Es caprichosa algunas veces, y necesita mucho dinero para su vida; pero ?qu mujer no es as?? Creo que Elena tambin se alegrar de conocerte ?Le he hablado tantas veces de mi amigo Robledo!




CAP?TULO II


La marquesa de Torrebianca encontr altamente interesante al amigo de su esposo.

Hab?a regresado su casa muy contenta. Sus preocupaciones de horas antes por la falta de dinero parec?an olvidadas, como si hubiese encontrado el medio de amansar su acreedor de pagarle.

Durante el almuerzo, tuvo Robledo que hablar mucho para responder las preguntas de ella, satisfaciendo la vehemente curiosidad que parec?an inspirarle todos los episodios de su vida.

Al enterarse de que el ingeniero no era rico, hizo un gesto de duda. Ten?a por inveros?mil que un habitante de Amrica, lo mismo la del Norte que la del Sur, no poseyese millones. Pensaba por instinto, como la mayor parte de los europeos, sindole necesaria una lenta reflexin para convencerse de que en el Nuevo Mundo pueden existir pobres como en todas partes.

Yo soy todav?a pobre continu Robledo ; pero procurar terminar mis d?as como millonario, aunque solo sea para no desilusionar las gentes convencidas que todo el que va Amrica debe ganar forzosamente una gran fortuna, dejndola en herencia sus sobrinos de Europa.

Esto le llev hablar de los trabajos que estaba realizando en la Patagonia.

Se hab?a cansado de trabajar para los dems, y teniendo por socio cierto joven norteamericano, se ocupaba en la colonizacin de unos cuantos miles de hectreas junto al r?o Negro. En esta empresa hab?a arriesgado sus ahorros, los de su compa?ero, importantes cantidades prestadas por los Bancos de Buenos Aires; pero consideraba el negocio seguro y extraordinariamente remunerador.

Su trabajo era transformar en campos de regad?o las tierras yermas incultas adquiridas bajo precio. El gobierno argentino estaba realizando grandes obras en el r?o Negro, para captar parte de sus aguas. l hab?a intervenido como ingeniero en este trabajo dif?cil, empezado a?os antes. Luego present su dimisin para hacerse colonizador, comprando tierras que iban quedar en la zona de la irrigacin futura.

Es asunto de algunos a?os, tal vez de algunos meses a?adi. Todo consiste en que el r?o se muestre amable, prestndose que le crucen el pecho con un dique, y no se permita una crecida extraordinaria, una convulsin de las que son frecuentes all y destruyen en unas horas todo el trabajo de varios a?os, obligando empezarlo otra vez. Mientras tanto, mi asociado y yo hacemos con gran econom?a los canales secundarios y las dems arterias que han de fecundar nuestras tierras estriles; yel d?a en que el dique est terminado y las aguas lleguen nuestras tierras

Se detuvo Robledo, sonriendo con modestia.

Entonces continu ser un millonario la americana ?Quin sabe hasta dnde puede llegar mi fortuna? Una legua de tierra regada vale millones y yo tengo varias leguas.

La bella Elena le o?a con gran inters; pero Robledo, sintindose inquieto por la expresin momentneamente admirativa de sus ojos de pupilas verdes con reflejos de oro, se apresur a?adir:

?Esta fortuna puede retrasarse tambin tantos a?os! Es posible que slo llegue m? cuando me vea prximo la muerte, y sean los hijos de una hermana que tengo en Espa?a los que gocen el producto de lo mucho que he trabajado y rabiado all.

Le hizo contar Elena cmo era su vida en el desierto patagnico, inmensa llanura barrida en invierno por hu-racanes fr?os que levantan columnas de polvo, y sin ms habitantes naturales que las bandas de avestruces y el puma vagabundo, que, cuando siente hambre, osa atacar al hombre solitario.

Al principio la poblacin humana hab?a estado representada por las bandas de indios que vivaqueaban en las orillas de los r?os y por fugitivos de Chile la Argentina, lanzados travs de las tierras salvajes para huir de los delitos que dejaban sus espaldas. Ahora, los antiguos fortines, guarnecidos por los destacamentos que el gobierno hab?a hecho avanzar desde Buenos Aires para que tomasen posesin del desierto, se convert?an en pueblos, separados unos de otros por centenares de kilmetros.

Entre dos poblaciones de estas, considerablemente alejadas, era donde viv?a Robledo, transformando su campamento de trabajadores en un pueblo que tal vez antes de medio siglo llegase ser una ciudad de cierta importancia. En Amrica no eran raros prodigios de esta clase.

Le escuchaba Elena con deleite, lo mismo que cuando, en el teatro en el cinematgrafo, sent?a despertada su curiosidad por una fbula interesante.

Eso es vivir dec?a. Eso es llevar una existencia digna de un hombre.

Y sus ojos dorados se apartaban de Robledo para mirar con cierta conmiseracin su esposo, como si viese en l una imagen de todas las flojedades de la vida muelle y extremadamente civilizada, que aborrec?a en aquellos momentos.

Adems, as? es como se gana una gran fortuna. Yo slo creo que son hombres los que alcanzan victorias en las guerras los capitanes del dinero que conquistan millones Aunque mujer, me gustar?a vivir esa existencia enrgica y abundante en peligros.

Robledo, para evitar su amigo las recriminaciones de un entusiasmo expresado por ella con cierta agresividad, habl de las miserias que se sufren lejos de las tierras civilizadas. Entonces la marquesa pareci sentir menos admiracin por la vida de aventuras, confesando al fin que prefer?a su existencia en Par?s.

Pero me hubiera gastado a?adi con voz melanclica que el hombre que fuese mi esposo viviera as?, conquistando una riqueza enorme. Vendr?a verme todos los a?os, yo pensar?a en l todas horas, ir?a tambin alguna vez compartir durante unos meses su vida salvaje. En fin, ser?a una existencia ms interesante que la que llevamos en Par?s;

y al final de ella, la riqueza, una verdadera riqueza, inmensa, novelesca, como rara vez se ve en el viejo mundo.

Se detuvo un instante, para a?adir con gravedad, mirando Robledo:

Usted parece que da poca importancia la riqueza, y si la busca es por satisfacer su deseo de accin, por dar empleo sus energ?as. Pero no sabe lo que es ni lo que representa. Un hombre de su temple tiene pocas necesidades. Para conocer lo que vale el dinero y lo que puede dar de s?, se necesita vivir al lado de una mujer.

Volvi mirar Torrebianca, y termin diciendo:

Por desgracia, los que llevan con ellos una mujer carecen casi siempre de esa fuerza que ayuda realizar sus grandes empresas los hombres solitarios.

Despus de este almuerzo, durante el cual slo se habl del poder del dinero y de aventuras en el Nuevo Mundo, el colonizador frecuent la casa, como si perteneciese la familia de sus due?os.

Le has sido muy simptico Elena dec?a Torrebianca. ?Pero muy simptico!

Y se mostraba satisfecho, como si esto equivaliese un triunfo, no ocultando el disgusto que le habr?a producido verse obligado escoger entre su esposa y su compa?ero de juventud, en el caso de mutua antipat?a.

Por su parte, Robledo se mostraba indeciso y como desorientado al pensar en Elena. Cuando estaba en su presencia, le era imposible resistirse al poder de seduccin que parec?a emanar de su persona. Ella le trataba con la confianza del parentesco, como si fuese un hermano de su marido. Quer?a ser su iniciadora y maestra en la vida de Par?s, dndole consejos para que no abusasen de su credulidad de recin llegado. Le acompa?aba para que conociese los lugares ms elegantes, la hora del t por la noche, despus de la comida.

La expresin maligna y pueril un mismo tiempo de sus ojos imperturbables y el ceceo infantil con que pronunciaba veces sus palabras hac?an gran efecto en el colonizador.

Es una ni?a se dijo muchas veces ; su marido no se equivoca. Tiene todas las malicias de las mu?ecas creadas por la vida moderna, y debe resultar terriblemente cara Pero debajo de eso, que no es mas que una costra exterior, tal vez existe solamente una mentalidad algo simple.

Cuando no la ve?a y estaba lejos de la influencia de sus ojos, se mostraba menos optimista, sonriendo con una admiracin irnica de la credulidad de su amigo. ?Quin era verdaderamente esta mujer, y dnde hab?a ido Torrebianca encontrarla?

Su historia la conoc?a ?nicamente por las palabras del esposo. Era viuda de un alto funcionario de la corte de los Zares; pero la personalidad del primer marido, con ser tan brillante, resultaba algo indecisa. Unas veces hab?a sido, seg?n ella, Gran Mariscal de la corte; otras, simple general, y el que verdaderamente pod?a ostentar una historia de heroicos antepasados era su propio padre.

Al repetir Torrebianca las afirmaciones de esta mujer, que le inspiraba amor y orgullo al mismo tiempo, hac?a memoria de un sinn?mero de personajes de la corte rusa de grandes damas amantes de los emperadores, todos parientes de Elena; pero l no los hab?a visto nunca, por estar muertos desde muchos a?os antes vivir en sus lejanas tierras, enormes como Estados.

Las palabras de ella tambin alarmaban Robledo. Nunca hab?a estado en Amrica, y sin embargo, una tarde, en un t del Ritz, le habl de su paso por San Francisco de California, cuando era ni?a. Otras veces dejaba rodar aturdidamente en el curso de su conversacin nombres de ciudades remotas de personajes de fama universal, como si los conociese mucho. Nunca pudo saber con certeza cuntos idiomas pose?a.

Los hablo todos contest Elena en espa?ol un d?a que Robledo le hizo esta pregunta.

Contaba ancdotas algo atrevidas, como si las hubiese escuchado otras personas; pero lo hac?a de tal modo, que el colonizador lleg algunas veces sospechar si ser?a ella la verdadera protagonista.

?Dnde no ha estado esta mujer? pensaba. Parece haber vivido mil existencias en pocos a?os. Es imposible que todo eso haya podido ocurrir en los tiempos de su marido, el personaje ruso.

Si intentaba explorar su amigo para adquirir noticias, la fe de ste en el pasado de su mujer era como una muralla de credulidad, dura inconmovible, que cortaba el avance de toda averiguacin. Pero lleg adquirir la certeza de que su amigo slo conoc?a la historia de Elena partir del momento que la encontr por primera vez en Londres. Toda su existencia anterior la sab?a por lo que ella hab?a querido contarle.

Pens que Federico, al contraer matrimonio, habr?a tenido indudablemente conocimiento del origen de su esposa por los documentos que exige la preparacin de la ceremonia nupcial. Luego se vi obligado desechar esta hiptesis. El casamiento hab?a sido en Londres, uno de esos matrimonios rpidos como se ven en las cintas cinematogrficas, y para el cual slo son necesarios un sacerdote que lea el libro santo, dos testigos y algunos papeles examinados la ligera.

Acab el espa?ol por arrepentirse de tantas dudas. Federico se mostraba contento y hasta orgulloso de su matrimonio, y l no ten?a derecho intervenir en la vida domstica de los otros. Adems, sus sospechas bien pod?an ser el resultado de su falta de adaptacin natural en un salvaje al verse en plena vida de Par?s.

Elena era una dama del gran mundo, una mujer elegante de las que l no hab?a tratado nunca. Slo al matrimonio de su amigo deb?a esta amistad extraordinaria, que forzosamente hab?a de chocar con sus costumbres anteriores. A veces hasta encontraba lgico lo que momentos antes le hab?a producido inmensa extra?eza. Era su ignorancia, su falta de educacin, la que le hac?a incurrir en tantas sospechas y malos pensamientos. Luego le bastaba ver la sonrisa de Elena y la caricia de sus pupilas verdes y doradas para mostrar una confianza y una admiracin iguales las de Federico.

Viv?a en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradis?acas delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en Par?s; pero las ms de sus comidas las hac?a con Torrebianca y su mujer. Unas veces eran stos los que le invitaban su mesa; otras los invitaba l los restoranes ms clebres.

Adems, Elena le hizo asistir algunos ts en su casa, presentndolo sus amigas. Mostraba un placer infantil en contrariar los gustos del oso patagnico, como ella apodaba Robledo, pesar de las protestas de ste, que nunca hab?a visto osos en la Argentina austral. Como l abominaba de tales reuniones, Elena se val?a de diversas astucias para que asistiese ellas.

Tambin fu conociendo los amigos ms importantes de la casa en las comidas de ceremonia dadas por los Torrebianca. La marquesa no presentaba al espa?ol como un ingeniero que a?n estaba en la parte preliminar de sus empresas, la ms dif?cil y aventurada, sino como un triunfador venido de una Amrica maravillosa con much?simos millones.

Dec?a esto sus espaldas, y l no pod?a explicarse el respeto con que le trataban los otros invitados y la simptica atencin con que le o?an apenas pronunciaba algunas palabras.

As? conoci varios diputados y periodistas, amigos del banquero Fontenoy, que eran los convidados ms importantes. Tambin conoci al banquero, hombre de mediana edad, completamente afeitado y con la cabeza canosa, que imitaba el aspecto y los gestos de los hombres de negocios norteamericanos. Robledo, contemplndole, se acordaba de l mismo cuando viv?a en Buenos Aires y hab?a de pagar al d?a siguiente una letra, no teniendo reunida a?n la cantidad necesaria. Fontenoy ofrec?a la imagen que se forma el vulgo de un hombre de dinero, director de importantes negocios en diversos lugares de la tierra. Todo en su persona parec?a respirar seguridad y conviccin de la propia fuerza. Pero veces, como si olvidase el presente inmediato, frunc?a el ce?o, quedando pensativo y completamente ajeno cuanto le rodeaba.

Piensa alguna nueva combinacin maravillosa dec?a Torrebianca su amigo. Es admirable la cabeza de este hombre.

Pero Robledo, sin saber por qu, se acordaba otra vez de sus inquietudes y las de tantos otros all en Buenos Aires, cuando hab?an tomado dinero en los Bancos noventa d?as vista y era preciso devolverlo la ma?ana siguiente.

Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde tomar?a el Metro. Iba con l uno de los invitados la comida, personaje equ?voco que hab?a ocupado el ?ltimo asiento en la mesa, y parec?a satisfecho de marchar junto un millonario sudamericano.

Era un protegido de Fontenoy y publicaba un peridico de negocios inspirado por el banquero. Su acidez de parsito nece-sitaba expansionarse, criticando todos sus protectores apenas se alejaba de ellos. A los pocos pasos sinti la necesidad de pagar la comida reciente hablando mal de los due?os de la casa. Sab?a que Robledo era compa?ero de estudios del marqus.

Y su esposa, ?la conoce usted tambin hace mucho tiempo?

El maligno personaje sonri al enterarse de que Robledo la hab?a visto por primera vez unas semanas antes.

?Rusa? ?Cree usted verdaderamente que es rusa? Eso lo cuenta ella, as? como las otras fbulas de su primer marido, Gran Mariscal de la corte, y de toda su noble parentela. Son muchos los que creen que no ha habido jams tal marido. Yo no me atrevo decir si es verdad mentira; pero puedo afirmar que en casa de esta gran dama rusa nunca he visto ning?n personaje de dicho pa?s.

Hizo una pausa como para tomar fuerzas, y a?adi con energ?a:

A m? me han dicho gentes de all, indudablemente bien enteradas, que no es rusa. Eso nadie lo cree. Unos la tienen por rumana y hasta afirman haberla visto de joven en Bucarest;

otros aseguran que naci en Italia, de padres polacos. ?Vaya usted saber! ?Si tuvisemos que averiguar el nacimiento y la historia de todas las personas que conocemos en Par?s y nos invitan comer!

Mir de soslayo Robledo para apreciar su grado de curiosidad y la confianza que pod?a tener en su discrecin.

El marqus es una excelente persona. Usted debe conocerlo bien. Fontenoy hace justicia sus mritos y le ha dado un empleo importante para

Presinti Robledo que iba oir algo que le ser?a imposible aceptar en silencio, y como en aquel instante pasaba vac?o un automvil de alquiler, se apresur llamar su conductor. Luego pretext una ocupacin urgente, recordada de pronto, para despedirse del maligno parsito.

Siempre que hablaba solas con Torrebianca, ste hac?a desviar la conversacin hacia el asunto principal de sus preocupaciones: el mucho dinero que se necesita para sostener un buen rango social.

T? no sabes lo que cuesta una mujer: los vestidos, las joyas; adems, el invierno en la Costa Azul, el verano en las playas clebres, el oto?o en los balnearios de moda

Robledo acog?a tales lamentaciones con una conmiseracin irnica que acababa por irritar su amigo.

Como t? no conoces lo que es el amor dijo Torrebianca una tarde , puedes prescindir de la mujer y permitirte esa serenidad burlona.

El espa?ol palideci, perdiendo inmediatamente su sonrisa. ?l no hab?a conocido el amor? Resucitaron en su memoria, despus de esto, los recuerdos de una juventud que Torrebianca slo hab?a entrevisto de un modo confuso. Una novia le hab?a abandonado tal vez, all en su pa?s, para casarse con otro. Luego el italiano crey recordar mejor. La novia hab?a muerto y Robledo juraba, como en las novelas, no casarse Este hombre corpulento, gastrnomo y burln llevaba en su interior una tragedia amorosa.

Pero como si Robledo tuviera empe?o en evitar que le tomasen por un personaje romntico, se apresur decir escpticamente:

Yo busco la mujer cuando me hace falta, y luego contin?o solo mi camino. ?Para qu complicar mi existencia con una compa??a que no necesito?

Una noche, al salir los tres de un teatro, Elena mostr deseos de conocer cierto restorn de Montmartre abierto recientemente. Para sus amigos era un lugar mgico, causa de su decoracin persa estilo Mil y una noches vistas desde Montmartre y de su iluminacin de tubos de mercurio, que daba un tono verdoso los salones, lo mismo que si estuviesen en el fondo del mar, y una lividez de ahogados sus parroquianos.

Dos orquestas se reemplazaban incesantemente en la tarea de poblar el aire de disparates r?tmicos. Los violines colaboraban con desafinados instrumentos de metal, unindose esta cencerrada bailable un claxon de automvil y varios artefactos musicales de reciente invencin, que imitaban dos tablones que chocan, un fardo arrastrado por el suelo, una piedra sillar que cae

En un gran valo abierto entre las mesas se renovaban incesantemente las parejas de danzarines. Los vestidos y sombreros de las mujeres espumas de diversos colores en las que flotaban briznas de plata y oro , as? como las masas blancas y negras del indumento masculino, se esparc?an en torno las manchas cuadradas de los manteles.

Con la m?sica estridente de las orquestas ven?a juntarse un estrpito de feria. Los que no estaban ocupados en bailar lanzaban por el aire serpentinas y bolas de algodn, insist?an con un deleite infantil en hacer sonar peque?as gaitas y otros instrumentos pueriles.

Flotaban en el aire cargado de humo esferas de caucho de distintos colores que los concurrentes hab?an dejado escapar de sus manos. Los ms, mientras com?an y beb?an, llevaban tocadas sus cabezas con gorros de beb, crestas de pjaro pelucas de payaso.

Hab?a en el ambiente una alegr?a forzada y est?pida, un deseo de retroceder los balbuceos de la infancia, para dar de este modo nuevo incentivo los pecados montonos de la madurez. El aspecto del restorn pareci entusiasmar Elena.

?Oh, Par?s! ?No hay mas que un Par?s! ?Qu dice usted de esto, Robledo?

Pero como Robledo era un salvaje, sonri con una indiferencia verdaderamente insolente. Comieron sin tener apetito y bebieron el contenido de una botella de champa?a sumergida en un cubo plateado, que parec?a repetirse en todas las mesas, como si fuese el ?dolo de aquel lugar, en cuyo honor se celebraba la fiesta. Antes de que se vaciase la botella, otra ocupaba instantneamente su sitio, cual si acabase de crecer del fondo del cubo.

La marquesa, que miraba todos lados con cierta impaciencia, sonri de pronto haciendo se?as un se?or que acababa de entrar.

Era Fontenoy, y vino sentarse la mesa de ellos, fingiendo sorpresa por el encuentro.

Robledo se acord de haber o?do hablar Elena repetidas veces del banquero mientras estaban en el teatro, y esto le hizo presumir si se habr?an visto aquella misma tarde. Hasta se le ocurri la sospecha de que este encuentro en Montmartre estaba convenido por los dos.

Mientras tanto, Fontenoy dec?a Torrebianca, rehuyendo la mirada de la mujer de ste:

?Una verdadera casualidad! Salgo de una comida con hombres de negocios; necesitaba distraerme; vengo aqu?, como pod?a haber ido otro sitio, y los encuentro ustedes.

Por un momento crey Robledo que los ojos pueden sonreir al ver la expresin de jovial malicia que pasaba por las pupilas de Elena.

Cuando la botella de champa?a hubo resucitado en el cubo por tercera vez, la marquesa, que parec?a envidiar los que daban vueltas en el centro del saln, dijo con su voz quejumbrosa de ni?a:

?Quiero bailar, y nadie me saca!

Su marido se levant, como si obedeciese una orden, y los dos se alejaron girando entre las otras parejas.

Al volver su asiento, ella protesto con una indignacin cmica:

?Venir Montmartre para bailar con el marido!

Puso sus ojos acariciadores en Fontenoy, y a?adi;

No pienso pedirle que me invite. Usted no sabe bailar ni quiere descender estas cosas fr?volas Adems, tal vez teme que sus accionistas le retiren su confianza al verle en estos lugares.

Luego se volvi hacia Robledo:

?Y usted, baila?

El ingeniero fingi que se escandalizaba. ?Dnde pod?a haber aprendido los bailes inventados en los ?ltimos a?os? l slo conoc?a la cueca chilena, que danzaban sus peones los d?as de paga, el pericn y el gato, bailados por algunos gauchos viejos acompa?ndose con el retint?n de sus espuelas.

Tendr que aburrirme sin poder bailar y eso que voy con tres hombres. ?Qu suerte la m?a!

Pero alguien intervino como si hubiese escuchado sus quejas. Torrebianca hizo un gesto de contrariedad. Era un joven danzar?n, al que hab?a visto muchas veces en los restoranes nocturnos. Le inspiraba una franca antipat?a, por el hecho de que su mujer hablaba de l con cierta admiracin, lo mismo que todas sus amigas.

Gozaba los honores de la celebridad. Alguien, para marear irnicamente la altura de su gloria, lo hab?a apodado el guila del tango. Robledo adivin que era un sudamericano por la soltura graciosa de sus movimientos y su atildada exageracin en el vestir. Las mujeres admiraban la peque?ez de sus pies montados en altos tacones y el brillo de la abultada masa de sus cabellos, echada atrs y tan unida como un bloque de laca.

Esta guila bailarina, que se hac?a mantener por sus parejas, seg?n murmuraban los envidiosos de su gloria, se vi aceptada por la mujer de Torrebianca, y los dos empezaron danzar. El cansancio oblig Elena repetidas veces volver la mesa; pero al poco rato ya estaba llamando con sus ojos al bailar?n, que acud?a oportunamente.

Torrebianca no ocult su disgusto al verla con este mozo antiptico. Fontenoy permanec?a impasible sonre?a distra?da-mente durante los breves momentos que Elena empleaba en descansar.

Volvi acordarse Robledo de la expresin de lejan?a que hab?a observado en todos los que tienen un pagar de vencimiento prximo. Pero este recuerdo pas rpidamente por su memoria.

Mir con ms atencin al banquero, y se di cuenta de que ya no pensaba en cosas invisibles. La insistencia de Elena en bailar con el mismo jovenzuelo hab?a acabado por imprimir en su rostro un gesto de descontento igual al que mostraba Torrebianca.

Siempre que pasaba ella en brazos de su danzar?n, sonre?a Fontenoy con cierta malicia, como si gozase viendo su cara de disgusto.

El espa?ol mir un lado de la mesa, luego mir al lado opuesto, y pens:

Cualquiera dir?a que estoy entre dos maridos celosos.




CAP?TULO III


En uno de los ts de la marquesa de Torrebianca conoci Robledo la condesa Titonius, dama rusa, casada con un noble escandinavo, el cual parec?a absorbido por su cnyuge, hasta el punto de que nadie reparase en su persona.

Era una mujer entre los cuarenta a?os y los cincuenta, que todav?a guardaba vestigios algo borrosos de una belleza ya remota. Su obesidad desbordante, blanca y flcida ten?a por remate una cabecita de mu?eca sentimental; ycomo gustaba de escribir versos amorosos, apresurndose recitarlos en el curso de las conversaciones, sus enemigas la hab?an apodado Cien kilos de poes?a.

Se presentaba en plena tarde audazmente escotada, para lucir con orgullo sus albas y gelatinosas superfluidades. Usaba joyas gigantescas y brbaras, en armon?a con una peluca rubia la que iba a?adiendo todos los meses nuevos rizos.

Entre estas alhajas escandalosamente falsas, la ?nica que merec?a cierto respeto era un collar de perlas, que, al sentarse su due?a, ven?a descansar sobre el globo de su vientre. Estas perlas irregulares, angulosas y con ra?ces se parec?an los dientes de animal que emplean algunos pueblos salvajes para fabricarse adornos.

Los maldicientes aseguraban que eran recuerdos de amantes de su juventud, los que la condesa hab?a arrancado las muelas, no quedndole otra cosa que sacar de ellos. Su sentimentalismo y la libertad con que hablaba del amor justificaban tales murmuraciones.

Al saber por su amiga Elena que Robledo era un millonario de Amrica, lo mir con apasionado inters. Hablaron, con una taza de t en la mano, ms bien dicho, fu ella la que habl, mientras el ingeniero buscaba mentalmente un pretexto para escapar.

Usted que ha viajado tanto y es un hroe, il?streme con su experiencia ?Qu opina usted del amor?

Pero la poetisa, pesar de sus ojeadas tiernas y miopes, vi que Robledo hu?a murmurando excusas, como si le asustase una conversacin iniciada con tal pregunta.

Elena le rog semanas despus que asistiese una fiesta dada por la condesa.

Son reuniones muy originales. La due?a de la casa invita una bohemia inquietante para que aplauda sus versos, y la mezcla con gentes distinguidas que conoci en los salones. Algunos extranjeros van de buena fe, creyendo encontrar autores clebres, y slo conocen fracasados viejos y cidos. Tambin protege ciertos jvenes que se presentan con solemnidad, convencidos de una gloria que slo existe entre sus camaradas en las pginas de alguna revistilla que nadie lee Debe usted ver eso. Dif?cilmente encontrar en Par?s una casa semejante. Adems, he prometido la pobre condesa que asistir usted su fiesta, y me enfadar si no me obedece.

Por no disgustarla, se dirigi Robledo las diez de la noche la avenida Kleber, donde viv?a la condesa, despus de haber comido con varios compatriotas en un restorn de los bulevares.

Dos servidores alquilados para la fiesta se ocupaban en recoger los abrigos de los invitados. Apenas entr el ingeniero en el recibimiento, se di cuenta de la mezcolanza social descrita por Elena. Llegaban parejas de aspecto distinguido, acostumbradas la vida de los salones, vestidas con elegancia, y revueltas con ellas vi pasar varios jvenes de abundosa cabellera, que llevaban frac lo mismo que los otros invitados, pero se despojaban de palets ra?dos con los forros rotos. Sorprendi la mirada irnica de los dos servidores al colgar algunos de estos gabanes, as? como ciertos abrigos de pieles con grandes calvas, pertenecientes se?oras que ostentaban extravagantes tocados.

Un viejo con melenas de un blanco sucio y gran chambergo, que ten?a aspecto de poeta tal como se lo imagina el vulgo, se despoj de un gabancito veraniego y dos bufandas de lana arrolladas su cuerpo para suplir la falta de abrigo. Retir la pipa de su boca, golpeando con ella la suela de uno de sus zapatos, y la meti luego en un bolsillo del gabn, recomendando los criados que lo guardasen cuidadosamente, como si fuese prenda de gran valor.

El abrigo de pieles que llevaba Robledo atrajo el respeto de los dos servidores. Uno de ellos le ayud despojarse de l, conservndolo sobre sus brazos.

Puede usted admirarlo; le doy permiso dijo el ingeniero. Lo compr hace pocos d?as. Una rica pieza, ?eh?

Pero el criado, sin hacer caso de su tono burln, contest:

Lo pondr aparte. Temo que la salida se equivoque alguno y se lo lleve, dejando el suyo al se?or.

Y gui? un ojo, se?alando al mismo tiempo los gabanes de aspecto lamentable amontonados en la antesala.

La noble poetisa mostr un entusiasmo ruidoso al verle en sus salones. Apartando los otros invitados, sali su encuentro y le estrech ambas manos la vez. Luego, apoyada en su brazo, lo fu llevando entre los grupos para hacer la presentacin. Le acariciaba con los ojos, como si fuese el principal atractivo de su fiesta; parec?a sentir orgullo al mostrarlo sus amigas. Con razn el d?a anterior le hab?a dicho, burlndose, Elena: ?Mucho ojo, Robledo! La condesa est locamente enamorada de usted, y la creo capaz de raptarle.

Expresaba la poetisa su entusiasmo con una avalancha de palabras al hacer la presentacin del ingeniero.

Un hroe; un superhombre del desierto, que all en las pampas de la Argentina ha matado leones, tigres y elefantes.

Robledo puso cara de espanto al oir tales disparates, pero la condesa no estaba para reparar en escr?pulos geogrficos.

Cuando me haya contado todas sus haza?as continu , escribir un poema pico, de carcter moderno, relatando en verso las aventuras de su vida. A m?, los hombres slo me interesan cuando son hroes

Y otra vez Robledo puso cara de asombro.

Como la condesa no ve?a ya cerca de ella ms invitados quienes presentar su hroe, lo condujo un gabinete completamente solitario, sin duda causa de los olores que travs de un cortinaje llegaban de la cocina, demasiado prxima.

Ocup un silln amplio como un trono, invit sentarse Robledo. Pero cuando ste buscaba una silla, la Titonius le indic un taburete junto sus pies.

As? lograremos que sea mayor nuestra intimidad. Parecer usted un paje antiguo prosternado ante su dama.

No pod?a ocultar Robledo el asombro que le causaban estas palabras, pero acab por colocarse tal como ella quer?a, aunque el asiento le resultase molesto, causa de su corpulencia.

Copiaba la Titonius los gestos pueriles y el habla ceceante de su amiga; pero estas imitaciones infantiles resultaban en ella extremadamente grotescas.

Ahora que estamos solos dijo , espero que hablar usted con ms libertad, y vuelvo hacerle la misma pregunta del otro d?a: ?Qu opina usted del amor?

Qued sorprendido Robledo, y al final balbuce:

?Oh, el amor! Es una enfermedad eso es: una enfermedad de la que vienen ocupndose las gentes hace miles de a?os, sin saber en qu consiste.

La condesa se hab?a aproximado mucho l, causa de su miop?a, prescindiendo del auxilio de unos impertinentes de concha que guardaba en su diestra. Inclinndose sobre el emballenado hemisferio de su vientre, casi juntaba su cara con la del hombre sentado sus pies.

?Y cree usted prosigui que un alma superior y mal comprendida, como la m?a, podr encontrar alguna vez el alma hermana que le complete?

Robledo, que hab?a recobrado su tranquilidad, dijo gravemente:

Estoy seguro de ello Pero todav?a es usted joven y tiene tiempo para esperar.

Tal fu su arrobamiento al oir esta respuesta, que acab por acariciar el rostro de su acompa?ante con los lentes que ten?a en una mano.

?Oh, la galanter?a espa?ola! Pero separmonos; guar-demos nuestro secreto ante un mundo que no puede comprendernos. Leo en sus ojos el deseo ardiente ?contngase ahora! Yo procurar que nuestras almas vuelvan encontrarse con ms intimidad. En este momento es imposible Los deberes sociales las obligaciones de una due?a de casa

Y despus de levantarse del silln-trono con toda la pesadez de su volumen, se alej imitando la ligereza de una ni?a, no sin enviar antes Robledo un beso mudo con la punta de sus lentes.

Desconcertado por esta agresividad pasional, y ofendido al mismo tiempo porque cre?a verse en una situacin grotesca, el ingeniero abandon igualmente el solitario gabinete.

Al volver los salones iba tan ofuscado, que casi derrib un se?or de reducida estatura, y ste, pesar del golpe recibido, hizo una reverencia murmurando excusas. Le vi despus yendo de un lado otro, t?mido y humilde, vigilando los servidores con unos ojos que parec?an pedirles perdn, y cuidndose de volver su sitio los muebles puestos en desorden por los invitados. Apenas le hablaba alguien, se apresuraba contestar con grandes muestras de respeto, huyendo inmediatamente.

La Titonius ten?a en torno ella un c?rculo de hombres, que eran en su mayor parte los jvenes de aspecto artista vistos por Robledo en la antesala. Muchas se?oras se burlaban francamente de la condesa, partiendo de sus grupos irnicas miradas hacia su persona. El viejo que hab?a dejado sus bufandas y su pipa en el guardarropa di varias palmadas, sise para imponer silencio, y dijo luego con solemnidad:

La asistencia reclama que nuestra bella musa recite algunos de sus versos incomparables.

Muchos aplaudieron, apoyando esta peticin con gritos de entusiasmo. Pero la masa se mostr displicente y empez moverse en su asiento haciendo signos negativos. Al mismo tiempo dijo con voz dbil, como si acabase de sentir una repentina enfermedad:

No puedo, amigos m?os Esta noche me es imposible Otro d?a, tal vez

Volvi insistir el grupo de admiradores, y la condesa repiti sus protestas con un desaliento cada vez ms doloroso, como si fuese morir.

Al fin, los invitados la dejaron en paz, para ocuparse en cosas ms de su gusto. Los grupos volvieron sus espaldas la poetisa, olvidndola. Un m?sico joven, afeitado y con largas guedejas, que pretend?a imitar la fealdad genial de algunos compositores clebres, se sent al piano hizo correr sus dedos sobre las teclas. Dos muchachas acudieron con aire suplicante, poniendo sus manos sobre las del pianista. Oir?an despus con mucho gusto sus obras sublimes; pero por el momento deb?a mostrarse bondadoso y al nivel del vulgo, tocando algo para bailar. Se contentaban con un vals, si es que sus convicciones art?sticas le imped?an descender hasta las danzas americanas.

Varias parejas empezaron girar en el centro del saln, y cuando iba aumentando su n?mero y no quedaba quien se acordase de la condesa, sta mir un lado y otro con asombro y se puso en pie:

Ya que me piden versos con tanta insistencia, acceder al deseo general. Voy decir un peque?o poema.

Tales palabras esparcieron la consternacin. El pianista, por no haberlas o?do, continu tocando; pero tuvo que detenerse, pues el se?or humilde y annimo que iba de un lado otro como un domstico se acerc l, tomndole las manos. Al cesar la m?sica, las parejas quedaron inmviles; y, finalmente, con una expresin aburrida, volvieron sus asientos. La condesa empez recitar. Algunos invitados la o?an con tina atencin dolorosa una inmovilidad est?pida, pensando indudablemente en cosas remotas. Otros parpadeaban, haciendo esfuerzos para repeler el sue?o que corr?a hacia ellos montado en el sonsonete de las rimas.

Dos se?oras ya entradas en a?os y de aspecto maligno fing?an gran inters por conocer los versos, y hasta se llevaban de vez en cuando una mano la oreja para oir mejor. Pero al mismo tiempo las dos segu?an conversando detrs de sus abanicos. En ciertos momentos dejaban stos sobre sus rodillas para aplaudir y gritar: ?Bravo!; pero volv?an recobrarlos y los desplegaban, riendo de la due?a de la casa bajo el amparo de su tela.

Robledo estaba detrs de ellas, apoyado en el quicio de una puerta y medio oculto por el cortinaje. Como la condesa declamaba con vehemencia, las dos se?oras se ve?an obligadas elevar un poco el tono de su voz, y el ingeniero, que era de o?do sutil, pudo enterarse de lo que dec?an.

Ser?a preferible murmuraba una de ellas que en vez de regalarnos con versos, preparase un buffet mejor para sus invitados.

La otra protest. En casa de la Titonius, la mesa era ms peligrosa cuanto ms abundante. Se necesitaba un valor heroico para aceptar la invitacin sus comidas, que ella misma preparaba.

A los postres hay que pedir por telfono un mdico, y alguna vez ser preciso avisar la Agencia de pompas f?nebres.

Entre risas sofocadas, recordaban la historia de la due?a de la casa. Hab?a sido rica en otros tiempos; unos dec?an que por sus padres; otros, que por sus amantes.

Para llegar condesa se hab?a casado con el conde Titonius, personaje arruinado insignificante, que consider preferible esta humillacin pegarse un tiro. Ocupaba en la casa una situacin inferior la de los domsticos. Cuando la condesa ten?a excitados los nervios por la infidelidad de alguno de sus jvenes admiradores arrojaba escaleras abajo las camisas y calzoncillos del conde, ordenndole como una reina ofendida que desapareciese para siempre. Pero pasada una semana, al organizar la poetisa una nueva fiesta, reaparec?a el desterrado, siempre humilde y melanclico, encogindose como si temiese ocupar demasiado espacio en los salones de su mujer.

Yo no s continu una de las murmuradoras para qu da estas fiestas estando arruinada. F?jese en la mesa que nos ofrecer luego. Los grandes pasteles y las frutas ricas que adornan el centro son alquiladas por una noche, lo mismo que sus domsticos. Todos lo saben, y nadie se atreve tocar esas cosas apetecibles por miedo su enfado. La gente se limita al t y las galletas, fingindose desganada.

Cesaron en sus murmuraciones para aplaudir la poetisa, y sta, enardecida por el xito, empez declamar nuevos versos.

Como Robledo no le interesaba la maligna conversacin de las dos se?oras, y menos a?n el talento potico de la due?a de la casa, aprovech un momento en que sta le volv?a la espalda para saludar sus admiradores, y pas al gabinete donde hab?a estado antes.

El mismo se?or humilde y obsequioso con el que se hab?a tropezado repetidas veces estaba ahora medio tendido en un divn y fumando, como un trabajador que al fin puede descansar unos minutos. Se entreten?a en seguir con los ojos las espirales del humo de su cigarrillo; pero al ver que un invitado acababa de sentarse cerca de l, crey necesario sonreirle, preguntando continuacin:

?Se aburre usted mucho?

El espa?ol le mir fijamente antes de responder:

?Y usted?

Contest con un movimiento de cabeza afirmativo, y Robledo hizo un gesto de invitacin que pretend?a decirle: ?Quiere usted que nos vayamos? Pero los ojos melanclicos del desconocido parecieron contestar: Si yo pudiese marcharme ?qu felicidad!

?Es usted de la casa? pregunt al fin Robledo.

Y el otro, abriendo los brazos con una expresin de desaliento, dijo:

Soy su due?o; soy el marido de la condesa Titonius.

Despus de tal revelacin, crey oportuno Robledo abandonar su asiento, guardndose el cigarro que iba encender.

Al volver los salones vi que todos aplaud?an ruidosamente la poetisa, convencidos de que por el momento hab?a renunciado decir ms versos. Estrechaba efusivamente las manos tendidas hacia ella, y luego se limpiaba el sudor de su frente, diciendo con voz lnguida:

Voy morir. La emocin la fiebre del arte Me han matado ustedes al obligarme con sus ruegos insistentes recitar mis versos.

Mir un lado y otro como si buscase Robledo, y al descubrirle, fu hacia l.

Dme su brazo, hroe, y pasemos al buffet.

La mayor parte del p?blico no pudo ocultar su regocijo al ver que se abr?a la puerta de la habitacin donde estaba instalada la mesa. Muchos corrieron, atropellando los dems, para entrar los primeros. La Titonius, apoyada en un brazo del ingeniero, le miraba de muy cerca con ojos de pasin.

?Se ha fijado en mi poema La aurora sonrosada del amor! ?Adivina usted en quin pensaba yo al recitar estos versos?

l volvi el rostro para evitar sus miradas ardientes, y al mismo tiempo porque tem?a dar libre curso la risa que le cosquilleaba el pecho.

No he adivinado nada, condesa. Los que vivimos all en el desierto, ?nos criamos tan brutos!

Agolpronse los invitados en torno la mesa, admirando los grandes platos que ocupaban su centro, como algo imposible de conquistar. Eran magn?ficos pasteles y pirmides de frutas enormes, que se destacaban majestuosos sobre otras cosas de menos importancia.

Los dos criados que estaban antes en el recibimiento y un ma?tre dh?tel con cadena de plata y patillas de diplomtico viejo parec?an defender el tesoro del centro de la mesa, dignndose entregar ?nicamente lo que estaba en los bordes de ella. Serv?an tazas de t, de chocolate, copas de licor; yen cuanto comestibles, slo avanzaban los platos de emparedados y galletas.

El viejo de las bufandas, al que llamaba la condesa cher ma?tre, se cans sin xito dirigiendo peticiones un criado que no quer?a entenderle. Avanzaba un plato vac?o para obtener un pedazo de pastel una de las frutas, se?alando ansiosamente el objeto de sus deseos. Pero el domstico le miraba con asombro, como si le propusiese algo indecente, acabando por volver la espalda, luego de depositar en su plato una galleta un emparedado.

Robledo qued junto la mesa, cerca de aquellas mate-rias preciosas y alquiladas defendidas por la servidumbre. La condesa abandon su brazo para contestar los que la felicitaban. Satisfecho de que la poetisa le dejase en paz por unos instantes, fu examinando la mesa, con un plato y un cuchillito en las manos. Como el ma?tre dh?tel y sus aclitos estaban ocupados en atender al p?blico, pudo avanzar entre aquella y la pared, y cort tranquilamente un pedazo del pastel ms majestuoso. A?n tuvo tiempo para tomar igualmente una de las frutas vistosas, partindola y mondndola. Pero cuando iba comerla, la due?a de la casa, libre momentneamente de sus admiradores, pudo volver hacia l su rostro amoroso, y lo primero que vi fu el enorme pastel empezado y la fruta despedazada sobre el platillo que el hroe ten?a en una mano.

Su fisonom?a fu reflejando las distintas fases de una gran revolucin interior. Primeramente mostr asombro, como si presenciase un hecho inaudito que trastornaba todas las reglas consagradas; luego, indignacin; y, finalmente, rencor. Al d?a siguiente tendr?a que pagar este destrozo est?pido ?Y ella que se imaginaba haber encontrado un alma de hroe, digna de la suya!

Abandon Robledo, y fu al encuentro del pianista, que rondaba la mesa, pasando de un criado otro para repetir sus peticiones de emparedados y de copas.

Dme su brazo Beethoven.

Al deslizarse entre dos grupos, dijo, mostrando al m?sico:

Voy escribir cualquier d?a un libreto de pera para l, y entonces la gente se ver obligada hablar menos de Wgner.

Se lo llev al gran saln, que estaba ahora desierto, y le hizo sentarse al piano, empezando recitar toda voz, con acompa?amiento de arpegios. Pero las gentes no pod?an despegarse de la atraccin de la mesa, y permanecieron sordas los versos de la due?a de la casa, aunque fuesen ahora servidos con m?sica.

Los invitados de ms distincin formaban grupo aparte en la plaza donde estaba instalado el buffet, mantenindose lejos de las otras gentes reclutadas por la noble poetisa. Robledo vi en este grupo los marqueses de Torrebianca, que acababan de llegar con gran retraso, por haber estado en otra fiesta. Elena hablaba con aire distra?do, pronunciando palabras faltas de ilacin, como si su pensamiento estuviese lejos de all?. Adivinando el ingeniero que la molestaba con su charla, fu en busca de Federico, pero ste tampoco se fij en su persona, por hallarse muy interesado en describir un se?or los importantes negocios que su amigo Fontenoy iba realizando en diversos lugares de la tierra.

Aburrido, y no dndose cuenta a?n de la causa del abandono en que le dejaba la due?a de la casa, se instal en un silln, inmediatamente oy que hablaban sus espaldas. No eran las dos se?oras de poco antes. Un hombre y una mujer sentados en un divn murmuraban lo mismo que la otra pareja maldiciente, como si todos en aquella fiesta no pudieran hacer otra cosa apenas formaban grupo aparte.

La mujer nombr la esposa de Torrebianca, diciendo luego su acompa?ante:

F?jese en sus joyas magn?ficas. Bien se conoce que ella y al marido les ha costado poco trabajo el adquirirlas. Todos saben que las pag un banquero.

El hombre se cre?a mejor enterado.

A m? me han dicho que esas joyas son falsas, tan falsas como las de nuestra potica condesa. Los Torrebianca se han quedado con el dinero que di Fontenoy para las verdaderas; han vendido las verdaderas, sustituyndolas con falsificaciones.

La mujer acogi con un suspiro el nombre de Fontenoy.

Ese hombre est prximo la ruina. Todos lo dicen. Hasta hay quien habla de tribunales y de crcel ?Qu rusa tan voraz!

Son una risa incrdula del hombre.

?Rusa? Hay quien la conoci de ni?a en Viena, cantando sus primeras romanzas en un music-hall. Un se?or que perteneci la diplomacia afirma por su parte que es espa?ola, pero de padre ingls Nadie conoce su verdadera nacionalidad; tal vez ni ella misma.

Robledo abandon su asiento,. No era digno de l permanecer all? escuchando silenciosamente tales cosas contra sus amigos. Pero antes de alejarse son sus espaldas una doble exclamacin de asombro.

?Ah? llega Fontenoy dijo la mujer , el gran protector de los Torrebianca! ?Qu extra?o verle en esta casa, que nunca quiere visitar, por miedo que su due?a le pida luego un prstamo! Algo extraordinario debe ocurrir.

El ingeniero reconoci Fontenoy en el grupo de gente elegante saludando los Torrebianca. Sonre?a con amabilidad, y Robledo no pudo notar en su persona nada extraordinario. Hasta hab?a perdido aquel gesto de preocupacin que evocaba la imagen de un pagar de prximo vencimiento. Parec?a ms seguro y tranquilo que otras veces. Lo ?nico anormal en su exterior era la exagerada amabilidad con que hablaba las gentes.

Observndole de lejos, el espa?ol pudo ver cmo hac?a una leve se?a con los ojos Elena. Luego, fingiendo indiferencia, se separ del grupo para aproximarse lentamente al gabinete solitario donde hab?an estado al principio Robledo y la condesa.

Tomaba al paso distra?damente las manos que le tend?an algunos, deseosos de entablar conversacin. Encantados de verle Y segu?a adelante.

Al pasar junto Robledo le salud con la cabeza, haciendo asomar su rostro la sonrisa de bondad protectora habitual en l; pero esta sonrisa se desvaneci inmediatamente.

Los dos hombres hab?an cruzado sus miradas, y Fontenoy vi de pronto en los ojos del otro algo que le hizo retirar el antifaz de su sonrisa. Parec?a que hubiese encontrado en las pupilas del espa?ol un reflejo de su propio interior.

Tuvo el presentimiento Robledo de que se acordar?a siempre de esta mirada rpida. Apenas se conoc?an los dos, y sin embargo hubo en los ojos de este hombre una expresin de abandono fraternal, como si le librase toda su alma durante un segundo.

Vi al poco rato cmo Elena se dirig?a tambin disimuladamente hacia el gabinete, y sinti una curiosidad vergonzosa. l no ten?a derecho entrometerse en los asuntos de estas dos personas. Pero al mismo tiempo, le era imposible desinteresarse del suceso extraordinario que se estaba preparando en aquellos momentos, y que su instinto le hac?a presentir.

Este hombre hab?a necesitado hablar Elena con una urgencia angustiosa; slo as? era explicable que se decidiese buscarla en casa de la condesa Titonius, ?Qu estar?an dicindose?

Se atrevi pasar, fingiendo distraccin, ante la puerta del gabinete. Ella y Fontenoy hablaban de pie, con el rostro impasible y muy erguidos. Sus labios se mov?an apenas, como si temieran dejar adivinar en sus contracciones las palabras deslizadas suavemente.

Robledo se arrepinti de su curiosidad al ver la rpida mirada que le dirig?a Fontenoy, mientras continuaba hablando Elena, puesta de espaldas la puerta.

Esta mirada volvi emocionarle como la otra. El hombre que se la dirig?a estaba tal vez en el momento ms cr?tico de su existencia. Hasta crey ver en sus ojos una reconvencin. ?Por qu te intereso, si nada puedes hacer por m??

No se atrevi pasar otra vez ante la puerta. Pero obedeciendo una fuerza obscura ms potente que su voluntad, se mantuvo cerca de ella, aparentando distraccin y aguzando el o?do. Reconoc?a que su conducta era incorrecta. Estaba procediendo como cualquiera de aquellos murmuradores los que hab?a escuchado por casualidad. Sin duda, el ambiente de esta casa empezaba influir en l

Era dif?cil enterarse de lo que dec?an las dos personas al otro lado de la puerta abierta. Adems, los invitados hab?an empezado bailar en los salones y el pianista golpeaba rudamente el teclado.

Unas palabras confusas llegaron hasta l. La pareja del gabinete levantaba el tono de su conversacin causa del ruido. Tal vez las emociones de su dilogo les hac?an olvidar tambin toda reserva.

Reconoci la voz de Fontenoy.

?Para qu frases dramticas? T? no eres capaz de eso. Yo soy el que se ir En ciertos momentos es lo ?nico que puede hacerse.

La m?sica y el ruido del baile volvieron obstruir sus o?dos. Pero todav?a, al humanizar el pianista por unos instantes su tempestuoso tecleo, pudo escuchar otra voz. Ahora era Elena la que hablaba, lejos, ?muy lejos! con un tono de inmenso desaliento:

Tal vez tienes razn. ?Ay, el dinero! Para los que sabemos lo que puede dar de s?, ?qu horrorosa la vida sin l!

No quiso oir ms. La verg?enza de su espionaje acab por vencer la malsana curiosidad que le hab?a dominado durante unos momentos. Deb?a respetar el secreto que hac?a buscarse estas dos personas. Presinti adems que el tal misterio iba ser de corta duracin. Tal vez durase lo que la noche.

Cuando volvi la pieza donde estaba el buffet, vi su amigo Federico que segu?a conversando con el mismo personaje: un se?or ya viejo, con la roseta de la Legin de Honor en una solapa y el aspecto de un alto funcionario retirado.

Ahora era ste el que hablaba, despus que Torrebianca hubo terminado la explicacin de los grandes negocios de Fontenoy.

Yo no dudo de la honradez de su amigo, pero me abstendr?a de colocar dinero en sus negocios. Me parece un hombre audaz, que sit?a sus empresas demasiado lejos. Todo marchar bien mientras los accionistas tengan fe en l. Pero, seg?n parece, empiezan no tenerla; yel d?a que exijan realidades y no esperanzas, el d?a que Fontenoy tenga que presentar con claridad la verdadera situacin de sus negocios entonces




CAP?TULO IV


Robledo se levant muy tarde; pero a?n pudo admirar el suave esplendor de un d?a primaveral en pleno invierno. Una neblina ligera saturada de sol extend?a su toldo de oro sobre Par?s.

Da gusto vivir pens al abandonar su hotel despus de haber almorzado rpidamente en un comedor donde slo quedaban los criados.

Pase toda la tarde por el Bosque de Bolonia, y poco antes del ocaso volvi los bulevares. Se propon?a comer en un restorn, buscando luego los Torrebianca para pasar juntos una parte de la noche en cualquier lugar de diversin.

Estando en la terraza de un caf compr un diario, y antes de abrirlo presinti que este papel recin impreso guardaba algo que pod?a sorprenderle. Tuvo el obscuro aviso de que iba conocer cosas hasta entonces envueltas en el misterio Y en el mismo instante sus ojos tropezaron con un t?tulo de la primera pgina: Suicidio de un banquero.

Antes de leer el nombre del suicida estaba seguro de Conocerlo. No pod?a ser otro que Fontenoy. Por eso no experiment sorpresa alguna mientras continuaba su lectura. Los detalles del suicidio le parecieron sucesos naturales y ordinarios, como si alguien se los hubiese revelado previamente.

Fontenoy hab?a sido encontrado en su lujosa vivienda ten-dido en la cama y guardando todav?a en la diestra el revlver con que se hab?a dado muerte.

Desde el d?a anterior circulaba por los centros financieros la noticia de su quiebra en condiciones tales que iba atraer la intervencin de la Justicia. Sus accionistas le acusaban de estafa, y el juez se propon?a registrar al d?a siguienta su conta-bilidad, lo que hac?a esperar muchos una prisin inmediata del banquero.

El colonizador ley por dos veces el final del art?culo:

La muerte de esta hombre deja visible el enga?o en que viv?an los que le confiaron su dinero. Sus empresas mineras industriales en Asia y en frica son casi ilusorias. Estn todav?a en los comienzos de un posible desarrollo, y sin embargo, l las present al p?blico como negocios en plena prosperidad. Era un hombre que, seg?n afirman algunos, tuvo ms de iluso que de criminal; pero esto no impide que haya arruinado muchas gentes. Adems, parece que invirti una parte considerable del dinero de sus accionistas en gastos particulares. Su tremenda responsabilidad alcanzar indudablemente los que han colaborado con l en la direccin de estas empresas enga?osas.

A ?ltima hora se habla de la probable prisin de algunos personajes conocidos que trabajaron las rdenes del banquero.

Ces de pensar en el suicida para ocuparse ?nicamente de su amigo. ?Pobre Federico! ?Qu va ser de l? Y tom inmediatamente un automvil para que le llevase la avenida Henri Martin.

El ayuda de cmara de Torrebianca le recibi con un rostro de f?nebre tristeza, como si hubiese muerto alguien en la casa. El marqus hab?a salido mediod?a, as? que supo por telfono la noticia del suicidio, y a?n estaba ausente.

La se?ora marquesa continu el criado est enferma, y no quiere recibir nadie.

Robledo, escuchndole, pudo darse cuenta del efecto que hab?a producido en aquella casa la muerte del banquero. La disciplina glacial y solemne de estos servidores ya no exist?a. Mostraban el aspecto azorado de una tripulacin que presiente la llegada de la tormenta capaz de tragarse su buque. Robledo oy pasos discretos detrs de los cortinajes, con acompa?amiento de susurros, y vi cmo se levantaban aqullos levemente, dejando asomar ojos curiosos.

Sin duda, en las inmediaciones de la cocina se hab?a hablado mucho de la posibilidad de ciertas visitas, y cada vez que llegaba alguien la casa tem?an todos que fuese la polic?a. El chfer preguntaba con sorda clera sus compa?eros:

Se mat el capitn, y este barco se va pique. ?Quin nos pagar ahora lo que nos deben?

Regres el ingeniero al centro de la ciudad para comer en un restorn, y tres veces llam por telfono la casa de Torrebianca. Cerca ya de media noche le contestaron que el se?or acababa de entrar, y Robledo se apresur volver la avenida Henri Martin.

Encontr Federico en su biblioteca considerablemente avejentado, como si las ?ltimas horas hubiesen valido para l a?os enteros. Al ver entrar Robledo lo abraz, buscando instintivamente un apoyo para sostener su cuerpo desalentado.

Le parec?a asombroso que pudieran soportarse tantas emociones en tan poco tiempo. Por la ma?ana hab?a sentido la misma impresin de felicidad y confianza que Robledo ante la hermosura del d?a. ?Daba gusto vivir! Y de pronto el llamamiento por telfono, la terrible noticia, la marcha apresurada al domicilio de Fontenoy, el cadver del banquero tendido en la cama y arrebatado despus por los que intervienen en esta clase de muertes para hacer su autopsia.

A?n le hab?a causado una impresin ms dolorosa ver el aspecto de las oficinas de Fontenoy. El juez estaba en ellas como ?nico amo, examinando papeles, colocando sellos, procediendo un registro sin piedad, aprecindolo todo con ojos fr?os, recelosos implacables. El secretario del banquero, que hab?a llamado Torrebianca por telfono, hac?a esfuerzos para ocultar su turbacin, y acogi la presencia de ste con gestos pesimistas.

Creo que vamos salir mal de esta aventura. El patrn deb?a habernos prevenido

Pas Torrebianca el resto del d?a buscando otras personas de las que hab?an colaborado con Fontenoy, cobrando grandes sueldos por figurar como autmatas en los Consejos de Administracin de sus empresas. Todos se mostraban igualmente pesimistas, con un miedo feroz capaz de toda clase de mentiras y vilezas contra los otros para conseguir la propia salvacin.

Se quejaban de Fontenoy, al que hab?an alabado hasta pocas horas antes para que les proporcionase nuevos sueldos. Algunos le llamaban ya bandido. Los hubo que, necesitando atacar alguien para justificarse, insinuaron sus primeras protestas contra Torrebianca.

Usted ha dicho en sus informes que los negocios eran magn?ficos. Debe haber visto con sus propios ojos lo que existe en aquellas tierras lejanas, pues de otro modo no se comprende cmo puso su firma en unos documentos tcnicos que sirvieron para infundirnos confianza en los negocios de ese hombre.

Y Torrebianca empez darse cuenta de que todos necesitaban una v?ctima escogida entre los vivos, para que cargase con las tremendas responsabilidades evitadas por el banquero al refugiarse entre los muertos.

Tengo miedo, Manuel dijo su camarada. Yo mismo no comprendo ahora cmo firm esos papeles, sin darme cuenta de su importancia ?Quin pudo aconsejarme una fe tan ciega en los negocios de Fontenoy?

Robledo sonri tristemente. Pod?a darle el nombre de la persona que le hab?a aconsejado; pero consider inoportuno aumentar con tal revelacin el desaliento de su amigo.

A?n en medio de sus preocupaciones, Torrebianca pensaba en su mujer.

?Pobre Elena! He hablado con ella hace un momento Cre? que iba sufrir un accidente al contarle yo cmo hab?a visto el cadver de Fontenoy. Este suceso ha perturbado de tal modo su sistema nervioso, que temo por su salud.

Pero Robledo sinti tal impaciencia ante sus lamentaciones, que dijo brutalmente:

Piensa en tu situacin y no te ocupes de tu mujer. Lo que te amenaza es ms grave que un ataque de nervios.

Los dos hombres, despus de hablar largamente de esta catstrofe, acabaron por sentir cierto optimismo, como todos los que se familiarizan con la desgracia. ?Quin pod?a conocer la verdad exacta mientras los asuntos del banquero no fuesen puestos en claro por el juez! Fontenoy era ms iluso que criminal; esto lo reconoc?an hasta sus mayores enemigos. Muchos de los negocios ideados por l acabar?an siendo excelentes. Su defecto hab?a consistido en pretender hacerlos marchar demasiado aprisa, enga?ando al p?blico sobre su verdadera situacin. Tal vez unos administradores prudentes sabr?an hacerlos productivos, reconociendo los informes de Fontenoy como exactos y declarando que Torrebianca no hab?a cometido ning?n delito al aprobarlos.

Bien puede ser as? dijo Robledo, que necesitaba mostrarse igualmente optimista.

Le hab?a infundido al principio una gran inquietud el desaliento de su amigo, y prefer?a ayudarle recobrar cierta confianza en el porvenir. As? pasar?a mejor la noche.

Vers como todo se arregla, Federico. No concedas demasiado valor lo que dicen los antiguos parsitos de Fontenoy, aconsejados por el miedo.

Al d?a siguiente lo primero que hizo el espa?ol al levantarse fu buscar los peridicos. Todos se mostraban pesimistas y amenazadores en sus art?culos sobre este suicidio, que tomaba la importancia de un gran escndalo parisin, augurando que la Justicia iba meter en la crcel personalidades muy conocidas antes de que hubiesen transcurrido cuarenta y ocho horas. Hasta crey adivinar en uno de los peridicos vagas alusiones los informes de cierto ingeniero protegido de Fontenoy. Cuando volvi encontrar Federico en su biblioteca, todav?a le vi ms viejo y ms desalentado que en la noche anterior. Sobre una mesa estaban los mismos diarios que hab?a le?do l.

Quieren llevarme la crcel dijo con voz doliente. Yo, que nunca he hecho mal los dems, no comprendo por qu se encarnizan de tal modo conmigo.

En vano intent Robledo consolarle.

?Qu verg?enza! sigui diciendo. Jams he temido nadie, y sin embargo, no puedo sostener la mirada de los que me rodean. Hasta cuando me habla mi ayuda de cmara bajo los ojos, temiendo ver los suyos ?Qu dirn de m? en mi propia casa!

Luego a?adi, encogido y humilde, como si hubiese retrocedido los a?os de su infancia:

Tengo miedo de salir. Tiemblo slo de pensar que puedo ver las mismas personas que he encontrado tantas veces en los salones, y me ser preciso explicarles mi conducta, sufrir sus miradas irnicas, sus palabras de falsa lstima.

Call, para a?adir poco despus con admiracin:

Elena es ms valiente. Esta ma?ana, despus de leer los peridicos, pidi el automvil para ir no s dnde. Debe estar haciendo visitas. Me dijo que era preciso defenderse Pero ?cmo voy defenderme si es verdad que he autorizado con mi firma esos informes sobre negocios que no conozco? Yo no s mentir.

Robledo intent en vano infundirle confianza, como en la noche anterior. Su optimismo carec?a ya de fuerzas para rehacerse.

Tambin mi mujer cree, como t?, que esto puede arreglarse. Ella se siente tan segura de su influencia, que nunca llega desesperar. Tiene en Par?s muchas amistades; le quedan muchas relaciones de familia. Se ha ido esta ma?ana jurando que conseguir desbaratar las tramas de mis enemigos Por-que ella supone que tenemos muchos enemigos y esos son los que intentan perderme, buscando un pretexto en la quiebra de Fontenoy Elena sabe de todo ms que yo, y no me extra?ar?a que consiguiese hacer cambiar la opinin de los peridicos y la del mismo juez, desvaneciendo esas amenazas disimuladas de proceso y de crcel.

Se estremeci al pronunciar la ?ltima palabra.

?La crcel! ?Ves t?, Manuel, un Torrebianca en la crcel? Antes de que eso ocurra, apelar al medio ms seguro para evitar tal verg?enza.

Y recobraba su antigua energ?a vibrante y nerviosa, como si en su interior resucitasen todos sus antepasados, ofendidos por la amenaza.

Robledo se alarm al ver la luz azulenca que pasaba por las pupilas de su amigo, igual al resplandor fugaz de una espada cimbreante.

T? no puedes hacer ese disparate dijo. Vivir es lo primero. Mientras uno vive, todo puede arreglarse bien mal. Con la muerte s? que no hay arreglo posible Adems, ?quin sabe! Tal vez no te equivocas en lo que se refiere tu mujer, y ella pueda llegar influir en el arreglo de tu situacin. Cosas ms dif?ciles se han visto.

Al salir de la biblioteca encontr Robledo varias personas sentadas en el recibimiento y aguardando pacientemente. El ayuda de cmara, con una confianza extempornea y molesta para l, murmur:

Esperan la se?ora marquesa Les he dicho que el se?or hab?a salido.

No a?adi ms el criado; pero la expresin maliciosa de sus pupilas le hizo adivinar que los que esperaban eran acreedores.

El suicidio del banquero hab?a dado fin al escaso crdito que a?n gozaban los Torrebianca. Todas aquellas gentes deb?an saber que Fontenoy era el amante de la marquesa. Por otra parte, la quiebra de su Banco privaba al marido de los empleos que serv?an aparentemente para el sostenimiento de una vida lujosa.

Comprendi ahora que su amigo tuviese miedo y verg?enza de ver los que le rodeaban en su propia casa y permaneciese aislado en su biblioteca.

A media tarde habl por telfono con l. Elena acababa de regresar de su correr?a por Par?s, mostrndose satisfecha de sus numerosas visitas.

Me asegura que por el momento ha parado el golpe, y todo se ir arreglando despus dijo Torrebianca, no queriendo mostrarse ms expansivo en una conversacin telefnica.

Cerrada la noche, volvi Robledo la avenida Henri Martin. Hab?a le?do en un caf los diarios vespertinos, no encontrando en ellos nada que justificase la relativa tranquilidad de su amigo. Continuaban las noticias pesimistas y las alusiones una probable prisin de las personas comprometidas en la escandalosa quiebra.

Vi otra vez sobre una mesa de la biblioteca los mismos peridicos que l acababa de leer, y se explic el desaliento de su amigo, quebrantado por el vaivn de los sucesos, saltando en el curso de unas pocas horas de la confianza la desesperacin. Era rudo el contraste entre su voz fr?a y reposada y el crispamiento doloroso de su rostro. Indudablemente, hab?a adoptado una resolucin, y persist?a en ella, sin ms esperanza que un suceso inesperado y milagroso, ?nico que pod?a salvarle. Y si no llegaba este prodigio entonces

Mir Robledo todos lados, fijndose en la mesa y otros muebles de la biblioteca. ?No poder adivinar dnde estaba guardado el revlver que era para su amigo el ?ltimo remedio!

?Hay gente ah? fuera? pregunt Torrebianca.

Como parec?a conocer las visitas molestas que durante el d?a hab?an desfilado por el recibimiento, Robledo no pidi una aclaracin esta pregunta, limitndose contestarla con un movimiento negativo. Entonces l habl de aquella invasin de acreedores que llegaba de todos los extremos de Par?s.

Huelen la muerte dijo-, y vienen sobre esta casa como bandas de cuervos Cuando entr Elena media tarde, el recibimiento estaba repleto Pero ella posee una magia la que no escapan hombres ni mujeres, y le bast hablar para convencerlos todos. Creo que hasta le habr?an hecho nuevos prstamos de ped?rselos ella

Ensalzaba con orgullo el poder seductor de su esposa; pero la realidad se sobrepuso muy pronto esta admiracin.

Volvern dijo con tristeza. Se han ido, pero volvern ma?ana Tambin Elena ha visto ciertos amigos poderosos que inspiran los peridicos tienen influencia sobre los jueces. Todos le han prometido servirla; pero ?ay! cuando ella est lejos, cuando no la ven, su poder ya no es el mismo Le han dicho que arreglarn las cosas, y no dudo que as? ser por el momento; pero ?qu puede una mujer contra tantos enemigos? Adems, no debo consentir que mi esposa vaya de un lado otro defendindome, mientras yo permanezco aqu? encerrado. S lo que se expone una mujer cuando va solicitar el apoyo de los hombres. No Eso ser?a peor que la crcel.

Y por las pupilas de Torrebianca, que mostraba veces un temor pueril y continuacin una gran energ?a, pas cierto resplandor agresivo al pensar en los peligros que pod?a verse expuesta la fidelidad de Elena durante las gestiones hechas para salvarle.

La he prohibido que contin?e las visitas, aunque sean viejos amigos de su familia. Un hombre de honor no puede tolerar ciertas gestiones cuando se trata de su mujer Confi-monos la suerte, y ocurra lo que Dios quiera. Slo el cobarde carece de solucin cuando llega el momento decisivo.

Robledo, que le hab?a escuchado sin dar muestras de impaciencia, dijo con voz grave:

Yo tengo una solucin mejor que la tuya, pues te permitir vivir Vente conmigo.

Y lentamente, con una frialdad metdica, como si estuviera exponiendo un negocio un proyecto de ingenier?a, le explic su plan.

Era absurdo esperar que se arreglasen favorablemente los asuntos embrollados por el suicidio de Fontenoy, y resultaba peligroso seguir viviendo en Par?s.

Te advierto que adivino lo que piensas hacer ma?ana tal vez esta misma noche, si consideras tu situacin sin remedio. Sacars tu revlver de su escondrijo, tomars una pluma y escribirs dos cartas, poniendo en el sobre de una de ellas: Para mi esposa; yen el sobre de la otra: Para mi madre. ?Tu pobre madre que tanto te quiere, que se ha sacrificado siempre por ti, y cuyos sacrificios corresponders yndote del mundo antes de que ella se marche!

El tono de acusacin con que fueron dichas estas palabras conmovi Torrebianca. Se humedecieron sus ojos y baj la frente, como avergonzado de una accin innoble. Sus labios temblaron, y Robledo crey adivinar que murmuraban levemente: ?Pobre mam! ?Mam m?a!

Sobreponindose la emocin, volvi levantar Federico su cabeza.

?Crees t? dijo que mi madre se considerar ms feliz vindome en la crcel?

El espa?ol se encogi de hombros.

No es preciso que vayas la crcel para seguir viviendo. Lo que pido es que te dejes conducir por m? y me obedezcas, sin hacerme perder tiempo.

Despus de mirar los peridicos que estaban sobre la mesa, a?adi:

Como creo dificil?sima tu salvacin, ma?ana mismo salimos para la Amrica del Sur. T? eres ingeniero, y all en la Patagonia podrs trabajar mi lado ?Aceptas?

Torrebianca permaneci impasible, como si no comprendiese esta proposicin la considerase tan absurda que no merec?a respuesta. Robledo pareci irritarse por su silencio.

Piensa en los documentos que firmaste para servir Fontenoy, declarando excelentes unos negocios que no hab?as estudiado.

No pienso en otra cosa contest Federico , y por eso considero necesaria mi muerte.

Ya no contuvo su indignacin el espa?ol al oir las ?ltimas palabras, y abandonando su asiento, empez hablar con voz fuerte.

Pero yo no quiero que mueras, grand?simo majadero. Yo te ordeno que sigas viviendo, y debes obedecerme Imag?nate que soy tu padre Tu padre no, porque muri siendo t? ni?o Hazte cuenta que soy tu madre, tu vieja mam, la que tanto quieres, y que te dice: Obedece tu amigo, que es lo mismo que si me obedecieses m?.

La vehemencia con que dijo esto volvi conmover Torrebianca, hasta el punto de hacerle llevar las manos los ojos. Robledo aprovech su emocin para decir lo que consideraba ms importante y dif?cil.

Yo te sacar de aqu?. Te llevar Amrica, donde puedes encontrar una nueva existencia. Trabajars rudamente, pero con ms nobleza y ms provecho que en el viejo mundo; sufrirs muchas penalidades, y tal vez llegues ser rico Pero para todo eso necesitas venir conmigo solo.

Se incorpor el marqus, apartando las manos de su rostro. Luego mir su amigo con una extra?eza dolorosa. ?Solo? ?Cmo se atrev?a proponerle que abandonase Elena? Prefer?a morir, pues de este modo se libraba del sufrimiento de pensar todas horas en la suerte de ella.

Como Robledo estaba irritado, y en tal caso, siempre que alguien se opon?a sus deseos, era de un carcter impetuoso, exclam irnicamente:

?Tu Elena! Tu Elena es

Pero se arrepinti al fijarse en el rostro de Federico, procurando justificar su tono agresivo.

Tu Elena es la culpable en gran parte de la situacin en que ahora te encuentras. Ella te hizo conocer Fontenoy, ?No es as?? Por ella firmaste documentos que representan tu deshonra profesional.

Federico baj la cabeza; pero el otro todav?a quiso insistir en su agresividad.

?Cmo conoci tu mujer Fontenoy? Me has dicho que era amigo antiguo de su familia y eso es todo lo que sabes.

A?n se contuvo un momento, pero su clera le empuj, pudiendo ms que su prudencia, que le aconsejaba callar.

Las mujeres conocen siempre nuestra historia, y nosotros slo sabemos de ellas lo que quieren contarnos.

El marqus hizo un gesto como si se esforzase por comprender el sentido de tales palabras.

Ignoro lo que quieres decir dijo con voz sombr?a ;

pero piensa que hablas de mi mujer. No olvides que lleva mi nombre. ?Y yo la amo tanto!

Despus quedaron los dos en silencio. Seg?n transcurr?an los minutos parec?a agrandarse la separacin entre ambos. Robledo crey conveniente hablar para el restablecimiento de su amistosa cordialidad.

All, la vida es dura, y slo se conocen de muy lejos las comodidades de la civilizacin. Pero el desierto parece dar un ba?o de energ?a, que purifica y transforma los hombres fugitivos del viejo mundo, preparndolos para una nueva existencia. Encontrars en aquel pa?s nufragos de todas las catstrofes, que han llegado lo mismo que los que se salvan nadando, hasta poner el pie en una isla bienaventurada. Todas las diferencias de nacionalidad, de casta y de nacimiento desaparecen. All slo hay hombres. La tierra donde yo vivo es la tierra de todos.

Como Torrebianca permanec?a impasible, crey oportuno recordarle otra vez su situacin.

Aqu? te aguardan la deshonra y la crcel, lo que es peor, la est?pida solucin de matarte. All, conocers de nuevo la esperanza, que es lo ms precioso de nuestra existencia ?Vienes?

El marqus sali de su estupefaccin, iniciando el esperado movimiento afirmativo; pero Robledo le contuvo con un ademn para que esperase, y a?adi enrgicamente:

Ya sabes mis condiciones. All hay que ir como la guerra: con pocos bagajes; yuna mujer es el ms pesado de los estorbos en expediciones de este gnero Tu esposa no va morir de pena porque t? la dejes en Europa. Os escribiris como novios; una ausencia larga reanima el amor. Adems, puedes enviarla dinero para el sostenimiento de su vida. De todos modos, hars por ella mucho ms que si te matas te dejas llevar la crcel ?Quieres venir?

Qued pensativo Torrebianca largo rato. Despus se levant hizo una se?a Robledo para que esperase, saliendo de la biblioteca.

No permaneci mucho tiempo solo el espa?ol. Le pareci oir muy lejos, como apagadas por las colgaduras y los tabiques, voces que casi eran gritos. Luego sonaron pasos ms prximos, se levant violentamente un cortinaje y entr Elena en la biblioteca seguida de su esposo.

Era una Elena transformada tambin por los acontecimientos. Robledo crey que para ella las horas hab?an sido igualmente largas como a?os. Parec?a ms vieja, pero no por eso dejaba de ser hermosa. Su belleza ajada era ms sincera que la de los d?as risue?os. Ten?a el melanclico atractivo de un ramo de flores que empiezan marchitarse. Hab?an transcurrido veinticuatro horas sin que pudiera ella dedicarse los cuidados de su cuerpo, y se hallaba adems bajo la influencia de incesantes emociones, unas dolorosas y otras irritantes para su amor propio. Ms que en la suerte de su marido, pensaba en lo que estar?an diciendo aquellas horas las numerosas amigas que ten?a en Par?s.

Arroj violentamente sus espaldas el cortinaje, y fu avanzando por la biblioteca como una invasin arrolladora. Sus ojos parecieron desafiar Robledo.

?Qu es lo que me cuenta Federico? dijo con voz spera. ?Quiere usted llevrselo y que deje abandonada su mujer entre tantos enemigos?

Torrebianca, que al marchar detrs de ella sent?a de nuevo su poder de dominacin, crey del caso protestar para convencerla de su fidelidad.

Yo no te abandonar nunca Se lo he dicho Manuel varias veces.

Pero Elena no lo escuchaba, y continu avanzando hacia Robledo.

?Y yo que le ten?a usted por un amigo seguro! ?Mal sujeto! ?Querer arrebatar una mujer el apoyo de su esposo, dejndola sola!

Al hablar miraba fijamente los ojos del espa?ol, como si pretendiese contemplarse en ellos. Pero debi ver tales cosas en estas pupilas, que su voz se hizo ms suave, y hasta acab por fingir un moh?n infantil de disgusto, amenazando al hombre con un dedo. El colonizador permaneci impasible, encontrando, sin duda, inoportunas estas gracias pueriles, y Elena tuvo que continuar hablando con gravedad.

A ver expl?quese usted. D?game cules son sus planes para sacar mi marido de aqu?, llevndolo esas tierras lejanas donde vive usted como un se?or feudal.

Insensible la voz y los ojos de ella, habl Robledo fr?amente, lo mismo que si expusiese un trabajo de ingenier?a.

Hab?a discurrido, mientras conversaba con Federico, la manera de sacarlo de Par?s. Buscar?a al d?a siguiente un automvil para l, como si se le hubiese ocurrido de pronto emprender un viaje Espa?a. Era oportuno tomar precauciones. Torrebianca a?n estaba libre, pero bien pod?a ser que lo vigilase preventivamente la polic?a mientras el juez estudiaba su culpabilidad. Aunque la frontera de Espa?a estaba lejos, la pasar?an antes de que la Justicia hubiese lanzado una orden de prisin. Adems, l ten?a amigos en la misma frontera, que les ayudar?an en caso de peligro para que pudiesen llegar los dos Barcelona, y una vez en este puerto era fcil encontrar pasaje para la Amrica del Sur.

Elena le escuch frunciendo su entrecejo y moviendo la cabeza.

Todo est bien pensado dijo ; pero en ese plan, ?por qu ha de incluir usted solamente mi esposo? ?Por qu no puedo marcharme yo tambin con ustedes?

Torrebianca qued sorprendido por la proposicin. Horas antes, al volver Elena casa, hab?a mostrado una gran confianza en el porvenir para animar su marido y tal vez para enga?arse s? misma. Ven?a de visitar hombres que conoc?a de larga fecha y de recoger grandes promesas, dadas con la galanter?a melanclica y protectora que inspiran los recuerdos lejanos de amor. Como no ve?a otro remedio su situacin que estas palabras, hab?a necesitado creer en ellas, forjndose ilusiones sobre su eficacia; pero ahora, al conocer el plan de Robledo, todo su optimismo acababa de derrumbarse.

Las promesas de sus amistades no eran mas que dulces mentiras; nadie har?a nada por ellos al verlos en la desgracia; la Justicia seguir?a su curso. Su marido ir?a la crcel, y ella tendr?a que empezar otra vez ?otra vez! en un mundo extremadamente viejo, donde le era dif?cil encontrar un rincn que no hubiese conocido antes Adems, ?tantas amigas deseosas de vengarse!

Robledo vi pasar por sus ojos una expresin completamente nueva. Era de miedo: el miedo del animal acosado. Por primera vez percibi en la voz de Elena un acento de verdad.

Usted es el ?nico, Manuel, que ve claramente nuestra situacin; el ?nico que puede salvarnos Pero llveme m? tambin. No tengo fuerzas para quedarme Primero mendigar en un mundo nuevo.

Y hab?a tal tristeza y tal mansedumbre en esta s?plica, que el espa?ol la compadeci, olvidando todo lo que pensaba contra ella momentos antes.

Torrebianca, como si adivinase la repentina flaqueza de su amigo, dijo enrgicamente:

O te sigo con ella, me quedo su lado, sin miedo lo que ocurra.

A?n dud Robledo unos momentos; pero al fin hizo con su cabeza un gesto de aceptacin. Inmediatamente se arrepinti, como si acabase de aprobar algo que le parec?a absurdo.

Empez reir Elena, olvidando con una facilidad asombrosa las angustias del presente.

Yo siempre he adorado los viajes dijo con entusiasmo. Montar caballo, cazar fieras, arrostrar grandes peligros. Voy vivir una existencia ms interesante que la de aqu?; una vida de hero?na de novela.

El espa?ol la mir como espantado de su inconsciencia. Ya no se acordaba de Fontenoy. Parec?a haber olvidado igualmente que a?n estaba en Par?s, y de un momento otro la polic?a pod?a entrar en la casa para llevarse su marido.

Le alarm tambin la enorme distancia entre la existencia real de los que colonizan las soledades de Amrica y las ilusiones novelescas que se forjaba esta mujer.

Torrebianca les interrumpi con palabras de desaliento, como si juzgase imposible la realizacin del plan de su amigo.

Para marcharnos, necesitamos pagar antes lo que debemos. ?Dnde encontrar dinero?

Su esposa volvi reir, haciendo al mismo tiempo gestos de estra?eza.

?Pagar! ?Quin piensa en eso? Los acreedores esperarn. Yo encuentro siempre una palabra oportuna para ellos Ya les pagaremos desde Amrica cuando t? seas rico.

Obsesionado por sus escr?pulos, el marqus insisti en ellos con una tenacidad caballeresca.

No saldr de aqu? sin que hayamos pagado lo menos nuestra servidumbre. Adems, necesitamos dinero para el viaje.

Hubo un largo silencio; yel marido, que segu?a pensativo, dijo de pronto, como si hubiese encontrado una solucin:

Por suerte, tenemos tus joyas. Podemos venderlas antes de embarcarnos.

Mir Elena irnicamente el collar y las sortijas que llevaba en aquel momento.

No llegarn dar dos mil francos por stas ni por las otras que guardo. Todas falsas, absolutamente falsas.

Pero ?y las verdaderas? pregunt, asombrado, Torrebianca. ?Y las que compraste con el dinero que te enviaron muchas veces de tus propiedades en Rusia?

Robledo crey oportuno intervenir para que no se prolongase este dilogo peligroso.

No quieras saber demasiado, y hablemos del presente Yo pagar tus domsticos; yo costear el viaje de los dos.

Elena le tom ambas manos, murmurando palabras de agradecimiento. Torrebianca, aunque conmovido por esta generosidad, insist?a en no aceptarla; pero el espa?ol cort sus protestas.

Vine Par?s con dinero para seis meses, y me ir las cuatro semanas; eso es todo.

Despus a?adi con una desesperacin cmica:

Me privar de conocer unos cuantos restoranes nuevos y de apreciar varias marcas de vinos famosos Ya ves que el sacrificio nada tiene de extraordinario.

Federico le estrech la diestra silenciosamente, al mismo tiempo que Elena le abrazaba y besaba con un impudor entusistico. Todas sus palabras eran ahora para un pa?s desconocido, en el que no pensaba horas antes y que admiraba ya como un para?so.

?Qu ganas tengo de verme en aquella tierra nueva, que, como dice usted, es la tierra de todos!

Y mientras los esposos hablaban de sus preparativos para emprender al d?a siguiente un viaje que en realidad, era una fuga, Robledo, puestos sus ojos en ella, se dijo mentalmente:

?Qu disparate acabo de hacer! ?Qu terrible regalo voy llevar los que viven all lejos, duramente pero en paz!




CAP?TULO V


Unos trabajadores aragoneses que hab?an emigrado la Argentina, llevando una guitarra como lo ms precioso de su bagaje para acompa?ar las coplas sacadas de su cabeza, al verla pasar caballo dedicaron una cancin la Flor de R?o Negro.

Este apodo primaveral se difundi inmediatamente por el pa?s, y todos llamaron as? la hija del due?o de la estancia de Rojas; pero su verdadero nombre era Celinda.

Ten?a diez y siete a?os, y aunque su estatura parec?a inferior la correspondiente su edad, llamaba la atencin por sus giles miembros y la energ?a de sus ademanes.

Muchos hombres del pa?s, que admiraban lo mismo que los orientales la obesidad femenil, considerando una exuberancia de carnes como el acompa?amiento indispensable de toda hermosura, hac?an gestos de indiferencia al escuchar los elogios que dedicaban algunos la ni?a de Rojas. Admit?an su rostro gracioso y picaresco, con la nariz algo respingada, la boca de un rojo sangriento, los dientes muy blancos y puntiagudos, y unos ojos enormes, aunque demasiado redondos. Pero aparte de su carita ?nada de mujer! Es igualmente lisa por delante y por el revs dec?an. Parece un muchacho.

Efectivamente, cierta distancia la tomaban por un hombrecito, pues iba vestida siempre con traje masculino, y montaba caballos bravos estilo varonil. A veces agitaba un lazo sobre su cabeza lo mismo que un pen, persiguiendo alguna yegua novillo de la hacienda de su padre, don Carlos Rojas.

ste, seg?n contaban en el pa?s, pertenec?a una familia antigua de Buenos Aires. De joven hab?a llevado una existencia alegre en las principales ciudades de Europa. Luego se cas; pero su vida domstica en la capital de la Argentina resultaba tan costosa como sus viajes de soltero por el viejo mundo, perdiendo poco poco la fortuna heredada de sus padres en gastos de ostentacin y en malos negocios. Su esposa hab?a muerto cuando l empezaba convencerse de su ruina. Era una se?ora enfermiza y melanclica, que publicaba versos sentimentales, con un seudnimo, en los peridicos de modas, y dej como recuerdo potico su hija ?nica el nombre de Celinda.

El se?or Rojas tuvo que abandonar la estancia heredada de sus padres, cerca de Buenos Aires, cuyo valor ascend?a varios millones. Pesaban sobre ella tres hipotecas, y cuando los acreedores se repartieron el producto de su venta no qued don Carlos otro recurso que alejarse de la parte ms civilizada de la Argentina, instalndose en R?o Negro, donde era poseedor de cuatro leguas de tierra compradas en sus tiempos de abundancia, por un capricho, sin saber ciertamente lo que adquir?a.

Muchos hombres arruinados ven de pronto en la agricultura un medio de rehacer sus negocios, pesar de que ignoran lo ms elemental para dedicarse al cultivo de la tierra. Este criollo, acostumbrado una vida de continuos derroches en Par?s y en Buenos Aires, crey poder realizar el mismo milagro. l, que nunca hab?a querido preocuparse de la administracin de una estancia cerca de la capital, con inagotables prados naturales en los que pastaban miles de novillos, tuvo que llevar la vida dura y sobria del jinete r?stico que se dedica al pastoreo en un pa?s inculto. Lo que sus abuelos hab?an hecho en los ricos campos inmediatos Buenos Aires, donde el cielo derrama su lluvia oportunamente, tuvo que repetirlo Rojas bajo el cielo de bronce de la Patagonia, que apenas si deja caer algunas gotas en todo el a?o sobre las tierras polvorientas.

El antiguo millonario sobrellevaba con dignidad su desgracia. Era un hombre de cincuenta a?os, ms bien bajo que alto, la nariz aguile?a y la barba canosa. En medio de una existencia ruda conservaba su primitiva educacin. Sus maneras delataban la persona nacida en un ambiente social muy superior al que ahora le rodeaba. Como dec?an en el inmediato pueblo de la Presa, era un hombre que, vistiese como vistiese, ten?a aire de se?or. Llevaba casi siempre botas altas, gran chambergo y poncho. Pendiente de su diestra se balanceaba el peque?o ltigo de cuero, llamado rebenque.

Los edificios de su estancia eran modestos. Los hab?a construido la ligera, con la esperanza de mejorarlos cuando aumentase su fortuna; pero, como ocurre casi siempre en las instalacin es campestres, estas obras provisionales iban durar ms a?os tal vez que las levantadas en otras partes como definitivas. Sobre las paredes de ladrillo cocido, sin revoque exterior, de simples adobes, se elevaban las techumbres hechas con planchas de cinc ondulado. En el interior de la casa del due?o los tabiques slo llegaban cierta altura, dejando circular el aire por toda la parte alta del edificio. Las habitaciones eran escasas en muebles. La pieza que serv?a de saln, despacho y comedor, donde don Carlos recib?a sus visitas, estaba adornada con unos cuantos rifles y pieles de pumas cazados en las inmediaciones. El estanciero pasaba gran parte del d?a fuera de la casa, inspeccionando los corrales de ganado ms inmediatos. De pronto pon?a al galope su caballejo incansable, para sorprender los peones que trabajaban en el otro extremo de su propiedad.

Una ma?ana sinti impaciencia al ver que hab?a pasado la hora habitual de la comida sin que Celinda volviese la estancia.

No tem?a por ella. Desde que su hija lleg R?o Negro, teniendo ocho a?os, empez vivir caballo, considerando la planicie desierta como su casa.

Es peligroso ofenderla dec?a el padre con orgullo. Maneja revlver y tira mejor que yo. Adems, no hay persona ni animal que se le escape cuando tiene un lazo en la mano. Mi hija es todo un hombre.

La vi de pronto corriendo por la l?nea que formaban la llanura y el cielo al juntarse. Parec?a un peque?o jinete de plomo escapado de una caja de juguetes. Delante de su caballito corr?a un toro en miniatura. El grupo galopador fu creciendo con una rapidez maravillosa. En esa llanura inmensa, todo lo que se mov?a cambiaba de tama?o sin gradaciones ordenadas, desorientando y aturdiendo los ojos todav?a no acostumbrados los caprichos pticos del desierto.

Lleg la joven dando gritos y agitando el lazo para excitar la marcha de la res que ven?a persiguiendo, hasta que la oblig refugiarse en un cercado de maderos. Luego ech pie tierra y fu encontrarse con su padre; pero ste, despus de recibir un beso de ella, la repeli, mirando con severidad el traje varonil que llevaba.

Te he dicho muchas veces que no quiero verte as?. Los pantalones se han hecho para los hombres, ?creo yo! y las polleras para las mujeres. No puedo tolerar que una hija m?a vaya como esas cmicas que aparecen en las vistas del bigrafo.

Celinda recibi la reprimenda bajando los ojos con graciosa hipocres?a. Prometi obedecer su padre, conteniendo al mismo tiempo su deseo de reir. Precisamente pensaba todas horas en las amazonas con pantalones que figuran en losfilms de los Estados Unidos, y hab?a echado largas galopadas para ir hasta Fuerte Sarmiento, el pueblo ms inmediato, donde los cinematografistas errabundos proyectaban sobre una sbana, en el caf de su ?nico hotel, historias interesantes que le serv?an ella para estudio de las ?ltimas modas.

Durante la comida le pregunt don Carlos si hab?a estado cerca de la Presa y cmo marchaban los trabajos en el r?o.

Una esperanza de volver ser rico, cada vez ms probable, hac?a que el se?or Rojas, antes melanclico y desesperanzado, sonriese desde los ?ltimos meses. Si los ingenieros del Estado consegu?an cruzar con un dique el r?o Negro, los canales que estaban abriendo un espa?ol llamado Robledo y otro socio suyo fecundar?an las tierras compradas por ellos junto su estancia, y l podr?a aprovechar igualmente dicha irrigacin, lo que aumentar?a el valor de sus campos en proporciones inauditas.

Le escuch Celinda con la indiferencia que muestra la juventud por los asuntos de dinero. Adems, don Carlos tuvo que privarse del placer de continuar haciendo suposiciones sobre su futura riqueza al ver una mestiza de formas exuberantes, carrilluda, con los ojos oblicuos y una gruesa trenza de cabello negro y spero que se conservaba sobre sus enormes prominencias dorsales para seguir descendiendo.

Al entrar en el comedor dej junto la puerta un saco lleno de ropa. Luego se abalanz sobre Celinda, besndola y mojando su rostro con frecuentes lagrimones.

?Mi patroncita preciosa! ?Mi ni?a, que la he querido siempre como una hija!

Conoc?a Celinda desde que sta lleg al pa?s y entr ella en la estancia como domstica. Le resultaba doloroso separarse de la se?orita, pero no pod?a transigir ms tiempo con el carcter de su padre.

Don Carlos era violento en el mandar y no admit?a objeciones de las mujeres, sobre todo cuando ya hab?an pasado de cierta edad.

El patrn a?n est muy verde dec?a Sebastiana sus amigas ; ycomo una ya va para vieja, resulta que otras ms tiernas son las que reciben las sonrisas y las palabras lindas, y para m? slo quedan los gritos y el amenazarme con el rebenque.

Despus de besuquear la joven, mir Sebastiana don Carlos con una indignacin algo cmica, a?adiendo:

Ya que el patrn y yo no podemos avenirnos, me voy la Presa, servir donde el contratista italiano.

Rojas levant los hombros para indicar que pod?a irse donde quisiera, y Celinda acompa? su antigua criada hasta la puerta del edificio.

A media tarde, cuando don Carlos hubo dormido la siesta en una mecedora de lona y le?do varios peridicos de Buenos Aires, de los que tra?a el ferrocarril este desierto tres veces por semana, sali de la casa.

Atado un poste del tejadillo sobre la puerta, estaba un caballo ensillado. El estanciero sonri satisfecho al darse cuenta de que la silla era de mujer. Celinda apareci vestida con falda de amazona. Envi su padre un beso con la punta del rebenque, y sin apoyarse en el estribo ni pedir ayuda nadie, se coloc de un salto sobre el aparejo femenil, haciendo salir su caballo todo galope hacia el r?o.

No fu muy lejos. Se detuvo en el lado opuesto de un grupo de sauces, donde encontr atado otro caballo con silla de hombre, el mismo que montaba en la ma?ana. Celinda, echando pie tierra, se despoj de su traje femenil, apareciendo con pantalones, botas de montar, camisa y corbata varoniles. Sonre?a de su desobediencia al viejo, pues as? llamaba ella su padre, seg?n costumbre del pa?s.

Tem?a la posible extra?eza de otro hombre y deseaba evitarla. Este hombre la hab?a conocido siempre vestida de muchacho, tratndola causa de ello con una confianza amistosa. ?Quin sabe si al verla con faldas, lo mismo que una se?orita, experimentar?a cierta timidez, mostrndose ceremonioso y evitando finalmente nuevos encuentros con ella!

Dej su traje femenil sobre el caballo que la hab?a tra?do y mont alegremente en el otro, oprimindole los flancos con sus piernas nerviosas, al mismo tiempo que echaba en alto el lazo atado la silla, formando una espiral de cuerda sobre su cabeza.

Galop por la orilla del r?o, junto los a?osos sauces que encorvaban sus cabelleras sobre el deslizamiento de la corriente veloz. Este camino l?quido, siempre solitario, que ven?a de los ventisqueros de los Andes junto al Pac?fico, para derramarse en el Atlntico, hab?a recibido su nombre, seg?n algunos, causa de las plantas obscuras que cubren su lecho, dando un color verdinegro las aguas hijas de las nieves.

El milenario rodar de su curso hab?a ido cortando la meseta con una profunda hondonada de una legua dos de anchura. El r?o corr?a por esta profundidad entre dos aceras formadas con los aportes de su lgamo durante las grandes inundaciones. Estas dos orillas desiguales eran de tierra frtil y suelta, prdiga para el cultivo all? donde recib?a la humedad de las aguas inmediatas. Ms lejos se levantaba el suelo, formando el acantilado amarillento de dos murallas sinuosas que se miraban frente frente. La de la izquierda era el ?ltimo l?mite de la Pampa. En la orilla opuesta empezaba la meseta patagnica, de fr?os glaciales, calores asfixiantes, huracanes crueles y spera vegetacin, que slo permite alimentarse los reba?os cuando disponen de extensiones enormes.

Toda la vida del pa?s estaba reconcentrada en la ancha hendidura abierta por las aguas que forma la l?nea fronteriza entre la Pampa y la Patagonia. Las dos cintas de terreno de sus orillas representaban miles de kilmetros de suelo frtil aportado por el r?o en su viaje de los Andes al mar. En una seccin de este barranco inmenso era donde trabajaban los hombres para elevar el nivel de las aguas unos cuantos metros, fecundando los campos prximos.

Celinda daba gritos para excitar al caballo, como si necesitase comunicarle su alegr?a. Iba al encuentro de lo que ms le interesaba en todo el pa?s. Al seguir una revuelta del r?o se abri la superficie de ste ante sus ojos, formando una laguna tranquila y desierta. En ?ltimo trmino, donde se estrechaban sus orillas aprisionando y alborotando las aguas, vi los frreos perfiles de varias mquinas elevadoras, as? como las techumbres de cinc de paja de una poblacin. Era el antiguo campamento de la Presa, que se transformaba rpidamente en un pueblo. Todas sus construcciones parec?an aplastadas sobre el suelo, sin una torrecilla, sin un doble piso que animase su platitud montona.

Como la curiosidad de la joven no llegaba hasta el pueblo, refren la velocidad de su caballo y march al paso hacia unos grupos de hombres que trabajaban lejos del r?o, casi en el sitio donde empezaba remontarse la llanura, iniciando la ladera de la altiplanicie correspondiente la Pampa.

Estos peones, unos de origen europeo, otros mestizos, remov?an y amontonaban la tierra, abriendo peque?os canales para la irrigacin. Dos mquinas, acompa?adas por el mugido de sus motores, excavaban igualmente el suelo para facilitar el trabajo humano.

Mir Celinda en torno ella con ojos de exploradora, y volviendo su espalda las cuadrillas de trabajadores, se dirigi hacia un hombre aislado en una peque?a altura. Este hombre ocupaba un catrecillo de lona ante una mesa plegadiza. Iba vestido con traje de campo y botas altas. Ten?a un gran sombrero ca?do sus pies y apoyaba la frente en una mano, estudiando los papeles puestos sobre la mesilla.

Era un joven rubio, de ojos claros. Su cabeza hac?a recordar las de los atletas griegos tales como las ha eternizado la escultura, tipo que reaparece con una frecuencia inexplicable en las razas nrdicas de Europa: la nariz recta, la cabellera de cortos rizos invadiendo la frente baja y ancha, el cuello vigoroso. Se hallaba tan ensimismado en el estudio de sus papeles, que no vi llegar Flor de R?o Negro.

Esta hab?a desmontado sin abandonar su lazo. Con la astucia y la ligereza de un indio empez marchar gatas por la suave pendiente, sin que el ms leve ruido denunciase su avance. A pocos metros de aquel hombre se incorpor, riendo en silencio de su travesura, mientras hac?a dar vueltas al lazo con vigorosa rotacin, dejndolo escapar al fin. El c?rculo terminal de la cuerda cay sobre el joven, estrechndose hasta sujetarlo por mitad de sus brazos, y un ligero tirn le hizo vacilar en su asiento.

Mir enfurecido en torno hizo un ademn para defender-se; pero su clera se troc en risue?a sorpresa al mismo tiempo que llegaba sus o?dos una carcajada fresca insolente.

Vi Celinda que celebraba su broma tirando del lazo; ypara no ser derribado, tuvo que marchar hacia la amazona. sta, al tenerle junto ella, dijo con tono de excusa:

Como no nos vemos hace tanto tiempo, he venido para capturarle. As? no se me escapar ms.

El joven hizo gestos de asombro y contest con una voz lenta y algo torpe, que estropeaba las s?labas, dndolas una pronunciacin extranjera:

?Tanto tiempo! ?No nos hemos visto esta ma?ana?

Ella remed su acento al repetir sus palabras:

?Tanto tiempo! Y aunque as? sea, gringo desagradecido, ?le parece usted poca cosa no haberse visto desde esta ma?ana?

Los dos rieron con un regocijo infantil.

Hab?an retrocedido hasta donde aguardaba el caballo, y Celinda se apresur montar en l, como si se considerase humillada y desarmada permaneciendo pie. Adems, el gringo, pesar de su alta estatura, quedaba de este modo con la cabeza al nivel de su talle, lo que proporcionaba Flor de R?o Negro la superioridad de poder mirarlo de arriba abajo.

Como a?n ten?a el extranjero el c?rculo de cuerda alrededor de su busto, Celinda quiso libertarle de tal opresin.

Oiga, don Ricardo; ya estoy cansada de que sea mi esclavo. Voy dejarle libre, para que trabaje un poquito.

Y sac el lazo por encima de sus hombros; pero al ver que el joven permanec?a inmvil, como si en su presencia perdiese toda iniciativa, le present la mano derecha con una majestad cmica:

Bese usted, mister Watson, y no sea mal educado. Aqu? en el desierto va usted perdiendo las buenas maneras que aprendi en su Universidad de California.

Ri l ingeniero del tono solemne de la muchacha y acab por besar su mano. Pero la miraba con la bondad protectora de las personas mayores que se complacen celebrando las malicias de una ni?a traviesa, y esto pareci contrariar la hija de Rojas.

Acabar por re?ir con usted. Se empe?a en tratarme como una muchachita, cuando soy la primera dama del pa?s, la princesa do?a Flor de R?o Negro.

Continuaba Watson sus risas, y esta insistencia venci finalmente la fingida gravedad de la joven. Los dos unieron sus carcajadas; pero la se?orita Rojas mostr continuacin un inters maternal, que le hizo enterarse minuciosamente de la vida que llevaba su amigo.

Trabaja usted demasiado, y yo no quiero que se canse, ?sabe, gringuito? Es mucho quehacer para un hombre solo. ?Cundo viene su amigo Robledo? De seguro que estar divirtindose all en Par?s.

Watson habl tambin con seriedad al oir el nombre de su asociado. Estaba ya de regreso y llegar?a de un momento otro. En cuanto su trabajo, no lo consideraba anonadador. l hab?a hecho cosas ms dif?ciles y penosas en otras tierras. Mientras los ingenieros del gobierno no terminasen el dique, lo que trabajaban Robledo y l era ?nicamente para ganar tiempo, pues los canales de nada pod?an servir sin el agua del r?o.

Hab?an empezado caminar, insensiblemente se dirigieron hacia el pueblo. Ricardo marchaba pie, con una mano apoyada en el cuello del caballo y los ojos en alto, para ver Celinda mientras hablaba. Los peones, dando por terminado el trabajo, recog?an sus herramientas. Como los dos quer?an evitar un encuentro con los grupos que regresaban al pueblo, siguieron avanzando lejos del r?o, por donde empezaba elevarse el terreno, formando la pendiente de la altiplanicie pampera.

Al subir la hinchazn de un contrafuerte de esta muralla que se perd?a de vista, contemplaron sus pies todo el antiguo campamento convertido en pueblo y la amplitud lacustre formada por el r?o ante el estrecho donde iba construirse el dique.

El campamento era un conglomerado de viviendas levantadas sin orden: chozas hechas de adobes con cubierta de paja, casas de ladrillo con techos de ramaje de cinc, tiendas de lona. Las construcciones ms cmodas eran de madera y desarmables, estando ocupadas por los ingenieros, los capataces y otros empleados. Por encima de todas las viviendas emerg?a una casa de madera montada sobre pilotes, con una galer?a exterior ante sus cuatro fachadas: un bengalow desembarcado en Bah?a Blanca semanas antes por encargo del italiano Pirovani, contratista de las obras del dique.

As? que empezaba anochecer, las calles de este pueblo improvisado, desiertas durante el d?a, se poblaban instantneamente con la variada muchedumbre de los peones. Los grupos, al volver de los diversos lugares donde hab?an estado trabajando, se encontraban y se confund?an, siguiendo la misma direccin.

Una casa de madera, que por su tama?o era la ?nica que pod?a compararse con la del contratista, los iba atrayendo todos. Sobre su puerta hab?a un rtulo, hecho en letras caligrficas: Almacn del Gallego. Este gallego era, en realidad, andaluz; pero todos los espa?oles que van la Argentina deben ser forzosamente gallegos. Al mismo tiempo que despacho de bebidas era tienda de los ms diversos art?culos comestibles y suntuarios. Su due?o se ofend?a cuando las gentes llamaban boliche lo que l daba el t?tulo de almacn; pero todos en el pueblo segu?an designando al establecimiento con el nombre primitivo de su modesta fundacin.

Un grupo de parroquianos fieles ocupaba por derecho propio las cercan?as del mostrador. Unos eran emigrantes de Europa que hab?an rodado por las tres Amricas, desde el Canad la Tierra del Fuego. Otros, mestizos blancos, vueltos al estado primitivo despus de largos a?os de existencia en el desierto: hombres de perfil aguile?o, gran barba y luenga cabellera, tocados con amplios chambergos y llevando un cinturn de cuero adornado con monedas de plata, dentro del cual ocultaban, medias nada ms, el revlver y el cuchillo.

Fuera del boliche ahora almacn , unas en espera de sus maridos para que no bebiesen demasiado, y otras al atisbo de los compa?eros de sus noches, estaban las bellezas ms notables de la Presa, mestizas de tez de canela y ojos de brasa, con cabelleras duras de color de tinta y dientes de luminosa blancura, unas exageradamente gordas; otras absurdamente flacas, como si acabasen de salir de una poblacin sitiada por hambre como si una llama interior devorase sus jugos.

Empezaron brillar luces en las casas, perforando con sus rojas punzadas la gasa violeta del crep?sculo. Celinda y su acompa?ante contemplaban el pueblo y el r?o silenciosamente, como si temieran cortar con sus voces la calma melanclica del ocaso.

Vyase, se?orita Rojas dijo l de pronto, repeliendo la dulce influencia del ambiente. Va cerrar la noche y su estancia se halla lejos.

Se resisti Celinda reconocer la posibilidad de un peligro para ella. Ni los hombres ni la noche pod?an inspirarle miedo. Pero al fin se despidi de Watson y puso su caballo al galope.

Entr Ricardo en la Presa por un descampado que sus habitantes consideraban como la calle principal; aunque en esta poblacin reciente, todas las v?as resultaban principales causa de su enorme amplitud.

El gobierno previsor de Buenos Aires no toleraba que los pueblos surgidos en el desierto tuviesen calles de menos de veinte metros de anchura. ?Quin pod?a adivinar si ser?an alg?n d?a grandes ciudades! Y mientras llegaba esto, las viviendas bajas y de un solo piso permanec?an separadas de las de enfrente por un espacio enorme que barr?an en l?nea recta los huracanes glaciales entoldaban con su niebla las columnas de polvo. Unas veces el sol hac?a arder el suelo, levantando ante el paso del transe?nte nubes rumorosas de moscas; otras, los charcos de las rar?simas lluvias obligaban los habitantes marchar con agua hasta la rodilla para ver al vecino de enfrente.

Seg?n avanzaba Watson entre las dos filas de viviendas, fu encontrando los principales personajes del pueblo. Primeramente vi al se?or de Canterac, un francs, antiguo capitn de artiller?a, que, seg?n afirmaban muchos que se dec?an amigos suyos, se hab?a visto obligado marcharse de su patria consecuencia de ciertos asuntos de ?ndole privada. Ahora serv?a como ingeniero al gobierno argentino, en obras remotas y penosas de las que hu?an sus colegas hijos del pa?s.

Era un hombre de cuarenta a?os, enjuto de cuerpo, con el pelo y el bigote algo canosos, pero conservando un aspecto juvenil. Ten?a al andar cierto aire marcial, como si a?n vistiese uniforme, y se preocupaba de la elegancia de su indumento, pesar de que viv?a en el desierto.

Hab?a entrado caballo por la llamada calle principal, vistiendo un elegante traje de jinete y cubierta la cabeza con un casco blanco. Al ver Watson ech pie tierra para caminar junto l, sosteniendo su caballo de las riendas, al mismo tiempo que examinaba unos dibujos del americano.

?Y Robledo, cundo vuelve? pregunt.

Creo que llegar de un momento otro. Tal vez ha desembarcado hoy en Buenos Aires. Vienen con l unos amigos.

El francs sigui examinando los planos del joven, sin dejar de andar, hasta que llegaron frente la peque?a casa de madera que le serv?a de alojamiento. All? entreg las riendas con una brusquedad de cuartel su criado mestizo, y antes de meterse en su vivienda dijo Ricardo:

Creo que slo nos faltan seis meses para terminar la primera presa en el r?o, y Robledo y usted podrn regar inmediatamente una parte de sus tierras.

Continu Watson la marcha hacia su casa; pero los pocos pasos hizo alto para responder al saludo de un hombre todav?a joven, vestido con traje de ciudad, y que ten?a el aspecto especial de los oficinistas. Llevaba anteojos redondos de concha, y sosten?a bajo un brazo muchos cuadernos y papeles sueltos. Parec?a uno de esos empleados laboriosos, pero rutinarios, incapaces de iniciativas ni de grandes ambiciones, que viven satisfechos y como pegados su mediocre situacin.

Se llamaba Timoteo Moreno y era nacido en la Rep?blica Argentina, de padres espa?oles. El Ministerio de Obras P?blicas lo hab?a enviado como representante administrativo las obras de la Presa, y l era el encargado de pagar al contratista Pirovani las sumas debidas por el gobierno.

Despus que salud Watson se di una palmada en la frente y quiso retroceder, mirando al mismo tiempo sus papeles.

He olvidado dejar en casa del capitn Canterac el cheque sobre Par?s que le entrego todos los meses.

Luego hizo un movimiento de hombros y continu andando junto al norteamericano.

Se lo dar cuando vuelva mi casa. De todos modos, no tenemos correo hasta pasado ma?ana.

Estaban frente al bengalow habitado por el hombre ms rico del campamento, y vieron cmo sal?a ste y se acodaba en la barandilla de una de las galer?as. Luego, al reconocerlos, baj apresuradamente la escalinata de madera.

El italiano Enrico Pirovani hab?a llegado la Argentina como obrero diez a?os antes, y era tenido ya por uno de los hombres ms ricos del territorio patagnico que se extiende desde Bah?a Blanca la frontera andina de Chile. Todos los Bancos respetaban su firma. No pasaba de los cuarenta a?os;

llevaba el rostro afeitado; era grande y musculoso, pero empezaba mostrar la blandura naciente de los organismos invadidos por la grasa. Ten?a el aspecto del trabajador manual que ha hecho fortuna y no puede ocultar cierta tosquedad reveladora de su origen. Luc?a numerosas sortijas, as? como una gran cadena de reloj, y su traje siempre era flamante.




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Предлагаем вниманию читателей роман одного из крупнейших испанских писателей конца XIX – первой трети XX века Висенте Бласко Ибаньеса (1867–1928). В книге приводится неадаптированный текст романа. Сохранена орфография оригинала.

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