Книга - Escuela de Humorismo

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Escuela de Humorismo
Guillermo Díaz-Caneja




Guillermo Díaz-Caneja

Escuela de Humorismo / Novelas.—Cuentos





Prólogo del autor


En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: eso dije al empezar este libro. ¡Que sea lo que Dios quiera! – pensé al concluirlo.

Siempre he considerado un acto de soberbia, un atrevimiento enorme, la publicación de todo primer libro; pero considero que ese atrevimiento llega á su colmo al tratarse de este mío.

Los que hoy son y valen, al publicar nuevas y mejores obras, han demostrado que la publicación de su primer libro, ni fué acto de soberbia, ni atrevimiento inaudito: fué la consecuencia lógica de sus grandes dotes literarias.

Yo, toda vez que mi anterior labor es demasiado modesta, no sé si con el tiempo podré justificar la publicación de mi primer libro. ¡Dios lo haga!

Al decidirme á publicarlo, lo hago declarando de la manera más solemne que es el peor de cuantos se han escrito, y que su autor es el último de cuantos tomaron la pluma como intérprete de sus ideas.

De cosas cortas lo compuse, pensando que para probar tu paciencia, caro lector, ellas se bastan.

Si tu bondad es tanta que te permite leerlo; si tu paciencia no se agota antes de terminarlo, y si, en caso de hacerlo, sientes por su lectura alguna complacencia, ella me recompensará de las dudas y zozobras que me embargan; mas si sus páginas no lograron interesarte ni un solo momento, sé indulgente con el que las compuso… Después de todo, un libro más, ¿qué importa al mundo?




Escuela de humorismo



I

El Jefe del Negociado 2.º – el departamento no hace al caso – , sentado ante la mesa de su despacho, concluyó, sin duda, el estudio de unos documentos que tenía delante, por cuanto, colocándolos todos juntos, unos sobre otros, dejó caer sobre ellos, á modo de pisapapel, su gruesa mano derecha; recostóse en el sillón que le servía de asiento, contemporáneo de Isabel II, como todos los demás muebles que había en el despacho, y meditó breves instantes; después, inclinando la cabeza hacia la puertecilla, siempre abierta, que ponía en comunicación su despacho con el que ocupaban los oficiales, formuló la siguiente pregunta, con recia voz de bajo profundo:

– ¿Quién tiene las tripas de Antonio Rodríguez?

Los oficiales, al oir la voz del Jefe, suspendieron su tarea y se miraron unos á otros.

– ¿Qué ha dicho? – preguntó en voz baja el más joven de ellos, llamado Gutiérrez, á su compañero Martínez, que estaba sentado ante una mesa frontera á la suya.

– Pregunta por las tripas de no sé quién – respondió el interpelado.

Como quiera que el Jefe no obtuviese respuesta á su pregunta, apareció en la puertecilla de comunicación, con los antes citados papeles, formulándola de nuevo:

– He preguntado, que quién tiene las tripas de Antonio Rodríguez.

– Tú, Pepe, ¿no las tienes?

– No, hombre, no; ¡yo qué voy á tener!

– A que resulta que no las tiene nadie – refunfuña el Jefe.

– Yo no las tengo – vuelve repetir Pepe – ; se las di á Jacinto hace cinco días… Tú, Jacinto, tú las tienes.

– ¡Ah! sí, es verdad – replicó el llamado Jacinto – ; aquí las tengo, en el cajón.

– Vamos… vamos – dice el Jefe, malhumorado por la tardanza en encontrar las susodichas tripas– . En qué estará usted pensando… ¡En escribir algún cuentecito de esos que le ponen á uno la carne de gallina!.. ¡Ni sé cómo le admiten ninguno!

Un coro de carcajadas siguió á las palabras del Jefe. Jacinto, abochornado y corrido, buscaba en los cajones de la mesa los malditos documentos que constituían las tripas del expediente de Antonio Rodríguez.

– Tome usted – dijo el Jefe, echando los papeles que tenía en la mano, sobre la mesa de Jacinto – . Cósale usted la cabeza y la nota, y téngalo listo para bajarlo luego á la firma. Pero tenga usted cuidado, no vaya á coser algún cuentecito de esos tan distraídos, entre las tripas.

Nueva explosión de risa, que fué en aumento al salir el Jefe, y que se prolongó largo rato, aumentando el azoramiento de Jacinto. Al fin, éste, queriendo disimular, hubo de decir:

– ¡Qué barbaridad!.. ¡A ver si es que nos vamos á reir todos!

De tal modo dió á entender con la entonación de sus palabras lo corrido que se hallaba, que las risas llegaron á su colmo.

Jacinto, de un humor rematado, doblaba los documentos que, por fin, había encontrado, en forma adecuada para ser cosidos con el expediente.

Cuando la hilaridad dió lugar á las palabras, dijo Gutiérrez:

– No te enfades, Jacinto…

– ¡No te enfades! – murmuró éste – . Os creeréis que voy á servir de mono.

– Pero si es que el Jefe tiene razón; si es que escribes cada cosa que le pones á cualquiera los pelos de punta.

– ¡Pues no las leas!

Nuevas carcajadas estallaron en el Negociado.

– Si escribieras cosas cómicas, verías cómo ganabas más.

– ¡Para escribir cosas cómicas estoy yo! ¿Es que tú te figuras que con 6.000 reales de sueldo, mujer y tres hijos, se pueden escribir cosas cómicas?

– Anda ése… – dice Pepe terciando en el diálogo – . Lo menos te has figurado tú que los demás no tenemos familia… ¡Bueno!

– Yo no te digo que tengas familia ó que dejes de tenerla; lo que yo te digo es que cuando se llega á casa y se ve lo que se ve… no se puede tener humor de escribir cosas cómicas.

– ¡Toma… toma…! ¿Y me quieres decir á mí qué adelantas con ponerte fúnebre? ¡A mal tiempo, buena cara! ¿Que te hace falta una cosa y no la puedes comprar? ¡Pues te pasas sin ella!

– Eso… eso… – grita Gutiérrez. – Mira, á mí me hacía falta haber comprado una cajetilla cuando he venido esta mañana…

– Y á mí también me había hecho falta que la hubieras comprado – añadió vivamente Martínez – ; así no te hubieras fumado los pocos pitillos que me quedaban.

– No te apures, hombre, no te apures por eso… Oye, tú, Pepe… echa un pitillo, que éste no tiene… y yo no he podido comprar…

– Oye, tú – contesta Pepe, remedando el tonillo de Gutiérrez – : cuando á uno le hace falta una cosa… y no la puede comprar, ya sabes lo que acabo de decir: se pasa uno sin ella.

– Bueno, Pepito; pero antes se cuenta con los amigos… como tú.

– Sí, ¿eh? Pues desde este momento puedes romper las amistades.

– Vamos, no seas así, Pepe… Si ya sabemos que tú eres un hormiguita que te llega el tabaco hasta fin de mes… Danos uno que sea gordo, y haremos dos. ¡Me parece que no podemos hacer más…!

– Toma… ahí tienes – dijo Pepe, tirando dos pitillos por el aire – ; pero despídete, ¿eh? despídete.

Los demás protestan airadamente, y Pepe no tiene más remedio que echar una ronda; lo cual le pone de un humor de todos los demonios.

– Lo que es mañana, como no os fuméis los mangos de pluma…

– Calla, burgués; no gruñas.

Jacinto, sin despegar los labios, y contento porque el giro de la conversación se hubiera desviado de su persona, daba fin al cosido del expediente.

– Verdaderamente, y yo lo declaro así, – dijo Montalbo, el oficial de más categoría del Negociado, que no había despegado los labios hasta la fecha – , es deprimente para nosotros y es vergonzoso para el Estado, que unos funcionarios públicos, como nosotros, no tengamos para fumar el día 26 de mes; porque yo, sin rubor lo manifiesto, tampoco tengo tabaco.

– No tendrás tabaco, pero bien chupas – agrega Pepe, que tiene clavada en el corazón la ronda de pitillos.

– Es vergonzoso que no tengamos para fumar.

– Para fumar… ¿eh? – masculló Jacinto…

– Cállate tú, Jacinto, y no nos amargues la vida – vocifera Gutiérrez.

– Sigue, sigue, Montalbo – exclama Martínez.

– Decía que es deprimente para nosotros y para el Estado…

Se oyen murmullos de aprobación.

– El Estado os va á dar chocolate en la oficina – interrumpe Pepe con un tonillo socarrón que promueve un diluvio de protestas:

– Que se calle.

– Eso, cállate tú, Pepe.

– Bien se conoce que tú te ganas otro sueldo por las tardes.

– ¿Y por qué no os las buscáis vosotros también?

Gutiérrez, poniéndose en pie y dando un puñetazo sobre la mesa, increpa á su compañero:

– ¡Ya nos las buscamos; pero no nos las encontramos!

– Muy bien – ruge Martínez estrechando la mano de Gutiérrez.

– Que hable Montalbo – se atreve á decir Bermúdez, que, tímido como una alondra, no habla nunca, y se limita á formar coro con los demás.

– Yo, señores, pondría remedio á todo esto de una manera muy sencilla – perora Montalbo con voz reposada.

– ¡Que lo ponga!

– Sí señor, que lo ponga – dicen Gutiérrez y Martínez, á la vez.

– Pues sí señor que lo pondría… si me dejaran. ¿Me queréis á mí decir para qué nos deja el Estado las tardes libres?

– Para que nos las busquemos. ¿No has oído á Pepe? – contesta Gutiérrez.

– O para que tengamos tiempo de elegir la forma mejor de suicidio – añade su compañero.

– Pues yo haría una cosa muy sencilla:

En este Negociado somos seis empleados ¿no es verdad? Pues yo dejaría tres, los haría venir por mañana y tarde, y les daría doble sueldo… ¿eh?.. ¿Qué tal?

– Muy bien – contestan todos.

– Bueno; pero tú serías de los tres que se fueran ¿eh? – pregunta Gutiérrez.

El Jefe, entrando en su despacho por la puertecilla particular, que daba á un pasillo, puso término á la pintoresca conversación que sostenían los oficiales, y ya no se escuchó en el despacho de éstos más que el rasguear de las plumas sobre el papel.

Gutiérrez y Martínez fueron los únicos que siguieron hablando, en voz baja, pues sabido era que no podían callar en toda la mañana.

El sol, filtrándose penosamente por los no muy limpios cristales de dos ventanas que á un estrecho y negro patio tenía el Negociado, pugnaba inútilmente por llevar un poco de luz y de alegría al interior de aquella lóbrega y pequeña habitación.

Cada empleado tenía junto á su mesa un viejo perchero con dos colgadores: en el inferior colgaban las capas ó gabanes; en el superior, los sombreros. Aquellas prendas, en su mayoría viejas, colgando escurridas y lacias, daban la triste sensación de cuerpos allí ajusticiados.

Jacinto, que hora es ya de que fijemos su personalidad, era un muchacho de veinticinco años, hijo de unos labradores ni mal ni bien acomodados, de la provincia de Cáceres.

Don Lesmes, el intrépido D. Lesmes, el representante de la instrucción en el pueblo, tomó á su cargo al muchacho, en sus tempranos años, y, tras de las primeras letras, enseñóle la instrucción primaria; dándose el caso estupendo de que el chico, cuando la terminó, sabía escribir con ortografía y era propietario de una letra muy decentita. Terminada la primera enseñanza, entró el cura en funciones; porque á todas luces se veía que Jacinto iba para algo más que para labrador.

Empezó, pues, la enseñanza del latín, que corrió por cuenta del cura, encargándose Don Lesmes de la Geografía y de la Historia de España. Era el muchacho listo y despabilado, y pronto llegó al fondo de aquellos dos pozos de ciencia que se llamaban cura y maestro. Y ¿qué hacer entonces con un muchacho que no se había encallecido las manos con la mancera del arado; que dominaba el latín mejor que el cura; que se sabía de corrido todos los ríos de la tierra, con ser tantos; que conocía los puertos de todas las naciones mejor que las casas del pueblo donde había chicas guapas? ¿Qué hacer con una criatura que, con sólo diez y seis años, conocía á fondo quién fué Carlos V y quién Felipe II; que sabía que á Enrique I lo mató una teja que cayó de un tejado… y que á Carlos IV se la pegaba su mujer… como si fuera un Carlos cualquiera sin numerar? Pues como quiera que el mandarlo á Madrid para que estudiara más era un dolor – ¡con lo que ya tenía en la cabeza! – , y cómo, además, este gasto fuera demasiado grande para que pudiera resistirlo el presupuesto de la casa, se acordó que lo que hacerse debía era proporcionarle un destino en la corte. El cuerpo electoral, en masa, que ya sabía lo que Jacinto valía, tomó á su cargo lo del destino; y el destino se consiguió, porque el diputado no tuvo más remedio que escoger entre el destino para Jacinto, ó no volver á salir diputado por aquella circunscripción; y fácil es comprender que no hay diputado que opte por lo segundo.

Fué, pues, Jacinto á Madrid con un destino, para empezar, de 1.500 pesetas en Gobernación.

A Jacinto, al principio, le pareció este sueldo una fortuna; mas poco tardó en comprender que aquellos veintidós duros y medio que le daban todos los meses, no servían para otra cosa que para pasar apuros y privaciones; apuros y privaciones que se iban remediando con alguna cosilla que, de cuando en cuando, le mandaban los padres.

El joven oficinista, á quien no agradaba que los padres tuvieran que hacer aquellos pequeños desembolsos, pensó en encontrar un remedio para sus apuros, y, al fin, dió con él: resolvió casarse.

Muchísimas veces había oído decir que en la vida ordenada y tranquila del matrimonio se gasta mucho menos que en el desarreglo de la soltería.

No le parecía á él muy lógico esto; pero tanto y tanto oía repetir que con lo que gasta un hombre soltero vive una familia, que decidió constituirla. A los padres les pareció de perlas el proyecto, por aquello de que un muchacho solo, en Madrid, está expuesto á muchos peligros.

Jacinto, hecho ya un señorito, ni pensó siquiera en alguna honrada muchacha de su pueblo, donde más de una había que le habría convenido; tampoco pensó en que no estaría de más que la que eligiera por esposa en Madrid, llevara alguna cosilla al matrimonio; así es que, guiándose sólo de sus sentimientos, se casó con Claudia, bonita muchacha que poseía bellas cualidades en muy alto grado, pero nada más; lo cual, que si no es poco, ni mucho menos, no es lo bastante para que un matrimonio salga adelante.

Al principio todo fué bien, porque el matrimonio vivía con la mayor economía; y, aunque bien veían que no podían extralimitarse en lo más mínimo, eran felices con su cariño.

Vino un chico, que antes viene esto en el matrimonio que cinco mil duros, y la alegría más grande llenó aquel modesto hogar; un chico no era ninguno, y cumplía el ardiente deseo de los padres. Pero es el caso que detrás vino el segundo… y dos ya son uno; y vino luego el tercero y con éste ya empezó á cambiar el aspecto de la casa: empezaron los apuros y las privaciones en el más alto grado.

La pobre Claudia no podía hacer más milagros que los que hacía con los veintidós duros y medio.

Jacinto, cada día se volvía más taciturno.

«Es que tu mujer no será arreglada» – le decían los compañeros casados de la oficina – . Y él pensaba: «Mi mujer no será arreglada, pero lo que es arreglada, vaya si la está la pobre». – Pero no, no era eso. ¿Qué desarreglo podía haber con aquella miserable paga? Lo que sucedía es que la infeliz señora no podía, no tenía poder para hacer el milagro de los panes y los peces.

Se trató primero, para ver de salirle al encuentro á la mala situación que se presentaba, de conseguir un ascenso para Jacinto; pero el diputado puso pies en pared y agarrándose al escalafón, dijo que no era posible saltar por encima de tanta gente. Se pensó después en hallar una segunda colocación; pero… ¡sí… sí…! ¡buenas estaban las segundas colocaciones! Jacinto recurrió al último extremo, al que recurre la inmensa mayoría de los españoles, siquiera los resultados sean nulos en la mayoría de los casos: escribió un cuentecito para un periódico; y, si bien no puede decirse que estaba mal escrito, sí puede decirse que lo publicó… gratis. No obstante, algunos más escribió, que consiguió publicar y hasta cobrar; pero esto era tan de tarde en tarde, que nada pudo mejorar la situación de la familia.

Jacinto llegó á preocuparse seriamente de la existencia de aquellos tres angelitos, que cada día le iba pareciendo más problemática. Su ánimo empezó á ensombrecerse y su persona tomó el aspecto tristón y retraído con que le hemos conocido.

Sus cuentos llegaron á ser verdaderamente espeluznantes.


II

Cuando Jacinto salió de la oficina, iba pensando en las palabras de sus compañeros. «¡Que escriba artículos cómicos! Pero, ¿es posible escribir artículos cómicos llevando una tragedia por dentro? ¿Seré yo una excepción de la regla? ¿Estaré yo preocupado sin motivo? Porque la verdad es que á mis compañeros no debe sobrarles, y, sin embargo, ellos ríen, están contentos y, al parecer, son felices. Gutiérrez tiene mujer y dos chicos; tiene el mismo sueldo que yo, y, que se sepa, los padres de ella, ya que él no los tiene, no le ayudan con nada. No obstante esto, difícil es encontrar un ser más alegre. ¿Será que no le preocupen las estrecheces de su casa? No; lo que es, ya lo han dicho bien claro: á mal tiempo, buena cara. Y tienen razón, ¡qué caramba! ¿Qué se adelanta con ponerse fúnebre? ¡Nada!»

El buen Jacinto, caminando hacia su casa, se hacía todas estas reflexiones para convencerse á sí mismo de que sus compañeros tenían razón.

«Sí; es preciso estar alegre – se decía argumentándose aún – ; es preciso reir: la risa es al alma, lo que la ropa al cuerpo: hay que presentarse de un modo agradable, aunque por dentro se vaya hecho una lástima. A la gente alegre todo el mundo la busca y en todas partes es bien recibida.»

De tal manera se argumentó Jacinto, para convencerse de lo infundado de sus tristezas, que casi empezó á sentirse contento.

«¿Que escribiera artículos cómicos? ¡Pues sí señor que los escribiría! Y no iba á tardar mucho: aquella misma tarde, en cuanto almorzara, se ponía á escribir el primero. ¿Que no tenía asunto?.. ¡De sobra! Con que contara lo que pasaba en su casa, figurando que sucedía en casa de un Fulano cualquiera, había veinte artículos. Sólo con relatar que una vez se le ocurrió pesar á sus tres hijos juntos, y se encontró con que entre los tres reunían 16 kilos de peso, había para hartarse de reir.

Pues, ¿y si contaba las batallas campales que los chicos sostenían con el gato para quitarle los cinco céntimos de cordilla? ¡Pobrecillos!..»

Aquel pobre gato cuyo espinazo era un serrucho —tal era su gordura– con el que se podía serrar toda la madera del mundo, era una verdadera ruina en la casa, con sus cinco céntimos diarios de gasto; porque, sobras en los platos… ¡Dios las diera!

Diversas veces había querido Claudia regalárselo á la portera; pero hablarse de esto y tirarse los tres chicos al suelo, berreando como desesperados, todo era uno.

En vano les decía su madre que el animalito estaría más distraído en la portería, por aquello de que podría asomarse á la calle á ver la gente.

Todo razonamiento era inútil. Además, que, ¿quién les negaba aquel gusto á los pobres nenes? ¡Era tan raro poderles dar alguno!

De tal peso fueron las razones que Jacinto se dió, que cuando llegó á su casa iba tan alegre, que ni él mismo se conocía. Cuando Claudia abrió la puerta y le vió con aquel semblante tan placentero, quedó muy sorprendida.

– ¿Qué te pasa, que vienes tan contento?

– Que estoy muy alegre. ¿No lo ves?

– Sí; sí que lo veo… Pero ¿por qué estás tan alegre?

– Porque ese, y no otro, es el estado natural del hombre; porque así es como se debe estar siempre: alegre, contento, satisfecho de la vida y de haber nacido. Tú también debes estar contenta.

– ¡No, por Dios; no me pidas que yo esté contenta!

– ¿Por qué no?

– Porque has de saber que, ya que era poco lo que teníamos encima, Luisito se ha puesto muy malito esta mañana, á poco de irte tú á la oficina.

– ¿Qué tiene? – preguntó Jacinto, sobresaltado.

– No lo sé – respondió Claudia, dejando correr las lágrimas, que, según brotaban, iba enjugando con la punta de su delantalito.

– Pues yo sí lo sé: lo que tiene Luisito es un empacho de tristeza.

Y Jacinto, al decir esto, tiró para la alcoba donde estaba el niño. Los dos mayorcitos habían ido ya al colegio.

– ¿Qué es eso, hombre?.. – preguntó Jacinto al niño, acariciando su rubia cabecita.

El niño, revolviéndose en su camita, contestó con un monosílabo que daba bien claro á entender las pocas ganas que tenía de conversación.

– He mandado á la portera que vaya á casa del médico y que le diga que venga cuanto antes – suspiró Claudia.

– Has hecho muy bien.

– Sí; pero ya ves, ahora ese gasto…

– No te apures, mujer: los médicos son unas bellas personas que esperan todo lo que se quiera para cobrar. ¡Ah! si se pudiera avisar que trajeran un jamón, con la misma facilidad con que se avisa al médico…

Claudia, en medio de sus lloriqueos, no pudo menos de echarse á reir al oir á su marido.

– ¿Qué has hecho para ponerte de tan buen humor?

– Nada, hija mía, nada: argumentarme, darme razones para convencerme de que el estado de funerario ambulante no me llevaba á ningún lado bueno; y tantas, y tan buenas, me las he dado, que me convencí, y aquí me tienes… Tú debes hacer igual, te lo repito.

– ¡Cómo quieres que me ponga contenta, hombre, viendo lo que pasa!

– ¿Qué pasa?.. ¡Nada!

– ¿Te parece poco este gasto del médico, siendo así que el mes que viene quería yo ver de arreglármelas para comprarles botitas á Paquito y á Carlos, porque los pobrecitos casi van descalzos?

– Pues se les compran: ya te he dicho que los médicos aguardan mucho…

– ¿Y la botica?

– ¿La botica?.. La botica… Pues mira, en último caso, si no se pueden comprar el mes que viene… ¡no se compran! ¿Se las vas á comprar con ponerte triste?

La campanilla de la escalera, al sonar, impidió oir la respuesta de Claudia; ésta, precipitadamente, pensando, con razón, que quien llamaba era el médico, corrió á abrir la puerta.

El doctor era, en efecto. Entró en la alcoba del niño, seguido de los padres, y tras de algunas preguntas á éstos, reconoció al enfermito detenidamente. Cuando hubo terminado el reconocimiento, salieron á la habitación contigua.

– No hay que alarmarse, pero hay que tener mucho cuidado: el niño no tiene nada y tiene mucho – dijo el galeno. – El niño necesita una buena alimentación: mucha leche, caldos de gallina y yemas de huevo para fortalecerle; después, este verano, á Santander, al Sardinero un par de meses, y… chico nuevo. Si me permite, voy á poner una receta y además el nombre de un reconstituyente que nos ayude un poco…

El médico tomó asiento ante la mesa de Jacinto; éste y Claudia se miraban mientras el doctor escribía. Lo que había dicho aquel hombre les había paralizado la lengua.

Extendida que fué la fórmula, el doctor se despidió, advirtiendo que el tratamiento debía empezar en seguida; que él volvería al día siguiente.

Cuando el doctor salió, Jacinto y Claudia, junto á la misma puerta de la escalera, quedaron mirándose sin hablar un buen rato.

– Leche… caldos… huevos… un reconstituyente…

– Y este verano ¡al Sardinero! – dijo Jacinto, continuando la relación empezada por su esposa.

– ¿Todavía estás alegre, Jacinto?

Éste, que al oir al médico había sentido que toda su alegría se le iba por los talones, al oir á Claudia, y al verla próxima á desfallecer, se rehizo, pensando que era preciso disimular para darla alientos, y dijo:

– Sí, sí; todavía estoy alegre… y lo estaré. ¿Por qué no? Al niño se le dará leche, caldos, huevos… y reconstituyente; todo lo que sea necesario…

– Pero ¿con qué, Jacinto, con qué?

– ¿Con qué? No lo sé, pero se le dará. Comeremos patatas, pan… duro; ¡no comeremos! Mis padres, tal vez puedan hacer algo para ayudarnos…

– ¿Y mientras llega ese socorro… si llega? Ya has oído que el tratamiento ha de empezar en seguida.

– Ahora mismo. Trae dinero, que voy á la botica; y de paso le diré á la portera que suba para que te traiga lo que necesites.

– ¡¡Dinero!! – murmuró Claudia.

Jacinto, al oir á su mujer, sintió que la espalda se le quedaba como el hielo, y que los pelos se le ponían de punta.

– ¿No tienes? – preguntó conteniendo la angustia que sentía.

– A duras penas quedará para los cuatro días que faltan del mes.

Jacinto quedó con la cabeza inclinada sobre el pecho. No pensaba en su hijo, no pensaba en aquel grave contratiempo de no tener dinero: pensaba en lo que le habían dicho sus compañeros; parecía que los estaba oyendo: – «Escribe artículos cómicos, hombre; escribe artículos cómicos.»

Cuando volvió á la realidad, Claudia no no estaba allí; pero poco tardó en volver con un estuche en la mano.

– Toma, Jacinto – dijo con la voz velada por la más honda emoción.

– ¿Qué es eso?

– ¡Toma! – volvió á repetir Claudia, cubriéndose la cara con el delantalillo.

– ¡Tu pulsera de pedida! – exclamó Jacinto cogiendo el estuche y abriéndolo.

– Qué le vamos á hacer; es la única alhaja que tenemos para empeñar. Llévala al Monte de Piedad; allí llevan pocos réditos y estará mejor guardada.

Jacinto guardó el estuche en un bolsillo de su americana; acercóse á Claudia, y rodeándola con los brazos, la estrechó fuertemente contra su pecho y estampó un beso en su frente.

– Anda, no te detengas, Jacinto, que el niño espera.


III

Apenas Jacinto se vió en la calle, soltó un formidable resoplido que ensanchó su corazón.

Enfiló la calle de Fuencarral, á paso ligero; metióse por la de Jacometrezo, atravesó la plaza del Callao y, por el postigo de San Martín, desembocó en la plaza de las Descalzas.

Al llegar allí, su paso, antes rápido, se hizo tan lento, que frente á la estatua de Piquer se detuvo. Dió otro resoplido, semejante al anterior, y quedóse mirando al ilustre fundador del piadoso establecimiento.

– «Francisco Piquer, yo te saludo – dijo Jacinto descubriéndose – . Perdona que no lo haya hecho antes; pero mejor que yo sabes tú, que nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena. Aquí, donde todo el mundo conoce el nombre de Soriano, de Lerroux y otros, sin olvidar á Melquiades Álvarez, son pocos los que conocen el tuyo. ¿En qué piensas, en qué meditas, ilustre bienhechor de los madrileños? ¿Es que el escultor que te retrató te dió esa actitud queriendo representar que meditas tu grande obra, ó es que pensó en simbolizar así la actitud de media humanidad? No lo sé; pero ¡vive Dios! que el tal acertó. Con el dedo en la frente nos pasamos la vida la inmensa mayoría de los mortales; pero nada sacamos en limpio, y raro es el que no tiene que acudir á lo que tú sacaste de la tuya. Tú pensaste en los desvalidos, y éstos, aunque no piensan en ti para nada, ni saben cómo te llamas, acuden á recibir de tu obra el modesto préstamo que, momentáneamente, enjuga sus lágrimas: con esto les basta. Pero es lo que tú dirás: ¿Qué me importa que ellos no sepan cómo me llamo yo, si yo sé cómo se llaman ellos? Doscientas veces habré pasado por aquí, y otras tantas he cometido la ingratitud de no fijarme en ti; lo cual no debe extrañarte, porque en este mundo, bien sabes que nadie se fija más que en aquel que puede servir de algo; y yo, dicho sea con franqueza, no creí que nunca necesitara de ti para nada. Hoy me encuentro con que me haces falta, y aquí me tienes confesando mi error. Pero no creas que llego hasta ti acongojado y abatido, como otros, no; vengo á pedirte unas pesetillas por esta pulsera, que me costó muchas privaciones poder comprar; pero vengo contento, alegre y con la esperanza de podértelas devolver pronto. ¿Tú crees que esto es motivo para entristecerme? ¡Quiá, hombre, quiá! Mira tú lo triste que yo estaré, cuando en este momento estoy hilvanando un artículo cómico… que ya verás… ya verás. Además, has de saber que tu obra caerá pronto en ruinas; lo que tarden en llegar al Poder Soriano, Lerroux y otros… sin olvidar á Melquiades Álvarez, que nos tienen prometido formalmente hacer de España y de los españoles, el símbolo de la felicidad.

A ti, Pontejos – dijo Jacinto, volviéndose hacia la estatua del marqués, – ni te saludo, ni nada tengo que decirte, porque nunca te necesitaré para nada.»

Jacinto, pensando que tal vez estaba llamando la atención, interrumpió su monólogo, diciendo:

– «Vamos, hijo mío, vamos; los malos tragos, pasarlos pronto, y además, que en casa te están esperando.»

Y como si esta última reflexión diera nuevos bríos á su decaída voluntad, avanzó resueltamente hacia el benéfico establecimiento.

Cuando llegó frente á la ventanilla del tasador, Jacinto, al pronto, se quedó como petrificado; después se puso sumamente encendido.

¿Qué le había sucedido ante aquella ventanilla, tras de la cual, un hombre alto y delgado, de mirar frío é indiferente, esperaba á que le alargaran la alhaja en cuestión?

Aquel hombre alto y delgado era un empleado de la misma oficina de Jacinto, Negociado 4.°; uno de los que se las buscaban con otro empleo que, por ser por la tarde, era compatible con el del Estado.

Saludáronse rápidamente, pues el otro, á fuerza de acostumbrado á tales encuentros, era prudente; y tras del frotar en la piedra con la pulsera, de tal manera que á Jacinto le parecía que le estaban frotando con lija en el corazón, y tras de probar con el ácido la nobleza del metal, el de al lado de allá de la ventanilla formuló la frase sacramental:

– Cuarenta pesetas.

– Bueno… si… está bien – respondió Jacinto, que estaba deseando largarse de allí cuanto antes.

– ¿Qué nombre…?

– ¿Nombre? Jacinto sintió que su cara se ponía como la lumbre. – El caso es que la pulsera es de una vecina que está enferma… y… pero póngalo usted al mío…

– Es igual – replicó el otro llenando un talón, con el que Jacinto tuvo que ir recorriendo ventanillas, que concluyeron de dar al traste con la poca serenidad que le quedaba.

Cuando se vió en la calle con aquellas 40 pesetas que tantas angustias le costaron, dió un tercer resoplido, que dejó chiquititos á los dos anteriores.

Renegando de su suerte y de aquel maldito encuentro, dirigióse precipitadamente, por la calle del Arenal, á la Puerta del Sol; entró en un botica y compró lo recetado por el médico; después, en un «Cuatro Caminos, por Fuencarral», fué á su casa.

Aquella noche, Jacinto obligó á su esposa á que se acostara, y él quedó velando á Luisín, para suministrarle la cucharada recetada, cada dos horas, combinada con la leche y los caldos.

A la luz de un mal quinqué, pues en la casa no había luz eléctrica, que entonces costaba un ojo de la cara, porque las Compañías no se habían decidido á darla perdiendo dinero, Jacinto preparó las cuartillas y se dispuso á escribir su primer artículo cómico.

La ocasión era la más propicia: la quietud de la noche, el silencio, sólo interrumpido por el débil toser de alguno de los niños; la triste y amarillenta luz del quinqué, todo, en fin, era adecuado para poner el ánimo de Jacinto en condiciones; y así debió ser, sin duda, por cuanto la pluma del pobre oficinista rasgueaba febrilmente, sin detenerse ni un instante, sobre el papel.

Cuando por la mañana tempranito se levantó Claudia, lo encontró dormido, de bruces, sobre las cuartillas; después de dar la última cucharada al niño, el sueño y el cansancio habían rendido al infeliz.

Claudia, rodeando amorosamente con sus brazos el cuello de su marido, le dió un apasionado beso, que le hizo despertar sobresaltado.

– Acuéstate un poco; hasta la hora de la oficina puedes dormir tres horas – dijo Claudia con ternura.

– ¿Por qué no mandas recado de que no puedes ir?

– No, no; para qué faltar; esta tarde dormiré otro poco… ¡Ah! pero no creas que le ha faltado nada al pequeñín á sus horas…

– Ya lo sé – respondió Claudia, sonriendo tristemente.

– ¿No has dormido?

Claudia respondió con un signo negativo de cabeza, y se fué hacia la cocina para preparar el desayuno á Jacinto y á los niños; ella, sin que Jacinto lo supiera, hacía ya tiempo que no lo tomaba, para poder así aumentar las raciones de los demás.

Al levantarse Jacinto, quedaron á la vista las cuartillas; el artículo estaba terminado; sobre el satinado del papel veíanse pequeños circulitos opacos…


IV

A los quince días fué publicado el artículo que Jacinto escribiera en su primera noche de escritor cómico.

Cuando Martínez terminó de leerlo, en alta voz para que todos los compañeros, incluso el Jefe, lo oyeran, el autor recibió una ovación en toda regla.

El Jefe, arrellanado en un sillón, movía convulsivamente su enorme vientre á impulso de la risa.

– Eso, hombre, eso… – decía, entrecortadamente, mirando á Jacinto. – Éste, á su vez, con una gran tristeza reflejada en el semblante, miraba á todos y estaba como asustado ante aquella explosión de risa que había causado su artículo.

– ¿Quién te ha cambiado chico? – dijo Pepe.

– Si me lo dicen, no lo creo – agregó Gutiérrez.

– Hay que ver qué gracia tiene eso del encuentro con el compañero al ir á empeñar la alhaja – refunfuña el Jefe entre grandes carcajadas.

– Y que eso es verdad, ¿eh? Eso le sucede á cualquiera.

– ¿Y lo de los chicos disputándole la cordilla al gato?

Jacinto sentía ganas de pegar, de morder á todos aquellos que se reían de sus desdichas, bien que no supieran que eran suyas; sentía una gran angustia que le ahogaba y ganas de llorar… de llorar mucho… Nunca hubiera creído que en la desgracia se pudiera aprender el difícil arte de hacer reir á los demás. Él, que nunca había podido escribir nada cómico en sus tiempos de relativa felicidad, lo había escrito cuando la amargura más grande laceraba su corazón.

Cuando salió de la oficina, le parecía que no llegaba nunca á su casa; le tardaba el momento de verse en ella, de verse entre los suyos, entre aquellos nenes queridos y aquella dulce compañera, que no se reía de sus tristezas, sino que las compartía.


V

Pasaron días. Luisito no mejoraba gran cosa. Las cuarenta pesetas que dieron por la pulsera se acabaron; se acabaron las cincuenta que mandaron los padres de Jacinto, junto con una cariñosa carta, en la que decían que, en cuanto el chico estuviera en condiciones, lo enviasen al pueblo; acabáronse, en fin, tantas cosas, que no parecía sino que había sonado la hora del Juicio final para aquella casa.

Jacinto sentía que le faltaba el valor para soportar aquello. Pensó escribir algún otro artículo; pero esto era tan lento y producía tan poco, que no podía resolver nada por el momento.

A tal punto llegó aquel estado, que un día ya no tuvo más remedio que aceptar por bueno el único camino que se abría ante sus ojos: empeñó la paga; total… nada: firmar mil pesetas por cuatrocientas, é intereses módicos, eso sí.

Aquella operación, al pronto, dió un respiro en la casa: se atendió con mayor holgura á Luisín, y se compraron algunas cosas indispensables.

Sin embargo, poco duró este compás de espera; y como enfermedad que remite para volver luego con más ímpetu, así volvieron los ahogos, con nuevas fuerzas y nuevos bríos, á la casa, pues, á las escaseces ya habituales en ella, hubo que añadir la que originaba el tener que pagar aquellos módicos intereses, que restaban la quinta parte de la paga.

Jacinto llegó á dudar de lo divino y á sentir desprecio por lo humano; su corazón, en el que la desgracia clavaba sus garras despiadadamente, empezaba á manar sangre.

Por primera vez pensó que no debía haberse casado; que debía haber hecho lo que tantos otros que, despreciando los juicios de una sociedad que le da á un hombre veintidós duros y medio para que constituya un hogar, buscan por otros caminos, que ella llama inmorales, la satisfacción de justos anhelos.

Jacinto, que no fumaba para no gastar; Jacinto, que jamás se permitía la inocente distracción de ir una noche al café á pasar un rato con los amigos, porque comprendía que aquellos dos reales hacían falta en su casa; Jacinto, que considerábase feliz con el amor de los suyos, sintió ganas de reir ante aquella avalancha que se le venía encima, ante la visión de aquella inhumana sociedad, creadora de muchos males y de pocos bienes, que caía sobre él aplastándole despiadadamente.

El Destino, considerando que Jacinto estaba ya bastante entrenado en el sufrimiento, apretó bruscamente el tornillo: Luisín empeoró tan rápida é inesperadamente, que el médico llegó á temer un desenlace funesto, si no se le sacaba de Madrid lo antes posible.

Jacinto sintió agotarse sus energías y desvanecerse los restos de su entereza. El agua le llegaba al cuello y experimentó verdadero terror al pensar que la salvación se hacía imposible. La situación era de verdadero apuro: su paga, empeñada; la casa, dos meses sin pagar; la tienda, no muy al corriente… y una falta absoluta de recursos, y, lo que era peor, de medios para arbitrarlos. ¡Aquello era horrible!

La pobre Claudia, imagen viviente y resignada del dolor, sufría en silencio, para no aumentar la pesadumbre de su esposo, y buscaba los rincones para desahogar su angustiado corazón, llorando sin que la vieran.

Los hermanitos de Luisín, amedrentados por el triste ambiente que reinaba en la casa, iban y venían por ella como almas en pena, sin atreverse á jugar, y si acaso lo hacían, en su adorable inocencia, metíanse en el último rincón de la casa para que no les riñeran.

¡Era preciso sacar á Luisito de Madrid! Y ¿cómo hacer esto? ¿Cómo realizar aquel milagro indispensable? No obstante, era preciso, absolutamente preciso el realizarlo.

Jacinto envejeció en un día, un año. No tenía amigos á quienes pedir una cantidad como la que se precisaba; el prestamista se negó rotundamente á ampliar el préstamo, porque la parte legal descontable no daba margen para ello. ¿A quién recurrir? ¿A los padres? Pero ¿no era un crimen, un verdadero crimen, pedir á los pobres viejos lo que no tenían para ellos mismos? Y, sin embargo, ¿qué otro remedio quedaba?

Jacinto, loco de dolor, desesperado… cogió la pluma y escribió; escribió una carta que era el llamamiento supremo de un sentenciado á muerte, de un agonizante.

Seis días horribles transcurrieron hasta que se recibió la contestación ¡Al fin llegó! Los padres de Jacinto respondían – ¡qué padre no responderá! – al supremo llamamiento de su hijo con un supremo sacrificio: la respuesta era un pliego de valores; el pliego contenía el importe de una tierrecita, mal vendida, por la precipitación, y una carta llena de trazos toscos y temblorosos, faltos de ortografía, pero llenos de amor y de ternura.

«Veniros con el chico inmediatamente», decía la carta en uno de sus más torcidos renglones, que á Jacinto y á Claudia les pareció ser escalera que conducía á la gloria.

Jacinto sintió oprimírsele el corazón al leer aquella carta que rebosaba amor; Claudia murmuró palabras que nadie oyó, á no ser Dios, por ir á él dirigidas, y lloró, lloró mucho arrodillada ante la cuna de su hijo.

Al día siguiente, Claudia y sus tres hijos salieron para el pueblo de los abuelos. Jacinto quedó solo y con muy limitados recursos; pero esto era lo de menos, lo principal era que el chiquitín se salvara.

Llegó la primera carta de Claudia. Para comprender la ansiedad con que Jacinto leyó aquella carta, es preciso haber tenido un bebé en trance de muerte; yo, por lo menos, renuncio á describirla.

Las noticias no eran malas: el nene, al parecer, con el cambio de aires, se había reanimado algo; el médico del pueblo no desesperaba de salvarle.

Después de estas noticias, ¿qué podía importarle á Jacinto el pasarse la mitad de los días sin comer para ir estirando los recursos que le habían quedado? ¡Nada! Aquel día fué para él un verdadero día de fiesta, y el principal festejo, la contestación á la carta de Claudia. Qué de palabras cariñosas para todos; qué de besos para los chicos; ¡qué párrafo para que lo leyera Luisín… que no sabía leer!; qué de consejos á Claudia para que no se dejara dominar por las pesadumbres; qué de conceptos para convencerla de que no se preocupara por él, que nada le faltaba, si no era ellos.

La alegría que Jacinto experimentó con la lectura de aquella carta, y el descubierto en que se hallaba con su estómago, incitáronle á darse aquella noche un banquete; así, pues, á cosa de las ocho, metióse en el café de Levante, donde es fama que los dan grandes, y pidió un beefteack con patatas. Jacinto, que hacía ya mucho tiempo que no se veía con una cosa semejante ante sus ojos, devoró, más bien que comió, aquella vianda; que no hay nada que excite tanto el apetito como la alegría.

Aquella noche se metió en la cama, dispuesto á dormir á pierna suelta; no quería pensar, no quería sufrir, era preciso dar descanso al espíritu, dando de mano á las preocupaciones, aun cuando no fuera más que por unas horas.

Claudia siguió dando noticias diariamente del niño; noticias que, si no avanzaban en el sentido optimista, tampoco retrocedían al atroz pesimismo de los últimos días de permanencia en Madrid. Jacinto contestaba cada dos ó tres días… por mor de la franquicia.

La esperanza llegó á germinar en el corazón del oficinista; mas, cuando ésta echaba raíces más hondas, una bomba vino á estallar sobre el cerebro del pobre Jacinto, haciendo saltar los sesos, destrozando el corazón y desgarrando las carnes: la carta de aquel día, de Claudia, era una verdadera bomba.

«Luisito se muere, Jacinto mío, el nene se nos va á todo escape» – decía Claudia demostrando su dolor en lo tembloroso de su escritura. – «El nene se nos va…» – decían aquellos renglones, que parecían sollozar. Jacinto necesitó leerlos veinte veces para convencerse de que lo escrito por Claudia quería decir eso… «El nene se muere… el nene se nos va».

Esta carta, recibida por Jacinto en la oficina, causó en todos los compañeros honda impresión.

– Váyase usted hoy mismo – dijo el Jefe – , y no se preocupe de la vuelta; tómese los días que necesite.

El permiso ya estaba; pero ¿y el dinero para el viaje? Jacinto, como una exhalación, dirigióse en busca del habilitado; éste, enterado de lo que le ocurría á Jacinto, se apresuró á facilitarle lo que pedía: diez duros. El compañerismo es uno de los pocos instrumentos que, en el humano concierto, suele dar notas dulces y afinadas.

Cuando el angustiado Jacinto llegó al pueblo, era tarde: «el nene se había ido ya». El pobrecito había volado al cielo sin poder ver á «papa», por el que había clamado incesantemente en sus últimos momentos; su cuerpecito inmóvil, rígido, pálido como la cera, estaba allí, encerrado en la cajita blanca, esperando los últimos besos de papa; su almita, que había salido de este mundo sin odios ni rencores, moraba ya en las regiones donde los unos se aman á los otros…


VI

El tren corría con una velocidad espantosa; á lo menos, así lo creía Jacinto, en su deseo de no llegar nunca á Madrid. El matrimonio, con los dos niños, ocupaba un modesto departamento de tercera, el cual le ofrecía la única comodidad que podía ofrecer un cajón de madera: iban solos. Merced á esta dichosa casualidad, se habían podido instalar desahogadamente. Los dos chiquitines, echados en opuesto sentido, ocupaban uno de los bancos, que el amor maternal había procurado mullirles con algunas ropas; pero no eran ellos mozos que repararan en ciertas pequeñeces y dormían á pierna suelta, cubiertos ambos con una misma manta.

Claudia, en uno de los extremos del banco opuesto, reclinaba la cabeza en la pared del coche, cuya dureza soportaba, merced á le blandura que le proporcionaba su espléndida cabellera. Jacinto, en el otro extremo, daba vueltas y más vueltas en su magín al pavoroso problema que ya llevaba planteado á Madrid.

Dentro de cinco días cobraría su paga; pero ella vendría á sus manos mermada con el quinto del prestamista y los diez duros adelantados graciosamente por el habilitado. Con el resto, si es que resto podía llamarse á lo que quedaba, había que atender á un sinfín de necesidades. ¿Qué diría el casero, viendo que transcurría un mes más sin pagarle? Jacinto sudaba copiosamente al pensar en este capítulo…

¿Para qué se empeñaron sus padres en que estudiara, en que fuera señorito? ¿Por qué no le dejaron en el pueblo, entregado á las faenas del campo, como su padre? ¿Qué adelantaba él con saber, si ello no le servía más que para sufrir?

Llegaron á Madrid, llegaron á la silenciosa morada; corrieron los chicos en busca de sus juguetes, de sus cajas, de sus gorros de papel, de sus palitroques con cuerdas que hacían las veces de látigos, y sus alegres vocecillas ahuyentaron las sombras, el silencio que reinaba en ella. Ya no se les reñía porque jugaran; al contrario, los padres deseaban sus gritos, sus voces, sus carreras por el pasillo, sus lloriqueos, porque así les parecía más risueña la vida.

Descansaron aquel día sin contratiempo alguno; pero al siguiente, no bien se hubo levantado Jacinto para ir á la oficina, la portera cayó sobre ellos como maza de plomo que les machacara los cráneos.

El administrador había estado, dejándole encargado que, cuando regresaran, les advirtiera que de no pagar, por lo menos, un mes de los atrasados, se procedería al desahucio.

Jacinto sintió que el cielo se les desplomaba encima y le aplastaba.

La portera, una buena mujer que quería mucho á Claudia y á los niños, viendo á Jacinto tan apurado, se permitió darle un consejo.

– El señorito – dijo – debe ir á ver al propietario y hablar con él; tiene mejor corazón que el administrador, y quizá consiga un mes de plazo.

Jacinto asió el consejo como tabla salvadora, y fuése á la oficina, resuelto á ponerlo en práctica al salir de ella.

El recibimiento que le hicieron en la oficina fué por todo extremo cariñoso.

Pepe dijo que el chico ya no tenía remedio y que, por lo tanto, había que conformarse: á mal tiempo, buena cara.

Las horas transcurrieron para Jacinto lenta y penosamente, oyendo aquellas frases de ritual. ¿Quién les diría á sus compañeros que él, Jacinto, tenía que cometer la felonía de olvidar al chiquitín para pensar en el enojoso asunto que tenía que ventilar al salir de allí?

Llegó, por fin, el momento de abandonar aquel lóbrego Negociado, y Jacinto, á todo escape, sintiendo que el estómago se le subía á la garganta, como el día que fué á empeñar la pulsera, se encaminó á casa del propietario.

Una doncellita de ojos alegres y vivarachos le introdujo en el despacho, diciéndole que esperara… ¡Terrible espera!

Unos segundos después, un caballero anciano, de rostro sonriente, penetró en la habitación.

A las primeras palabras de Jacinto diciendo quién era, el rostro del caballero se estiró cuarta y media, adquiriendo una seriedad pavorosa.

«Él no podía hacer nada en el asunto; su administrador era el encargado de todo lo concerniente á las casas. Comprendía la crítica situación en que se hallaba Jacinto; pero eran tantos los que se hallaban en igualdad de circunstancias… que, sintiéndolo mucho, no podía demorar ni un solo día el desahucio… ¡Eran dos meses ya! ¡Por aquel camino iría derechito á la ruina, á verse en el mismo estado en que se hallaba Jacinto, y eso…!»

Inútiles fueron los ruegos y las súplicas del pobre oficinista, que ya veía á su mujer y á sus hijos en la calle…

Lentamente, limpiándose el sudor que brotaba copiosamente de su frente, bajó Jacinto las escaleras. En la puerta de la calle, detúvose unos momentos; miró para arriba, para abajo, á las casas de enfrente, como si se hallara en una ciudad desconocida, y, por fin, tomó calle arriba con paso reposado, cual hombre feliz que pasea sus ocios.

La espantosa crisis nerviosa que interiormente sacudía al infeliz duró algunos instantes; después, su organismo, falto ya de energías, sufrió un aplanamiento enorme; los nervios, que llegaron al máximum de tensión, amenazando romperse, aflojaron poco á poco, dejando que se apoderara del cuerpo un enervamiento, una laxitud semejante al crepúsculo del sueño.

Jacinto, al llegar al final de la calle, se volvió á mirar la casa de donde había salido, como si quisiera fotografiarla en su memoria; después reanudó su marcha, hablando consigo mismo.

« – En verdad que hace falta cinismo – decíase – para venir á pedirle á este pobre hombre que me esperara un mes… ¡Pobrecillo! Pedirle á un infeliz que no tiene más que ocho casas una cosa así… es una infamia. Comprendo que al que no tiene más que una, se le pida que espere, porque no va á dar la casualidad que los cuatro inquilinos que tenga se vean en tan triste situación; pero no á un hombre que tiene ocho casas y ochenta inquilinos… ¡Si á todos les da por no pagar… lo que él dice: la ruina! ¡Pobre!» – Suspendió Jacinto un momento su humorístico monólogo, para que no le oyeran unos que junto á él pasaron, y después lo reanudó así:

« – ¡Ah, Luisito, hijo mío: en verdad te digo que ahora pienso que has hecho bien en morirte! ¡Qué desgracia tan grande para ti, si hubieras llegado á ser hombre… y á tener ocho casas…! ¡Y qué desgracia tan horrible que hubieras tenido inquilinos como tu padre, que no puede pagar…! ¡Me estremezco de horror al pensar que hubieras llegado á tener ocho casas… porque tu corazón hubiera tenido que llegar á endurecerse como una piedra! El Señor te ha demostrado su particular afecto no dejándote llegar á ser hombre, y llevándote consigo. Intercede, hijo mío, con Él, por tus hermanitos y por tu pobre madre, porque yo… ¡yo no sé ya lo que podré hacer por ellos!»

Cuando Jacinto entró en su casa y Claudia supo lo ocurrido, hubo de exclamar, con angustiado acento:

– Dios mío… ¡qué poca caridad!

– ¿Poca? – replicó Jacinto. – Poca, no: mucha, pero mal entendida.

– ¡Qué haremos, Jacinto, qué haremos!

– Nada, hija mía, nada; no apurarse, sobre todo; á mal tiempo buena cara, como dice mi compañero Pepe.

Claudia movió la cabeza en son de duda y fuése hacia la alcoba.

Jacinto, recorriendo el pasillo de una punta á otra hablaba en alta voz, gesticulando á la vez, como si discutiera con alguien.

« – Esto no es posible tomarlo en serio; no es posible dejarse llevar de la desesperación… porque no es posible… ¡no es posible! Esto que me pasa, á fuerza de ser terrible, es cómico, sí señor, esto es cómico.»

De pronto, dándose una sonora palmada en la coronilla, exclamó:

« – Ya me había yo olvidado de los sabios consejos de mis compañeros – : «escribe artículos cómicos». Ya no me acordaba de la buena acogida que tuvo el primero. Esta misma noche escribo el segundo… ¡Y que no estoy yo en punto de caramelo para escribir artículos cómicos!»

Y siguió paseando mientras hilvanaba su segundo artículo cómico.

Claudia, entretanto, arrodillada junto al lecho, con las manos cruzadas, imploraba á una imagen de Jesús, colocada á la cabecera.

El Señor parecía contemplarla dulcemente y escuchar sus quejas.

«Caridad… caridad – parecían decirla sus amorosos ojos – ; harto sé yo, pobre mujer, que el amor y la caridad que prediqué, no se practica por mis más fieles devotos.

Amaos los unos á los otros– dije – , y no parece sino que todos ponen especial empeño en destruirse. Les di una Ley para que se gobernaran, y ellos, creyéndola insuficiente, no dejan de promulgarlas á cientos, sin que logren otra cosa que entorpecer la existencia. Puse en la tierra todo lo necesario y lo superfluo para que el hombre viviera, obteniéndolo con su trabajo, y he aquí que medio género humano perece por falta de lo más indispensable. Cuán grande es mi dolor al ver cómo deshonra mi obra el ser más noble que yo creé. Muchos son los que me aman, muchos los que me adoran y reverencian; mas pocos serán los que, cuando la trompeta llame á Juicio, puedan presentarse sin temor ante el Supremo Juez.»

Cuando Jacinto entró en la alcoba donde se hallaba Claudia, ésta lloraba con gran congoja. Jacinto se apresuró á levantarla del suelo y á prodigarla palabras llenas de dulces consuelos.

– Todo se arreglará, Claudia; ten confianza en que todo se arreglará – decía el valeroso oficinista.

Aquella noche, como en otra de antaño, Jacinto escribió su segundo artículo cómico, que, en realidad, fué su primer artículo humorístico; un artículo humorístico de primer orden; al menos, así lo juzgó el público, dispensándole una acogida entusiasta.

Perseveró el humorista con nuevos artículos, que fueron igualmente bien acogidos. Siguió riendo, fustigando á muchos de los primeros actores de la humana comedia, cuyos elevados puestos habían alcanzado sin que se supiera qué escala moral ó material les había servido para lograrlo, y elogiando la labor y las grandes cualidades de muchos modestos racionistas y partiquinos. La sociedad que, como algunas hembras, más ama á quien más la pega, llegó á convertir á Jacinto en su escritor favorito.

La suerte, queriendo sin duda reirse de Jacinto y demostrarle que nadie más humorista que ella, hizo que sus artículos fueran solicitados y casi… casi, bien pagados. El oficinista pudo llevar un relativo bienestar á su casa. ¡Cuántas veces pensó el pobre humorista que aquella holgura no había llegado á tiempo de salvar al pobre Luisín! Pero… ¿no sería el nene el que le mandaba aquel dinero que entonces ganaba, para que sus hermanitos se libraran de perecer de hambre como había perecido él?

¡Pobre Luisín! Lo que no pudo mandarle nunca á su padre fué el vomitivo que le hiciera arrojar del corazón la materia que lo había asqueado para siempre…




Lo que le faltaba al tío



I

Un buen trecho llevaban andado por la mal llamada carretera tío y sobrina, sin que se les oyera el metal de la voz, cuando ella, preciosa morena de diez y ocho años, colgándose con ambas manos de uno de los brazos del tío, dijo así, con tono zalamero:

– Oye, tío…

– ¿Qué quieres, sobrina?

– Quisiera hablarte de una cosa…

– ¡Pues habla! ¿Quién te lo impide?

– Es que… verás… es una cosa un poco seria… ¿Por qué pones esa cara de risa?.. ¿Es que yo no te puedo hablar de cosas serias?

– Sí, chiquilla… ¿por qué no? Tus diez y ocho años no son muy á propósito que digamos para tener cosas serias de que tratar; pero valga, en cambio, que, á pesar de ser tan joven, eres muchacha de talento, y, por lo tanto… ¡quién sabe las cosas serias que se te pueden ocurrir en tus pocos años!

Y al mismo tiempo que así hablaba, Don Sebastián, que éste era el nombre del tío, miraba amorosamente á su sobrina, acariciándola las manos suavemente.

– Gracias, tío, por tus alabanzas.

– No hay de qué, Clotilde. En el corazón, sales á tu difunto padre, mi pobre hermano, que en gloria esté.

– Vamos, ¿quieres dejarte ya de floreos?

– Carácter alegre, sano juicio, gran bondad de corazón, tacto exquisito para tratar á las gentes…

– ¿Me vas á dejar hablar? ¿sí ó no?

– Habla todo lo que quieras; ya sabes que yo no hago más que todo lo que tú quieres.

– Todo lo que yo quiero, no; no seas embustero, tío. Si tú hicieras lo que yo quiero, no estarías siempre tan tristón; la tía y tú no estaríais siempre como estáis, en perpetuo desacuerdo; no pensaría el uno negro cuando el otro piensa blanco. ¿Qué mayor felicidad que estar en buena armonía y pensar del mismo modo que la persona con quien hemos de vivir siempre?

– ¡Tienes razón, hija mía! ¿Qué mayor felicidad que la de ver pensar y sentir igual que nosotros á la persona que ha de vivir á nuestro lado toda la vida?

No pasó inadvertido para Clotilde el cambio de lugar de las personas en el mismo pensamiento; pero nada dijo.

Callaron un momento ambos interlocutores. El afable semblante de D. Sebastián, cuyo pelo y bigote entrecanos dejaban sospechar que su edad podría ser como de unos cuarenta años, pareció ensombrecerse ligeramente. Clotilde mirábale disimuladamente y pudo observar aquel pequeño cambio en el semblante de su tío.

La carretera, que en aquel lugar era casi calle, por tener bastantes edificaciones en ambos lados, hallábase en aquel momento bastante animada. Un tranvía eléctrico circulaba por el lado derecho, llenando de polvo á los peatones y poniendo en comunicación á Madrid con aquella barriada que, como todas las de la capital, era fea, sucia y polvorienta. En los solares donde aun no se habían edificado hotelitos, había campos de trigo y de cebada, segados ya y que ostentaban el amarillento rastrojo.

– Tú no eres feliz, tío; algo te falta para serlo, que yo no sé lo que es – dijo Clotilde adelantando un poco la cara para mirar á D. Sebastián.

– ¿Por qué no he de serlo, chiquilla? Tenemos salud, tenemos un mediano pasar; tu tía… es buena…

– Sí; pero tú siempre estás pensativo, siempre con tus libros, con tu jardín…; casi nunca hablas, como no se te hable…

– Qué quieres: cada cual tiene su modo de ser… Pero no se trata ahora de mí. Volvamos al punto de partida de nuestra conversación; arranquemos del momento mismo en que decías que tenías que hablarme de…

– De una cosa muy seria – añadió Clotilde dando prueba de su tacto al no insistir sobre una conversación que bien se veía que no era del agrado de D. Sebastián.

– Pues mira, niña; si tan serio es lo que que tienes que decirme – respondió el tío recobrando su tono jovial – , espera que lleguemos al recodito aquel de la carretera y nos sentaremos para no caerme del susto.

Rieron tío y sobrina, no sin que ésta protestara del tono zumbón empleado por él, y llegado que hubieron al sitio indicado, tomaron asiento en el borde de la cuneta.

Quitóse el tío su sombrero de paja, y pasó el pañuelo por su frente para limpiar el sudor que la empañaba. El mes de Julio tocaba á su fin. La tarde declinaba; el sol había traspuesto el horizonte, dejando ver solamente su rojo resplandor; una ligerísima brisa arrancaba á las flores de los diminutos jardines sus preciados perfumes.

Don Sebastián esperó á que pasara un automóvil con su ruido trepidante, y después exclamó:

– Venga de ahí. Vamos, ¿á qué aguardas?

– Es que… – replicó Clotilde poniéndose algo colorada.

– Sea lo que sea, habla.

– Pero ¿me prometes tomarlo en serio? – Y como viera que su tío la miraba con cierta sorpresa, añadió vivamente: – No; si ya sé que tú me quieres mucho, tiíto; que todo lo que yo digo y hago, aunque sea lo peor del mundo, para ti es lo mejor; pero…

– Vamos, chiquita, díme lo que sea, ó vas á ponerme en cuidado – dijo D. Sebastián tomando entre sus manos una de Clotilde y revelando en su semblante alguna inquietud. – ¿Qué cosa tan seria es esa que tienes que decirme?

– ¡Que tengo novio¡ – exclamó Clotilde bajando la vista y poniéndose roja como una amapola.

Don Sebastián, abriendo desmesuradamente los ojos, soltó una sonora carcajada.

– ¿Ves como te ríes? – dijo Clotilde con infantil enfado.

– ¿Y qué quieres que haga, si lo que tú llamas una cosa muy seria es la cosa más divertida del mundo… y la más lógica?

– ¡Es que no he concluído todavía!

– ¡Que no has concluído! – dijo D. Sebastián suspendiendo la risa.

– No.

– ¿Pues qué falta?

– Lo principal: que mi novio quiere hablaros; quiere que formalicemos las relaciones… y que nos casemos muy pronto.

– ¡Mira tú… mira tú; eso ya es más serio!

– ¿Eh?.. ¿Por qué no te ríes ahora?

– Pero, ¿desde cuándo tienes tú novio?

– Pronto hará ocho meses.

– ¿Ocho meses y tu tía no se había enterado?

– No; porque yo no quería que se enterara nadie hasta saber yo misma si mi novio era digno de llegar á serlo oficialmente.

– Ahora sí que te digo que eres una chica de verdadero talento; tener novio ocho meses y no saberlo tu tía… ¡porque me lo dices tú lo creo! Bueno, ¿y por qué no se lo dices á ella todo eso?

– Por nada… Es que como tiene ese modo de ser y esos prontos así, tan… pues he preferido decírtelo á ti.

– Eso; y que si hay voces… me las gane yo… ¿verdad?

– No, no; no es por eso; es que… ¡vamos!, yo no sé cómo decirte, tío; es que contigo tengo más confianza… ¡Como tú eres tan bueno para mí!

Sonrió cariñosamente D. Sebastián al oir á su sobrina, á la que adoraba como un padre.

– Y después de todo, ¿por qué ha de haber voces? ¿No es lo más natural que tú te cases, como se casan todas las muchachas que valen lo que tú y menos también?

– Cállate, tío, cállate, que yo no valgo nada.

– Bien, bien. Pero ahora, cuéntame, dame detalles, díme quién es él, qué hace él, de dónde viene tu conocimiento con él…

– Te lo voy á contar todo.

– Si te parece, emprenderemos el regreso; ya es casi de noche, y por el camino me lo puedes ir contando, ¿eh?

– Sí, sí; no sea que la tía se enfade porque tardamos.

Y en animado coloquio, tío y sobrina emprendieron el regreso hacia la casa, no muy distante del lugar en que se hallaban.

Clotilde había conocido á Felipe, que este era el nombre del novio, una tarde que fueron al teatro. Él la siguió hasta casa; al día siguiente volvió y la tiró una carta, cuando la vió en el jardín; ella le contestó poniendo reparos; él volvió á insistir, no dejando de ir una sola tarde; ante tal constancia, ella aceptó, en principio, las relaciones. No la pesaba haberlo hecho. Felipe no había faltado ni una sola vez, á pesar de la distancia y de lo molesto del camino; condición mucho más de apreciar por cuanto Felipe, que era comisionista, no paraba de andar en todo el día, y terminaba, como se suele decir, reventado. El muchacho era una joya: trabajador hasta un extremo verdaderamente exagerado, si es que en esto cabe exageración; de un carácter apacible y bondadoso, no se enfadaba más que cuando otro comisionista llegaba antes que él á un comercio y le quitaba alguna nota; esto sí, esto le sacaba de quicio completamente. Tenía un amor por su profesión que rayaba en locura. Cuando llegaba, al atardecer, á ver á Clotilde por la verja del jardín, no sabía hablar más que de las operaciones que había hecho en el día y de las que pensaba hacer en el siguiente. Donde había una peseta que ganar, allí caía Felipe como una bomba; y mal tenían que ponerse las cosas para que aquella peseta no pasara á su bolsillo. En fin, Felipe era un muchacho que podía hacer feliz á cualquier mujer.

De tal modo elogió Clotilde á su novio, que D. Sebastián hubo de exclamar:

– De modo ¿que tú crees que Felipe tiene todas las condiciones necesarias para hacerte feliz?





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    21.08.2023
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    11.08.2023
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