Книга - Juvenilla; Prosa ligera

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Juvenilla; Prosa ligera
Miguel Cané




Miguel Cané

Juvenilla; Prosa ligera





PRÓLOGO



I

Nos separan algunos lustros de la época en que Miguel Cané actuaba; poco tiempo, sin duda, en la evolución moral de un país, aunque el nuestro, por causas complejas, realiza la propia a saltos. En fantástica carrera los hechos se suceden, cambiando nuestra fisonomía colectiva a cada instante. Aquel lapso de tiempo equivale en la vida europea al correr de muchos años, quizá varias décadas. Entre nosotros la duración de una existencia humana representa una época. Así, al hablar de Cané, casi tenemos que referirnos a un momento completamente diverso del actual.

Ocurrió su nacimiento en 1851, en vísperas de la organización nacional. Contemporáneo de Sarmiento, Vicente F. López y Alberdi, perteneció a la generación de Pellegrini, Lucio V. López, del Valle y Avellaneda. Todos se han ido y con ellos sus modalidades, sus virtudes, sus vicios y sus costumbres. Hubo entonces más personalidades descollantes, ya porque el término medio fuera más bajo o porque existe actualmente un nivel superior de cultura general efectuado a expensas de la individualidad sobresaliente. De todas maneras, pudo en aquel tiempo existir, y existió, una élite en cierto modo reducida, directora absoluta en todos los órdenes de la actividad: política, artística y social, inconcebible en estos tiempos de actividades antagónicas y en que la mayor población, o mejor, la necesidad de dividir el trabajo social, ha originado esferas de acción diversas, sin más punto de contacto que el del choque.

Aquel grupo director, a que perteneció Cané por méritos propios, constituyó en política el gobierno y la oposición simultáneamente, por no decir que fué siempre y únicamente lo primero, no existiendo la segunda; pues si bien actuó en estos dos aspectos de la vida pública, lo hizo sin que existieran más divergencias entre sus componentes que las nacidas de la simpatía personal o de los rumbos circunstanciales tomados por cualquiera de ellos. Chocaron hombres, no ideas. Los negocios públicos se manejaron así, en acuerdo íntimo, aunque en el detalle, o en la forma, se pudiera diferir. De tal modo, más que una causa de discordia, la política fué para ellos un nuevo lazo de unión, que hizo más fuerte y eficaz su influencia, hasta por el hecho mismo de dar la cómoda apariencia de un rodaje político completo, sin sus notorios inconvenientes. En arte fué el grupo avanzado que gustaba de la música, del teatro y de las letras modernas, mientras la generalidad se emocionaba todavía con la lírica ingenua y las trovas románticas; y llegado el caso, en noble complot, provocaba por medio de vigorosos artículos o en propagandas de club y casas de familia, una corriente simpática para salvar del desamparo a Rossi, el estupendo intérprete de Shakespeare, que se debatía en el Politeama entre la olímpica frialdad de las butacas vacías.

En el aspecto social de la vida, tuvieron el doble prestigio de su nacimiento y de su talento. La estrecha comunidad de afectos y de ideales, favoreciendo la tertulia amable de la fiesta de familia y del club, ocasión para el trato continuo y obligadamente chispeante, hizo de ellos esos "causeurs" inimitables, persuasivos sin aparentarlo y entretenidos hasta sin quererlo; supieron usar de ese don con eficacia, y de ellos salió el conjunto de oradores que ha tenido la República.

Esa fué la influencia de la "élite" en los tres órdenes de la actividad de ese tiempo. En retribución, el medio los hizo así: Hombres de mundo, decidores, caballerescos y delicados hasta en el insulto al adversario; escritores de afición, entretenidos y sueltos, casi ninguno dedicado totalmente a la literatura, como a nada; políticos de alma – cargando el prejuicio de que sólo el puesto público exalta la personalidad y aleja la perspectiva del fracaso – francos, cariñosos y nobles; conjunto de cualidades y defectos que puede resumirse en una sola palabra: el porteño, prototipo de nuestra psicología social. A su acervo habría que agregar, redondeando el retrato, ese convencimiento íntimo, tan suyo, de superioridad respecto del provinciano, cuya silueta, de contornos inesperados por la traición alevosa del sastre del terruño, en impensada conjura con una capilosidad que tenía reminiscencias de bosque, – al que no le faltaban ni los trinos zorzaleños, – ocultaba todo ese caudal de voluntad, honda instrucción y solidez de pensamiento, – intransparentable por la reserva de su temperamento, – para ofrecerse sin defensa exterior de ninguna clase al comentario risueño e incisivo. Me viene el recuerdo de una de sus páginas tan felices de Juvenilia, en la que su autor nos refiere uno de los muchos incidentes a que daba lugar este antagonismo de los dos caracteres:

"Habíamos pillado un trozo de diálogo entre dos de ellos (dos provincianos) – cuenta Cané – uno que decía, con una palangana en la mano: ¡Agora no más la vo a derramar! y el otro que contestaba en voz de tiple: ¡No la derramís! Lo convertimos en estribillo que les ponía fuera de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde de la aldea de Don Quijote". La viveza y el indiscutible brillo del porteño, hízole aprovechar de esa ventaja de su temperamento – que era la única – y le asignó injustamente un valor que no tenía…

Si se quisiera una muestra de lo que decíamos al comenzar, ninguna sería mejor, posiblemente, que ésta: los pocos años transcurridos han bastado para borrar aquellas creencias, aunque una falsa exterioridad pretenda ocultarlo, en algunos casos.

El porteño tenía el complemento de su personalidad en la calle Florida. Los coches en interminable hilera desfilaban, a la caída de la tarde, de regreso de Palermo, con todo lo elegante que en nuestra sociedad contaba, entre la doble fila de muchachos. El saludo amplio y largo, en el que el sombrero parecía añorar el penacho caballeresco, señalaba el encuentro de la gente conocida, que era toda.

Luego los famosos bailes del Club del Progreso…

¿No parece que estuviéramos hablando de otro país? Tan diferente fué esa época de la actual, que de ella sólo queda el recuerdo, formado, para nosotros, de las conversaciones de aquellos que fueron actores, cuando en días de invierno propicios al calor del fuego, o en noches de serenidad estival, bajo el amplio techo de estrellas y de una melancolía que era un repique lejano, gustaban relatar a media voz sus tiempos de juventud, con esa elocuencia tan evocadora, aun para los que nada habíamos visto y que sólo hemos sentido en ellos…

Miguel Cané fué todo eso. Tuvo, asimismo, otras condiciones de que carecieran la mayoría de sus contemporáneos, o que en ellos estuvieron mitigadas por sus temperamentos.

Señaló en el diapasón general una tendencia que resulta grata para las almas afines: el afán de la cultura intelectual superior, artística. La fundación de la Facultad de Filosofía y Letras fué una de sus aspiraciones, y fué creada, en mucha parte, por los trabajos que él hiciera en su favor. Aunque ella, más que una solución, – la Facultad de Derecho o de Medicina, pueden haber abogados y médicos; la de Filosofía y Letras no hace un filósofo ni un literato, – es índice que señala un derrotero, y a Cané debemos nuestro agradecimiento por eso. Hay otro hecho que lo señala también a una consideración especial en este mismo sentido. En un momento de la vida intelectual argentina, en que su prestigio de hombre de letras le permitió ejercer un cierto tutelaje paternal sobre los nuevos, supo ser un protector decidido e inteligente. Y saber alentar es como ser bueno: no se aprende, se nace.


II

De toda su generación y aun de las anteriores, Cané ha sido, como escritor, el tipo representativo, como lo fuera Echeverría bajo otro concepto, y lo es Lugones de nuestro momento actual.

Su tipo representativo, desde este punto de vista: de lo que pudieron dar la mayoría de nuestros hombres con vocación literaria. De lo que dieron es Echeverría, posiblemente el más talentoso de todos, imitador, en poesía y cuyas ideas, sino mal asimiladas, representaban con algún atraso el movimiento ideológico del mundo. Este ejemplo expresa claramente el juicio que nos merece la obra intelectual argentina pre-actual.

En otro tiempo, cuando el entusiasmo ciego y a priori por nuestros escritores nos hizo leerlos con asiduidad y cariño, nos aburrimos. Sucedió tal cosa, sin embargo, porque un falso criterio presidió nuestra lectura.

La labor constructiva del país encomendada a aquellos hombres, obligólos a una acción múltiple, que tuvo la eficacia del conjunto, pero que llevaba forzosamente implícita una ineficiencia cierta en cada una de las actividades parciales. Cané afirmaba que el mal de nuestra estructura era la vaguedad del ideal. Más preciso hubiera sido decir: la pluralidad de ideales. "En el principio era la Acción". Acción resultó para ellos la literatura, el arte, como la política y la guerra. Como tal debemos considerar todos los frutos de su pensamiento. Tener otro criterio para juzgarlos, sería equivocar la verdadera intención – subconsciente – que animó a nuestros hombres. No contradice todo esto lo que dijéramos al principio, de que Cané fué el tipo representativo de su generación y de las anteriores, en el sentido de que señaló una pauta respecto a lo que pudieron dar los que, como él, tuvieron vocación por las letras. Con un criterio que no es el caso de analizar minuciosamente, en bien o en mal, la mayoría de nuestros escritores pre-actuales, buscaron hacer "obras definitivas". Las circunstancias que hemos indicado hicieron que ellas resultasen trasuntos de teorías y pensamientos ajenos, no siempre bien asimilados y concretados en un amontonamiento de páginas ilegibles y tremendamente aburridas.

Los libros de Cané, en cambio, – salvo Juvenilia, que es un recuerdo, – están formados casi en su totalidad de artículos sueltos, que aparecieran en diarios y revistas sin ningún plan de compilación ulterior. Verdaderamente amenas, superficiales, escritas con fluidez y señalando siempre una tendencia superior de cultura y un ideal de arte, ellas son como el espejo normal donde se refleja lo que hubieran podido ser aquéllas, a haber tenido sus plumas, como la de Cané, la célebre divisa de las espadas florentinas: "Non ti fidar di me, se il cor ti manca".

Hemos dudado mucho antes de fijar la creencia de que Cané no hubiera podido ser más de lo que fué: un amateur de talento y gusto refinado. ¡Quién sabe si en su primera juventud no hubo pasta para un gran escritor! Hicimos esta observación después de leer un artículo de "Ensayos", su primer libro, que no conocíamos, a pesar de haber gustado ya algunos de los posteriores: En viaje, Juvenilia, Prosa Ligera, de los cuales había nacido aquel concepto.

¡Quién sabe! Se siente en ese artículo, en ese cuento, como que su mano, transmutada en garra, se aleja de esa superficie de las cosas que él tanto amara, e hiciera valer también con su prosa leve y fluida – para cuya calificación exacta tendríamos que valernos de la expresión con que Sainte Beuve define el estilo de Madame de Sevigné: "deja trotar su pluma con la brida al cuello" – para penetrar en lo hondo y sacudir con vibración de clarinada las fibras de la esperanza, de la angustia y del dolor, como las tristes cañas, habladoras y gemebundas, cuando por entre ellas sopla el huracán. Hay una sugerencia muy grande en "El Canto de la Sirena". Surge de él un espíritu que no es el que luego fuera habitual en Cané.

Pero, ¿no fué más hombre después? ¿No debió sufrir más? Y el dolor es la sombra y la fuente del genio… ¿Fracasado? Alguna vez hemos pensado, si no seremos todos, una vez entrados en la madurez, una esperanza más o menos frustrada de la juventud.

¿Cuántas veces ha hablado, después, Cané, de esos mismos sentimientos? Muchas veces y ninguna.

Entre esos renunciamientos continuos que dice Renan constituyen la vida, quizá exista ese, inconsciente, que tomaría la forma de una desgastación imperceptible de nuestra alma.

Y lo terrible es que es muy leve, con levedad que aleja la desconfianza y con ella la defensa de sí misma[1 - Es por eso que siento un horror piadoso por los chicos precoces a quienes tengo simpatía o cariño. Se me figura – y aquí hago mío un pensamiento de José María Ramos Mejía – que los retardados poseen como una capa preservadora que mantiene en una especie de fanal, sus almas delicadas.]. Entonces he comprendido aquel párrafo de la carta de Beethoven a Bettina Brentano: "Los artistas son de fuego, ellos no lloran". No deben llorar ni vivir la vida de los otros… Defenderse, defenderse siempre y de todo…

La obra literaria de Miguel Cané comprende siete volúmenes: "Ensayos", "En viaje", "Charlas literarias", "Juvenilia", la hermosísima traducción del "Enrique IV" de Shakespeare, "Notas e Impresiones" y por último "Prosa Ligera"[2 - A esto hay que agregar algunos artículos sueltos aparecidos en diversas revistas. Véase "La Biblioteca" y la "Revista de Buenos Aires", entre otras. "A la distancia", que algunos diccionarios y publicaciones consideran como otro volumen, es un folleto en el que se han reunido dos artículos que se encuentran en "Charlas literarias": Carlos Encina – recuerdos íntimos – y "Tedium Vitae".].

"Ensayos" es la obra de la juventud. Fué publicada en 1877, cuando su autor tenía 26 años. Hay artículos, sin embargo, que llevan la fecha de 1872. Nada mejor que el prólogo para dar una idea del contenido del volumen: "Decía al principio que no me hacía ilusiones sobre el mérito de estos ligeros trabajos, destinados casi todos a la vida efímera de un diario. Desde luego, no hay plan ninguno, ni ilación entre ellos. Una lectura, una impresión, un recuerdo o una esperanza, he ahí de dónde han salido, incompletos, desaliñados, sin soñar jamás el honor de ser encuadernados". Tiene el interés, sin embargo, de mostrar a Cané en el comienzo de su vida literaria. Estos primeros libros de los hombres de letras tienen un sabor especial para el que quiere conocer sus almas. Está allí más abierta que en ninguna parte; tienen siempre la ingenuidad juvenil de cuando se cree en todo y la vida es verdaderamente "un arduo deseo". El primer libro es quizá la única ocasión de conocer de cerca y en lo posible un alma y un corazón. Ya hemos hablado de un artículo: "El Canto de la Sirena". No hay para qué volver sobre él.

"En Viaje" es el relato de su visita a Colombia y Venezuela, con ocasión de su investidura diplomática. Observador perspicaz y amable, no es extraño que este libro sea una de sus mejores producciones. Tuvo, al tiempo de su aparición, el mérito de hacer conocer países totalmente ignorados por nuestros hombres.

"Charlas Literarias" es una colección de artículos de crítica sobre autores argentinos y extranjeros, donde se destacan sus dos predilecciones literarias: Shakespeare y Dickens. Aparece también allí un estudio sobre Falstaff, que puede considerarse como la base del que más tarde hiciera, precediendo su traducción del "Enrique IV". Tanto el uno como el otro son de los más bellos y acertados que escribiera Cané.

"Notas e Impresiones" y "Prosa Ligera", su última publicación, pertenecen a la misma categoría de "Charlas Literarias", aunque con una tendencia argentinista más acentuada. A "Notas e Impresiones" lo componen correspondencias que Cané envió desde París al diario "La Prensa" y que fueron firmadas con el seudónimo de Travel. En "Prosa Ligera" aparecen dos o tres estudios que tuvieron en un principio aspiraciones a obras orgánicas. Tal los titulados: "El arte español", base de un libro sobre Velázquez, y "En el fondo del río", "De cepa criolla" y "A las cuchillas", trío destinado a formar parte de "un estudio de nuestra sociabilidad en aquel momento" y que comenzó a escribir en 1884.

Por último "Juvenilia", su más grande acierto.

Forman el pequeño libro sus recuerdos de estudiante, época feliz que, de todo el caudal acumulado de ciencia, de arte y de experiencia que la vida da para aplacar sus asperezas, constituye lo único suave y consolador, como mano de madre sobre una frente agitada.

¿Eran diferentes a nosotros los contemporáneos de Cané? Quizá no, con la salvedad de que eran más muchachos. No recuerdo haber robado nunca unos melones a ningún vasco. Y lo siento, sinceramente.

Cané calificó a esas páginas como de las más felices que había escrito, y tampoco se equivocó esta vez.

Hay hombres que tienen un subjetivismo especial, precursor de una cierta inmortalidad, que aumenta lógicamente en proporción a su talento. De esos temperamentos han salido las confesiones o memorias íntimas, que siempre han sido interesantes y que han asegurado la fama de su autor, porque la vida del hombre, en esa parte que escapa a los demás porque es un monólogo, según Amiel, tiene la atracción de lo desconocido, al mismo tiempo que de lo inmutable, a través de los tiempos.

"Juvenilia" posee algo de esas cualidades. Sin ser una memoria ni una confesión, – es un recuerdo, como dijimos, – tiene algo de ambas cosas.

Es contraproducente hablar de los recuerdos. Ellos, como el cariño, como el amor, no se analizan, sino que se sienten. El que esto escribe, ha gustado con delicia las páginas suavemente melancólicas de "Juvenilia", escritas en una sencillez de estilo que no es una de sus menores cualidades. Muchos debemos a ese alto espíritu una hora íntima, proporcionada por ese libro delicioso. De pocos escritores, y más si ellos son argentinos, podríase decir tal cosa. Y este es el mejor elogio a su vida y a su obra. A "Juvenilia" estará siempre unido el nombre de Cané, como el perfume de una flor evoca la imagen de la planta, que por darle vida es estimada.



    Horacio Ramos Mejía.
    1916.




JUVENILIA



Si modificara una sola línea de estas páginas, las más afortunadas de las que he escrito, creería destruir el encanto que envuelve el mejor momento de la existencia, introduciendo, en la armonía de sus acordes juveniles, la nota grave de las impresiones que acompañan el descenso de la colina.

Las reproduzco hoy, porque no se encuentran ya y muchos de los que entraban a la vida cuando se publicaron, desean conocerlas.

De nuevo, pues, abren sus alas esos recuerdos infantiles; que vuelen hoy en atmósfera tan simpática y afectuosa como aquella que cruzaron por primera vez, evocando a su paso imágenes sonrientes y serenas, son los votos de quien los escribió con placer y acaba de releerlos con cierta suave tristeza.



    M. C.
    Enero 1901.



"Toutes ces premières impressions… ne peuvent nous toucher que médiocrement; il y a du vrai, de la sincerité; mais ces peintures de l'enfance, recommencées sans cesse, n'ont de prix que lorsqu'elles ouvrent la vie d'un auteur original, d'un poète célèbre."

    SAINTE-BEUVE.

Tal era el epígrafe que había puesto en la primera hoja del cuaderno en que escribí las páginas que forman este pequeño volumen. Quería tener presente el consejo del maestro del buen gusto, releerlo sin cesar, para no ceder a esa tentación ignorada de los que no manejan una pluma y que impulsa a la publicidad, como la savia de la tierra pugna por subir a las alturas para que la vivifique el sol. Lo confieso y lo afirmo con verdad; nunca pensé al trazar esos recuerdos de la vida de colegio, en otra cosa que en matar largas horas de tristeza y soledad, de las muchas que he pasado en el alejamiento de la patria, que es hoy la condición normal de mi existencia. Horas melancólicas, sujetas a la presión ingrata de la nostalgia, pero que se iluminaban con la luz interior del recuerdo, a medida que evocaba la memoria de mi infancia y que los cuadros serenos y sonrientes del pasado iban apareciendo bajo mi pluma, haciendo huir las sombras como huyen las aves de las ruinas al venir la luz de la mañana. Creo que me falta una fuerza esencial en el arte literario, la impersonalidad, en tendiendo por ella la facultad de dominar las simpatías íntimas y afrontar la pintura de la vida con el escalpelo en la mano que no hace vacilar el rápido latir del corazón. Cuantas veces be intentado apartarme de mi inclinación, escribir, en una palabra, sobre asuntos que no amo, no he conseguido quedar satisfecho. Cada uno debe seguir la vía que su índole le impone, porque es la única en que puede desenvolver la fuerza relativa de su espíritu. La perseverancia, el arte y el trabajo pueden hacer un versificador elegante y fluido; pero cada estrofa no será un pedazo de alma de poeta, y el que así horada el ritmo rebelde para engastar una idea, tendrá que descender de las alturas para elegir su símbolo, dejando al pelícano cernirse en el espacio o desgarrarse las entrañas en el pico de una roca. Entre una herida que chorrea sangre y una jaqueca, hay la distancia… de Byron a Tennyson.

Nada he escrito con mayor placer que estos recuerdos. Mientras procuraba alcanzar el estilo que me había propuesto, sonreía a veces al chocar con las enormes dificultades que se presentan al que quiere escribir con sencillez. Es que la sencillez es la vida y la verdad y nada hay más difícil que penetrar en ese santuario. La palabra es rebelde, la frase pierde la serenidad de su marcha y todos los recursos de nuestro idioma admirable suelen quedar inertes para aquel que no sabe comunicarles la acción.

No he conseguido por cierto ni aun acercarme a mi ideal, pero estoy contento de mi esfuerzo, porque si no lo he encontrado, por lo menos he buscado el buen camino.


J'aurai du moins l'honneur de l'avoir entrepris

Ahora, ¿por qué publico estos recuerdos, destinados a pasar sólo bajo los ojos de mis amigos? En primer lugar, porque aquellos que los han leído me han impulsado a hacerlo, a llamarlos a la vida después de dos años de sueño… Pero, con lealtad, en el fondo hay esta razón suprema que los hombres de letras comprenderán: los publico porque los he escrito.

Mucho he suprimido, poco he agregado. Ciertas páginas íntimas han desaparecido porque, para ser comprendidas, era necesaria la luz intensa del cariño que da cuerpo y vida a la forma vaga del recuerdo. Pero mientras corregía, pensaba en todos mis compañeros de infancia, separados al dejar los claustros, a quienes no he vuelto a ver y cuyos nombres se han borrado de mi memoria. A veces me complazco en hacer biografías de fantasía para algunos de mis condiscípulos, fundándome en las probabilidades del carácter y sin saber si aun existen. ¡Cuántos desaparecidos! ¡Cuánta matemática, cuánta química y filosofía inútil! No hace mucho tiempo, al entrar en una oficina secundaria de la administración nacional, ví a un humilde escribiente cuyo cabello empezaba a encanecer, gravemente ocupado en trazar rayas equidistantes en un pliego de papel. Como tuve que esperar, pude observarle. Cada vez que concluía una línea, dejaba la regla a un lado, sujetándola para que no rodara, con un pan de goma; levantaba la pluma e inclinando la cabeza como el pintor que después de un golpe de pincel se aleja para ver el efecto, sonreía con satisfacción. Luego, como fascinado por el paralelismo de sus rayas, tomaba de nuevo la regla, la pasaba por la manga de una levita raída, cuyo tejido osteológico recibía con agrado ese apunte de negrura, la colocaba sobre el papel y con una presión de mano, serena e igual, trazaba una nueva paralela con idéntico éxito. – Ese hombre, allá en los años de colegio, me había un día asombrado por la precisión y claridad con que expuso, tiza en mano, el binomio de Newton. Había repetido tantas veces su explicación a los compañeros más débiles en matemáticas, que al fin perdió su nombre para no responder sino al apodo de "Binomio". Le contemplé un momento, hasta que levantando a su vez la cabeza, naturalmente después de una paralela réussie, me reconoció. Se puso de pie, en una actitud indecisa; no sabía la acogida que recibiría de mi parte. ¡Yo había sido nombrado ministro! no sé dónde, ¡y él!.. Me enterneció y lancé un: ¡Binomio!! abriendo los brazos, que habría contentado a Orestes en labios de Pílades. Me abrazó de buena gana y nos pusimos a charlar.

– ¿Y qué tal, Binomio, cómo va la vida?

– Bien; estuve cinco años empleado en la aduana del Rosario, tres en la policía, y como mi suegro, con quien vivo, se vino a Buenos Aires, busqué aquí un empleo y en él me encuentro desde que llegamos.

– ¿Y las matemáticas? ¿Cómo no te hiciste ingeniero o algo así? Tú tenías disposiciones…

– Sí, pero no sabía historia.

– Pero no veo, Binomio, la necesidad de saber si Carlos X de Francia era o no hijo de Carlos IX para hacer un plano.

– Desengáñate, el que no sabe historia no hace camino. Tú eras también bastante fuerte en matemáticas; dime, ¿cuántas veces, desde que saliste del colegio, has resuelto una ecuación o has pronunciado solamente la palabra coseno?

– Creo que muy pocas, Binomio.

– Y en cambio (¡oh! ¡yo te he seguido!) en artículos de diario, en discursos, en polémicas, en libros, creo, has hecho flamear la historia. Si hasta una cátedra has tenido con sueldo, ¿no es así?

– Sí, Binomio.

– ¡Con qué placer te oigo! ¡Ya nadie me dice Binomio! Y ¿sabes quién tuvo la culpa de que yo no supiera historia? Cosson, tu amigo Cosson, que tenía la ocurrencia de enseñarnos la historia en francés.

– No seas injusto, Binomio; era para hacernos practicar.

– Convenido, pero no practica sino el que algo sabe, y yo no sabía una palabra de francés. Así, la primera vez que me preguntó en clase, se trataba de un rey cuyo nombre sirvió más tarde de apodo a un correntino que para decirlo estiraba los labios una vara. Era muy difícil.

– Ya me acuerdo: Tulius Hostilius.

– Eso es: quise pronunciarlo, la clase se rió, creo que con razón, porque, a pesar de habértelo oído, no me atrevería a repetirlo; yo me enojé, no contesté nunca y por consiguiente no estudié historia. ¡Animal! Así, mi hijo, que tiene seis años, empieza a deletrear un Duruy. No hay como la historia, y sino mira a todos los compañeros que han hecho carrera.

– Y ¿qué puedo hacer por tí, Binomio?

Se puso colorado y al fin de mil circunloquios me pidió que tratara de hacer pasar en la Cámara un aumento que iba propuesto; ganaba cuarenta y tres pesos y aspiraba a cincuenta[3 - Estas líneas fueron escritas en 1882: se trata pues, de pesos fuertes.]. ¡Pobre Binomio!

¡Cuántos como él, perdidos en el vasto espacio de nuestro país!

Una tarde había ido a comer a un cuartel donde estaba alojado un batallón cuyo jefe era mi amigo. A los postres me habló de un curioso recluta que la ola de la vida había arrojado, como un resto de naufragio, a las filas de su cuerpo. Pasaba el tiempo leyendo y el comandante tuvo más de una vez la idea de utilizarle en la mayoría; pero ¡era tan vicioso! En ese momento pasaba por el patio y el jefe le hizo llamar; al entrar, su marcha era insegura. Había bebido. Apenas la luz dió en su rostro, sentí mi sangre afluir al corazón y oculté la cara para evitarle la vergüenza de reconocerme. Era uno de mis condiscípulos más queridos, con el que me había ligado en el colegio. Una inteligencia clara y rápida, una facilidad de palabra que nos asombraba, un nombre glorioso en nuestra historia, buena figura, todo lo tenía para haber surgido en el mundo. Había salido del colegio antes de terminar el curso y durante diez años no supe nada de él. – ¡Cómo habría sido de áspera y sacudida esa existencia, para haber caído tan bajo a los treinta años! Poco después dejó de ser soldado. Le encontré, traté de levantarle, le conseguí un puesto cualquiera que pronto abandonó para perderse de nuevo en la sombra; todo era inútil: el vicio había llegado a la médula.

¿Recordaré otra inteligencia brillante, apta para la percepción de todas las delicadezas del arte, fina como el espíritu de un griego, auxiliada por una palabra de indecible encanto y un estilo elegante y armonioso? ¿Recordaré ese hombre que sólo encontró flores en los primeros pasos de su vida, que marchaba en el sueño estrellado del poeta, al amparo de una reputación indestructible ya? Era bueno y era leal; amaba la armonía en todo y la mujer pura le atraía como un ideal; pero la delicadeza de su alma exquisita se irritaba hasta la blasfemia, porque la naturaleza le había negado la forma, el cuerpo, el vaso cincelado que debió contener el precioso licor que chispeaba en sus venas. De ahí las primeras amarguras, la melancolía precursora del escepticismo. Sin ambiciones violen tas que hubieran sepultado en el fondo de su ser los instintos artísticos, refugiado en ellos sin reserva, pronto cayó en el abandono más absoluto. De tiempo en tiempo hacía un esfuerzo para ingresar de nuevo en la vida normal y unirse a nuestra marcha ascendente, desenvolverse a nuestro lado. ¡Con qué júbilo le recibíamos! Era el hijo pródigo cuyo regreso ponía en conmoción todo el hogar. Aquel cráneo debía tener resortes de acero, porque su inteligencia, en sus rápidas reapariciones después de largos meses de atrofia, resplandecía con igual brillo. ¿De atrofia he dicho? No, y esa fué su pérdida.

La bohemia le absorbió, le hizo suyo, le penetró hasta el corazón. Pasaba sus noches, como el "hijo del siglo", entre la densa atmósfera de una taberna, buscando la alegría que las fuentes puras le habían negado, en la excitación ficticia del vino, rodeado de un grupo simpático, ante el que abría su alma, derramaba los tesoros, de su espíritu y se embriagaba en sueños artísticos, en la paradoja colosal, la teoría demoledora, el aliento revolucionario, que es la válvula intelectual de todos los que han perdido el paso en las sendas normales de la tierra. El bohemio de Murger, con más delicadeza, con más altura moral. – El pelo largo y descuidado, el traje raído, mal calzado, la cara fatigada por el perpetuo insomnio, los ojos con una desesperación infinita en el fondo de la pupila, tal le ví por última vez y tal quedó grabado en mi memoria. ¿Vive aún? ¿Caerán estas líneas bajo su mirada? No lo sé; en todo caso, la entidad moral pasó, si la forma persiste. ¡Nunca se impone a mi espíritu con más violencia el problema de la vida que cuando pienso en ese hombre!..[4 - Poco tiempo después de escritas estas líneas, Matías Behety encontró el reposo eterno.].

Hará doce o catorce años publiqué un cuento que últimamente releí con placer, haciendo oídos sordos a las imperfecciones de estilo con que está escrito. El principal personaje del "Canto de la Sirena" es una simple reminiscencia de colegio; me sirvió de tipo para trazar la figura de Broth, un condiscípulo que sólo pasó un año en los claustros, extraordinariamente raro y al que no he vuelto a ver ni oído nombrar jamás. De una imaginación dislocada, por decir así, nerviosa, estremeciéndose en una gestación incesante de sueños y utopías, vivía lejos de nuestro mundo normal, fácil, claro, infantil. En vez de ser un portento de ciencia, como pinto a Broth, estudiaba poco los textos y, por lo tanto, sabía poco. La experiencia me ha hecho poner en cuarentena esos prodigios que jamás abren un libro y dejan atontados a los circunstantes en el examen.

Hay dentro de los muros del colegio, como en la penumbra del boudoir, coqueterías intelectuales exquisitas, jóvenes que se ocultan para estudiar, que durante las horas de instrucción colectiva leen asiduamente una novela, pero que se levantan al alba y trabajan con furor en la soledad. Cuando Horacio Vernet recibía numerosos visitantes en su taller, cogía febrilmente los pinceles, en una hora remataba una tela, la firmaba y pasaba a otra cosa. Alguien ha dicho, refiriéndose a esa coquetería del pintor, que escribía las cartas en la soledad y les ponía el sobrescrito en público. Algo así pasa con los prodigios escolares. Lo que distinguía a Broth, es decir, al condiscípulo que me dió la idea primera del soñador, era su manera curiosísima de ver las cosas más triviales. Fantaseaba como un maniático inventor combina. Hablaba con facilidad, pero él mismo reconocía que cuanto escribía era, no solamente incorrecto, como todos nuestros ensayos, sino incoloro. Me sostenía que yo estaba destinado a tener estilo y me lo decía con un aire tan complacido y solemne como si me augurara la fortuna o una corona, a la manera de los cuentos árabes. Para entonces me proponía una colaboración; él me daría el esqueleto y yo le pondría la carne. Pues bien, cuando recuerdo, vagamente y sin detalles, su confusa concepción de la vida de un médico en plena edad media, creyente en la magia de todos los colores, asistente asiduo y convencido al sabbat, inventor de un palo de escoba más ligero para llegar primero, fabricante de homúnculus (no había por cierto leído a Goethe aún) discípulo de Alberto el Grande; cuando recuerdo esas creaciones enfermizas de su imaginación, me persuado que había nacido para seguir con brillo la tradición de Hoffmann o Poé. Más de una vez he procurado rehacer en mi memoria los cuentos estrambóticos que me hacía; me queda algo confuso, y si no he ensayado escribirlos, es en la seguridad de que les daría mi nota personal, lo que no era mi objeto.

Otra existencia caída en la sombra impenetrable del olvido; en cuanto a ese, tengo la certeza de que ha muerto. Viviendo, habría surgido o habría hecho hablar de él. ¡Sabe el cielo, sin embargo, si las miserias y las dificultades de la vida no lo han hundido en la anestesia moral más obscura que la tumba!

No todos se han desvanecido y algunos brillan con honor en el cuadro actual de la patria. Si estas páginas caen bajo sus ojos, que el vínculo del colegio, debilitado por los años, se reanime un momento y encuentren en estos recuerdos una fuente de placer al ver pasar las horas felices de la infancia.

Nuestros hijos vienen atrás y sus cabecitas sonrientes asoman en el dintel de la vida, con la mirada llena de inconsciente aplomo, chispeando de inteligencia y de acción latente. A los diez años saben lo que nosotros alcanzamos imperfectamente a los quince; – no olvidemos que son los nietos de nuestros padres y que el cariño del abuelo es de los más profundos que vibran sobre la tierra. Paguemos la deuda filial, haciendo felices a los nietos, encaminándoles en la vida.

Todos, por un esfuerzo común, levantemos ese Colegio Nacional que nos dió el pan intelectual, desterremos de sus claustros las cuestiones religiosas, y si no tenemos un Jacques que poner a su frente, elevemos al puesto de honor un hombre de espíritu abierto a la poderosa evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano.




I


Debía entrar en el Colegio Nacional tres meses después de la muerte de mi padre; la tristeza del hogar, el espectáculo constante del duelo, el llanto silencioso de mi madre, me hicieron desear abreviar el plazo, y yo mismo pedí ingresar tan pronto como se celebraran los funerales.

El Colegio Nacional acababa de fundarse sobre el antiguo Seminario, con una nueva organización de estudios, en la que el doctor Eduardo Costa, ministro entonces de Instrucción Pública, bajo la presidencia del general Mitre, había tomado una parte inteligente y activa. Sin embargo, el establecimiento que quedaba bajo la dirección del doctor Agüero, se resentía aún de las trabas de la enseñanza escolástica y sólo fué más tarde, cuando M. Jacques se puso a su frente, que alcanzó el desenvolvimiento y el espíritu liberal que habían concebido el Congreso y el Poder Ejecutivo.

Me invade en este momento el recuerdo fresco y vivo de los primeros días pasados entre los obscuros y helados claustros del antiguo convento. No conocía a nadie y notaba en mis compañeros, aguerridos ya a la vida de reclusión, el sordo antagonismo contra el nuevo, la observación constante de que era objeto, y me parecía sentir fraguarse contra mi triste individuo los mil complots que, entre nosotros, por el suave genio de la raza, sólo se traducen en bromas más o menos pesadas, pero que en los seculares colegios de Oxford y de Cambridge alcanzan a brutalidades inauditas, a vejámenes, a servidumbres y martirios. Me habría encontrado, no obstante, muy feliz con mi suerte, si hubiera conocido entonces el "Tom Jones" de Fielding. – Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas, recordando el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y el dulce sueño de la mañana. – Durante los cinco años que pasé en esa prisión, aun después de haber hecho allí mi nido y haberme connaturalizado con la monotonía de aquella vida, sólo dos puntos negros persistieron para mí: el despertar y la comida. A las cinco en verano, a las seis en invierno, infalible, fatal, como la marcha de un astro, la maldita campana empezaba a sonar. Era necesario dejar la cama, tiritando de frío casi siempre, soñolientos, irascibles, para ir a formarnos en fila en un claustro largo y glacial. Allí rezábamos un "Padre Nuestro", para pasar en seguida al claustro de los lavatorios. – ¡Cuántas conspiraciones, cuántas tramas, qué gasto de ingenio y fuerza hicimos para luchar contra la fatalidad, encarnada a nuestros ojos en el portero, colgado de la cuerda maldecida! Aquella cuerda tenía más nudos que la que en el gimnasio empleábamos para trepar a pulso. La cortábamos a veces hasta la raíz del pelo, como decíamos, junto al badajo, encaramándonos hasta la campana, con ayuda de la parra y las rejas, a riesgo de matarnos de un golpe. Muy a menudo la expectativa nos hacía despertar en la mañana, antes de la hora reglamentaria. De pronto oíamos una campana de mano, áspera, estridente, manejada con violencia por el brazo irritado del portero, eterno préposé a las composturas de la cuerda. Se vengaba entrando a todos los dormitorios y sacudiendo su infernal instrumento en los oídos de sus enemigos personales, entre los cuales tenía el honor de contarme. – Atrasar el reloj era inútil por dos razones tristemente conocidas: la primera, la proximidad del Cabildo, que escapaba a nuestra influencia; la segunda, el tachómetro de plata del portero que, bien remontado, velaba fielmente bajo su almohada. Algunas noches de invierno, la desesperación nos volvía feroces y el ilustre cerbero amanecía no sólo maniatado, sino un tanto rojiza la faz, a causa de la dificultad para respirar a través de un aparato, rigurosamente aplicado sobre su boca y cuya construcción, bajo el nombre de "pera de angustia", nos había enseñado Alejandro Dumas en sus "Veinte años después", al narrar la evasión del duque de Beaufort del castillo de Vincennes. Todo era efímero, todo inútil, hasta que estuve a punto de inmortalizarme, descubriendo un aparato sencillo, pero cuyo éxito, si bien pasajero, respondió a mis esperanzas. En una escapada ví una carreta de bueyes que entraba al mercado; debajo del eje colgaba un cuero, como una bolsa ahuecada, amarrado de las cuatro puntas; dentro, dormía un niño. Fué para mí un rayo de luz, la manzana de Newton, la lámpara de Galileo, la marmita de Papin, la rana de Volta, la tabla de Rosette de Champollion, la hoja enroscada de Calímaco. El problema estaba resuelto; esa misma noche tomé el más fuerte de mis cobertores, una de esas pesadas cobijas tucumanas que sofocan sin abrigar, la amarré debajo de mi cama, de las cuatro puntas y cubriendo el artificio con los anchos pliegues de mi colcha, esperé la mañana. Así que sonó la campana, me sumergí en la profundidad y allí, acurrucado, inmóvil e incómodo, desafié impunemente la visita del celador, que, viendo mi lecho vacío, siguió adelante. Me preguntaréis quizá qué beneficio positivo reportaba, puesto que, de todas maneras, tenía que despertarme. Respondo, con lástima, que el que tal pregunta hiciera ignoraría estos dos supremos placeres de todos los tiempos y todas las edades: el amodorramiento matinal y la contravención.

Mi invención cundió rápidamente y al quinto día, al primer toque, las camas quedaron todas vacías. El celador entró: vió el cuadro, quedó inmóvil, llevó un dedo a la sien y después de cinco minutos de grave meditación, se dirigió a una cama, alzó la colcha y sonrió con ferocidad.

¡Era la mía!




II


El segundo obstáculo insuperable fué la comida, invariable, igual, constante. En los primeros tiempos, apenas entrábamos al refectorio, un alumno trepaba a una especie de púlpito y así que atacábamos la sopa, comenzaba con voz gangosa a leernos una vida de santo o una biografía de la Galería Histórica Argentina, siendo para nosotros obligatorio el silencio y, por tanto, el fastidio.

No puedo vencer el deseo de dar una idea sucinta del menú; lo tengo fijo, grabado en el estómago y el olfato. Dentro de un líquido incoloro, vago, misterioso, algo como aquellos caldos precipitados que las brujas de la Edad Media hacían a media noche al pie de una horca con su racimo, para beberlo antes de ir al sabbat, navegaban audazmente algunos largos y pálidos fideos. Un mes llevé estadística: había atrapado tres en treinta días, y eso que estaba en excelentes relaciones con el grande que servía, médico y diputado hoy, el Dr. Luis Eyzaguirre, uno de los tipos más criollos y uno de los corazones más bondadosos que he conocido en mi vida. – Luego, siempre flotando sobre la onda incolora, pero siquiera en su elemento, venía un sábalo, el clásico sábalo que muchas veces, contra nuestro interés positivo, había muerto con dos días de anticipación.

En seguida, carnero. Notad que no he dicho cordero; carnero, carnero respetable, anciano, cortado en romboides y polígonos desconocidos en el texto geométrico, huesosos, cubiertos de levísima capa triturable y reposando, por su peso específico, en el fondo del consabido líquido, que para el caso se revestía de un color parduzco. Cuando Eyzaguirre hundía la cuchara en aquel mar, clavábamos los ojos en la superficie, mientras hacíamos el tácito y rápido cálculo sobre a quién tocaría el trozo saliente. De ahí amargas decepciones y júbilos manifiestos. – Hacía el papel de pieza de resistencia un largo y escueto asado de costillas, cubierto de una capa venosa impermeable al diente. Habíamos corrido todo el día en el gimnasio, éramos sanos, los firmes dientes estaban habituados a romper la cáscara del coco y triturar el confite de Córdoba, el sábalo había tenido un éxito de respeto, debido a su edad; sin embargo, jamás vencimos la córnea defensa paquidérmica del asado de tira!

Cerraba la marcha, con una conmovedora regularidad, ya un plato de arroz con leche, ya una fuente de orejones. – La leche, en su estado normal, es un elemento líquido; ¿por qué se llamaba aquello: "arroz con leche?" Era sólido, compacto y las moléculas, estrechándose con violencia, le daban una dureza de coraza. Si hubiéramos dado vuelta la fuente, la composición, fiel al receptáculo, no se habría movido, dejando caer sólo la versátil capa de canela. – En general, el color del orejón tira a un dorado intenso, que se comunica al líquido que lo acompaña. Además, es un manjar silencioso. Aquél no sólo afectaba un tinte negro y opaco, sino que, arenoso por naturaleza, sonaba al ser triturado.

Luego al gimnasio, a correr, a hacer la digestión!




III


He dicho ya que mis primeros días de colegio fueron de desolación para mi alma. La tristeza no me abandonaba y las repetidas visitas de mi madre, a la que rogaba con el acento de la desesperación que me sacara de allí y que sólo me contestaba con su llanto silencioso, sin dejarse doblegar en su resolución, aumentaban aún mis amarguras.

La reacción vino de un recurso inesperado. Una noche que nos llamaban a la clase de estudio, se me ocurrió abrir uno de los cajones de mi cómoda para tomar algunas galletitas con que combatir las consecuencias del menú mencionado. Maquinalmente tomé un libro que allí había y me fuí con él. Una vez en clase, y cuando el silencio se restableció, me puse a leerlo. Era una traducción española de "Los tres Mosqueteros" de Dumas. Decir la impresión causada en mi espíritu por aquel mundo de aventuras, amores, estocadas, amistades sagradas, brillo y juventud, mundo desconocido para mí; decir la emoción palpitante con que seguí al hidalgo gascón desde su llegada a París hasta la noche sombría del juicio, el odio al cardenal, mi júbilo por los fracasos de éste, mi ilusión maravillosa, es hoy superior a mis fuerzas. Toda esa noche, con un cabo de vela, encendido a hurtadillas, me la pasé leyendo. Al día siguiente no fuí a los recreos, no salí de mi cuarto y, cuando al caer la tarde concluí el libro, sólo me alentaba la esperanza de la continuación. Escribí a mi madre, vinieron los "Veinte años después", "El Vizconde de Bragelonne" que me costó lágrimas a raudales, un "Luis XIV y su siglo", también de Dumas, crónica hecha sobre las memorias del tiempo, cuyo único defecto era a mis ojos no ver figurar en ella a D'Artagnan, principal personaje de la época, en mi concepto, – y multitud de novelas españolas, cuidadosamente recortadas en folletines, unidos por alfileres y de algunos de cuyo título me acuerdo todavía, aunque después no los haya vuelto a ver. "El Espía del Gran Mundo", novela francesa, en la cual hay una especie de Caliban, pero bueno y fiel, que chupa en una herida el veneno de una víbora; "La gran Artista y la gran Señora", que después he sabido fué por un año la coqueluche de las damas de Buenos Aires; "La verdad de un epitafio", donde el héroe roba de un sepulcro a su amada, aletargada como Julieta y le abre la mejilla de un feroz tajo para desfigurarla a los ojos de sus enemigos; "El Clavo", un individuo a quien le perforan el cráneo, durante el sueño, con un clavo invisible a la autopsia, pero que algunos años después aparece gravemente incrustado en su calavera, sobre la que un romántico medita en un cementerio, como Hamlet con el cráneo del poor Yorick; los "Monges de las Alpujarras" y "Men Rodrigo de Sanabria", dos de los mejores, tal vez los únicos romances realmente históricos de Fernández y González, con una brutalidad de acción, propia de la época; el "Hijo del Diablo", cuya primera parte me enloqueció, haciéndome soñar un mes entero con mantos encarnados, caballos galopando bajo la noche y el trueno, viejos alquimistas calvos, y sombríos, etcétera; "Dos cadáveres", un salvaje romance de Soulié, que pasa en Inglaterra, bajo el efímero protectorado de Ricardo Cromwell y cuyos dos personajes principales son los cuerpos de Carlos I y de Oliverio Cromwell, con sus féretros respectivos, sobre los que pasan cosas inauditas, etc., etc. Uno de los recuerdos más vigorosos que he conservado, es la impresión causada por los "Misterios del Castillo de Udolfo", de Ana Radcliff, que cayó en mis manos en una detestable edición española, en tres tomos con x en vez de j y j en vez de i. No pegué los ojos en una semana, y era tal la sobreexcitación de mi espíritu, que me figuraba que esos insomnios mortificantes eran un castigo por el robo sacrílego que había cometido, deslizándome al templo de San Ignacio, durante un funeral por el alma de un ciudadano, para mí desconocido, – y metídome bajo el chaleco, en varios trozos, la vela de cera clásica, que debía iluminar mis trasnochadas de lectura.

Por medio de canjes y razzias en mis salidas de los domingos, más o menos autorizadas por los parientes que tenían bibliotecas, todo Dumas pasó, Fernández y González (un saludo al "Cocinero de Su Majestad", que cruza mi memoria!), Pérez Escrich, que había ya ofendido el sentido común y el arte con unos veinte tomos, y una infinidad de novelas que no recuerdo ya. Un día supe que un compañero tenía la "Hermosa Gabriela" de Maquet. Me precipité a pedírsela, reclamando derechos de reciprocidad; pero Juan Cruz Ocampo se había anticipado y estaba a punto de conseguirla. Confieso que mi primer movimiento fué disputársela, aun en el terreno de los hechos; pero después de la simple reflexión de que mis fuerzas físicas, no igualando mi arrogancia, me habrían hecho quedar sin el libro y con varias contusiones, acepté el temperamento del sorteo, que como un anticipo sobre mi suerte constante en el alea de la vida, favoreció a Ocampo. Durante una semana le espié, le aseché sin reposo y cuando le veía hablar, jugar o comer, en vez de leer a prisa, me indignaba, pareciéndome que aquel hombre no tenía la menor noción del honor rudimental. A más, el cruel solía hablarme de las hazañas de Pontis y me decía esta frase que me estremecía de impaciencia: "Chicot figura!"…

Las novelas, durante toda mi permanencia en el Colegio, fueron mi salvación contra el fastidio, pero al mismo tiempo me hicieron un flaco servicio como estudiante. Todo libro que no fuera romance me era insoportable y tenía que hacer doble esfuerzo para fijar en él mi atención. ¿A cuál de nosotros no ha pasado algo análogo más tarde en el estudio de la historia? ¿Quién no recuerda la perseverancia necesaria para leer un tratado cualquiera, después de las páginas luminosas de Macaulay, Prescott o Motley?..




IV


El Colegio, que más tarde debía ser uno de los primeros establecimientos de América, era por entonces un caos como organización interna. Cuando me incrusté bien y ví claro, comprendí que tras las sombras ostensibles de la vida claustral había des acommodements, no sólo con el cielo, sino con las autoridades temporales de la tierra. Durante un año y siendo ya mocitos, nos hemos escapado casi todas las noches, para hacer una vida de vagabundos por la ciudad, en los cafés, en aquellos puntos donde Shakespeare pone la acción de su Pericles, y, sobre todo, en los bailes de los suburbios, de los que algunos condiscípulos, ignoro por arte de quién, tenían siempre conocimiento.

Toda la variedad infinita de los medios de escapatoria, podía reducirse a tres sistemas principales: la portería, la despensa y el portón. – La portería, que da sobre el atrio de San Ignacio, requería, o elementos de corrupción para el portero o vías de hecho deplorables. La despensa y cocinas tenían una pequeña puerta a la calle Moreno que a veces quedaba abierta hasta tarde. El portón, una de esas portadas deformes de la colonia, daba a la calle de Bolívar, donde hoy se encuentra la entrada principal del Colegio. Las hojas, en vez de llegar hasta el suelo, terminaban en unas puntas de hierro que dejaban un espacio libre entre ellas y el pavimento. – Por allí había que pasar, pegado el cuerpo a la tierra, en mangas de camisa para no estropear el único jacquet de lujo y sintiendo muchas veces que las fieles puntas guardianes se insinuaban ligeramente en la espalda como una protesta contra la evasión. A pesar de todas sus dificultades, era el medio más generalmente elegido. – Pero aquí debo recordar una de esas curiosidades de colegio, que todos mis compañeros de entonces deben tener presente.

Se educaba allí desde tiempo inmemorial un tipo acabado de bohemio, lleno de buenas condiciones de corazón, haragán como una marmota, dormilón como el símil, con una cabeza enorme, cubierta de una melena confusa y tupida como la baja vegetación tropical, reñido con los libros que no abría jamás y respondiendo al nombre de "Galerón", sin duda por las dimensiones colosales del sombrero que tenía la función obligatoria y difícil de cubrir aquella cabeza ciclópea. Más tarde le he encontrado varias veces en el mundo ya en buena situación, ya bajo el peso de serias desgracias; le he conservado siempre un cariño inalterable. Le encontré en Arica, entre el ejército bloqueado de Montero, como corresponsal de un diario de Lima; estaba a bordo de la "Unión" el día sombrío de Angamos en que murió Grau. – Luego volví a verle en Lima; Piérola, cuya fortuna política había seguido y que estaba entonces en el poder, le ofreció empleos bastante lucrativos; sólo quiso aceptar un pequeño mando militar y un puesto en la vanguardia. – Esa conducta honrosa compensa muchas faltas. Había hecho también la campaña del Paraguay.

He hablado de Benito Neto. – Era un misterio profundo cómo Benito había conseguido, allá en épocas remotas y sin duda a favor de algún sacudimiento, de alguna convulsión caótica, nada menos que una llave del portón de la calle Bolívar! Nadie sabía dónde la guardaba y todas las empresas organizadas para robársela dieron siempre un fiasco completo. Benito la cuidaba, la aceitaba con frecuencia y tenía un aparato especial para extraer del caño todas las pelusas y migajas parásitas que iban allí a alojarse. Era para él el caballo del árabe o del gaucho, el fusil del cazador, la mandolina del provenzal errante, el instrumento y el sustentáculo de su vida. – Como con el rastreador Calíbar todos los prisioneros que tentaban evadirse, éranos forzoso contar con Benito cuando nos animaban iguales designios. Benito oía en silencio y luego preguntaba tranquilamente: "¿Dónde vamos?" Porque él no prestaba la llave jamás, no la alquilaba, no la vendía. El era siempre de la partida, fuere cual fuese el objetivo. En vano se le observaba: "Benito, ¡estamos los tres invitados a un baile! – Me presentarán. – ¡Vamos a una comida a casa de Fulano! – Comeré. – ¡Una tía mía está muy enferma! – La velaré. – Tengo una cita y… – Ha de haber alguna chinita sirviente." – A todo tenía respuesta, y le hemos visto asistir gravemente, con su eterno jacquet canela, a entierros de lejanos parientes de algún estudiante cuya conducta no había merecido un permiso de salida y que acudía al arte de Benito. Era el Lord Flamborough de Sandeau, pegado al joven homeópata como la ostra a la peña.




V


A más de las escapadas nocturnas, había las cenas furtivas y algunas calaveradas soberbias de los grandes que nos llenaban de admiración.

El doctor Agüero estaba ya muy viejo; bueno y cariñoso, vivía en un optimismo singular respecto a los estudiantes, ángeles calumniados siempre, según su opinión.

Recuerdo un carnaval en que hicimos atrocidades en el atrio; los chicos, con las manos llenas de carmín, azul molido y harina, asaltábamos de improviso a los paseantes, les llenábamos los ojos y el rostro con la mezcla, y cuando aquellos hombres enfurecidos se nos venían encima, nos poníamos a cubierto, por medio de una ágil retirada, detrás del sólido baluarte de los puños de Eyzaguirre, Pastor, Julio Landívar, Dudgeon, el tranquilo Marcelo Paz que sólo levantaba el brazo cuando veía pegar a un débil, etc. El pugilato comenzaba, guardándose estrictamente las reglas de caballería; pero el asaltante, olvidado del noble ejercicio, no llevaba la mejor parte. – Uno de ellos, un francés que tenía una peluquería frente al Colegio y que nos profesaba suma antipatía por nuestro escaso consumo de sus artículos, fué preparado por mí y ribeteado por Eyzaguirre; justamente enfurecido, se precipitó a llevar la queja al doctor Agüero. Un chico le previno y presentándose llorando ante el anciano, le dijo que aquel hombre le había pegado y que Eyzaguirre le había defendido. ¡Decir el furor del buen Rector! Quería mandar preso al peluquero, que ante aquella amenaza quedó estupefacto; pero la denuncia surtió su efecto, porque, para que no nos pegaran más (y lo decía sinceramente) nos hizo abandonar el atrio.




VI


Había la vieja costumbre, desde que el doctor Agüero se puso achacoso, de que un alumno le velara cada noche. No se acostaba; sobre un inmenso sillón Voltaire (no sospechaba el anciano la denominación!) dormitaba por momentos, bajo la fatiga. Teníamos que hacerle la lectura durante un par de horas para que se adormeciera con la monotonía de la voz y tal vez con el fastidio del asunto. ¡Cuán presente tengo aquel cuarto, débilmente iluminado por una lámpara suavizada por una pantalla opaca, aquel silencio sólo interrumpido por el canto del sereno y, al alba, por el paso furtivo de algún fugitivo que volvía al redil! Leíamos siempre la vida de un santo en un libro de tapas verdes, en cuya página ciento uno había eternamente un billete de veinte pesos moneda corriente, que todos los estudiantes del colegio sabíamos haber sido colocado allí expresamente por el buen Rector, que cada mañana se aseguraba ingenuamente de su presencia en la página indicada y quedaba encantado de la moralidad de sus hijitos, como nos llamaba.

Más de una noche me he recordado en el sofá al alcance de su mano, donde me tendía vestido; me daba una palmadita en la cabeza y me decía con voz impregnada de cariño: "duerme, niño, todavía no es hora". La hora eran las cinco de la mañana, en que pasábamos a una pieza contigua, hacíamos fuego en un brasero, siempre con leña de pino y le cebábamos mate hasta las siete. Luego nos decía: "ve a tal armario, abre tal cajón y toma un plato que hay allí. Es para tí". Era la recompensa, el premio de la velada y lo sabíamos de memoria: un damasco y una galletita americana, que nos hacía comer pausada y separadamente, el damasco el último.

Jamás se nos pasó por la mente la idea de protestar contra aquella servidumbre; tenía esa costumbre tal carácter afectuoso, patriarcal, que la considerábamos como un deber de hijos para con el padre viejo y enfermo. – Sólo uno que otro desaforado aprovechaba el sueño del anciano, durante su velada de turno, ya para escaparse, ya para darse una indigestión de uvas, trepado como un mono en las ricas parras del patio.

El doctor Agüero fué un hombre de alma buena, pura y cariñosa; sobrevivió muy pocos meses a su separación del Colegio y hoy reposa en paz bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.




VII


El estado de los estudios en el Colegio era deplorable, hasta que tomó su dirección el hombre más sabio que hasta el día haya pisado tierra argentina. Sin documentos a la vista para rehacer su biografía de una manera exacta, me veo forzado a acudir simplemente a mis recuerdos, que por otra parte, bastan a mi objeto.

Amedée Jacques[5 - Nació en 1813, murió en 1865.] pertenecía a la generación que al llegar a la juventud, encontró a la Francia en plena reacción filosófica, científica y literaria.

La filosofía se había renovado bajo el espíritu liberal del siglo, que, dando acogida imparcial a todos los sistemas, al lado del cartesianismo estudiaba a Bacon, a Spinoza, a Hobbes, Gassendi y Condillac, como a Leibnitz y a Hegel, a Kant y a Fichte, como a Reid y Dugald-Stewart. – De ahí había nacido el eclecticismo ilustrado por Cousin, sistema cuya vaguedad misma, cuya falta de doctrina fundamental, respondía maravillosamente a las vacilaciones intelectuales de la época. Jouffroy había abierto un surco profundo con sus estudios sobre el destino humano, algunas de cuyas páginas están impregnadas de un sentimiento de desesperanza, de una desolación más profunda, alta y sincera que las paradojas de Schopenhauer o los sistemas fríamente construídos de Hartmann. Maine de Biran dejaba aquellas observaciones sobre nuestra naturaleza moral, que admirarán siempre como los grandes caracteres de Shakespeare. Villemain hacía cuadros inimitables de estilo y erudición, Guizot enseñaba la historia, que Thiers escribía, la pléyade hacía versos, dramas y novelas, Delacroix, Scheffer y Jerôme, pintura; Clésinger y Pradier, estatuaria; Lamartine, Berryer, Thiers, etcétera, discursos; Rossini, Meyerbeer, Halèvy, música, y Arago, Ampère, Gay-Lussac, C. Bernard, Chevreul, daban a la ciencia vida, movimiento y alas. Amedée Jacques había crecido bajo esa atmósfera intelectual y la curiosidad de su espíritu le llevaba al enciclopedismo. A los treinta y cinco años era profesor de filosofía en la Escuela normal y había escrito, bajo el molde ecléctico, la psicología más admirable que se haya publicado en Europa. El estilo es claro, vigoroso, de una marcha viva y elegante; el pensamiento sereno, la lógica inflexible y el método perfecto. Hay en ese manual, que corre en todas las manos de los estudiantes, páginas de una belleza literaria de primer orden, y aun hoy, quince años después de haberlo leído, recuerdo con emoción los capítulos sobre el método y la asociación de ideas. – Al mismo tiempo, el joven profesor se ocupaba en las ediciones de las obras filosóficas de Fénelon, Clarke, etc., únicas que hoy tienen curso en el mundo científico.

Pero Jacques no era uno de esos espíritus fríos, estériles para la acción, que viven metidos en la especulación pura, sin prestar oído a los ruidos del mundo y sin apartar su pensamiento del problema, como Kant, en su cueva de Koenigsberg, levantando un momento la cabeza para ver la caída de la Bastilla y volviéndola a hundir en la profundidad de sus meditaciones, como el fakir hindú que, perdido en la contemplación de Brahma y susurrando su eterno e inefable monosílabo, ignora si son los Tártaros o los Mongoles, Tamerlán o Clive, los que pasan como un huracán sobre las llanuras regadas por el río sagrado. Jacques era un hombre y tenía una patria que amaba; quería que, como el espíritu individual se emancipa por la ciencia y el estudio, el espíritu colectivo de la Francia se emancipara por la libertad. Hasta el último momento, al frente de su revista "La libertad de pensar", como al pie de la última bandera que flamea en el combate, luchó con un coraje sin igual.

El 2 de Diciembre, como a Tocqueville, como a Quinet, como a Hugo, lo arrojó al extranjero, pobre, con el alma herida de muerte y con la visión horrible de su porvenir abismado para siempre en aquella bacanal.




VIII


Tomó el camino del destierro y llegó a Montevideo, desconocido y sin ningún recurso mecánico de profesión; lo sabía todo, pero le faltaba un diploma de abogado o de médico para poder subsistir. – Abrió una clase libre de Física experimental, dándole el atractivo del fenómeno producido en el acto; aquello llamó un momento la atención. – Pero se necesitaba un gabinete de física completo y los instrumentos son caros. – Jacques los reemplazaba con una exposición luminosa y por trazados gráficos; fué inútil. La gente que allí iba quería ver la bala caer al mismo tiempo que la pluma en el aparato de Hood, sentir en sus manos la corriente de una pila, hacer sonar los instrumentos acústicos y deleitarse en los cambiantes del espectro, sin importarle un ápice la causa de los fenómenos. Dejaban la razón en casa y sólo llevaban ojos y oídos a la conferencia.

Un momento, Jacques fué retratista, uniéndose a Masoni, un pariente político mío, de cuyos labios tengo estos detalles. Florecía entonces la daguerreotipía, que, con razón, pasaba por una maravilla. Fué en esa época que llegó, en un diario europeo, una noticia muy sucinta sobre la fotografía, que Niepce acababa de inventar, siguiendo las indicaciones de Talbot. Jacques se puso a la obra inmediatamente y al cabo de un mes de tanteos, pruebas y ensayos, Masoni, que dirigía el aparato como más práctico, lleno de júbilo mostró a Jacques, que servía de objetivo, sus propios cuellos blancos, única imagen que la luz caprichosa había dejado en el papel. Pero ni la fotografía, que más tarde perfeccionaron, ni la daguerreotipía, que le cedía el paso, como el telégrafo de señales a la electricidad, daban medios de vivir.

Jacques se dirigió a la República Argentina, se hundió en el interior, casóse en Santiago del Estero, emprendió veinte oficios diferentes, llegando hasta fabricar pan, y por fin tuvo el Colegio Nacional de Tucumán el honor de contarlo entre sus profesores. Fueron sus discípulos los doctores Gallo, Uriburu, Nougués y tantos otros hombres distinguidos hoy, que han conservado por él una veneración profunda, como todos los que hemos gozado de la luz de su espíritu.




IX


Llamado a Buenos Aires por el Gobierno del General Mitre, tomó la dirección de los estudios en el Colegio Nacional, al mismo tiempo que dictaba una cátedra de física en la Universidad. – Su influencia se hizo sentir inmediatamente entre nosotros. Formuló un programa completo de bachillerato en ciencias y letras, defectuoso tal vez en un solo punto, su demasiada extensión. Pero M. Jacques, habituado a los estudios fuertes, sostenía que la inteligencia de los jóvenes argentinos es más viva que entre los franceses de la misma edad y que por consiguiente podíamos aprender con menor esfuerzo. – Era exigente, porque él mismo no se economizaba; rara vez faltó a sus clases y muchas, como diré más adelante, tomó sobre sus hombros robustos la tarea de los demás.

Mis recuerdos vivos y claros en todo lo que al maestro querido se refiere, me lo representan con su estatura elevada, su gran corpulencia, su andar lento y un tanto descuidado, su eterno traje negro y aquellos amplios y enormes cuellos abiertos, rodeando un vigoroso pescuezo de gladiador. – La cabeza era soberbia; grande, blanca, luminosa, de rasgos acentuados. La calvicie le tomaba casi todo el cráneo, que se unía, en una curva severa y perfecta, con la frente ancha y espaciosa, surcada de arrugas profundas y descansando, como sobre dos arcadas poderosas, en las cejas tupidas que sombreaban los ojos hundidos y claros, de mirar un tanto duro y de una intensidad insostenible; la nariz casi recta, pero ligeramente abultada en la extremidad, era de aquel corte enérgico que denota inconmovible fuerza de voluntad. – En la boca, de labios correctos, había algo de sensualismo; – no usaba más que una ligera patilla que se unía bajo la barba, acentuada y fuerte, como las que se ven en algunas viejas medallas romanas.

M. Jacques era áspero, duro de carácter, de una irascibilidad nerviosa, que se traducía en acción con la rapidez del rayo, que no daba tiempo a la razón para ejercer su influencia moderadora. "No puedo con mi temperamento", decía él mismo, y más de una amargura de su vida provino de sus arrebatos irreflexivos. No conseguía detener su mano y entre todos los profesores fué el único al que admitíamos usara hacia nosotros gestos demasiado expresivos. Un profesor se había permitido un día dar un bofetón a uno de nosotros, a Julio Landívar, si mal no recuerdo, y éste lo tendió a lo largo de un puñetazo de la familia de aquel con que Maubreil obsequió a M. de Talleyrand; otra vez desmayamos de un tinterazo en la frente a otro magister que creyó agradable aplicarnos el antiguo precepto escolar; pero jamás nadie tuvo la idea sacrílega de rebelarse contra Jacques. Bajo el golpe inmediato, solíamos protestar, arriesgando algunas ideas sobre nuestro carácter de hombres libres, etc. Pero una vez pasado el chubasco, nos decíamos unos a otros, los maltratados, para levantarnos un poco el ánimo: "¡Si no fuera Jacques!"… ¡Pero era Jacques!




X


Recuerdo una revolución que pretendimos hacer contra D. José M. Torres, Vice-Rector entonces y de quien más adelante hablaré, porque le debo mucho. La encabezábamos un joven Adolfo Calle, de Mendoza, y yo. – Al salir de la mesa lanzamos gritos sediciosos contra la mala comida y la tiranía de Torres (las escapadas habían concluído!) y otros motivos de queja análogos. Torres me hizo ordenar que me le presentara, y como el tribuno francés, a quien plagiaba inconscientemente, contesté que sólo cedería a la fuerza de las bayonetas. Un celador y dos robustos gallegos de la cocina se presentaron a prenderme, pero hubieron de retirarse con pérdida, porque mis compañeros, excitados, me cubrieron con sus cuerpos, haciendo descender sobre aquellos infelices una espesa nube de trompadas. El celador que, como Jérges, había presenciado el combate de lo alto de un banco, corrió a comunicar a Torres, plagiando él a su vez a Lafayette en su respuesta al conde de Artois, que aquello no era ni un motín vulgar, ni una sedición, sino pura y simplemente una revolución. El señor Torres, no por falta de energía por cierto, sino por espíritu de jerarquía, fué inmediatamente a buscar a M. Jacques, Rector entonces del Colegio y que vivía en una casa amarilla en la esquina de Venezuela y Balcarce. Pero nosotros creíamos que había ido a traer la policía y empezamos los preparativos de defensa. – Recuerdo haber pronunciado un discurso sobre la ignominia de ser gobernados, nosotros republicanos, por un español monárquico, con citas de la Independencia, San Martín, Belgrano, y creo que hasta la invasión inglesa. – Otros oradores me sucedieron en la tribuna, que era la plataforma de un trapecio, y la resistencia se resolvió. En esto oímos una detonación en el claustro, seguida de varias otras, matizadas de imprecaciones. Algunos conjurados habían esparcido en los corredores esas pequeñas bombas Orsini que estallan al ser pisadas. Era M. Jacques que entraba, irritado como Neptuno contra las olas. Desgraciadamente, no creyó que convenía primero calmar el mar, sino que puso el quos ego… en acción. Al aparecer en la puerta del gimnasio, un estremecimiento corrió en las filas de los que acabábamos de jurar ser libres o morir. – No de otra manera dejaron los persas penetrar el espanto en sus corazones, cuando vieron a Pallas Athenea flotar sobre el ejército griego, armada de la espada dórica, en el llano de Marathon. – Vino rápido hacia mí y…! Luego me tomó del brazo y me condujo consigo. No intenté resistir y echando a mis compañeros una mirada que significaba claramente: "¡Ya lo veis! ¡Los dioses nos son contrarios!" seguí con la cabeza baja a mi vencedor. Llegados a la sala del Vice-Rector, recibí nuevas pruebas de la pujanza de su brazo y un cuarto de hora después me encontraba ignominiosamente expulsado, con todos mis penates, es decir, con un pequeño baúl, del lado exterior de la puerta del Colegio. – Eran las ocho y media de la noche: medité. Mi familia y todos mis parientes en el campo, sin un peso en el bolsillo, – ¿qué hacer? Me parecía aquella una aventura enorme y encontraba que David Copperfield era un pigmeo a mi lado; me creía perdido para siempre en el concepto social. Vagué una hora, sin el baúl, se entiende, que había dejado en depósito en la sacristía de San Ignacio y por fin fuí a caer sobre un banco de la plaza Victoria. Un hombre pasó, me conoció, me interrogó y tomándome cariñosamente de la mano, me llevó a su casa, donde dormí en el cuarto de sus hijos, que eran mis amigos. – Era D. Marcos Paz, Presidente entonces de la República y uno de los hombres más puros y bondadosos que han nacido en suelo argentino.

Varios enemigos de Jacques quisieron explotar mi expulsión violenta y vieron a mi madre para intentar una acción criminal contra él. Mi madre, sin más objetivo que mi porvenir, resistió con energía, vió a Jacques, que ya había devuelto desgarrada una solicitud del Colegio entero por nuestra readmisión (Calle había seguido mi suerte) y después de muchas instancias, consiguió la promesa de admitirme externo, si en mis exámenes salía regular. La suerte y mi esfuerzo me favorecieron y habiendo obtenido ese año, que era el primero, el premio de honor, volví a ingresar en los claustros del internado.




XI


Nada mortificaba más a Jacques que ver un alumno dormido durante sus explicaciones; el desdichado tenía siempre un despertar violento. Los cuchicheos, la novela debajo del banco, leída a hurtadillas, le ponían fuera de sí. Entraba en la clase con su paso reposado y durante media hora, con un enorme pedazo de tiza en la mano, que solía limpiar negligentemente en la solapa de la levita, explicaba la materia con su voz grave y sonora. A medida que se animaba, sacaba un cigarrillo de papel, lo armaba y lo colocaba sobre la mesa. Pero mientras buscaba fósforos se olvidaba del cigarro, sacaba otro y así sucesivamente, hasta que, agotada su provisión, se dirigía a uno de nosotros y nos pedía uno, que nos apresurábamos a darle, encendido el rostro, pero sin hacerle la menor indicación hacia los que estaban enfilados sobre la mesa.

Luego nos dictaba nuestros cuadernos, pero con una rapidez tal de palabra, que, siendo casi imposible seguirle, habíamos adoptado con mi vecino del primer banco y amigo, Julián Aguirre, hijo de Jujuy y actualmente magistrado distinguido, un sistema de signos abreviativos. Así las voces largas, como circunferencia, perpendicular, etc., eran reemplazadas por el signo del infinito, ∞, las letras griegas α, π, etc. – Un día, habiéndose interrumpido para reñir a alguno, me tocó la mala suerte de que eligiera mi cuaderno para reanudar el hilo de la exposición. – Aquel galimatías de signos le puso furioso y me tiró con mi propio manuscrito.




XII


Otra vez, Corrales… No puedo resistir al deseo de presentar a mi condiscípulo Corrales. Es uno de esos tipos eternos del internado que todo aquel que haya pasado algunos años dentro de los muros de un colegio, reconocerá a primera vista. – Es el cabrión, el travieso, el mal estudiante, el reo presunto de todas las contravenciones, faltas y delitos. – De un espíritu lleno de iniciativa, inventando a cada instante una treta nueva para burlarse del maestro o procurarse alguna satisfacción, gritando como veinte en el recreo, dejando grabado su nombre en todas las mesas, gracioso, chispeante en la conversación, llena de la sal gruesa de colegio, es al mismo tiempo incapaz de aprender, de asimilarse una noción científica cualquiera. – Corrales inventaba trampas, aparatos para robar uvas, lazos corredizos admirables para tomar delicadamente del cuello, desde una altura de diez metros, las botellas simétricamente colocadas sobre una mesa en el patio del cura de San Ignacio, sobre el que daban las ventanas de algunos dormitorios, botellas que su dueño destinaba a festejar la fiesta del patrono; – Corrales sabía abrirse la puerta del encierro sin fractura visible, pero Corrales jamás pudo comprender ni creer que el valor de los ángulos se midiera por el espacio comprendido entre los lados y no por la longitud de éstos.

Las matemáticas, como toda noción racional por lo demás, eran para él abismos sin fondo en los que su cráneo de chorlo se mareaba. Era feísimo, picado de viruelas, con un pelo lacio, duro y abundante, obedeciendo sin trabas el impulso de veinte remolinos. Sus libros, jamás abiertos, eran los más sucios y deshechos del colegio. Algunas veces, cuando la cosa apuraba, venía a que le explicáramos un teorema, con claridad, sin prisa y dándole el derecho de preguntar, sin límites. Era inútil; no tenía la noción del ángulo recto. – En clase pasaba el tiempo en tallar su banco, que se iba convirtiendo en un escaño digno del Berruguete, – en fumar a escondidas, a favor de su facultad envidiada de retener el humo en el pecho durante cinco minutos, en hacer flechas, cuerdas de goma de botín que, fijadas en el índice y el pulgar, lanzaban al techo una bola de papel mascado que se adhería a él, sosteniendo por un hilo un retrato de perfil del profesor; en fabricar gallos perfectos, navíos primitivos y en mil otros pasatiempos igualmente conexos con el curso. – No había casi día, en la clase de Jacques, que Corrales escapara a las vigorosas arremetidas del sabio. – Pero Corrales, familiarizado ya con ese procedimiento, había resuelto emplear en su defensa una de sus artes más estudiadas: Corrales canchaba maravillosamente. Un pie adelante, con el cuerpo encorvado, durante los recreos, ni los grandes conseguían tocarle el rostro; tenía la agilidad, la vista del compadrito y sus mismos dichos especiales. – Así, cierto día que Jacques nos explicaba que los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos, Corrales, oyendo como el ruido del viento la explicación, desde los últimos bancos de la clase, estaba profundamente preocupado en construir, en unión con su vecino el cojo Videla, que le ayudaba eficazmente, un garfio para robar uvas de noche. De pronto Jacques se detiene y con voz tonante exclama: "Corrales, tú eres un imbécil y tu compadre Videla otro: ¿cuánto valen los dos juntos?" – "¡Dos rectos!" – contestó Corrales, que tenía en el oído esas dos palabras tan repetidas durante la explicación y sin darse cuenta, en su sorpresa, de la pregunta de Jacques. Este se le fué encima y nos fué dado presenciar uno de los combates más reñidos del año.

Corrales se echó para atrás, enroscó el cuerpo, hundió la cabeza entre los hombros y mirando a su adversario con sus ojos chiquitos, llenos de malicia, esperó el ataque con las manos en postura. – Jacques debutó por un revés, que fué hábilmente parado; una finta en tercia, seguida de un amago al pelo, no obtuvo mayor éxito. Entonces Jacques, despreciando los golpes artísticos, comenzó lisa y llanamente a hacer llover sobre Corrales una granizada de trompadas, bifes, reveses, de filo, de plano, de punta, todo en confuso e inexplicable torbellino. El calor de la lucha enardeció a Corrales; se multiplicaba, se retorcía y cada buena parada decía con acento jadeante: "¡Diande!" – "¡Cuándo, mi vida!" y otros gritos de guerra análogos. Jacques, más irritado aún, hizo avanzar la artillería y una nube de puntapiés cayó sobre las extremidades del intrépido agredido. – Corrales, que no sabía canchar con las piernas, se puso de rodillas sobre el banco; esta simple evolución hizo efímeros los estragos del cañón y el combate al arma blanca continuó. – Pero Corrales era un simple montonero, un Paez, un Güemes, un Artigas; no había leído a César, ni al gran Federico, ni las memorias de Vauban, ni los apuntes de Napoleón, ni los libros de Jomini. – Su arte era instintivo y Jacques tenía la ciencia y el genio de la estrategia.

De idéntica manera los persas valerosos no supieron defender sus empalizadas contra los atenienses de Platea. – El banco de la batalla había sido abandonado por los vecinos de Corrales; Jacques vió la ventaja de una mirada y amagando una carga violenta, mientras Corrales en el movimiento defensivo perdía un tanto el equilibrio, su adversario, de un golpe enérgico, dió en tierra con el banco y con Corrales. – Antes de que éste pudiera levantarse, Jacques le asió del cuello de la camisa, no saltando el botón correspondiente por la costumbre inveterada en Corrales de no usarlo nunca. – No brilló en manos del vencedor la daga de misericordia, pero sí sonó, uno solo, soberbio bofetón.

Así concluyó aquel memorable combate, que habíamos presenciado silenciosos y absortos, a la manera de los indios de Manco Capac las batallas de Almagro y de Pizarro, como luchas de seres superiores al hombre!..




XIII


Jacques llegaba indefectiblemente al Colegio a las nueve de la mañana; averiguaba si había faltado algún profesor y en caso afirmativo, iba a la clase, preguntaba en qué punto del programa nos encontrábamos, pasaba la mano por su vasta frente como para refrescar la memoria y en seguida, sin vacilación, con un método admirable, nos daba una explicación de química, de física, de matemáticas en todas sus divisiones, aritmética, álgebra, geometría descriptiva o analítica, retórica, historia, literatura, hasta latín! El único curso, de todo aquel extenso programa, que no le he visto dictar por accidente, era el de inglés, dado por mi buen amigo David Lewis, que nos hacía leer a Milton y a Pope, a Addison y a todos los buenos prosistas del "Spectator".

Debe estar fija en la memoria de mis compañeros aquella admirable conferencia de M. Jacques sobre la composición del aire atmosférico. – Hablaba hacía una hora, y ¡fenómeno inaudito en los fastos del Colegio! al sonar la campana de salida, uno de los alumnos se dirigió, arrastrándose hasta la puerta, la cerró para que no entrara el sonido y por medio de esta estratagema, ayudada por la preocupación de Jacques, tuvimos media hora más de clase. Había venido de buen humor ese día y su palabra salía fácil, elegante y luminosa. – En ciertos momentos se olvidaba y nos hablaba en francés, que todos entendíamos entonces. ¡Qué pintura inimitable de ese maravilloso fenómeno de la vegetación, de aquellas plantas con corazón de madre, absorbiendo el leal carbono de la atmósfera y esparciendo a raudales el oxígeno, la esencia de la vida! ¡Cómo nos hablaba de la bajeza miserable del hombre que pisotea una planta o abate un árbol para coger un fruto! Aún suena en mis oídos su palabra, y al recordarla, aún se apodera de mi alma aquella emoción nueva e inexplicable entonces para mí!

Cuando empezó a dictar el curso de filosofía, que debía concluir tan brillantemente Pedro Goyena, dió como texto el manual en colaboración con Simon y Saisset. En la primera conferencia dijo bien claro que aquélla era la filosofía eléctica; más tarde añadió a algunos compañeros: "el día que yo escriba mi filosofía, comenzaré por quemar ese manual".

No ha dejado nada al respecto; pero si es posible rehacer sus ideas personales con el estudio de su naturaleza intelectual y sus opiniones científicas, no es arriesgado afirmar que, discípulo directo de Bacon, pertenecía a la escuela positivista, que hasta entonces no había tenido divulgadores como Littré, pero que, antes de haberla formulado Augusto Comte, ha sido la filosofía de los hombres de ciencia, realmente superiores, en todos los tiempos.

Adorábamos a Jacques a pesar de su carácter, jamás faltamos a sus clases, y nuestro orgullo mayor, que ha persistido hasta hoy, es llamarnos sus discípulos. A más, su historia, conocida por todos nosotros y pintorescamente exagerada, nos hacía ver en él, no sólo un mártir de la libertad, como lo fué en efecto, sino un hombre que había luchado cuerpo a cuerpo con Napoleón, nombre simbólico de la tiranía.




XIV


Una mañana vagábamos en el claustro, asombrados que hubiese pasado un cuarto de hora del momento infalible en que M. Jacques se presentaba. De pronto un grito penetrante hirió nuestros oídos; conocí la voz de Eduardo Fidanza, uno de los discípulos, más distinguidos del Colegio. Corrí a la portería y encontré a Fidanza pálido, desencajado, repitiendo como en un sueño: "¡M. Jacques ha muerto!" La impresión fué indescriptible; se nos hizo un nudo en la garganta y nos miramos unos a otros con los rostros blancos, lívidos, como en el momento de una desventura terrible.

El portero había recibido orden de no dejarnos salir; le echamos violentamente a un lado y muchos, sin sombrero, desolados, corrimos a casa de M. Jacques.

Estaba tendido sobre su cama, rígido y con la soberbia cabeza impregnada de una majestad indecible. – La muerte le había sorprendido al llegar a su casa después de una noche agitada. El rayo de la apoplejía le derribó vestido, sin darle tiempo para pedir ayuda. – Pendía su mano derecha fuera de la cama; uno por uno, por un movimiento espontáneo, nos fuimos arrodillando y posando en ella los labios, como un adiós supremo a aquel a quien nunca debíamos olvidar. Su espíritu liberal, abierto a todas las verdades de la ciencia, libre de preocupaciones raquíticas, ha ejercido su influencia poderosa sobre el de todos sus discípulos.

Le llevamos a pulso hasta su tumba y levantamos en ella un modesto monumento con nuestros pobres recursos de estudiantes. Duerme el sueño eterno al abrigo de los árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás voy a la tumba de los míos sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarle con el respeto profundo de los grandes cariños.




XV


El retiro del doctor Agüero no mejoró la disciplina interna del Colegio. – Estaba reservada esa difícil tarea a D. José M. Torres, que, con mano de hierro y cargando con la más franca y abierta odiosidad que es posible dedicar a un hombre, nos metió en vereda, nos domó a fuerza de castigos, transformando el encierro en la morada habitual de algunos de nosotros, privándonos de salida, levantando en alto, en fin, el principio de autoridad. De un carácter desgraciado, pues a la primera contradicción se ponía fuera de sí, dudo que haya tenido apetito un solo día durante su permanencia en el Colegio; oíamos a cada instante su voz de trueno rebotar en el eco de los claustros, vibrante e inflamada. En cuanto a mí, creo haber contribuído no poco a hacerle la vida amarga y le pido humildemente perdón, porque sin su energía perseverante, no habría concluído mis estudios, y sabe Dios si el sér inútil que bajo mi nombre se agita en el mundo no hubiera sido algo peor.

Pero antes de su ingreso, el Colegio fué regido algún tiempo por un sacerdote de quien tengo forzosamente que hablar tan mal, que me limito a designarle sólo por iniciales. D. F. M. era extranjero e ignoro por qué circunstancia un hombre como él, sin moralidad, sin inteligencia y desprovisto de ilustración, había conseguido hacerse nombrar Vicerrector del Colegio Nacional.

Antes de su entrada las pasiones políticas que habían agitado la República desde 1852 se reflejaban en las divisiones y odios entre los estudiantes. Provincianos y porteños formaban dos bandos, cuyas diferencias se zanjaban a menudo en duelos parciales.

Los provincianos eran dos terceras partes de la totalidad en el internado, y nosotros, los porteños, ocupábamos modestamente el último tercio; eran más fuertes, pero nos vengábamos ridiculizándoles y remedándoles a cada instante. – Habíamos pillado un trozo de diálogo entre dos de ellos, uno que decía, con una palangana en la mano: "¡Agora no más la vo a derramar!" y el otro que contestaba en voz de tiple: "¡No la derramís!" – Lo convertimos en un estribillo que les ponía fuera de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde de la aldea de Don Quijote.

Eran mucho más graves, serios y estudiosos que nosotros. – Con igualdad de inteligencia y con menor esfuerzo por nuestra parte obteníamos mejores clasificaciones en los exámenes. El fenómeno consistía simplemente en nuestra mayor viveza de imaginación, desparpajo natural y facilidad de elocución. – Recuerdo que Pedro Goyena, hablando de un joven correntino, Carlos Harvey, dotado de una inteligencia sólida y profunda, de una laboriosidad incomparable, repetía las palabras de Sainte-Beuve, aplicándoselas: "le falta la arenilla dorada". Esa arenilla dorada constituía nuestra superioridad. – Dábamos una conferencia de historia, filosofía o retórica con sin igual botaratería, mientras ellos, en general, poseyendo la materia tal vez mejor que nosotros, se limitaban a una exposición sucinta, pálida y difícil. Había, por ejemplo, otro bohemio en el Colegio, enorme, pesado, indolente, pero de una inteligencia clara y meditativa. Era un joven Aberastain, de San Juan, hijo del mártir del Pocito; yo me había ligado a él porque nuestros padres fueron amigos y le había aplicado el mismo apodo de "buey" que el suyo había recibido en la Universidad. Goyena, que era nuestro profesor de filosofía, se había empeñado en hacerle hablar, porque en dos o tres contestaciones en clase le llamó la atención la claridad con que comprendía ciertos puntos obscuros. Al fin hubo de renunciar, vencido por la apatía invariable de aquel carácter. El pobre Aberastain fué una de las primeras víctimas del cólera de 1867.

He nombrado a uno; nombraré otro, el primero de todos, Patricio Sorondo, arrebatado por la fiebre amarilla, cuando era ya conocido por su inteligencia extraordinaria, unida, lo que no es común, a una laboriosidad perseverante y tenaz. Era el primer discípulo de su clase; hablaba con maravillosa facilidad, era espiritual, chispeante, y como estudiaba enormemente, sus exámenes fueron siempre aclamados. – Jacques le tenía gran cariño, sentimiento que habíamos descubierto, no por manifestaciones externas, sino por un fenómeno negativo: jamás le reprendió. – Patricio se entretenía en decir negligentemente, delante de mi amigo Valentín Balbín, hoy ingeniero distinguido, que la noche anterior había estudiado hasta tal punto – y le señalaba medio tomo de un enorme tratado de física o matemáticas. – Valentín, animado de una emulación digna y de un gran orgullo, volvía al día siguiente pálido y con los ojos marchitos, habiendo estudiado hasta el punto indicado, tragándose un centenar de páginas que Patricio no había ni aun recorrido.

La muerte de Sorondo fué una pérdida real para el país; habríamos tenido en él un hombre de estado, liberal, lleno de ilustración y con un carácter firme y recto.




XVI


Estudiábamos seriamente en el Colegio, sobre todo los tres meses que precedían los exámenes, en los que el gimnasio y los claustros perdían su aspecto bullicioso, para no dejar ver sino pálidas caras hundidas en el libro, pizarras llenas de fórmulas algebraicas, y en los rincones pequeños Sócrates ocupados en discutir con los ateos venidos, no ya de la Jonia, sino de los Andes o del Aconquija. Los exámenes eran duros y sabíamos que serían tomados por profesores de la Universidad.

Ahora bien; entre el Colegio y la Universidad existía el mismo antagonismo, la misma lucha que entre los discípulos de Guillermo de Champeaux y los de Abelardo, la misma emulación que entre Oxford y Cambridge. Despreciábamos esos petimetres que iban paquetes al aula una vez por mes, a hacer barullo en las clases de Larsen o Gigena y que no leían sino el Balmes o el Gérusez, mientras nosotros nos alimentábamos de la médula de león del electicismo (!) – A más, ¿por dónde la Universidad era capaz de presentar un cuadro de aventuras, de diabluras, como las que ilustraban los anales del Colegio? – De tiempo en tiempo nos llegaba la noticia de un aparato que, regido por un hilo, ponía de punta una aguja en las sillas de Larsen, Gigena o Ramsay, en el momento de sentarse, – la transformación de una galera profesional en acordeón silencioso, etc. Pero acogíamos esa materia parva con la benévola sonrisa de los magos de Faraón ante los primeros milagros de Moisés. – Una cosa nos disgustaba: que Jacques no nos perteneciera de una manera completa y exclusiva. Habríamos dado algo por verle renunciar su cátedra de física en la Universidad.

En los primeros tiempos quise reaccionar un tanto contra ese espíritu, y recordando que antes de entrar en el Colegio había pasado un año en la Universidad, intenté iniciar, sin éxito, la política de conciliación. Y, sin embargo, no eran de los más gratos mis recuerdos universitarios. Para ingresar a la clase de primer año de latín, debí rendir un impalpable examen de gramática castellana, en el que fuí ignominiosamente reprobado por la mesa compuesta de Minos, Eaco y Radamanto, bajo la forma de Larsen, Gigena y el doctor Tobal. Me dieron un trozo de la "Eneida", traducción Larsen, para analizar gramaticalmente; era una invocación que empezaba por: "¡Diosa!" – "Pronombre posesivo!" dije, y bastó; porque con voz de trueno, Larsen me gritó: "¡Retírate, animal!"

Esto era en Diciembre; en Marzo arremetí de nuevo, pasé regular, con recomendación de mayor estudio para el año venidero e ingresé en la famosa clase de latín donde Pirovano hacía sus raras y memorables apariciones. Nada más soberbio que los diálogos que se entablaban entre él y Larsen.

Era en vano que Larsen interrogara a Pirovano sobre el I, II, IV o VI libro de la "Eneida", sobre el "De Viris" o el "Epitome"; Pirovano sabía un solo verso de memoria, ordenado y traducido, que amaba con pasión y que lanzaba con una voz eufónica cada vez que Larsen pulsaba su erudición: Amor insano Pasiphae!

De ahí no salía, sino a la calle. – Es al doctor Larsen a quien el pueblo de Buenos Aires debe el tener ese médico que le honra. Harto de Pirovano y para verse libre de él, le hizo pasar contra viento y marea en el examen de primer año, en el que hubiera quedado eternamente; tal era su afición al Nebrija.




XVII


Conocíamos también en el Colegio la existencia de un café clandestino, donde se reunían a jugar al billar Pellegrini, Juan Carlos Lagos, Lastra, Quirno y Terry, a quien Pellegrini corría todas las noches hasta su casa, sin faltar una sola a esta higiénica costumbre. – Los combates homéricos del mercado no nos eran desconocidos, ni las pindáricas escenas de la clase de griego, de Larsen, donde éste y su único discípulo, el pobre correntino Fernández, muerto en plena juventud, se disputaban la palma de los juegos Pythios, recitando con sin igual entusiasmo los versos de la "Ilíada". – En la Universidad se sostenía calumniosamente que el sueldo de la clase de griego se dividía entre Larsen y Fernández, pero el hecho curioso es que Fernández, solo en clase, conseguía armar unos barullos colosales, respondiendo imperturbablemente a las imprecaciones de Larsen: "¡No soy yo!" – Recuerdo que más tarde, cuando fuimos estudiantes de derecho, Patricio Sorondo nos invitaba a entrar en masa en la clase de griego, como oyentes. Cuando Larsen leía algún verso, Patricio sonreía con lástima. Interpelado, aseguraba al buen profesor que su pronunciación helénica era deplorable; que, a lo sumo, sólo podía compararse al dialecto de los porteros de Atenas en tiempo de Pericles. – Fernández se indignaba y encarándose con Patricio, le dirigía una alocución en griego que ni él mismo, ni Larsen, ni nadie entendía. – La escena concluía siempre poniéndonos Larsen a todos en la puerta y encerrándose de nuevo con Fernández, que a todo trance quería saber el griego…




XVIII


La pluma ha corrido inconscientemente; quería hablar del antagonismo entre porteños y provincianos, y heme aquí bien lejos de mi objeto!

El hecho es que el nuevo Vicerrector, por una u otra razón, decidió gobernar con un partido, sistema como cualquier otro, aunque para él tuvo consecuencias deplorables.

Creíamos entonces, exageradamente, que todos los castigos nos estaban reservados, mientras los provincianos (nosotros éramos del Estado de Buenos Aires!) tenían asegurada la impunidad absoluta. Las conspiraciones empezaron, los duelos parciales entre los dos bandos se sucedían sin interrupción, hasta que la conducta misma de Don F. M. justificó la explosión de la cólera porteña. Don F. M. nos organizaba bailes en el dormitorio antiguamente destinado a capilla, en el que aun existía el altar y en el que, en otro tiempo, bajo el doctor Agüero, se hacían lecturas morales una vez por semana. – No fué por cierto el sentimiento religioso el que nos sublevó ante aquella profanación; pero como en esos bailes había cena y se bebía no poco vino seco, que por su color reemplazaba el Jerez a la mirada, sucedía que muchos chicos se embriagaban, lo que era no solamente un espectáculo repugnante, sino que autorizaba ciertos rumores infames contra la conducta de Don F. M., que hoy quiero creer calumniosos, pero sobre cuya exactitud no teníamos entonces la menor duda. El simple hecho del baile revelaba, por otra parte, en aquel hombre, una condescendencia criminal, tratándose de un Colegio de jóvenes internos, régimen abominable por sí mismo y que sólo puede persistir a favor de una vigilancia de todos los momentos y de una disciplina militar.

A la conspiración vaga sucedió una organización de carbonarios. Yo no tuve el honor de ser iniciado; era muy chico aún y pertenecía a los abajeños; es decir, a los que vivíamos en el piso bajo del colegio, mientras el alto era ocupado por los mayores, los arribeños. – Nuestros prohombres lo habían organizado todo, sin dar cuenta a la gente menuda. Pero yo tenía un buen amigo en Eyzaguirre, que tuvo la bondad de ilustrarme ligeramente.

Mis relaciones con Eyzaguirre eran de una naturaleza especial; le incomodaba a cada instante, le remedaba, le llamaba Del País, que era su aborrecido apodo, zumbaba a su alrededor como un mosquito, le desafiaba, le echaba pelo de cepillo entre las sábanas, le mortificaba, en fin, de cuantas maneras me sugería mi imaginación, tendida a ese solo objeto. Eyzaguirre era un hombre robusto, fuerte y bravo; más de una vez levantó el brazo sobre mí, pero vencía su generosidad ingénita y comprendiendo que de un golpe me habría suprimido, lo dejaba caer ahogando un rugido, como Jean Taureau delante de Fifine. Sólo en una ocasión la cólera le cegó; me dió a mano abierta un cogotazo que me tendió a lo largo y antes que hubiere iniciado a patadas desde el suelo un estéril sistema defensivo, ya Eyzaguirre me había levantado en sus robustos brazos y llevado junto a la fuente para ponerme agua en la cabeza, preguntándome, con la voz trémula por la emoción, si me había hecho daño.

Tanta generosidad me venció, y sea por ese motivo o porque el primer cogotazo había roto el cómodo prisma de la impunidad, el hecho es que nos hicimos amigos para siempre. Aun hoy es uno de los hombres cuya mano estrecho con mayor placer.




XIX


Eyzaguirre me había dicho que si sentía algún gran ruido de noche, en los claustros de arriba, acometiera valerosamente al provinciano que tuviera más próximo de mi cama y que lo pusiera fuera de combate. Que éramos pocos y sólo podría salvarnos el valor y la rapidez en la acción. En fin, después de algunos días de expectativa, una noche, de una a dos de la mañana, saltamos todos sobre el lecho, al sacudimiento espantoso de una detonación que conmovió las paredes del Colegio.

Arremetí ciego a mi vecino, que no puedo recordar bien si era un joven llamado Granillo, de la Rioja, o Cossio, de Corrientes, dí y recibí algunos moquetes; pero la curiosidad pudo más, y todos corrimos, casi desnudos, a los claustros superiores. – Aun había mucho humo; las puertas del cuarto del Vicerrector habían sido sacadas de quicio por la explosión de dos bombas Orsini, sin proyectiles, se entiende, pues el objeto no fué otro que dar un susto de dos yemas a Don F. M. – Este había hecho una barricada en la puerta.

En medio del claustro y solo, frente a su cuarto, ví a Eyzaguirre en soberbia apostura de combate, con un viejo sable en la mano izquierda y una bola de plomo, unida a una cuerda, en la derecha.

De todos los dormitorios afluían estudiantes, muchos de ellos armados. Aquél iba a ser un campo de Agramante; el Vicerrector, viéndose rodeado de sus fieles, salvó la barricada y comenzó a vociferar, abriendo sus vestidos, mostrando el pecho desnudo, desafiando a la muerte, etc. Los conocedores sostuvieron siempre que esa manifestación de valor había sido un poco tardía.

Así como los franceses de Sicilia, repuestos de su sorpresa, arremetían enfurecidos a sus adversarios, los provincianos se preparaban a caer sobre nuestra vanguardia, formada por Eyzaguirre y dos o tres compañeros, cuando vimos aparecer al venerable Dr. Santillán, cura párroco de San Ignacio; sus cabellos blancos, su palabra mansa y persuasiva, desarmaron los ánimos. – Cada uno se retiró a su cuarto y él llevó consigo a Don F. M., que jamás volvió a pisar el suelo del Colegio.

El sumario al día siguiente fué terrible; M. Jacques, pálido de cólera, tomaba las declaraciones principales. El punto capital era éste: ¿quién había prendido fuego a las bombas? – La respuesta fué unánime y sincera: "no lo sé". Y era la verdad; por largos años ha permanecido oculto el nombre del nuevo Guy Fawkes, del atrevido estudiante que, con más éxito que aquél, llevó a cabo ese rasgo de audacia. Más tarde, cuando hacía ya mucho tiempo que había salido del Colegio, uno de los grandes de entonces me hizo la confidencia, murmurando a mi oído un nombre que callo hoy, no porque a mi juicio pueda menoscabar en lo mínimo la relación de esta aventura al que la dió acabado fin, sino por un curiosísimo resto de aquel culto del estudiante de honor por la discreción y el secreto. Es pueril, pero lo siento así.




XX


Dos o tres expulsados, tres meses sin salida los domingos a casi todos e interminables horas de encierro a muchos de nosotros volvieron a poner las cosas en su estado normal, afirmándose definitivamente la disciplina con el ingreso de Don José M. Torres.

El encierro es un recuerdo punzante que no me abandona; eterno candidato para ocuparlo, su huésped frecuente, conocía una por una sus condiciones, sus escasos recursos, sus numerosas inscripciones y aquel olor húmedo, acre, que se me incrustaba en la nariz y me acompañaba una semana entera. La puerta daba a un descanso de la escalera que se abría frente al gimnasio. – Era una pieza baja, de bóveda: cuatro metros cuadrados. Tenía un escaño de cal y canto, demasiado estrecho para acostarse y que daba calambres en la espalda a la hora de estar sentado en él. Una luz insignificante entraba por una claraboya lateral y muy alta, por donde los compañeros solían tirar con maestría algunos comestibles con que combatir el clásico régimen de pan y agua.

¡Oh! las horas mortales pasadas allí dentro, tendido en el suelo, llena de tierra la cabeza, el cuerpo dolorido, los oídos tapados para no oir el ruido embriagador de la partida de rescate, en la que yo era famoso por mi ligereza, la vela de sebo, mortecina y nauseabunda, pegada a la pared, debajo de una caricatura de Paunero con tricornio y con una cinta saliendo de su boca, a manera de las ingenuas leyendas brotando de labios de vírgenes y santos, en el arte cristiano primitivo, pero cargada aquí con un dístico cojo y expresivo; la enorme hoja de la puerta, tallada, quemada de arriba abajo, horadada y recompuesta, como un pantalón de marinero; la cerradura claveteada y cosida, fiel e incorruptible, virgen de todo atentado, desde la solemne declaración de Corrales sobre la ineficacia de nuevas tentativas al respecto; el hambre frecuente, los proyectos de venganza negra y sombría, lentamente madurados en la obscuridad, pero disipados tan pronto como el aire de la libertad entraba en los pulmones!..

He conservado toda mi vida un terror instintivo a la prisión; jamás he visitado una penitenciaría sin un secreto deseo de encontrarme en la calle. Aun hoy las evasiones célebres me llenan de encanto y tengo una simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y Jacques Casanova. No he podido comprender nunca el libro de Silvio Pellico, ni creo que el sentimiento de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto de la razón, basten para determinar esa placidez celeste, si no se tiene una sangre tranquila y fría, un espíritu contemplativo y una atrofia completa del sistema nervioso.




XXI


Las autoridades del Colegio habían comenzado a preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los dormitorios destinados a enfermería, en vista del número de estudiantes, siempre en aumento, que era necesario alojar en ella. Una epidemia vaga, indefinida, había hecho su aparición en los claustros. Los síntomas eran siempre un fuerte dolor de cabeza, acompañado de terribles dolores de estómago. ¡Vas-y-voir!

El hecho es que la enfermería era una morada deliciosa; se charlaba de cama a cama; el caldo, sin elevarse a las alturas del consommé, tenía un cierto gustito a carne, absolutamente ausente del líquido homónimo que se nos servía en el refectorio; pescábamos de tiempo en tiempo un ala de gallina, y sobre todo… no íbamos a clase!

La enfermería era, como es natural, económicamente regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma para meditar y traer su nombre a la memoria sin conseguirlo; pero tengo presente su aspecto, su modo, su fisonomía, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos. Había sido primero sirviente de la despensa, luego segundo portero, y, en fin, por una de esas aberraciones que jamás alcanzaré a explicarme, enfermero. "Para esa plaza se necesitaba un calculador, dice Beaumarchais: la obtuvo un bailarín".

Era italiano y su aspecto hacía imposible un cálculo aproximativo de su edad. Podía tener treinta años, pero nada impedía elevar la cifra a veinte unidades más. Fué siempre para nosotros una grave cuestión decir si era gordo o flaco.

Hay hombres que presentan ese fenómeno; recuerdo que en Arica, durante el bloqueo, pasamos con Roque Sáenz Peña largas horas reuniendo elementos, para basar una opinión racional al respecto, con motivo de la configuración física del general Buendía. – Sáenz Peña se inclinaba a creer que era muy gordo y yo hubiera sostenido sobre la hoguera que aquel hombre era flaco, extremadamente flaco. – Le veíamos todos los días, le analizábamos sin ganar terreno. Yo ardía por conocer su opinión propia; pero el viejo guerrero, lleno de vanidad, decía hoy, a propósito de una marcha forzada que venía a su memoria, que había sufrido mucho a causa de su corpulencia. – Sáenz Peña me miraba triunfante! – Pero al día siguiente, con motivo de una carga famosa, que el general se atribuía, hacía presente que su caballo, con tan poco peso encima, le había permitido preceder las primeras filas. – A mi vez, miraba a Sáenz Peña como invitándole a que sostuviera su opinión ante aquel argumento contundente. No sabíamos a quién acudir, ni qué procedimiento emplear. ¿Pesar a Buendía? ¿Medirle? No lo hubiera consentido. ¿Consultar a su sastre? No le tenía en Arica. – Aquello se convertía en una pesadilla constante; ambos veíamos en sueños al general. – Roque, que era sonámbulo, se levantaba a veces pidiendo un hacha para ensanchar una puerta por la que no podía penetrar Buendía. – Yo veía floretes pasearse por el cuarto, en las horas calladas de la noche y observaba que sus empuñaduras tenían la cara de Buendía. – No encontrábamos compromiso plausible, ni modus vivendi aceptable. Reconocer que aquel hombre era regular, habría sido una cobardía moral, una débil manera de cohonestar con las opiniones recíprocas. En cuanto a mí, la humillación de mis pretensiones de hombre observador me hacía sufrir en extremo. – ¿Cómo podría escudriñar moralmente un individuo, si no era capaz de clasificarle como volumen positivo? – Al fin, un rayo de luz hirió mis ojos o la reminiscencia inconsciente del enfermero del Colegio vino a golpear en mi memoria. Vi marchar de perfil a Buendía y, ahogando un grito, me despedí de prisa y corrí en busca de Sáenz Peña, a quien encontré tendido en una cama, silencioso y meditando, sin duda ninguna, en el insoluble problema. – Medio sofocado, grité desde la puerta: "¡Roque!.. ¡Encontré! – ¿Qué? – Buendía… – ¡Acaba! – ¡Es flaco y barrigón!"

No añadiré una palabra más; si alguno de los que estas líneas lean ha observado un hombre de esas condiciones, habrá sin duda sentido las mismas vacilaciones y dudas. Tal vez él, menos feliz, no ha encontrado la clave del secreto, que le abandono generosamente.




XXII


Nuestro enfermero tenía esa peculiarísima condición. Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable que nos traía a la idea la confusa y entremezclada vegetación de los bosques primitivos del Paraguay, de que habla Azara; veíamos su frente, estrecha y deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el vago fondo del mar, cuando una ola violenta absorbe en un instante un enorme caudal de agua para levantarlo en el espacio. Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las pestañas, ralas y gruesas, como si hubieran sido afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un sér de razón para el infeliz, que estoy seguro jamás conoció aquella sección de su cara, oculta bajo una barba, cuyo tupido, florescencias y frutos nos traía a la memoria un ombú frondoso. – El cuerpo, como he dicho, era enjuto; pero un vientre enorme despertaba compasión hacia las débiles piernas por las que se hacía conducir sin piedad. El equilibrio se conservaba gracias a la previsión materna que le había dotado de dos andenes de ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a no dudarlo, consumía un cuero de baqueta entero. Un día nos confió, en un momento de abandono, que nunca encontraba alpargatas hechas y que las que obtenía, fabricadas a medida, excedían siempre los precios corrientes.

Debía haber servido en la legión italiana durante el sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con algún soldado de Garibaldi en aquellos tiempos, porque en la época en que fué portero, cuando le tocaba despertar a domicilio, por algún corte inesperado de la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros cuartos cantando a voz en cuello, con el aire de una diana militar, este verso (!) que tengo grabado en la memoria de una manera inseparable a su pronunciación especial:

Levántasi, muchachi,
que la cuatro sun
e lo federali
sun vení o Cordun.

Perdió el gorjeo matinal a consecuencia de un reto del señor Torres, que, haciéndole parar el pelo, le puso a una pulgada de la puerta de la calle. – Sin embargo, en la enfermería, cuando entraba por la mañana o al participar, en la comida, del vino que había comprado a hurtadillas para nosotros, tarareaba siempre entre dientes: "Levántasi, muchachi", etc. Cuando le retaban o el doctor Quinche, médico del Colegio, le decía que era un animal, lo que ocurría con regularidad y justicia todos los días, su único consuelo era, así que la borrasca se ausentaba bajo la forma del Dr. Quinche, entonar su eterno e inocente estribillo.

Como prototipo de torpeza, nunca he encontrado un specimen más completo que nuestro enfermero. – Su escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia del doctor, a quien había tomado un miedo feroz y de cuya ciencia médica hablaba pestes en sus ratos de confidencia. – Cuando el médico le indicaba un tratamiento para un enfermo, inclinaba la cabeza en silencio y se daba por enterado. – Un día había caído en el gimnasio un joven correntino y recibido, a más de un fuerte golpe en el pecho, una contusión en la rodilla. – El Dr. Quinche recetó un jarabe que debía tomarse a cucharadas y un agua para frotar la rodilla. – Una hora después de su partida, oímos un grito en la cama del pobre correntino, a quien el enfermero había hecho tomar una cucharada de un líquido atroz, después de haberle friccionado cuidadosamente la rodilla con el jarabe de que tenía enmelada toda la mano. Fué su última hazaña; el Dr. Quinche declaró al día siguiente que uno de los dos, el enfermero o él, estaba de más en el mundo o por lo menos en la enfermería, y como el hilo se curta por lo más delgado, según tuvo la bondad de comunicármelo confidencialmente, el pobre enfermero cambió de destino, aunque consolado un tanto de que sus funciones se limitaran siempre a suministrar drogas; fué sirviente de comedor.

Sentimos su salida de todas veras; pero bien pronto una catástrofe mayor nos hizo olvidar aquélla. El Vicerrector, alarmado de la manera cómo se propagaba la epidemia vaga de que he hablado, celebró una consulta médica con el doctor, y ambos de acuerdo, establecieron como sistema curativo la dieta absoluta, acompañada de una vigilancia extrema para evitar el contrabando. A las veinticuatro horas nos sentimos sumamente aliviados y el germen de nuestro mal fué tan radicalmente extirpado, que no volvimos a visitar la enfermería en mucho tiempo.




XXIII


Fué un día bullicioso aquel en que se nos anunció que en breve empezaría a funcionar la clase de literatura regida por el señor Gigena. Teníamos hambre de lanzarnos en esa vía del arte; las novelas nos habían preparado el espíritu para esa tarea y nos parecía imposible que al año de curso no nos encontráramos en estado de escribir a nuestra vez un buen romance, con muchos amores, estocadas, sombras, luchas, escenas todas de descomunal efecto. Ya para aquel entonces había yo comenzado a borronear papel y a más de dos cretinismos juveniles que mis parientes de la "Tribuna" publicaron con sendas laudatorias, tenía casi concluída una novela que pasaba en una estancia durante las vacaciones, y cuyo héroe principal era un gaucho cantor. Creo que algo de eso se publicó después, bajo un pseudónimo, como si temiera comprometer mi gravedad en tales ligerezas.

Mi compañero de trabajos literarios era Adolfo Lamarque, que me llevaba dos ventajas insuperables: hacía versos y era externo. A pesar de estar sentados juntos en clase, nos dirigíamos frecuentemente cartas, las mías siempre en prosa, pero las suyas generalmente rimadas – Lamarque versificaba con suma facilidad. – Recuerdo que una vez que debíamos hacer una composición en clase sobre "El sueño de Aníbal", Lamarque, el único, presentó la suya en verso. Para mí fué una obra maestra y aún tengo en la memoria los primeros versos. Empezaba así:

Despierta, Aníbal, del letargo horrendo
que aquí te tiene encadenado y vuela
a vengar de Duilio…

Lamarque me enloquecía, pintándome en verso, prosa y narraciones orales, los primores maravillosos del "Orphée aux Enfers", que se daba entonces por primera vez en el Teatro Argentino. La descripción del traje de la "Opinión Publique" tomaba siete octavas partes de la narración, destinadas a pintar precisamente lo que no cubría. Diana, Venus, la opulenta Juno, completaban el cuadro. No tenía la menor noción de esas grandezas; un deseo inmoderado de gozar yo también de ese espectáculo soberano me impedía estudiar, apartar un instante mi pensamiento de ese Olimpo adorable. Así, un día que Gigena nos dió por tema de disertación escrita este cuadro de Suetonio: "Nerón, desde lo alto del Capitolio, rodeado de sus cortesanas, la lira en la mano y ceñida la frente de guirnaldas, contempla el incendio de Roma", no sé qué pasó por mí. Me olvidé que el objeto primordial, retórico, obligado, era vilipendiar a Nerón, ponerle por el suelo en nombre de la moral más elemental y concluir por una peroración vigorosa, en la que se ofreciera ese ejemplo abominable a los reyes todos de la tierra. "Amor sonó la lira", como habría dicho don J. C. Varela, y debuté por la pintura de un incendio durante la noche. En vez de hablar de las madres, niños y ancianos víctimas del fuego, en vez de mencionar gravemente los capitales perdidos y las obras de arte destruídas, no veía sino las llamas colosales jugueteando en la atmósfera, el humo denso y abrillantado por el resplandor, el rugido de las hogueras, la muchedumbre humana en convulsión. Y allá en la altura, Nerón, bello como un dios pagano, desnudo como un efebo, cantando versos sonoros y vibrantes, mientras mujeres de incomparable hermosura sostenían su cabeza con sus blancos senos, le escanciaban vinos selectos y humedecían su sien con la guirnalda siempre fresca!.. Insensiblemente pasé por los límites verdosos de la alusión discreta, llegué a las licencias de Petronius, alcancé a Lucius, y al final, ciertas páginas de Gautier habrían sido cartas de Chesterfield al lado de mi composición. Gigena se alarmó y me hizo suspender la lectura a la mitad a pesar de las protestas de los compañeros, que, viendo aquel "boccato", querían gozarlo íntegro.

Por lo demás, forzoso me es declarar que aquella clase de literatura tuvo efectos funestos sobre nosotros. Fundamos diarios manuscritos, cuya "impresión" nos tomaba noches enteras, en los que yo escribía artículos literarios donde hablaba del "festín de las brisas y los céfiros en el palacio de las selvas", y en los que Lamarque, F. Cuñado, D. del Campo y otros publicaban versos. Esos diarios hicieron allí el mismo efecto que en los pueblos de campaña; turbaron la armonía y la paz, agitaron y agriaron los ánimos y más de un ojo debió el obscuro ribete con que apareció adornado a las polémicas vehementes sostenidas por la "prensa". Por mi parte, tuve un duelo feroz. Ignoro hoy si mi adversario sufrió; pero sí recuerdo que, aunque el honor quedó en salvo, salí de la arena mal acontecido, sin ver claro, con una variante en la forma nasal y un dedo de la mano derecha fuera de su posición normal.

Un joven romano habría jurado no ocuparse más de prensa en su vida; pero las preocupaciones se van y los instintos quedan. ¡Oh! ¡qué himnos cantara hoy al periodismo si sólo golpes y magullones me hubiera costado!..




XXIV


Pasábamos las vacaciones en nuestra casa de campo, como considerábamos legítimamente el punto que hasta hace poco tiempo fué conocido con el nombre de "Chacarita de los Colegiales", y que más tarde, al perder el último término de su denominación, debía adquirir tanta fama por los acontecimientos de Junio de 1880.

Pocos puntos hay más agradables en los alrededores de Buenos Aires. Situado sobre una altura, a igual distancia de Flores, Belgrano y la capital, el viejo edificio de la Chacarita, monacal en su aspecto, pero grande, cómodo, lleno de aire, domina un paisaje delicioso, al que las caprichosas ondulaciones del terreno dan un carácter no común en las campiñas próximas a la ciudad. En aquel tiempo poseíamos como feudo señorial no sólo los terrenos que aún hoy pertenecen a la Chacarita, sino los que en 1871 fueron destinados al cementerio tan rápidamente poblado. Así, nuestros límites eran extensos y no nos faltaba, por cierto, espacio para llenar de aire puro los pulmones, organizar carreras y dar rienda suelta a la actividad juvenil que nos castigaba la sangre. A pesar de la inmensidad de nuestros dominios, teníamos pleitos con todos los vecinos, sin contar el famoso proceso con la Municipalidad de Belgrano, especie de "Jarndyce versus Jarndyce"[6 - Dickens, "Bleak-House".], del que habíamos oído hablar como de una tradición vetusta, cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, proceso cuyos antecedentes ignorábamos en absoluto, lo que no nos impedía declarar con toda tranquilidad que el municipio de Belgrano era representado por una compañía de ladrones, neta y claramente clasificados. Este viejo pleito tenía para nosotros, sin embargo, algunas ventajas.

Cuando cruzábamos frente al juzgado de paz de Belgrano, a galope tendido, algunos honorables miembros de la partida de policía, viendo la traza arcaica de nuestros corceles (fuera de funciones en esos momentos, por cuanto su profesión habitual era arrastrar carradas de leña o sacar agua), abandonaban el noble juego de la taba[7 - Cuya antigüedad es bien respetable, pues hemos visto, con Emilio Mitre, en el "British Museum", dos figurinas de Tanagra ejercitándose en él.] en que estaban absorbidos, y cabalgando a su vez, emprendían animosos nuestra persecución. Generalmente íbamos dos en cada caballo, lo que, como se supone, no aumentaba sus condiciones de velocidad. Pero compensábamos este inconveniente por una metódica y razonada división del trabajo, "avant-góut" de nuestros estudios económicos del futuro. La dirección del cuadrúpedo estaba entera y absolutamente confiada al que iba delante, tarea grave y trascendental, no sólo por las veleidades fantásticas de la bestia y por la necesidad de cortar campo, sino por la preocupación incesante del jinete para evitar la probable operación de la talla, practicada inconscientemente por la cruz pelada y puntiaguda, a favor del convulsivo movimiento de un manquera tradicional. El ciudadano colegial que ocupaba el anca desempeñaba las funciones de foguista; él debía suministrar, con medios a su arbitrio, los elementos necesarios para producir el movimiento. Por lo demás, se procedía siempre de acuerdo con una tabla sancionada por la estadística experimental; se sabía que el uso del rebenque firme, apoyado por el talón incansable, producía el trote; si el compañero de delante podía distraerse hasta el punto de menear talón a su vez, se obtenía un simulacro de galopito expirante, y por fin el "máximum", esto es, un galope normal, de tres cuadras exactas de duración, se alcanzaba por la hábil combinación del rebenque, cuatro talones y una pequeña picana, dirigida con frecuencia hacia aquellos puntos que el animal, en su inocencia, había dado muestras de considerar como los más sensibles de su individuo.

Se me dirá, tal vez, que con semejantes elementos era una verdadera insensatez arrostrar las iras policiales de la partida; pero esa crítica cesará cuando se sepa que los medios de locomoción de nuestros adversarios, eran de una fuerza análoga a aquellos de que disponíamos. Iniciada la persecución, oíamos un ruido confuso de latas y denuestos tras de nosotros; silenciosos, como convenía a hombres que tenían en juego, a más de sus cinco sentidos, todas sus articulaciones, aspirábamos a llegar a los terrenos ya casi neutrales del otro lado del Circo; en general, según cálculo hecho y resultado previsto, rodábamos tres veces antes de llegar allí. Pero sabíamos también que el honorable miembro de la partida a quien tal fracaso sucedía, no conseguía poner en pie su cabalgadura, sino después de media hora de exhortaciones expresivas. Llegados a campo abierto, entre zanjas, arroyos y alambrados, habíamos vencido; porque, echando pie a tierra, abandonábamos la bestia que partía con increíble velocidad hacia la Chacarita, mientras nosotros saltábamos un cerco, detrás del cual, por medio de cascotes, rechazábamos con pérdida las cargas efímeras de la caballería enemiga. Cuando una hora más tarde el sargento de la partida osaba llegar a nuestro castillo y presentar sus quejas a las autoridades del Colegio, ya éstas habían sido informadas por nosotros de los desafueros que, a causa del proceso pendiente, se habían permitido los seides del juez de paz de Belgrano. El sargento salía corrido y las hostilidades tomaban un carácter feroz.




XXV


Buena, sana, alegre, vibrante aquella vida de campo! Nos levantábamos al alba; la mañana inundada de sol, el aire lleno de emanaciones balsámicas, los árboles, frescos y contentos, el espacio abierto a todos rumbos, nos hacían recordar con horror las negras madrugadas del Colegio, el frío mortal de los claustros sombríos, el invencible fastidio de la clase de estudio. En la Chacarita estudiábamos poco, como era natural; podíamos leer novelas libremente, dormir la siesta, salir en busca de "camuatís" y, sobre todo, organizar con una estrategia científica, las expediciones contra los "vascos".

Los "vascos" eran nuestros vecinos hacia el Norte, precisamente en la dirección en que los dominios colegiales eran más limitados. Separaba las jurisdicciones respectivas un ancho foso, siempre lleno de agua y de bordes cubiertos de una espesa planta baja y bravía. Pasada la zanja, se extendía un alfalfar de media cuadra de ancho, pintorescamente manchado por dos o tres pequeñas parvas de pasto seco. Más allá, el jardín de las Hespérides, los campos Elíseos, el Edén, la tierra prometida! Allí, en pasmosa abundancia, crecían las sandías, robustas, enormes, cuyo solo aspecto apartaba la idea de la "caladura" previsora; la sandía ajena, vedada, de carne roja como el lacre, el "cucúrbita citrullus" famoso, cuya reputación ha persistido en el tiempo y el espacio; allí doraba el sol esos melones de origen exótico, redondos, incitantes en su forma ingénita de tajadas, los melones exquisitos, de suave pasta perfumada y de exterior caprichoso, grabado como un papiro egipcio! No tenían rivales en la comarca y es de esperar que nuestra autoridad sea reconocida en esa materia. Las excursiones a otras chacras nos habían siempre producido desengaños; la nostalgia de la fruta de los vascos nos perseguía a todo momento y jamás vibró en oído humano, en sentido menos figurado, el famoso verso de Garcilaso de la Vega.





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notes



1


Es por eso que siento un horror piadoso por los chicos precoces a quienes tengo simpatía o cariño. Se me figura – y aquí hago mío un pensamiento de José María Ramos Mejía – que los retardados poseen como una capa preservadora que mantiene en una especie de fanal, sus almas delicadas.




2


A esto hay que agregar algunos artículos sueltos aparecidos en diversas revistas. Véase "La Biblioteca" y la "Revista de Buenos Aires", entre otras. "A la distancia", que algunos diccionarios y publicaciones consideran como otro volumen, es un folleto en el que se han reunido dos artículos que se encuentran en "Charlas literarias": Carlos Encina – recuerdos íntimos – y "Tedium Vitae".




3


Estas líneas fueron escritas en 1882: se trata pues, de pesos fuertes.




4


Poco tiempo después de escritas estas líneas, Matías Behety encontró el reposo eterno.




5


Nació en 1813, murió en 1865.




6


Dickens, "Bleak-House".




7


Cuya antigüedad es bien respetable, pues hemos visto, con Emilio Mitre, en el "British Museum", dos figurinas de Tanagra ejercitándose en él.



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